La guerra de las Malvinas, Patricia Suarez

 En la televisión dan la noticia de que la Argentina en­tró en guerra contra Inglaterra. Los ingleses tomaron las islas Malvinas, ellos las llaman Falklands. Nosotros en el colegio cantamos una canción acerca de que las islas son nuestras. La compuso un folklorista hace varios años, pero desde que empezaron los conflictos la cantamos todos los días cuando se iza la bandera.

Mi abuelo decía que la Argentina nunca le iba a de­clarar la guerra a Inglaterra, que eso era una estupidez. Mi abuelo murió hace dos semanas, el padre de mi padre. Tenía un riñón malo y le hacían diálisis desde un tiem­po antes. Cuando salió del hospital, se mareó y se pegó la cabeza contra el cemento. No quería que mi abuela lo acompañara; le gustaba ir solo. Dijeron que era un trau­matismo de cráneo, pero nada serio: al segundo día se murió. La noche de su muerte yo había ido a un cum­pleaños de quince. Mi papá se había quedado en el hos­pital y mi mamá en casa. Como a las dos de la mañana mi abuelo murió, pero mi papá estaba tan trastornado que no le avisó a ninguna persona como hasta las cin­co. Se quedó sentado en la sala de espera, sin nada que esperar. Volví a las tres, me trajeron los tíos de la cumpleañera. Mi madre me esperaba despierta, dice que ella había oído la llave girar en la cerradura a eso de las dos, que pensó que era yo, y entonces ya no pudo vol­ver a dormirse. Pero no era mi llave, era mi abuelo que venía a despedirse. Ella tiene esas cosas; cree que es médium y se comunica con los espíritus. Como sea, mi abuelo nunca tuvo llaves de nuestra casa; no veo por qué iba a recurrir justo a ese truco después de muerto. Esto a mi madre ni se lo menciono; monta en cólera si pongo en duda sus capacidades mediúmnicas.

Mi abuelo era un pobre infeliz que se reventó tra­bajando en el Correo y en el Telégrafo de noche para darles una buena vida a mi abuela y a mi padre. Hacía doble turno, no estaba nunca en casa. Cuando estaba nunca se le oía la voz: siempre medio enfermo, pade­ciendo de algo, el hígado o el riñón. Esto es lo que cuenta mi abuela hasta el final, cuando en el sepelio va a llorarlo su suegra, mi bisabuela, y comenta que el vie­jo sátrapa era un donjuán. Que se bajaba a todas las cretinas telefonistas y en el hospital, a las enfermeras. Mi abuela la echa del entierro: parece que era vox pópuli que mi abuelo tenía amores con una renga hasta la actualidad. La Renga no fue ni al velorio ni al entie­rro; o estaba destrozada por la pérdida de su gran amor o mi abuelo le importaba tres pepinos.

En mi familia todos parecen derechos, pero son todos torcidos. Es como un gen.

Igual mi abuelo era un hombre bueno, aunque nunca nos hizo regalos ni nos dejaba tener mascotas como cachorritos o tortugas. Apenas si soportó que mi abuela tuviera un cardenal y cuando el cardenal se mu­rió porque picoteaba la cal de la pared, él suspiró con alivio. Cuando íbamos a visitarlo, se encerraba en la pieza. Después nos mandaba al cine Luz y Fuerza con la abuela, para ver una de Asterix. Si cuando volvías del cine le preguntabas a él quiénes eran los galos o por qué los romanos invadieron la Galia, él te ponía una enciclopedia en la cara y se encerraba con el pestillo puesto en el altillito. Si hubiera habido un incendio, él no habría bajado ni en millones de años.

No se reía jamás; nadie nunca lo vio reír: parece que hubiera desconocido que en el rostro hay un par de músculos que estiran la boca y enseñan los dientes. La boca se abre para otras cosas, aparte de para comer. Si él se hubiera reído alguna vez, sin duda, habría sido una mueca semejante a la de un bulldog o alguno de esos perros que tienen los dientes medio para afuera. Entre sus buenas acciones estaba la de ser filatelista. Tenía varios álbumes de estampillas que mi padre co­diciaba imaginando que valían fortunas. Construyó sus álbumes robando las estampillas del Correo; arrancaba las más preciadas estampillas de los sobres que debían repartir los carteros; después, sin que na­die supiera cómo o dónde, hacía desaparecer la co­rrespondencia. Tengo entendido que esto es un delito federal; pero mi abuelo se cagaba en la ley y se queda­ba con las estampillas. Después las pegoteaba en el álbum y guay con que metieras la mano ahí, porque te la cortaba. Mi abuelo era un buen hombre, pero tam­bién era un tipo siniestro.

De mi abuelo sabíamos por medio de mi abuela. Era como si él hablara en chino mandarín o algo por el estilo y la única que conociera ese idioma fuera mi abuela, O co­mo un tipo tan excelso, una especie de dios, y la única aco­lita capaz de traducir sus designios fuera la vieja. Sabía­mos que él no quería a su propia madre —la que vino a llorarlo al entierro y reveló que era un casanova - porque ella le pegaba en la cabeza. Por eso una enseñanza que mi abuela transmitía directamente del pensamiento de mi abuelo era: Nunca hay que pegarle a un niño en la cabeza porque puede quedar tarado. El resto de la infancia y la juventud de mi abuelo eran un misterio. Al parecer había conseguido el puesto en el Correo gracias a la generosidad de Eva Perón, a quien él detestaba y cada vez que manda­ban los consabidos presentes para las fiestas navideñas, mi abuelo iba y los tiraba a la basura, o los quemaba o co­mo fuera se deshacía de ellos. Mi padre lloraba como un bendito pero mi abuelo lo hacía callar. No sé si le encajaba dos soplamocos o bien no le dirigía la palabra en un mes. Eso de estar en silencio al viejo no le costaba nada. Mi pa­dre era un insoportable y más de una vez hubiera necesi­tado una buena paliza; uno se daba cuenta aun siendo hi­jo de él y no teniendo más de diez años. Pero mi abuela lo adoraba porque era su único hijo y porque mi abuelo no había querido tener otro hijo más para que no anduvieran en la miseria y viviendo de prestado. Así que tuvieron un hijo solo, mi padre, que era un verdadero dolor de cabeza.


Mi abuela se conformó, o si no se conformó, no se quejó muy fuerte. Lo mismo con el asunto de la amante de mi abuelo, la Renga esa: al principio hizo mucho lío pero des­pués el asunto se silenció. Mi abuela se enteró de casuali­dad del adulterio porque alguien —una parienta— vio que él estuvo entrando en una pensión durante dos años. Dos años, día más día menos, y en esa pensión vivía la Renga. O sea que la Renga y mi abuelo tenían un asunto. La parienta se lo cuenta a mi abuela y mi abuela arma la de Dios es Cristo. Quiere ir a pegarle a la Renga al correo, porque resulta que era compañera de trabajo de mi abuelo. Afilia­da al Partido Justicialista, encima, a pesar de que mi abue­lo decía que todos los que estaban en el partido eran unos asquerosos y unos lameculos impresionantes. Ahí va mi abuela, lista para el boxeo con la Renga, cuando mi abue­lo la ataja. La detiene: a él podrían echarlo del trabajo si ella le pegara a la Renga Si él se queda sin trabajo, ellos se quedan sin pan. Mi abuela piensa seriamente en cómo se ganarán el pan, si a mi abuelo lo echan. Medita en esto un par de minutos; una cosa es ser brava y otra es ser muy es­túpida; se contiene. Mi abuelo agrega que la Renga es bru­ja; le hizo una brujería y lo enamoró. La cosa se arregla si van mi abuela y él a visitar a una curandera para que des­haga el embrujo. Lo hacen y asunto arreglado, la Renga desaparece del mapa amoroso de mi abuelo o eso es lo que se cree hasta el día de su muerte. Mi abuela y mi padre no vuelven a mencionar los amores de mi abuelo.

Yo con mi abuelo me aburría. En la plaza él no podía hamacarme: tenía dañados los pulmones o el corazón, y

el médico le había prohibido hacer fuerza. Tampoco me hablaba y, si la que hablaba era yo, me compraba un helado de tres bochas para que me entretuviera chupando. Vivía como un insecto volador; aquí y allá pasaba y nadie lo percibía. Era taciturno pero sin dar la impresión de que estuviera sumido en profundos pen­samientos: jamás leía un libro, no iba a misa, no practi­caba ningún culto ni se dedicaba a nada que pudiera sacar de él una gota de jugo cerebral; más bien parecía que mi abuelo no tenía nada que decir, porque decir algo le demandaría unas energías tales que lo llevarían a la muerte de inmediato.

Nosotros veíamos su vida pasar, arrastrarse y ha­cíamos como que no veíamos.

El prefería eso a ser protagonista.

No sabemos cómo lo pasaba la Renga con él.

Cuando empiezan los conflictos entre la Argentina e Inglaterra, la gente no se lo cree. Yo no entiendo mu­cho lo que pasa; acá están los militares que no se van y allá está Margaret Thatcher, a quien le hacen huelga los mineros y a ella no se le mueve un pelo. Allá está Lady Di, una maestra jardinera que se casó con el príncipe Carlos. Es un cuento de hadas realizado, dice mi madre, es La Cenicienta. El príncipe Carlos es más feo que el cuco, pe­ro eso no cuenta a los ojos de mi madre.

Yo con la noticia de la guerra no reacciono; hace dos semanas que murió mi abuelo y no pude soltar ni una lá­grima. En la escuela creen que estoy mal, porque conside­ran que debo estar triste por su muerte y ese dolor no sale a la superficie. Piensan que tengo escondido mi dolor; la psicopedagoga habla de crisis de angustia; cita a mis pa­dres en el gabinete, pero ninguno concurre a la cita: hay guerra. No sé cómo decirle a la psicopedagoga que no siento nada; ningún dolor: no hace falta que cite a mis pa­dres a su gabinete y hacerse la sabihonda delante de ellos. Comprendo que no puedo revelarle que la muerte de mi abuelo me es indiferente; no puedo decírselo a nadie. Ten­go un secreto propio, una culpa nueva y un fruto adonde hincar el diente. Igual los profesores desvían el foco de atención de mi persona porque estamos en guerra y el Es­tado está alistando jóvenes. Hay uno o dos soldados que son hermanos de chicos de la escuela. Los hermanos más grandes. Yo no tengo hermanos varones y las mujeres en la Argentina no van a la guerra; yo compro lana y me pon­go a tejer medias para enviarles a los soldados en el sur. Las medias dan mucho trabajo cuando llega al talón; esto me hace perder el tiempo. Mi abuela me explica el arte del tejido; tiene un montón de revistas Burda apiladas que te enseñan a hacer jacquards y esas cosas. Pero yo no puedo en la parte en que hay que pasar de dos agujas a cuatro agujas: ahí me complico y me pongo muy nerviosa. Tam­bién se me escapan los puntos; no soy aplicada tejiendo medias para los soldados y al final abandono el tejido en un sillón y me pongo a leer un libro. Antes leía Nancy Drew, pero desde que estamos en guerra con todo lo anglofilo intento leer cosas argentinas, Shunko. Las semanas transcurren y no envío a nadie un solo par de medias. Un día voy a dormir a la casa de mi abuela, y se me aparece el viejo. Creo que es él, porque hay una for­ma, una sombra taciturna. Por donde él pasa queda una estela luminosa, baba de caracol. Es muy tarde en la no­che y mi abuela duerme en la habitación contigua Me pa­so a dormir en la cama con ella; después no voy más por esa casa. Que envíen a otra persona a acompañarla por la noche. Mi padre trae a la abuela a casa; mí madre se sulfu­ra, se pone como loca. Me culpa por no querer ir más, hasta que le digo que es porque vi al alma de mi abuelo flotando por la casa Ella, ¡la sibila de Cumas!, me chilla que no hable idioteces y que cumpla con mi deber de vez en cuando. A ese viejo putañero, una vez que pisó el infierno, le cerraron la trampera y los diablos ya no lo de­jarán asomar la nariz. Mucho menos pasearse por sus antiguas posesiones, que ahora serán de tu padre, si tu bendita abuela se decide a morirse de una buena vez. Pala­bras de la pitonisa de Delfos. Mientras tanto, los ingleses hunden el Belgrano, el acorazado. Los norteamericanos no se ponen de nuestro lado, sino del de los ingleses. El Papa dice que ir a la guerra está mal, es pecado. Lady Di hace mutis sobre el asunto cada vez que la entrevistan. Mi abuela desteje lo que hice y se queja de que esa lana rulienta ahora no sirve para nada. Después perdemos la guerra; Inglaterra se queda con las islas; hay muchas bajas de nuestro lado. Cuántos dedos gangrenados por el frío ha­brán sido cortados, cuántos pies congelados, mutilados. Mi abuela no hace que yo me sienta mejor; quiero llorar por un soldado, pero no lloro. Quiero llorar por el abuelo, pero no lloro. Pienso si será que no siento nada o que en algún momento en estos doce años me sequé y me quedé sin lágrimas.


PATRICIA SUAREZ

Nació en Rosario, en 1969. Reside en Buenos Aires.

En el 2000 obtuvo el Primer Premio en el ciclo de Teatro Leído de Argentores y, en 2001, el premio del Instituto Nacional de Teatro. En 2003 ganó el Premio Clarín de Novela por Perdida en el momento (2003). Des­de 1997 coordina talleres de narrativa, literatura infan­til y dramaturgia, en instituciones educativas y centros culturales. Ha escrito las obras de teatro Valbala (Pre­mio Argentores, 2000) y la trilogía Las polacas, com­puesta por Historias tártaras, Casamentera (Premio Fon­do Nacional de las Artes 2001) y La Varsovia (Premio Instituto Nacional de Teatro 2001), estrenadas en 2002 en Buenos Aires.

Entre sus obras más importantes para niños se destacan: Rata paseandera (1998); Historia de Pollito Belle­za (Premio Juan Rulfo 1997, Monte Ávila, Venezuela, 1999); Habla el Lobo (2004); Las memorias de Ygor (2005, Premio Destacados de Alija, 2006); Esta boca es mía

(2004)      ; Ratones de cuento (2006) y El rey Anatol (2006). En Alfaguara Infantil publicó Amor dragón (2007).

Junto a otros autores escribió Monstruos al teatro (con Graciela Repún, 2004) y Simóny el pájaro Vivaldi (con Ariel Barchilón, finalista Premio Barco de Vapor, Ediciones SM, 2004) y, en coautoría con Leonel Giacometto, Besare tus pies y Puerta de Hierro (Premio Argentores de Teatro Leído 2003).

Para adultos publicó Completamente solo (2000), Fluido Manchester (2000), La flor incandescente (2002), y, en Alfaguara, Esta no es mi noche (2005).


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