El amor brujo, capítulo 1

Capítulo I

ANTECEDENTES DE UN SUCESO SINGULAR

Una tarde, a mediados del año 1927, un joven se paseaba nerviosamente en la estación Retiro, junto a la muralla que limita el andén número uno.
Caminaba abstraído y excitado. De pronto se detuvo y contempló con cierto asombro las murallas, de las que, en progresivo alejamiento, se desprendían enrejados arcos de acero. A partir de cierta altura, comenzaba la bóveda de vidrio y la luz se enrarecía en los cristales como manchados de nicotina por el hollín de las locomotoras.

De parajes ilocalizables partían sonidos disonantes. Una bomba invisible trajinaba incesantemente. Los ruidos sordos de los bultos al rodar por el andén se diferenciaban de los secos tintineos de los paragolpes y, como entre la cúpula negra de un bosque de acero, la luz recortada por tan numerosas viguetas tenía ligero tinte de mostaza.
El joven continuaba paseándose nerviosamente. Cuando más tarde trató de explicarse por qué motivos se encontraba en aquel lugar, no halló razón. Sabía que le había ocurrido algo sumamente desagradable, pero en qué consistía no pudo nunca recordarlo después de un incidente que más adelante narraremos.
Era un hombre de aspecto derrotado. Llevaba con abandono su traje de color gris, bastante arrugado. Sumábase a ello los botines ligeramente abarquillados y el cabello crecido irregularmente en la nuca y las sienes, falta de cuidados peluqueriles que caracteriza al hombre que se afeita en su casa. Además, era un poco cargado de espaldas, defecto que acentuaba el agobiamiento en que lo sumergían sus cavilaciones.
Bajo la cúpula encristalada iba y venía, tal como si tratara de descargar la fuerza nerviosa que amontonaba una enérgica expresión en su rostro. Por momentos, olvidado de su propósito, examinaba encuriosado el espectáculo moviente ante sus ojos.
Un tren se deslizaba por la curva que surgía tras de un edificio de tejas rojas, más allá del abovedamiento de la estación. Él movió la cabeza como si tratara de persuadirse de que tenía que seguir el mismo camino.
En aquella distancia, los semáforos se asemejaban a inmóviles instrumentos de tortura.
El joven parecía sordo al traqueteo ruidoso, constantemente renovado. Miraba ir y venir los trenes eléctricos, pero la fijeza de su mirada revelaba que su mecanismo de visión trabajaba en una vivisección interior.
De pronto, al levantar los ojos del suelo, encontró la mirada de una chiquilla fija en él. Era una colegiala. Blanco sombrero de anchas alas sombreaba una frente pálida, enmarcada por las muescas de sus rulos que caían a lo largo de su semblante un poco ancho, pálido y de ojos estriados de rayas grises y ligeramente amarillas, lo cual le daba cierta apariencia de expresión felina, «gatuna» como diría más tarde Balder.
Estanislao la envolvió en una ojeada, se encogió de hombros y continuó caminando. Al volver, la criatura, inmóvil, con la cartera suspendida de la correa de manera que ésta se apoyaba en sus rodillas, continuó examinándolo imperturbablemente.
Balder arrugó el ceño pensando:
—¡Qué criatura extraña ésta!
Ahora, iba y venía casi inquieto. Aunque evitaba mirar en la dirección en que la jovencita se encontraba, «sentía» su mirada fija en él. Balder, de pronto, impacientado, se detuvo a algunos metros y, para obligarla a bajar la vista, comenzó a observarla fijamente. Ella no desvió sus ojos, y él, al final, fastidiado giró sobre sí mismo. Posiblemente fue en aquel instante en que se olvidó para siempre del motivo por el cual se encontraba allí, en el andén número uno de la estación Retiro.
La colegiala no cambió de postura. Apoyada en un muro, con su mirada tranquila seguía el nervioso pasear de Balder. Estanislao permanecía estupefacto. No se mira un joven a los ojos sin apartar de él inmediatamente la mirada, salvo que en ese instante, dentro de la mujer que de tal modo procede, ocurra algún fenómeno psíquico de difícil explicación. Incluso la simpatía más súbita tiene su mecanismo lento y no puede recurrirse a la explicación de la desvergüenza, para permitirnos aclarar un estado emocional que únicamente entiende aquél que está sometido a él.
Balder se notó intranquilo. Permanecía irresoluto. La mirada de la jovencita se mantenía en ese equilibrio característico de los sonámbulos. Miraba a Balder como si la hubiera hipnotizado. Ni un solo asomo de pudor o temor, que es lo que aparece en las mujeres cuando se encuentran en presencia del hombre que les agrada.
Estanislao, para disimular su emoción, continuó caminando.
Más allá de la bóveda encristalada, el andén iluminado por el sol se entreveía como una lámina de bronce. Tintineó una campana, graznó una sirena y con entrechoques de cadenas y rechinamientos de frenos se detuvo un tren eléctrico.
De las portezuelas se desprendieron racimos de personas. La gente pasaba con apagado roce de suela por el asfalto, algunos conducían bultos y otros ramos de flores. Las carteras de cartón imitando cuero golpeaban las piernas de los viajeros, y algunos galopines en alpargatas corrían entre el gentío. Súbitamente estalló un estampido como de aire comprimido y un chorro de vapor tras el convoy eléctrico envolvió un arco de acero en un surtidor blanco. Luego resonaron expansiones de vapor con intervalos cada vez menos espaciados. Adivinábase que una locomotora se había puesto en marcha.
Balder volvió la cabeza. La jovencita ya no estaba en su lugar. Giró consternado y la descubrió, recuadrada en un fondo de sombras mirándolo desde una ventanilla, con su mirada larga e indescifrable.
Casi contra su voluntad subió al vagón. El compartimiento ocupado por la colegiala era reducido. Las persianas tableteadas a medio levantar, los sillones de cuero con los respaldares al revés y la penumbra que allí reinaba, le causaron la impresión de encontrarse en el camarote de un transatlántico.
Irene entornó la cabeza, tranquila. Una fuerza resplandeciente remontaba la vida de Balder hasta las nubes. Dominado por su emoción se sentó frente a ella, pero la mirada de la jovencita absorbía tan rápidamente su voluntad, que olvidando las conveniencias que impone la educación, se acercó a la criatura y tomándole el mentón entre sus dedos en horqueta, exclamó:
—Amiga mía, ¡qué maravillosa es esta aventura!
Afortunadamente no había ningún pasajero en aquel coche y ella, en vez de rechazar su caricia, lo contempló ahora sonriente. Su confianza parecía ilimitada.
Balder sentóse a su lado, le tomó una mano y, mirándola con infinita dulzura a los ojos, preguntó:
—¿Va lejos usted?
—Hasta Tigre.
—Oh, la acompaño… claro que la acompaño —y vencido, con «pureza de intención» comenzó a acariciarle el cabello que le caía por sobre los hombros junto a la garganta.
De pronto crujieron los boggies, la trepidación de los motores se comunicó a los vagones, sacudiéronse los asientos, una bocanada de aire fresco penetró al compartimiento y la penumbra desapareció al entrar el convoy en la zona de sol.
El vertiginoso traqueteo multiplicaba la embriaguez de su éxtasis.
Pasaban bajo puentes de semáforos, crujían las entrevías, una locomotora de vapor corrió durante dos segundos a la par del convoy, se amplió la amarilla playa de descarga y los bloqueaban filas grises de vagones de carga. Techos de dos aguas, rojos o alquitranados, se sucedían rápidamente. Un terraplén verde, paralelo a los rieles, ascendía cada vez más en su curva. El viento entraba vertiginosamente, pasaron bajo un puente, y más allá de la rugosa costa apareció la cobriza llanura del río. Velámenes triangulares flotaban muy lejos, y la línea cobriza se cortó bruscamente en el plano perpendicular de una alameda.
Balder tenía la sensación de haber franqueado los límites del mundo. Se movía en una zona donde todos los actos eran posibles y lógicos. Allí se sancionaba el absurdo de acercarse a una desconocida y tomarla por la barbilla, sin que ella encontrara irrespetuoso aquel acto, y sin que aquel acto, por otra parte, despertara en él intenciones libidinosas.
Conversaban, pero sus voces se perdían en el estrépito de catástrofe que el convoy arrancaba, al pasar, a los enrejados puentes rojos. Árboles altísimos y verdes se reflejaban en las pupilas de Irene. El tren parecía deslizarse vertiginosamente sobre una prodigiosa altura. Abajo, entre los claros que dejaban las ramas, distinguían rectángulos morados de canchas de tenis, en una curva del camino apareció y desapareció una cabalgata, y el río a lo lejos parecía una plancha de cobre rizada por el viento.
Con las manos de la jovencita entre sus manos, Balder murmuró:
—¡Oh!, si la vida fuera siempre así, siempre así. ¿Cuántos años tiene, amiga mía?
—Dieciséis.
Callaron embargados de su propia ventura.
La velocidad del tren les contagiaba potencia, no necesitaban hablar. A veces, una bandada de pájaros se desprendía a ras del suelo, un hombre regaba con una manguera una cancha de basketball y el camino de tierra se arqueaba entre manchas verdes sostenidas en su centro de tortuosos postes negros. Ellos sonreían. Apareció repentinamente una calle de suburbio, y la línea de granito fue absorbida por el plano oblicuo de las espaldas de los edificios que, a dos metros de los rieles, levantábanse grisadas. Descubrían interiores, sogas arqueadas bajo el peso de ropas lavadas, o criadas con los brazos desnudos fregando ventanas.
Más tarde, él diría:
«Me encontraba junto a Irene con el mismo sosiego maravilloso con que hubiera permanecido junto a una criatura a quien conociera desde la otra vida». Estanislao no recordaba lo que conversaron en el transcurso de treinta minutos que duró el viaje. Además, para él no tenía importancia lo que se decían. Su dicha real consistía en la presencia de aquella flamante criatura, que despertaba en él una sensación de gracia que rejuvenecía su alma reseca. Irene permanecía arrobada en su abandono, mirándole con tanta sencillez, que él, estremecido, sólo atinaba a decirle:
—¡Oh, hermanita mía, hermanita mía!
Se detuvo el convoy y el vagón cerró el ancho de una calle con dos filas de árboles torcidos. Una frutera, sentada frente a sus cestos, metía la cabeza entre dos hojas de diario abierto, una señora vestida de rosa cruzó la calzada y varios hombres en guardapolvo, bajo el toldo de un bar esquinado, bebían cerveza a la orilla de mesas de hierro pintadas de amarillo.
Ululó un silbato. El tren se movió, sus avances eran cada vez más rápidos en los enviones de aceleración, desaparecieron las calles oblicuas y comenzó la desolada zona de murallas sin revocar. Un gasógeno rojo recortaba el cielo con barandilla circular; aquella zona era una prolongación proletaria del arrabal miserable, agrupando casitas en torno de altas chimeneas de hierro con engrapadas escalerillas metálicas. El tren resbalaba rápidamente en los rieles, y el paisaje, como las hojas de un libro volteadas apresuradamente, quedaba atrás. Unos tras otros, se sucedían los fondos de casas con higueras copudas y, a lo largo de la alambrada, varios chicos corrían hacia una hoguera, que cubría considerable extensión de tierra de una acre neblina de humo.
Tras el edificio de una curtiembre con marcos de madera chapados de cuero, se arrastraba cenagoso el arroyo Medrano. A las calles pavimentadas de granito las substituyeron calzadas de asfalto y después franjas de tierra, y bruscamente dilatadas se ensancharon extensiones de campo verde. Tres torres altísimas formando triángulo recortaban lo azul con finos y piramidales bastidores metálicos.
Balder, pensativo junto a la jovencita, absorbía el paisaje. Un bienestar desconocido aplomaba su sensibilidad. Con otra mujer, posiblemente, se comportara de distinta manera, pero esta criatura de dieciséis años, sencillamente entregada a la contemplación de sus ojos, en vez de irritar su sensibilidad, la adormecía en una modorra mucho más dulce de experimentar que las explosiones del deseo. Irene no era una mujer, sino cierta íntima ilusión materializada. La jovencita se le antojaba vaporosa, y esta idea absurda tenía la virtud de impregnarlo de nobles sentimientos y arranques generosos.
Dijo, sorprendido de la claridad con que se expresaba:
—¡Oh!, si vos supieras… ¿Pero no te molesta que te tuteé?… ¡Todo me parece tan natural!…
Ella entrecerró los párpados sonriendo consintiendo que la tratara de «vos».
—… ¡Cuántas veces he soñado con un acontecimiento semejante! Sí, igual a éste, hermanita… ¡Oh!, claro… No te rías… yo era consciente, perfectamente consciente de que mi sueño era un disparate irrealizable, al menos en Buenos Aires. Y el destino hace que se realice mi sueño, y del modo que yo deseaba… ¿Querés que te diga?, ¿no te vas a burlar de mí?…, bueno, yo creo que existen demonios que, en ciertas circunstancias, favorecen el anhelo del hombre…
—Usted estudia…
—No… soy ingeniero… pero qué tiene que ver la ingeniería con lo nuestro… Sí, hace tiempo que cavilo: existen demonios, no demonios en el sentido de lo que cree la gente, con cuernos y oliendo a azufre, sino como fuerza, ¿sabes?… Serían fuerzas invisibles que de pronto colocan su atención en un ser humano, y dicen: «qué simpático, vamos a ayudarlo»… y lo ayudan…
Irene escuchaba sonriendo.
Calló y le besó apasionadamente la mano, sin que la jovencita opusiera resistencia. Luego miró al espacio. En esos momentos se prometía el paraíso. Frecuentemente el hombre se cree con capacidad para contener el infinito.
La suave criatura, sentada en un ángulo, permanecía apoyada contra la ventanilla, adormecida por el encanto que emanaba de sus sentidos.
Balder se apartó de ella y examinándola sorprendido como si la viera por primera vez en aquel instante, exclamó:
—¡Qué linda que sos!, ¡qué linda!… —Y levantando una mano le tomó un rizo de cabello y se lo besó.
Sentíase tan dichoso del advenimiento de aquella aurora que no percibía el movimiento del tren ni la fuga del paisaje. Sin poder retener su entusiasmo, exclamó nuevamente:
—¡Oh!, si la vida fuera así para todos… ¿no te parece?… Perdón, ¿no te molesto?…; y decíme, ¿no te canso con estas palabras?
—No, me gusta mucho oírlo hablar… hable… Habla tan bien usted…
—Te juro que tutearte, acariciarte, me parece lo más natural. Sí. Frente a vos me gusta mostrarme puro e ingenuo como un animalito. Si me invitaras ahora mismo para un largo viaje, te acompañaría sin preguntarte dónde íbamos ni de qué viviríamos.
Y Balder no mentía. Su existencia perdía los patrones de egoísmo en presencia de aquella muchacha. La embriaguez que burbujeaba su felicidad allanaba dificultades, buscaba horizontes.
—¡Oh!, si la vida fuera así para todos… así… así.
Por momentos dejaba de mirar a la jovencita para entrecerrar los ojos y paladear el goce que lo bañaba como la luz que entraba de los campos al compartimiento. Comprendía que ya la adoraba para siempre, precisamente por la magnífica y quieta comodidad a que ella le proporcionaba con su limpia mirada, alargada como se alargan los rayos solares entre las pestañas de las nubes, en ciertos días tormentosos.
—¡Oh!, pero vos no sos una mujer… no… sino una pequeña hada con cartera de colegiala y cuadernos de música, que ha condescendido a hacerse visible sobre la tierra, y por una sola tarde para mí… —Y sin poderse contener le extendió la mano apretando la suya vigorosamente como si sellara algún pacto cuyas cláusulas no fuera necesario enunciar.
—¿Le gusta el paisaje?
—Sí… y esta tarde es muy bonita…
Los techos de tejas sucedían a primorosos huertos domésticos, el río rojo parecía empinarse en muralla hacia el horizonte, transversalmente se difumaban cordilleras de eucaliptos que, a medida que el convoy avanzaba, tornaban más altas y toscas, y la zona de tierras de cultivo con cañas entrecruzadas como armaduras de carpas comenzó nuevamente, se dilató por espacio de algunos minutos, hasta anularse en una explanada de terrones desbrozados, declinando en el alambrado de una casa con murallas alquitranadas.
De pronto Balder la tomó del brazo, luego aflojó los dedos y, sin mirarla casi, murmuró:
—Posiblemente vos no me creas… La voy a tratar de usted… Posiblemente usted no me crea… pero yo esperaba un encuentro como éste, desde la otra vida. Claro, es muy probable que la otra vida no exista, pero si la otra vida no existe, ¿por qué uno alberga convicciones tan absurdas? ¿No le parece absurdo? Ve… ahora me siento otra vez en disposición de tutearla. Decíme: ¿no te parece absurdo que un hombre que ha estudiado matemáticas y cálculo infinitesimal espere y desee, y tenga la seguridad que un buen día, en un tren, en una calle, en cualquier parte, se encontrará con una mujer?… ella y él se miran y de pronto exclaman: «¡Oh, amado mío!…». ¿Por qué esto, Irene… podés decirme, criatura querida, el porqué de esto?
La pregunta respondía a una sensación dolorosa de su sensibilidad superexcitada por el placer. Prosiguió:
—Yo sé que estoy infringiendo todas las reglas de convivencia social al tutearte. Existe un protocolo y yo he prescindido instantáneamente de formas y protocolos. ¿Por qué? Quizá la necesidad de manifestarte mi fiesta interior… pero ante vos me gusta mostrarme como un pequeño animalito feliz… Sí, eso, Irene: un pequeño animalito feliz de haber encontrado a su diosa.
Y tomándole las manos comenzó a besárselas. La calidez de su epidermis lo traspasaba, semejante a la temperatura de un horno.
Ella lo contempló enternecida, luego sus ojos se dirigieron al paisaje que complementaba con su silencio el ideal que ambos podían formarse acerca de una vida de satisfacciones fáciles.
Entre lo verde de los boscajes de sauces corría la orilla del río dividida en dos franjas paralelas, que sin confundirse nunca, trazaban una lámina de plata y otra de cobre a lo largo de la costa.
Se distinguían recreos con pérgolas encaladas. Las estaciones, entre sus edificios rojos, encajonaban el férreo estrépito del tren que se multiplicaba al pasar sin detenerse. Chocaba el viento del convoy en otro tren de velocidad contraria, y durante un instante la suma de sonidos entremezclados adentraba una orquestación de tempestad en el repentino oscurecimiento que se producía en el vagón.
Balder contemplaba a la jovencita infinitamente agradecido. Al tiempo que le acariciaba el cabello con cierto temor de romper algo sumamente frágil, admiraba la mórbida sedosidad de su epidermis y el foso de sus ojos que por instantes parecían grises, y que sin embargo estaban estriados por una estrella de rayas amarillas y verdosas.
Irene permanecía tranquila y confiada sin rechazar su adoración. Lo miraba, y su sonrisa tenue aplastaba su deseo más y más cada vez, abismándolo en una profundidad oscura y dolorosa, como la cónica mordedura de un chancro.
Posiblemente la jovencita no percibía la alquimia vertiginosa que trasmudaba la vida de su acompañante, mas se daba cuenta que «ningún mal» podía provenirle de él.
La defensa femenina consiste en la percepción del daño que puede derivar de un hombre. Cuanto más intensa es semejante sensación, más dura también es la resistencia subconsciente de la mujer a dejarse traspasar por una amistad.
Irene sabía que de Balder no podía nacerle ninguna desdicha, y de allí que reposara confiada. Sus resistencias psíquicas estaban anuladas, y con ellas, por derivación, las orgánicas.
Observemos de paso que el fenómeno recíproco es curioso, porque si en Irene las resistencias de pudor estaban anuladas, en Balder el deseo permanecía tan descentrado, que prácticamente no existía. De modo que ni ella se defendía con un solo gesto de sus caricias, ni en él estas caricias se injertaban en los lógicos caminos de la libídine. Balder, sin poder contenerse, exclamó:
—Créame… me siento más feliz que un salvaje al que le han regalado un fusil de chispa.
Y para descansar de emoción, comenzó a mirar el paisaje. Se sabía observado por ella, pero su mirada iba hacia los molinos que cada vez eran más frecuentes. Las ruedas de cinc giraban al viento. Se detuvo el tren eléctrico. Algunos pasajeros bajaron corriendo, una escalera de peldaños de madera. Sonó un pito y nuevamente estaban en marcha.
Apareció una triste casa de dos pisos con balcones saledizos, esquinada, a la terminación de la estación; luego fincas flamantes. Toldos extendidos frente a los patios o sobre las vidriadas mamparas movían la imaginación hacia interiores sombrosos. Uno tras otro se sucedían los pueblos apacibles. Los cavadores encorvados en medio del camino paleaban greda. A lo lejos brilló la vidriada techumbre de un invernadero, y los cultivos de hortalizas mostraban sus declives de verde claro y planos verde berro. Chalés de dos colores, con base roja y blanca y parte alta vinosa. Algunos automóviles charolados y empolvados esperaban frente a una barraca, y tres vecinos en saco pijama conversaban junto a una vidriera con letras doradas.
—¿En qué año está de piano…?
—Quinto…
—¡Ah! Así que usted es una chica aplicada… Perdón… ¿quinto año?… Es toda una profesora… Pero dígame…¿le agrado yo?
—Sí, usted…
—¿De veras…?
—Sí, no he conocido nunca una persona como usted…
—¡Qué buena que es usted! Oiga… Si yo me he tomado la libertad de acariciarla es porque agasajaba algo que me pertenecía por derecho de tantos años de espera y ansiedad. ¡Ah!, si usted supiera cómo he vivido. Para mí lo monstruoso sería no acariciarte, no besarte las manos o los rizos de tu querido cabello. Estoy a tu lado como junto al bien recuperado. Si Adán, cuando perdió el Paraíso, hubiera podido entrar nuevamente a él, estoy seguro que hubiera acariciado a los árboles perdidos y tan familiares, con la misma ternura con que yo he tomado tus manos. Y si ahora te parece que hablo bien, no lo creas. Yo no hablo nunca así. Es posible que la emoción influya en las palabras; yo soy un hombre silencioso; sin embargo a tu lado, hablaría, cuánto hablaría… Toda expresión hermosa me parece insuficiente para adornarte.
—¿Tuvo muchas novias usted…?
—Sí… he conocido a varias mujeres… no es usted la primera… Pero vea… en las mejores que he conocido he descubierto matices… esos no sé qué, que instantáneamente me encogían la sensibilidad. Mire, me da vergüenza hablar tan bien con usted… pero ellas eran ángulos, por decir así, que rayaban mi éxtasis. Usted no. Me parece que hace una enormidad de tiempo que la conozco.
Y en efecto, Irene era tan familiar a las costumbres de sus pensamientos que, quizá por tal motivo, no despertaba en él ninguna intención de orden inferior. Se bañaba en la temperatura que irradiaba la jovencita, como una esponja en la superficie de un mar tropical. Su dulzura quieta impregnaba su masa humana, la mecía y él flotaba allí con inercia. Posiblemente con la misma inercia con que se deja mecer una criatura en el regazo de su madre. Y trató de explicarse:
—¿Sabe usted por qué le he besado las manos? Porque ese acto indica vasallaje, humildad. Si le he acariciado el cabello, es porque ese acto indica adoración, temor de romper algo que es sumamente frágil, si la he tomado del mentón, es porque ese gesto indica contenteza paterna, porque sólo un padre, que tiene el corazón limpio de malos pensamientos, puede tomar con semejante ternura la barbilla de su hija.
Se embriagaba con el alcohol de sus propias palabras. Los ojos le resplandecían. En la tarde soleada, más allá del confín angular por efecto de la velocidad del tren, su devoción no encontraba palabras que expresaran la intensidad de su recogimiento. Deseaba tenderse como un lebrel a los pies de la muchacha. En otros momentos sentía tentaciones de pedirle la gracia de adorarla con la cara apoyada en sus rodillas. Ella suscitaba en él sentimientos relacionados con actitudes extáticas, que tenían el efecto de maravillar su franja de cinismo. ¿No era acaso curioso este doble fenómeno de ingenuidad en un hombre que hacía muchos años que estaba casado? Pero Balder, en aquellos instantes, se olvidó por completo de su esposa. Estaba solo en el mundo, desligado de todos y su asombro se mezclaba a la extrañeza que le producía el paisaje, reiterándole la sensación de viaje a lo desconocido. Comenzaban otra vez los barrios pobres. Desde la ventanilla miraban ambos una muralla de ligustros recortados, que encajonaban por ambos costados los rieles. Pinos y eucaliptos empenachaban transversalmente la distancia. De pronto, la curva de los rieles se acentuó y una mancha de sol amarillo cayó sobre el regazo de seda blanca de Irene, mientras Balder pensaba:
—Ella tiene sexo… sexo como otras mujeres.
Le parecía absurdo y simultáneamente lo sobrecogía la diversidad de sus sentimientos. Dudaba de la felicidad, no se creía con derecho a esta dicha.
El convoy se detuvo en Victoria. ¡Qué rápidamente pasaba el tiempo! Chapas celestes y blancas de anuncios comerciales, blindaban el encalado frente de la estación. Dos hombres apoyados de espaldas en la cortina metálica de un almacén, miraban un potrero de maíz. Una callejuela se perdía oblicua y, en la proximidad de su vértice, se recortaba un letrero azul y rojo, publicidad de una película.
Dos viejas con un paraguas negro cruzaron bajo el sol por un senderito; resonó la expansión del aire comprimido en los frenos, y se repitieron las murallas de ladrillos sin revocar, los jardincitos tostados por el sol y una calle estrecha, profunda y adoquinada, empinándose hacia el horizonte, parecía conducir a una ciudad que debía estar muy alta sobre el nivel del mar.
Llegaban a San Fernando.
Irene le dijo:
—El jueves volveré. Espéreme donde nos hemos visto hoy. Váyase por si viene algún conocido.
Balder murmuró algunas palabras en su oído. Ella vaciló un instante, y luego dijo:
—Bueno, mañana a la noche, a las ocho, lo espero. Estaré en la puerta de casa.
Le estrechó las manos. Se apartó de Irene. Vacilando entró a otro coche y, al sentarse, distinguió dos torres rojas por encima de una línea de balaustradas y techumbres en desnivel.
Derruidas tapias de ladrillos se interrumpían en potreros aislados. A veces un galpón de cinc cortaba la perspectiva de callejuelas de fango negro, mordido por las ruedas de los carros cuya parte trasera se perdía entre cañaverales, con las varas en alto. Algunos caballos movían la cola amarrados a un poste. Los vagones se inclinaron hacia la izquierda, luego se enderezaron, y aparecieron algunas barcas de toldillas enfundadas en lona blanca.
Bajó al andén. Las piernas le temblaban. Irene, inclinando ligeramente un hombro, caminaba frente a él con cierta laxitud voluptuosa.
Un carruaje se encaminó hacia Balder, que rechazó al cochero. Sus ojos tropezaron en un letrero de madera pintado de azul lejía. Ella iba veinte metros adelante. Fragmentadas sombras de acacias caían en las veredas y los tenderos, en mangas de camisa en los umbrales de sus comercios, los miraban pasar. Irene saludó a varias personas.
—Es antigua de esta ciudad —pensó Balder.
Nuevas sensaciones lo atravesaban fugazmente. Miraba con interés afectuoso los salones de los establecimientos, cuya profunda y sombrosa frescura incitaba a entrar. Dependientes de pelo rizado desplegaban rollos de tela ante señoras de sombrero sentadas frente a los mostradores. Nuevamente le pareció encontrarse lejos, en una ciudad muy alta sobre el nivel del mar.
Irene volvió la cabeza para mirarlo, él le agradeció con una sonrisa, y dos hombres cetrinos y bigotudos que conversaban ante una escribanía, dejaron de hablar para examinarlo disimuladamente. Balder repartía la atención en numerosos detalles que halagaban a sus sentidos con cierta rústica novedad.
Una tienda de frente chato ofrecía su pared cubierta de guardapolvos blancos, pantalones grises y batones rosas. De una cigarrería escapaban voces de disputa. Irene dobló en la calle Montes de Oca después de cerciorarse con una rápida mirada de que Balder la seguía.
La callejuela adoquinada se prolongaba entre bardales muy elevados y casas con persianas rigurosamente cerradas. Algunos patios de ladrillos mojados dejaban escapar una ráfaga de frescura húmeda, mezclada con aroma a orégano, y desde lejos se escuchaba la somnolienta música de una radio taladrada a veces por el agudo canto de un gallo.
Irene dobló hacia el norte.
La anchurosa calle de granito ascendía hacia el cielo, flanqueada por altos postes telegráficos pintados de gris; las veredas eran mitad de mosaico, junto a las fachadas, y de tierra con pasto a lo largo del cordón de granito. Irene, después de volver la cabeza y saludarlo con la mano moviendo los dedos, deteniéndose un instante en la puerta, entró a una casa con jardín enverjado, construida al lado de otra con balcones a la calle.
Balder permaneció algunos minutos parado en la esquina, irresoluto por completo. Un grupo de chicos, sentados en la puerta de un comercio, lo observaba. Entonces, echó a caminar lentamente y la inmensa apacibilidad del pueblo entró en su corazón.
La calle parecía importante comercialmente.
Se veían sastres con las piernas cruzadas, junto a los umbrales, hilvanando prendas negras; un portal de arco, con una puerta de lanzas de hierro, defendía la entrada a un patio enladrillado de baldosas rojas entre un hotel y una ferretería, y en el aire flotaba sabroso olor a pan cocido.
Una negruzca chica gorda y descalza pasó silbando estruendosamente, y las fachadas bajas aparecían encaladas de rosa, crema o azul, mientras que todas las puertas de madera, roídas por la intemperie, estaban barnizadas de rojo o marrón. Una ráfaga de viento trajo un tufo de agua en descomposición, y Balder se sonó las narices.
Los comercios esquinados tenían balconcitos de hierro oxidado, cuyas enrolladas cortinas de paja permitían ver las estanterías barnizadas y los techos de tejuelas encaladas, soportados por gruesas vigas de pinotea.
En la franja de pasto de una vereda, había algunas barricas vacías con cajas de cartón encimadas. Al pasar el viento movía las hojas de los árboles y los vértices de los carteles de propaganda, semidespegados de las paredes desconchadas. Un foco eléctrico, con una pantalla de porcelana en la que se leía en letras negras «Taller Mecánico», se balanceaba frente a una puerta con vidriecita lateral. Balder, sumamente fatigado, dobló la esquina, caminó unos pasos y entró en un café.
Era un ancho salón embaldosado de mosaico negros y blancos y cielo raso de madera pintado color plomo. Las paredes divididas en paneles amarillos con pintas rojas, recuadrados por losanges violetas. El zócalo negro y el friso blanco se interrumpían en una ventanilla enrejada por la cual se veía el techo de un gallinero.
Balder pensó:
«En estos momentos ella estará tomando café con leche».
Una modorra extraordinaria se disolvía en sus sentidos. Pagó. Un tren estaba detenido. Cruzó corriendo la calle; el convoy se puso en marcha, pero alcanzó a trepar por la última portezuela. Se dejó caer en un asiento arrinconado y cerró los ojos.
Su felicidad, incierta como un paisaje de neblina, solicitaba un sueño profundo. Se adormeció.
EL FUEGO SE APAGA

Balder volvió al día siguiente. Al cruzar frente a la casa enverjada vio que, aguardando a alguien vuelta oblicuamente en la oscuridad de la puerta cancel, había una señora enlutada. Aunque pasó rápidamente, no dejó de observar a la señora, cuyos cabellos blancos contrastaban con la viveza insolente de sus ojos negros.
Esta impresión se borró en él casi inmediatamente de haberla percibido. Más tarde la recordó.
Decepcionado de no encontrarla a Irene y para no llamar la atención en el barrio, volvió a Buenos Aires.
Conjeturó que el entusiasmo de la jovencita, transitorio posiblemente, se había apagado; Irene había reaccionado o temía el desenlace de la aventura. Se reprochó a sí mismo pecar de excesivamente ingenuo, pero el día jueves, al ir a esperarla a Retiro, su intranquilidad renovada esquivó el mal recuerdo. Al entrar con el corazón tembloroso al andén número uno, la bóveda de acero y cristal le pareció el hangar de un zepelín.
En el paraje solitario se paseaba un limpiabotas con plumero, dos o tres peatones con engrasado traje de mecánico se movían en torno de los paragolpes hidráulicos que parecían cañones de campaña niquelados, y un vendedor de dulces se depilaba la nariz junto a su vitrina portátil.
Balder espiaba impaciente la distancia. Más allá de los semáforos unos hombres cruzaban las entrevías. La impaciencia latía acompasadamente en su corazón. Se dijo muchas veces: «no te inquietes que ya va a llegar». Se colocó en el borde del andén. Los rieles, cintas de plata de bordes carcomidos, se prolongaban hasta una distancia que interrumpía una oblicua muralla de vagones de carga. Su frenesí crecía insensiblemente llegándole a la garganta. Aunque eran las dos de la tarde, bajo la bóveda amarillenta de hollín parecían las cuatro. Luego se dijo que no la vería más, pero inmediatamente substituyó este pensamiento por otro de que era muy posible que Irene, apoyada dulcemente en un rincón del vagón, cruzara frente a Belgrano. Súbitamente en el confín apareció un cajón rojizo de techo curvado. Resonó un trueno sordo. Era el tren que llegaba de Tigre. Algunas personas aparecieron paradas en los estribos, el convoy se detuvo y echaron a correr. Imposible buscar a nadie en el bullicio de la multitud. Los vestidos rosas substituían a los negros, se veían cuellos verdes y de pintas rojas, los rostros pasaban ante él con la prisa de un filme. Tras de un mandadero, que soportaba una cesta en la cabeza, apareció Irene. Su cartera de colegiala le golpeaba las rodillas, sobre el vestido de seda blanca.
Se acercó a ella para estrecharle la mano. Todo ocurrió en un minuto y, sin embargo, ese minuto había sido tan largo que ahora le parecía mentira que ella estuviera mirándolo profundamente a los ojos. Le estrechó la mano, él inclinaba su rostro sobre el hombro de Irene y, caminando, se encontraron en la vereda de la estación, frente a la torre roja de los Ingleses. Irene exclamó:
—Allí está mi tranvía. —Cruzaron corriendo la calzada, treparon al vehículo en marcha y Balder, sentándose a su lado, exclamó:
—Creí que no vendría.
—¡Oh, no!, vengo todos los jueves a Buenos Aires —y sonrió como diciéndole si podía creer en tal imposible. Balder continuó:
—La otra noche estuve en el Tigre, pero no la vi… ¿Quién era esa señora que estaba en la puerta de su casa?
—Mamá… me estaba esperando. Resulta que tuve que darle una clase de música a una señora casada de quien soy amiga, y se me hizo tarde.
Estanislao no pudo evitar un gesto de extrañeza, ante semejante amistad entre una jovencita de dieciséis años y «una señora casada», mas no hizo hincapié en el asunto. Se limitó a comentar:
—Así que ya le saca provecho a la profesión…
—No…tengo varios alumnos… pero no les cobro… Vienen a casa porque tengo piano.
Tal muestra de generosidad le pareció pequeña exposición de otras prendas más bellas que debían adornarle el alma. Dijo: «¡Usted es muy buena!», y se quedó mirándola con cierto recogimiento.
El tranvía trepó una rampa. Frente a la puerta de la plataforma avanzaba un boscaje verde plata. Por otra calle transversal y estrecha venía un autobús, y en oposición a la curva de los rieles apareció una plaza con canteros prolijos y criadas en los bancos soleados. Inmediatamente comenzaron los escaparates del pequeño comercio.
Un viento fresco removía los rulos de Irene en torno de su garganta. El sol castigaba las fachadas color piedra, y en algunas puertas se veían placas de mármol negro, cuyas letras de oro anunciaban maisones elegantes.
Le hablaba en voz baja. Ella, para escucharlo, entornaba los ojos y movía comprensivamente la cabeza, y cuando Balder levantaba la vista, tropezaba con criados de pantalón negro y saco blanco en la puerta de moradas de tres pisos. Le preguntó si iba lejos. Ella respondió:
—Tenemos que bajar al mil quinientos de Cangallo.
Y Balder se abandonó a la temperatura que emanaba de Irene, mientras que la mirada de sus ojos de estrías verdes y amarillas estaban como retardando su respiración.
El tranvía trepidando en los cambios de rieles, dobló en Arenales y siguió por Talcahuano. Ocupaban los espacios libres de calles hileras de automóviles particulares. Ringlas de bicicletas permanecían apoyadas por los manubrios en las vidrieras de lujosas despensas. En el interior de los garajes se distinguían ruedas de chóferes uniformados como lacayos, y el tranvía circulaba entre la doble fachada verde oscuro de un mercado con arcos y verjas. Olor de verduras fermentadas flotaba en el aire, las moscas se arracimaban sobre los caballos de las jardineras, y Balder, no sabiendo qué conversar con Irene, le preguntó por su familia:
—Papá ha muerto…
—¡Ah, sí! —exclamó, tratando de mostrarse condolido, sin saber por qué la noticia le alegraba inciertamente.
—Sí, era teniente coronel. Murió hace cuatro años…
—¿Tiene hermanos…?
—Sí, dos hermanos y una hermana.
—¿Se llevan bien ustedes…?
—Sí…
—¿Tuvo novio usted…?
—Sí…
—¡Ah!, ¿tuvo novio?…
—Sí, pero cortamos… y aunque he querido olvidarlo no he podido.
Él aventuró algunas frases que se le antojaron como productos de experiencia y que no dejaban de ser banalidades; incluso dijo aquello de que «un clavo saca otro», y cuando levantó la cabeza, encima de los árboles de una plaza distinguió el edificio color ceniza del Teatro Colón. El sol castigaba su frontispicio de finas rayas, y a la sombra del Palacio de Justicia, a los costados de las pesadas columnas cartaginesas, en las altas gradinatas, conversaban grupos de señores correctamente vestidos, con bastones en una mano y mamotretos en la otra.
Se estrechó la calle, el tranvía marchaba a ras de la vereda, las vidrieras de los comercios se podían tocar extendiendo las manos y en las esquinas grupos de transeúntes aguardaban su vehículo.
Irene se mostraba más dueña de sí misma, e incluso Balder se hubiera atrevido a jurar que le observaba con malicia burlona desde el fondo de sus ojos. La atmósfera de irrealidad que respiraran la tarde anterior se había desvanecido. Comprobó con tristeza que ella parecía ajena a él, y Balder permaneció apaciguado, con cierto desaliento de carbón que añora el fuego que puede consumirlo.
Los toldos extendíanse frente a las fruterías y los establecimientos de libros. Cuando el tranvía se detenía, podían escudriñar los interiores de los comercios, y ya se veía un hombre, envuelto el pecho y parte del rostro en una nube de vapor que escapaba de una máquina de planchar sombreros, o a un paleto con las manos en las caderas mirando embobado una araña metálica de segunda mano, frente a una mujer gorda que ensalzaba particularidades del artefacto.
El tranvía rebotaba en los rieles. Estaban en una calle en reparación.
—Aquí es —dijo Irene; y descendieron.
No sabía si tomarla o no del brazo. «Mire aquel pájaro» —dijo señalándole un jilguero blanco en una jaula alta. Los balcones de los primeros y segundos pisos se sucedían interminablemente con escasa diferencia de nivel. En algunas macetas vegetaban arbustos y enredaderas. En otros, las puertas entreabiertas dejaban ver un ángulo de mesa, un cesto de bordado o un maniquí rojos con prendas de vestir.
—Estamos cerca —dijo Irene—. Es en Rivadavia. Se nos ha hecho tarde.
Su voz tranquila parecía animada de la alegría de «llegar por fin».
Irene caminaba como desganada. El gran sueño, no cabía duda, se había disuelto en la nada, y Balder trataba de mostrarse prudente, para que la jovencita le perdonara la embriaguez que la otra tarde suscitara en ella. Quizá nacían en el interior de Irene las resistencias al mal que de Balder podía venirle. No quedaba duda que sus defensas actuaban normalmente.
Apresuró el paso. A veces se encontraban con parejas, y ambas mujeres y los dos hombres se examinaban tratando de intuir cada uno el placer que recibía el otro de su compañía. Un martilleo opaco partía del taller de un hojalatero, y cierto perfume de pastas dulces se entremezcló con una vaharada de ácido muriático.
Las fachadas se hicieron más oscuras y altas, después apareció una explanada de asfalto soleado. Irene le dijo: «Hasta luego» —y en algunos metros más allá del mil quinientos de Rivadavia, entró a una casa con portal elevado y combado vidrio blanco en la banderola. Estanislao pasó cuando ella, inclinado el rostro y sin verlo, cerraba la manilla de una segunda puerta, en lo alto de una escalera de mármol. Balder volvió. Un gato gris dormitaba en el centro del umbral de una librería. Vaciló, giró sobre sí mismo y para esperarla, sentóse a la mesa de un café. Sentíase enervado, la presencia de esa muchacha le aplastaba los nervios como un brebaje de láudano y «para asegurar su conquista» le pidió al mozo papel y tinta. Se puso a escribirle una carta de amor. Se la entregaría cuando ella saliera.
Después de cavilar un instante, redactó dos carillas de amor mentiroso, «destinadas a excitar la imaginación de la jovencita y sus vulgares sentimientos de chica de familia». Incluso le decía que «se imaginaba él y ella, cuando fueran ancianitos, rodeados de muchos hijos». Esto es simplemente repugnante y absurdo. Balder, además de encontrarse casado, no quería hijos y, por otra parte, no sentía ningún apego a la vida del hogar. Sentíase llamado a destinos más altos, pero en esta circunstancia procedió como un jugador, matiz que entraba en su temperamento, tratando trabajosamente de que el estilo de la carta fuera lo suficiente estúpido como convenía a la mentalidad que revelaba Irene.
Al salir del conservatorio, la jovencita recibió con sorprendida alegría su carta. ¿Él le había escrito? ¡Qué bueno! ¿Por qué se molestó? La leería en el tren, si podía le rogaba no se incomodara en acompañarla. Era muy posible que su mamá la esperara en Retiro, «pues vino de compras al centro». En efecto, se mostraba singularmente inquieta cuando a la distancia veía una mujer de edad, cuya estatura confundía con la de su madre.
Se despidieron poco antes de llegar a la estación, y Balder, al llegar a su casa, buscó entre sus papeles y algunas cartas que otra novia le había devuelto y copió íntegras dos epístolas apasionadas, que le entregó a Irene en su tercer encuentro. La pereza sentimental había sucedido al primer deslumbramiento pasional.
Cierto es que Irene nada hacía de su parte para remediar la decadencia que se filtraba en sus relaciones. Escuchaba a Balder con carita aburrida, casi impaciente de tener que soportar la lata de un hombre cabelludo, con zapatos abarquillados y sonrisa maliciosa.
Aparentemente, la conducta de Balder se presta para ser clasificada como actitud cínica de un desenamorado que trata de engañar a una joven inexperta. Cuando el cronista de esta historia le pidió explicación de su conducta, Balder replicó:
—Copié esa carta, porque a pesar de necesitar a Irene, era indispensable que le dijera alguna mentira amorosa, y no tenía voluntad de escribirle. Pensar en ella me producía instantáneamente cierta pereza enorme, un desgano inexplicable. Quería estar cerca y lejos de su persona, me agradaba y me desagradaba. Instintivamente, pero de una forma vaga, barruntaba que me convenía alejarme, y me faltaba carácter para tomar esta resolución.
Pereza… desgano… ¿qué otro sentimiento, qué miedo pueden encubrir estas palabras; auténtico miedo de un hombre a entablar una batalla definitiva para su vida?
¿Y quién dirige este juego del miedo o la prudencia? ¿La inteligencia o el alma?
Si escribimos inteligencia y dejamos en pie el alma (entendiendo por alma el instinto accionado contra todas las leyes de la lógica vulgar), el problema se completa tan extraordinariamente, que hay que inventar las hipótesis más contradictorias para certificar un final que fue extraordinario.
¿El instinto entonces?, ¿el alma?
Deber de cronista es exponer hechos, no hipótesis.
Balder e Irene se vieron aun dos o tres veces. De estos encuentros le quedó a Estanislao el recuerdo de una criatura sumamente silenciosa y terca, que lo examinaba detenidamente sin fatigarse. Nunca oponía objeción alguna a sus reflexiones.
Luego la jovencita no concurrió a la academia. Estanislao la esperó algunas semanas con ansiedad. Los días que ella debía acudir al Conservatorio, la aguardaba en un café establecido a la media cuadra. Balder amaba este camino.
Bajaba en la estación Congreso del subterráneo, tomaba por la acera izquierda de Rivadavia, encaminándose hacia Montevideo.
La vereda, ancha y sucia de papeles y sombreada por los entoldados de las chocolaterías, estaba obstaculizada por filas de mesas vidriadas con ruedas de chóferes. De algunos edificios recién terminados escapaba un áspero relente de aguarrás. Toldos anaranjados sombreaban altos ventanales de escritorios, abundaban los talleres de vulcanización, envueltos en constante atmósfera de caucho recocido y, en la plaza del Congreso, con elevadas macetas verde cobre en pilares artísticos, los bancos negreaban de desocupados.
Balder caminaba despacio.
Entre los edificios de planta baja, aislados, reptaban el espacio los de diez y quince pisos, rematados en poligonales torrecillas de pizarra, buidas de pararrayos. Balder se ubicaba en la mesa veredera de un café establecido treinta metros antes de llegar al Conservatorio. La vereda abundaba de hojas secas. Las conversaciones de los parroquianos de gorra le llegaba como un murmullo donde resaltaban aisladas las vocales. Media calle permanecía en la sombra y otra media franjeada de sol. Sobre el abanico verde de los árboles se desprendía el relieve de las rojas columnas de alumbrado, con triples campanas de porcelana en triángulo. En ciertos espacios de la calzada, filas de autos de diversos colores permanecían estacionados, y Balder alargaba el pescuezo cada vez que veía entrar a una joven al portal del Conservatorio, que a veces no era el del Conservatorio, sino aquel de la librería.
Conoció las costumbres de los vecinos de aquel trecho de calle; el vendedor de cigarrillos, de perfil cesáreo, con su cajón marrón adosado al muro verde de una tienda. Era tan perezoso que sus clientes debían sacar por sí mismos los cigarrillos de los anaqueles, y el lustrabotas de junto al café que exhibía el técnico perfil de un orangután.
Algún parroquiano se dormía en la mesa de la vereda. Balder ilusionábase de encontrarse en un boulevard de París, saboreando cierto encanto al contemplar las fachadas de construcción moderna, con relieves rayados de canales y paneles blancos, decorados escuetamente por el escaso perfil de un balconcito de hierro negro.
Las gentes de la vecindad, en cuerpo de camisa o con sacos blancos, conversaban en las puertas de los negocios. A veces, un automóvil, en su brusca frenada, ponía en la bocacalle un grito de hombre de goma despanzurrado; de una mueblería próxima dos proletarios sacaban, sosteniéndolo por las puntas, un ropero de lunas invertido, y el tiempo pasaba sin que Irene apareciera.
La decepción crecía en él y su rostro se alargaba, mientras que el mozo vestido de negro y con una servilleta sucia en el antebrazo se le acercaba contando unas monedas en la palma de la mano, para decirle con un tono de voz que se le antojaba denigrante:
—¿Ha llamado el señor?
Pagaba, marchándose amargado. No la vería nunca y el más lindo sueño de su vida habría naufragado.
Se creía inmensamente desdichado. Luego pensó con alegría que era preferible esa inútil espera al vacío que sobrellevaba antes de conocerla y, con espalda encorvada y las manos sepultadas en los bolsillos, se perdía por alguna calle transversal, caminando a lo largo del cordón de la vereda.
Lo más sensato hubiera sido que cualquier atardecer, tomando el tren, se encaminara al Tigre. Pero no, la aguardaba allí, en el lugar donde sabía subconscientemente que ella no aparecía, como si tratara de disculparse ante un testigo invisible.
—Yo fui a esperarla, pero ella no vino.
Un día no la esperó y más tarde recordó que se dijo:
—Es mejor que haya pasado esto, porque esa muchacha me iba a complicar la vida.
Esas palabras quedaron estampadas en relieve en el plano de su conciencia. Cuando alguna vez recordaba a Irene, le bastaba apelar a esta reflexión para consolarse. El tiempo en tanto pasaba en todos los almanaques del mundo.

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