Lavinia, de Ursula K. Le Guin, una novela virgiliana, Vicente Cristobal


RESUMEN
Análisis de las dependencias y novedades que, respecto al argumento de la Eneida de Virgilio, ofrece la reciente novela Lavinia (2009), de la escritora norteameric
ana Úrsula K. Le Guin.
Palabras clave: Tradición Clásica. Novela histórica. Épica. Mitología. Virgilio. Ursula K. Le Guin. Cristóbal, V., «Lavinia de Ursula K. Le Guin, una novela virgiliana», Cuad. Fil. Clás. Estud. Lat. 35.2 (2015) 363-376.
Lavinia of Ursula K. Le Guin, a Vergilian novel

ABSTRACT
Analysis of the dependences and novelties in relation to the argument of Virgil’s Aeneis, that shows the recent novel Lavinia (2009), of the North American writer Ursula K. Le Guin.
Keywords: Classical Tradition. Historic Novel. Epic poetry. Mythology. Virgil. Ursula K. Le Guin.
El mito nace para la comunicación. Y la comunicación, oral o escrita, conlleva una orientación por parte del comunicante, que es inevitablemente manipulación crítica. Más aún: el mito sufre una crisis aguda en la manipulación que implica todo tratamiento literario o artístico. Decimos crisis usando la palabra tanto en su sentido etimológico originario de ‘discernimiento’ , como en su polisémica acepción secundaria de ‘juicio’, ‘debate’, ‘mutación’ o ‘momento crucial’ de una realidad en proceso. El mito en su primera fase es, como sabemos, voz del pueblo, folclore, tradición, relato transmitido ajeno a toda autoría ; pero, al hacerse literatura, al renacer para la literatura, viene ya acompañado de una vestimenta que lo disfraza y lo adapta a modas más civilizadas, maniobra esta que, independientemente de enriquecerlo o empobrecerlo -según la distinta habilidad de los artistas-, le resta en todo caso pureza y genuinidad. El ingreso del mito en la literatura es, pues, un momento crítico, porque tal coyuntura lo somete a una alteración y simultáneamente lo hace objeto de una valoración enjuiciadora, la del nuevo autor que lo selecciona, retoma y recrea. Ni que decir tiene que el principal resultado de esa originaria operación metamórfica y crítica es el cambio sufrido por el argumento mítico desde su estatuto tradicional y comunitario a un nuevo estatuto, híbrido de tradición y de ficción individual (siendo oscilante, según los casos, la dosis de lo uno y lo otro).
Así, el mito-leyenda de Eneas, originariamente oral -al menos en su núcleo más primitivo- es objeto de crisis -léase: de mutación, juicio o inseguridad en su proceso-, cuando se convierte en argumento de la epopeya de Virgilio  y quiere servir como justificación nacionalista e ideológica. Pero después, esa crisis (que no es la primera, aunque sí seguramente la más importante, y la que configuró dicha materia mítica de manera más coherente y emblemática para la posteridad) es, a su vez, punto de partida para nuevas crisis y, consiguientemente, nuevas configuraciones del mito, por ejemplo, la de Ovidio en la séptima de sus Heroidas, carta de Dido a Eneas, una pieza en la que la materia se somete al código expresivo de la elegía erótica subjetiva, en la que los elementos sentimentales de los individuos cobran un relieve especial que antes no tenían, con detrimento de los elementos fácticos y políticos, y en la que la voz narrativa del poeta, según la Eneida, cede su lugar a la voz -expresiva e impre- siva, más que narrativa- de uno de los personajes, que, además, y de modo enfrentado a la relevancia de la masculinidad propia de la epopeya, es una mujer; con todo ello el punto de vista cambia radicalmente respecto a la fuente . A su vez, andando el tiempo, y a partir de estos dos momentos críticos originarios o fontales, que son la Eneida y la Heroida 7, aliados ahora y fundidos en armónica contaminación, una nueva crisis del mito-leyenda de Eneas se produce en una obra medieval tan prestigiosa como el
Roman d’Eneas , donde, de acuerdo con las corrientes cosmovisionarias y estéticas de Occidente en el siglo XII de nuestra era, la vieja epopeya, engrosada nuevamente de sentimentalidad, erotismo y feminidad, y adelgazada en su simbolismo imperialista y en su expresión de la romanidad gloriosa de tiempos de Augusto, deja ya el estatuto épico, tocada por la elegía, para constituir un ejemplo, todo lo impuro que se quiera (si es que hay pureza alguna en este género), del género de la novela .
Y también ocurre así con Aquiles, con Ulises, con Prometeo, con Antígona, con Edipo, con Fedra, con Medea, con Narciso, con Faetón, con Hero y Leandro, y con tantos y tantos otros protagonistas, desde la Antigüedad grecolatina, de largas cadenas de sucesión argumental , constituidas por eslabones -obras literarias o artísticas- que son justamente otros tantos momentos críticos del mito.
Volviendo al tema de Eneas, voy a centrarme, para responder a mi título, en uno de tales momentos críticos de ese mito-leyenda, que es el constituido por la reciente novela Lavinia, de 2008, de la escritora norteamericana (nacida en Berkeley, 1929) , Ursula K. Le Guin, especialista -reconocida y galardonada- en el ámbito de la novela fantástica, y que con esta nueva obra cambia de tercio para ingresar en el género de la novela histórica de tema grecolatino .
La obra parte, como fuente para su materia, casi exclusivamente de la Eneida, y sobre todo de su segunda mitad, donde tenía su aparición, bien que muy esporádica y escueta, el personaje que le da nombre, la princesa latina Lavinia, hija del rey Latino de Laurento y de la reina Amata, destinada a casarse con el protagonista de la epopeya, Eneas. Ella es aquí la narradora homodiegética. Y tanto la selección, para servir como base argumental, del fragmento mítico tomado de un complejo mítico mayor, como la del personaje colocado en el centro del argumento, y la opción de narrarlo a través de sus ojos y de su experiencia femenina, particular y limitada, determinan un cambio radical respecto a las anteriores versiones del mismo mito de Eneas. Hay, pues, una crisis implícita del mito -si queremos llamarla así- en esta decisión autorial; y en la explotación del punto de vista femenino hay un manifiesto rodar tras la vieja huella de Eurípides, que en varias de sus tragedias presentó -como se sabe- el mundo heroico contemplado por ojos de mujeres, tras la de Ovidio, que hizo lo mismo en sus Heroidas, y tras la de autores más próximos en el tiempo, como Krista Wolf en su Casandra, que dio voz de nuevo a la vidente Priámida para decirnos el terror no varonil con que vivió aquella primera guerra mundial. Y en efecto, secuela casi inherente a este punto de vista femenino es la constante abominación de la guerra y defensa de la paz, así como una relevancia especial a la esfera de los sentimientos.
Un epílogo de la propia novelista explica con claridad la génesis del nuevo pro-ducto. Y estas son sus palabras más reveladoras (pp.305-308):
La ambientación, el argumento y los personajes de esta novela se basan en los seis últimos libros del poema épico de Virgilio, la Eneida [...] El anhelo del traductor por identificarse con este texto es imposible de reprimir. Esto fue lo que me impulsó a tomar algunas escenas, algunos atisbos, algunas prefiguraciones de su épica y convertirlos en una novela, una traducción en otra forma, parcial, marginal, pero en última instancia fiel. Más que ninguna otra cosa, mi historia es un acto de gratitud hacia el poeta, una ofrenda amorosa [... ] Mi deseo era seguir a Virgilio, no mejorarlo ni reprobarlo [... ] Y como soy novelista, y prolija, amplié, interpreté y rellené muchos rincones de su frugal y espléndida historia. Pero también dejé muchas cosas fuera. Los palacios y las tiaras, las hecatombes, la magnificencia augusta que el poeta confirió a su ambientación los reduje a una pobreza más plausible. El homérico uso de las pendencieras deidades para motivar, iluminar e interferir las decisiones y las emociones de los humanos no funcionan bien en una novela, así que los dioses grecorromanos, un elemento intrínseco del poema, no forman parte de mi relato.
En esta declaración creo que está dicho lo esencial sobre la motivación y la particularidad de este relato, y en las páginas que siguen solo nos queda como tarea ilustrarlo con ejemplos y glosarlo con más detalle.
El testimonio de la Le Guin advierte de su doble proceso, crítico y creativo, de ampliación y reducción de lo que en la Eneida se expone. Y esta confesada doble dirección guiará también nuestros análisis sobre la gestación y construcción de la novela. Así pues, en esta nueva ficción está Virgilio, estirado y engordado unas veces, pero también podado y anulado otras. Guían hacia uno u otro proceder criterios de racionalismo, antiguo  pero también contemporáneo, gusto personal acaso (acompañado de sus legítimas arbitrariedades), ideología y cosmovisión de última hora y, sobre todo, propósito de adecuación de la vieja materia, épicamente modelada, al género novelesco histórico de la posmodernidad.
Frente a la épica, que da cabida en una cierta dosis a la milagrería no realista, el género novelesco en cambio, aun haciendo todas las restricciones y salvedades que se quiera, tiende al realismo. Eso ocurre también en Lavinia, a pesar de ser su autora paradójicamente -como hemos dicho- una especialista consumada en novela fantástica. Y tal tendencia realista de la novela como género es la razón por la que aquella hiperbólica ambientación de ‘magnificencia augusta’ con que Virgilio decoraba su relato épico ha sido reconducida aquí por la escritora norteamericana -según ella misma nos advierte- hacia una austeridad menos anacrónica y más creíble para el Lacio de la Edad del Bronce. Tenemos ya una mutación importante del mito, en la que no creo necesario insistir.
Antes de entrar en otros análisis, debemos recordar, como preámbulo, qué testimonios mitográficos grecolatinos tenemos sobre Lavinia , antes y después de Virgilio, para entender la creación virgiliana a partir de sus precedentes, ver sus secuelas en los propios textos antiguos y calibrar debidamente la novedad y tradición del personaje en la novela contemporánea. Sobre su condición de hija de Latino, rey de los aborígenes del Lacio, sobre su matrimonio con Eneas a su llegada a Italia, sobre su maternidad de Silvio (o de Ascanio incluso) y sobre la derivación a partir de su nombre del nombre de la ciudad de Lavinio, fundada por Eneas, hay acuerdo de varias fuentes: aparte de constar así en Virgilio (Aen.6.764; 7.52 ss.), consta también en Livio (Ab urbe condita 1.1.3), Dionisio de Halicarnaso (Ant. Rom.1.59,60,70), Estra- bón (5.229), Dion Casio (fr. 4.7), Eliano (Hist. an.11.16), Ovidio (Met.14.449,570), Tzetzes (Escolios aLicofrón, 1232 p.973 Müll.), Esteban de Bizancio (s. v. Labínion) y Servio (Escolios a Virgilio, Aen. 1.2,259,270; 6.760; 7.51,484). Un dato nuevo tenemos en Plutarco (Rom.2): que Lavinia fue, por Eneas, madre de una tal Emilia, la que por Marte llegó a ser madre de Rómulo. Mitógrafos griegos (así lo testimonia
Dionisio de Halicarnaso en 1.59, sin precisar el nombre de tales autores) dicen, en cambio, que el nombre de ‘Lavinia’ es el de una de las hijas del sacerdote Anio, de la isla de Delos, que fue traída por Eneas hasta Italia a causa de sus dotes de vidente, y que dio su nombre a una ciudad fundada por Eneas en el lugar en que murió. Pero tanto el diccionario de Roscher, como la enciclopedia de Pauly-Wisowa y el diccionario de Grimal callan datos mitográficos sobre Lavinia presentes en los Fastos de Ovidio y en las Púnicas de Silio Itálico (¡notable deficiencia! ¿O es que ni Ovidio ni Silio Itálico pueden ser fuentes mitográficas, y Esteban de Bizancio sí?). En efecto, en el libro tercero de los Fastos de Ovidio y a propósito de la festividad de la diosa latina Anna Perenna, que se celebraba el día de las Idus de ese mes, se cuenta la llegada al Lacio por mar, tras una tempestad, de Ana, la hermana de Dido, de la que se hablaba en la Eneida como confidente de la reina; y se narra en el texto ovidiano cómo se encuentra en la playa con Eneas y Acates, que casualmente paseaban, en el tiempo en que ya el troyano había vencido a sus adversarios, había casado con Lavinia y era rey de aquel territorio; pues bien, precisamente aquí (vv.595-638) inserta Ovidio una pequeña escena matrimonial en la que el héroe, tras acoger hospitalariamente a la náufraga cartaginesa, se la encomienda a su esposa Lavinia con una alocución que termina diciendo: «Te ruego que la quieras como si fuera tu hermana entrañable»; pero la recién casada, recelosa y sintiéndose ofendida ante la que ella cree ser una rival, solo disimuladamente da el asentimiento a la petición de su marido; dice Ovidio que en secreto la invadió un odio feroz, y que comenzó a urdir intrigas para vengarse de la supuesta rival. En efecto, el poeta de Sulmona nos brinda aquí una imagen de Lavinia completamente diversa de aquella que daba Virgilio: de la recatada, vergonzosa, callada, amable y servicial princesa damos el salto para enfrentarnos a una esposa vengativa, maquinadora y llena de celos: como si Ovidio se propusiera emborronar la cándida estampa virgiliana de una joven angelical, o tal vez como si quisiera mostrar, como contrapunto, una mujer menos nebulosa y más verosímil. Silio Itálico (Pun.7.50-201) recrea toda esta secuencia ovidiana del mito, aunque introduciendo pequeñas novedades: no es Acates el que acompaña a Eneas en su encuentro con Ana tras el naufragio, sino su hijo Julo; y los celos y maquinaciones criminales de Lavinia no son presentados directamente por voz del poeta, sino como aviso a Ana del fantasma de Dido que se le aparece en sueños. En cualquier caso, tanto el testimonio de Ovidio como el de Silio son precisiones mitográficas de cierta importancia, testimoniadas en fuentes antiguas de prestigio, de las que prescinde libremente la novelista norteamericana, y que, sin embargo, hubieran dado pie en el nuevo texto ficcional a desarrollos conflictivos de seguro interés narrativo . Pero la autora tomó la decisión de contentarse únicamente (o casi únicamente) con el apoyo testimonial de Virgilio.
Lo primero que hay que destacar en la confrontación con la fuente virgiliana es una cuestión formal y narratológica: el cambio que se opera desde la predominante heterodiégesis de la Eneida hasta una generalizada homodiégesis de Lavinia, que tiende a ocupar el papel de narrador omnisciente. Al servicio y logro de este rango está en primer lugar su experiencia autópsica y su bien manifiesta curiosidad, de manera que el poeta no duda en presentárnosla subida a los tejados en más de una ocasión (como hacía Virgilio con Eneas en algunos momentos del libro 2), con el fin de justificar su amplio conocimiento de lo sucedido en el campo de batalla; pero, en segundo lugar, dicha experiencia ocular directa y propia se completa con información debida a otros testigos directos, cuando se trata de hechos que escapan a la presencia y control visual de la protagonista, y entre ellos la información recibida de Eneas antes que de cualquier otro; y en tercer lugar colaboran a lograr esta omnisciencia (o mejor pluriciencia) del personaje las abundantes noticias sobre el pasado y futuro derivadas de los contactos que la princesa tiene con el fantasma del poeta Virgilio -contactos de origen onírico y por tanto en última instancia no sobrenaturales.
La intervención esporádica del fantasma de Virgilio (en diálogo con la protago-nista, su personaje de antaño, para quien actúa ahora como guía, a la manera dantesca, hacia el conocimiento de sí misma y de su destino) es también fundamento para una constante meditación del viejo poeta sobre el proceso creador de la Eneida y sobre la evolución intrínseca de su argumento, así como sobre su contexto e ideología, sobre la relación del escritor con su obra, con su tiempo y con el poder político. Dicha intervención del fantasma del poeta es así un ingrediente que rompe la linealidad realista del argumento, contaminando lo propiamente novelesco con toques de ensayo crítico metaliterario. Y en todo esto es dado ver -creo- el impacto de la famosa novela de Herman Broch La muerte de Virgilio.
Si la presencia de los dioses en la epopeya como causa última de los aconteci-mientos era un tópico consagrado del género (solo desechado a medias por cons-cientes innovadores como Lucano) y creaba esos dos planos de realidad alternantes sistemáticamente en el discurso, el de lo natural y humano y el de lo sobrenatural y divino, podríamos decir, incluso, que en el relato de la Le Guin estas apariciones fantasmales del poeta de Mantua, responsable de la conformación del argumento y del diseño de sus personajes, cubren el vacío dejado por los agentes divinos al ser expulsados de la trama. Y más en concreto, la causalidad divina de la misión de Eneas y de las hazañas con las que dicha misión se va cumpliendo en la epopeya, tienen ahora paralelamente su correlato en la conciencia explícita de Lavinia acerca de su historia personal y de su función en el curso de los avatares, una conciencia alimentada, en el curso de sus visiones en sueños, por el poeta de la Eneida, que se muestra aquí, por cierto, arrepentido de no haber dado en su epopeya a la joven princesa alguna mayor vida e intervención .
En todo lo cual podemos medir bien esa distancia y frontera entre los dos géneros cuya interrelación y dependencia analizamos, la épica y la novela : más abocada a lo fáctico y a lo masculino la primera, más destinada a ser espejo de los sentimientos, más capaz de lo femenino y de lo erótico la segunda, como si hubiera hecho suyos los ingredientes característicos de la antigua elegía romana y, en especial, el legado de Ovidio en las Heroidas.
La eliminación de la actuación patente de los dioses tiene lugar, según decíamos, por trámite de interpretaciones racionalistas. El logos, la razón, como tantas veces, se enfrenta al mito y lo suplanta en su función exegética de la realidad; y en el paso de lo uno a lo otro asistimos nuevamente, claro está, a otra crisis del mito. La protagonista de la novela y narradora homodiegética contrasta explícitamente (p.79) la concepción distinta de lo divino según su conciencia novelesca y según la práctica del poeta: «El poeta hablaba de Juno como si fuera una mujer, una persona, con sus preferencias y sus aversiones: una mujer celosa». Y a continuación, enfrentándose críticamente a tal personificación, teorizaba ella misma acerca de cómo se debe entender esto que llamamos ‘dioses’:
El mundo es sagrado, claro: está lleno de dioses, numina, grandes poderes y pre-sencias. A algunas de ellas les damos nombres: Marte de los campos y de la guerra, Vesta del fuego, Ceres del grano, madre Tellus de la tierra, los penates de la despensa. Los ríos, los manantiales. Y en la nube de tormenta y en la luz se encuentra el gran poder llamado el dios padre. Pero no son personas. No aman ni odian, no tienen aliados ni enemigos. Aceptan la veneración que les es debida, que alimenta su poder y nuestra vida.
No hay en las palabras de Lavinia ni un ápice de irreverencia ni de impiedad, hay solo concepción de los dioses como algo plenamente distinto a los hombres, y no asimilados a ellos, tal y como en la vieja epopeya se nos mostraban. Es el suyo aquí un racionalismo limitado, que no niega la existencia sobrenatural ni duda de ella, pero la reduce a lo puramente numínico. En cambio, un pasaje de la novela nos pone directamente frente al problema teológico, precisamente a raíz de unos versos emblemáticos de la epopeya de Virgilio. Es la duda formulada por el joven Niso (Aen.9.184-185):
Nisus ait: ‘Dine hunc ardorem mentibus addunt,
Euryale, an sua cuique deusfit dira cupido? [...]’
«Niso inquirió: ‘¿Fuego tal dan los dioses, Euríalo, al alma, o es el deseo acuciante el que a todos un dios se nos hace?»
En efecto, en uno de los encuentros visionarios de la joven princesa con el poeta de la Eneida, es ella la que consigue convencer al vate de que los dioses no tienen sentimientos como los hombres, sino que solo son poderes sagrados; la breve polémica hace que Lavinia teorice a la manera epicúrea (sin conocer, desde su prehistórica temporalidad, ni a Epicuro ni a Lucrecio), y se gane de repente la adhesión de Virgilio a sus propuestas, quien, tras haber recordado la pregunta de Niso, así sentencia, poniéndose ahora del lado de la joven y retractándose en estas palabras de la fe en dioses personales testimoniada en su epopeya (p.80) :
-El gran Homero de Grecia dice que es el dios el que enciende el fuego. La joven Lavinia de Italia dice que el fuego es el dios. Esto es suelo italiano. Suelo latino. Lucrecio y tú tenéis razón. Eleva tus plegarias, suplica tus bendiciones y no prestes atención a los mitos extranjeros. Son sólo literatura... Así que olvidémonos de Juno.
En coherencia con tal presupuesto, Lavinia afirma (p.23) lo siguiente sobre el dios Marte, reduciendo su esencia al mero espíritu batallador:
Marte vive en los campos de cultivo y en sus lindes. Si había algún problema, Latino convocaba a sus granjeros desde los campos y ellos acudían con las viejas espadas de bronce y los escudos de cuero de sus padres, preparados para luchar hasta la muerte por él. Una vez solucionado el problema, regresaban a sus campos y él a su mansión.
Y, según el mismo principio, define así a la diosa Venus (p.79):
Venus es el poder que invocamos en primavera en las huertas -dije con cautela-, cuando las cosas comienzan a crecer. Y llamamos Venus a la estrella del crepúsculo.
Pero completa tal, digamos, alegoría doble de Venus, naturalista y astral, con la siguiente constatación, basada en la propia experiencia del personaje en relación con Eneas, constatación que devuelve a la diosa a la esfera erótica de la que era patrona tanto en la antigua Grecia como en la helenizada Roma (p.209):
Cada vez que hacíamos el amor, yo recordaba lo que me dijo mi poeta, que aquel hombre era el hijo de una diosa, la fuerza que mueve las estrellas y las olas del mar y empareja a los animales en los campos en primavera, el poder de la pasión y la luz de la estrella de la tarde.
Es significativo que, como corroborando esta filiación venérea de Eneas, en un ulterior momento del relato Lavinia vuelva a testimoniar el especial ardor amoroso de Eneas. Construye así una inusitada imagen del héroe, anulando y omitiendo la relativa frialdad erótica con la que, de una manera indirecta, Virgilio nos lo presentaba, o en todo caso la no explicitud de su impulso erótico. Esa imagen novedosa es la de un Eneas apasionado por su esposa italiana, un digno hijo, en suma, de la diosa del amor y un digno hermano de Cupido. Ese momento corroborador de sus genes venéreos tiene lugar en la playa, inmediatamente después de confesarle Lavinia al héroe que espera de él un segundo hijo (p.248):
Había unas rocas que nos ocultarían de cualquiera que viniese desde la costa, así que, abrazados, nos dirigimos hacia ellas. Entre ellas hicimos el amor, un poco precipitada-mente y entre risas al principio [...], pero con una pasión salvaje y cada vez más intensa, hasta el punto de que, al llegar a la cúspide, sentí que mi esposo me había hecho una con el mar, sus mareas y sus profundidades.
Hasta estos extremos, pues, llega y alcanza la racionalización de la diosa Venus como nombre de la pasión amorosa. Que la novelista, al hablar del hijo de Venus en esas líneas, tenía además en la cabeza el origen marino de la diosa, lo prueba la constatación ahí patente de los efectos asimiladores con el mar que el amor de Eneas conseguía en su esposa Lavinia.
Y, en fin, el fenómeno degradatorio se cumple en relación con otras varias dei-dades o con algún otro fenómeno sobrenatural de la fuente virgiliana o de alguna otra fuente antigua de la leyenda. Curiosamente la divinidad de Vulcano, hacedor del magnífico escudo ilustrado de Eneas, aparece destruida por aplicación a la in-versa de la teoría de Evémero : Vulcano no es el dios herrero, sino un «señor del fuego», «el maestro de todos los herreros» (p.36) . A Juturna, hermana de Turno, a quien Virgilio define (Aen.12.139-141) como «diosa que domina sobre las lagunas y los sonoros ríos» y a quien, según el poeta, Júpiter concedió tal honor a partir de su condición mortal en premio por haberle arrebatado la virginidad, nuestra novelista la relaciona con el agua y los ríos (pp.29,169 y 198) , pero absteniéndose de considerarla otra cosa que muchacha mortal. La aparición en sueños del Tíber en su calidad de dios-río y su consiguiente inspiración acerca de lo que Eneas debía hacer en aquel momento (Aen.8.26-80) queda reducida (p.138) a un hecho más trivial, de modo que el río, aunque siga siendo entendido como poder numínico , digno de ser invocado, pierde su personalidad divina. La curación milagrosa de Eneas, a instancias de su divina madre, mediante la planta del díctamo y bajo los cuidados médicos de Yápige (Aen.12.391-429), pierde toda la sobrenaturalidad de que está teñida en la fuente virgiliana para ser un simple suceso afortunado pero completamente natural (p.183) . Las naves de Eneas, quemadas por Turno, no se metamorfosean ahora en ninfas, como sucedía en la epopeya virgiliana (Aen.10.215-235), sino que Eneas encuentra flotando en el agua del río restos requemados de ellas, entre los cuales algún mascarón de proa (p.159) , y entre ambas versiones media patente la distancia que va desde el pretendido realismo de la novela hasta el mundo de la epopeya transido de milagros. La locura de Amata, que en la Eneida tenía un origen explícitamente sobrenatural por influjo de Juno -según queda bien ilustrado en la imagen de la Furia Alecto, lanzando una culebra de sus cabellos, como si de un dardo se tratase, contra Amata, culebra infernal que inspira en la reina el vesano furor y motiva sus actuaciones contrarias a Eneas (Aen.7.341-355)- pasa aquí a ser explicada como una enfermedad congénita de la familia, sin visos aparentes de intervenciones del más allá (p.211) . No solo el origen divino de Eneas está anulado en el texto de la Le Guin, sino que su crianza por las Ninfas (según constaba no ya en la Eneida esta vez, sino en el mucho más antiguo Himno Homérico a Afrodita) está racionalísticamente convertida en una crianza por simples mujeres del bosque (p.246) . Y la apoteosis de Eneas (Ruiz de Elvira,1985, p.32), según constaba con toda claridad en las Metamorfosis de Ovidio (14.581-608;15.861) y con menos explicitud en Virgilio (Aen.1.250, 259ss.; 12.794ss.), aparece difuminada en el texto novelesco, aunque, como reliquia del expolio racionalista del mito, algo quiere Ursula K. Le Guin conservarnos de la legendaria inmortalidad de Eneas cuando dice (p.253):
-No estaba muerto. Me abrazó, pero no creo que me viera -me contó-. Estaba mirando al cielo. Cuando lo levantamos para subirlo a las parihuelas, cerró los ojos. No dijo nada. -No dijo nada pero aún no estaba muerto. Mientras Acates me contara la historia, Eneas no estaría muerto.
Es, pues, Lavinia la que -según testimonian estas palabras- se niega a creer en la muerte de Eneas, y la que recuerda una y otra vez, como para mantenerlo vivo, el relato hecho por Acates de los últimos momentos del héroe. Algo queda, pues, de la originaria apoteosis del caudillo, según las fuentes antiguas. Amoldándose al cauce realista de la novela, el mito conserva aún vestigios de su antiguo estatuto maravilloso. Pero la poda, difüminación u ocultación de los elementos que no eran realistas en el mito primitivo es, en suma, la práctica dominante en esta novela.
Los dioses ausentes, sin embargo, no solo son compensados con la presencia fantasmal de Virgilio, de raíces dantescas, del poeta creador y guía del conocimiento, sino que también proliferan en el discurso nuevo las referencias a los rituales religiosos de todo tipo en el antiguo Lacio, rituales que son el antecedente etiológico de las fiestas y celebraciones sacras de la Roma histórica, sobre los que la novelista se muestra por cierto muy bien informada . Este es otro importante sucedáneo de las actuaciones divinas explícitas. Y con ello cumple la autora su determinación de ser plenamente realista, desechando la antigua cosmovisión y el antiguo código expresivo de la epopeya: la realidad histórica y cotidiana no nos permite ver a los dioses en sus obras y sus figuras, sino que nos muestra solo el espectáculo humano de la religión, esto es: los individuos y los pueblos en busca del misterio divino, los ritos que quieren asegurar la paz entre el mundo visible y el invisible, la tensión de lo mortal hacia lo inmortal, la inquietud de los corazones; esto es lo real y esto ha de ser lo novelesco, parece decirnos la autora. La religión, y no los dioses, es lo que la Le Guin quiere hacer visible, y lo consigue de modo admirable. Ahí están para corroborarlo sus explicaciones y desarrollos, bien integrados en el discurso ficcional, sobre el ritual de los salios (p.44), sobre el de la expulsión de los lemures (p.50), sobre la fiesta de las Caprotinae (p.123), sobre la ceremonia nupcial y sus minucias religiosas (p.205), sobre las Ambarvalias y el canto de los hermanos Arvales (p.232), sobre el curioso rito del caballo de octubre (p.233), o sobre la conclamatio como parte final de los funerales (pp.199,251).
Y tal proceder es al mismo tiempo un modo de caracterizar a Lavinia, la narradora, como un personaje de especial inquietud religiosa, de acuerdo precisamente con el testimonio de la fuente virgiliana, pues dos de las escasas referencias que el poeta de la Eneida dedica a la princesa latina la sitúan precisamente en el marco de ceremonias religiosas, acompañando a su padre (Aen.7.71-72): praeterea, castis adolet dum alta- ria taedis,/et iuxta genitorem astatLauinia uirgo....), o a su madre (Aen.11.477-480): nec non ad templum summasque ad Palladis arces/ subuehitur magna matrum regina caterua/ dona ferens, iuxtaque comes Lauinia uirgo,/ causa mali tanti, oculos deiec- ta decoros..): bien en actitud de encender el fuego sobre el altar para el sacrificio, bien como integrante de la procesión de mujeres que, encabezada por la reina, subía al templo de Palas para llevarle ofrendas y súplicas. Está, así pues, suficientemente autorizada por la propia fuente virgiliana esta tan afilada dimensión religiosa de la novela; no se trata de un simple rasgo de erudición de la autora caprichosamente superpuesto al argumento, no de una pretenciosa exhibición de conocimientos arbitrariamente diseminados.
Por lo demás, podríamos detenernos a ponderar cómo la novela alarga por delante y por detrás el argumento virgiliano, contándonos detalles de la infancia de Eneas, del período ulterior a su victoria sobre Turno, y del período ulterior a su muerte, con una no banal caracterización negativa de Ascanio como inferior a su padre en dotes de gobierno y en capacidades humanas; cómo la novelista amplía con mucha verosimilitud ingredientes y secuencias apenas esbozados en el poema de Virgilio (por ejemplo, la rebeldía de la reina Amata, que aquí está explícitamente enamorada de Turno, su sobrino, a quien quiere a toda costa casar con su hija; o por ejemplo, la personalidad y actuación de Silvia, hija del pastor Tirro y amiga entrañable de Lavinia); o cómo en esta ficción se deja sorprendentemente de lado a un carácter tan rico en humanidad y tan peculiar como el de la amazona Camila. Pero espero con lo dicho haber mostrado la resurrección y locuacidad de un personaje, el de Lavinia, que estaba esperando muda y silenciosa una inyección de voz y de espíritu; una bella durmiente que aguardaba desde antaño, en el palacio encantado de la leyenda, el beso vivificante de la literatura.
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