Instituto Nazareth
Lengua y Literatura
Segundo año
Prof.
Guillermo Belziti
gbelziti@hotmail.com
gbelziti@hotmail.com
Contenido
¿POR QUÉ LEER? Harold Bloom
Las clases de hombres,
K.F. Chesterton
El sexo débil, Mario Vargas Llosa
Los inmigrantes, Horacio
Quiroga
Una luz en la ventana,
Truman Capote
El aliento del cielo,
Carson Mc Cullers
Donde estuviste de noche,
Clarise Lispector
Juguetes, Osvaldo Soriano
¿POR QUÉ LEER? Harold Bloom
Importa, si es que los individuos van a
retener alguna capacidad de formarse juicios y emitir opiniones propias, que
sigan leyendo por su cuenta. Qué lean y cómo —bien o mal— no puede depender
totalmente de ellos, pero el motivo (el por qué) debe ser el interés propio.
Uno puede leer meramente para pasar el rato o leer con manifiesta urgencia,
pero en definitiva siempre leerá contra el reloj. Acaso los lectores de la
Biblia, ésos que la recorren por sí mismos, ejemplifiquen la urgencia con mayor
claridad que los lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre
otras cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y
lamentablemente el cambio último es universal.
Me entrego a la lectura
como a una práctica solitaria más que como a una empresa educativa. El modo en
que leemos hoy, cuando estamos solos con nosotros mismos, guarda una
continuidad considerable con el pasado, cualquiera sea la vía adoptada en las
academias. Mi lector ideal (y héroe de toda la vida) es el Dr. Samuel Johnson,
que conocía y expresó tanto el poder como las limitaciones de la lectura
incesante. Ésta, como todas las actividades de la mente, debía satisfacer el
principal compromiso de Johnson, que era con «lo que tenemos cerca, aquello que
podemos usar». Sir Francis Bacon, que aportó algunas de las ideas que Johnson
llevó a la práctica, dio este célebre consejo: «No leáis para contradecir o
impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación
o discurso, sino para sopesar y reflexionar». A Bacon y Johnson yo añado un
tercer sabio de la lectura, Emerson, fiero enemigo de la historia y de todo
historicismo, quien señaló que los mejores libros «nos impresionan con la convicción
de que una naturaleza escribió y la misma naturaleza lee». Permítanme fundir a
Bacon, Jonson y Emerson en una fórmula de
cómo leer: encontrar, entre lo que está cerca, aquello que puede usarse para sopesar y reflexionar, y que se dirige a uno como si uno compartiera la naturaleza única, libre de la tiranía del tiempo. En términos pragmáticos esto significa: primero encuentra a Shakespeare, y deja que él te encuentre a ti. Si es queEl rey Lear te encuentra plenamente, sopesa la naturaleza que ambos compartís y reflexiona sobre ella; es proximidad contigo mismo. No me propongo con esto ser idealista, sino pragmático. Utilizar la tragedia como queja contra el patriarcado es falsificar los intereses propios primordiales, sobre todo en el caso de una mujer joven; lo que no es tan irónico como suena. Shakespeare, más que Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre generaciones, y más que ningún otro lo es sobre las diferencias entre mujeres y hombres. Ábrete a la lectura plena de El rey Lear y comprenderás mejor los orígenes de lo que crees que es el patriarcado.
cómo leer: encontrar, entre lo que está cerca, aquello que puede usarse para sopesar y reflexionar, y que se dirige a uno como si uno compartiera la naturaleza única, libre de la tiranía del tiempo. En términos pragmáticos esto significa: primero encuentra a Shakespeare, y deja que él te encuentre a ti. Si es queEl rey Lear te encuentra plenamente, sopesa la naturaleza que ambos compartís y reflexiona sobre ella; es proximidad contigo mismo. No me propongo con esto ser idealista, sino pragmático. Utilizar la tragedia como queja contra el patriarcado es falsificar los intereses propios primordiales, sobre todo en el caso de una mujer joven; lo que no es tan irónico como suena. Shakespeare, más que Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre generaciones, y más que ningún otro lo es sobre las diferencias entre mujeres y hombres. Ábrete a la lectura plena de El rey Lear y comprenderás mejor los orígenes de lo que crees que es el patriarcado.
En definitiva leemos —como concuerdan
Bacon, Johnson y Emerson— para fortalecer el sí-mismo (el self) y
averiguar cuáles son sus intereses auténticos. Al hecho de que experimentemos esos
momentos como placer puede deberse que los moralistas sociales, de Platón a
nuestros actuales puritanos de campus, siempre hayan reprobado los valores
estéticos. Sin duda los placeres de la lectura son más egoístas que sociales.
Uno no puede mejorar directamente la vida de nadie leyendo mejor o más
profundamente. Por tradición, la esperanza social siempre ha sido que el
crecimiento de la imaginación individual estimulara el cuidado por los otros.
Yo me mantengo escéptico respecto de la esperanza social, y tomo con gran
cautela cualquier argumento que vincule los placeres de la lectura solitaria al
bien público.
La pena de la lectura
profesional es que sólo raras veces uno recupera el placer de leer que conoció
en la juventud, cuando los libros eran un entusiasmo hazlittiano. La manera en
que leemos hoy depende en parte de nuestra distancia interior o exterior de las
universidades, donde la lectura apenas se enseña como placer, en cualquiera de
los sentidos profundos de la estética del placer. Abrirse a una confrontación
directa con Shakespeare en sus momentos más fuertes, por ejemplo enEl rey
Lear, nunca es un placer fácil, ni en la juventud ni en la vejez, y sin
embargo no leer El rey Lear plenamente (es decir, sin
expectativas ideológicas) es ser objeto de fraude cognoscitivo y estético. La
niñez pasada en gran medida mirando televisión se proyecta en una adolescencia
frente al ordenador, y la universidad recibe un estudiante difícilmente capaz
de acoger la sugerencia de que debemos soportar tanto el irnos de aquí como el
haber llegado: la madurez lo es todo. La lectura se desmorona, y en el mismo
proceso se hace trizas buena parte de la propia identidad. Todo esto es inmune
a los lamentos, y no hay promesas ni programas que lo remedien. Lo que ha de
hacerse sólo se puede llevar a cabo mediante alguna versión del elitismo, y,
por buenas y malas razones, en nuestra época esto es inaceptable. Todavía hay
en todas partes, aun en las universidades, lectores solitarios jóvenes y
viejos. Si existe en nuestra época una función de la crítica, será la de
dirigirse a la lectora y el lector solitarios, que leen por sí mismos y no por
los intereses que supuestamente los trascienden.
En la vida como en la literatura, el valor
está muy relacionado con lo idiosincrático, con los excesos por los cuales se
pone en marcha el sentido. No es casual que los historicistas —críticos
convencidos de que a todos nos sobredetermina la historia de la sociedad—
consideren los personajes literarios como signos en una página y nada más. Si
no tenemos un pensamiento que sea propio, Hamlet ni siquiera será un caso
clínico. Si se trata de restablecer la forma en que leemos hoy, paso ahora al
primer principio, un principio que me apropio del Dr. Johnson: Limpiate
la mente de jergas. El diccionario inglés dirá que «jerga» (cant),
en este sentido, es un lenguaje desbordante de perogrulladas piadosas, el
vocabulario peculiar de una secta o un aquelarre. Dado que las universidades
han potenciado expresiones como «género y sexualidad» o «multiculturalismo», la
admonición de Johnson se convierte en: «Limpiate la mente de jerga académica».
Una cultura universitaria donde la apreciación de la ropa interior victoriana
reemplaza la apreciación de Charles Dickens y Robert Browning parece la
extravagancia de un nuevo Nathanael West, pero es meramente la norma. Un
producto subsidiario de esta «poética cultural» es que no puede haber un nuevo
Nathanael West, pues ¿cómo podría semejante cultura académica alimentar la
parodia? Los poemas de nuestra tradición cultural han sido reemplazados por la
ropa interior que cubre el cuerpo de nuestra cultura. Los nuevos materialistas
nos dicen que han recobrado el cuerpo para el historicismo y afirman trabajar
en nombre del principio de realidad. La vida de la mente debe someterse a la
muerte del cuerpo; pero para esto poco se requieren los hurras de una secta
académica.
Limpiate la mente de jerga conduce al segundo principio del
restablecimiento de la lectura: No trates de mejorar a tu vecino ni tu
vecindario por las lecturas que eliges o cómo las lees. La superación
personal ya es un proyecto bastante considerable para la mente y el espíritu de
cada uno: no hay ética de la lectura. Hasta tanto haya purgado su ignorancia
primordial, la mente no debería salir de casa; las excursiones prematuras al
activismo tienen su encanto, pero consumen tiempo, y nunca habrá tiempo
suficiente para leer. Historizar, sea el pasado o el presente, es practicar una
especie de idolatría, una devoción obsesiva a las cosas en el tiempo. Leamos
entonces bajo esa luz interior que celebró John Milton y Emerson adoptó como
principio de lectura. Principio que bien puede ser el tercero de los
nuestros: El estudioso es una vela que encienden el amor y el deseo de
todos los hombres. Olvidando tal vez la fuente, Wallace Stevens escribió
maravillosas variaciones de esta metáfora; pero la frase emersoniana original
articula con mayor claridad el tercer principio de la lectura. No hay por qué
temer que la libertad del desarrollo como lector sea egoísta porque, si uno
llega a ser un verdadero lector, la respuesta a su labor lo ratificará como
iluminación de los otros. Cuando reflexiono sobre las cartas de desconocidos
que he recibido en los últimos siete u ocho años, en general me conmuevo tanto
que no puedo responder. Si tienen un páthos para mí, radica en
que a menudo trasuntan un ansia de estudios literarios canónicos que las
universidades desdeñan satisfacer. Emerson dijo que la sociedad no puede
prescindir de mujeres y hombres cultivados, y proféticamente agregó: «El hogar
del escritor no es la universidad sino el pueblo». Se refería a los escritores
fuertes, a los hombres y mujeres representativos; a los representantes de sí
mismos, y no a los parlamentarios, pues la política de Emerson era la del
espíritu.
La función —olvidada en gran medida— de
una educación universitaria quedó captada para siempre en «El estudioso
americano», discurso en el que, de los deberes del docto, Emerson dice: «Todos
deben estar comprendidos en la confianza en sí mismo». Yo tomo de Emerson mi
cuarto principio de la lectura: Para leer bien hay que ser un inventor.
A la «lectura creativa», en el sentido de Emerson, yo la llamé alguna vez «mala
lectura»[1], palabra que persuadió
a mis oponentes de que padecía de dislexia voluntaria. La ruina o el espacio en
blanco que ven ellos cuando miran un poema está en sus propios ojos. La
confianza en sí mismo no es una donación ni un atributo, sino el segundo
nacimiento de la mente, y no sobreviene sin años de lectura profunda. En
estética no hay patrones absolutos. Si alguien desea sostener que el
ascendiente de Shakespeare fue un producto del colonialismo, ¿quién se
molestará en refutarlo? Al cabo de cuatro siglos Shakespeare nos impregna más
que nunca; lo representarán en la estratosfera y en otros mundos, si se llega
hasta allí. No es una conspiración de la cultura occidental; contiene todos los
principios de la lectura y es mi piedra de toque a lo largo del libro. Borges
atribuyó el carácter universal de Shakespeare a su aparente falta de
personalidad, pero ese rasgo es más bien una gran metáfora de lo que hace
diferente a Shakespeare, que en última instancia es poder cognoscitivo como
tal. Con frecuencia, aunque no siempre sabiéndolo, leemos en busca de una mente
más original que la nuestra.
Como la ideología, sobre
todo en sus versiones más superficiales, es especialmente nociva para la
capacidad de captar y apreciar la ironía, sugiero que nuestro quinto principio
para el restablecimiento de la lectura sea la recuperación de lo
irónico. Pensemos en la inagotable ironía de Hamlet, que casi
invariablemente dice una cosa cuando quiere decir otra, ésta a menudo lo
opuesto de lo que está diciendo. Pero con este principio me acerco a la
desesperación, porque enseñarle a alguien a ser irónico es tan difícil como
instruirlo para que se haga solitario. Y sin embargo la pérdida de la ironía es
la muerte de la lectura y de lo que nuestras naturalezas tienen de civilizado.
Anduve de Tabla en Tabla
con paso lento y
prudente.
Sentía alrededor las
estrellas,
en torno a mis pies el
Mar.
Sabía que quizá la
siguiente
fuera la pisada final.
A mi precario paso
algunos
suelen llamarlo Experiencia.
Mujeres y hombres pueden
caminar de maneras diferentes, pero a menos que nos disciplinen todos tenemos
un paso en cierto modo individual. Difícilmente puede aprehenderse a Dickinson,
maestra del sublime precario, si uno está muerto para sus ironías. Aquí va
andando por el único sendero disponible, «de tabla en tabla»; irónicamente, no
obstante, la lenta cautela se yuxtapone a un titanismo que le hace sentir
«alrededor las estrellas», aunque tenga los pies casi en el mar. El hecho de
ignorar si el paso siguiente será la «pulgada final» le confiere ese «precario
Paso» al que no da nombre, aunque «algunos» lo llamen «Experiencia». Dickinson
había leído «Experiencia», el ensayo de Emerson —una pieza culminante, muy al
modo en que «De la experiencia» lo fuera para Montaigne— y su ironía es una
respuesta amable a la apertura de Emerson: «¿Dónde nos encontramos? En una
serie cuyos extremos desconocemos, y que para nuestra creencia no existen».
Para Dickinson el extremo es ignorar si el paso siguiente será la pulgada
final. «¡Si alguno de nosotros supiera qué estamos haciendo, o hacia dónde
vamos, sería mejor que lo pensáramos dos veces!» El consiguiente ensueño de
Emerson difiere del de Dickinson en temperamento o, como dice ella, en el paso.
En el ámbito de la experiencia de Emerson «todas las cosas nadan y destellan»,
y su ironía genial es muy diferente de la ironía de la precariedad de
Dickinson. Con todo, ninguno de los dos es un ideólogo, y en los poderes
rivales de sus respectivas ironías ambos perviven.
Al final del sendero de
la ironía perdida hay una pulgada última, más allá de la cual el valor
literario será irrecuperable. La ironía es sólo una metáfora, y es difícil que
la ironía de una edad literaria sea la de otra; no obstante, sin un
renacimiento del sentido irónico se habrá perdido más que lo que llamamos
«literatura imaginativa». Ya parece estar perdido Thomas Mann, irónico mayor de
los grandes escritores de este siglo. No dejan de aparecer nuevas biografías
suyas, casi siempre reseñadas sobre la base de su homoerotismo, como si la
única forma de rescatarlo para nuestro interés fuera certificar su condición de
homosexual, y darle así un lugar en los planes de estudio universitarios. Esto
no difiere mucho de estudiar a Shakespeare sobre todo por su aparente
bisexualidad, pero los caprichos del contrapuritanismo vigente parecen no tener
límite. Aunque las ironías de Shakespeare, es de esperar, son las más
abarcadoras y dialécticas de toda la literatura occidental, su arco emocional
es tan vasto e intenso que no siempre median entre nosotros y las pasiones de
los personajes. Por lo tanto Shakespeare sobrevivirá a nuestra era; perderemos
sus ironías y nos aferraremos a lo que quede de él. Pero en Thomas Mann cada
emoción, narrativa o dramática, está mediada por un esteticismo irónico;
enseñarMuerte en Venecia o Desorden y pena temprana a
los universitarios más habituales resulta casi imposible. Cuando los autores
son destruidos por la historia, con toda justicia calificamos sus obras como
«piezas de época»; pero cuando la ideología historizada nos los vuelve
inaccesibles, creo que topamos con un fenómeno diferente.
La ironía exige un
cierto nivel de atención y la habilidad de poder tener ideas antitéticas,
incluso cuando éstas chocan entre sí. Despojar a la lectura de ironía implica
la pérdida inmediata de toda disciplina y sorpresa. Busca todo aquello que te
es cercano, que pueda ser usado para sopesar y considerar, y muy probablemente
encontrarás ironía, incluso si muchos de tus profesores no saben qué es ni dónde
encontrarla. La ironía limpiará tu mente de la jerga de los ideólogos y te
ayudará a resplandecer como el estudioso de una vela.
Cuando uno anda por los setenta quiere tan
poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo no afloja la marcha. No sé si le
debemos a Dios o a la naturaleza una muerte, pero la naturaleza hará su cosecha
de todos modos y, por cierto, a la mediocridad no le debemos nada, cualquiera
sea la colectividad que pretende mejorar o al menos representar.
Debido a que por medio
siglo mi lector ideal ha sido el Dr. Samuel Johnson, paso a ocuparme de mi
pasaje favorito de su Prefacio a Shakespeare:
Éste es pues el mérito de Shakespeare, que su drama
sea el espejo de la vida; que aquél que ha enmarañado su imaginación siguiendo
los fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda curarse de sus éxtasis
delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, escenas que
permitirían a un ermitaño estimar las transacciones del mundo y a un confesor
predecir el curso de las pasiones.
Para leer sentimientos
humanos en lenguaje humano hay que ser capaz de leer humanamente, con toda el
alma. Tenga las convicciones que tenga, uno es más que una ideología; y
Shakespeare le dice algo a la parte de sí que cada cual lleve hasta él. En
otras palabras: Shakespeare nos lee más enteramente de lo que podemos leerlo a
él, aun después de habernos limpiado la cabeza de jergas. No ha habido antes ni
después de él otro escritor con semejante dominio de la perspectiva, ni que
desborde tanto cualquier contextualización que se imponga a sus obras. Johnson,
que percibió esto de modo admirable, nos incita a permitir que Shakespeare nos
cure de nuestros «éxtasis delirantes». Permítanme extender a Johnson
instándonos también a reconocer los fantasmas que exorcizará la lectura
profunda de Shakespeare. Uno de ellos es la muerte del autor; otro es la
afirmación de que el yo es una ficción; otro más, la opinión de que los
personajes literarios y dramáticos son signos en una página. Un cuarto
fantasma, el más pernicioso, es que el lenguaje piensa por nosotros.
De todos modos, al fin
el amor por Johnson y por la lectura me aparta de la polémica para llevarme a
la celebración de los muchos lectores solitarios que sigo encontrando, tanto en
el aula como en los mensajes que recibo. Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer,
Cervantes, Dickens, y todos sus pares porque amplían la vida, y más. En
términos pragmáticos, se han convertido en la bendición, ésta en el verdadero
sentido yahvístico de «más vida vertida en tiempo sin límites». Leemos en
profundidad por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no
podemos conocer a fondo suficientes personas; porque necesitamos conocernos
mejor; porque requerimos conocimiento, no sólo de nosotros mismos o de otros,
sino de cómo son las cosas. Sin embargo el motivo más fuerte y auténtico para
la lectura profunda del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer
difícil. Yo no patrocino precisamente una erótica-de-la-lectura, y pienso que
«dificultad placentera» es una definición plausible de lo sublime; pero la
búsqueda del lector sigue siendo un placer más alto. Hay un sublime del lector
que me parece la única trascendencia secular a nuestro alcance, si exceptuamos
esa trascendencia aún más precaria que llamamos «enamoramiento». Los exhorto a
descubrir aquello que les es realmente cercano y puede utilizarse para sopesar
y reflexionar. A leer profundamente, no para creer, no para contradecir, sino
para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee.
Las clases de hombres, K.F. Chesterton
Hablando
brutalmente hay tres clases de gente en este mundo. La primera clase de gente
es el Pueblo; posiblemente integra la clase más amplia y de más valor.
Debemos a esa
clase las sillas en las que nos sentamos, las ropas que vestimos, las casas que
habitamos; y verdaderamente (cuando llegamos a pensar en ello) probablemente
nosotros mismos pertenecemos a esa clase. La segunda clase se podría denominar
por conveniencia la de los Poetas; por lo general, son un mal para sus familias,
pero una bendición para la humanidad. La tercera clase es la de los Profesores
e Intelectuales, algunas veces descritos como la gente pensadora; y éstos son
un tizón y un objeto de desolación para sus familias y para la humanidad. Se
comprende que la clasificación exagera algunas veces, como todas las
clasificaciones. Algunas buenas personas son, por lo general, poetas, y algunos
malos poetas son, por lo general, profesores. Pero la división sigue la línea
de una verdadera hendidura psicológica. Yo no la ofrezco a la ligera. Ha sido
el fruto de más de diez y ocho minutos de examen y seria reflexión.
La clase que
se denomina Pueblo (a la que ustedes y yo con tanto orgullo nos sentimos
ligados) tiene ciertas casuales y, sin embargo, profundas presunciones, designadas
«lugares comunes», como la que se refiere a que los niños son encantadores, o
que el crepúsculo es triste y sentimental, o que un hombre luchando contra tres
es un hermoso espectáculo.
Ahora bien,
estos sentimientos no son imperfectos, ni siquiera son simples. El encanto de
los niños es muy sutil; hasta es complejo, al punto de ser casi contradictorio.
En su forma sencilla y entremezclada, es una consideración hilarante y una
consideración de desamparo.
El crepúsculo
engendra un sentimiento que hasta en la canción de salón más vulgar o en la más
baja pareja de amantes, puede llegar a ser un sentimiento sutil. Está
extrañamente balanceado entre la pena y el placer; también se lo podría
designar como un placer que proporciona pena. La arremetida de caballerosidad
por la que todos admiramos al hombre que lucha contra la desigualdad no es muy
fácil de definir por separado; significa muchas cosas: compasión, sorpresa
dramática, deseo de justicia, deleite de experimentar y lo indeterminado. Las
ideas del populacho son, en realidad, ideas muy sutiles; pero el populacho no
las expresa en forma sutil. De hecho, no las expresa de ninguna manera, excepto
en aquellas ocasiones (ahora solamente demasiado raras) en que se entregan a
insurrecciones o matanzas.
Ahora bien,
esto justifica, en otro sentido, el hecho insensato de la existencia de los
poetas. Poetas son aquellos que comparten esos sentimientos populares, y pueden
expresarles de tal manera que parecen ser las cosas extrañas y delicadas que en
realidad son. Los poetas hacen que sobresalga el humilde refinamiento del
populacho. Donde el hombre común oculta la emoción más original, diciendo:
«Excelente abuelo», Víctor Hugo habría escrito: «L’art detre grand-pére»;
cuando el agente de cambios diría bruscamente:«La tarde se está cerrando»,
mister Yeats escribiría: «En medio del crepúsculo»; donde el peón podría
únicamente refunfuñar algo respecto a lo de arrancar y de que es «una preciosa
caza», Homero nos mostrará al héroe harapiento desafiando a los príncipes en
sus propios festines. Los poetas elevan los sentimientos populares en un grado
más ardiente y espléndido; pero debemos recordar siempre que son guardianes de
los sentimientos populares. Ningún hombre pudo jamás escribir una buena poesía
para demostrar que la infancia era chocante, o que el crepúsculo era alegre y
burlesco, o que un hombre eradespreciable porque había cruzado su espada con
otros tres. Los individuos, que sostienen esto son los profesores o los
majaderos.
Son poetas
aquellos que se elevan sobre el pueblo entendiéndolo. En realidad muchos poetas
lo han escrito en prosa: por ejemplo, Rabeláis y Dickens. Los majaderos se
elevan sobre el pueblo rehusando comprenderlo diciendo que sus turbias y
extrañas preferencias son los prejuicios y las supersticiones. Los majaderos
hacen que el pueblo se sienta estúpido; los poetas hacen que el pueblo se
sienta más sabio de lo que jamás ha podido imaginar. Hay muchos elementos del
destino en esa situación. El más dispar de todos es la suerte de los dos factores
en la política práctica. Muy a menudo los poetas que abrazan y admiran al
pueblo son apedreados y crucificados. A los majaderos que desprecian al pueblo
se les regala muy a menudo tierras y se les corona. Por ejemplo en los Comunes
hay un respetable número de majaderos y comparativamente muy pocos poetas. Y de
ninguna manera encontramos allí al Pueblo.
Por poetas,
como ya hemos dicho, no me refiero de manera alguna a los individuos que
escriben poesías o cualquier otra cosa. Me refiero a los que teniendo cultura e
imaginación, las usan para comprender y compartir los sentimientos de sus
semejantes; en contraposición a aquellos que las utilizan para lo que ellos
denominan alcanzar un lugar más preponderante. Crudamente, los poetas difieren
del populacho por su sensibilidad; los profesores difieren del populacho por su
insensibilidad. No tienen fineza y sensibilidad suficientes, para simpatizar
con el populacho. Las únicas nociones que tienen consisten en contradecir
groseramente; tomar por el atajo, de acuerdo con su plan propio y presuntuoso;
para decirse a sí mismos, sobre cualquier cosa que digan los ignorantes, que
probablemente están equivocados. Olvidan que muy a menudo la ignorancia tiene
la exquisita intuición de la inocencia.
Pondré un
ejemplo que va a subrayar la línea del debate. Abran el primer periodico cómico
que encuentren y dejen que sus ojos se posen amorosos sobre el primer chiste
que se refiere a la suegra. Ahora bien, el chiste, por ser un chiste para el
populacho, será un chiste simple; la anciana señora será alta y robusta, y el
gallina del marido será pequeño y cobarde. Pero por todo esto,una suegra no es
una idea simple. Es una idea muy sutil. El problema no consiste en que ella sea
grande y arrogante; frecuentemente es pequeña y extraordinariamente hermosa. El
problema de la suegra consiste en que es como el crepúsculo: mitad una cosa y
mitad otra.
Ahora bien,
la verdad del crepúsculo, esa fina y hasta tierna perturbación, nos puede ser
transmitida tal como es únicamente por un poeta solamente que en este caso el
poeta deberá ser un novelista muy sincero y penetrante, como George Meredith, o
el señor H. G. Wells, cuya «Ana Verónica», justamente estoy ahora leyendo con
deleite. Creo lo que dicen los buenos poetas y novelistas por cuanto siguen el
maravilloso ovillo que les da «Recortes cómicos». Pero supongan que aparezca el
profesor, y supongan que diga (como seguramente lo hará), «La suegra es
meramente una conciudadana. Las consideraciones del sexo no deben
entremezclarse con la camaradería. Las consideraciones de la edad no deben
influir en el intelecto. La suegra es meramente Otra Mentalidad. Debemos
emanciparnos y librarnos de la jerarquía y de los grados de la tribu». Ahora
bien, cuando el profesor haya dicho esto (como lo hace siempre), yo le diré:
«Señor, es usted más burdo que los «Recortes cómicos». Usted es más vulgar y
más desatinado comparado con el artista más elefantino de café cantante. Es
usted más ciego y más espeso que el populacho. Estos vulgares tunantes han
logrado, finalmente, conseguir un matiz social y una verdadera distinción
mental, aunque sólo pueden expresarla torpemente. Pero usted es tan torpe que
no tiene ni de qué asirse. Si usted realmente no puede ver que la madre del
novio y la novia tienen algunas razones que las obligan a desconfiar, entonces
no es usted ni bien educado ni humano; no tiene usted simpatía hacia los
profundos y dudosos afectos del género humano. Mejor es exponer las
dificultades como lo hacen los seres vulgares que ser insolentemente inconsciente
de todas las dificultades.»
La misma
cuestión puede ser bastante bien considerada en el viejo proverbio que dice:
«Dos son una compañía y tres ninguna». Este proverbio es la verdad expuesta de
una manera popular; es decir, es la verdad expuesta equivocadamente.
Ciertamente no es verdad que tres no sean compañía. Tres son una espléndida
compañía; tres es el número ideal para la camaradería pura: como acontece en
los tres mosqueteros. Pero si usted rechaza todo el proverbio y se dice que dos
o tres es la misma clase de compañía; si no puede ver que tres es un abismo
mayor entre dos y tres que entre tres y tres millones, entonces siento tener
que decirle que pertenece a la tercera clase de seres humanos; que no tendrá
compañía, tanto si se trata de dos como de tres, y que deberá permanecer solo y
aullar en el desierto hasta la muerte.
El sexo débil, Mario Vargas Llosa
La foto que
tengo delante parece sacada de una película de horror. Muestra a seis
jovencitas de Bangladesh, dos de ellas todavía niñas, con las caras destrozadas
por el ácido sulfúrico. Una de ellas ha quedado ciega y oculta las cuencas
vaciadas de sus ojos tras unos anteojos oscuros. No quedaron convertidas en
espectros llagados por un accidente ocurrido en un laboratorio químico; son víctimas
de la crueldad, la imbecilidad, la ignorancia y el fanatismo conjugados.
Gracias a
organizaciones humanitarias han salido de su país y llegado a Valencia, donde,
en el hospital Aguas Vivas, serán operadas y tratadas. Pero, basta verles las
caras para saber que, no importa cuán notable sea lo que hagan por ellas
cirujanos y psicólogos, la vida de estas muchachas será siempre infinitamente
desgraciada. La doctora Luna Ahmend, de Dhaka, que las acompaña, explica que
rociar ácido sulfúrico en las caras de las mujeres bangladesíes es una
costumbre todavía difícil de erradicar en su país, donde se registran unos 250
casos cada año. Recurren a ella los maridos irritados por no haberles aportado
la novia la dote pactada, o los candidatos a maridos con quienes la novia
adquirida mediante negociación familiar se negó a casarse. El ácido sulfúrico
se lo procuran en las gasolineras. Los victimarios rara vez son detenidos; si
lo son, suelen ser absueltos gracias al soborno. Y, si son condenados, tampoco
es grave, pues la multa que paga un hombre por convertir en un monstruo a una
mujer es apenas de cuatro o cinco dólares. ¿Quién no estaría dispuesto a
sacrificar una suma tan módica por el delicioso placer de una venganza que,
además de desfigurar a la víctima, la estigmatiza socialmente? Esta historia
complementa bastante bien otra, que conocí anoche, por un programa de la
televisión británica sobre la circuncisión femenina. Es sabido que es una
práctica extendida en Africa, sobre todo en la población musulmana, aunque
también, a veces, entre cristianos y panteístas. Pero yo no sabía que se
practicaba en la civilizada Gran Bretaña, donde, quien maltrata a un perro o un
gato va a la cárcel. No así quien mutila a una jovencita, extirpándole o
cauterizándole el clítoris y cortándole los labios superiores de la vagina,
siempre que tenga un título de médico-cirujano. La operación cuesta cuarenta
libras esterlinas y es perfectamente legal, si se realiza a solicitud de los
padres de la niña. La razón de ser del programa era un proyecto de ley en el
Parlamento para criminalizar esta práctica.
¿Se aprobará?
Me lo pregunto, después de haber advertido la infinita cautela con que la
portavoz de las organizaciones de derechos humanos que promueven la
prohibición, presentaba sus argumentos. Parecía mucho más empeñada en no
ofender la susceptibilidad de las familias africanas y asiáticas residentes en
el Reino Unido que circuncidan a sus hijas, que en denunciar el salvajismo al
que se trata de poner fin. En cambio, quien discutía con ella, no tenía el
menor pudor ni escrúpulo en exigir que se respeten los derechos de las
comunidades africanas y asiáticas de Gran Bretaña a preservar sus costumbres,
aun cuando, como en este caso, colisionen con "los principios y valores de
la cultura occidental". Era una dirigente somalí, vestida con un
esplendoroso atuendo étnico —túnicas y velos multicolores—, que se expresaba
con desenvoltura, en impecable inglés. No cuestionó una sola de las pavorosas
estadísticas sobre la extensión y consecuencias de esta práctica en el
continente africano, compiladas por las Naciones Unidas y distintas
organizaciones humanitarias. Reconoció que millares de niñas mueren a causa de
infecciones provocadas por la bárbara operación, que llevan a cabo, casi
siempre, curanderos o brujos, sin tomar las menores precauciones higiénicas, y
que muchísimas otras adolescentes quedan profundamente traumatizadas por la
mutilación, que estropea para siempre su vida sexual.
Su inamovible
línea de defensa era la soberanía cultural. ¿Ha terminado ya la era del
colonialismo, sí o no? Y, si ha terminado, ¿por qué va a decidir el Occidente
arrogante e imperial lo que conviene o no conviene a las mujeres africanas? ¿No
tienen éstas derecho a decidir por sí mismas? En apoyo de su tesis, mostró una
encuesta hecha por las autoridades de Somalia, entre la población femenina del
país, preguntando si debía prohibirse la circuncisión de las niñas. El noventa
por ciento respondió que no. Explicó que una costumbre tan arraigada no debe
ser juzgada en abstracto, sino dentro del contexto particular de cada sociedad.
En Somalia, una muchacha que llega a la edad púber y conserva sus órganos
sexuales intactos es considerada una prostituta y jamás encontrará marido, de
modo que, lo haya sido antes o no, terminará de todas maneras prostituyéndose.
Si una gran mayoría de somalíes cree que la única manera de garantizar la
virtud y la austeridad sexual de las mujeres es circuncidando a las niñas, ¿por
qué tienen los países occidentales que interferir y tratar de imponer sus
propios criterios en materia de sexo y moralidad?
Es posible
que la ablación del clítoris y de los labios superiores de la vagina prive para
siempre a esas jóvenes de goce sexual. Pero ¿quién dice que el goce sexual sea
algo deseable y necesario para los seres humanos? Si una civilización religiosa
desprecia esa visión hedonista y sensual de la existencia, ¿por qué tendrían
las otras que combatirla? ¿Simplemente porque son más poderosas? Además, ¿no es
el goce sexual algo de la exclusiva incumbencia de la interesada y su marido?
Al final de su alegato, la beligerante ideóloga hizo una concesión. Dijo que en
Somalia se intenta ahora, mediante campañas publicitarias, persuadir a los
padres que, en vez de recurrir a practicantes y chamanes, lleven a sus hijas a
circuncidarse a los dispensarios y hospitales públicos. Así, habrá menos
muertes por infección en el futuro.
Lo fascinante
de esta exposición no era lo que la expositora decía, sino, más bien, su
absoluta ceguera para advertir que casi todos los testimonios del documental,
ilustrando los atroces corolarios de la circuncisión femenina, que rebatían de
manera flagrante su argumentación, no provenían de arrogantes colonialistas
europeas, sino de mujeres africanas y asiáticas, a quienes aquella operación
había afectado física y psicológicamente como las más sangrientas torturas a
ciertos perseguidos políticos. En el testimonio de todas ellas —de alto o de
escaso nivel cultural— había una dramática protesta contra la injusticia que
les fue infligida, cuando no podían defenderse, cuando ni siquiera imaginaban
que cabía, para las mujeres, una alternativa, una vida sin la mutilación
sexual. ¿Eran menos africanas que ella estas somalíes, sudanesas, egipcias,
libias, por haberse rebelado contra una salvaje manifestación de "cultura
africana" que malogró sus vidas?
El
multiculturalismo no es una doctrina que naciera en Africa, Asia ni América
Latina. Nació lejos del Tercer Mundo, en el corazón del Occidente más próspero
y civilizado, es decir, en las universidades de Estados Unidos y de Europa
Occidental, y sus tesis fueron desarrolladas por filósofos, sociólogos y
psicólogos a los que animaba una idea perfectamente generosa: la de que las
culturas pequeñas y primitivas debían ser respetadas, que ellas tenían tanto
derecho a la existencia como las grandes y modernas. Nunca pudieron sospechar
la perversa utilización que se llegaría a hacer de esa idealista doctrina.
Porque, si es cierto que todas las culturas tienen algo que enriquece a la
especie humana, y que la coexistencia multicultural es provechosa, de ello no
se desprende que todas las instituciones, costumbres y creencias de cada
cultura sean dignas de igual respeto y deban gozar, por su sola existencia, de
inmunidad moral. Todo es respetable en una cultura mientras no constituya una
violación flagrante de los derechos humanos, es decir de esa soberanía
individual que ninguna categoría colectivista —religión, nación, tradición—
puede arrollar sin revelarse como inhumana e inaceptable. Este es exactamente el
caso de esa tortura infligida a las niñas africanas que se llama la
circuncisión. Quien la defendía anoche con tanta convicción en la pantalla
pequeña no defendía la soberanía africana; defendía la barbarie, y con
argumentos puestos en su cerebro por los modernos colonialistas intelectuales
de su odiada cultura occidental.
Los inmigrantes, Horacio Quiroga
El hombre y
la mujer caminaban desde las cuatro de la mañana. El tiempo, descompuesto en
asfixiante calma de tormenta, tornaba aún más pesado el vaho nitroso del
estero. La lluvia cayó por fin, y durante una hora la pareja, calada hasta los
huesos, avanzó obstinadamente.
El agua cesó.
El hombre y la mujer se miraron entonces con angustiosa desesperanza.
—¿Tienes
fuerzas para caminar un rato aún? —dijo él—. Tal vez los alcancemos…
La mujer,
lívida y con profundas ojeras, sacudió la cabeza.
—Vamos
—repuso prosiguiendo el camino.
Pero al rato
se detuvo, cogiéndose crispada de una rama. El hombre, que iba delante, se
volvió al oír el gemido.
—¡No puedo
más!… —murmuró ella con la boca torcida y empapada en sudor—. ¡Ay, Dios mío!…
El hombre,
tras una larga mirada a su alrededor, se convenció de que nada podía hacer. Su
mujer estaba encinta. Entonces, sin saber dónde ponía los pies, alucinado de
excesiva fatalidad, el hombre cortó ramas, tendiolas en el suelo y acostó a su
mujer encima. Él se sentó a la cabecera, colocando sobre sus piernas la cabeza
de aquélla.
Pasó un
cuarto de hora en silencio. Luego la mujer se estremeció hondamente y fue
menester enseguida toda la fuerza maciza del hombre para contener aquel cuerpo
proyectado violentamente a todos lados por la eclampsia.
Pasado el
ataque, él quedó un rato aún sobre su mujer, cuyos brazos sujetaba en tierra
con las rodillas. Al fin se incorporó, alejose unos pasos vacilante, se dio un
puñetazo en la frente y tornó a colocar sobre sus piernas la cabeza de la
mujer, sumida ahora en profundo sopor.
Hubo otro
ataque de eclampsia, del cual la mujer salió más inerte. Al rato tuvo otro,
pero al concluir éste, la vida concluyó también.
El hombre lo
notó cuando aún estaba a horcajadas sobre su mujer, sumando todas sus fuerzas
para contener las convulsiones. Quedó aterrado, fijos los ojos en la bullente
espuma de la boca, cuyas burbujas sanguinolentas se iban ahora resumiendo en la
negra cavidad.
Sin saber lo
que hacía, le tocó la mandíbula con el dedo.
—¡Carlota!
—dijo con una voz blanca, que no tenía entonación alguna.
El sonido de
sus palabras lo volvieron a sí, e incorporándose entonces miró a todas partes
con ojos extraviados.
—Es demasiada
fatalidad —murmuró—. Es demasiada fatalidad… —murmuró otra vez, esforzándose
entretanto por precisar lo que había pasado.
Venían de
Europa, sí; eso no ofrecía duda; y habían dejado allá a su primogénito, de dos
años. Su mujer estaba encinta e iban a Makallé con otros compañeros… Habían
quedado retrasados y solos porque ella no podía caminar bien… Y en malas
condiciones, acaso… acaso su mujer hubiera podido encontrarse en peligro…
Y bruscamente
se volvió, mirando enloquecido:
—¡Muerta,
allí!…
Sentose de
nuevo, y volviendo a colocar la cabeza muerta de su mujer sobre sus muslos,
pensó cuatro horas en lo que haría.
No arribó a
pensar nada; pero cuando la tarde caía cargó a su mujer en los hombros y
emprendió el camino de vuelta.
Bordeaban
otra vez el estero. El pajonal se extendía sin fin en la noche plateada,
inmóvil y toda zumbante de mosquitos. El hombre, con la nuca doblada, caminó
con igual paso, hasta que su mujer cayó bruscamente de su espalda. Él quedó un
instante de pie, rígido, y se desplomó tras ella.
Cuando
despertó, el sol quemaba. Comió bananas de filodendro, aunque hubiese deseado
algo más nutritivo, puesto que antes de poder depositar en tierra sagrada el
cadáver de su esposa, debían pasar días aún.
Cargó otra
vez con el cadáver, pero sus fuerzas disminuían. Rodeándolo entonces con lianas
entretejidas, hizo un fardo con el cuerpo y avanzó así con menor fatiga.
Durante tres
días, descansando, siguiendo de nuevo, bajo el cielo blanco de calor, devorado
de noche por los insectos, el hombre caminó y caminó, sonambulizado de hambre,
envenenado de miasmas cadavéricas, toda su misión concentrada en una sola y
obstinada idea: arrancar al país hostil y salvaje el cuerpo adorado de su
mujer.
La mañana del
cuarto día viose obligado a detenerse, y apenas de tarde pudo continuar su
camino. Pero cuando el sol se hundía, un profundo escalofrío corrió por los
nervios agotados del hombre, y tendiendo entonces el cuerpo muerto en tierra,
se sentó a su lado.
La noche
había caído ya, y el monótono zumbido de mosquitos llenaba el aire solitario.
El hombre pudo haberlos sentido tejer su punzante red sobre su rostro; pero del
fondo de su médula helada los escalofríos montaban sin cesar.
La luna ocre
en su menguante había surgido por fin tras el estero. Las pajas altas y rígidas
brillaban hasta el confín en fúnebre mar amarillento. La fiebre perniciosa
subía ahora a escape.
El hombre
echó una ojeada a la horrible masa blanduzca que yacía a su lado, y cruzando
sus manos sobre las rodillas quedose mirando fijamente adelante, al estero
venenoso, en cuya lejanía el delirio dibujaba una aldea de Silesia a la cual él
y su mujer, Carlota Phoening, regresaban felices y ricos a buscar a su adorado
primogénito.
Una luz en la ventana, Truman Capote
Una
vez me invitaron a una boda; la novia sugirió que hiciera el viaje desde Nueva
York con una pareja de invitados, el señor y la señora Roberts, a quienes no
conocía. Era un frío día de abril, y en el viaje a Connecticut, los Roberts, un
matrimonio de cuarenta y pocos años, parecieron bastante agradables; no el tipo
de gente con los que uno quisiera pasar un largo fin de semana, pero tampoco
tremendos.
No
obstante, en la recepción nupcial se consumió gran cantidad de licor, y debo
decir que mis conductores ingirieron la tercera parte de ello. Fueron los
últimos en dejar la fiesta —aproximadamente, a las once de la noche—, y yo me
sentía muy reacio a acompañarlos; sabía que estaban borrachos, pero no me di
cuenta de lomucho que lo estaban. Habríamos recorrido unas veinte
millas, con el coche dando muchos virajes mientras el señor y la señora Roberts
se insultaban mutuamente en un lenguaje de lo más extraordinario
(efectivamente, parecía una escena sacada de ¿Quién teme a Virginia
Wolf?), cuando míster Roberts, de modo muy comprensible, torció
equivocadamente y se perdió en un oscuro camino comarcal. Seguí pidiéndoles, y
terminé rogándoles que pararan el coche y me dejaran bajar, pero estaban tan
absortos en sus invectivas que me ignoraron. Por fin, el coche paró por voluntad
propia (temporalmente), al darse una bofetada contra el costado de un árbol.
Aproveché la oportunidad para bajarme de un salto por la puerta trasera y
entrar corriendo en el bosque. En seguida partió el condenado vehículo,
dejándome solo en la helada oscuridad. Estoy convencido de que mis anfitriones
no descubrieron mi ausencia; Dios sabe que yo no les eché de menos a ellos.
Pero
no era un placer quedarse ahí, perdido en una fría noche de viento. Empecé a
andar, con la esperanza de llegar a una carretera. Caminé durante media hora
sin avistar casa alguna. Entonces, nada más salir del camino, vi una casita de
madera con un porche y una ventana alumbrada por una lámpara. De puntillas,
entré en el porche y me asomé a la ventana; una mujer mayor, de suave cabellera
blanca y cara redonda y agradable, estaba sentada ante una chimenea leyendo un
libro. Había un gato acurrucado en su regazo, y otros dormitaban a sus pies.
Llamé
a la puerta y, cuando la abrió, dije mientras me castañeteaban los dientes:
—Siento
molestarla, pero he tenido una especie de accidente; me pregunto si podría
utilizar su teléfono para llamar a un taxi.
—¡Oh,
vaya! —exclamó ella, sonriendo—. Me temo que no tenga teléfono. Soy demasiado
pobre. Pero pase, por favor. —Y al franquear yo la puerta y entrar en la
acogedora habitación, añadió—: ¡Válgame Dios! Está usted helado, muchacho.
¿Quiere que haga café? ¿Una taza de té? Tengo un poco de whisky que dejó mi
marido; murió hace seis años.
Dije
que un poco de whisky me vendría muy bien.
Mientras
ella iba a buscarlo, me calenté las manos en el fuego y eché un vistazo a la
habitación. Era un sitio alegre, ocupado por seis o siete gatos de especies
callejeras y de diversos colores. Miré el título del libro que la señora Kelly
—pues así se llamaba, como me enteré más tarde— estaba leyendo: eraEmma, de
Jane Austen, una de mis escritoras favoritas.
Cuando
la señora Kelly volvió con un vaso con hielo y una polvorienta media botella de
bourbon, dijo:
—Siéntese,
siéntese. No disfruto de compañía a menudo. Claro que estoy con mis gatos. En
cualquier caso, ¿se quedará a dormir? Tengo un precioso cuartito de huéspedes
que está esperando a uno desde hace muchísimo tiempo. Por la mañana podrá usted
caminar hasta la carretera y conseguir que lo lleven al pueblo, y allí
encontrará un garaje donde le arreglen el coche. Está a unas cinco millas.
Me
pregunté, en voz alta, cómo es que podía vivir de manera tan aislada, sin medio
de transporte y sin teléfono; me dijo que su buen amigo, el cartero, se ocupaba
de todo lo que ella necesitaba comprar.
—Albert.
¡Es realmente tan encantador y tan fiel! Pero se jubila el año que viene. No sé
lo que haré después. Aunque algo se presentará. Quizá un nuevo y amable
cartero. Dígame, ¿qué clase de accidente ha tenido usted exactamente?
Cuando
le expliqué la verdad del caso, me respondió, indignada:
—Hizo
usted exactamente lo que debía. Yo no pondría el pie en un coche con un hombre
que hubiera olido una copa de jerez. Así es como perdí a mi marido. Casados
durante cuarenta años, cuarenta felices años, y lo perdí porque un conductor
borracho lo atropello. Si no fuera por mis gatos…
Acarició
a una gata de color anaranjado que ronroneaba en su regazo.
Hablamos
ante el fuego hasta que se me cansaron los ojos. Hablamos de Jane Austen («Ah,
Jane. Mi tragedia es que he leído sus libros tan a menudo que me los sé de
memoria») y de otros autores admirados: Thoreau, Willa Cather, Dickens, Lewis
Carroll, Agatha Christie, Raymond Chandler, Hawthorne, Chejov, Maupassant. Era
una mujer de mente sana y variada; la inteligencia iluminaba sus ojos de color
de avellana, igual que la lamparita brillaba encima de la mesa, a su lado.
Hablamos de los crudos inviernos de Connecticut, de políticos, de lugares
lejanos («Nunca he estado en el extranjero, pero si alguna vez tengo
oportunidad, África sería el lugar a donde iría. A veces he soñado con ella,
las verdes colinas, el calor, las hermosas jirafas, los elefantes andando por
ahí»), de religión («Me educaron como católica, por supuesto, pero ahora, casi
siento decirlo, tengo una mentalidad abierta. Demasiadas lecturas, quizá»), de
horticultura («Cultivo y conservo todos mis verduras; por necesidad»).
Finalmente:
—Disculpe
mi cháchara. No puede figurarse el gran placer que me proporciona. Pero ya pasa
de su hora de acostarse. Y noto que es la mía.
Me
acompañó al piso de arriba y, tras estar cómodamente instalado en una cama de
matrimonio bajo un dichoso peso de bonitas colchas confeccionadas con trozos de
desecho, volvió y me dio las buenas noches, deseándome felices sueños. Me quedé
despierto, pensando en todo aquello. Qué experiencia tan extraordinaria: ser
una vieja que vive sola y apartada, que un desconocido llame a la puerta en
plena noche y no sólo abrirla, sino darle una cálida bienvenida, nacerle entrar
y ofrecerle albergue. Si nuestra situación hubiera estado invertida, dudo que
yo hubiera tenido valor para hacerlo, por no hablar de la generosidad.
A
la mañana siguiente me dio de desayunar en la cocina. Café, gachas de avena con
azúcar y leche condensada, pero me encontraba hambriento y me supo a gloria. La
cocina estaba más sucia que el resto de la casa; el fogón, un traqueteante
frigorífico, todo parecía al borde de la extinción. Todo salvo un objeto amplio
y en cierta forma moderno, un congelador encajado en un rincón de la
habitación.
Ella
estaba con su cháchara:
—Adoro
los pájaros. Me siento muy culpable por no echarles migas durante el invierno.
Pero no puedo tenerlos alrededor de la casa. Por los gatos. ¿Le gustan a usted
los gatos?
—Sí,
una vez tuve una gata siamesa llamada Toma. Vivió doce años y viajamos juntos a
todas partes. Por todo el mundo. Y cuando murió, no tuve corazón para buscarme
otro.
—Entonces,
quizás entienda usted esto —dijo, llevándome hacia el congelador y abriéndolo.
En el interior no había sino gatos: montones de gatos congelados, perfectamente
conservados, docenas de gatos. Aquello me produjo una extraña impresión—. Todos
mis viejos amigos. Que se han ido a descansar. Es que, sencillamente, no podía
soportar el hecho de perderlos. Completamente. -Se rió y
añadió—: Supongo que pensará que estoy un poco loca.
Un
poco loca. Sí, un poco loca, pensaba yo al andar bajo el cielo gris en
dirección a la carretera que ella me había indicado. Pero radiante: una lámpara
en una ventana.
El aliento del cielo, Carson Mc Cullers
Su
rostro joven y afilado examinó durante algún tiempo, con gesto insatisfecho, el
suave azul del cielo que orlaba el horizonte. Luego, con un estremecimiento de
la boca, abierta, descansó de nuevo la cabeza sobre la almohada, se inclinó el
jipijapa sobre los ojos y se quedó inmóvil sobre la tumbona de lona a rayas.
Sombras ajedrezadas se agitaban sobre la manta que cubría su delgado cuerpo. En
los arbustos de reina de los prados, que a poca distancia multiplicaban sus flores
blancas, se oía el zumbido de las abejas.
Constance
se adormiló por un momento. La despertó el olor asfixiante de la paja caliente
del sombrero y la voz de la señorita Whelan.
—Vamos.
Aquí tienes tu leche.
Del
aturdimiento provocado por el sueño surgió una pregunta que Constance no se
proponía hacer, sobre la que ni siquiera había estado pensando de manera
consciente. —¿Dónde está mi madre?
La
señorita Whelan sostenía la botella refulgente en sus manos regordetas. Al
verterla, la leche hizo una espuma blanca bajo la luz del sol y adornó el vaso
de escarcha cristalina. —¿Dónde...? —repitió Constance, dejando que la palabra
se deslizase con su escasa emisión de aliento.
—En
algún sitio con tus hermanos. Mick ha armado un alboroto esta mañana sobre
trajes de baño. Imagino que han ido al centro a comprarlos. ¡Qué alto hablaba!
Lo bastante alto para destrozar las frágiles floraciones de reina de los
prados, de manera que miles de diminutos pétalos caerían flotando, en un mágico
caleidoscopio de blancura. Blancura silenciosa. Para que ella sólo viera las
ramas desnudas, espinosas.
—Apuesto
a que tu madre se sorprende cuando te vea aquí fuera.
—No
—susurró Constance, sin saber la razón de su negativa.
—Yo
pensaría que sí. Tu primer día al aire libre y todo eso. Por mi parte, no
pensaba que fueras a convencer al médico para que te dejara salir. Sobre todo
después de lo mal que lo pasaste anoche.
Constance
miró fijamente la cara de la enfermera, la amplitud de su cuerpo vestido de
blanco, sus manos plácidamente cruzadas sobre el estómago. Y luego de nuevo su
cara, tan rosada y rolliza..., ¿por qué no le resultaban incómodos el peso y el
color brillante? ¿Por qué no se le caía a veces cansadamente sobre el pecho...?
El
odio hizo que le temblaran los labios y que su respiración se hiciera más
superficial, más agitada.
Al
cabo de un momento dijo:
—Si
puedo hacer casi quinientos kilómetros la semana que viene, todo el camino
hasta Mountain Heights, supongo que no me hará daño pasar un ratito en mi
propio jardín.
La
señorita Whelan movió una mano regordeta para apartarle a Constance el pelo de
la cara.
—Vamos,
vamos —dijo plácidamente—. El aire de allá arriba será la solución. No seas
impaciente. Después de una pleuresía has de tomártelo con calma y tener
cuidado.
Constance
apretó los dientes con fuerza. «No permitas que llore», pensó. «Por favor, no
permitas que esta mujer me vuelva a ver nunca cuando estoy llorando. No dejes
que me mire ni que me vuelva a tocar. Por favor, no. Nunca jamás.»
Cuando
la enfermera se alejó con toda su gordura a través del césped y volvió a entrar
en la casa, Constance se olvidó de llorar. Vio cómo una brisa alta hacía que
las hojas de los robles al otro lado de la calle se agitaran al sol con un
brillo plateado. Dejó que el vaso de leche le descansara sobre el pecho,
doblando la cabeza ligeramente para tomar un sorbo de cuando en cuando.
Al
aire libre otra vez. Bajo el cielo azul. Después de inhalar durante tantas
semanas, en febriles respiraciones mezquinas, las paredes amarillas de su
cuarto. Después de tener que contemplar el pesado pie de cama de su lecho,
sintiendo que se caía y le aplastaba el tórax. Cielo azul. Frescor azul que se
podía absorber hasta que toda ella estuviera empapada en su color. Miró hacia
lo alto hasta que una humedad caliente se le acumuló en los ojos.
Tan
pronto como se oyó el ruido del coche en el extremo de la calle, Constance
reconoció el resoplido del motor y volvió la cabeza hacia la franja de calzada
visible desde donde estaba. El automóvil pareció inclinarse peligrosamente en
el giro para entrar por la avenida de la casa y luego se detuvo ruidosamente
con una sacudida. El cristal de una de las ventanillas posteriores tenía una
grieta y lo habían remendado con una fea cinta adhesiva. Por encima asomaba la cabeza
de un perro policía, lengua palpitante, cabeza ladeada.
Mick
fue la primera en salir, acompañada del perro. —¡Mira, mamá! —exclamó con una
sana voz infantil que ascendió hasta convertirse casi en grito—. ¡Está fuera!
La
señora Lane pisó el césped y miró a su hija sin expresión, pero tensa. Aspiró a
fondo el cigarrillo que sostenía entre dedos nerviosos y lanzó al aire grises
jirones de humo que se retorcieron al sol.
—Vaya...
—empezó Constance con voz sin entonación.
—Hola,
forastera —dijo la señora Lane con crispada alegría—. ¿Quién te ha dejado
salir?
Mick
sujetaba al perro que tiraba de la correa. —¡Mira, mamá! King está tratando de
irse con ella. No se ha olvidado de Constance. ¿Ves? La conoce tan bien como a
cualquiera... ¿Verdad que sí? Quieto, King, quieto.
—No
grites tanto, Mick. Encierra a ese perro en el garaje. Detrás de su madre y de
Mick apareció Howard, su rostro de catorce años, lleno de granos, dominado por
la timidez.
—Hola,
Cons —murmuró después de una pausa de movimientos inconexos—. ¿Qué tal te
encuentras?
Verlos
a los tres, a la sombra de los robles, hizo, por alguna razón, que a Constance
se le acumulara el cansancio que no había sentido apenas desde que saliera al
jardín. Sobre todo Mick, que trataba de sujetar a King con sus robustas
piernecitas, aferrándose al cuerpo curvado del perro, que parecía dispuesto a
saltarle encima a ella en cualquier momento. —¿Ves, mamá? King...
La
señora Lane movió un hombro, nerviosa.
—Mick...
Howard, llévate a ese animal ahora mismo, y hazme caso, enciérralo en algún
sitio. —Sus manos esbeltas hicieron un gesto impreciso—. En este mismo
instante.
Los
niños miraron a Constance de reojo y atravesaron el césped en dirección al
porche delantero.
—Bien...
—dijo la señora Lane cuando se hubieron marchado—. ¿Te has liado la manta a la
cabeza y has salido?
—El
médico ha dicho que podía, por fin, y él y la señorita Whelan sacaron esa vieja
silla de ruedas del sótano y... me han ayudado.
Las
palabras, tantas de una sola vez, la fatigaron. Y cuando jadeó levemente para
recobrar el aliento, la tos empezó de nuevo. Se volvió hacia un lado, un
pañuelo de papel en la mano, y tosió hasta que el raquítico tallo de hierba en
el que había fijado los ojos se grabó indeleblemente, como las grietas en el
suelo junto a la cama, en su memoria. Cuando hubo terminado, metió el pañuelo
de papel en una caja de cartón junto a la tumbona y miró a su madre, de pie
junto al arbusto de reina de los prados, vuelta de espaldas, chamuscando las
flores distraídamente con la punta del cigarrillo.
Constance
dejó de mirar a su madre para contemplar el cielo azul. Le pareció que tenía
que decir algo.
—Me
gustaría fumarme un cigarrillo. —Pronunció las palabras despacio, acoplando las
sílabas a las dificultades de la respiración.
La
señora Lane se volvió. Su boca, cuyas comisuras temblaban ligeramente, se
dilató en una sonrisa demasiado alegre. —¡Eso sí que sería bonito! —Dejó caer
el pitillo en la hierba y lo aplastó con el tacón del zapato—. Creo que quizá
los suprima yo también durante una temporada. Tengo toda la boca llagada y como
peluda, como un gatito sarnoso.
Constance
rió débilmente. Cada risa era una pesada carga que la ayudaba a serenarse.
—Madre...
—Sí.
—El
médico quería verte esta mañana. Ha dicho que lo llames.
La
señora Lane rompió una ramita de reina de los prados y aplastó las flores con
los dedos.
—Entraré
en casa y hablaré con él. ¿Dónde está la señorita Whelan? ¿Todo lo que hace es
sacarte al césped y dejarte sola cuando yo me voy..., a merced de los perros
y...?
—No
digas eso, madre. Está en casa. Hoy es su tarde libre, acuérdate. —¿Hoy? Bueno,
todavía es por la mañana.
El
susurro salió fuera fácilmente acompañado por la respiración.
—Madre...
—Sí,
Constance. —¿Volverás luego? —Miró en otra dirección mientras lo decía; miró el
cielo, de un azul febril, ardiente.
—Si
tú quieres, saldré.
Constance
vio cómo su madre cruzaba el césped y tomaba el sendero de grava que llevaba a
la puerta principal. Caminaba tan a saltos como una marioneta. Cada tobillo
huesudo se lanzaba rígidamente delante del otro, los delgados brazos huesudos
se balanceaban rígidos, el delicado cuello inclinado hacia un lado.
Constance
miró de la leche al cielo y de nuevo a la leche.
—Madre
—dijeron sus labios, pero todo lo que se oyó fue un cansado suspiro.
Apenas
había empezado a beberse la leche. Dos manchas cremosas bajaban desde el borde
del vaso, una junto a otra. Había bebido, por tanto, cuatro veces. Dos en la
limpieza reluciente, dos más con un escalofrío y los ojos cerrados. Constance
giró el vaso un centímetro y dejó que sus labios se hundieran en una parte que
no estaba manchada. La leche se le deslizó fresca y soñolienta garganta abajo.
Cuando
la señora Lane regresó, se había puesto los guantes blancos para trabajar en el
jardín y llevaba unas ruidosas podaderas oxidadas. —¿Has telefoneado al doctor
Reece?
Las
comisuras de la boca de la interpelada se movieron infinitesimalmente como si
acabara de tragar.
—Sí.
—¿Y...?
—Piensa
que lo mejor es... no retrasar la marcha demasiado. Tanto esperar... Cuanto
antes te instales, mejor será. —¿Cuándo, entonces? —Sintió que le temblaba el
pulso en las puntas de los dedos como una abeja en una flor; que vibraba sobre
el cristal frío. —¿Qué te parece pasado mañana?
Notó
que su respiración se acortaba hasta convertirse en jadeos calientes, ahogados.
Asintió con la cabeza.
Desde
la casa llegó el sonido de las voces de Mick y de Howard. Parecían discutir
sobre los cinturones de sus trajes de baño. Las palabras de Mick se
transformaron en un grito. Y luego los ruidos se calmaron.
Por
eso lloraba casi. Pensaba en el agua, en mirar sus grandes remolinos color de
jade, en sentir su frescor en sus extremidades sudorosas, en atravesarla con
largas brazadas sin esfuerzo. Agua fresca, del color del cielo. —¡Me siento tan
sucia...!
La
señora Lane inmovilizó las podaderas. Sus cejas se alzaron temblorosas sobre
las blancas floraciones que sostenía. —¿Sucia?
—Sí,
sí. No me he metido en una bañera desde... hace tres meses. Estoy harta de que
sólo se me pase una esponja..., y con tacañería...
Su
madre se agachó para recoger del césped el envoltorio de un dulce, lo miró
desconcertada durante un momento y después lo dejó caer de nuevo en el césped.
—Quiero
ir a nadar..., sentir la frialdad del agua. No es justo..., no es justo que no pueda.
—Calla
—dijo la señora Lane con un susurro malhumorado—. Calla, Constance. Es absurdo
que te preocupes por tonterías.
—Y
mi pelo... —Se llevó la mano al nudo grasiento que le sobresalía en la nuca—.
No lo he lavado con agua desde... hace meses..., pelo asqueroso que va a acabar
por volverme loca. No me importa soportar la pleuresía y los drenajes y la
tuberculosis, pero...
La
señora Lane apretaba tanto las flores que tenía en la mano que se doblaron sin
fuerza unas sobre otras como avergonzadas.
—Calla
—repitió con voz apagada—. No hace ninguna falta que te pongas así.
El
cielo ardía brillante: llamas azul azabache. Asfixiante y asesino para el aire.
—Quizá
si me lo cortara...
Las
podaderas se cerraron despacio.
—Escucha,
si quieres que lo haga..., supongo que te lo podría cortar. ¿De verdad lo
quieres corto?
Constance
torció la cabeza y alzó con dificultad una mano para tirar de las horquillas de
bronce.
—Sí,
muy corto. Quítamelo todo.
Frío
y húmedo, el pesado pelo castaño, una vez suelto, colgaba muchos centímetros
por debajo de la almohada. Vacilante, la señora Lane se inclinó y se apoderó de
un mechón. Las hojas de la podadera, con un brillo cegador bajo el sol,
empezaron a cortarlo despacio.
Mick
apareció de repente por detrás de los arbustos de reina de los prados. Sin otra
ropa que el pantalón de baño, brillaba al sol su rollizo tórax de un blanco
sedoso. Inmediatamente por encima del redondo estómago de niña se dibujaban dos
pequeños michelines. —¡Mamá! ¿Se lo estás cortando tú?
La
señora Lane, con gesto crispado, se quedó mirando el pelo que tenía en la mano.
—Buen
trabajo —dijo alegremente—. Sin trasquilones en torno al cuello, espero.
—No
—dijo Constance, mirando a su hermana pequeña. La niña extendió una mano
abierta.
—Dámelo,
mamá. Me servirá para rellenar un precioso almohadoncito para King. Puedo...
—No
se te ocurra dejarle que toque esa porquería —dijo Constance sin abrir apenas
la boca. Con una mano se revisó los tiesos mechones sueltos en torno al cuello
y luego se recostó cansadamente y se puso a arrancar césped.
La
señora Lane se agachó, retiró las flores blancas del periódico donde las había
colocado, envolvió el pelo y dejó el bulto en el suelo, detrás de la tumbona de
la enferma.
—Me
lo llevaré cuando entre...
Las
abejas zumbaban sobre la cálida quietud. La sombra se había espesado y las
manchas oscuras que antes se agitaban junto a los robles estaban inmóviles ya.
Constance se bajó la manta de viaje hasta las rodillas. —¿Le has dicho a papá
que me voy a ir tan pronto?
—Sí,
le he telefoneado. —¿A Mountain Heights? —preguntó Mick, mientras se sostenía
en equilibrio, primero con una pierna desnuda y luego con la otra.
—Sí,
Mick.
—Mamá,
¿no es ahí donde fuisteis a ver al tío Charlie?
—Sí.
—¿No nos mandó desde ahí unos dulces de cacto, hace ya mucho tiempo?
Arrugas,
delgadas y grises como una tela de araña, se extendieron por la piel pálida en
torno a la boca y los ojos de la señora Lane.
—No,
Mick. Mountain Heights está sólo al otro lado de Atlanta. Aquello era en
Arizona.
—Tenían
un gusto muy raro —comentó Mick.
La
señora Lane empezó de nuevo a cortar las flores con apresurados tijeretazos.
—Me...
me parece que oigo aullar a ese perro vuestro en algún sitio. Ve a ocuparte de
él, anda, Mick.
—No
oyes a King, mamá. Howard le está enseñando a dar la mano en el porche de
atrás. No me obligues a irme, por favor. —Se cubrió con las manos la suave
redondez del estómago—. ¡Mira! No has dicho nada sobre mi traje de baño.
¿Verdad que me sienta bien, Constance?
La
enferma miró los ansiosos músculos flexionados de la niña que tenía delante y
luego volvió a mirar al cielo. Dos palabras se le formaron, inaudibles, en los
labios. —¡Vaya! Tengo que darme prisa y entrar. ¿Sabéis que nos están haciendo
caminar por una especie de zanja para que este año no nos duelan los dedos de
los pies? ¿Y que han instalado un tobogán nuevo?
—Obedéceme
ahora mismo, Mick, y entra en casa.
La
niña miró a su madre y echó a andar atravesando el césped. Al alcanzar el
sendero que llevaba hasta la puerta hizo una pausa y, protegiéndose de la luz
del sol con la mano, se volvió para mirarlas. —¿Nos iremos pronto? —preguntó,
más contenida.
—Sí;
coge tus toallas y estáte preparada.
Durante
varios minutos ni la madre ni la hija dijeron nada. La señora Lane se movía
espasmódicamente de los arbustos de reina de los prados a las flores de
brillantes colores que bordeaban la entrada para vehículos, asestando
precipitados tijeretazos a los capullos, mientras las sombras oscuras de sus
pies la perseguían con la rechonchez característica del mediodía. Constance la
vigilaba con ojos medio cerrados por el resol, con las huesudas manos sobre la
dinamo retumbante y llena de burbujas que era su pecho. Finalmente, dio forma a
las palabras con sus labios y las dejó salir: —¿Voy a ir allí arriba yo sola?
—Por
supuesto, cariño. Te subiremos a una bicicleta y te daremos un empujón...
Constance
aplastó con la lengua una cadena de flemas para no tener que escupirla y pensó
en repetir la pregunta.
No
había más flores que se pudieran cortar. La madre miró de reojo a su hija por
encima del ramo que abrazaba, mientras su mano de venas azules cambiaba de
posición sobre los tallos.
—Escucha,
Constance... El club de jardinería tiene hoy una celebración de algún tipo.
Todo el mundo se reúne a almorzar en el club y luego van a ir al jardín de
alguien, uno que tiene rocas y plantas alpinas. He pensado que si me llevo a
tus hermanos pequeños..., ¿no te importa que vaya, verdad que no?
—No
—dijo Constance al cabo de un momento.
—La
señorita Whelan ha prometido quedarse. Mañana quizá...
Constance
pensaba todavía en la pregunta que tenía que repetir, pero las palabras se le
pegaban a la garganta como pegajosas bolitas de mucosidad y le pareció que si
trataba de expulsarlas, lloraría.
Lo
que dijo en cambio, sin motivo especial, fue:
—Preciosas.
—¿Verdad que sí? En especial la reina de los prados, tan grácil y blanca.
—Ni
siquiera sabía que hubieran empezado a florecer hasta que he salido. —¿No lo
sabías? Te puse algunas en un jarrón la semana pasada.
—En
un jarrón... —murmuró Constance.
—De
noche, sobre todo. Es el momento de verlas. Anoche me quedé junto a la
ventana..., y estaban iluminadas por la luna. Ya sabes lo blancas que están las
flores a la luz de la luna...
De
repente Constance alzó sus ojos brillantes hasta los de su madre.
—Te
oí —dijo, medio acusadoramente—. En el vestíbulo, arriba y abajo. Tarde. En el
cuarto de estar. Y me pareció que oía abrirse y cerrarse la puerta de la calle.
Y una vez cuando estaba tosiendo miré por la ventana y me pareció ver un
vestido blanco de aquí para allá por el césped como un fantasma..., como un...
—¡Calla! —dijo su madre con una voz tan llena de aristas como un cristal
astillado—. Calla.
Hablar
es tan... agotador.
Era
el momento de la pregunta, como si su garganta se hubiera hinchado con sus
sílabas ya maduras. —¿Voy a ir sola a Mountain Heights, o con la señorita
Whelan, o...?
—Voy
a ir yo contigo. Te llevaré en el tren. Y me quedaré unos días hasta que te
encuentres a gusto.
Su
madre estaba de espaldas al sol, y detenía en parte el resplandor, de manera
que pudo mirarla a los ojos. Eran del color del cielo con el frescor de la
mañana. Ahora la miraban con una extraña quietud, una placidez vacía. Azules
como el cielo antes de que el sol lo haya quemado hasta un fulgor gaseoso.
Constance la miró con los labios separados, temblorosos, escuchando el ruido
que le hacía la respiración.
—Madre...
El
final de la palabra quedó ahogado por el primer estallido de tos. Se inclinó
hacia un lado de la tumbona, sintiendo los golpes en el pecho como mazazos
surgidos de algún lugar desconocido en su interior. Llegaron, uno tras otro,
con idéntica fuerza. Y cuando se liberó del último, siempre en sordina, estaba
tan cansada que se recostó con entregada flacidez sobre el brazo de la tumbona,
preguntándose si tendría alguna vez la fuerza suficiente para alzar la cabeza y
superar el mareo que sentía.
Durante
el minuto de jadeos que siguió, los ojos que aún tenía delante se dilataron
hasta cubrir la inmensidad del cielo. Constance miró, respiró, y se esforzó por
mirar de nuevo.
La
señora Lane se había dado la vuelta. Pero al cabo de un momento su voz resonó,
amargamente llena de vida.
—Hasta
luego, corazón... Me marcho ya. La señorita Whelan saldrá dentro de un minuto y
será mejor que entres en seguida en casa. Adiós...
Mientras
cruzaba el césped, Constance creyó advertir que un leve estremecimiento sacudía
los hombros de su madre: un movimiento tan perceptible como el de una copa de
cristal a la que se golpea con demasiada fuerza.
La
señorita Whelan se mantuvo plácidamente en su línea de visión cuando se
marchaban su madre y sus hermanos. Sólo llegó a vislumbrar los cuerpos medio
desnudos de Howard y de Mick y las toallas con que mutuamente se azotaban
alegremente el trasero. Y a King, la boca jadeante asomada por encima del
cristal astillado de la ventanilla del coche con su deprimente cinta adhesiva.
Pero oyó perfectamente la excesiva aceleración del motor, la violenta protesta
de la caja de cambios al salir el coche marcha atrás desde el garaje. E incluso
después de que el último sonido del motor se difuminara en el silencio, era
como si todavía pudiera ver el blanco rostro de su madre, siempre tenso,
inclinado sobre el volante... —¿Qué sucede? —preguntó, apacible, la enfermera—.
Confío en que no te duela otra vez el costado.
Constance
agitó dos veces la cabeza sobre la almohada.
—Ya
verás. Una vez que ya estés dentro de casa te encontrarás perfectamente.
Sus
manos, tan flácidas y descoloridas como sebo, descendieron sobre la caliente
humedad que le corría por las mejillas. Y Constance nadó sin respirar en un
azul tan amplio e indiferente como el del cielo.
Donde estuviste de noche, Clarise Lispector
Las
historias no tienen desperdicio.
ALBERTO
DIÑES
Lo
desconocido envicia.
FUAZI
ARAP
Sentado
en el sofá con la boca llena de dientes, esperando la muerte.
RAÚL
SEIXAS
Lo
que voy a anunciar es tan nuevo que sospecho todos los hombres se convertirán
en mis enemigos, a tal punto se enraizan en el mundo los prejuicios y las
doctrinas, una vez aceptadas.
WILLIAM
HARVEY
La
noche era una posibilidad excepcional. En plena noche cerrada de un verano
tórrido un gallo soltó su grito fuera de hora y una sola vez para anunciar el
inicio de la subida por la montaña. La multitud, abajo, aguardaba en silencio.
Él-ella
ya estaba presente en lo alto de la montaña, y Ella-él estaba personalizada en
él y él estaba personalizado en ella. La mezcla andrógina creaba un ser tan
terriblemente bello, tan horrorosamente sorprendente que los participantes no
podían mirarlo de una sola vez: así como una persona va poco a poco
habituándose a la oscuridad y lentamente discierne. Lentamente discernían a
Ella-él y cuando Él-ella se les aparecía con una claridad que emanaba de
Ella-él, los paralizados por la belleza iban a decir: «¡Ah, ah!». Era una
exclamación que estaba permitida en el silencio de la noche. Miraban la
asustadora belleza y su peligro. Pero ellos habían venido exactamente para
sufrir el peligro.
Los
pantanos se elevaban. Una estrella de enorme densidad los guiaba. Ellos eran el
revés del Bien. Subían la montaña mezclando hombres, mujeres, duendes, gnomos y
enanos, como dioses extintos. La campana de oro sonaba por los suicidas. Fuera
de la estrella grande, ninguna estrella. Y no había mar. Lo que había desde lo
alto de la montaña era oscuridad. Soplaba un viento noroeste. ¿Él-ella era un
farol? La adoración de los malditos comenzaba.
Los
hombres coleaban en el suelo como gruesos y blandos gusanos: subían. Lo
arriesgaban todo, ya que fatalmente un día iban a morir, tal vez dentro de dos
meses, tal vez siete años: quizás fuera esto lo que Él-ella pensaba dentro de
ellos.
Mira
al gato. Mira lo que el gato vio. Mira lo que el gato pensó. Mira lo que era.
En fin, en fin, no había símbolo, la «cosa» era. La cosa orgiástica. Los que
subían estaban al borde de la verdad. Nabucodonosor. Ellos parecían veinte
nabucodonosores. Y en la noche se desquitaban. Ellos están esperándonos. Era
una ausencia, el viaje fuera del tiempo.
Un
perro daba carcajadas en la oscuridad. «Tengo miedo», dijo la niña. «¿Miedo de
qué?», preguntó la madre. «De mi perro.» «Pero si tú no tienes perro.» «Tengo,
sí.» Pero después la niñita también carcajeó llorando, mezclando lágrimas de
risa y de espanto.
Al
fin llegaron, los malditos. Y miraban a aquella eterna Viuda, la gran Solitaria
que fascinaba a todos, y los hombres y las mujeres no podían resistir y querían
aproximarse a ella para amarla muriendo, pero ella con un gesto los mantenía a
todos a distancia. Ellos querían amarla con un amor extraño que vibra en la
muerte. No se inquietaban por amarla muriendo. El manto de Ella-él era de
sufrido color rosa. Pero las mercenarias del sexo en festín intentaban imitarla
en vano.
¿Qué
hora sería? Nadie podía vivir en el tiempo, el tiempo era indirecto y por su
propia naturaleza siempre inalcanzable. Ellos ya estaban con las articulaciones
hinchadas, los dolores roncaban en los estómagos llenos de tierra y con los
labios inflamados y hendidos subían la colina. Las tinieblas eran de un sonido
bajo y oscuro como la nota más oscura de un violoncelo. Llegaron. El
Mal-Aventurado, o Él-ella, frente a la adoración de los reyes y vasallos,
brillaba como una iluminada águila gigantesca. El silencio pululaba de
respiraciones ansiosas. La visión era de bocas entreabiertas por la sensualidad
que casi los paralizaba de tan gruesa. Ellos se sentían a salvo del Gran Tedio.
La
colina era de chatarra. Cuando Ella-él se detenía un instante, los hombres y
mujeres, entregados a ellos mismos por un momento, decíanse asustados: yo no sé
pensar. Pero Él-ella pensaba dentro de ellos.
Un
mensajero mudo de clarinete agudo anunciaba la noticia. ¿Qué noticia? ¿La de la
bestialidad? Quizá lo que ocurría era lo siguiente: a partir del mensajero cada
uno de ellos comenzó a «sentirse», a sentirse a sí mismo. Y no había represión:
¡libres!
Entonces
ellos comenzaron a balbucear para adentro, porque Ella-él era cáustica y no
quería que se perturbaran los unos a los otros en su lenta metamorfosis. «Soy
Jesús, soy judío», gritaba en silencio el judío pobre. Los anales de astronomía
nunca registraron nada como este espectacular cometa, recientemente
descubierto, su cola vaporosa se arrastrará durante millones de quilómetros en
el espacio. Sin hablar del tiempo.
Un
enano jorobado daba saltos como un sapo, de una encrucijada a otra (el lugar
era de encrucijadas). De repente las estrellas aparecieron, y eran brillantes y
diamantes en el cielo oscuro. Y el enano giboso daba saltos, los más altos que
conseguía para alcanzar los brillantes que su codicia despertaba. ¡Cristales!
¡Cristales!, gritó él, con pensamientos que eran saltarines como los brincos.
La
latencia pulsaba leve, ritmada, ininterrumpida. Todos eran todo en latencia.
«No hay crimen que no hayamos cometido con el pensamiento»: Goethe. Una nueva y
no auténtica historia brasileña era escrita en el extranjero. Además, los
investigadores nacionales se quejaban de la falta de recursos para el trabajo.
La
montaña era de origen volcánico. Y de repente el mar: la rabiosa rebeldía del
Atlántico henchía sus oídos. Y el olor salado del mar los fecundaba y los
multiplicaba en monstruitos.
¿El
cuerpo humano puede volar? La levitación. Santa Teresa de Ávila: «Parecía que
una gran fuerza me elevaba en el aire. Eso me provocaba un gran miedo». El
enano levitaba por segundos, pero le gustaba y no tenía miedo.
—¿Cómo
se llama? —dijo mudo el chico—. Para poder llamarla, para poder llamarla la
vida entera. Yo gritaré su nombre.
—Yo
no tengo nombre allá abajo. Aquí, tengo el nombre de Xantipa.
—¡Ah!
¡Quiero gritar Xantipa! ¡Xantipa!
Mire,
estoy gritando hacia adentro. ¿Y cuál es su nombre durante el día?
—Me
parece que es..., es... Creo que María Luisa.
Y
se estremeció como un caballo se eriza. Cayó exangüe en el suelo. Nadie
asesinaba a nadie porque ya estaban asesinados. Nadie quería morir y nadie
moría.
En
cuanto a eso, delicada, delicada, Él-ella usaba un timbre. El color del timbre.
Porque yo quiero vivir en abundancia y traicionaría al mejor amigo a cambio de
más vida de la que se puede tener. Esa búsqueda, esa ambición. Ya despreciaba
los preceptos de los sabios que aconsejan la moderación y la pobreza del alma;
la simplificación del alma, según mi propia experiencia, era la santa
inocencia. Pero yo luchaba contra la tentación.
Sí.
Sí: caer hasta la abyección. Ésa era la ambición de ellos. El sonido era el
mensajero del silencio. Porque nadie podía dejarse poseer por
Aquel-aquella-sin-nombre.
Ellos
querían gozar de lo prohibido. Querían elogiar la vida y no querían el dolor
que es necesario para vivir, para sentir y para amar. Ellos querían sentir la
inmortalidad aterradora. Pues lo prohibido es siempre lo mejor. Al mismo
tiempo, ellos no se preocupaban ante la posibilidad de caer en el enorme
agujero de la muerte. Y la vida sólo les era preciosa cuando gritaban y gemían.
Sentir la fuerza del odio era lo que más querían. Yo me llamo pueblo, pensaban.
—¿Qué
hago para ser un héroe? Porque en los templos sólo hay héroes.
Y
en el silencio, de pronto su grito agudo, no se sabía si de amor o de mortal,
el héroe oliendo a mirra, a incienso y a benjuí.
Él-ella
cubría su desnudez con un manto bonito, pero parecido a una mortaja, mortaja
púrpura, color bermejo-catedral. En noches sin luna Ella-él se transformaba en
coruja. Comerás a tu hermano, dijo ella en el pensamiento de los otros, y en la
hora salvaje habrá un eclipse de sol.
Para
no traicionarse, ellos ignoraban que hoy era ayer y habría mañana. Soplaba en
el aire una transparencia como ningún hombre había respirado antes. Pero ellos
esparcían pimienta en polvo en los propios órganos genitales y se
contorsionaban de ardor. Y de repente el odio. Ellos no se mataban los unos a
los otros, pero sentían tan implacable odio que era como dardo lanzado al
cuerpo. Y se regocijaban, enloquecidos por lo que sentían. El odio era un
vómito que los libraba del vómito mayor, el vómito del alma.
Él-ella
con las siete notas musicales conseguía el aullido. Así como con las mismas
siete notas podría crear música sacra. Ellos oían dentro de ellos mismos el
do-re-mi-fa-sol-la-si, el si suave y agudísimo. Ellos eran independientes y
soberanos, a pesar de estar guiados por Él-ella. Rugiendo la muerte en los
poros oscuros. Fuego, grito, color, vicio, cruz. Estoy vigilante en el mundo:
de noche vivo y de día duermo, huyo. Yo, como olfato de perro, orgiástico.
En
cuanto a ellos, cumplían los rituales que los fieles ejecutan sin entender los
misterios. El ceremonial. Con un gesto leve Ella-él tocó a una niña
fulminándola y todos dijeron: amén. La madre dio un aullido de lobo: estaba
muerta, ella también.
Pero
era para tener supersensaciones que se iba hasta allí. Y era una sensación tan
secreta y tan profunda que el júbilo centelleaba en el aire. Ellos querían la
fuerza superior que reina en el mundo a través de los siglos. ¿Tenían miedo?
Nada sustituía la riqueza del silencioso pavor. Tener miedo era la maldita
gloria de la oscuridad, silente como la Luna.
Poco
a poco se habituaban a la oscuridad y a la Luna, antes escondida, muy redonda y
pálida, que les suavizaba la subida. Era oscuro cuando uno por uno subían «la
montaña», como llamaban a la colina un poco más elevada. Se apoyaban en el
suelo para no caer, pisando ramas secas y ásperas, pisando cactus espinosos.
Era un miedo irresistiblemente atrayente, preferían morir que abandonarlo.
Él-ella era como la Amante. Pero si alguien osaba, por ambición, tocarla, era
congelado en la posición en que estuviera.
Él-ella
contóles, dentro de sus cerebros —y todos escucharon dentro de sí—, lo que le
ocurría a una persona cuando no atendía al llamado de la noche: le ocurría que
en la ceguera de la luz del día la persona vivía en carne abierta y con los
ojos ofuscados por el pecado de la luz, vivía sin anestesia el terror de estar
vivo. Nada hay que temer, cuando no se tiene miedo. Era la víspera del
apocalipsis. ¿Quién era el rey de la Tierra? Si se abusa del poder que se ha
conquistado, los maestros lo castigarán. Llenos de terror, de una feroz
alegría, ellos bajaban y a carcajadas comían hierbas dañinas del suelo y las
carcajadas rebosaban de oscuridades y de ecos de oscuridades. Un perfume
sofocante de rosas henchía el peso del aire, rosas malditas en su fuerza de
naturaleza demente, la misma naturaleza que inventaba las cobras y los ratones
y perlas y niños, la naturaleza extravagante que ora era noche de tinieblas,
ora el día de luz. Esta carne que se mueve sólo porque tiene espíritu.
De
las bocas se deslizaba una saliva gruesa, amarga y untuosa, y ellos se orinaban
sin sentirlo. Las mujeres que habían parido recientemente apretaban con
violencia los propios senos y de las puntas una gruesa leche oscura manaba. Una
mujer escupió con fuerza en la cara de un hombre y la saliva áspera se deslizó
de la cara hasta la boca: ávidamente, se lamió los labios.
Todos
estaban sueltos. La alegría era frenética. Ellos eran el harén de Él-ella.
Habían caído finalmente en lo imposible. El misticismo era la forma más alta de
la superstición.
El
millonario gritaba: ¡Quiero el poder! ¡Poder! ¡Quiero que hasta los objetos
obedezcan mis órdenes! Yo diré: ¡Muévete, objeto! Y él, por sí solo, se moverá.
La
mujer vieja y desgreñada le dijo al millonario: ¿Quiere ver cómo no es
millonario? Pues le diré: usted no es dueño del próximo segundo de vida, usted
puede morir sin saberlo. La muerte lo humillará. El millonario: Yo quiero la
verdad, ¡la verdad pura!
La
periodista estaba haciendo un reportaje magnífico sobre la vida cruda. Voy a
ganar fama internacional, como la autora de El exorcista, que no leí para no
dejarme influenciar. Estoy viendo en directo la vida cruda, la estoy viviendo.
Yo
soy solitario, se dijo el masturbador. Estoy en la espera, espera, nada jamás
me sucede, ya desistí de esperar. Ellos bebían el amargo licor de hierbas
ásperas.
—¡Yo
soy un profeta! ¡Veo el más allá! —gritaba un muchacho.
El padre
Joaquín Jesús Jacinto —todo con jota, porque a la madre le gustaba la letra
jota.
Era
el día treinta y uno de diciembre de 1973. El horario astronómico sería medido
por los relojes atómicos, cuyo atraso es sólo de un segundo cada tres mil
trescientos años.
A
otro le dio por estornudar, un estornudo detrás de otro, sin parar. Pero le
gustaba. La otra se llamaba J. B.
—¡Mi
vida es una verdadera novela! —gritaba la escritora fracasada.
El
éxtasis estaba reservado para Él-ella. Que de pronto sufrió la exaltación del
cuerpo, largamente. Ella-él dijo: ¡Paren! Porque se endemoniaba por sentir el
gozo del Mal. A través de ella, todos gozaban: era la celebración de la Gran
Ley. Los eunucos hacían una cosa que estaba prohibido mirar. Los otros, a
través de Ella-él, recibían temblorosos las ondas del orgasmo, pero sólo las
ondas porque no tenían fuerza de, sin destruirse, recibir todo. Las mujeres
pintaban sus bocas de rojo como si fuese fruta aplastada por los afilados
dientes.
Ella-él
les contó lo que ocurría cuando no se iniciaba en la profetización de la noche.
Estado de choc. Por ejemplo: la muchacha era rubia y como si no alcanzara con
eso, era rosada por dentro y además, daltónica. Tanto que en su pequeño
apartamento había una cruz verde sobre fondo rojo: ella confundíalos dos
colores. ¿Cómo es que comenzó su terror? Escuchando un disco, o el silencio
reinante, o los pasos en el piso de arriba, y hela allí, aterrorizada. Con
miedo al espejo que la refleja. De frente había un armario y tenía la impresión
de que las ropas se movían en su interior. Poco a poco iba reduciendo el
apartamento. Tenía miedo hasta de salir de la cama. Tenía la impresión de que
iban a agarrarle el pie desde abajo de la cama. Era delgadísima. Su nombre era
Psiu, nombre rojo. Tenía miedo de encender la luz en la oscuridad y de
encontrar la fría lagartija que habitaba en ella. Sentía con aflicción los
dedos helados y blancos de la lagartija. Buscaba ávidamente en el periódico las
páginas policiales, noticias de lo que estaba ocurriendo. Siempre le ocurrían
cosas horribles a las personas como ella, que vivían solas y eran asaltadas por
la noche. Tenía en la pared un cuadro que era de un hombre que la miraba bien a
los ojos, vigilándola. Imaginaba que esa figura la seguía por todos los
rincones de la casa. Tenía terror pánico a los ratones. Prefería morir a entrar
en contacto con ellos. Pero oía sus gritos. Llegaba a sentir sus mordiscos en
los pies. Despertaba siempre sobresaltada, sudando frío.
Ella
era un bicho arrinconado. Normalmente dialogaba consigo misma. Daba los pros y
los contras y siempre quien perdía era ella. Su vida era una constante
sustracción de sí misma. Todo eso porque no atendió a la llamada de la sirena.
Él-ella
sólo mostraba el rostro de andrógina. Y de él se irradiaba tal ciego esplendor
de locura que los otros gozaban la propia locura. Ella era el vaticinio y la
disolución y ya nació tatuada. Todo el aire olía ahora a fatal jazmín y era tan
fuerte que algunos vomitaban las propias entrañas. La Luna estaba plena en el
cielo. Quince mil adolescentes esperaban para saber qué especie de hombre y
mujer iban a ser.
Entonces
Ella-él dijo:
—Comeré
a tu hermano y habrá un eclipse total y el fin del mundo.
De
vez en cuando se escuchaba un largo relincho, pero no se veía caballo alguno.
Sólo se sabía que con siete notas musicales se hacían todas las músicas que
existen y que existieron y que existirán. De Ella-él manaba un fuerte olor a
jazmín marchito porque era noche de Luna llena. El sortilegio o la hechicería.
Max Ernst, cuando niño, fue confundido con el Niño Jesús en una procesión.
Después, provocaba escándalos artísticos. Tenía una pasión ilimitada por los
hombres y una inmensa y poética libertad. Pero, ¿por qué estoy hablando de eso?
No lo sé. «No lo sé» es una respuesta óptima.
¿Qué
hacía Thomas Edison, tan inventor y libre, en medio de aquellos que eran
comandados por Él-ella?
Garabatos,
pensó el estudiante perfecto, era la palabra más difícil de la lengua.
¡Escuchad!
¡Los ángeles anunciadores cantan!
El
judío pobre gritaba mudo y nadie lo oyó, el mundo entero no oía. Él dijo: tengo
sed, sudor y lágrimas. Y para saciar mi sed bebo mi sudor y mis propias
lágrimas saladas. ¡Y no como cerdo! ¡Sigo la Torah! ¡Pero alivíame, Jehová, por
favor!
Jubileu
de Almeida escuchaba la radio a pilas, siempre. «El pastel más sabroso está
hecho con Cremogema.» Y después, anunciaba, de Strauss, un vals que por
increíble que pareciera se llamaba El pensador libre. Es cierto, existe, yo lo
escuché. Jubileu era el dueño de La Mandolina de Oro, tienda de instrumentos
musicales casi en quiebra, estaba loco por los valses de Strauss. Era viudo,
él, quiero decir Jubileu. Su rival era El Clarín, también en la calle Gomes
Freiré o Freí Caneca. Jubileu era también afinador de pianos. Todos, allí,
estaban dispuestos a apasionarse. Sexo. Puro sexo. Ellos se frenaban. Rumania
era un país peligroso: gitanos.
Faltaba
petróleo en el mundo. Y, sin petróleo, faltaba comida. Carne, sobre todo. Y sin
carne ellos se volvían terriblemente carnívoros.
«Aquí,
Señor, encomiendo mi alma», dijo Cristóbal Colón al morir, vestido con el
hábito franciscano. Él no comía carne. Se santificaba, Cristóbal Colón, el
descubridor de olas, y que descubrió san Francisco de Asís. ¡Hete aquí! Él
murió. ¿Dónde está ahora? ¿Dónde? Por el amor de Dios, ¡responde!
De
pronto, y suavemente, fíat lux.
Hubo
una desbandada asustadiza, como de gorriones.
Tan
veloz que parecía que se hubieran desvanecido.
Al
mismo tiempo estaban ya echados en la cama para dormir, ya despiertos. Lo que
existía era el silencio. Ellos no sabían de nada. Los ángeles de la guarda —que
se habían tomado un descanso, ya que todos estaban sosegados en la cama—
despertaban frescos, bostezando todavía, pero ya protegiendo a sus pupilos.
Madrugada:
el huevo venía girando lentamente del horizonte al espacio. Era de mañana: una
joven rubia, casada con un joven rico, da a luz un bebé negro. ¿Hijo del
demonio de la noche? No se sabe. Apuros, vergüenza.
Jubileu
de Almeida se despertó como pan dormido: tonto. Desde pequeño fue así. Encendió
la radio y escuchó: «Zapatería Morena donde está prohibido vender caro». Iría
allí, necesitaba zapatos. Jubileu era albino, negro acero con las cejas
amarillas casi blancas. Cogió un huevo de la nevera. Y pensó: si pudiera algún
día oír El pensador libre, de Strauss, mi soledad estaría recompensada. Sólo
había escuchado ese vals una vez, no recordaba cuándo.
El
poderoso quería en su breakfast comer caviar danés a cucharadas, masticando con
los dientes agudos las bolitas. Pertenecía al Rotary Club, a la Masonería y al
Diners Club. Tenía el escrúpulo de no comer caviar ruso: era una manera de
derrotar a la poderosa Rusia.
El
judío pobre despierta y bebe agua del grifo, ansiosamente. Era la única agua
que había en los fondos de la pensión baratísima donde vivía: una vez vio una
cucaracha nadando en la comida. Las prostitutas que vivían allí protestaban.
El
estudiante perfecto, que no sabía que era un tonto, pensó: ¿cuál era la palabra
más difícil que existía?, ¿cuál era? ¿Una que significaba adornos, afeites,
atavíos? Ah, sí, garabatos. Recordó la palabra para escribirla en el próximo
examen.
Cuando
comenzó a rayar el día todos estaban en la cama sin parar de bostezar. Cuando
despertaban, uno era zapatero, otro estaba preso por estupro, una era ama de
casa, dando órdenes a la cocinera, que nunca llegaba tarde, otro era banquero,
otro era secretario, etc. Despertaban, pues, un poco cansados, satisfechos por
la noche tan profunda de sueño. El sábado había pasado y hoy era domingo. Y
muchos fueron a la misa celebrada por el padre Jacinto, que era el padre de
moda: pero ninguno se confesó, ya que no tenían nada que confesar.
La
escritora fracasada abrió su diario encuadernado en cuero rojo y comenzó a
anotar: «Siete de julio de mil novecientos sesenta y cuatro. Yo, yo, yo, yo,
yo, yo, yo.
En
esta bella mañana de sol de domingo, después de haber dormido muy mal, yo, a
pesar de todo, aprecio las bellezas maravillosas de la Naturaleza-madre. No voy
a la playa porque estoy demasiado gorda, y esto es una desgracia para quien
aprecia tanto las olas verdes del mar. ¡Me rebelo! Pero no consigo hacer
régimen: me muero de hambre. Me gusta vivir peligrosamente. Tu lengua viperina
será cortada por la tijera de la complacencia».
De
mañana: Agnus Dei. ¿Becerro de oro? Buitre.
El
judío pobre: ¡líbrame del orgullo de ser judío!
La
periodista de mañana, bien temprano, telefonea a su amiga:
—Claudia,
discúlpame por telefonear un domingo a esta hora. Pero me desperté con una
inspiración fabulosa: ¡voy a escribir un libro sobre la Magia Negra! No, no leí
El exorcista, porque me dijeron que es mala literatura y no quiero que piensen
que estoy en el mismo camino. ¿Lo has pensado? El ser humano siempre intentó
comunicarse con lo sobrenatural, desde el Antiguo Egipto, con el secreto de las
Pirámides, pasando por Grecia con sus dioses, pasando por Shakespeare en
Hamlet. Pues yo voy también a ir por ese camino. Y, ¡por Dios!, voy a ganar esa
apuesta.
En
muchas casas de Río olía a café. Era domingo. Y el chico en la cama, lleno de
sopor, todavía mal despierto, se dijo: otro domingo de tedio. ¿Con qué había
soñado? Ya lo sé, respondióse, si soñé, soñé con una mujer.
En
fin, el aire era más claro. Y el día siempre comienza. El día bruto. La luz era
maléfica: instaurábase el mal asombrado día diario. Una religión era necesaria:
una religión que no tuviera miedo del mañana. Yo quiero ser envidiado. Yo
quiero el estupro, el robo, el infanticidio, el desafío mío es fuerte. Quiero
oro y fama, despreciaba hasta el sexo: amaba de prisa y no sabía qué era el
amor. Quiero el oro malo. Profanación. Voy a mi extremo. Después de la fiesta
—¿qué fiesta? ¿nocturna?—, después de la fiesta, desolación.
Estaba
también el observador que escribió esto en el cuaderno de notas: «El progreso y
todos los fenómenos que lo rodean parecen participar íntimamente de esa ley de
aceleración general, cósmica y centrífuga que arrastra a la civilización al
"progreso máximo", a fin de que enseguida venga la caída. ¿Una caída
ininterrumpida o una caída rápidamente contenida? Ahí está el problema: no
podemos saber si esta sociedad se destruirá completamente o se conocerá sólo
una interrupción brusca y después la marcha se retomará». Y después: «El Sol
disminuiría sus efectos sobre la Tierra y provocaría el inicio de un nuevo
período glacial que podría durar por lo menos diez mil años». Diez mil años era
mucho tiempo y asustaba. Es lo que ocurre cuando alguien escoge, por miedo a la
noche oscura, vivir en la superficial luz del día. Es que lo sobrenatural,
divino o demoníaco, es una tentación desde el Egipto, pasando por la Edad
Media, hasta las novelas baratas de misterio.
El
carnicero, que ese día sólo trabajaba de las ocho a las once, abrió la
carnicería, y se detuvo, embriagado de placer ante el olor de carnes y carnes
crudas, crudas y sanguinolentas. Era lo único en que el día continuaba a la
noche.
El
padre Jacinto estaba de moda porque nadie corno él erguía tan límpidamente el
cáliz y bebía con sagrada unción y pureza, salvando a todos, la sangre de
Jesús, que era el Bien. Con suma delicadeza en las manos pálidas, durante la
ofrenda.
El
panadero, como siempre, despertó a las cuatro y comenzó a hacer la masa del
pan. ¿De noche amasa el Diablo?
Un
ángel pintado por Fra Angélico, siglo quince, voceaba por los aires: era el
clarín anunciador de la mañana. Los postes de la luz eléctrica todavía no
habían sido apagados y lucían empalidecidos. Postes. La velocidad se come los
postes cuando se anda en auto.
El
mas turbador de mañana: mi único amigo fiel es mi perro. Él no confiaba en
nadie, especialmente, no confiaba en las mujeres.
La
que bostezó la noche entera y dijo: «Te conjuro, ¡madre de santo!»[5], comenzó a restregarse los ojos y a bostezar. Diablos,
dijo.
El
poderoso —que cuidaba orquídeas, dalias, camelias y lilas— hizo sonar
impaciente la campana para llamar al mayordomo: quería que le trajera el ya
atrasado breakfast. El mayordomo le adivinaba los pensamientos y
sabía cuándo traerle los galgos daneses para que fueran rápidamente
acariciados.
Aquella
que de noche gritaba: «Estoy en espera, en espera», de mañana, despeinada, dijo
a la leche que estaba en el cazo, al fuego:
—¡Te
voy a dar, porquería! Quiero ver si te estropeas y si hierves en mi cara, mi
vida es esperar. Es sabido que si desvío un instante la mirada de la leche, va
a aprovecharse, la desgraciada, para hervir y volcarse. Como la muerte que
viene cuando nadie la espera.
Ella
esperó, esperó, y la leche no hervía. Entonces, apagó el gas.
En
el cielo, un leve arco iris: era el anuncio. La mañana como una oveja blanca.
Paloma blanca era la profecía. Pesebre. Secreto. La mañana preestablecida. Ave
María, gratia plena, Dominus tecum. Benedicta tu in mulieribus et benedictus
fructus ventris tui, Jesús. Sancta María, Mater Dei, ora pro nobis
peccatoribus. Nunc et in hora mortis nostrae. Amen.
El
padre Jacinto elevó con las dos manos el cáliz de cristal que contenía la
sangre escarlata de Cristo. El vino bueno. Y una flor nació. Una flor leve,
rosada, con el perfume de Dios. Él-ella había desaparecido, hacía mucho, en el
aire. La mañana era límpida como algo recién lavado.
AMÉN.
Los fieles distraídos hicieron la señal de la Cruz.
AMÉN.
DIOS.
FIN.
Epílogo:
AMÉN.
Los fieles distraídos hicieron la señal de la Cruz.
AMÉN.
DIOS.
FIN.
Epílogo:
Todo
lo que escribí es verdad y existe. Existe una mente universal que me guió.
¿Donde estuviste de noche? Nadie lo sabe. No intentes responder, por amor de
Dios. No quiero saber la respuesta. Adiós. A-Dios.
Juguetes, Osvaldo Soriano
El primer regalo del que tengo memoria debe haber sido
aquel camión de madera que mi padre me hizo para un cumpleaños. No me gustó y
no lo usé nunca quizá porque lo había hecho él y no se parecía a los de lata
pintada que vendían en los negocios. Muchos años después lo encontré en casa de
uno de mis primos que se lo había dado a su hijo. Era un Chevrolet 47 verde,
con volquete, ruedas de retamo y el capó que se abría. Las ruedas y los ejes
seguían en su lugar y las diminutas bisagras de las puertas estaban oxidadas
pero todavía funcionaban.
Mi padre se daba maña para hacer de todo sin ganar un
peso. En San Luis construyó una casa en un baldío de horizonte dudoso, cubierto
de yuyos y algarrobales. El gobierno de Perón le había dado un crédito para
vivienda y él se sentía vagamente humillado por haberlo merecido. Nunca supe
cómo hacía para ocultar su condición de antiperonista virulento, de
yrigoyenista nostálgico en los tiempos del Plan Quinquenal. En cambio yo me
criaba en aquel clima de Nueva Argentina en la que los únicos privilegiados
éramos los niños, sobre todo los que llevábamos el luto por Evita.
En el día de Reyes, que para colmo es el de mi
cumpleaños, el correo regalaba juguetes a los chicos que fueran a buscarlos.
Muñecas, trompos, una pelota de goma, cosas de nada que los pibes mostraban a
la tarde en la vereda. Por más peronistas que fuéramos, a los hijos de los
"contreras" se nos notaba la bronca y el orgullo de ser diferentes. A
mi padre no le gustaba que yo hiciera cola en el correo para recibir algo que
él no podía comprarme. Por eso me hizo aquel camión con sus propias manos, para
mostrarme que mi viejo era él y no el lejano dictador que nos embelesaba por
radio y aparecía en las tapas de todas las revistas.
Pero a mí el camión no me gustaba y a escondidas le
escribí una carta al mismísimo General. No recuerdo bien: creo que en el sobre
puse "Excelentísimo General Don Juan Domingo Perón, Buenos Aires". En
casa siempre había estampillas coloradas con la cara de San Martín así que
despaché la carta y enseguida me olvidé. Para remediar su fracaso con el
camión, mi padre me compró un barquito verde y blanco que no funcionó nunca
pero del que me acuerdo siempre. Como no tenía hermanos, nadie me lo disputaba
y pasaba horas haciéndolo navegar. Me acomodaba bajo la copa de un árbol para
protegerme del terrible sol puntano y allí imaginaba aventuras tan buenas como
las que traían El Tony, Fantasía y Rayo Rojo. No
sé, creo que unas veces yo era Tarzán y otras el Corsario Negro conduciendo,
intrépido, a sus sesenta valientes.
El tiempo parecía interminable entonces. Ser mayor era
tener diecisiete años y ésa era la edad de mis héroes en el momento de combatir
o de amar. Y allí íbamos, Tarzán, el Corsario, Kit Carson y yo, en busca de una
rubia suave y maternal que se esfumaba en las sombras de nuestra noche
imaginaria. No sé quién era; tal vez Lana Turner, Evita, o la radiante esposa
del bicicletero de la esquina. Creo que hacíamos con ella algo inconfesable y
delicioso, mecidos por la brisa de la tarde o azotados por el torbellino del
viento chorrillero. Entre tanto, mi padre ocultaba el pasto que habíamos puesto
para que comieran los camellos de los Reyes Magos. Recuerdo que!o seguí a hurtadillas
aquella noche en que me regaló el camión y lo vi arrojar el pasto por encima de
la tapia.
Era un tipo de voz temible, mi padre; de gestos dulces
y reflexiones amargas. Nada de lo que a él le gustaba me interesaba a mí. Amaba
las matemáticas y leía gruesos libros llenos de ecuaciones y extraños dibujos.
Me hablaba del Congreso y sus facultades cuando para mí sólo contaba el
general. Me daba pena verlo soñar con una máquina de fotos, una Leica que nunca
podría pagar. A medida que crecíamos y nos enterábamos por el cine, el
Corsario, Tarzán, Kit Carson y yo distinguíamos por la trompa un Chevrolet 37
de uno del 35, un Ford A del 30 de otro del 31.
Una mañana se detuvo frente a casa un Buick con tres
hombres de sombrero. Lo buscaban a mi padre y él salió presuroso, con el pucho
entre los labios. Llevaba el único traje que tenía para ir a la oficina y sólo
Dios sabe cómo hacía mi madre para tenérselo siempre listo. La imagen de mi
padre (alto, pelo blanco, idéntico a las fotos de Dashiell Hammett) me es indisociable
del cigarrillo en los labios. Lo dejaba consumirse ahí, y se estaba horas
mirando un libro de logaritmos, acompañado por una voluta de humo que flotaba
hacia la lámpara.
El Buick arrancó y yo supe enseguida que era un modelo
39. Para el Corsario y Kit Carson era del 38, pero yo estaba seguro porque
tenía la parrilla más ancha y generosa y atrás la carrocería bajaba en picada
disimulando el baúl. Mi madre se quedó en silencio y cuando se ponía así era
mejor mantenerse a distancia. No sé por qué, yo me olía plata, la plata que
faltaba, la que permitiría que mi padre se comprara la Leica y mi madre
cambiara los zapatos. Plata para que me compraran Puño Fuerte y El Tony todas
las semanas. Tal vez el Misterix, que era carísimo. "Una
fragata", solía decir mi padre, "¡quién tuviera una fragata!".
La fragata era el imposible billete de mil y mi padre había imaginado todas las
maneras de gastarlo. Ninguna incluía revistas de historietas ni matinés con
Dick Tracy y la habitación donde él soñaba se llenaba de voltímetros,
catalizadores de células fotoeléctricas y otras cosas tan inservibles como
ésas.
Pero tampoco esa vez fue plata. Cuando volvió, a
mediodía, mi padre estaba pálido pero sonriente. No se decidía entre el orgullo
y la bronca. La ceniza del cigarrillo le caía sobre el banderín azul y blanco
que apretujaba con los dedos humedecidos.
—Me dio la mano —le dijo a mi madre y me miró de
reojo—. Me dio la mano y me dijo: "Cómo le va, Soriano".
—¿Y cómo te conoció? —preguntó mi madre, asustada.
—No sé. Me conoció el desgraciado.
En los días de más furia solía llamarlo
"degenerado mental", pero aquel mediodía estaba demasiado
impresionado porque el General, que iba a Mendoza en tren, se había detenido en
la estación de San Luis para saludar a todos los funcionarios por su nombre.
Uno por uno, hasta llegar al sobrestante de Obras Sanitarias José Vicente
Soriano, responsable de las aguas que consumía la población de San Luis.
Después de aquel apretón de manos, mi padre fingió
odiarlo todavía más y por las noches, a la hora de la cena, bajaba la voz como
un filibustero listo para el abordaje: "¡No me voy a morir sin verlo
caer!", decía, y yo me estremecía de miedo a verlo caer. Corría entonces a
mirarlo sonreír en las figuritas, entre Grillo, Pescia, Fanny Navarro y
Benavídez y me parecía invencible. Por las tardes, mientras preparaba el barco,
veía pasar a la rubia mujer del bicicletero y el mundo de Tarzán, Kit Carson y
el Corsario Negro volvía a su orden natural e inmutable.
No sé por qué cuento esto. Me vienen a la memoria un
arco y una flecha. Una espada de madera, un autito de carrera y el camión que
tanto desprecié. También me acuerdo de la imponente llegada de un camión
amarillo. Por fortuna mi padre no estaba en casa. Tocaron el timbre y salió mi
madre:
—Presidencia de la Nación —dijo un tipo de uniforme. Y
bajaron una inmensa caja en la que decía "Perón cumple, Evita
dignifica".
Mi madre intuía, azorada, la traición del hijo.
"Ya vas a ver cuando llegue tu padre", gruñía mientras yo contaba las
diez camisetas blancas con vivos rojos y una amarilla para el arquero. También
había una pelota con cierre de tiento y una carta del General. "Que lo
disfrutes", decía. Y también: "Pónganle el nombre de Evita al
cuadro".
Mi padre quería tirar la carta al fuego. Iba a pasar
algún tiempo antes de que Perón cayera y muchos años más hasta que pudiera
darse el gran gusto de su vida. Yo ya era grande, vivía en la Avenida de Mayo y
él se había venido a Buenos Aires a buscar otro trabajo. Cuando pasó a buscarme
traía la Leica envuelta en sedas y con un manual en tres idiomas. Fuimos a un
bar y rebosante de orgullo me mostró su juguete. De verdad era precioso. Lentes
suizos, disparador automático, qué sé yo. Le pregunté si era muy cara y me
contestó con un gesto de desdén. "Vos págame los cigarrillos", dijo.
A los dos o tres meses fui a visitarlo a una ruinosa
pensión de Morón y lo encontré nervioso y esquivo. "¿Dónde está la
Leica?", le pregunté como al descuido y enseguida me di cuenta de que
íbamos a pasar un rato en silencio. Le di un paquete de cigarrillos y cuando se
puso uno entre los labios, murmuró: "Se la llevaron ayer, los
degenerados... No alcancé a pagar la cuota, ¿sabés?".
Nos dimos un abrazo y nos pusimos a llorar. Mi padre
por la Leica y yo por el camión aquel.
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