He caído en la maravillosa casa de
pensión. El edificio amenaza venirse abajo de un día para otro, pero el patio
está tan lleno de plantas, enredaderas y parras, palomas, pollos y pájaros, que
no cambiaría mi cuartujo con reja de hierro por todo el Pasaje Güemes. La
patrona es gorda, centrina y tuerta. Uno de sus chicos debe tener mal las
glándulas de secreción interna; otro es bisojo, en fin: es un caserón estupendo
que me recuerda al Arca de Noé. Es una antigua casa de Flores, y cuando se
nombra a Flores, hay que sacarse el sombrero porque es la más linda parroquia
de la capital. Lástima que han echado a perder la iglesia, pintándola y
poniéndole un pararrayos
dorado en la cabeza de un santo. Eso es un escándalo,
que si yo fuera arzobispo corregiría de inmediato.
No
nos vayamos por las ramas y al grano. En la maravillosa casa que se viene
abajo, además de las palomas, pollos, pájaros y otros bicharracos con plumas,
cuyo nombre zoológico ignoro, habitan dos perros que son exclusiva propiedad de
la patrona.
Un
perro se llama Chaplin y el otro se llama Guitarra. Chaplin y Guitarra no se
llevan bien, por lo que observo.
Chaplin
es perro mocito, con barbas en el hocico; barbas ralas todavía. Eso no le
impide ser bien educado. En cuanto me vio por primera vez, saltó a mi encuentro
ladrándome. La patrona le dijo un autoritario «¡Cucha Chaplin!», y Chaplin,
tratando de congraciarse conmigo, bajó la cabeza, me husmeó la punta de los
zapatos y meneó la cola.
En
su entendimiento de perro respetuoso de las leyes que rigen la vida de la
sociedad, se hizo nítido el concepto de que yo era un favorecedor de su ama, y
como a tal me miró y luego me agasajó, solidarizándose por completo con su
patrona, que me enumeraba todas las bellezas de una cama con pulgas y de un
sofá cubierto de tela dorada que es una maravillosa incubadora de pulgas. A
medida que la patrona se enternecía describiéndome su pulposo sofá, Chaplin
meneaba más y más intensamente la cola, como si quisiera darme a entender que
él, en su calidad de perro delicado, también había apreciado las condiciones de
melifluidad y blandura del sofá.
A la
noche, cuando fui a cenar, compareció Chaplin. Me miró, movió su cola a modo de
«buen provecho», y luego se escurrió para no ser inoportuno.
Al
día siguiente, cuando terminaba de almorzar, pasó Guitarra. Guitarra es
petizón, de color zaino, hocico ratonero. Me miró de reojo y siguió de largo.
«Vení Guitarra», le dije, pero como si no lo hubiera llamado. Volvió la cabeza
como para largar un tarascón, y se metió en el comedor.
«Mal
sujeto este perro», pensé, y sentándome en una hamaca, me quedé contemplando
beatíficamente las palomas metidas entre el verdor de las enredaderas.
Al
rato, grave y escurridizo, tornó a pasar Guitarra. Quería mirarme, pero no
demostrarme su deseo de que me observaba, y como quien no quiere la cosa dio un
rodeo frente a mi hamaca, mientras con el rabo del ojo me soslayaba broncoso.
Nuevamente, cordial, le dije:
—Vení,
Guitarra, vení.
Pero
como si lo hubiera insultado, o quisiera quitarle un hueso, dobló bruscamente
la cabeza y apresuró el movimiento de sus cortas patas.
No
habían transcurrido diez minutos, y ¡vuelta a pasar Guitarra! Esta vez, digno,
sin mirar. «¡Maldito perro! —pensé—. Se está haciendo el interesante». Y ya no
volví a decirle nada.
Creo
que debió ofenderle mi silencio, porque regresó pocos minutos después; dio un
rodeo más extenso que nunca al llegar al lugar donde yo me daba mi baño de sol,
y para que no quedara duda alguna de que él, Guitarra, me despreciaba
cordialmente, descubrió el belfo mostrando la brillante curvatura de los
dientes. Y yo me quedé pensando:
—He
aquí que Chaplin y Guitarra son dos temperamentos distintos. Chaplin es
cordial, respetuoso, amable. Chaplin, si fuera hombre, pertenecería a la
sociedad. Los Amigos del Arte o de la Ciudad; en cambio, Guitarra es pesimista.
Debe de haber recibido más de un puntapié de los pensionistas, y su
entendimiento de can con experiencia le ha enseñado a desconfiar de los hombres
y a mantenerse en una soledad agria, en un aislamiento que no transa ni con la
dulzura de las palomas, porque en cuanto una de estas se acerca a él, Guitarra,
súbitamente broncoso, le tira un mordisco, no sin cerciorarse previamente con
una rápida mirada si el patrón lo puede ver.
Guitarra
vive orgullosamente solo. Prescinde de afectos. Está en el caserón como si se
encontrara en la selva o en el destierro. Va y viene con independencia absoluta
mientras que Chaplin, fijándose cómo su amo convierte en liebre a un gato,
levanta la cabeza con los ojos lustrosos de cordialidad.
Y
mientras las palomas se arrullan entre las glicinas, y los pollos picoteaban la
tierra, me he quedado pensando que ni los perros son iguales, que cada bestia
tiene carácter distinto, tan distinto que de pronto, al ver que un pollo lo
echa a otro tan grande como él a picotazos, me pregunto:
—¿Por
qué ese pollo, aparentemente fuerte como el otro, ha huido de este que se queda
disfrutando solo un canterito de pasto? Si los pollos pudieran dividirse la
tierra, este pollo autoritario y cabrero y el otro… ¡vaya a saber lo que sería!
1 comentario:
Una joyita cada palabra encadenada en el relato. Es siempre un placer leer a Roberto Arlt.
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