Inés, mestiza de la casa de don Rodrigo
Ortiz de Zarate, corre en pos del amo para observar a los tres prisioneros que
avanzan entre picas y espadas desnudas. Tan corpulento es su señor que no le
deja ver cuanto quisiera. Además, la reverberación que irisa de escamas el río
la obliga a hacer visera con la mano. Los tres hombres se aproximan lentamente,
hendiendo el grupo de curiosos. Ahora sí, ahora puede detallarles a su gusto.
Se han detenido ante el teniente de gobernador, a pocos metros. Dos de ellos llevan
las barbas crecidas, sucias, espinosas, sobre las ropas desgarradas; el otro,
lampiño, parece un adolescente. Una masa de pelo color de miel le cae sobre el
rostro y a cada i
nstante la aparta con un movimiento brusco de la cabeza:
entonces la cara se le ilumina con la luz de los grandes ojos celestes. Inés no
vio jamás ojos como esos. La gente de aquí los tiene renegridos, tenebrosos, o
de un verde profundo. Los de Isabel son así, verdes como piedras verdes, como
cristales verdes.
El menor se adelanta y hace su reverencia,
la diestra en la cintura. A la legua se le advierte el señorío, a pesar del
traje miserable cuyos jirones dejan transparentar, en las piernas y en el
pecho, su carne justa, ceñida, tostada por el sol. Don Rodrigo tose por
dignidad y le interroga: ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? Alza el muchacho la
mano delgada y responde en lengua extranjera, gutural. El hidalgo se
impacienta. Detrás, las mujeres atisban y los hombres del pueblo comentan por
lo bajo. Extiéndese alrededor la chatura de Buenos Aires, con unas contadas
casucas, con unas huertas, con algún árbol asomado sobre las tapias. En el río
se balancea la canoa indígena en la cual llegaron los forasteros. Por fin hay
uno que entiende a medias ese idioma y que explica al funcionario del Rey: los
recién venidos son ingleses y el capitán que los encabeza se llama John Drake.
Demúdase Ortiz de Zarate y se le marca en
la frente la lividez de la cicatriz:
—¿Drake? ¿Dráquez? ¿Cómo el pirata
Francisco Dráquez?
Toma a parlamentar el intérprete y con mil
dificultades traduce: el joven es sobrino de Sir Francis Drake, corsario de la
Reina Isabel de Inglaterra. Lo mismo que sus compañeros, se ha fugado a través
del río, por milagro, en esa frágil canoa. Los charrúas les tuvieron presos
durante trece meses.
Lo único que al teniente de gobernador
importa es que sus obligados huéspedes sean súbditos de la soberana herética.
Se mesa las barbas patricias y exclama: ¡Herejes!
—¡Herejes! ¡Herejes! —chilla una mujer que
le ha oído, y entre los mirones corre un estremecimiento.
—Habrá que avisar al Adelantado, a
Charcas, y a los señores inquisidores, en Lima.
Don Rodrigo Ortiz de Zarate da la orden de
marcha. Va caviloso. Es hijo del Cerero Mayor de la Emperatriz y no juega con
las cosas que atañen a la religión. Le siguen, custodiados, los tres piratas.
Chisporrotean las alabardas, como si fueran de fuego. Cuando pasan junto al
rollo de justicia, donde los criminales son expuestos al escarnio público,
Ortiz de Zarate titubea. No sabe si debe hacerles encadenar allí, pero
recapacita que ésos son asuntos que incumben a autoridad más alta, y se interna
con la comitiva en la ciudad. A la zaga, discuten los vecinos.
—A estos luteranos —dice uno— hay que
hacerles arder como paja.
Dispone don Rodrigo que por ahora les
encierren en la casa que Pablo de Xerez hace construir frente a la suya, en el
solar que Garay le asignara dentro de los repartimientos de la fundación. Ya
hay en pie dos habitaciones y una tiene una pequeña ventana dividida en cruz.
Allí quedará el sobrino del Dráquez, el sobrino del Dragón, como le llaman en
América. A los otros se les señalará por cárcel la habitación contigua.
Inés, la mestiza, ha permanecido inmóvil
mientras se aleja la tropa. Aunque se empeñara, no podría moverse. En sus
dieciséis años, nunca ha sentido tan confusa emoción. ¡Cómo se asombrarían los
muchachos que sin cesar la requieren de amor, si consiguieran leer en su ánimo!
Para ellos es la esquiva, la secreta, la que no se da.
Inés está como hechizada. Por más que baja
los párpados, la tiniebla se aclara con las llamas del pelo de John. Le ve en
todas partes, volandero, como una madeja que se enreda a los cercos de tunas y
que envuelve con su trama fina las fachadas pobres. Ella misma siente, tras los
ojos cerrados, que la hebra de oro y miel gira y se enrosca en torno de sus
piernas firmes, de su cintura escurridiza, de sus pechos nuevos, y asciende
hasta su boca. No acierta a moverse, maniatada, desconocida.
Drake se ha vuelto a mirarla, una vez.
En el patio del teniente de gobernador,
mientras don Rodrigo garabatea sus cartas altisonantes para donjuán Torres de
Vera y Aragón, el Adelantado, y para el Tribunal del Santo Oficio del Perú,
Inés ha escuchado muchos pormenores de la vida del joven corsario. Los relatos
la hacen soñar. Es cosa de maravillarse, pensar que en tan cortos años haya
corrido tantas aventuras.
Fue de los que dieron la vuelta al mundo,
con Sir Francis; de los que apresaron paños de Holanda en las Islas de Cabo
Verde, y vino en Valparaíso, barras de plata en Arica, sedas y jubones en el
Callao y más y más oro en los puertos del Pacífico, a punta de espada; de los
que recibieron parte en la distribución de vajillas lujosas; de los que
navegaron por los mares de monstruos que bañan a las Islas del Maluco y fueron
de allí a Guinea y a Sierra Leona, trocando el metal por clavo de olor, por
pimienta y por jengibre. Al oír las narraciones fabulosas, parécele a Inés que
los galeones avanzan por la plaza de Buenos Aires, amenazadores los leopardos
en las banderas, inundándolo todo con el perfume de las especias exóticas. Y
eso no bastó. Después de que la Reina Isabel armó caballero a Sir Francis, John
volvió al océano a las órdenes de Edward Fenton. Comandaba una nave. ¡Y sólo
cuenta veinte años! En la boca del Río de la Plata, los bancos de arena les
cerraron el paso. Una noche, arrastrado por la tormenta, el patache de John
Drake se alejó del resto de la armada. Tras de bogar a la deriva, se hundió
frente a la costa. Los marineros ganaron la playa a nado y allí les
descubrieron los charrúas a causa del humo de las fogatas. Más de un año les
privaron de libertad, con la duda constante de cuándo les devorarían. Por fin
lograron huir John Drake, Richard Farewether, su piloto, y Dados, otro luterano.
Inés se dice que aunque John no fuera
sobrino del Dragón famoso, aquel cuyo azote fue anunciado por la aparición de
un cometa; aunque no hubiera andado por tierras de tanto sacrificio; aunque no
hubiera metido los brazos hasta el codo en el oro y las perlas, lo mismo la
hubiera subyugado así. Sabe ya que le ama sin razón y sin fortuna,
desesperadamente, que le ama por esa masa de pelo que para ella brilla más que
el oro de los cofres, por sus piernas largas y nerviosas, por ese mirar.
Dos soldados vigilan la puerta de la casa
de Xerez que guarda a los cautivos. Durante el día, los vecinos la rondaron.
¡Hay tan poco que hacer en Buenos Aires! Buscan de espiar hacia el interior,
como si fuera aquélla una jaula de animales raros. Y raros son, en verdad:
ingleses, piratas y heréticos. Deberían tener cuernos y pesuñas. Los
disimularán. El mocito que los manda disfraza los cuernos, de seguro, debajo de
tanto pelo de miel.
Al atardecer Inés se acerca. Los soldados
la conocen. Uno la requiebra, pero no la dejan llegarse, como hubiera deseado,
hasta la ventana en cruz. Ordenes del señor Ortiz de Zarate. Se aposta, pues,
al otro lado de la calle, a la sombra del alero de su amo, allí donde un sauce
vuelca torrentes negros y la oculta. Y mira y mira, angustiada. Minutos
después, la ventana se ilumina. Es que él está ahí, dorado como los dioses que
se alzan, esculpidos en las proas de las galeras. Y la ha visto también. Ha
visto, a diez metros, la silueta de una mujer graciosa, toda trenzas y ojos
verdes y boca frutal. Más de una hora quedan el uno frente al otro. No pueden
hablarse y si se hablaran no se comprenderían. Sólo pueden mirarse y callar, él
subido en un escaño por lo alto de la abertura. En el medio, por la calle de
barro, se persiguen las gallinas grises y los patos solemnes, redondos. Don
Rodrigo Ortiz de Zarate ha anunciado que los prisioneros partirán para Santa
Fe, en el plazo de cinco días, a que se les tome declaración jurada, y que de
allí seguirán viaje al Paraguay.
¡Cinco días! Inés llora echada de bruces
en su cuja. Llora con el cabello destrenzado. Su sangre dormida hasta hoy,
clama por el corsario adolescente. En su inocencia, no define qué le pasa. Lo
único que sabe es que quisiera más que nada, más aún que poseer el broche de
rubíes de su señora doña Juana de la Torre, tener ahí con ella, al pequeño
Dragón y estrecharle contra el pecho. Le duele el pecho de amarle así.
John Drake también la recuerda. En los
días transcurridos desde su arribo a Buenos Aires, se ha esforzado en no pensar
en otra cosa. Se convence, con argumentos apasionados, para diluir el miedo,
que si por algo le importa que lo saquen de allí y le envíen hacia el norte y
hacia las misteriosas torturas inquisitoriales, que los predicadores de la
corte inglesa describen con tal minucia, es porque tendrá que dejarla, porque
ya no la volverá a ver, elástica, aceitunada, a la sombra familiar del sauce
antiguo. Se revuelve como un cachorro de león en su cárcel diminuta. No quiere
darse tiempo para otras memorias, ni siquiera para aquélla, fascinante, que le
muestra a la Reina Isabel en el esplendor barroco de su falda rígida, titilante
de joyas, y a él de hinojos, detrás de Sir Francis, oscilándole una perla en el
lóbulo izquierdo, al cuello el collar de esmalte y oro macizo. La Reina les
estira la mano a besar... ¡Pero no, no quiere pensar en eso, ni en los arcones
abiertos, colmados hasta el tope de cálices, de incensarios, de casullas y de
aguamaniles que centellean! Ni tampoco en el Támesis sereno, que fluye entre
castillos, tan distinto de este río de maldición; ni evocar la estampa feliz de
los perrazos de Lancashire y de los galgos esbeltos, cuando disparan entre el
alegre clangor de las trompas; ni el bullicio de las riñas de gallos, con la
elegancia de los gentileshombres que arrojan escarcelas de monedas sonoras; ni
los duelos y el jubiloso escapar embozado, ante los faroles de la guardia; ni
los jarros desbordantes de cerveza, que se alzan hacia las vigas de las
hosterías, en los coros de los brindis... Nada... nada... Nada: ni pensar en
las islas remotas, amodorradas bajo las palmeras y los árboles de alcanfor.
Otras mujeres ha conocido, muchas otras, sumisas como esclavas entre sus
brazos... Y no quiere pensar en ellas, ni en nada, ni en Sir Francis sobre
todo, su verdadero rey, su auténtico dios, a quien ve, en un relámpago, con un
fondo de mascarones pintados y de velámenes hermosos como cuerpos de mujer. No,
no quiere... Sería terrible pensar en esas cosas y en las cosas del mañana, las
que se agazapan, camino del Perú, donde le colgarán por los pulgares en una
cámara subterránea y le abandonarán hasta que se pudra. Es necesario olvidarlas
para no enloquecer. No hay que guardar en la mente más imagen que la de la
mestiza que diariamente, cuando se insinúa la noche, acude a su apostadero,
frente a la ventana. Eso sí, eso es una realidad bella y dolorosa, y lo demás
son sueños.
Tres días; no restan más que tres días.
Inés ha resuelto que esta noche hablará con él, aunque no le entienda. Su amor
la transfigura. La muchacha tímida, recelosa, está pronta a correr cualquier
riesgo. Corta un racimo de uvas, en la viña de la huerta, y cruza con él la
calle. Lo muestra de lejos a los soldados, quienes se encogen de hombros: ¡Para
el prisionero!
Después de todo, poco falta para que los
ingleses abandonen a Buenos Aires.
Ahora están frente a frente, separados por
el muro: de un lado John Drake, todo luz; del otro Inés, toda sombra. Ella se
empina, porque la ventana está muy alta, y tiende el racimo. El se encarama en
el escabel, pero en lugar de tomar la fruta, se aterra a la muñeca de la
mestiza. Las uvas ruedan por el suelo. La muchacha, aplastada contra la pared,
siente la aspereza de la tapia mojada de rocío, punzándole los pechos y el
vientre. El pirata habla atropelladamente, jadeando, y ella advierte, en el
borbotón de palabras desconocidas, el tono de ruego angustiado. A poca
distancia, sobre su cabeza, se enciende el pelo sutil que se muere por
acariciar. Drake guarda silencio; sólo se oye su respiración anhelosa. Le
suelta el brazo y de un manotón lanzado en la noche, ciego, le arranca el
vestido tenue y descubre un hombro moreno. Esa fruta sí; a esa fruta sí la
quisiera, que debe ser tibia y lisa y dulce.
Pero ya se aproximan los soldados con los
arcabuces, e Inés huye hacia la casa de don Rodrigo. Mañana, las gallinas
picotearán en el fango, sorprendidas por el inesperado banquete, las primeras
uvas del señor Ortiz de Zarate.
Inés no ha regresado durante dos días a la
tapia desde la cual suele atisbar al preso. Doña Juana de la Torre se ha
enterado, por chismes de las esclavas que hilan en sus ruecas, de que la
mestiza llevó un regalo de su fruta al capitán cismático, y la ha amenazado con
decírselo al teniente de gobernador si se repite el episodio. Es muy piadosa; a
la Reina de Inglaterra la llama «la Diabla»; se persigna tres veces antes de
acurrucarse en el lecho marital.
La muchacha solloza en su habitación.
¡Mañana, mañana mismo, el pequeño Dragón se esfumará, para siempre! No le verá
y los días transcurrirán, monótonos, entre los rezongos de don Rodrigo y la
charla mareante de los esclavos. Se pasa la mano, suavemente, sobre el hombro.
Cierra los ojos e imagina que es él quien la roza con los dedos de filosa
delgadez. Aguarda a oír los ronquidos de su amo y sale.
Es noche de luna llena; la embalsama el
aire liviano. La ciudad reposa. A veces, el chillido de una lechuza solitaria
ahonda la quietud. Los soldados velan delante de la puerta de Pablo de Xerez.
Ortiz de Zarate es muy riguroso: no vayan a volársele los pájaros, cuando les
tienen lista la jaula en Asunción del Paraguay.
Inés corre hacia su refugio, bajo el
sauce, en puntas de pie. Los carceleros no notan su presencia. Chista muy
bajito y en seguida surge en la ventana la cara de John. Nunca le ha parecido
tan hermoso a la mestiza, nunca tan leve el pelo de oro. La luna lo enciende en
la cruz de los barrotes.
La niña da un paso, dos, tres, hasta que
el resplandor lunar se vuelca sobre ella como un torrente de plata. Desprende
entonces su vestido y lo deja caer despacio, con un ademán ritual. Queda
completamente desnuda ante el infiel. John Drake muerde el barrote. Inés le
brinda lo que puede brindarle, lo único que puede brindarle: esa desnudez de
sus dieciséis años celosos; todo lo que tiene.
El pirata, deslumbrado, lanza un grito.
Los soldados ven, un segundo, la forma ágil, saltarina, que desaparece. Y en la
ventana, los ojos celestes, dilatados.
Al alba, a caballo, con escolta, John
Drake, Richard Farewether y Dados, partieron para Asunción, etapa en su rumbo
al Santo Oficio de Lima.
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