¡Imagínense a Poe en la República cuando no posee ninguna de sus virtudes!; no es para nada un espartano. Cada vez que levanta la jarra para saludar a la austera mañana, sus amigos sobrios reconocen a regañadientes: «Nadie que beba antes del desayuno está fuera de peligro». ¿Dónde se encuentra la negra estrella de la melancolía? En algún otro sitio; no aquí. Aquí es una eterna mañana; luces severas, democráticas, expulsan a los fantasmas de las calles por las que tiene que arriesgarse.
Tal vez..., tal vez la negra estrella de la melancolía ha estado siempre oculta en el fondo de la jarra..., tal vez todo sea un pequeño secreto que ocultan entre los dos...
Se da vuelta para marcharse y mira; y la luz matinal, ordinaria y despiadada, le da de lleno en la cara como la mirada fulminante de Dios. El impacto lo hace tambalearse. ¿Dónde puede ocultarse donde no hay ni una sola sombra? Han dividido la República en dos, han partido por la mitad la manzana del conocimiento, una luz clara baña la mitad superior y deja el resto en sombras; aquí arriba, en el norte, en las latitudes igualitarias, un hombre debe crear su propia penumbra si desea ocultarse, porque la grandiosa y heroica luz de la República no admite ambigüedades. O eres un santo o eres un extraño. Él es un extranjero aquí, un caballero de Virginia un tanto abandonado por la suerte y, lamentablemente, no puede conjurar al Príncipe de las Tinieblas (siempre un perfecto caballero) para que le ayude, porque en la noche profunda que es la antítesis de esta atmósfera de rectitud la aristocracia no existe.
Poe se tambalea bajo el peso de la Declaración de la Independencia. La gente cree que está borracho.
Y sí, está borracho.
El príncipe en el exilio camina haciendo eses por esta nueva tierra.
¿Piensan que exagera? Sí: exagera. El histrionismo es parte de la historia de su familia. Como se suele decir, su madre nació entre bambalinas; en vez de sangre, por sus venas corría crema de maquillaje y en su novena primavera hizo su primera aparición en el escenario en un melodrama con un villano detestable, titulado Los misterios del castillo.Aparecía de un salto en el escenario disfrazada con los hermosos harapos de una gitana para cantar una balada.
Era el ocaso del siglo XVIII.
A esta hora, precisamente a esta hora, muy lejos de aquí, en París, Francia, en las sobrecogedoras mazmorras de la Bastilla, el viejo Sade se masturba. Gruñe, gimotea, gruñe, eyacula sobre el piso de la prisión..., ¡aaaaaah! Siembra clientes de dragón. En cada eyaculación arroja un enjambre de hombrecillos perfectamente armados y de mirada frenética. Todo está a punto de sucumbir al delirio.
Ignorando todo eso, la futura madre de Poe salta al escenario de la república americana que acaba de salir del cascarón para cantar una balada del Viejo Mundo disfrazada con los hermosos harapos de una gitana de ballet. Tenía el donaire de una bailarina, voz aguda, rizos oscuros, mejillas rosadas, ¡qué linda muchacha! Y ojos con un gesto inocente y conmovedor que llegaba al corazón, de modo que el público oculto en una nube de humo se deshizo en vítores sentimentales e hizo sonar al unísono sus palmas callosas. Una estrella acababa de nacer esa noche en el tosco firmamento repleto de decorados y candilejas, pero estaba destinada a ser una estrella fugaz; titiló fugazmente en el vacío, para luego precipitarse siguiendo la inevitable trayectoria de un meteoro. Se subió a las tablas y se paseó por ellas.
Pero, mucho después de la pubertad, gracias a su pequeña estatura y a su figura menuda, seguía interpretando papeles de niños, de astutos pequeños y parlanchines de los dos sexos. Sin embargo, era la versatilidad personificada; también era capaz de interpretar a Ofelia.
Tenía una voz dulce, susurrante y acariciadora, cualidades excelentes en una mujer. Les puedo asegurar que cuando la delirante Ofelia repartía romero y ruda y cantaba «...ya está muerto... y nunca más volverá», ni un solo espectador dejaba de emocionarse. También tentó suerte con Julieta y Cordelia y, si había necesidad, era capaz de interpretar a la más coqueta de las doncellas; no dejaba de sonreír ni siquiera cuando la atormentaban las náuseas de los embarazos y ¡ah, qué deslumbrante era el candor de esa sonrisa!
Primero irrumpió Henry, el mayor; luego el segundo, Edgar, que llegó haciendo cabriolas a compartir las rodillas de su madre con los libretos y a mamar de su pecho mientras memorizaba los parlamentos, pero ella no se equivocaba jamás, ni siquiera cuando interpretaba dos papeles distintos en una misma noche, Ofelia o Julieta y, además, por ejemplo, el Diablillo, el chico encantador del sainete, porque en esos tiempos el público se negaba a marcharse del teatro después de una tragedia a menos que los actores se cambiaran de ropa y volvieran al escenario a ofrecerles algo para alegrarlos nuevamente.
Para interpretar al Diablillo tenía que disfrazarse de hombre. A continuación, corría al camarín y se desabrochaba los primeros botones del chaleco para sacar un pecho dolorido y repleto de leche con que calmar al pequeño Edgar, que ya se había despertado con las rechiflas y los abucheos con los que celebraban su encarnación excesivamente voluptuosa de un muchacho, y que también se ponía a llorar y a gritar.
Siempre había una jarra de cerveza amarga o una botella de whisky en el tocador. Cuando Edgar no dejaba de llorar, empapaba una bola de algodón en whisky y se la daba a chupar.
El padre de sus hijos era un mal actor y sólo aparecía ocasionalmente llevando una lanza en las muchas compañías en que ella trabajaba. Solía quedarse en el camarín para cuidar a los pequeños. David Poe acercaba un vaso de ginebra pura a los labios de Edgar para calmarlo. El Ángel de la Intemperancia, con los ojos enrojecidos, se escapaba de la botella de licor y se arrellanaba en los pañales del pequeño Edgar. Entretanto, en el escenario, el último de sus hijos, desde el útero, iba hilvanando su piel y sus huesos lo mejor que podía bajo el corsé que mantenía despierta la ilusión teatral de la cintura de cuarenta y cinco centímetros de la señora Elizabeth Poe hasta el último momento, hasta el décimo mes.
Los aplausos estremecían el anfiteatro de madera. Como era una madre cariñosa —porque no tenemos ningún motivo para creer lo contrario—, la señora Poe salía del escenario pintado para apretujara sus tesoros sobre las rodillas mientras lágrimas de cansancio iban dejando surcos en el colorete y salpicaban sus caritas demacradas. El monótono estruendo de las peleas de sus padres finalmente lograba hacerlos dormir, pero, en el útero, la criatura que aún no había nacido se tapaba las rudimentarias orejas con sus manos transparentes en un gesto de terror.
(El solo hecho de nacer tal vez sea lo peor que pueda suceder.)
Sin embargo, por fin nació esta última criatura, una tarde de julio en xxx pensión barata para artistas en Nueva York después de muchas horas en una cama alquilada mientras las moscas zumbaban contra los vidrios de las ventanas. Edgar y Henry estaban cogidos de la mano sobre un jergón que había en el suelo. La comadrona tuvo que usar un par de contundentes tenazas de hierro para sacar a esa cosita que se negaba a nacer; por recato, habían cubierto la parte inferior del cuerpo de la señora Poe con una sábana, de modo que los niños no vieron nada salvo a la comadrona que blandía el espantoso instrumento y luego oyeron el chillido estridente de la recién nacida en medio del silencio exhausto, semejante al sonido de un patín en el hielo, y algo sanguinolento como un diente recién arrancado se retorció entre las pinzas de la comadrona.
Era una niña.
David Poe pasó el sobreparto de su mujer en una taberna cercana, celebrando el nacimiento de la niña. Cuando regresó y vio aquel revoltijo, vomitó.
Entonces, ante la mirada perpleja de sus hijos, el padre comenzó a desaparecer. Dejó de ser. Simultáneamente, perdió sus contornos y empezó a oscilar en el aíre. Era una noche oscura. Mamá dormía en la cama con un capullo malva de carne en un canasto colocado en una silla a su lado. El aire se estremecía con el comienzo de la ausencia.
El no les dijo una sola palabra a sus hijos, sino que siguió evaporándose hasta desaparecer por completo, dejando detrás de sí en el cuarto, como prueba de que había estado allí, sólo un charco de vómito en las tablas astilladas.
Apenas se levantó, la mujer abandonada partió hacia Virginia con sus mocosos chillones porque la habían contratado para una gira por el sur y no tenía dinero ahorrado, así que lo único que comían sus hijos era el producto de su esfuerzo. Los arrastró en un baúl a Charleston; a Norfolk; después nuevamente a Richmond.
Allí, la culminación maloliente del verano.
Cubierta sólo con una camisa en el camarín sin ventilación, ordeña los pechos doloridos en un vaso; este último bebé tiene que dejar de mamar antes de que muera su madre.
*
Tosía. Se echaba más y más colorete en sus mejillas demacradas. —¡Mis hijos!, ¿qué va a ser de mis hijos? —Los ojos le brillaban y pronto adquirieron un fulgor febril que no era de este mundo. Poco después dejó de necesitar colorete; en las mejillas le aparecieron manchas rojas mas fuertes que el colorete mientras en la frente se destacaban venas tan azules como las vetas del queso Stilton pero musculosas, palpitantes, prominentes, elásticas. Cuando se colocaba la chaqueta y los pantalones del Diablillo, ya no podía despertar la más mínima sensación de incredulidad y su interpretación aturullada tenía algo de desesperado, de fatal, que fascinaba y asombraba a los espectadores, que bien podrían haber imaginado que veían los mismísimos rasgos de la muerte en su rostro. El espejo, ese amigo de las actrices, el espejo mágico en el que contempla en qué se ha convertido, ya no reflejaba sino el rostro de un cadáver.
El invierno húmedo y tenebroso del sur le da el golpe de gracia. Para su despedida, viste la camisa de noche de Ofelia enloquecida.
El jinete fantasmal apareció cuando ella lo mandó llamar. Edgar miró por la ventana y lo vio aparecer. Los cascos apagados de los caballos de tupidas colas negras sacaban chispas a las piedras del camino. —¡Papá! —gritó Edgar; se le ocurrió que su padre había recuperado su forma original en ese momento de extremo peligro para llevarlos a todos a un lugar mejor, pero, al mirarlo más atentamente, a la luz de la luna casi llena, vio que las cuencas de los ojos del jinete estaban llenas de gusanos.
A los niños les explicaron que ella ya no podría salir nuevamente a saludar al escenario por mucho que aplaudieran con entusiasmo su despedida. Los amantes del teatro cubrieron la carroza con ramos de flores. «...y que de su bella e inmaculada carne broten fragantes violetas.» (Nadie dejó de emocionarse.) Los tres huérfanos fueron a dar al regazo de distintos protectores caritativos. Los tres dieron un último beso a la mejilla fría como la arcilla; luego de besarse también, se separaron; Edgar se separó de Henry; Henry, de la pequeña, que no se movía ni lloraba sino que estaba quieta y con los ojos apretados. ¿Cuándo se encontrarían nuevamente? Las campanas déla iglesia repicaron: nunca nunca nunca nunca nunca.
El bondadoso señor Allan de Virginia, el benefactor de Edgar, que de ahí en adelante se encargaría de su sustento, tomó de la mano a su pequeño protegido y se alejó con él del funeral. Edgar separó su nombre de su apellido para darle cabida al del señor Allan. Tenía tres años entonces. Allá lejos, el señor Allan lo introdujo en la opulencia sureña; pero no crean que su madre dejó a Edgar con las manos vacías, aunque la actriz fallecida sólo pudo dejarle lo que nadie podría arrebatarle, es decir, unos cuantos recuerdos raídos.
TESTAMENTO DE LA SEÑORA ELIZABETH POE
Legado: alimentación. Una teta de la que se amamantaba en un camarín, el pezón arrancado de sus labios sin dientes cuando tenía que salir a escena, de modo que de su alimentación sólo recordaría el hambre y la sed constantemente insatisfechas.
Legado: transformación. Esta reliquia es más ambivalente. Algo parecido a esto: acostado en un canasto lleno de objetos de utilería, Edgar la miraba maquillarse. Las velas convertían en un altar profano el espejo en el que su rostro indefinido nadaba como un pez mágico. Si alcanzabas a cogerlo, podía hacer que todos tus sueños se convirtieran en realidad, pero mamá se escabullía de todas las redes que el deseo lanzaba para atraparla.
Se ponía joyas de vidrio en las orejas, se sujetaba el cabello de color nogal con un broche y se ataba una venda de muselina en la cabeza; por unos segundos parecía un cadáver. Entonces se colocaba la peluca amarilla. Cambiaba en un instante; en un parpadeo se convertía de trigueña en rubia.
Mamá gira para mostrarle cómo se ha transformado en la hermosa dama que él había vislumbrado en el espejo.
—¡No me toques!, me vas a desarreglar.
Y desaparece entre susurros de tafetán.
Legado; las mujeres llevan en su interior un grito, algo que hay que extraerles..., pero éste es el más débil de todos los recuerdos, que se manifestará más adelante en un pavor impropio, de contornos indefinidos, ante la sola posibilidad de una unión carnal.
Legado: la conciencia de la mortalidad. Porque, apenas nació el último de sus hijos, si no antes, ella comenzó a ensayar a solas el largo parlamento de la agonía; cuando empezó a toser, ya estaba condenada.
Legado: un rostro, el rostro perfecto de un actor trágico, su propio rostro, con la piel blanca tensa sobre los huesos blancos, prominentes, en un estado irreversible de extraordinaria lucidez demacrada.
El teatro de Richmond en el que la señora Poe hizo su última aparición se prendió fuego con la colilla de un cigarro aún humeante que cayó en una grieta de las tablas disparejas, y se incendió de punta a punta tres semanas después de su muerte. Cenizas. Aunque el señor Allan le dijo a Edgar que todo lo que su madre tenía de mortal había sido enterrado en su ataúd, Edgar sabía que esos personajes en los que ella solía convertirse vivían en el espejo del camarín y no estaban sujetos a las leyes físicas que hacían que su cuerpo se pudriera. Pero ahora también el espejo había desaparecido; y todas las hermosas e intocables, volátiles e irreales madres ascendieron juntas en una bocanada de humo que se elevaba desde una pira de objetos de utilería y decorados pintados.
Las chispas del incendio se elevaron en el aire y se quedaron en el cielo para convertirse en una constelación que sólo Edgar veía y eso sólo algunas noches de verano, esas noches cálidas, soberbias, azules y dulces que los esclavos trajeron desde el África, el clima que hace fermentar la música del exilio, un clima de angustia y de fiebre. (¡Ah, esas noches voluptuosas como algo prohibido!) En lo alto del cielo esas estrellas invisibles dibujan un rostro abrumado de dolor.
CARACTERÍSTICAS DE LA ILUSIÓN TEATRAL: todo lo que se ve es falso.
Piensen en la ilusión teatral, sobre todo en relación con este niño susceptible, que se vio expuesto a ella a una edad en que no hay motivo alguno para que nada sea real.
Seguramente solía caminar tambaleándose hacia el escenario cuando el teatro estaba vacío y el telón bajo, de modo que todo parecía un salón preparado para una sesión de espiritismo, esperando el momento en que los ojos de los observadores crearan el misterio.
Allí encontrará, por ejemplo, un telón de fondo con un viejo castillo, ¡un castillo!, de los que aquí no se construyen; un castillo gótico con todos sus elementos, hasta búhos y enredaderas. En las bambalinas han pintado trozos de árboles, robles voluminosos o algo parecido, todo en dos dimensiones. Sombras artificiales se proyectan donde no deben. Nada es lo que parece. Te tropiezas en un trono dorado o en un potro de tormento que parece perfectamente sólido, denso, inamovible, le das un puntapié de lado y resulta ser depapier maché, liviano como el aire; un niño, tú mismo, podría cogerlo y llevárselo y sentarse encima y ser un rey o tenderse encima y sufrir.
Un crujido, un siniestro ruido te aterroriza; cuando te das la vuelta de un salto para ver qué sucede a tus espaldas, ¡mira!, ¡el castillo se eleva por los aires! ¡Alto, más alto!, el castillo se eleva entre los gritos inarticulados y las blasfemias que lanzan los tramoyistas entre dientes, mientras empieza a descender muy despacio la tumba de Julieta o el sepulcro de Ofelia, y un ayudante entra rápidamente empuñando la calavera de Yorrick.
Las prostitutas malhabladas que te mecen en sus regazos mullidos y te acercan a los labios jarras de cerveza amarga se congregan ahora a los dos lados del escenario, donde se han convertido en monjas o en alguna otra cosa. Desde el lado invisible de la cortina de felpa que te separa de la multitud ahita de cerveza, fastidiosa y manchada de tabaco, que ha pagado unos cuantos centavos sin titubear para observar estos ritos trascendentes, se empiezan a escuchar los ruidos sordos, los golpes y el parloteo con que hace sentir su impaciencia. Un utilero se abalanza a rescatarte y a sacarte de allí, a pesar de tus protestas, para llevarte donde Henry, como un buen chico, ya está ensimismado en un libro para colorear, y te dan una bolsa de caramelos y la punta de un pañuelo empapada en licor barato, y mamá, con corona y traje de cola, acerca dulcemente a tu frente los labios con carmín antes de enfrentarse a la multitud.
Los labios pintados dejan en su frente la marca de Caín.
*
Después de haber visto con sus propios ojos, a una edad tan impresionable, en qué consiste el misterio del castillo —cuyos horrores son sólo cartón pintado pero te aterrorizan—, fue testigo de otro misterio que le pareció aún menos comprensible.
De cuando en cuando, un gran obsequio, siempre que no abriera la boca; como rogaba y suplicaba tanto, lo dejaban quedarse a un lado del escenario para mirar; la criatura de ojos muy abiertos vio así cómo Ofelia podía, si era necesario, morir dos veces por noche. Todos sus entierros eran prematuros.
Un par de figurantes musculosos llevan a mamá al escenario en el acto IV, envuelta en un sudario, la depositan en el foso entre expresiones de dolor de todos los involucrados, pero al final irrumpe en el escenario después de quitarse el polvo de las ropas mortuorias y de retocarse el maquillaje de los ojos, para saludar junto con los demás mortales resucitados que al final resultan estar, sin excepción, incluso el mismísimo príncipe Hamlet, tan muertos como ella.
¿Cómo podía creer realmente, entonces, que ella no iba a volver a aparecer, aunque, vistiendo el traje negro que le había dado el señor Allan por caridad, había caminado tambaleándose detrás de su ataúd hasta llegar al cementerio? Sin lugar a dudas, un buen día el cochero de aspecto fantasmal iba a reaparecer, bajarse del pescante, abrir la puerta del coche de par en par y ella iba a descender luciendo el camisón blanco con el que la había visto por última vez, aunque esperaba que hubieran lavado la prenda entretanto porque la última vez que fe vio estaba toda manchada con la sangre de una hemorragia.
Entonces, una constelación transparente se esfumaría en el cielo nocturno; los átomos dispersos volverían a juntarse para convertirse en una mamá entera y perfecta y él correría directamente a sus brazos.
Estamos a media mañana del siglo XIX. Edgar va creciendo bajo las negras estrellas de los estados esclavistas. Se mantiene alejado de esa parte de las mujeres que ocultaba la sábana. Se convierte en un hombre.
Apenas Edgar se convierte en un hombre, la opulencia lo abandona. El corazón y la billetera que el señor Allan había abierto al pequeño se cierran ahora para expulsarlo. Edgar se sacude de las botas el polvo del dulce sur. Se dirige de prisa al norte, hasta aquí, en busca de su suerte en aquellos lugares donde la luz impide el claroscuro que le fascina; para sobrevivir, Edgar Poe sólo cuenta ahora con su caótico ingenio.
Arrebataron el pezón de la boca llena de leche y lo metieron de vuelta en el corpiño; el espejo ya no reflejaba a mamá, sino a una perfecta extraña. Él le ofreció la mano; sonriendo como si estuviera en un trance, ella salió del marco.
—¡Mi amada, mi hermana, mi vida y mi novia!
No le incomodaba la extrema juventud de esta joven con la que se casaría poco después; ¿no tenía acaso la misma edad que Julieta, apenas trece primaveras?
Las espléndidas trenzas que se alzaban en una grandiosa toca espectral sobre la ancha frente tenían el mismo tono negruzco del cuervo de nunca jamás, tan negro como los trajes cuyas costuras teñía con tinta la devota madre de ella para que no revelaran ante el mundo lo gastados que estaban y, en ese entonces, vestía constantemente de luto, como si estuviera preparado para el próximo funeral, con una chaqueta negra abotonada hasta el cuello y sin traicionar jamás el luto riguroso ni siquiera con el único destello de una pechera blanca. Algunas veces, cuando la madre de su mujer no estaba en casa para lavar y almidonar su ropa blanca, ahorraba el dinero del lavado y no usaba camisa.
Su largo cabello roza el cuello de la chaqueta de paño gastado por la pobreza. ¡Qué mirada tan triste tiene!; hay tanto dolor en sus escasas sonrisas que nadie puede alegrarse al verlo sonreír y también hay tanta amargura que su sonrisa se podría confundir con una mueca o un gesto horripilante, salvo cuando le sonríe a su joven esposa, cuya frente parece una lápida. Entonces comienza a sonreír y sonreír con tanta ternura póstuma como si ya viera la fraseAmada esposa de.... grabada en su frente.
Porque su piel era blanca como el mármol y se llamaba —¿pueden creerlo?— Virginia, un nombre que armonizaba perfectamente con su nostalgia de expatriado y también con la condición de ella, porque la joven esposa seguiría siendo virgen hasta el día de su muerte.
¡Imagínense a esas criaturas libres de pecado compartiendo el mismo lecho! ¡Qué tristeza!
Porque ¿no llegó ella a su lado envuelta en una dura coraza de tabúes, tabúes contra la violación de menores, tabúes contra la violación de los muertos?; porque, para no hilar muy delgado, ¿no parecía ella siempre un cadáver ambulante? Pero qué hermoso, qué hermoso cadáver.
Y, además, ¿no es acaso un cadáver que no exige nada, ahorrativo, decorativo, la perfecta esposa de un caballero venido a menos, sobre el cual siempre están a punto de derrumbarse los cuatro muros de la paranoia?
Virginia Clemm. En el dialecto que se habla en el norte de Inglaterra, estar «clemmed» significa tener mucho frío, «I'm fair clemmed.»Virginia Clemm.
Ella trajo consigo una madre fuerte, resistente, esforzada, para que limpiara y cocinara y llevara las cuentas y los sobreviviera, los sobreviviera a los dos.
Virginia no era muy inteligente; de ningún modo era un trágico caso de desarrollo interrumpido, como su verdadera hermana, su hermana desaparecida, cuya vida transcurrió como un sueño de inexistencia en su hogar adoptivo, la vida de un vegetal que se negaba constantemente a participar, un botón que nunca llegó a abrirse. (Sobre ellos pesaba una maldición: Henry, el hermano, murió muy joven.) Pero los lentos años fueron pasando y Virginia siguió siendo la misma que a los trece años, una cosita humilde cuyo carácter dulce era el único consuelo que él tenía y que nunca dejó de cecear, incluso cuando empezó a ensayar el largo parlamento de la agonía.
Era tan liviana como un ánima. Se podría haber supuesto que jamás aplastaba una brizna de hierba al atravesar el pequeño jardín. Cuando hablaba, cuando cantaba, ¡qué dulce voz tema!; tenía siempre el arpa en la sala de la casita que su madre limpiaba y lustraba hasta que todo lucía como un prendedor nuevo. Unos pocos invitados se reunían allí para compartir la modesta hospitalidad de los Poe. La conversación de él era chispeante, aunque las mujeres de la casa se ocupaban de que no se sirviera sino té, puesto que todos conocían su terrible debilidad por el licor, pero Virginia servía con una gracia tan natural que los cautivaba a todos.
Le rogaron que tocara algo en el arpa y cantara un par de baladas del Viejo Mundo. Eddy asintió feliz: —¡Sí! —y ella rozó las cuerdas con manos blancas cuyos dedos largos y delgados eran tan delicados, como de cera, que se podría haber imaginado que era posible prenderles fuego para convertir esa mano en la mano ardiente de la Gloria, capaz de sumir a todos los que estaban en la casa, excepto al mago, en un sueño profundo y letal.
Ella canta:
Fríos soplos de viento, esta noche, mi amor,
y unas pocas gotas de lluvia.
Él acerca furtivamente al fuego un manuscrito convertido en cerilla aflautada.
Sólo tuve un amor verdadero;
lo depositaron en la fría tierra.
Él va encendiendo sus dedos, uno a uno.
Doce meses y un día después
el muerto comenzó a hablar.
Ella cierra los ojos. Cada una de sus pupilas encierra una llama.
¿Quién se ha sentado sobre mi tumba?
¿Quién no me deja dormir?
Todos duermen. Los ojos de ella se apagan. Duerme.
Él cambia de lugar los siniestros candelabros para que la luz de la mano resplandeciente se refleje entre las piernas de ella y le levanta afanosamente las enaguas; las bujías mortales lanzan destellos. No crean que no es amor lo que lo lleva a hacerlo; sólo lo guía el amor.
No teme.
Una expresión de vulgar astucia le cruza el rostro. Del bolsillo posterior saca un par de enormes pinzas y, uno a uno, uno a uno a uno, le va sacando los dientes afilados, tal como hizo la comadrona.
Todos están en silencio, todos quietos.
Sin embargo, mientras blandía el último canino puntiagudo con una expresión de triunfo sobre la figura abatida e insensible con la convicción de haber exorcizado de demonios al deseo, su rostro Se volvió ceniciento y marchito y se sintió abrumado por la más desoladora de las angustias al escuchar el rumor de las ruedas allá fuera. El cochero llegó sin que nadie lo llamara; el espeluznante emisario de su aristocrático pariente, gritó imperioso: —¡Obertura y figurantes, por favor! —Ella le taponó la boca con una bola de trapo empapada en licor; desapareció velozmente entre un siseo de seda.
Al despertártelos demás le dijeron que estaba borracho; ¡pero su Virginia había dejado de respirar!
Después de desayunar un whisky barato, mientras se arreglaba ante el espejo, se le ocurrió de pronto que debía afeitarse el bigote para convertirse en otra persona, de modo que los fantasmas que lo perseguían sin cesar desde la muerte de su mujer ya no lo reconocieran y lo dejaran en paz. Pero, una vez afeitado, una estrella negra apareció en el espejo y se dio cuenta de que sus largos cabellos y su rostro agobiado por el dolor habían llegado a parecerse tanto a los de su amada desaparecida que quedó petrificado, con la navaja asesina en la mano.
Y mientras, fascinado, consternado, seguía contemplando en el espejo esos rasgos que le pertenecían y no le pertenecían a la vez, la punta de su calavera comenzó a agitarse como si tuviera un intenso ataque de convulsiones.
Feliz noche eterna, amado príncipe.
Temblaba como un telón de fondo a punto de ser relegado al olvido.
¡Luces!, gritó.
Ahora oscilaba, ¡qué horror! Comenzaba a desintegrarse.
¡Luces!, ¡más luces!, gritó, como el héroe de una tragedia jacobina cuando comienza la matanza, porque la estrella negra lo iba envolviendo.
En el momento preciso, el rayo láser de la República lo fulmina.
Sus cenizas se dispersan en el aire.
No hay comentarios:
Publicar un comentario