Un relato, además de ser un hecho del lenguaje ofrecido al análisis es, en sí mismo, una interpretación, un análisis del mundo.
Y el
plurisemantismo y la declinación temporal de sus figuras, no es un simple hecho
de lenguaje, sino una dimensión de la experiencia cognoscitiva.
En otras
palabras, las figuras narrativas, antes de constituir paquetes lingüísticos,
nacen como forma primordial de la experiencia. La experiencia humana, entonces,
sería, antes que nada, de naturaleza narrativa y el relato sería la forma en
que dicha experiencia llega a la inteligibilidad.
Abordar esa
inteligibilidad narrativa es otra forma de preguntarse ¿Por qué hay relatos?.
Una primera
respuesta es que “se cuentan historias para pasar el tiempo”.
Pero, ¿qué
significa ese “pasatiempo” que, generosa, nos prodiga la narratividad?
Para entender
la respuesta, será preciso que hagamos la distinción entre dos tipos de
temporalidades.
El tiempo de
nuestra historia vivida en primer grado es una temporalidad abierta, por la
imposibilidad de situarnos en un principio o fin absolutos.
En esta primera temporalidad, el tiempo existe como pasado, presente y futuro.
En esta primera temporalidad, el tiempo existe como pasado, presente y futuro.
La segunda
temporalidad, cerrada, está constituida por las categorías del antes y el
después, y es la del tiempo de la narratividad, que en cierto modo se
absolutiza.
Sin embargo,
desde el momento en que esa temporalidad cerrada y absoluta de la narratividad
es relatada se nos aparece igualmente como una forma de “pasar” la temporalidad
primera, como un discurso que avanza convirtiendo el futuro en pasado. Esa
posibilidad de “pasar” el tiempo abierto incorporándole burbujas de
temporalidad cerrada se comprende mejor con la noción de intervalo, que, al
dilatar los instantes como si fueran unidades completas, permiten el análisis
de la historia.
Ahora bien,
considerando que el momento presente se ve siempre asistido por la memoria de
un pasado y la espera de un futuro, advertimos que toda experiencia presente
hace entrar en funcionamiento la memoria y la expectativa. Pero dado que es el
pasado el que "descontrae" y el futuro el que produce tensión, la
narratividad dilata la tensión del futuro en la evocación de historias que ya
han acabado. Eso es lo que puede significar la expresión “narrar para pasar el
tiempo”.
Dando un paso
adelante, concluimos en que la dilatación del instante en la memoria produce
las “figuras” que no son un efecto de lenguaje sino una condición de la
temporalidad narrativa.
La evocación
Para demostrar
que figura y temporalidad pertenecen al mismo registro del conocimiento, no
olvidemos que existe la “semiótica del mundo natural”. En el sentido de Peirce,
todo lo que nos es dado a conocer, lo conocemos como algo que nos envía (que
evoca) a otras cosas, a algo diferente. Si el discurso narrativo convoca
significados y referentes, los objetos que constituyen ese referente son
elementos de una “evocación”. Y eso es lo que constituye la figura.
Tomemos ahora
el camino que va de la noción de evocación a la de figura. Para ello,
comencemos interrogando el “cómo” del proceso de evocación que nos muestra que
conocemos reconociendo, es decir que conocemos una cosa permitiéndole evocar
otra. Así vemos que la matriz de significaciones nace de la naturaleza temporal
de la experiencia cognoscitiva que lleva siempre un ingrediente de memoria y de
proyecto.
Y es eso la
figura: una serie de recorridos de evocación que me ofrece cada objeto que
conozco. Y de la figura como modo de conocimiento, nace el relato como forma de
discurso.
Así, por
ejemplo, si introduzco en un relato un automóvil entro en el mundo de los
valores determinados por la figura del automóvil sin los cuales el automóvil
mismo no podría ser pensado.
Un relato es,
pues, un ordenamiento de recorridos figurativos, y los recorridos figurativos
son la expansión temporal de una figura, que nace de la forma temporalizada del
conocimiento que hace coexistir memoria, visión y proyecto en una misma experiencia.
Así, hay temporalidad narrativa porque hay figura, hay figura porque hay
evocación y hay evocación porque hay temporalidad cognoscitiva.
Lo posible
Nuestro
privilegio de lectores es el de conocer el fin de una historia aunque no
conocemos el fin de nuestro propio tiempo como hombres. (En cada encrucijada
tomamos solo una dirección de las tantas posibles e ignoramos cómo hubiera
continuado nuestra existencia)
En cambio, la
narratividad existe para darnos a habitar posibles de existencia que ya no son
nuestros, definiendo el sentido de lo posible como la facultad de pensar todo
lo que igualmente podría ser y de no acordar más importancia a lo que es que a
lo que no es. La categoría de lo posible se instala en el relato no como lo que
se opone abiertamente a lo real, ni como lo que se encamina hacia lo real, sino
como eso que lo difiere bajo la forma de un “así, pero todavía no”. Si
concebimos la realidad como el conjunto de la existencia y la no existencia, la
existencia no agota la realidad. De hecho, la existencia pragmática es siempre
un ejercicio de reducción: la idea que se tiene corrientemente de realidad es
un adelgazamiento abstracto de la figura.
Conciliar y
diferir
La lógica del
antes y el después del relato permite delinear el itinerario de la identidad de
las cosas. Pero esa lógica no solo muestra la emancipación de la identidad.
También posee una virtud conciliadora. Porque a través de ella los contrarios
no se excluyen, sino que conviven polemizando. El relato pone a los opuestos en
tensión transformadora, les concilia difiriéndolos, estableciendo la distancia
espacio-temporal que los liga separándolos. El discurso que toma a cargo la
diferencia es conciliador, puesto que es gracias a su opuesto que cada término
puede afirmar su propia identidad.
Todo lo
anterior se refiere a la manera en que el mundo es visto por las historias que
relatamos. Ahora abordaremos lo que las historias hacen con aquellos que las
cuentan.
Breve semiótica
de la nostalgia
El tiempo del
contenido narrativo es un tiempo cerrado según las categorías del antes y el
después, mientras que el tiempo de la enunciación es el tiempo humano, regido
por las categorías abiertas del pasado, presente y futuro.
Pero ¿cómo
conciliar la concepción del relato en cuanto puesta en marcha del lenguaje en
su temporalidad abierta, y esa idea del relato como memoria cerrada?
Cabe
preguntarse aquí si la narratividad no es entonces una condición natural de
nuestra experiencia.
El que los
relatos tengan como referente nuestra experiencia, deriva de su propia
naturaleza discursiva. Pero la experiencia a la que se refieren está hecha, a
su vez, de elementos significantes. Quiere decir que los relatos nos descubren
que la experiencia misma tiene un referente o un horizonte de evocación. Y que
ese referente está hecho de relatos. Los relatos se refieren a la experiencia y
la experiencia se refiere a los relatos. Una experiencia presente se vuelve
signo de ella misma, signo del relato que será luego. En cierto modo, esta
experiencia aspira a morir para poder ser contenida en la temporalidad
definitiva de un relato. Pero no solo el presente del que experimenta
desaparece en la perspectiva nostálgica del pasado, sino que ese mismo pasado
nadie lo ha vivido como lo vive esa persona. Así, pues el sujeto no vive ni su
presente ni el ajeno.
Poco a poco
llegamos a sospechar que hay en la condición narrativa de nuestra experiencia,
ciertos indicios que podrían revelarnos el origen de toda semiosis: ¿Qué es lo
que hace que las cosas signifiquen? Lo que hace significantes las cosas es su
incompletez y su postulación de una totalidad imaginaria. Toda semiosis es
infinita. No existe un objeto tematizable capaz de situarse como referente último.
El mundo de referencia e inventado: en él se encuentra lo que se crea y solo se
crea encontrando.
La posesión de
pasado
Finalmente,
¿por qué existen los relatos?
La operatividad
a la que aspiran todos los relatos del mundo consiste en abrir un abanico de
mundos posibles en los que el cuerpo pueda inscribirse como citación, elegir la
memoria que hará vivir su presente.
Nuestra
realidad no es más que un vocabulario para construir sueños. Aunque también,
hay momentos en los que nuestra memoria no puede más que contar historias
melancólicas. A través de ellas tratamos de domesticar el sufrimiento. Es decir
que, si puedo contarme lo que he perdido, he encontrado una forma distinta de
poseerlo para siempre.
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