Corpus de Aguafuertes Arlt



La decadencia de la receta médica

Parodiando a Rudyard Kipling, diré:



—¿Hay algo más notable que escuchar a un médico hablar mal de un farmacéutico? Sí; y es escuchar las opiniones de un farmacéutico acerca de un médico.



Gente notable, cavilosa y embrollona esta de los boticarios.



Sobre todo ahora, que triunfa el específico; sobre todo ahora que ha sonado la hora de la decadencia de la receta.



Yo recuerdo haberme extasiado numerosas veces con esos folletos de truhanerías farmacéuticas que comienzan con el sacramental «antes y después».



En el «antes», aparece un sujeto escuálido, mostrando los doscientos huesos que tiene el cuerpo humano y echando el alma por la boca, mientras dirige un gracioso visaje de moribundo a un frasco que, en una vitrina, promete la resurrección.



En el «después», aparece el individuo a que se refiere el prospecto, que es el mismo personaje, pero rollizo, rodeado de un enjambre de criaturas, y sonriendo afablemente al dicho frasco del anuncio, mientras que, a través de una ventana del dibujo, se ve correr a una multitud de dolientes hacia el boliche donde venden la mencionada panacea.



Ayer, quiero decir hace veinte años, llegaba de España un farruco, trabajaba de lavapisos cinco años en una farmacia, al cabo de los cinco años, y después de haber dado hartas muestras de fidelidad y honradez a su amo, este lo ascendía a lavabotellas y ayudante en el laboratorio, y el sujeto entraba a manipular los ácidos, y a preparar recetas aplicando, en ausencia de su amo, inyecciones escasas, y opinando ya sobre las dolencias, que en tren de consulta venían a exteriorizar las lavanderas de la vecindad.



Después de varios años de trastienda, y cuando ya conocía bien el oficio, o mejor dicho, «cuando le había tomado la mano», instalaba una botiquita en un barrio distante, ponía dos frascos, uno con agua verde y otro con agua roja, en el despacho. En la vidriera que daba a la calle, un bote con alcohol y, flotando en el alcohol, una víbora venenosa, y en la entrada del laboratorio una frase en latín que tomaba del Manual del Perfecto Idóneo.



Realizados todos estos trámites, destinados a ofrecer una suficiente idea de sus conocimientos médico-farmacéuticos, el exlavapisos se daba a la dificultosa tarea de vender ácido bórico, jabón de palo, barras de azufre para los «aires», manito «para los chicos», licor de Las Hermanas «para las señoras», vela de baño, untura blanca, tintura de yodo, magnesia, algodón, polvo de arroz y Agua Florida, a la que después reemplazó el Agua Colonia. Y pare de contar.



El farmacéutico no sólo tenía la ocupación de vender el agua de su pozo —que, siempre que fuera profundo, lo enriquecía— sino que además, como era el personaje más respetable del barrio, «el más sabio», era también el que recibía las confidencias de todas las personas. Ejemplo: concurría a la farmacia una señora enferma ya de cuidado. El farmacéutico comprendía que, recetando por su cuenta, se metía en camisa de once varas, y entonces, le decía a la señora:



—Vea, yo podría despacharle a usted una receta; podría, pero no quiero hacerle gastar. Hágase ver por un médico. Yo no soy de esos farmacéuticos que, para vender algo, son capaces de estropearle la salud a la clienta.



A las veinticuatro horas caía la damnificada con un tendal de recetas, y, entonces, el alquimista de verdad (pues convierte el agua del pozo en oro) le decía:



—¿Ha visto, señora, cómo yo tenía razón en decirle que se hiciera revisar del médico?



¡Cuántas veces me he quedado pensando en esas visitas misteriosas que hacen los maridos a la farmacia a la hora en que no «hay nadie que curiosee en las puertas»! Esas consultas en que el damnificado mira torvamente en redor; el farmacéutico lo hace pasar a la rebotica, corre la cortinilla de terciopelo deshilachado y se queda conferenciando un rato con el hombre que propone y no dispone.



¡Era linda, antaño, la vida de farmacéutico! Era linda y productiva. Bastaba tener un pozo de agua, ser amable, curanderesco y taimado, para llenarse la bolsa de patacones auténticos.



Tengo simpatías por los farmacéuticos. Son gentes que tienen conocimientos para poder fabricar bombas de dinamita, que a veces se ocultan bajo una pastilla de menta; y ello me merece un profundo respeto.



Pues bien, en la actualidad, toda esa gente está de capa caída. A menos de vender cocaína, se muere de hambre.



La profesión ha sido muerta por el específico.



Hoy, ningún médico receta preparados que, con razonable ganancia, se podrían confeccionar en la farmacia. Todos administran específicos, remedios que ya vienen preparados. Basta tomar el catálogo de una industria química, para darse cuenta de que se preparan remedios para la tos, el reumatismo, la apendicitis, el cáncer, la locura, y el diablo a cuatro. Y el farmacéutico está reducido a la simple condición de despachante de frascos con un montón de estampillas fiscales y aduaneras, que no le dejan sino «un margen del quince por ciento», es decir, quince centavos por cada peso; cuando antes, por una receta que costaba quince centavos, cobraban un peso y treinta y cinco.



Hoy los farmacéuticos languidecen. En la provincia llevan una vida de batalla con los médicos, pues entrambos se arrebatan los escasos enfermos; y aquí, en la ciudad, se aburren, en las puertas de sus covachuelas, contemplando la balanza de precisión y un alambique que pasó por las manos de cuatro generaciones de farmacéuticos, sin que ninguno lo usara.





Padres negreros

He sido testigo de una escena que me parece digna de relatarse.
Un amigo y yo solemos concurrir a un café que atiende el propietario del mismo, su mujer y dos hijos. De los hijos, el mayor tendrá nueve años, el menor, siete. Mas los mocosos se desempeñan como mozos auténticos, y no hay nada que decir del servicio, como no ser que en los intervalos las criaturas aprovechan para hacer pavadas, que, gracias al diablo, al padre y a la madre, ni tiempo de hacer macanas dignas de su edad tienen.
¿Qué macanas? Trabajar. Hay que ver al padre. Tiene cara meliflua y es de esos hombres que castigan a los hijos con una correa, mientras les dicen despacito al oído: «Cuidado con gritar, ¿eh?, que si no te mato». Y lo más grave es que no los matan, sino que los dejan moribundos a lonjazos.
La madre es una mujer gorda, ceño acentuado, bigotes, brazos de jamón y ojos que vigilan el centavo con más prolijidad que si el centavo fuera un millón. Hombre y mujer se llevan admirablemente. Os recuerdan el matrimonio Thenardier, el posadero que decía: «Al viajero hay que cobrarle hasta las moscas que su perro se come». No piensan nada más que en el maldito dinero. Habría que encerrarlos en una pieza llena de discos de oro y dejarlos morir de hambre allí dentro.
Mi amigo suele dejar varias monedas de propina. No es pobre. Bueno: yo creo que el chico que nos servía cometió la imprudencia de decirle al padre eso, porque ayer, cuando nos sentamos, nos sirvió el mocoso, pero en el momento de levantarnos y dejar paga la consumición, preciso instante en que el chico venía para recoger las monedas, el padre, que vigilaba un gato o una paloma distraída, el padre se precipitó, le dio una orden al chico, y, ¡fíjese bien!, sin contar el dinero, para ver si estaba o no justo el pago de la consumición, se lo echó al bolsillo. El chico miró lastimeramente en nuestra dirección.
Mi amigo vaciló. Quería dejar una propina para el mocito; y entonces yo le dije:
—No. No hay que hacer eso. Dejá que el chico juzgue al padre. Si vos le dejás propina, la impresión penosa que tuvo se borra inmediatamente. En cambio, si no le dejás propina, no se olvidará nunca de que el padre le «robó» por prepotencia dos moneditas que él sabe perfectamente estaban allí para él. Es necesario que los hijos juzguen a sus padres. ¿Pensás que las injusticias se olvidan? Algún día, ese chico que no ha tenido infancia, que no ha tenido juegos apropiados a su edad, que fue puesto a trabajar en cuanto pudo servir al prójimo, algún día el chico ese odiará al padre por toda la explotación inicua de que lo hizo víctima.
Luego nos separamos; pero me quedé pensando en el asunto.
Recuerdo que otra mañana encontré en una calle de Palermo a un carnicero gigantesco que entregaba una canasta bastante cargada de carne a un chico hijo suyo, que no tendría más de siete años de edad. El chico caminaba completamente torcido, y la gente (¡es tan estúpida!), sonreía; y el padre también. En fin, el hombre estaba orgulloso de tener en su familia, tan temprano, un burro de carga, y sus prójimos, tan bestias como él, sonreían, como diciendo:
—¡Vean, tan criatura y ya se gana el pan que come!
Pensé hacer una nota con el asunto; luego otros temas me hicieron olvidarlo, hasta que el otro acto me lo recordó.
Cabe preguntarse ahora, si estos son padres e hijos, o qué es lo que son. Yo he observado que en este país, y sobre todo entre las familias extranjeras, el hijo es considerado como un animal de carga. En cuanto tiene uso de razón o fuerzas «lo colocan». El chico trabaja y los padres cobran. Si se les dice algo al respecto, la única disculpa que tienen estos canallas es:
—Y… ¡hay que aprovechar mientras que son chicos! Porque cuando son grandes se casan y ya no se acuerdan más del padre que les dio la vida (Como si ellos hubieran pedido antes de ser que les dieran la vida).
Y cuando son chicos se les hace trabajar porque alguna vez serán grandes; y cuando son grandes, tienen que trabajar, porque si no ¡se mueren de hambre!…
Por lo general, el chico trabaja. Se acostumbra a agachar el lomo. Entrega la quincena íntegra, con rabia, con odio. En cuanto hace el servicio militar, se casa y no quiere saber nada con «los viejos». Los detesta. Ellos le agriaron la infancia. Él no lo sabe, pero los detesta, inconscientemente.
Vaya usted y converse con esos centenares de muchachos trabajadores. Todos le dirán lo mismo: «Desde que yo era un purrete, me metieron al yugo». Hay padres que han explotado bárbaramente a los hijos. Y los que hicieron una fortuna no les importa un ardite el odio de los hijos. Dicen: «Tenemos plata y nos respetarán».
Hay casos curiosos. Conozco el de un colchonero que posee diez o quince casas. Es rico hasta decir basta. El hijo se desgarró. Ahora es un borrachín. A veces, cuando está en curda, asoma la cabeza entre los colchones y le grita al padre, que está cardando lana:
—¡Cuando revientes, con tu plata los voy a vestir de colorado a todos los borrachos de Flores! Y las casitas, ¡las vamos a convertir en vino!
Se explican estas monstruosidades. ¡Claro! La relación entre estos padres e hijos ha sido mucho más agria que entre un patrón exigente y un operario necesitado. Y estos hijos están deseando que «reviente» el padre para malgastar en un año de haraganería la fortuna que él acumuló en cincuenta de trabajo odioso, implacable, tacaño.
  



Ventanas iluminadas

La otra noche me decía el amigo Feilberg, que es el coleccionista de las historias más raras que conozco:
—¿Usted no se ha fijado en las ventanas iluminadas a las tres de la mañana? Vea, allí tiene argumento para una nota curiosa.
Y de inmediato se internó en los recovecos de una historia que no hubiera despreciado Villiers de L’Isle Adam o Barbey de Aurevilly o el barbudo de Horacio Quiroga. Una historia magnífica relacionada con una ventana iluminada a las tres de la mañana.
Naturalmente, pensando después en las palabras de este amigo, llegué a la conclusión de que tenía razón, y no me extrañaría que don Ramón Gómez de la Serna hubiera utilizado este argumento para una de sus geniales greguerías.
Ciertamente, no hay nada más llamativo en el cubo negro de la noche que ese rectángulo de luz amarilla, situado en una altura, entre el prodigio de las chimeneas bizcas y las nubes que van pasando por encima de la ciudad, barridas como por un viento de maleficio.
¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si en ese momento en que la ventana se ilumina, hubiera subido a espiar un hombre?
¿Quiénes están allí adentro? ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos? ¿Nace o muere alguien en ese lugar?
En el cubo negro de la noche, la ventana iluminada, como un ojo, vigila las azoteas y hace levantar la cabeza de los trasnochadores que de pronto se quedan mirando aquello con una curiosidad más poderosa que el cansancio.
Porque ya es la ventana de una buhardilla, una de esas ventanas de madera deshechas por el sol, ya es una ventana de hierro, cubierta de cortinados, y que entre los visillos y las persianas deja entrever unas rayas de luz. Y luego la sombra, el vigilante que se pasea abajo, los hombres que pasan de mal talante pensando en los líos que tendrán que solventar con sus respetables esposas, mientras que la ventana iluminada, falsa como mula bichoca, ofrece un refugio temporal, insinúa un escondite contra el aguacero de estupidez que se descarga sobre la ciudad en los tranvías retardados y crujientes.
Frecuentemente, esas piezas son parte integral de una casa de pensión, y no se reúnen en ellas ni asesinos ni suicidas, sino buenos muchachos que pasan el tiempo conversando mientras se calienta el agua para tomar mate.
Porque es curioso. Todo hombre que ha traspuesto la una de la madrugada, considera la noche tan perdida, que ya es preferible pasarla de pie, conversando con un buen amigo. Es después del café; de las rondas por los cafetines turbios. Y juntos se encaminan para la pieza, donde, fatalmente, el que no la ocupa se recostará sobre la cama del amigo, mientras que el otro, cachazudamente, le prende fuego al calentador para preparar el agua para el mate.
Y mientras que sorben, charlan. Son las charlas interminables de las tres de la madrugada, las charlas de los hombres que, sintiendo cansado el cuerpo, analizan los hechos del día con esa especie de fiebre lúcida y sin temperatura, que en la vigilia deja en las ideas una lucidez de delirio.
Y el silencio que sube desde la calle, hace más lentas, más profundas, más deseadas las palabras.
Esa es la ventana cordial, que desde la calle mira el agente de la esquina, sabiendo que los que la ocupan son dos estudiantes eternos resolviendo un problema de metafísica del amor o recordando en confidencia hechos que no se pueden embuchar toda la noche.
Hay otra ventana que es tan cordial como esta, y es la ventana del paisaje del bar tirolés.
En todos los bares «imitación Munich» un pintor humorista y genial ha pintado unas escenas de burgos tiroleses o suizos. En todas estas escenas aparecen ciudades con tejados y torres y vigas, con calles torcidas, con faroles cuyos pedestales se retuercen como una culebra, y abrazados a ellos, fantásticos tudescos con medias verdes de turistas y un sombrerito jovial, con la indispensable pluma. Estos borrachos simpáticos, de cuyos bolsillos escapan golletes de botellas, miran con mirada lacrimosa a una señora obesa, apoyada en la ventana, cubierta de un extraordinario camisón, con cofia blanca, y que enarbola un tremendo garrote desde la altura.
La obesa señora de la ventana de las tres de la madrugada, tiene el semblante de un carnicero, mientras que su cónyuge, con las piernas de alambre retorcido en torno del farol, trata de dulcificar a la poco amable frau.
Pero la frau es inexorable como un beduino. Le dará una paliza a su marido.
La ventana triste de las tres de la madrugada, es la ventana del pobre, la ventana de esos conventillos de tres pisos, y que, de pronto, al iluminarse bruscamente, lanza su resplandor en la noche como un quejido de angustia, un llamado de socorro. Sin saber por qué se adivina, tras el súbito encendimiento, a un hombre que salta de la cama despavorido, a una madre que se inclina atormentada de sueño sobre una cuna; se adivina ese inesperado dolor de muelas que ha estallado en medio del sueño y que trastornará a un pobre diablo hasta el amanecer tras de las cortinas raídas de tanto usadas.
Ventana iluminada de las tres de la madrugada. Si se pudiera escribir todo lo que se oculta tras de tus vidrios biselados o rotos, se escribiría el más angustioso poema que conoce la humanidad. Inventores, rateros, poetas, jugadores, moribundos, triunfadores que no pueden dormir de alegría. Cada ventana iluminada en la noche crecida, es una historia que aún no se ha escrito.


¿Quiere ser usted diputado?
 
Si usted quiere ser diputado, no hable en favor de las remolachas, del petróleo, del trigo, del impuesto a la renta; no hable de fidelidad a la Constitución, al país; no hable de defensa del obrero, del empleado y del niño. No; si usted quiere ser diputado, exclame por todas partes:
—Soy un ladrón, he robado… he robado todo lo que he podido y siempre.
ENTERNECIMIENTO
Así se expresa un aspirante a diputado en una novela de Octavio Mirbeau,
 El jardín de los suplicios.
Y si usted es aspirante a candidato a diputado, siga el consejo. Exclamé por todas partes:
—He robado, he robado.
La gente se enternece frente a tanta sinceridad. Y ahora le explicaré. Todos los sinvergüenzas que aspiran a chuparle la sangre al país y a venderlo a empresas extranjeras, todos los sinvergüenzas del pasado, el presente y el futuro, tuvieron la mala costumbre de hablar a la gente de su honestidad. Ellos «eran honestos». «Ellos aspiraban a desempeñar una administración honesta». Hablaron tanto de honestidad, que no había pulgada cuadrada en el suelo donde se quisiera escupir, que no se escupiera de paso a la honestidad. Embaldosaron y empedraron a la ciudad de honestidad. La palabra honestidad ha estado y está en la boca de cualquier atorrante que se para en el primer guardacantón y exclama que «el país necesita gente honesta». No hay prontuariado con antecedentes de fiscal de mesa y de subsecretario de comité que no hable de «honradez». En definitiva, sobre el país se ha desatado tal catarata de honestidad, que ya no se encuentra un solo pillo auténtico. No hay malandrino que alardee de serlo. No hay ladrón que se enorgullezca de su profesión. Y la gente, el público, harto de macanas, no quiere saber nada de conferencias. Ahora, yo que conozco un poco a nuestro público y a los que aspiran a ser candidatos a diputados, les propondré el siguiente discurso. Creo que sería de un éxito definitivo.
DISCURSO QUE TENDRÍA ÉXITO
He aquí el texto del discurso:
«Señores:
»Aspiro a ser diputado, porque aspiro a robar en grande y a “acomodarme” mejor.
»Mi finalidad no es salvar al país de la ruina en la que lo han hundido las anteriores administraciones de compinches sinvergüenzas; no, señores, no es ese mi elemental propósito, sino que, íntima y ardorosamente, deseo contribuir al trabajo de saqueo con que se vacían las arcas del Estado, aspiración noble que ustedes tienen que comprender es la más intensa y efectiva que guarda el corazón de todo hombre que se presenta a candidato a diputado.
»Robar no es fácil, señores. Para robar se necesitan determinadas condiciones que creo no tienen mis rivales. Ante todo, se necesita ser un cínico perfecto, y yo lo soy, no lo duden, señores. En segundo término, se necesita ser un traidor, y yo también lo soy, señores. Saber venderse oportunamente, no desvergonzadamente, sino “evolutivamente”. Me permito el lujo de inventar el término que será un sustitutivo de traición, sobre todo necesario en estos tiempos en que vender el país al mejor postor es un trabajo arduo e ímprobo, porque tengo entendido, caballeros, que nuestra posición, es decir, la posición del país no encuentra postor ni por un plato de lentejas en el actual momento histórico y trascendental. Y créanme, señores, yo seré un ladrón, pero antes de vender el país por un plato de lentejas, créanlo…, prefiero ser honrado. Abarquen la magnitud de mi sacrificio y se darán cuenta de que soy un perfecto candidato a diputado.
»Cierto es que quiero robar, pero ¿quién no quiere robar? Díganme ustedes quién es el desfachatado que en estos momentos de confusión no quiere robar. Si ese hombre honrado existe, yo me dejo crucificar. Mis camaradas también quieren robar, es cierto, pero no saben robar. Venderán al país por una bicoca, y eso es injusto. Yo venderé a mi patria, pero bien vendida. Ustedes saben que las arcas del Estado están enjutas, es decir, que no tienen un mal cobre para satisfacer la deuda externa; pues bien, yo remataré al país en cien mensualidades, de Ushuaia hasta el Chaco boliviano, y no sólo traficaré el Estado, sino que me acomodaré con comerciantes, con falsificadores de alimentos, con concesionarios; adquiriré armas inofensivas para el Estado, lo cual es un medio más eficaz de evitar la guerra que teniendo armas de ofensiva efectiva, le regatearé el pienso al caballo del comisario y el bodrio al habitante de la cárcel, y carteles, impuestos a las moscas y a los perros, ladrillos y adoquines… ¡Lo que no robaré yo, señores! ¿Qué es lo que no robaré?, díganme ustedes. Y si ustedes son capaces de enumerarme una sola materia en la cual yo no sea capaz de robar, renuncio
 ipso facto a mi candidatura…
»Piénsenlo aunque sea un minuto, señores ciudadanos. Piénsenlo. Yo he robado. Soy un gran ladrón. Y si ustedes no creen en mi palabra, vayan al Departamento de Policía y consulten mi prontuario. Verán qué performance tengo. He sido detenido en averiguación de antecedentes como treinta veces; por portación de armas —que no llevaba— otras tantas, luego me regeneré y desempeñé la tarea de grupí, rematador falluto, corredor, pequero, extorsionista, encubridor, agente de investigaciones, ayudante de pequero porque me exoneraron de investigaciones; fui luego agente judicial, presidente de comité parroquial, convencional, he vendido quinielas, he sido, a veces, padre de pobres y madre de huérfanas, tuve comercio y quebré, fui acusado de incendio intencional de otro bolichito que tuve… Señores, si no me creen, vayan al Departamento… verán ustedes que yo soy el único entre todos esos hipócritas que quieren salvar al país, el absolutamente único que puede rematar la última pulgada de tierra argentina… Incluso, me propongo vender el Congreso e instalar un conventillo o casa de departamento en el Palacio de Justicia, porque si yo ando en libertad es que no hay justicia, señores…».
Con este discurso, lo matan o lo eligen presidente de la República.


 





Diálogo de lechería




Días pasados, tabique por medio, en un lechería con pretensiones de «reservado para familias», escuché un diálogo que se me quedó pegado en el oído, por lo pelafustanesco que resultaba. Indudablemente, el individuo era un divertido, porque las cosas que decía movían a risa. He aquí lo que más o menos retuve:



El Tipo. —Decime, yo no te juré amor eterno. ¿Vos podés afirmar bajo testimonio de escribano público que te juré amor eterno? ¿Me juraste vos amor eterno? No. ¿Y entonces…?



Ella. —Ni falta hacía que te jurara, porque bien sabés que te quiero…



El Tipo. —Un… Eso es harina de otro costal. Ahora hablemos del amor eterno. Si yo no te juré amor eterno, ¿por qué me hacés cuestión y me querellás?…



Ella. —¡Monstruo! Te sacaría los ojos…



El Tipo. —Y ahora me amenazás en mi seguridad personal. ¿Te das cuenta? ¿Querés privarme de mi libertad de albedrío?…



Ella. —¡Qué disparates estás diciendo!…



El Tipo. —Es claro. Vos no me querés dejar tranquilo. Pretendés que como un manso cabrito me pase la vida adorándote…



Ella. —¿Manso cabrito vos?… Buena pieza…, desvergonzado hasta decir basta…



El Tipo. —No satisfecha con amenazarme en mi seguridad personal, me injuriás de palabra.



Ella. —Si no me juraste amor eterno, en cambio me dijiste que me querías…



El Tipo. —Eso es harina de otro costal. Una cosa es querer… y otra cosa, querer siempre. Cuando yo te dije que te quería, te quería. Ahora…



Ella (amenazadora). —Ahora, ¿qué?



El Tipo (tranquilamente). —Ahora no te quiero como antes.



Ella. —¿Y cómo me querés, entonces?



El Tipo (con mucha dulzura). —Te quiero… ver lejos…



Ella. —Un descarado como vos no he conocido nunca.



El Tipo. —Por eso siempre te recomendé que viajaras. Viajando se instruye uno. Pero no vayas a viajar en ómnibus, ni en tranvía. Tomá un vapor grande, grandote, y andate… andate lejos.



Ella (furiosa). —¿Y por qué me besabas, entonces?



El Tipo. —Ejem… Eso es harina de otro costal…



Ella. —Parecés panadero.



El Tipo. —Yo te besaba, porque si no te besaba vos ibas a decir con tus amigas: «Ven qué hombre más zonzo; ni me besa»…



Ella (resoplando). —¡Yo no sé como no te mato! ¿Así que vos me besabas por gusto de besarme?



El Tipo. —No exageremos. Algo también me gustaba… Pero no tanto como vos creés…



Ella. —Se puede saber, decime, ¿dónde te has criado? Porque vos no tenés vergüenza. No la has tenido nunca. Ignorás lo que es la vergüenza.



El Tipo. —Sin embargo, yo soy muy tímido… Ya ves cuánto cavilo antes de mandarte al diablo… No, al diablo, no, querida; no te disgustés… es una forma de decir.



Ella (agarrándose al tema). —De modo que vos me besabas a mí…



El Tipo. —¡Dios mío! Si uno tuviera que dar cuenta de los besos que ha dado, tendría que estar en presidio quinientos años. Vos parecés norteamericana.



Ella. —¡Norteamericana! ¿Por qué?



El Tipo. —Porque allá le pegás un beso a un palo de escoba y ¡zas!, la única indemnización tolerada es el casamiento… de modo que a los besos no les des importancia. Ahora, si yo hubiera echado a perder tu inocencia, sería otra cosa…



Ella. —Yo no soy inocente. Inocentes son los locos y los bobos…



El Tipo. —Convengamos que decís una verdad grande como una casa. Y luego me reprochás de ser injusto. Te doy la razón, querida. Sí, te la doy ampliamente. ¿Qué pecado me reprochás, entonces? ¿El que te haya dado unos besos?…



Ella. —¿Unos besos? Si fueron como cuarenta.



El Tipo. —No… Estás mal, o tengo que suponer que vos no entendés de matemáticas. Pongamos que son diez besos… Y estaremos en la cuenta. Y tampoco llegan a diez. Además no valen porque son ósculos paternales… Y ahora, después de enojarte que te haya besado, te enojás porque no quiero seguir besándote. ¿Quién las entiende a ustedes las mujeres?



Ella. —Me enojo porque me querés abandonar infamemente.



El Tipo. —Yo no te di más que unos besos para que vos no les dijeras a tus amigas que yo era un tipo zonzo. No tengo otro pecado sobre mi conciencia. ¿Qué me recriminás? ¿Se puede saber? A mí no me gusta hacer comedias. Vos te aburrís en tu casa, te encontrás conmigo y te me pegoteás como si yo fuera tu padre. Y yo no quiero ser tu padre. Yo no quiero tener responsabilidades. Soy un hombre virtuoso, tímido y tranquilo. Me gusta abrir la boca como un papanatas frente a un pillo que vende grasa de serpiente o cacerolas inoxidables. Vos, en cambio, te empeñás en que te jure amor eterno. Y yo no quiero jurarte amor eterno ni transitorio. Quiero andar atorranteando tranquilamente solo, sin una tía a la cola que me cuenta historias pueriles y manidas… y que porque me des un beso de morondanga me hacés pleitos que si me hubieras prestado a interés compuesto los tesoros de Rotschild.



Ella. —Pero vos sos imposible…



El Tipo. —Soy un auténtico hombre honrado.







Motivos de la gimnasia sueca



Yo no sé si ustedes se han fijado el calor brutal que hacía ayer. ¿No? Era una temperatura como para refugiarse en un bungalow y buscar media docena de bayaderas para que con plumeros le hicieran fresco a uno. Y sin embargo vi a un hombre que se envolvía en franela. Les parecerá absurdo, pero vean cómo fue.



Terminaba a las seis de la tarde de hacer gimnasia en la Yumen (YMCA.) y estaba en el salón de armarios, cuando un tío enormemente grande comienza a desvestirse a mi lado.



No fue nada eso, sino lo que hizo una vez desvestido. De un paquete que traía sacó una pieza de franela, ¡qué sé yo cuántas varas serían!, y con ellas comenzó a liarse el estómago y el vientre como un contrabandista de seda.



Usted hubiera abierto los ojos como platos, aunque fuera indiscreto, ¿no? Pues yo hice lo mismo. Lo miraba al gigante con los ojos y la boca abiertos. Lo miraba, y el «goliat» de marras, sin hacerme caso, seguía enfardándose el estómago con la franela.



Al fin no pude contenerme y le dije, sonriendo:



—¿No tendrá usted calor al hacer ejercicios con esa franela?



—Es para enflaquecer —contestóme el otro con vozarrón de bronce. Y acto seguido, sobre ese colchón de franela que le envolvía el estómago y vientre, mi gigante se endilgó un camisetón de lana, exclusivamente útil para ir al polo; pues en otra región lo haría sudar a un esquimal. Y acto seguido se explicó—: Los que no enflaquecen son los que no quieren.



Luego, olímpicamente, me volvió la espalda y se dirigió a la cancha a hacerse una buena media hora de descoyuntamiento al trote.



Y un señor que había escuchado todo lo que conversamos y que sabía quién era yo, me dijo:



—Vea, aquí en la Asociación no hay uno que no haga gimnasia sueca por algún motivo. El hombre es de por sí haragán, y cuando se resuelve a hacer un esfuerzo al que no está acostumbrado, es porque algo grave le pasa en el interior. Usted, por ejemplo, ¿por qué hace gimnasia?



—Me lo recomendó un médico. Estaba excesivamente nervioso.



—Ha visto. Yo, en cambio, le voy a contar una historia. Usted será discreto, es decir que no dirá que he sido yo quien se la ha contado.



—Encantado, cuéntemelo que quiera. Puedo hacer una nota con su historia.



—Sí, y allá va.



He aquí el relato del compañero de gimnasia:



—Tenía una novia con la cual corté relaciones bruscamente. Nos dirigimos cartas atroces. Lo grave es que yo la quería tanto, que una vez que hube cortado comprendí que me iba a ocurrir algo terrible. Enloquecía o hacía un disparate. Eso no hubiera sido nada si una noche, mirándome en un espejo, no observo que estaba aviejándome por horas. Y de pronto se me ocurrió esta idea:



«Dentro de un año el sufrimiento me habrá convertido en una cáscara de hombre. Estaré flaco, agobiado y roto. Y de pronto me vi así, pero en el futuro y en la calle. El destino me había colocado frente a mi exnovia, pero mi exnovia iba ahora acompañada por un magnífico buen mozo, y me miraba irónicamente, como diciendo: “Qué poca cosa estás hecho. ¿Es posible que haya sido tan estúpida en quererte?”.



»Bueno, cuando yo pensé o mejor dicho tuve la visión de mi futuro, créame, salí a la calle, pero enloquecido. Necesitaba salvarme, salvarme de la catástrofe que tenía en puerta con el agotamiento que me sobrevendría debido a mi exceso de sensibilidad. Caminé toda la noche pensando en lo que podría hacer, de pronto me acordé de la gimnasia sueca, de la salvación física por medio del ejercicio, y créame, he pasado unos minutos de deslumbramiento maravilloso, de una alegría como la que debieron experimentar los místicos cuando comprendían que habían encontrado la entrada del Paraíso.



»Excuso decirle que yo era un perezoso como los que usted pinta en sus notas. Y algo peor todavía. Indolente hasta decir basta. Pues no dormí esa noche; fíjese, no tenía dinero, empeñé todo lo que tenía para pagar los derechos de entrada a la Yumen y dos días después estaba haciendo gimnasia.



»Usted que comienza a hacer ejercicio ahora, se dará cuenta de los efectos de la gimnasia en un individuo físicamente agotado, espiritualmente desmoralizado. Más de una vez estuve tentado de abandonarlo todo, pero en momentos en que iba a dejar la fila se me aparecía el fantasma de esa muchacha, en compañía del otro, del otro que algún día la acompañaría por la calle. De esos dos fantasmas sólo veía yo dos ojos burlones, los de ella, diciendo: “qué poca cosa sos”, y entonces, créame, aunque estaba adolorido, con los músculos tensos, casi quemando, hacia un esfuerzo, apretaba los dientes y rabioso persistía en el ejercicio, en la ejecución perfecta de los movimientos. Y qué alegría, amigo, cuando hacemos vencer a la voluntad. Y así ya ve, de un hombre físicamente insignifacante que era me he convertido en una máquina casi perfecta».



Mientras mi compañero hablaba yo sonreía. Pensaba en los recovecos que tiene el orgullo humano. Realmente, el hombre es un animal extraordinario. Tiene posibilidades fantásticas. Y mi camarada termina:



—¿Se da cuenta? El sufrimiento que a otro lo hubiera hundido a mí me salvó. Si hace la nota recomiéndele a los que quieran suicidarse por angustias de amor, que hagan gimnasia sueca.



No pude retener la pregunta:



—Y a ella ¿nunca la vio?



—No, pero algún día nos encontraremos. ¿Y se da cuenta la sorpresa que experimentará? En vez de encontrarse con un individuo roto por la vida como el que ella conoció, se encontrará con un hombre maravillosamente reconstituido fuerte y más interesante que el que fue.



Indudablemente, el hombre es un animal extraordinario, que cuando tiene condiciones, encuentra tangentes inesperadas para convertirse siempre en mejor y mejor. Y quizá la verdadera vida sea eso: constante superación de sí mismo.

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