En la televisión dan la noticia de que la Argentina entró en guerra contra Inglaterra. Los ingleses tomaron las islas Malvinas, ellos las llaman Falklands. Nosotros en el colegio cantamos una canción acerca de que las islas son nuestras. La compuso un folklorista hace varios años, pero desde que empezaron los conflictos la cantamos todos los días cuando se iza la bandera.
Mi abuelo decía que la Argentina nunca le iba a declarar la guerra a Inglaterra, que eso era una estupidez. Mi abuelo murió hace dos semanas, el padre de mi padre. Tenía un riñón malo y le hacían diálisis desde un tiempo antes. Cuando salió del hospital, se mareó y se pegó la cabeza contra el cemento. No quería que mi abuela lo acompañara; le gustaba ir solo. Dijeron que era un traumatismo de cráneo, pero nada serio: al segundo día se murió. La noche de su muerte yo había ido a un cumpleaños de quince. Mi papá se había quedado en el hospital y mi mamá en casa. Como a las dos de la mañana mi abuelo murió, pero mi papá estaba tan trastornado que no le avisó a ninguna persona como hasta las cinco. Se quedó sentado en la sala de espera, sin nada que esperar. Volví a las tres, me trajeron los tíos de la cumpleañera. Mi madre me esperaba despierta, dice que ella había oído la llave girar en la cerradura a eso de las dos, que pensó que era yo, y entonces ya no pudo volver a dormirse. Pero no era mi llave, era mi abuelo que venía a despedirse. Ella tiene esas cosas; cree que es médium y se comunica con los espíritus. Como sea, mi abuelo nunca tuvo llaves de nuestra casa; no veo por qué iba a recurrir justo a ese truco después de muerto. Esto a mi madre ni se lo menciono; monta en cólera si pongo en duda sus capacidades mediúmnicas.
Mi
abuelo era un pobre infeliz que se reventó trabajando en el Correo y en el
Telégrafo de noche para darles una buena vida a mi abuela y a mi padre. Hacía
doble turno, no estaba nunca en casa. Cuando estaba nunca se le oía la voz:
siempre medio enfermo, padeciendo de algo, el hígado o el riñón. Esto es lo
que cuenta mi abuela hasta el final, cuando en el sepelio va a llorarlo su
suegra, mi bisabuela, y comenta que el viejo sátrapa era un donjuán. Que se
bajaba a todas las cretinas telefonistas y en el hospital, a las enfermeras. Mi
abuela la echa del entierro: parece que era vox pópuli que mi abuelo tenía
amores con una renga hasta la actualidad. La Renga no fue ni al velorio ni al
entierro; o estaba destrozada por la pérdida de su gran amor o mi abuelo le
importaba tres pepinos.
En mi
familia todos parecen derechos, pero son todos torcidos. Es como un gen.
Igual mi
abuelo era un hombre bueno, aunque nunca nos hizo regalos ni nos dejaba tener
mascotas como cachorritos o tortugas. Apenas si soportó que mi abuela tuviera
un cardenal y cuando el cardenal se murió porque picoteaba la cal de la pared,
él suspiró con alivio. Cuando íbamos a visitarlo, se encerraba en la pieza.
Después nos mandaba al cine Luz y Fuerza con la abuela, para ver una de
Asterix. Si cuando volvías del cine le preguntabas a él quiénes eran los galos
o por qué los romanos invadieron la Galia, él te ponía una enciclopedia en la
cara y se encerraba con el pestillo puesto en el altillito. Si hubiera habido
un incendio, él no habría bajado ni en millones de años.
No se reía
jamás; nadie nunca lo vio reír: parece que hubiera desconocido que en el rostro
hay un par de músculos que estiran la boca y enseñan los dientes. La boca se
abre para otras cosas, aparte de para comer. Si él se hubiera reído alguna vez,
sin duda, habría sido una mueca semejante a la de un bulldog o alguno de esos
perros que tienen los dientes medio para afuera. Entre sus buenas acciones
estaba la de ser filatelista. Tenía varios álbumes de estampillas que mi padre
codiciaba imaginando que valían fortunas. Construyó sus álbumes robando las
estampillas del Correo; arrancaba las más preciadas estampillas de los sobres
que debían repartir los carteros; después, sin que nadie supiera cómo o dónde,
hacía desaparecer la correspondencia. Tengo entendido que esto es un delito
federal; pero mi abuelo se cagaba en la ley y se quedaba con las estampillas.
Después las pegoteaba en el álbum y guay con que metieras la mano ahí, porque
te la cortaba. Mi abuelo era un buen hombre, pero también era un tipo
siniestro.
De mi
abuelo sabíamos por medio de mi abuela. Era como si él hablara en chino
mandarín o algo por el estilo y la única que conociera ese idioma fuera mi
abuela, O como un tipo tan excelso, una especie de dios, y la única acolita
capaz de traducir sus designios fuera la vieja. Sabíamos que él no quería a su
propia madre —la que vino a llorarlo al entierro y reveló que era un casanova -
porque ella le pegaba en la cabeza. Por eso una enseñanza que mi abuela
transmitía directamente del pensamiento de mi abuelo era: Nunca hay que pegarle
a un niño en la cabeza porque puede quedar tarado. El resto de la infancia y la
juventud de mi abuelo eran un misterio. Al parecer había conseguido el puesto
en el Correo gracias a la generosidad de Eva Perón, a quien él detestaba y cada
vez que mandaban los consabidos presentes para las fiestas navideñas, mi
abuelo iba y los tiraba a la basura, o los quemaba o como fuera se deshacía de
ellos. Mi padre lloraba como un bendito pero mi abuelo lo hacía callar. No sé
si le encajaba dos soplamocos o bien no le dirigía la palabra en un mes. Eso de
estar en silencio al viejo no le costaba nada. Mi padre era un insoportable y
más de una vez hubiera necesitado una buena paliza; uno se daba cuenta aun
siendo hijo de él y no teniendo más de diez años. Pero mi abuela lo adoraba
porque era su único hijo y porque mi abuelo no había querido tener otro hijo
más para que no anduvieran en la miseria y viviendo de prestado. Así que
tuvieron un hijo solo, mi padre, que era un verdadero dolor de cabeza.
Mi abuela se conformó, o si no se
conformó, no se quejó muy fuerte. Lo mismo con el asunto de la amante de mi
abuelo, la Renga esa: al principio hizo mucho lío pero después el asunto se
silenció. Mi abuela se enteró de casualidad del adulterio porque alguien —una
parienta— vio que él estuvo entrando en una pensión durante dos años. Dos años,
día más día menos, y en esa pensión vivía la Renga. O sea que la Renga y mi
abuelo tenían un asunto. La parienta se lo cuenta a mi abuela y mi abuela
arma la de Dios es Cristo. Quiere ir a pegarle a la Renga al correo, porque
resulta que era compañera de trabajo de mi abuelo. Afiliada al Partido
Justicialista, encima, a pesar de que mi abuelo decía que todos los que
estaban en el partido eran unos asquerosos y unos lameculos impresionantes. Ahí
va mi abuela, lista para el boxeo con la Renga, cuando mi abuelo la ataja. La
detiene: a él podrían echarlo del trabajo si ella le pegara a la Renga Si él se
queda sin trabajo, ellos se quedan sin pan. Mi abuela piensa seriamente en cómo
se ganarán el pan, si a mi abuelo lo echan. Medita en esto un par de minutos;
una cosa es ser brava y otra es ser muy estúpida; se contiene. Mi abuelo
agrega que la Renga es bruja; le hizo una brujería y lo enamoró. La cosa se
arregla si van mi abuela y él a visitar a una curandera para que deshaga el
embrujo. Lo hacen y asunto arreglado, la Renga desaparece del mapa amoroso de
mi abuelo o eso es lo que se cree hasta el día de su muerte. Mi abuela y mi padre
no vuelven a mencionar los amores de mi abuelo.
Yo con
mi abuelo me aburría. En la plaza él no podía hamacarme: tenía dañados los
pulmones o el corazón, y
el médico le
había prohibido hacer fuerza. Tampoco me hablaba y, si la que hablaba era yo,
me compraba un helado de tres bochas para que me entretuviera chupando. Vivía
como un insecto volador; aquí y allá pasaba y nadie lo percibía. Era taciturno
pero sin dar la impresión de que estuviera sumido en profundos pensamientos:
jamás leía un libro, no iba a misa, no practicaba ningún culto ni se dedicaba
a nada que pudiera sacar de él una gota de jugo cerebral; más bien parecía que
mi abuelo no tenía nada que decir, porque decir algo le demandaría unas
energías tales que lo llevarían a la muerte de inmediato.
Nosotros
veíamos su vida pasar, arrastrarse y hacíamos como que no veíamos.
El prefería eso a ser protagonista.
No sabemos cómo
lo pasaba la Renga con él.
Cuando
empiezan los conflictos entre la Argentina e Inglaterra, la gente no se lo
cree. Yo no entiendo mucho lo que pasa; acá están los militares que no se van
y allá está Margaret Thatcher, a quien le hacen huelga los mineros y a ella no
se le mueve un pelo. Allá está Lady Di, una maestra jardinera que se casó con
el príncipe Carlos. Es un cuento de hadas realizado, dice mi madre, es La
Cenicienta. El príncipe Carlos es más feo que el cuco, pero eso no cuenta a
los ojos de mi madre.
Yo con la noticia de la guerra no reacciono; hace dos semanas que murió mi abuelo y no pude soltar ni una lágrima. En la escuela creen que estoy mal, porque consideran que debo estar triste por su muerte y ese dolor no sale a la superficie. Piensan que tengo escondido mi dolor; la psicopedagoga habla de crisis de angustia; cita a mis padres en el gabinete, pero ninguno concurre a la cita: hay guerra. No sé cómo decirle a la psicopedagoga que no siento nada; ningún dolor: no hace falta que cite a mis padres a su gabinete y hacerse la sabihonda delante de ellos. Comprendo que no puedo revelarle que la muerte de mi abuelo me es indiferente; no puedo decírselo a nadie. Tengo un secreto propio, una culpa nueva y un fruto adonde hincar el diente. Igual los profesores desvían el foco de atención de mi persona porque estamos en guerra y el Estado está alistando jóvenes. Hay uno o dos soldados que son hermanos de chicos de la escuela. Los hermanos más grandes. Yo no tengo hermanos varones y las mujeres en la Argentina no van a la guerra; yo compro lana y me pongo a tejer medias para enviarles a los soldados en el sur. Las medias dan mucho trabajo cuando llega al talón; esto me hace perder el tiempo. Mi abuela me explica el arte del tejido; tiene un montón de revistas Burda apiladas que te enseñan a hacer jacquards y esas cosas. Pero yo no puedo en la parte en que hay que pasar de dos agujas a cuatro agujas: ahí me complico y me pongo muy nerviosa. También se me escapan los puntos; no soy aplicada tejiendo medias para los soldados y al final abandono el tejido en un sillón y me pongo a leer un libro. Antes leía Nancy Drew, pero desde que estamos en guerra con todo lo anglofilo intento leer cosas argentinas, Shunko. Las semanas transcurren y no envío a nadie un solo par de medias. Un día voy a dormir a la casa de mi abuela, y se me aparece el viejo. Creo que es él, porque hay una forma, una sombra taciturna. Por donde él pasa queda una estela luminosa, baba de caracol. Es muy tarde en la noche y mi abuela duerme en la habitación contigua Me paso a dormir en la cama con ella; después no voy más por esa casa. Que envíen a otra persona a acompañarla por la noche. Mi padre trae a la abuela a casa; mí madre se sulfura, se pone como loca. Me culpa por no querer ir más, hasta que le digo que es porque vi al alma de mi abuelo flotando por la casa Ella, ¡la sibila de Cumas!, me chilla que no hable idioteces y que cumpla con mi deber de vez en cuando. A ese viejo putañero, una vez que pisó el infierno, le cerraron la trampera y los diablos ya no lo dejarán asomar la nariz. Mucho menos pasearse por sus antiguas posesiones, que ahora serán de tu padre, si tu bendita abuela se decide a morirse de una buena vez. Palabras de la pitonisa de Delfos. Mientras tanto, los ingleses hunden el Belgrano, el acorazado. Los norteamericanos no se ponen de nuestro lado, sino del de los ingleses. El Papa dice que ir a la guerra está mal, es pecado. Lady Di hace mutis sobre el asunto cada vez que la entrevistan. Mi abuela desteje lo que hice y se queja de que esa lana rulienta ahora no sirve para nada. Después perdemos la guerra; Inglaterra se queda con las islas; hay muchas bajas de nuestro lado. Cuántos dedos gangrenados por el frío habrán sido cortados, cuántos pies congelados, mutilados. Mi abuela no hace que yo me sienta mejor; quiero llorar por un soldado, pero no lloro. Quiero llorar por el abuelo, pero no lloro. Pienso si será que no siento nada o que en algún momento en estos doce años me sequé y me quedé sin lágrimas.
PATRICIA SUAREZ
Nació en Rosario, en 1969. Reside en Buenos Aires.
En el
2000 obtuvo el Primer Premio en el ciclo de Teatro Leído de Argentores y, en
2001, el premio del Instituto Nacional de Teatro. En 2003 ganó el Premio Clarín
de Novela por Perdida en el
momento (2003). Desde
1997 coordina talleres de narrativa, literatura infantil y dramaturgia, en
instituciones educativas y centros culturales. Ha escrito las obras de teatro Valbala (Premio
Argentores, 2000) y la trilogía Las polacas, compuesta
por Historias
tártaras, Casamentera (Premio Fondo
Nacional de las Artes 2001) y La
Varsovia (Premio
Instituto Nacional de Teatro 2001), estrenadas en 2002 en Buenos Aires.
Entre
sus obras más importantes para niños se destacan: Rata paseandera (1998);
Historia de Pollito Belleza (Premio Juan Rulfo 1997, Monte Ávila, Venezuela, 1999); Habla el Lobo (2004);
Las memorias de Ygor (2005, Premio Destacados de Alija, 2006); Esta boca es mía
(2004)
; Ratones de cuento (2006)
y El rey Anatol (2006). En Alfaguara Infantil publicó Amor dragón (2007).
Junto a
otros autores escribió Monstruos
al teatro (con Graciela
Repún, 2004) y Simóny el pájaro
Vivaldi (con Ariel
Barchilón, finalista Premio Barco de Vapor, Ediciones SM, 2004) y, en coautoría
con Leonel Giacometto, Besare tus
pies y Puerta de Hierro (Premio
Argentores de Teatro Leído 2003).
Para
adultos publicó Completamente
solo (2000), Fluido Manchester (2000), La flor incandescente (2002), y, en Alfaguara, Esta no es mi noche (2005).
No hay comentarios:
Publicar un comentario