Más tarde, el niño cayó en un profundo sopor y Vettore se fue a dormir. El coronel se quedó despierto en su despacho.
Poco antes de medianoche se oyó una inexplicable señal de la urraca y, a los cinco minutos, toc toc, alguien llamó a la puerta de la calle.
El coronel bajó las escaleras con una linterna y se quedó unos segundos titubeando detrás de la puerta, con la mano en el picaporte. Después se decidió a abrir.
Eran cinco pesadillas. Una de ellas tenía una inmensa cabeza gelatinosa que parecía ir a deshacerse a cada momento, formando horribles caras. Otra, una cabeza de becerro sin piel, como las que se ven colgadas en las carnicerías. La tercera tenía un rostro humano, todo lleno de arrugas, impenetrable en su inmóvil alelamiento. Las otras dos no tenían cabeza propiamente dicha y fluctuaban, cambiando continuamente de aspecto. En cuanto el coronel entreabrió la puerta, las visitantes se colaron dentro y se dirigieron hacia la escalera.
—¿Qué es esto? ¿Quiénes sois? —preguntó secamente Procolo sin asustarse en absoluto.
—¡Chsss! —siseó la primera de las pesadillas, la de la cabeza gelatinosa, haciendo con una especie de mano un ademán de silencio—. Somos las pesadillas para el niño enfermo.
El coronel no pareció sorprenderse y, abriendo camino con la linterna, condujo a las cinco apariciones hasta la habitación de Benvenuto. Las hizo pasar, cerró la puerta y se quedó fuera escuchando.
Las pesadillas se colocaron alrededor de la cama de Benvenuto, agitando sus miembros superiores. A la luz de la candela encendida en la mesilla de noche, producían en las paredes inmensas sombras alucinatorias. Pero el niño estaba sumido en un profundo sopor.
Después de haber esperado en vano durante unos minutos a que desde dentro llegara alguna voz, Procolo descendió al piso de abajo y, apagando la lamparilla, se puso a vagar nervioso por el claro del bosque.
Muy pronto le llamó la atención una extraña algarabía de pájaros proveniente de un grupo de abetos situados en el límite de la explanada. Lleno de curiosidad, se acercó y, a la tenue luz de las estrellas, vio que había llegado a una especie de glorieta natural en la que Morro había mandado construir en tiempos un banco de madera, ahora completamente podrido.
A juzgar por la intensidad del clamor, en los árboles circundantes debía de haber posada una veintena de grandes pájaros. Por el timbre de sus voces, el coronel supuso que debían de ser cornejas, mirlos, búhos y urracas.
El confuso guirigay se fue atenuando poco a poco, hasta que todo se quedó en silencio. Entonces se oyó la voz de un búho, extraordinariamente solemne.
—Si seguís gritando así —exclamó el pájaro—, me veré obligado a interrumpir de nuevo la sesión y no acabaremos nunca. —Hizo una larga pausa y luego continuó—: Tened paciencia unos minutos más. Cuando interroguemos al último testigo, podremos dar por terminado el juicio.
—¿Entonces dices —continuó el búho dirigiéndose evidentemente a un ser determinado— que la medición con la mira telemétrica no era más que un pretexto para abandonar al niño?
—Veo que sigues entendiéndome mal —respondió la voz lastimera de un pájaro que Procolo no fue capaz de reconocer—. ¿Por qué queréis hacerme decir lo que no he dicho? Yo sólo he dicho que la medición hecha por Procolo me parecía inexplicable. Y si luego...
—No digas más —interrumpió en tono autoritario el búho que evidentemente presidía la asamblea—. Te parecía inexplicable por una sola razón: porque no tenía ninguna explicación. ¿Qué le podía importar a Procolo saber la distancia entre dos árboles en el corazón del bosque y además elegidos sin ton ni son? Hay que ser ciegos, digo yo, para...
—Era una prueba —intervino entonces un pájaro ajeno al interrogatorio. Con gran estupor, el coronel reconoció de inmediato la voz de la nueva urraca guardiana—. ¡El señor Procolo sólo quería probar sus anteojos nuevos! Si, por una hipótesis absurda, hubiera querido efectivamente abandonar al niño, ¿qué necesidad tenía de recurrir a un pretexto tan estúpido? Hay que ser malvado, digo yo, para...
—En primer lugar no te permito que remedes mis palabras —saltó encolerizado el búho (se le oyó sacudir con fuerza las plumas)— y luego deja de utilizar ese «señor» para referirte a un hombre como Procolo. Resumiendo: tu defensa es pueril, por no decir algo peor, tanto como todas las demás excusas que has expuesto.
Al llegar a este punto el búho emitió un largo suspiro y luego continuó con una entonación gravísima:
—Así pues, señores, este juicio ha finalizado. —Hizo una pausa y luego continuó—: Salvo algunos detalles insignificantes, las ciento cincuenta y dos declaraciones han coincidido, permitiéndonos afirmar que la medición con la mira no fue más que un fraudulento pretexto, repito fraudulento, para abandonar al muchacho a su suerte.
»Y ¿por qué entonces —prosiguió el búho en un tono todavía más autoritario—, por qué entonces Procolo quiso abandonar al chico? ¿Para dejarlo a su aire? ¿Para que jugara a sus anchas? ¿Para que meditara en soledad? No. Por muchos esfuerzos que hagamos es imposible encontrar alguna explicación honesta. Y por ello condenamos a Procolo: ¡Abandonó al niño para que se muriera de hambre!
Se oyó un murmullo de aprobación acompañado de un gran revuelo en las ramas. Antes de que el búho volviera a tomar la palabra, la urraca guardiana se aventuró a intervenir de nuevo:
—Lamento no haber venido antes a estas reuniones. Si lo hubiera hecho, quizás habría encontrado la forma de detener este estúpido proceso. ¿Qué sentido puede tener un juicio semejante? ¿Qué os importa lo que haga el...?
Un silencio sepulcral acogió las palabras de la urraca, que, a pesar suyo, se calló perpleja. Después el búho dijo severamente:
—Me asombra tu estupor. Si animales diurnos, como muchos de los aquí presentes, dejan su nido para pasar la noche discutiendo, es porque existe una razón seria. Todos sabemos que nunca podremos emitir una sentencia condenatoria. Desgraciadamente, no podemos ejercer coacciones de ningún tipo sobre los hombres. No nos hacemos ilusiones, pero el honor del Bosque Viejo nos importa mucho, y nuestro juicio tiene mucho más sentido de lo que crees. El hecho de que se tramiten pocos procesos como éste no significa que no sean útiles. Quién sabe, quizás alguna vez el coronel llegue a cumplir una parte de la condena, aunque sea a muy largo plazo.
»Por otra parte —añadió el búho con tono lúgubre—, este juicio, directa o indirectamente, muy bien podría llegar a oídos de Procolo. Es más, no me extrañaría que él mismo hubiera oído nuestras palabras, escondido detrás de uno de estos árboles. Pero eso es algo que nos trae sin cuidado. —Aquí calló y emitió un gran suspiro—: Señores, se levanta la sesión.
En la oscuridad, un gran batir de alas se separó de los árboles y luego se alejó en todas las direcciones. Durante unos minutos estuvieron cayendo al suelo las ramitas tronchadas por los pájaros, de una forma cada vez más espaciada, hasta que todo volvió a quedar en silencio. Entonces Procolo se encaminó hacia su casa.
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