La "Cenicienta", de Angela Carter

UNA niña quemada vivía en las cenizas. Bueno: no realmente quemada, más bien chamuscada, un poco chamuscada, como un palo medio quemado y sacado de las llamas. Parecía carbón y cenizas porque vivía en las cenizas desde que su madre murió y las cenizas calientes la quemaron, de modo que estaba cubierta de costras y cicatrices. La niña quemada vivía en la chimenea, cubierta de cenizas, como si todavía estuviera de luto.
Después que su madre murió y la enterraron, su padre olvidó a la madre y olvidó a la niña, y se casó con la mujer que solía barrer las cenizas, y por eso la niña vivía en las cenizas sin barrer y no había nadie para cepillarle el cabello, de modo que estaba tieso como una esterilla, ni nadie para lavarle la cara cubierta de costras, y ella no se atrevía a hacerlo por sí misma, pero barría las cenizas y dormía al lado del gatito y se alimentaba con las sobras quemadas del fondo de la olla, rascándola, acurrucada en el suelo, a solas frente al fuego, como si no fuera humana, pues estaba todavía de luto.
Su madre estaba muerta y enterrada, pero todavía sentía un perfecto e intenso dolor de amor cuando miraba a través de la tierra y veía a la niña quemada cubierta de cenizas.
—Ordeña la vaca, niña quemada, y trae toda la leche —le dijo la madrastra, la que antes solía barrer las cenizas y ordeñar la vaca, cosas que ahora hacía la niña quemada.
El espíritu de la madre se metió en la vaca.
—Bebe leche y engorda —la aconsejó el espíritu de la madre.
La niña quemada estiró la ubre y bebió bastante leche, antes de llevar el cubo a la casa sin que nadie lo notara, y el tiempo pasó y la niña engordó, se le redondearon los senos y creció.
Había un hombre al que la madrastra deseaba y a quien invitó a la cocina para darle de comer, pero dejó que la niña quemada cocinara, aunque antes la madrastra era la que lo hacía. Una vez la niña quemada hubo preparado la comida, la madrastra le mandó ordeñar la vaca.
—Quiero ese hombre para mí —dijo la niña quemada a la vaca.
La vaca dio más leche, y más, y más, bastante para que la niña bebiera y se lavara las manos y la cara con leche. Y cuando se lavó la cara, todas las costras desaparecieron, y ahora ya no estaba quemada, pero la vaca se hallaba vacía.
—Tendrás que dar tu propia leche la próxima vez —anunció el espíritu de la madre desde el interior de la vaca—. Me has ordeñado hasta secarme.
El gatito se acercó. El espíritu de la madre se metió en el gatito.
—Necesitas que te peinen —indicó el gatito—. Tiéndete...
El gatito deshizo los nudos de su cabello con sus hábiles garras, hasta que el cabello de la niña quemada le colgara hasta los hombros, pero había estado tan enmarañado que las uñas del gato se le cayeron antes de haber terminado.
—La próxima vez tendrás que peinarte tú misma —observó el gatito—. Me has dejado sin fuerzas, no podré hacerlo otra vez.
La niña quemada estaba limpia y peinada, pero desnuda. Había un pájaro posado en una rama del manzano. El espíritu de la madre dejó el gatito y se metió en el pájaro. El pájaro se picoteó el pecho con su propio pico y la sangre que salió se derramó sobre la niña quemada, que estaba debajo del árbol. Se deslizó por sus hombros y la cubrió por detrás y por delante. Y la niña gritó cuando le llegaba a las piernas. Cuando al pájaro ya no le quedaba sangre, la niña quemada llevaba un vestido de seda roja.
—La próxima vez tendrás que hacer tu vestido con tu propia sangre —señaló el pájaro—. Yo ya no podré hacerlo.
La niña quemada se fue a la cocina para que la viera el hombre. Ya no estaba quemada, sino que era hermosísima. El hombre dejó de mirar a la madrastra y contempló a la muchacha.
—Ven conmigo y deja que tu madrastra barra las cenizas y cocine —le dijo y se fueron.
Él le dio una casa y dinero. Y la chica prosperó.
—Ahora puedo dormirme —dijo el espíritu de la madre—. Ahora todo está como es debido.

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