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Undine, de Abelardo Castillo
La sirenita viene a visitarme de vez en cuando. Me cuenta historias que cree inventar, sin saber que son recuerdos. Sé que es una sirena, aunque camina sobre dos piernas. Lo sé porque dentro de sus ojos hay un camino de dunas que conduce al mar. Ella no sabe que es una sirena, cosa que me divierte bastante. Cuando ella habla yo simulo escucharla con atención pero, al mínimo descuido, me voy por el camino de las dunas, entro en el agua y llego a un pueblo sumergido donde hay una casa, donde también está ella, sólo que con escamada cola de oro y una diadema de pequeñas flores marinas en el pelo. Sé que mucha gente se ha preguntado cuál es la edad real de las sirenas, si es lícito llamarlas monstruos, en qué lugar de su cuerpo termina la mujer y empieza el pez, cómo es eso de la cola. Sólo diré que las cosas no son exactamente como cuenta la tradición y que mis encuentros con la sirena, allá en el mar, no son del todo inocentes. La de acá, naturalmente, ignora todo esto. Me trata con respeto, como corresponde hacerlo con los escritores de cierta edad. Me pide consejos, libros, cuenta historias de balandras y prepara licuados de zanahoria y jugo de tomate. La otra está un poco más cerca del animal. Grita cuando hace el amor. Come pequeños pulpos, anémonas de mar y pececitos crudos. No le importa en absoluto la literatura. Las dos, en el fondo, sospechan que en ellas hay algo raro. No sé si debo decirles cómo son las cosas.
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