Los Asesinos (Ashashin), de Juan Bajarlía



A la secta herética de los ismaelitas, en el siglo xi, co­rrespondió el "honor" (o la felonía) de acuñar la pala­bra asesino, nombre que derivó del hashish o haxix, droga extraída del opio que se administraban sus inte­grantes, como lo da a entender Marco Polo (Líber milionis, XXXI). Entre las víctimas de esta secta, se ha­llan Conrado, rey de Jerusalén, Abdul Jorasat el Inma­culado, Malabel el Silencioso, Raimundo de Trípoli, dos califas de Bagdad, el Gran Visir de Egipto, un Sha de Persia y otros prohombres del medioevo.
Su jefe se lla­mó Aloadín, o sencillamente el Viejo de la Montaña, como lo menciona el aventurero veneciano. Pero su nombre verdadero es posible que fuera el de Hasan Ibn Al Sabbah, según anotan J. B. Nicolás (Les quartains de Kheyarn, 1867) y el erudito cordobés José E. Guráieb. (Este último nos dice, en la Introducción a las Nuevas Rubaiyát, 1959, que "Ese Hasan Ibn Sabbah, fue aquel famoso Caudillo de la Montaña, llamado erró­neamente por el Viejo de la Montaña, o "Cheik Al Yabal", jefe de la secta de los ismaelitas").
Aloadín (digámoslo así para abreviar) ejercía, como jefe de la secta, funciones de califa. Había sido condis­cípulo de Omar Al Jayyam y Nizam Al Mulk, en Nisapur, donde los tres estudiaban el Qorán, según constancias de este último en la Wasíah que escribió para celebrar los acontecimientos más memorables de su vida. El fue el primero que testimonió sobre el carácter de Aloadín: un hombre pendenciero e intrigante, contra el cual debió luchar a pesar de haberlo protegido siendo visir. Conspiró, por tanto, contra Nizam Al Mulk, y al ser descu­bierto por éste, Aloadín se refugió en la fortaleza de Alamut, en Rudbar, sobre las montañas cercanas al mar Caspio. De ahí la denominación impropia de Viejo de la Montaña.
En esa fortaleza enclavada en un valle de difícil acce­so, Aloadín tenía un paraíso terrenal, donde sus iniciados muchachos de 12 años, se drogaban con el hashish que él ofrecía mientras impartía su enseñanza. "Matar a un malvado –decía– es una bendición de los cielos, porque ellos, los malvados, están en la tierra para usurpar el derecho de los seres bondadosos". (Acaso fue ésta la primera norma sobre el regicidio que Maquiavelo y el Padre Mariana habrían de exaltar siglos después). Cuan­do los heréticos estaban ebrios por el opio, Aloadín in­troducía un conjunto de falsas huríes, muchachas no menos jóvenes que los iniciados, y comenzaba una dan­za fascinante, mientras las cañerías del palacio-fortaleza, suministraban miel y vino (Liber, XXXI; Ibn Al Levy, II, 21). Los goces terrenales del Alamut, eran semejantes al paraíso de Mahoma. Después, Aloadín les mostraba los muros del palacio, con murales excitantes, donde la desnudez y los alimentos se concretaban en un sueño in­saciable. En uno de estos muros, el que daba hacia el valle y sus jardines diabólicos, había una inscripción del poeta persa Abulkasim Firdusí (Libro de los reyes, c. IV), que decía:
Todas las noches su cocinero [el de Zohak] ma­taba a dos jóvenes y les extraía los sesos con los que luego cocinaba un alimento para las serpientes del monarca.

Cuando los heréticos, también llamados hashashin o asesinos (Baudelaire refuerza el concepto en Le poéme du haschisch, II), regresaban del efecto del hashish y se hallaban entristecidos por haber perdido las visiones del paraíso, resolvían la eliminación del enemigo más próximo de Aloadín. Era el único recurso para volver a los goces terrenales y a las delicias de los jardines dia­bólicos. Entonces echaban la suerte, y el elegido salía del Alamut para confundirse, disfrazado, entre aquellos donde el sentenciado por Aloadín, habría de perecer. A la vuelta del asesino, cumplida la misión, el paraíso vol­vía a concretarse, y el héroe imponía su voluntad al juego de las huríes. Era un privilegio que duraba 24 ho­ras. Después, en otro ciclo semejante, se resolvía el próximo asesinato.
Fue tan temido el Caudillo de la Montaña, que no hu­bo príncipe que no buscara su protección. Conocían su ira y el efecto de su fanatismo. Pero su imperio fue sofocado por la deserción de El-Haddar, uno de los ashashin. Denostado por Aloadín, huyó un día de la forta­leza y se unió a las huestes de Hulagu. Éste lo recibió con desconfianza. Su relato fue tan verídico y atroz, tan detallado, que el gran guerrero acabó por admitir la sinceridad del desertor. Hulagu llevó a sus hombres ha­cia el Alamut y le intimó la rendición al Gran Asesino. Éste desoyó las amenazas, y el guerrero estableció un cerco que duró tres años, al cabo de los cuales casi todos los defensores del Alamut perecieron por hambre. En­tonces Hulagu ordenó la embestida final, y la fortaleza fue destruida en 1135. (Ibn Al Levy, II, 23, dice en 1265). Cuando el libertador entró en el reducto de Aloadín, éste, asesinado por su propia mano (autoasesinado) yacía con un puñal que le atravesaba la yugular. Se supone que quiso morir lentamente, ocho siglos antes de que Krafft-Ebing acuñara la palabra infamante ex­traída del nombre de Sacher-Masoch.

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