y el balar
del rebaño cruza tranquilo el prado;
vuelve a
casa el labriego con su paso cansado,
dejándonos
el mundo a la noche y a mí.
El desvaído
paisaje va perdiendo colores
y en todo
el aire flota una solemne calma,
que sólo
rompe el ruido del moscardón volando
y el
cencerreo monótono de lejanos rebaños;
de la torre
a lo lejos recubierta de hiedra
la afligida
lechuza a la luna se queja
de los que
merodean por sus íntimas ramas,
perturbando
su antiguo y desierto dominio.
Bajo estos
toscos olmos, a la sombra del tejo,
donde la
hierba crece en sinuosos montones,
yaciendo
para siempre, en sus angostas celdas,
los sencillos
ancestros de la aldea reposan.
Ni el
alegre reclamo del alba perfumada,
el vencejo
gorjeando sobre los cobertizos,
el gallo
cantarín o el eco de las cuernas
podrán ya
levantarlos de sus humildes lechos.
Para ellos
nunca más calentará ya el fuego,
ni la
ajetreada esposa le ofrecerá sus mimos:
no habrá
niños que corran gangueando a su regreso
trepando a
sus rodillas para el deseado beso.
Con
frecuencia a su hoz se rendían las cosechas
y su surco
ya ha roto la endurecida tierra.
¡Cuán
felices guiaban sus yuntas por el campo!
¡Cómo ante
su firme hacha se rendían los bosques!
Que la
Ambición respete su provechoso esfuerzo,
sus gozos
hogareños y su destino oscuro;
que la
Grandeza escuche sin risa desdeñosa
las
sencillas y simples historias de los pobres.
La gloria
de la heráldica, la pompa del poder,
y todo lo
que aportan la riqueza y belleza
aguardan
por igual la inevitable hora:
los
senderos de gloria conducen a la tumba.
Y vosotros,
altivos, no los culpéis del hecho
de que en
sus tumbas no haya trofeos a la Memoria,
mientras
que en los pasillos largos, de rancias criptas,
el sonoro
motete aumenta la alabanza.
¿Pueden
urnas grabadas o bustos animados
hacer
volver a casa el efímero hálito?
¿Puede la
voz altruista retar al mudo polvo
o ablandar
los halagos a la fría y sorda muerte?
En este
sitio ausente, quizá puede que duerma
algún alma
insuflada de fuego celestial
o unas
manos que asieran el cetro del imperio,
o que a la
eterna lira al éxtasis llamaran.
Pero el
Conocimiento a sus ojos jamás
desplegó su
amplia página con el saber del tiempo;
la gélida
Penuria reprimió su noble ira,
helando en
esas almas su torrente genial.
Muchas
piedras preciosas del más puro color
soportan
sombrías cuevas del insondable océano:
muchas
flores se abren sin que nadie las vea
y malgastan
su aroma en el aire desierto.
Algún
Hampden aldeano, que con corazón bravo
soportó al
tiranuelo que mandaba en sus campos;
algún
callado Milton o algún Cromwell sin culpa
de la
sangre en su tierra, puede que aquí descansen.
Ordenar el
aplauso del paciente senado,
despreciar
la miseria y el reto del dolor,
distribuir
la abundancia sobre risueñas tierras
y contar
sus historias a ojos de la nación
prohibióselo
la suerte: no sólo limitando
sus
crecientes virtudes sino también sus crímenes;
prohibióles
alcanzar con masacres el trono
y cerrarles
las puertas de la piedad a los hombres,
ocultar las
punzadas de la verdad consciente,
sofocar los
rubores de la ingenua vergüenza
o colmar
los altares del Orgullo y Lujuria
con
incienso prendido en llamas de la Musa.
Lejos de
las refriegas de las turbas febriles
sus
sensatos deseos nunca fueron erróneos;
junto al
frío y recluido páramo de la vida
transcurrió
silencioso el curso de su viaje.
Y así, por
proteger estos huesos de ultrajes
muy cerca
se erigieron frágiles monumentos
adornados
con toscas esculturas y versos,
implorando
al transeúnte la ofrenda de un suspiro.
Sus nombres
y sus años la inculta musa enuncia,
la causa de
su fama y la razón del poema:
y siembra
junto a ellos muchos textos sagrados
que enseñan
a morir al moralista aldeano.
¿Quién
sintiéndose presa del estúpido olvido
renunció a
una existencia ávida y agradable
dejando
atrás lo cálido de los días felices,
sin mirar
hacia atrás con tenaz añoranza?
El alma que
se marcha confía en un cuerpo amado,
los ojos
que se cierran requieren llanto amigo;
desde la
tumba incluso la Natura nos llama
y hasta en
nuestras cenizas sus anhelos habitan.
A ti, que
te preocupas por los muertos anónimos
estas
líneas te narran sus sencillas historias;
si alguna
vez guiada por su retraída vida
se acercara
algún alma a conocer tu sino,
podría un
zagal granado decir alegremente:
“Con
frecuencia lo vimos al despuntar el alba
con paso
presuroso evitando el rocío
para el sol
descubrir en los prados del valle.
Allí, al
pie de aquella combada y lejana haya
que
ascendiendo retuerce sus míticas raíces,
su longitud
indolente al mediodía alargaba
y en
sonoros arroyos fijaba la mirada.
Junto a
aquel bosque estaba sonriendo desdeñoso,
vagaba
murmurando veleidosas quimeras,
cabizbajo,
afligido, cual niño abandonado,
de
preocupación loco o por amor herido.
Un día noté
su ausencia por la colina amiga,
al lado de
los brezos, junto a su árbol querido;
y
transcurrió otro día: mas ya no lo encontraron
ni al lado
del arroyo, en el bosque o el prado;
Al
siguiente, con cánticos y vestidos de luto,
lentamente
a la iglesia vimos que lo llevaban.
Acércate
(tú puedes) y lee esta inscripción
grabada
aquí en la lápida bajo el vetusto espino”.
Epitafio
Aquí yacen
los restos, en la tierra materna,
de un joven
ignorado por la Fama y Fortuna;
bien aceptó
la Ciencia su humilde nacimiento,
Melancolía
marcólo como si fuera suyo.
Tan grande
fue su entrega como su alma sincera,
por eso
envióle el Cielo una gran recompensa:
su fortuna
(una lágrima) se la dio a la Miseria,
un amigo
(su anhelo) arrebatóle al cielo.
Para poder
contarlos no examines sus méritos
ni saques
sus flaquezas de su feroz morada:
allí
también reposan con trémula esperanza
el seno de
su Padre y el seno de su Dios.
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