Elegía escrita en un cementerio de aldea, de Thomas Gray


El toque de campana dobla al caer la tarde,
y el balar del rebaño cruza tranquilo el prado;
vuelve a casa el labriego con su paso cansado,
dejándonos el mundo a la noche y a mí.
El desvaído paisaje va perdiendo colores
y en todo el aire flota una solemne calma,
que sólo rompe el ruido del moscardón volando
y el cencerreo monótono de lejanos rebaños;
de la torre a lo lejos recubierta de hiedra
la afligida lechuza a la luna se queja
de los que merodean por sus íntimas ramas,
perturbando su antiguo y desierto dominio.
Bajo estos toscos olmos, a la sombra del tejo,
donde la hierba crece en sinuosos montones,
yaciendo para siempre, en sus angostas celdas,
los sencillos ancestros de la aldea reposan.
Ni el alegre reclamo del alba perfumada,
el vencejo gorjeando sobre los cobertizos,
el gallo cantarín o el eco de las cuernas
podrán ya levantarlos de sus humildes lechos.
Para ellos nunca más calentará ya el fuego,
ni la ajetreada esposa le ofrecerá sus mimos:
no habrá niños que corran gangueando a su regreso
trepando a sus rodillas para el deseado beso.
Con frecuencia a su hoz se rendían las cosechas
y su surco ya ha roto la endurecida tierra.
¡Cuán felices guiaban sus yuntas por el campo!
¡Cómo ante su firme hacha se rendían los bosques!
Que la Ambición respete su provechoso esfuerzo,
sus gozos hogareños y su destino oscuro;
que la Grandeza escuche sin risa desdeñosa
las sencillas y simples historias de los pobres.
La gloria de la heráldica, la pompa del poder,
y todo lo que aportan la riqueza y belleza
aguardan por igual la inevitable hora:
los senderos de gloria conducen a la tumba.
Y vosotros, altivos, no los culpéis del hecho
de que en sus tumbas no haya trofeos a la Memoria,
mientras que en los pasillos largos, de rancias criptas,
el sonoro motete aumenta la alabanza.
¿Pueden urnas grabadas o bustos animados
hacer volver a casa el efímero hálito?
¿Puede la voz altruista retar al mudo polvo
o ablandar los halagos a la fría y sorda muerte?
En este sitio ausente, quizá puede que duerma
algún alma insuflada de fuego celestial
o unas manos que asieran el cetro del imperio,
o que a la eterna lira al éxtasis llamaran.
Pero el Conocimiento a sus ojos jamás
desplegó su amplia página con el saber del tiempo;
la gélida Penuria reprimió su noble ira,
helando en esas almas su torrente genial.
Muchas piedras preciosas del más puro color
soportan sombrías cuevas del insondable océano:
muchas flores se abren sin que nadie las vea
y malgastan su aroma en el aire desierto.
Algún Hampden aldeano, que con corazón bravo
soportó al tiranuelo que mandaba en sus campos;
algún callado Milton o algún Cromwell sin culpa
de la sangre en su tierra, puede que aquí descansen.
Ordenar el aplauso del paciente senado,
despreciar la miseria y el reto del dolor,
distribuir la abundancia sobre risueñas tierras
y contar sus historias a ojos de la nación
prohibióselo la suerte: no sólo limitando
sus crecientes virtudes sino también sus crímenes;
prohibióles alcanzar con masacres el trono
y cerrarles las puertas de la piedad a los hombres,
ocultar las punzadas de la verdad consciente,
sofocar los rubores de la ingenua vergüenza
o colmar los altares del Orgullo y Lujuria
con incienso prendido en llamas de la Musa.
Lejos de las refriegas de las turbas febriles
sus sensatos deseos nunca fueron erróneos;
junto al frío y recluido páramo de la vida
transcurrió silencioso el curso de su viaje.
Y así, por proteger estos huesos de ultrajes
muy cerca se erigieron frágiles monumentos
adornados con toscas esculturas y versos,
implorando al transeúnte la ofrenda de un suspiro.
Sus nombres y sus años la inculta musa enuncia,
la causa de su fama y la razón del poema:
y siembra junto a ellos muchos textos sagrados
que enseñan a morir al moralista aldeano.
¿Quién sintiéndose presa del estúpido olvido
renunció a una existencia ávida y agradable
dejando atrás lo cálido de los días felices,
sin mirar hacia atrás con tenaz añoranza?
El alma que se marcha confía en un cuerpo amado,
los ojos que se cierran requieren llanto amigo;
desde la tumba incluso la Natura nos llama
y hasta en nuestras cenizas sus anhelos habitan.
A ti, que te preocupas por los muertos anónimos
estas líneas te narran sus sencillas historias;
si alguna vez guiada por su retraída vida
se acercara algún alma a conocer tu sino,
podría un zagal granado decir alegremente:
“Con frecuencia lo vimos al despuntar el alba
con paso presuroso evitando el rocío
para el sol descubrir en los prados del valle.
Allí, al pie de aquella combada y lejana haya
que ascendiendo retuerce sus míticas raíces,
su longitud indolente al mediodía alargaba
y en sonoros arroyos fijaba la mirada.
Junto a aquel bosque estaba sonriendo desdeñoso,
vagaba murmurando veleidosas quimeras,
cabizbajo, afligido, cual niño abandonado,
de preocupación loco o por amor herido.
Un día noté su ausencia por la colina amiga,
al lado de los brezos, junto a su árbol querido;
y transcurrió otro día: mas ya no lo encontraron
ni al lado del arroyo, en el bosque o el prado;
Al siguiente, con cánticos y vestidos de luto,
lentamente a la iglesia vimos que lo llevaban.
Acércate (tú puedes) y lee esta inscripción
grabada aquí en la lápida bajo el vetusto espino”.

Epitafio
Aquí yacen los restos, en la tierra materna,
de un joven ignorado por la Fama y Fortuna;
bien aceptó la Ciencia su humilde nacimiento,
Melancolía marcólo como si fuera suyo.
Tan grande fue su entrega como su alma sincera,
por eso envióle el Cielo una gran recompensa:
su fortuna (una lágrima) se la dio a la Miseria,
un amigo (su anhelo) arrebatóle al cielo.
Para poder contarlos no examines sus méritos
ni saques sus flaquezas de su feroz morada:
allí también reposan con trémula esperanza
el seno de su Padre y el seno de su Dios.

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