El académico de la Lengua Española Arturo Pérez-Reverte ironizaba en el año 2001, en uno de los artículos con los que nos suele instruir y divertir todos los domingos, pensando en los futuros desastres que acarrearía la celebración del IV Centenario de la publicación de ese libro de fama internacional que su autor, Miguel de Cervantes Saavedra, tuvo el capricho de titular “El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha” y atribuir, al menos en parte, a un tal Cide Hamete Benengeli.
Así, abroquelado tras la voz de un don Quijote que mantenía un apócrifo discurso con su escudero, el escritor nos decía que estaba seguro de que en el 2005, cuando llegase el centenario de la más universal de las novelas españolas, empezarían a llover eventos de toda clase sobre ella para que los intelectuales revenidos de costumbre se lucieran y arañaran dinero de diversas instituciones públicas y privadas, como es habitual en ellos. No se detendría ahí el problema y añadía el autor de “El club
Dumas” por boca del caballero de la Triste Figura que, seguramente, no faltaría quien escribiera artículos, o cosa similar, de títulos tan reveladores como “Cervantes intelectual orgánico” o uno mucho más sugerente para nosotros: “Espadas en alto (el antivasquismo español en los episodios del vizcaíno)”.
Para un historiador -vasco o no- resulta muy tentador preguntarse qué fundamento -naturalmente histórico- podría tener un trabajo como ese que Arturo Pérez-Reverte temía ver emerger de entre las más oscuras sombras del magma intelectual español en este año de 2005. Quizás no sea un mal momento para buscar una respuesta, aprovechando la efemérides -como lo hacen muchos otros, según recordaba un divertido chiste de “Forges” fechado el 30 de marzo de este año-, aunque sea de modo totalmente gratuito y sin cargo al presupuesto de ninguna autoridad competente.
Así pues, ¿cuál es exactamente la cantidad de “antivasquismo español” que podría encontrar un aspirante a escribir ese artículo en esos dos capítulos del Quijote en los que un escudero vizcaíno es ofendido por el enloquecido hidalgo?.
Cervantes parece, en efecto, reírse del escudero. De su forma de hablar, por ejemplo -Sancho de Azpeitia habla “en mala lengua castellana y peor vizcaína”- y también de un exagerado sentido del honor que le lleva a batirse en duelo con el hidalgo manchego cuando éste duda de su nobleza diciéndole “si fueras caballero, como no lo eres”. ¿Pruebas irrefutables de “antivasquismo español” por toneladas en el Quijote?
Quizás. Según señalaba en su día Carlos Martínez Gorriaran, Jorge Oteiza no parecía dudar de que algo similar a esto rezumaba de esos episodios: el escultor apuntaba en uno de sus geniales destellos intelectuales que el vizcaíno era el único lo bastante loco como para tomarse en serio al demenciado don Quijote.
Un intelectual aún más riguroso y de gran prestigio académico, incluso internacional, como Julio Caro Baroja, recordaba pruebas más contundentes a favor de una interpretación negativa del incidente en alguno de sus trabajos: cualquier castellano del siglo XVI no dudaba en describir a sus vecinos del Norte como “vizcaíno burro”.
El caso de Hernán Cortes podría ser un buen ejemplo de lo que nos decía el hombre bueno de “Itzea”. Bernal Díaz del Castillo, uno de los soldados de fortuna que estuvo envuelto en esas aventuras de las que, por cierto, también se ocupó el autor de “El club Dumas” en uno de sus artículos, describía en su crónica de la conquista de Nueva España un claro desarrollo de ese argumento. Ocurrió cuando Hernán Cortés trató de convencer a Moctezuma de la lógica subyacente a su lucha contra otros vasallos de su mismo Dios y de su mismo soberano. Decía el conquistador que los dominios del rey de reyes -es decir, Carlos V- eran muy vastos y los que los poblaban eran gente de cualidades muy diversas. Los había buenos, como era el caso de los castellanos entre cuyo número se incluía él sin dudarlo. Otros eran gente realmente deplorable. Caso de aquellos con los que se disponía a enfrentarse por el control de aquel rico botín en el que pronto se iban a convertir las tierras de ese emperador azteca que debía escucharle seguramente absorto. Éstos, originarios de una provincia que se llamaba “Vizcaya”, hablaban una lengua inferior: “el vízcaino”. Más o menos equivalente al otomí si se lo comparaba con el nahuatl de los aztecas.
Dejando aparte el hecho de que Hernán Cortes, como la mayor parte de los conquistadores, era hombre de pocos escrúpulos, -basta recordar la figura del oñatiarra Lope de Aguirre para saber de qué hablamos- y hubiera utilizado cualquier arma o argumento a su favor -otomíes incluidos-, parece que, en efecto, hay muchas pruebas sólidas que apuntan a que los “vizcaínos” resultaban ser unas criaturas cargantes para la mayoría de los españoles de la época de la Edad Moderna. ¿Estaría pues justificada una obra del grueso calibre temido por Arturo Pérez.-Reverte?. La respuesta a esta nueva pregunta exige, en primer lugar, llevar las cosas a su exacto contexto histórico. Uno que olvidó Jorge Oteiza, probablemente sin pretenderlo, y que otros olvidarían con mayor alegría aún por aquello de que un artículo como “Espadas en alto” seguramente bien merecería pasar por alto el rigor histórico.
La burla de Cervantes a costa de la estupenda batalla entre Sancho de Azpeitia y don Quijote no procede precisamente del hecho de que el vizcaíno exigiera duelo al manchego. Esa no era materia de ninguna clase de bromas en el mundo en el que vivió el ingenioso veterano de Lepanto.
Echemos un vistazo a un par de documentos de época. Se trata de dos procesos criminales que el autor de estas líneas ya ha tenido el privilegio de investigar y difundir en ocasiones anteriores. El primero fue incoado en San Sebastián en el año 1595, justo diez antes de que Cervantes acabase su obra. El otro fue llevado ante el corregidor con sede en Bilbao en 1635, exactamente treinta años después de que se publicara la novela.
El de 1595 nos habla a lo largo de varios cientos de páginas del modo en el que Pedro de San Martín y Luis de Yradi, ambos vecinos de aquel puerto guipuzcoano, se habían batido en duelo en la calle durante la noche de Carnaval de ese año. Los testigos, interrogados primero por el alcalde y después por el corregidor, coincidían en que al cruce de espadas precedió el de insultos entre ambos acusados, azuzado aquel enfrentamiento verbal por el alcohol y la partida de cartas a las quinolas que jugaron sobre las mesas de la taberna de los Hornos del Rey. Allí se dejaron oír expresiones insufribles para los oídos de hombres que se tenían por nobles, como ocurría con las de “mentiroso” y “ladrón”. El peculiar sistema social guipuzcoano -uno en el que todos eran nobles independientemente de su oficio- hizo su labor y el calderero San Martín y el criado Luis de Yradi, ambos felices portadores de espadas como nobles hidalgos, dirimieron la cuestión por medio del mismo expediente utilizado por Sancho de Azpeitia contra don Quijote. Desafiándose en un castellano mucho más pulido incluso. Y eso a pesar de que el calderero era de origen francés, como se desprendía de aquel largo proceso.
La historia que cuenta la causa criminal que el corregidor vizcaíno siguió en 1635 contra Guillermo Francolin -en realidad William Franklin, protestante renegado de origen inglés y avecindado en Bilbao como respetable cabeza de familia-, debería disipar las dudas acerca de una posible burla “antivasquista” oculta tras el hecho de que el vizcaíno fuera el único que se tomase en serio al caballero de la Triste Figura. El renegado inglés, plenamente integrado en la sociedad bilbaína de la época, acudió como todos los vecinos de la villa a presentar sus armas a los cabos de la escuadra de Belosticale para que estimasen si estaba en condiciones de prestar el servicio militar al Rey que se exigía de todos aquellos nobles hidalgos comerciantes, criados, zapateros, carpinteros y un largo y escandaloso -para el resto de europeos de la época- etcétera.
Sin embargo, les objetó que sólo mostraría sus armas y municiones al corregidor del Señorío. Esto, naturalmente, ofendió a los cabos elegidos para mandar aquella sección de la milicia cívica bilbaína. Igual que el tono descortés con el que el renegado les habló. Uno de ellos, Diego de Echavarri, quiso pegarle para vengarse de aquella injuria. Bastó con eso para que Guillermo Francolin se decidiera al fin a mostrarles parte de su panoplia sin esperar al corregidor. Se trataba concretamente de su espada, que desenvainó a la altura del cantón de Belosticale para batirse con un no menos decidido Diego de Echavarri que también echó mano a la suya…
Parece pues que cualquiera -un calderero de origen francés, un renegado inglés-, de haberse visto en la misma situación que Sancho de Azpeitia, hubiera hecho lo que él hizo.
Y no se trataba ni mucho menos de una risible manía “vizcaína”. Ese veneno no se inoculó a Pedro de San Martín o a William Franklin tras su admisión a aquellas particulares sociedades. Ya lo traían dentro de sus cabezas. Se trataba de un fuego que ardió durante mucho tiempo en las mentes de los europeos. Incluso las de los más ilustrados. El caso de François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire, es tan ejemplar como cualquier novela de Cervantes a este respecto. Es un episodio poco recordado de su vida pero su viaje a Inglaterra en 1726, del que tantas y tan frescas ideas sacaría para esos discursos filosóficos que tanto inspiraron a los que en 1789 acabaron con aquel mundo, se inició porque insistió en desafiar a duelo al caballero de Rohan -uno de los principales nobles de Francia- que se había burlado de su apellido en público y mandó darle una paliza -digna del mismo Sancho Panza- cuando tuvo el atrevimiento de responderle.
Más que suficiente para que Voltaire, por otra parte buen conocedor y admirador del Quijote, se decidiera a interpretar su particular episodio de “si lanza arrojas y espada sacas…”, persiguiendo al caballero de Rohan para batirse con él hasta que su rey decidió desterrarlo para evitar que la nobleza francesa tuviera que soportar la vergüenza de ver a uno de sus pares batiéndose con un plebeyo como aquel tal Voltaire.
De hecho, las consecuencias por negarse a aceptar aquel código de conducta podían ser verdaderamente atroces. El profesor Kiernan se tomó hace años la molestia de escribir un acabado libro sobre el duelo en la Historia de Europa. En él se recogía un caso estremecedor. También durante el siglo de las Luces un caballero de la elitista Orden de Malta se dejó insultar e incluso golpear en una disputa en unos billares. Como no respondió con un desafío la Orden lo condenó a 45 días de penitencia, cinco años de reclusión en una mazmorra y una posterior cadena perpetua. Todo por comportarse como un ser de “espíritu vil”. Lo bastante como para no rugir el “si espada sacas” cuando se le desafió con aquellos golpes que decían que él no era caballero.
De vuelta a la España que conoció Cervantes tampoco tardaremos mucho en encontrar situaciones muy similares fuera de los territorios “vizcaínos” o de nobleza universal. José Antonio Maravall nos recordaba en uno de sus magníficos estudios que nadie podía entrar en la Orden de Santiago si -al igual que el frater de la de Malta- había sido insultado de alguna manera y no había respondido desenvainando -o sacando, como hubiera dicho Sancho de Azpeitia- su espada en señal de desafío.
La burla del ingenioso Miguel de Cervantes iba, pues, por otros derroteros. Alfonso de Otazu lo explicó correctamente en uno de los libros de Historia del País Vasco más sólidos y profesionales de los últimos cuarenta años: “El igualitarismo vasco”. En él señalaba que no sólo Cervantes en aquellos episodios sino su enemigo Lope o Tirso entre otros muchos, se curaban del estupor que les producía una sociedad como la de los “vizcaínos”, en la que cualquiera reclamaba ser noble y veía oficialmente reconocido ese privilegio -que no derecho- que le podía ser negado, por ejemplo, a un notario castellano por el sólo hecho de trabajar con sus manos.
Tan sólo los asturianos o los santanderinos -ellos mismos beneficiarios de un sistema social similar para el 80-90 % de su población como señaló Pierre Vilar- podían comprender cómo aquellos “vizcaínos burros” exhibían y reclamaban semejantes pretensiones.
Así pues, en realidad, más que “antivasquismo” lo que habría en los episodios del vizcaíno sería antiforalismo y concretamente vuelto contra el sistema vizcaíno y guipuzcoano ya que los alaveses estaban divididos en tres estamentos y el uso de oficios “viles” -carpintero, notario, criado, calderero, secretario…- los excluía del goce de la categoría de nobles. Exactamente igual que ocurría con el resto de los europeos, exceptuados los habitantes de la Tierra de Laburdi en la Tierra de Vascos francesa.
Cualquiera que pretendiese escribir algo como “Espadas en alto” -quizás a la caza del premio Euskadi o incluso del Príncipe de Asturias de Humanidades- debería tener en cuenta todos estos matices. Tampoco le estorbaría distinguir que “español”, tal como lo entendemos hoy día, y especialmente “antivasquismo”, son conceptos producto de una sociedad muy diferente a la de 1605. Una surgida de la revolución de 1789, en la que las naciones sustituyen a los reyes y los derechos individuales a privilegios como los que disfrutaban colectivamente los “vizcaínos”. Igualmente no estaría mal que explicase el ambiguo significado de cierto detalle: que Sancho de Azpeitia se batió con un valor que Cervantes parece admirar, pero subido a lomos de un animal tan equívoco para la condición de noble como una mula. Puede que entonces sus esfuerzos sí merecieran la pena y el Quijote se viera verdaderamente honrado en su cuarto centenario.
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