Balder va en busca del drama
El perramus[1] doblado, colgado del brazo izquierdo, los botines brillantes, el traje sin arrugas, y el nudo de la corbata (detalle poco cuidado por él) ocupando matemáticamente el centro del cuello, revelaban que Estanislao Balder estaba abocado a una misión de importancia. Comisión que no debía serle sumamente agradable, pues por momentos
miraba receloso en redor, al tiempo que con tardo paso avanzaba por la anchurosa calle de granito, flanqueada de postes telegráficos y ventanas con cortinas de esterillas.
«Aún estoy a tiempo, podría escapar» —pensó durante un minuto, mas irresoluto, continuó caminando.
Le faltaban algunos metros para llegar, una ráfaga de viento arrastró desde el canal del Tigre un pútrido olor de agua estancada, y se detuvo frente a una casa con verja, ante un jardinillo sobre el cual estaba clausurada con cadena la persiana de madera de la sala. Una palma verde abría su combado abanico en el jardín con musgo empobrecido, y ya de pie ante la puerta buscó el lugar donde habitualmente se encuentra colocado el timbre. De él encontró solamente los cables con las puntas de cobre raídas y oxidadas. Pensó:
—En esta casa son unos descuidados —y acto seguido, llamó golpeando las palmas de las manos.
Su visita era esperada. Inmediatamente, por el patio de mosaicos, entre macetas de helechos y geranios, adelantóse con los rápidos pasos de sus piernas cortas, una joven señora de mejillas arrebatadas de arrebol e insolentísima mirada. Acercándose a la puerta le extendió una mano entre las rejas al tiempo que con la otra corría el cerrojo. Dijo:
—Pase… y no olvide que le recomendé mucha calma.
—Pierda cuidado, Zulema —y Balder sonrió cínicamente. Sin embargo, de observársele bien, se hubiera podido descubrir que sus ojos no sonreían. Examinaba lo que le rodeaba con curiosidad vivísima. De pronto reparó que su sonrisa era inconveniente en tales circunstancias y aunque trató de reprimirla, no pudo impedir que su semblante reflejara cierta jovialidad maliciosa. Se alegró de que la joven señora, caminando ante él, diera la espalda, y ahora ella, frente a la puerta de la sala, forcejeaba con la manilla, desajustando por dentro la cerradura sobre sus tornillos flojos. Nuevamente el visitante pensó:
—Indiscutiblemente, en esta casa son unos descuidados. Puerta sin timbre, cerraduras sin componer…
La joven señora inclinada sobre la manilla repitió:
—Tenga calma, sujete sus nervios y sea dócil. Doña Susana tiene un carácter terrible, pero es muy buena.
La puerta se abrió sobre la habitación, y nuestro joven entró a la sala que se le antojó desmantelada y siniestra.
Encajonábase allí una oscuridad de paredes harto tiempo humedecidas. Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra que entraba por la puerta entreabierta, descubrió un piano sin herrajes dorados, lo cual le daba un singular aspecto de cajón mortuorio. Sobre él, a cierta altura, se distinguía la sólida cabeza de un viejo uniformado, bigotes canosos y rostro vuelto tres cuartos de perfil, y a un costado, más abajo, la fotografía de una señorita de cara de mona, con un vestido tieso, sobre un fondo rosado.
En otro muro, pésimamente repujado descubrió un plato de estaño. Tres sillas desdoradas y un sofá constituían el moblaje de la habitación.
«Sala de pobre gente con pretensiones», pensó Balder, depositando el perramus y el sombrero sobre el sofá. Como tenía conciencia de que su mirada se había vuelto nuevamente burlona, temeroso de que pudieran espiarle compuso rostro grave y expresión pensativa. Al volver la cabeza fijó nuevamente la mirada en el teniente coronel del retrato, y se dijo: «Parecía enérgico ese hombre».
Alguien forcejeó en la puerta de comunicación de la sala con el cuarto inmediato, se desprendió bruscamente el pasador cayendo al suelo con gran estrépito, y la puerta se abrió, apareciendo una dama como de cincuenta años, arrebujada en un manto violeta. Alguna impresión reciente le congestionaba el semblante, pero a pesar de ello se mantenía tiesa, y su cabello blanco, recortado sobre la nuca acrecentaba la expresión de energía que brillaba despiadadamente en sus ojos. El labio inferior y la mandíbula ligeramente colgante le daban un matiz de degeneración, acaballada por dos arrugas extensas que tomaban sus sienes, los vértices de los labios y los maxilares. Su mirada dura buscó inmediatamente los ojos de Balder, y éste, antes que la dueña de casa pudiera pronunciar palabra, exclamó:
—¡Qué notable!, aquí ninguna cerradura anda bien.
La señora se detuvo a dos pasos del joven con gesto de primera actriz ofendida, y Zulema, que entró tras de ella, hizo la presentación:
—El ingeniero Balder, la señora Susana Loayza.
Balder se echó la mano al bolsillo viendo que la presentada no le alcanzaba la suya, y pensó rápidamente:
«La comedia ha comenzado».
«La señora Loayza» lanzó un horrible:
—Caballero, ¿a qué debo el honor de su visita?
Balder pensó por un instante que él no era un «caballero» ni tampoco deseaba serlo. También experimentó tentaciones de explicarle a su interlocutora que la palabra «caballero» le recordaba la llamada que los lustrabotas dirigen a los transeúntes en la puerta de sus cuchitriles, y finalmente meneó la cabeza como si tuviera que vencer su timidez y aceptar lo irremediable de un destino cruel.
—Señora, usted sabe que vengo a pedirle autorización para tener relaciones con su hija Irene.
La anciana casi respingó al tiempo que se llevaba las dos manos al pecho:
—¡Pero esto es horrible, simplemente horrible! ¿Cómo voy a concederle permiso a mi hija para que tenga relaciones con un hombre casado? Porque usted es casado. Me informaron que usted es casado.
Balder repuso con suma sencillez:
—Señora… convendrá conmigo que no es lo más grave que pueda ocurrirle a una jovencita, tener relaciones con un hombre casado —y luego envolvió en una mirada a su amiga Zulema, como diciéndole: «¿No está usted satisfecha que me mantenga calmo tal cual me recomendaba?».
—Pero esto es horrible… horrible…
Balder prosiguió imperturbable:
—Yo no le veo lo horrible. Por otra parte será horrible hasta que uno termine por acostumbrarse a la idea y, entonces, la idea deja de producir tal efecto. Sin contar que un casado puede divorciarse. ¿No es así?
Hablaba con vocecita dulce y sumamente persuasiva.
La enérgica señora, más arrebolada ahora que antes, repuso:
—¿Y la hija del teniente coronel Loayza se va a casar con un divorciado? Jamás… jamás… antes prefiero verla muerta.
Balder experimentó la tentación de explicarle que él no había ido a tratar allí su segundo matrimonio, sino unas simples e inocentes relaciones, lo cual era muy distinto al problema planteado por ella. En aquel mismo instante la persona a quien la señora Loayza «prefería ver muerta antes que casada con un divorciado» entró silenciosamente al cuarto y se apoyó en el borde del piano, después de saludar a Estanislao con una tenue sonrisa.
Era una joven de dieciocho años. En la penumbra, el ancho rostro tallado en sombras adquiría relieves de luminosidad trágica. Balder examinó el abombado plano pálido de sus mejillas que tantas veces besara y sintió que su jovialidad se derretía bajo la temperatura de aquellos ojos negroverdosos, que le daban a la criatura una expresión gatuna y reconcentrada. Embutía su busto de mujer totalmente desarrollada una bata de punto color marrón, y doña Susana, volviendo los ojos hacia su hija, exclamó:
—Aquí está la gran desvergonzada que engaña a su madre.
En el ceño de la jovencita se formó una triple arruga como las tres cuerdas de un contrabajo, y la madre dirigiéndose a su amiga Zulema exclamó:
—¡Ah! Zulema, Zulema… que no viva el teniente coronel para poner orden en esta casa. —Y reiteró—: Antes verla muerta que casada con un divorciado. Además… ¿ha iniciado acaso usted los trámites de divorcio?
—No, pero pienso iniciarlos pronto —y Balder calló mirando extasiado a la jovencita que, apoyada en la tapa del piano, lo miraba con su profunda mirada de mujer que ya sabe los placeres que un hombre puede esperar de ella, y con qué moneda debe pagarlos.
Cualquiera diría que la dama esperaba que Balder pronunciara estas palabras para tener el pretexto de exclamar:
—No, no, no. De ningún modo mi hija puede casarse con un hombre divorciado. Sería el hazmerreír de la gente.
—¿Por qué, señora? —repuso Zulema, que se había sentado a la orilla del sofá—. ¿No aplaudía usted el otro día el divorcio de la señora Juárez?
—Eso es otra cosa —repuso la viuda del teniente coronel—. El marido de Lía Juárez es un bruto… hizo muy bien ella en plantarlo. Además… me importa poco. Si Irene se niega a obedecerme, tendrá que acatar las órdenes del Ministro de Guerra.
Balder desencajó los ojos.
—¿Y qué tiene que ver en este asunto el Ministro de Guerra…?
—¿Cómo que tiene que ver? El Ministro de Guerra es el tutor de la nena…
—¿Tutor…?
—Y claro. ¿Usted no sabe que el Ministro de Guerra es, el tutor de todos los huérfanos de militares que son menores de edad?
Balder se mordió los labios para no lanzar una carcajada y pensó:
«Aviado estaría el Ministro de Guerra si tuviera que hacer caso de los líos de todas estas mujeres». E irónicamente repuso:
—A pesar de lo que dice pienso que si usted no estuviera dispuesta a permitir mis relaciones con Irene, no me habría recibido ¿Qué objeto tendría de otro modo una conversación entre nosotros?
—Caballero, yo lo he recibido para decirle que se olvide de esa hipócrita que todo le oculta a su madre y para que esas actividades amorosas las dedique a su esposa.
—Yo estoy separado de mi esposa. Además, usted comprenderá, mis actividades amorosas las dedico a quienes las merecen. Su hija y yo… ¿cómo expresarme?, estamos ligados por lazos de fatalidad sumamente complicados. Esto posiblemente no lo entienda usted… cosa que mayormente no puede influir en el curso de nuestras relaciones, pues las permita o no, yo continuaré con Irene.
Ante una respuesta así, no cabía otra actitud que señalarle la puerta al visitante o amainar en cavilaciones inútiles. La viuda del teniente coronel optó prudentemente por esto:
—No, no, yo no permitiré jamás que mi hija se case con un divorciado.
Se produjo un intervalo de silencio.
Balder pensó:
«Esta vieja tiene un alma taciturna y violenta. Carece de escrúpulos. Además que yo no me he presentado en esta casa para hablar de casamiento sino a pedir permiso para tener relaciones con Irene, lo que es muy distinto a “casarse”» —y nuevamente examinó con curiosidad ese rostro que en la sombra parecía un bajo relieve terroso, con las mejillas excavadas por gruesas arrugas.
Y por decir algo replicó:
—Pero su posición es absurda, señora.
Lo cual no le impidió pensar: «Son notables las contradicciones de la buena señora. Pregona que prefiere ver a su hija muerta antes que casada conmigo y, al mismo tiempo, revienta de curiosidad por saber si he iniciado los trámites de divorcio. Me jugaría la cabeza que esta viuda es capaz de llevarlo a un pretendiente, a los tirones, hasta el Registro Civil».
Sin embargo su cínica desenvoltura se evaporaba en contacto de la presencia de Irene. Ella, en la sombra, con los brazos cruzados sobre sus senos, lo retrotraía a días de placer incompleto, en los cuales el goce, por extraña antinomia, se convertía en la azulada atmósfera de país de nieve, donde todas las posibilidades eran verosímiles y espléndidas. En cambio la anciana le despertaba un rencor injustificable.
La señora Loayza prosiguió:
—Absurda o no, Irene tendrá que obedecerme.
—Usted tendrá que atarla con cadenas, a Irene.
—Que se atreva a hacer algo esa mocosa. Que se atreva. La meto en una escuela hasta que sea mayor de edad. Mañana mismo se la entrego al Ministro de Guerra.
Balder, sinceramente entristecido, repuso:
—Señora, es una lástima lo que ocurre. Irene y yo nos hubiéramos entendido. Yo quiero mucho a Irene. La quiero y la he tratado como un padre. Es una pena que esto ocurra así.
—En ese caso usted no ha hecho nada más que cumplir con sus deberes de caballero —repuso la viuda.
Balder quedó callado. Contrariaban sus deseos. Él podía ser un cínico, pero nada priva que un cínico se enamore. Y él estaba enamorado de Irene. Repuso consternado:
—La he cuidado como un padre, como si fuera hija de mis entrañas.
Irene lo miró profundamente y recordando quizás intimidades nada paternales, habidas con él, sonrió burlona, como diciéndole: «Chiquito… sos un desvergonzado comediante».
Balder continuó:
—Cuando un hombre de mi edad quiere a una chica como un padre (el bufo se mezclaba en él con el tragediante) sus destinos no deben troncharse. Irene y yo nos entendemos muy bien. Usted que por su edad debe tener dominio del mundo está obligada a darse cuenta de nuestra situación. (Una magnitud de emoción acudió en su auxilio.) Irene y yo estamos predestinados a vivir siempre juntos. Nos queremos. ¡Cuántos hombres casados hay que se han divorciados para casarse más tarde con la mujer que amaban efectivamente! ¿Es un pecado amar? No. Además mi vida es un desastre. Yo no quiero a mi mujer. Actualmente estamos separados. Con Irene nos hemos conocido de manera excepcional y nuestra relación por lo tanto también debe ser excepcional. ¿Qué importa que esté casado? ¿Tiene alguna importancia eso? No, ninguna. ¿Cuántos hombres y mujeres se divorcian cada año en cada país del mundo? Es una cifra que no se ha calculado todavía… pero ya es enorme. Creo que en Estados Unidos las estadísticas dan el cinco por ciento. Nosotros nos queremos y basta. Podemos constituir un hogar feliz. Y si usted se opone, será responsable de todo lo que ocurra, señora. Sí… será responsable. Ante Dios y los hombres.
A medida que hablaba, avanzaba en Balder una extraordinaria necesidad de burlarse de sí mismo y de los que le escuchaban. Cuando dijo: «Usted será responsable ante Dios y los hombres», una vocecita interior susurró en sus oídos: «Desvergonzado, ni que estuvieras en un teatro». Balder desentendiéndose de su vocecita, continuó:
—¿Es vida la que llevamos, señora? Sea sensata. Irene me quiere. Yo pienso continuamente en ella. ¡Oh!, si usted supiera cómo nos hemos conocido. Y ahora estoy ante usted aquí hablando de mi amor y tengo la sensación de que usted me entiende, comprende mis nobles sentimientos y los admite… sí, señora… usted los admite y por amor propio, por prejuicio, me dice que no mientras que su corazón me dice: sí… sí sea feliz con la mujer que tan fervientemente ama. Sea feliz, hijo mío.
Mientras hablaba, Balder pensaba:
«Cuando más estúpido me crean, mejor».
Por otra parte es muy posible que la viuda del teniente coronel se diera cuenta que en Balder alternaba simultáneamente el hombre sincero y el comediante, y al tiempo que arrollaba nerviosamente los flecos violetas de su pañoleta en la punta de sus dedos, meneó la cabeza para decir:
—Todo lo que dice está muy bien, pero póngase usted en condiciones. Lo que pretende es inadmisible. Vivir con su esposa y estar de novio. No, no y no.
—¿Y si yo me divorciara?
—Entonces sería otra cosa. No sé. Tendría que pensarlo. Aunque no. No. Mi hija no puede casarse con un hombre divorciado. Hay que ver lo que murmuraría la gente. Por otra parte yo no tengo ningún apuro de casar a mis hijas. Están muy bien en su casa, al lado de su madre. ¿Y ahora vive con esa mujer?
—No, ya le he dicho que estamos separados. No nos entendemos. Y lo grave es que no nos entenderemos nunca.
—¿Y por qué no se separa de una vez? ¡Dios mío! Yo con mi carácter no podría aguantar diez minutos junto a una persona que me fuera antipática.
—Sí, lo mejor es divorciarse. Pronto pienso iniciar los trámites.
La conversación languidecía. Había menos intensidad luminosa en el patio. Balder sintió frío, permanecía de pie. Dos veces se negó a tomar asiento. Moviéndose, le parecía ser más dueño de sí mismo. Irene no hablaba. De brazos cruzados, apoyada en la cubierta del piano, observaba a Balder largamente con su mirada gatuna. La otra señora joven, junto a ella, cuchicheaba por momentos, y de pronto dijo:
—¿Por qué no le dice a la nena que toque el piano?
—No, no, que no toque —ordenó la señora—. Es muy tarde ya.
—Entonces, señora… su última palabra…
—No, absolutamente no. Mientras usted no esté en condiciones, no es posible que tenga relaciones con la nena. Por otra parte Irene es muy joven… tiene que estudiar todavía…
—Nada se opone a que siga estudiando teniendo relaciones conmigo.
—Primero que acabe su carrera. Después veremos.
La señora joven estalló en un romanticismo de película barata:
—¡Qué felicidad el día que se casen! Ya la veo a Irene en traje de novia, entrar a la iglesia de su brazo.
Sarcásticamente pensó Balder:
«Esta mujer es una burra. No se da cuenta que propone un sacrilegio. La Iglesia no admite el divorcio en el matrimonio consumado. Doctrina definida por los cánones 5, 6 y 8 del Concilio de Trento». Y contestó:
—La Iglesia no admite el divorcio, señora. El único que en realidad tolera es aquél que en Derecho Canónico se define como qua torum et habitationes, es decir separación en cuanto a habitaciones…
Irene, atravesando el cristal de los ojos de Balder con su mirada gatuna, parecía pensar:
«A este desvergonzado no le parece impropio pedir mi mano estando casado, y finge indignación a casarse por la Iglesia. Pero ya le ajustaremos las clavijas».
—Ésas son pavadas de cura —arguyó la señora joven.
—Mi hija no se ha de casar con quien a ellos se les ocurra, sino con quien yo disponga.
—Los curas predican una cosa y hacen otra.
—Dígamelo a mí que he conocido cada capellán del ejército que lo único que le faltaba… El difunto, me acuerdo, contaba cada cosa…
La conversación abarcaba matices de carácter íntimo. La viuda insistía en que Balder se sentara. Estanislao a su vez se impregnaba del oscurecimiento que advenía en el patio. Estaba cruzando una altura peligrosa. Comprendía que debía irse sin exigir ninguna contestación concreta. «Aquella gente era fácil. Posiblemente lo juzgaban un imbécil». Frecuentemente producía esa impresión en las personas que no dominaban el mecanismo psicológico del caviloso. Dijo tomando su perramus:
—Señora, me voy a retirar. He tenido mucho gusto en conocerla. Me voy orgulloso de saber que la mujer a quien quiero tiene tan excelente madre. Comprendo sus escrúpulos y no me molestan. El día que usted me conozca me querrá a mí también, y entonces será para mí un orgullo, poder llamarla «mamá». Señora, desde hoy cuente con mi respetuosa obediencia. Haré lo que usted desee que haga.
La viuda le alargó la mano farfullando emocionada un «a sus órdenes, caballero», y Balder salió. Lo acompañaba Irene, Zulema había quedado en la sala y la jovencita tomándose del brazo de Estanislao murmuró:
—¿Viste? Mamá es muy buena. Yo creía que te iba a tratar mal, pero le causaste muy buena impresión. Me doy cuenta, querido. Tené un poco de paciencia. Seremos felices, muy felices. Vas a ver.
Ella lo impregnaba nuevamente de su temperatura ardiente como una fiebre. Balder murmuró vencido:
—No sé lo que he hecho. Lo único… la única verdad es ésta: que te quiero.
—¡Oh!, ya sé… ya sé…
Corriendo por la galería se les acercó Zulema.
—Estanislao… déme las gracias. La he podido convencer. La señora le permite que le escriba a la nena.
Balder inclinó la cabeza agradeciendo, al tiempo que pensaba: «Antes de tres meses duermo en esta casa. No me equivocaba: para ellos soy un “gilito”».
—¿Qué pensás, chiquito?…
—¿Podré verte mañana?…
Zulema repuso:
—Pero claro… véngase esta noche a cenar a casa.
—Sí, mañana a las tres.
Venció la dificultad de separarse de Irene, nuevamente se estrecharon las manos, Zulema volvió intencionadamente la cabeza, y Balder sintió que su beso se evaporaba sobre los labios de Irene como sobre una plancha candente. Y se dijo:
«Ahora no queda duda. He entrado al camino tenebroso y largo».
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