Capítulo II
LA VIDA GRIS
Por más apego que se tenga a la concepción materialista de la existencia, no puede menos de asombrar, a veces, la variedad de contradicciones que pone en funcionamiento, en el mecanismo psicológico del hombre, la monotonía gris de la ciudad. El individuo, en algunas circunstancias, se afina hacia extrañas direcciones mentales con tal tenuidad, que llega a dudarse si, con exclusión de la materia, no existe un espíritu sutil, actuando respecto
a los sentidos de percepción inmediata, como un detector de acontecimientos futuros.
En Balder, después de alejarse de Irene, desglosamos tres estados de conciencia: Deslumbramiento irreal, angélico; repentino oscurecimiento de la llamarada pasional, y finalmente un resignado cavilar que busca de tranquilizarse apelando a un vaticinio:
—Es mejor, que haya pasado esto, porque esa muchacha me iba a complicar la vida.
Tamizándolos con lógica materialista, semejantes estados de ánimo reflejan incongruencia y debilidad de espíritu.
¿Por qué a Estanislao le iba a perturbar la vida una muchacha, quien las tres últimas veces que vio lo dejó indiferente, al punto que para escribirle tuvo que plagiarse y acumular en las cartas mentiras grotescas?
Y si le era indiferente, ¿por qué huía de ella?
Balder, respecto al drama de su vida, me ha hecho confidencias extraordinarias. Ellas reflejan aspectos singulares y repugnantes de su personalidad, mas como he resuelto consignar imparcialmente la madeja de su vida interior, no me detendré en embellecer al personaje. El hombre, en cualquier extremo de la pasión, es un espectáculo extraordinario, si sus confesiones permiten delinear la estructura de la misma.
Cuatro meses después de lo narrado en el primer capítulo llegaron las fiestas de Carnaval. Balder las aguardaba con sumo interés, estaba seguro que Irene concurriría al corso del Tigre.
Imaginaba la dicha del encuentro. Él avanzaba por la calzada bajo arcos de luces, rompiendo cortinas de serpentinas. De pronto, quedaba inmóvil. Ella estaba allí, mirándolo bajo los focos dorados, con ojos desencajados.
Vinieron las noches de corso. Se arrinconó junto a una mesa de café. Con mirada somnolienta observaba las patrullas de forajidos que, en fila india, con los brazos desnudos y el pecho velludo al aire, hundían al socaire la mano en los traseros de las criadas parranderas. Las ruedas de los carros, forradas de percalina roja o azul, giraban ante sus ojos. Un tumulto infernal, bajo arcos de luces rojas o verdes, se desarrollaba con las combas de las serpentinas, y Balder la imaginaba a Irene, en un palco del Tigre, apoyada de codos en la barandilla. Estaría disfrazada de holandesa, pavo real o española. Y así pasó la primera noche.
Indignado contra sí mismo se juró ir al día siguiente. Promesa que, como otras de sus actitudes, no llevaba más finalidad que tranquilizar su conciencia.
Llegó la segunda noche. Se compadeció en la figura del albañil o de la lavandera con un niño semidormido en los brazos, a quien habían llevado a «ver el corso». En algunos palcos, los novios con un ramo de flores en la mano y jovencitas inclinadas sobre la baranda verde, conversaban olvidados del tumulto. De pronto, multicolor lluvia de papel picado combaba un torbellino bajo los focos, y caía sobre ellos, que despertaban sonriendo de su sueño. Balder pensaba que bien podía encontrarse en esa posición, en el ángulo de un palco del corso del Tigre, con Irene a tres pies sobre él, inclinando la cabeza.
A las once de la noche se dijo que era absurdo emprender un viaje de treinta minutos de tren, para concurrir a un corso que terminaría a la hora de él haber llegado. Por otra parte, no debía consternarse de perder la noche, ya que disponía de otros dos días de fiesta.
«Eso sí, iría sin falta». Luego volvió a jurarse internamente que «no pasaría este año sin ir».
Pero esa noche tampoco fue. Claro que iría «al día siguiente». Mas llegó el día siguiente; bajo las cúpulas de seda roja o de percal dorado, sonrió irrisoriamente a las muchachas disfrazadas de mucamas y pierrots en un carro de propaganda comercial.
Algunas, al pasar, le arrojaban flores marchitas que ya habían estado en muchas manos y, como otros tantos buenos hombres, se regocijó al contemplar el eterno bruto, enfundado en traje de arpillera, con trompuda cabeza de oso y conducido con una cadena, por un pillete que atropellaba, entre la algazara general, a los transeúntes prudentes.
Lo aturdían los cencerros zamarreados por brigadas de verduleros en fiesta, los gritos histéricos de aprendizas enfiladas en el borde de la capota de un automóvil, el tintineo cristalino de las campanillas de los carruajes particulares, y las cintas de papel rojo, verde y amarillo se entrecruzaban en ciertos momentos en el espacio, como una nevada de color arremolinada por el viento.
Las horas pasaban. Una neblina luminosa cubría el espacio, en el relieve de los rostros fatigados se derretían afeites y yesos, los caballos de policía montada, cabeceando las bridas, avanzaban entre hileras de carruajes moviendo las ancas como si se abrieran paso con los flancos entre una multitud invisible. De pronto, una brisa de aire fresco despejaba la negrura taladrada de mil dardos luminosos y en las bocacalles libres los vehículos aceleraban su velocidad.
Y esa noche tampoco fue.
Reaparecía en Balder un desgano antiguo. Esta pereza invencible que podía quebrantar cualquier cocinera disfrazada de odalisca, entraba en acción y lo petrificaba cuando trataba de trasladarse al Tigre.
Nos recuerda la frase del soldado español de la conquista:
«Et antes de entrar en batalla se me ponía una gran grima et tristeza en el corazón».
Balder no reparaba en lo singular que resultaba su conducta. Aceptaba la «tristeza et la grima» de su corazón, sin análisis, como si fuera producto natural de su carne estragada por los placeres fáciles y conquistas sin interés. El círculo de su cavilación era sumamente estrecho. Más que cavilación era oscilación instintiva entre ir y no ir.
Mucho más tarde, individualizó esa anomalía de su voluntad. Tuvieron que acumularse numerosos sucesos, para que Balder, sorprendido, le diera un carácter aproximado a lo sobrenatural a semejante etapa.
Sin embargo, para perseguir fáciles pelanduscas y enredarse en turbias aventuras, no experimentaba pereza. Luego se dijo que aún disponía de dos noches, se consoló en el panorama de su acción futura, pero cuando tuvo que resolverse para ir a Tigre, permaneció sobrecogido junto a la mesa de café. Preveía tristemente que era muy posible que Irene jugara coqueteando con alguien en el palco. El desgano lo traspasaba como un filtro de morfina, y para satisfacción de su conciencia, al apagarse las luces de la última noche de corso, se dijo tomando por una calle solitaria:
—Bueno, iré el año que viene.
Esta promesa, aunque parezca mentira, tuvo la virtud de tranquilizar su ánimo como meses antes lo absolvía de culpa esperar a Irene en un paraje que ella ya no frecuentaba.
EXTRACTADO DEL DIARIO DE BALDER
Y sin embargo Balder apetecía una acción continua y una existencia heroica. Vivía aislado y sombrío porque el destino de su vida no se cumplía en la magnitud de su deseo. Su desconcierto mental alcanzó a tales proporciones que, refiriéndose a semejante período, diría más tarde:
—En la época del conocimiento con Irene, mi estado mental corresponde al de un semiimbécil. La ingeniería no está reñida con el retardamiento de otras facultades mentales, por completo ajenas a las especulaciones de la física y las matemáticas.
Mi conducta revestía características extrañas:
Aparentemente y por un escaso lapso, me conducía como hombre normal. Cuando el plazo que duraba la comedia de mi seriedad rebasaba los límites que estaba acostumbrado a soportar, rápidamente se visibilizaban para mi interlocutor las anomalías que taraban mi conducta, como lagunas de criterio y cierta desconcertante expresión burlona. En esa zona de fisonómica manifestación, no se sabía qué nexo fijar: si el de la pillería o el de la estupidez. Más aun: el que se encontraba conmigo llegaba a formarse la idea de que mi cerebro estaba dividido en varios trozos funcionando con escasa armonía entre sí. Independientemente, cada trozo de mi personalidad revelaba una originalidad que era interpretada en su conjunto como un indicio de desequilibrio mental.
Otro aspecto de la dicha semiimbecilidad que me caracterizaba, consistía en la ostensible poca armonía existente entre mi inteligencia y mi voluntad.
Fisiológicamente era un perezoso adormilado, incapaz de concretar positivamente el más mínimo esfuerzo. Todo lo dejaba para mañana, y en el «mañana» se localizaba una esperanza de la que hablaré después.
En cambio, mi inteligencia descubría a veces una lucidez extraordinaria, casi anormal.
Situaciones casi incomprensibles para otros ofrecían nítidas, entre mis conjeturas, la trama de su misterio. He visto en el interior de ciertas almas con una justeza tal, que aquellos que se creían observados, terminaban por apartarse de mi compañía. Me convertía para ellos en un ser repulsivo.
¡Es que no se ocultan cuidadosamente monstruos internos, para que otros, con una sonrisa burlona, vengan a señalárnoslos con los dedos!
Lo cual no priva que yo, en la extensión de mi conducta, fuera un semiimbécil, como no impide que sea loco el demente que juega perfectamente al ajedrez.
En esta dirección, las anomalías mentales ofrecen cierta semejanza con los efectos del rayo, que penetrando a una casa carboniza al gato, funde los objetos metálicos que adornan las prendas de un morador y desaparece en el agujero abierto que conduce a la cueva de un ratón.
Dicha semiimbecilidad (de la cual yo tenía conciencia a medias, pues no me pasaba desapercibido que enneblinaba mi vida) aguzó de tal manera mi susceptibilidad que, poco a poco, me fui aislando. El trato con mis prójimos me era insoportable. En cada uno de ellos discernía un enemigo que se aprovecharía de mi semiinconsciencia para engañarme o arrastrarme vaya a saber a qué dudosas aventuras.
Cuando por razones de mi profesión tenía que ponerme en contacto con otras personas, me veía obligado a desempeñar una auténtica comedia de hombre grave, pues como ellos me descubrían distinto, su conducta no tardaba en variar y demostrar vericuetos maliciosos, contra cuyos ardides ignoraba de qué modo valerme.
Esto acarreó contratiempos en mis negocios y empresas, en las que perdí parte de la fortuna de mi esposa. Ella no sabía a qué atribuir esa incompetencia que de continuo yo revelaba en la lucha por la vida. Ingresé entonces como ayudante en el estudio técnico de un ingeniero y, por un escaso sueldo, me resigné a trabajar de dibujante.
Lo cual me permitió aislarme aún más. Cuando tenía que ponerme en contacto con un desconocido, no podía evitar cierta conmoción nerviosa, una hostilidad que a mí mismo se me hacía perceptible en el temblor de los párpados y cierto movimiento reflejo de los nervios de los arcos superciliares, todos matices que escapan a la comprensión de un hombre que no ha profundizado en los fenómenos de la vida interior.
Mis compañeros me eran odiosos, y cuando no los odiaba, los examinaba con cierta acritud irónica y despectiva.
Analizando dicho sentimiento he comprendido que les envidiaba la facilidad con que se movían en la intrincada madeja de pasiones e intereses que a mí me resultaba imposible desembrollar. Eran en un todo distintos de mí. Vivían placenteramente, ejecutando actos repugnantes, estúpidos o viles sin que un solo sentimiento superior se rebelara en ellos contra las ignominias que cometían. Además, como si tuvieran conciencia de cuán inferior era la existencia que realizaban, envolvían su conducta en una apariencia de hipocresía y despreocupación que espantaba.
Parejo con mi sentimiento de soledad, aumentaba el dolor que me inspiraba mi propia impotencia para adaptarme al ambiente de mis semejantes. Les envidiaba su insensibilidad, su grosería, su astucia, todas las cualidades inferiores que les permitían desnudarse los unos ante otros, sin que un asomo de pudor les incitara a ocultarse. Suciedad que, es menester reconocer, revelaban con cierta naturalidad complaciente.
Conducta semejante ha motivado con justa razón que me clasificara a mí mismo como un semiimbécil.
Muchas veces traté de encontrar la clave que me permitiera despedazar esa placenta invisible que ahogaba mi cerebro.
«Sabía» (véase qué profundo es el sentido de la intuición), «sabía» que, alguna vez, el destino me obligaría a actuar en un suceso que, con su violencia, rompería definitivamente las ligaduras que me amarraban a la imbecilidad, y que además el suceso sería extraordinario, asombroso.
En honor a la verdad, diré que jamás llegué ni intenté imaginarme la estructura del «suceso extraordinario». Como un rayo me heriría en el centro del cráneo, posiblemente yo me desvanecería y cuando despertara sería otro hombre.
Tan seguro estaba que el suceso acontecería, que, cuando pensaba en su próximo advenimiento, trataba de evitar su aparición. O al menos creía que la soslayaba.
La espera subconsciente del prodigio me convirtió en una especie de badulaque atónito que cree descubrir, en el primer desconocido que se le acerca, un enviado de la Providencia, que le anuncia el milagro.
Como ven ustedes, no me adorno con el epíteto de imbécil gratuitamente, ni modestamente.
Utilizo una definición técnica que la fraseología cotidiana, carente casi siempre de exactitud, ha convertido injustamente en una injuria.
De modo que, cuando yo procedía como si no fuera un imbécil, la gente me observaba entre indignada y sorprendida, como si los hubiera hecho víctimas de una estafa, por la que tenían que denunciarme ante la justicia o, cuando menos, pedirme arduas explicaciones.
LA VOLUNTAD TARADA
De allí que Balder oscilara entre los excesos más opuestos con brevísimos intervalos de tiempo.
Una ansiedad permanente solicitaba en él compañía femenina, que rechazaba casi inmediatamente de obtenerla. Las mujeres le desilusionaban por la esterilidad mental de su existencia. Donde se imaginaba un palacio descubría una choza.
De cada una que se acercaba, pensaba impaciente:
—Es ésta. —Luego reconocía que se había equivocado. La presentida era como las otras, y se apartaba de ellas con agrios modales de defraudado.
Lo acosaba una incomodidad permanente, cierto furor lento que inopinadamente estallaba en una avalancha de groserías inconcebibles
Día tras día, esperaba algo nuevo. «Traté con toda clase de mujeres, incluso fui transitorio amante de prostitutas» —pero después de la explosión de su hastío, repleto de malevolencia, se apartaba de esas desdichadas, lívido de rencor, como si ellas fueran responsables de la existencia de ese infierno en el que se consumía sin posibilidad de salvarse.
Al aparecer Irene, su corazón dio un salto tremendo. Creyó identificarla. Era «ella», mas cuando la jovencita escapó a su voluntad, él se sumergió casi con naturalidad en la monotonía de su vida gris.
Pasaban meses sin que la imagen de la colegiala tocara la sensibilidad de Balder, luego un incidente la despertaba flamante, tal cual la conociera en el primer minuto que ella lo contempló absorta.
Reconstruía con alegría el espectáculo de un encuentro inesperado. Conversarían interminablemente, le narraría la odisea de su inercia. Irene le perdonaría sus ficciones, admitiría realmente que él era un hombre que no mentía nunca. Estanislao, a su vez, le confiaría que no se reprochaba las falsedades injertadas en su primera y segunda carta, ya que eran para mayor gloria de ese amor que envasaba.
Cierto es que nadie miente sin un objeto, mas es auténtico que Balder jamás mentía, ni para defender intereses estimables.
La única mujer engañada de continuo, respecto a su situación, fue Irene. Más que engaño, ello constituyó una pérdida de memoria en cierto modo, tan densa y circunstancial, como en otra dirección había sido permanente el olvido de la causa que aquella tarde lo arrastrara preocupadísimo hasta el andén número uno de la estación Retiro.
Aunque Balder tenía por hábito analizar cuanto suceso se ponía al alcance de su inteligencia, en el caso de Irene, una pasividad tortuosa, escondida, lo apartaba de inquirir qué causas lo inhibían para acercarse a ella. Procedía como si le «conviniera» no investigar nada.
Estas inhibiciones de voluntad no le pasaban desapercibidas. Comprendía que su actitud, dado el interés que le inspiraba la jovencita, no era normal. Como si su mente careciera de fortaleza para fijarse y ahondar los motivos de tales anomalías, asumía procederes de criatura caprichosa. Se negaba a darse explicaciones a sí mismo, de un hecho que habría de asombrar a los demás, de conocerlo.
Si insistimos en la pereza de Balder es porque el cronista admira el oscuro mecanismo de lo que cree que puede designar «presentimiento». Pero no nos anticipemos.
Objetivamente, la conducta de Estanislao era más absurda que la de cualquiera que, necesitando imperiosamente una riqueza, se niega a obtenerla en el momento que está al alcance de sus manos.
Semejantes lagunas de voluntad y de lógica, revelan a veces el funcionamiento preventivo de lo subconsciente, cuyos ojos invisibles han discernido la Verdad. Y sin embargo, de primera impresión, nos sentimos inclinados a clasificar al individuo como un demente y si extremamos indulgencia, como un desequilibrado. No es posible catalogarlo de otra manera, de acuerdo a los cánones de psicología experimental.
Lo que trato de demostrar es que la psicología experimental se equivoca.
Existen en el hombre o en su alma, quizás en el fondo de sus ojos, sentidos con un tal poder de discernimiento, que frente a ellos, la lógica corriente, la psicología de laboratorio, es más primitiva y grosera que el juego de un principiante de quinta categoría de ajedrez comparado con el efectuado en el tablero por un Alekine o un Tartakower.
Balder vivía sin estímulos y rechazando obstinadamente aquel que podría nacerle de acercarse a la joven distantísima. No sabía por qué, se le ocurría que Irene se entregaría hasta convulsionarle la vida si se atrevía a acercarse.
Parejo con tamaña inercia repleta de expectativa, se desarrolló en él una idea fija:
—Algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Como si temiera los efectos de lo deseado extraordinario, no sólo que no daba un paso para obtenerlo, sino que hasta lo esquivaba.
Hubo semanas en que se repitió todos los días:
—Sí, algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida. Por su parte, Balder no trataba de acelerar el advenimiento del suceso extraordinario. Al salir de la oficina se enquistaba en un café pensando que algún día…
Mueve a risa un perezoso divagando de esta manera. Como todos los ineptos, era extraordinariamente pagado de sí mismo. A los que tenían curiosidad de escucharlo, los amenazaba con realizar planes estupendos:
En este país no existían arquitectos. ¡Oh!, ya lo verían, cuando entrara en acción. Su proyecto consistía en una red de rascacielos en forma de H, en cuyo tramo transversal se pudiera colgar los rieles de un tranvía aéreo. Los ingenieros de Buenos Aires eran unos bestias. Él estaba de acuerdo con Wright.
Había que sustituir las murallas de los altos edificios por finos muros de cobre, aluminio o cristal. Y entonces, en vez de calcular estructuras de acero para cargas de cinco mil toneladas, pesadas, babilónicas, perfeccionaría el tipo de rascacielo aguja, fino, espiritual, no cartaginés, como tendenciaban los arquitectos de esta ciudad sin personalidad.
Sus compañeros se reían. ¿Cómo resolvería el problema del reflejo? Y si respondía que, de acuerdo a los estudios de la óptica moderna, colocarían los cristales de manera que los edificios fueran pirámides cuya superficie reprodujera la escala cromática del arco iris; las carcajadas menudeaban de tal manera, que indignado se apartaba de ellos. Serían siempre los mismos rutinarios, útiles para cargar con un teodolito y mensurar campos donde habrían de pastorear con el resto del ganado. Carecían de imaginación, esterilizados por las matemáticas, únicamente aspiraban a ganar dinero u ocupar un cargo donde las actividades burocráticas substituyeran la iniciativa técnica.
Se refugiaba en su idea fija:
—Algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Como este pensamiento lo repetía varias veces al día, se convirtió en una idea fija que indirectamente excusaba su no acción.
¿En qué consistía lo extraordinario para Balder? Dejar de ser lo que era. Para un vendedor de periódicos, extraordinario sería arrojar los diarios en la acera, entrar al Luna Park, subir al ring frente a una multitud de treinta mil personas y ponerlo knock out de un uppercut a Víctor Peralta en el primer round. Lo extraordinario para Balder era despertar un día por efectos de un choque externo y encontrarse dueño de una voluntad que le permitiera realizar sueños de vida heroica, sin vacilaciones. Deslumbrar a sus semejantes. Ser dueño de una voluntad de acero.
No es menos ilógico este deseo de un perezoso que la quimera del vendedor de diarios en derrotar a Víctor Peralta por knock out en el primer round.
Afirmo que, para satisfacer sus deseos, le hubiera vendido su alma al diablo.
Contrariamente a lo que se pueda suponer no era ni el primero ni el único hombre de esta generación de escépticos deseoso de sellar un pacto con el demonio.
Posiblemente no exista hombre inteligente que, en cierta etapa de su vida, no haya deseado que el diablo existiera, para estipular un contrato con él.
Pensamientos semejantes son sumamente familiares a individuos que, como Estanislao Balder, se repiten dos mil veces al año que «algo extraordinario» tiene que acontecer en sus vidas.
Claro está que todos, llegado el fatal momento, si el diablo se presentara, retrocederían espantados. Otros, quizá los más audaces, le propusieran un equívoco trato ad referendum, con el innegable propósito de hacerle trampa en el momento de pagar. A este último grupo de jugadores tramposos pertenecía Balder.
Seamos sensatos: Balder no se representaba al demonio de acuerdo a la grotesca escatología católica. No. El demonio constituía, para él, la suma de una serie de fuerzas oscuras, indefinibles que, de personalizarse, revestirían la figura de un financiero, cierto desalmado de rostro pálido y líneas largas, cuyo busto de atleta, enfundado en un jacket con solapas de raso, aparece recuadrado por una ventana metálica sobre un fondo enyesado de rascacielos superpuestos.
Estas potencias, inteligencia, voluntad, se trasmitían al contratante, y Balder no dudaba por un instante de la existencia de dicha fuerza. La dificultad residía en encontrar un secreto (que indudablemente existía) para ponerse en contacto con ella. El hombre es capaz de inventar al diablo, si el diablo no existe.
Otras veces se decía que lo más probable era que la Fuerza se encontrara soterrada en el interior del hombre que la buscaba con afán, erróneamente, fuera de sí mismo.
Si así acontecía, ¿mediante qué procedimiento podía desprendérsela de su intrincado caracol interno, ponerla en marcha y recoger los prodigios que debía suscitar?
Estanislao cavilaba trabajosamente sus hipótesis disparatadas. Existía un «secreto». Los que lo poseían, sonriendo con suficiencia irónica, negaban el más allá; otros movían la cabeza como indicando que la moneda con que debía pagarse tal «secreto» era sumamente ardua, y Balder, después de acumular series de conjeturas, se abandonaba a la indolencia, diciéndose confiado:
—De cualquier manera, algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Pasaba el tiempo. Apartándolo de sus problemas de técnica profesional, vivía sumergido en la inactividad que le imponían sus sentidos incapaces.
Se decía que «tenía condiciones»; lo reveló ante ciertos problemas, pero su apatía era mucho más fuerte que su voluntad de acción.
Los días se deslizaban monótonos y grises, mientras que él con mirada tumefacta y envidiosa observaba de lejos el camino de otros más fuertes.
Bien hubiera querido realizarse, deslumbrar a sus prójimos, pero tamañas virtudes no se obtienen con un simple deseo en un minuto de entusiasmo baladí. Desaparecido el impulso primero, que lo había levantado hasta la cresta de las nubes, se acurrucaba en el fondo de esa neblina que velaba sus gestos con una incertidumbre de afásico, cuyo mecanismo motriz se encuentra lesionado.
Se acostumbró a vivir en las profundidades de la cavilación. Su obra de ayudante en oficinas técnicas no le satisfacía. Él no había nacido para tan insignificantes menesteres. Su destino era realizar creaciones magníficas, edificios monumentales, obeliscos titánicos recorridos internamente por trenes eléctricos. Transformaría la ciudad en un panorama de sueños de hadas con esqueletos de metales duros y cristales polícromos. Acumulaba cálculos y presupuestos, sus delirios eran tanto más magníficos a medida que menos fuerzas disponía para realizarlos.
En tanto, el fracaso de su existencia trascendía hasta a lo físico.
Su rostro brillaba de grasitud cutánea. Estaba sumamente encorvado, el talle torcido, el trasero pesado, la caja del pecho encogida, los brazos inertes, los movimientos torpes.
A pesar de que no tenía veintisiete años, gruesas arrugas comenzaron a diseñarse en su rostro. Al caminar, arrastraba los pies. Visto de atrás parecía jorobado, caminando de frente, dijérase que avanzaba sobre un plano ondulado, de tal manera se contoneaba por inercia. El pelo se escapaba por sus sienes hasta cubrirle las orejas, vestía mal, siempre se le veía con la barba crecida y las uñas orladas de tinta.
Además echaba vientre.
Tal era su estampa irrisoria de abúlico de café, que con expresión desganada de hombre acabado, deja circular los días entre sus dedos amarillos de nicotina:
—¡Oh, si se pudiera firmar un contrato con el diablo! —Y lo notable es que hubiera suscrito el pacto con el demonio.
Es de creer, por momentos, que este hombre atravesaba crisis de estupidez, empujado por la desesperación. Lo salvaba el espíritu, perezoso frenesí sordo que urgía el milagro. En el fondo de la caverna de carne, el alma de Balder solicitaba permanentemente el prodigio. Suponía a los poderes infernales más piadosos que los divinos y, en consecuencia, apelaba a ellos con devoción rayana en la locura.
Muchas veces, al ir a acostarse, quedábase sentado a la orilla de la cama, miraba melancólicamente sus pies callosos, e invocaba a las fuerzas del más allá para que lo salvaran de la muerte.
—¡Oh, tú, demonio, que fuiste fuerte y desafiaste a Dios!, ¿serás tan canalla que no tengas piedad de mí? ¿Por qué no vienes? Yo no tengo inconveniente en firmarte un contrato. Cierto es que muchos pretenderían hacer la misma operación contigo, ya lo sé, pero ellos son inferiores a mí, y tú también lo sabes. Es necesario que me salve, que me convierta en un héroe; en fin, esas cláusulas del contrato nosotros las convendríamos después. Lo esencial es que vengas.
Ninguna voz extrahumana respondía a la súplica de Balder, pero él, contra la lógica materialista que nos dice y repite hasta la saciedad que nada desde el Más Allá puede interceder en favor de nuestra penuria, creía que se salvaría.
Alguien, «un acontecimiento», lo salvaría. ¿De qué modo? No podía preverlo. Pero cualquier día, una mano misteriosa entre los dos horizontes crepusculares de la noche y el amanecer, le arrojaría el salvavidas. Braceando desesperadamente llegaría a la otra orilla del mar sucio donde flotaba en compañía de sus semejantes, encontraría un continente flamante; su envoltura física, torcida y fatigada se desprendería como la piel de una serpiente, y él surgiría ante los seres humanos ágil y espléndido, más fuerte que un dios creador.
Se adormecía con ligera sonrisa. A través de los párpados cerrados, percibía en la distancia la figura de la jovencita. Luego, sobre telones de oscuridad, ángulos de rascacielos y obeliscos, él cruzaba bajo cables de trenes aéreos, un estrépito espantoso se amontonaba en sus oídos, y necesitaba hacer un esfuerzo para no saltar de la cama y gritar en la desolación del cuarto, frente a su esposa que estaba dormida en otra cama:
—Soy un dios que cruza anónimo por la tierra.
Transcurrían los meses.
A intervalos tuvo relaciones con mujeres.
Se desengañaba en juegos fáciles e indiferentes. Ellas no lo satisfacían, y Balder tampoco demostraba mayores aptitudes para resultarles agradable.
Se acostaba con ellas con la misma facilidad que concurría al café a conversar con amigos que no estimaba, mas indispensables por la fuerza de la costumbre.
Sobrellevaba la monotonía de su vida con resignación de cadáver. En ciertas circunstancias, se esforzaba por descubrir los aspectos interesantes de la personalidad de sus amigas, luego, decepcionado de la vaciedad que revelaban, abandonaba todo buen propósito y su conducta era lisa y llanamente la de un desvergonzado, a quien se le importa un comino lo que la gente opine de él.
Incluso experimentaba determinada alegría malévola en jugarle malas pasadas a sus compañeras de reservados. Ellas adolecían de la misma facilidad que él, para proporcionarse relaciones que con fantástica inconsciencia llamaban «amorosas».
Junto a su esposa se aburría. Admitía de buen grado que posiblemente se hastiara junto a otra mujer si, por una serie de obligaciones contraídas, se viera obligado a convivir.
Analizaba a su mujer y la encontraba semejante a las esposas de sus amigos. Todas ofrecían características semejantes. Eran singularmente amargadas, ambiciosas, vanidosas, rigurosamente honestas, y con un orgullo inmenso de tal honestidad. A veces se le antojaba que este orgullo estaba en razón inversa del reprimido deseo de dejar de ser honestas. Lo más notable del caso es que si alguna de estas mujeres honestas, para singularizarse hubiera dejado de serlo, con semejante actitud no habría agregado ningún encanto a su personalidad. Habían nacido para enfundarse en un camisón que les llegaba a los talones y hacerse la señal de la cruz antes de dormirse. Pavoneaban una estructura mental modelada en todas las restricciones que la hipocresía del régimen burgués impone a sus desdichadas servidoras.
«Estas mujeres tienen que ser hechas pedazos por la revolución, violadas por los ebrios en la calle» —se decía a veces Balder.
Su esposa, como otros tantos de cientos de esposas anónimas, era una excelente dueña de casa, pero él no era hombre de regodearse en el espectáculo de un piso bien encerado, o en la pantalla calcada en la matriz de una hoja arrancada de la revista Para Ti o El Hogar.
Su mujer bordaba excelentemente, cocinaba muy bien, hacía un poco de ruido en el piano, mas estas virtudes domésticas no alteraban el punto de vista de Balder, irónico e indiferente. ¿Qué relaciones existían entre un piso encerado o una albóndiga a punto y la felicidad?
Las mujeres de sus amigos eran más o menos semejantes a su esposa, lo cual no impedía que, tarde o temprano, un colega de Balder se le acercara diciéndole:
—¿Sabés?, me estoy enamorando de mi querida.
Estanislao los examinaba con cierta envidia. Se acordaba del pelirrojo Gunter. Iba un cuarto de hora antes a la alcoba donde tenía que reunirse con su amante. Y desparramaba entre las sábanas tallos de nardos. Y Balder sonriendo malévolamente le decía:
—¿Y en la cama de tu esposa no desparramas nardos?
¿Y Gonzalo Sacerdote? Cuando hablaba de «ella» tartamudeaba de felicidad, se recogía en una especie de silencio interminable. No había uno de ellos que en ciertas circunstancias se recatara de confidenciar intimidades que un temperamento delicado hubiera mantenido en el más escrupuloso secreto.
Con cierto horror se preguntaba Balder:
—¿Pero qué vida viven estos hombres? ¿Son hipócritas o sensuales? ¿O es que existe el mundo de que ellos alardean?
No eran ni lo uno ni lo otro. Después de espiarlos meses, de observarlos continuamente, llegaba a la conclusión de que sus actos eran perfectamente lógicos, explicables:
No podían vivir sin ilusiones.
Se casaron jóvenes y, pronto, las ilusiones desaparecieron. Casi todos ellos tenían una base moral que les impedía abandonar a su esposa para seguir a la que amaban. Así creía Balder al principio. Luego constató que tal base moral no existía. Ellos sabían que de abandonar a su esposa para convivir con la amante, hubieran terminado por hastiarse junto a ésta como ahora se hartaban de monotonía junto a la esposa.
Incluso en algunos de ellos identificaba el embrión de un drama futuro. Y como no podía menos que analizar, llegaba entonces a la desoladora conclusión de que ninguna de esas mujeres era responsable del hastío de su marido, de la desolación arenosa de la vida de hogar. No. Ellas, en el fondo, eran tan desdichadas como sus esposos. Vivían casi herméticamente enclaustradas en su vida interior a la cual el esposo entraba por excepción.
Esas mujeres honestas (sin dejar de serlo prácticamente) tenían curiosidades sexuales, hambre de aventuras, sed de amor. Llegado el momento, por excepción, sólo una que otra se hubiera apartado de la línea recta.
La conciencia de ellas estaba estructurada por la sociedad que las había deformado en la escuela y, como las hormigas o las abejas que no se niegan al sacrificio más terrible, satisfacían las exigencias del espíritu grupal. Pertenecían a la generación del año 1900.
Para subsistir la ausencia de vida espiritual (el religiosismo en su forma de culto es olvidado por las mujeres en cuanto éstas se casan) iban al cine. Leían escasas novelas fáciles, mas se interesaban por las intrigas de actrices de la pantalla y cavilaban sus escándalos y los de sus galanes, cuyos adulterios ofrecían a estas imaginaciones reducidas pero hambrientas, un mundo extraordinario. Allí no podían entrar los esposos, como en el mundo de la curiosidad femenina tampoco encontraban paso estos hombres cuando estaban de novios.
Vivían en monotonía, de la misma manera que sus maridos. La diferencia consistía en que ellas no disfrutaban de ningún derecho.
Encadenadas por escrúpulos que la educación burguesa les había incrustado en el entendimiento, lo soñaban todo, sin ser capaces, por pusilanimidad, de tomar nada. Y de hacer algo, como ponían ilusión, ejecutaban sus actos con esa efusiva torpeza que caracteriza la falta de training en el pecado.
Balder analizaba los problemas que se ofrecían a sus ojos, buscando características de su personalidad a través de ellos. ¿Era un monstruo? ¿Era un sensual?
No amaba a ninguna de sus amantes y algunas de ellas eran extraordinariamente lindas. Cuando recordaba se encogía de hombros. No animado por orgullo de conquistador fatigado, sino porque comprendía la inutilidad del placer sexual si no se desarrollaba acompañado de amor.
Casi todas estas muchachas (sus amigas) pertenecían al grado inmediato que antecede a la mediana burguesía. Hijas de empleados o comerciantes. Tenían hermanos y novios empleados o comerciantes. Ocupaban por sistema casas cuya fachada se podía confundir con el frente de viviendas ocupadas por familias de la mediana burguesía. No frecuentaban almacén, feria ni carnicería, porque ello hubiera sido en desmedro de su categoría. A la calle salían vestidas correctamente. En ciertas circunstancias, un portero no habría podido individualizar a la semiburguesa de la aristócrata, como era imposible establecer las diferentes fachadas de las casas ocupadas por esta gente.
La finalidad de estas jóvenes era casarse. La finalidad de sus hermanos o novios era engañar mujeres, y casarse luego ventajosamente. El matrimonio constituía el punto final de estos machos y de estas hembras. Un claro anormal en la gruesa corriente de pensamiento era casarse por amor. Frecuentemente confundían la pasión amorosa con un blando sentimiento de afecto, que les permitía ser dueñas de sí mismas, en todas las circunstancias, y calcular las ventajas económicas que implicaba el cambio de posición. Ellos no. Se casaban «cuando no podían más».
Las que perdían notoriamente la virginidad antes de casarse eran, para todas aquellas otras mujeres que llegaban vírgenes al matrimonio, unas «perdidas». Si estas perdidas conseguían casarse, la gente no tenía inconveniente en tratarlas, restituirles su afecto e intimar con ellas. A las mujeres honestas les agrada escarbar en los recuerdos de estas otras. Curiosidad que se justifica.
Cuando uno de dichos tipos de jovencita porteña (constituyen el noventa por ciento de la población femenina) se encontraba frente a Balder, lo repudiaba de inmediato o se convertía en una amiga. Balder no era como los otros hombres. Podían conversar de las penurias de su alma, sin que los ojos se les inflamaran de llamaradas de lujuria.
Balder compadecía irónicamente a esas muchachas hipócritas, le admiraban y aterrorizaban los simulacros de pasión que tenían que efectuar junto a un imbécil, la gama de aburrimientos que soportaban con la esperanza de libertarse de la tutela familiar en el Registro Civil.
Algunas de estas desgraciadas a los veintisiete años estaban aun en la masturbación y la mentira; otras, más jóvenes, le hacían preguntas que lo divertían extraordinariamente:
—«¿Cómo eran los prostíbulos?».
—«¿Sentían felicidad esas mujeres de llevar una vida semejante?».
—«¿Eran felices los hombres con ellas? ¿Tenían modales refinados?».
—«¿Sus hermanos, cuando de noche faltaban a sus casas, venían de tales parajes?».
—«¿Cómo se las componían esas mujeres para evitar los hijos?».
Algunas lamentábanse de no haber nacido hombres, para correr aventuras. Balder, encogiéndose de hombros, hacía comentarios duros: «los hombres estaban aún en peor situación que ellas», y la conversación súbitamente se interrumpía al chocar con el silencio de esas muchachas que permanecían pensativas mirando el espacio. Algunas caras graves, semblantes serios de atención, lo enternecían; entonces, para romper la tensión interior de esas almas entristecidas, les daba un papirotazo en la punta de la nariz preguntándoles irónicamente:
—¿Por qué no conversan de estos asuntos con sus novios?
Las jóvenes se tomaban la cabeza entre las manos y cuchicheaban, mirándose escandalizadas: ¿Preguntarles semejantes barbaridades a sus novios? ¿Estaba loco Balder? Era imposible, ellos hubieran pensado terriblemente mal, confundiéndolas con unas locas o, en caso contrario, tratarían de sacar provecho en una dirección sexual.
No, no y no. Los novios estaban colocados en un especialísimo estado mental. Su trato requería determinadas precauciones, cierta técnica y mise en scène: A un futuro esposo no se le manifestaban curiosidades que su estupidez puede considerar como síntomas de tendencias peligrosas.
—¿Y qué conversan ustedes entonces? —Les preguntaba Balder perplejo y ellas, haciendo un gesto displicente que podía expresar «vea la situación a que estamos reducidas», contestaban:
—¿Y de qué quiere que conversemos? De tonterías.
Por tonterías entendían el apapanatado merengue del tema amoroso, el silencio de los que nada tienen que decirse, los convencionales «¡Oh!, sí, querida; ¡oh!, no, precioso».
Estos novios, como en otra época Balder, se creían obligados a conversar con la mujer querida, únicamente de amor, pareciéndose en algún modo a esos hijos de comerciantes que desbastados por el medio ambiente de la Universidad, creen protocolar conversar de literatura, cuando se encuentran en presencia de un hombre de letras.
Balder se horrorizaba diez minutos, recordaba las conversaciones mantenidas con su esposa y reconocía que eran más o menos idénticas en estupidez a estas otras que le asombraban. Callaba preocupado.
—¿Qué piensa usted, Balder?
—¿Qué quiere que piense? Me parece que todos somos unos hipócritas.
—Sin embargo no se puede vivir de otra manera.
Balder recapacitaba:
—Sí, se puede vivir. Lo que hay es que somos unos farsantes sin coraje.
—¿Qué debe hacerse?…
—¿Qué debe hacerse?… ¿qué debe hacerse?… Lo grave es que mirando en redor no se descubre nada más que mentiras, y la gente se habituó de tal modo a ellas, que cualquier verdad, incluso la más inocente y accesible, les parece una injuria a las buenas costumbres.
Otras veces se preguntaba:
—¿Hasta qué punto estos hipócritas aparentan ignorar la verdad para tener pretextos de vivir como perfectos fariseos? ¿Será posible que sostengan, a los extremos que lo hacen, su comedia?
Llegaba inevitablemente a una fatal conclusión:
—El hogar es una mentira. Existe nada más que de nombre. Substancialmente, lo que se define por hogar, es una pocilga, en la cual un macho, respetablemente denominado esposo, practica los vicios más atroces sin que una hembra, su respetable esposa, se dé por enterada. Pero ¿y los vicios existían? ¿Qué hogares podían ser aquéllos, donde tres vidas, padre, madre e hijo, con prescindencia del sexo, vivían internamente separados por el desnivel de sus experiencias?
La experiencia del padre era distinta a la de la madre. Y la del hijo, referida a estas otras dos experiencias, no guardaba ninguna simetría. Padre, madre, hijo, cada uno giraba vitales intereses distintos, con razones comunes de afecto a la cohesión. Frecuentemente, las razones consistían en disciplina, desconocimiento y temor al mundo, sensibilidad pareja, semejanzas psíquicas. Lo evidente es que los deseos de un cuerpo joven y las restricciones morales impuestas por vidas ya agotadas creaban en el rincón de basura invisibles círculos de aislamiento. Bajo apariencia de comunión cotidiana, comunión de palabras o gestos, existían murallas y fronteras, parecidísimas a las que se interponen entre dos hombres que hablan idiomas distintos.
Dicho aislamiento, no tan sólo dislocaba de la comprensión a padres y a hijos, sino que apartaba también a los esposos. Cuando creían intimar, era porque conectaban bajezas análogas, superficialidades recíprocas. Sus entendimientos se tocaban en la tontería.
Si Balder oía decir que un matrimonio «se llevaba muy bien» conjeturaba:
—¿Qué porquerías afines habrá entre esos dos cerdos?
Había descubierto singularidades curiosas, probablemente tan antiguas como la sociedad del hombre, y por ello, sin valor alguno:
Cuanto más groseros, más inmediatos, más egoístas eran los deseos de un hombre o de una mujer, más fácilmente se conllevaban.
A un lacayo y a una mucama, o a un repartidor de leche y una cocinera, les resultaba menos difícil constituir un hogar socialmente respetable, que a una chiquilla respaldada por el petulante decoro de su familia burguesa y un infeliz cuyo ideal arrancaba de una base burocrática.
El lacayo o el repartidor de leche se habían confeccionado dos o tres ideas concretas respecto a la vida, así también la mucama y la cocinera, que con las dos o tres ideas maniobraban con éxito en la vida. En cambio, los retoños de nuestra burguesía ríspida vivían en disconformidad. No sabían lo que ansiaban ni hacia dónde iban. Accidente que no le ocurría a la mucama ni al cocinero. Deseaban acumular dinero, y si venían hijos, éstos, en vez de desjarretarse en trabajos rudos, que ingresaran a robar a la clase media con el pasaporte de un título universitario.
Dicha etapa de civilización argentina, comprendida entre el año 1900 y 1930, presenta fenómenos curiosos. Las hijas de tenderos estudian literatura futurista, en la Facultad de Filosofía y Letras, se avergüenzan de la roña de sus padres y por la mañana regañan a la criada si en la cuenta del almacén descubren diferencia de centavos. Constatamos así la aparición de una democracia (aparentemente muy brillante) que ha heredado íntegramente las raídas mezquindades del destripaterrones o criado tipo y que en su primera y segunda generación, ofrece los subtipos de los hombres de treinta años presentes: individuos insaciados, groseros, torpes, envidiosos y ansiosos de apurar los placeres que barruntan gozan los ricos.
Reconsiderando el fenómeno, Balder quedaba perplejo. Un terrible mecanismo estaba en marcha, sus engranajes se multiplicaban. Hombres y mujeres constituían hogares basados en mentiras permanentes. Simultáneamente con ello alardeaban tal afán de encumbramiento fácil que, a instantes, el observador sentía delirio en la estructura de la industria cinematográfica norteamericana, confeccionada especialmente para satisfacer las exigencias primitivas de estos países rurales.
El cine, deliberadamente ñoño con los argumentos de sus películas, y depravado hasta fomentar la masturbación de ambos sexos, dos contradicciones hábilmente dosificadas, planteaba como única finalidad de la existencia y cúspide de suma felicidad, el automóvil americano, la cancha de tenis americana, una radio con mueble americano y un chalé standard americano, con heladera eléctrica también americana. De manera que cualquier mecanógrafa, en vez de pensar en agremiarse para defender sus derechos, pensaba en engatusar con artes de vampiresa a un cretino adinerado que la pavoneara en una voiturette. No concebían el derecho social, se prostituían en cierta medida y, en determinados casos, asombraban a sus gerentes del lujo que gastaban, incompatible con el escaso sueldo ganado.
Los muchachos no eran menos estúpidos que estas hembras.
Se trajeaban y dejaban bigotillo, plagiando escrupulosamente las modas de dos o tres eximios pederastas de la pantalla, a quienes las chicas del continente africano y sudamericano enviaban profusas declaraciones.
Un día cualquiera, estas muchachas manoseadas en interminables secciones de cine, masturbadas por sí mismas y los distintos novios que tuvieron, «contraían enlace» con un imbécil. Éste a su vez había engañado, manoseado y masturbado a distintas jovencitas, idénticas a la que ahora se casaba con él.
De hecho estas demi-vierges, que emporcaran de líquidos seminales las butacas de los cines de toda la ciudad, se convertían en señoras respetables y, también de hecho, estos cretinos trasmutábanse en graves señores, que disertaban sobre «la respetabilidad del hogar y la necesidad de proteger las buenas costumbres de la contaminación del comunismo».
El matrimonio ocupaba una casita o un departamento nuevo anunciado en la plana de avisos de los periódicos «ideal para novios». A los nueve meses la señora daba a luz un cachito de carne flamante que la «crónica rosa» del pasquín local anunciaba como un acontecimiento; un mes después, un sacerdote granuja, cara de culo y ojos de verraco, bautizaba la criatura y la función reproductora de estas hembras cesaba casi por completo, substituida por abortos más o menos trimestrales.
Los sábados, dichos matrimonios descoloridos (desteñidos hasta en los trajes que compraban por cuotas mensuales) se enquistaban en el cine y el domingo paseaban en alguna granja de suburbio verde. Durante la semana el individuo concurría ocho horas a su oficina, y cada luna nueva le preguntaba a su esposa, entre bascas y trasudores:
—¿Te ha venido el mes?
Estas vidas mezquinas y sombrías manoteaban permanentemente en el légamo de una oscuridad mediocre y horrible. Por inexplicable contradicción nuestros criados de cuello duro eran patrioteros, admiradores del ejército y sus churrascos, aprobaban la riqueza y astucia de los patronos que los explotaban y se envanecían del poderío de las compañías anónimas que, en substitución del aguinaldo, les giraban una circular: el remoto directorio de Londres, Nueva York o Amsterdam «agradecía los servicios prestados por la excelente y disciplinada cooperación del personal».
Sociedad, escuelas, servicio militar, oficinas, periódicos y cinematógrafo, política y hembras, modelaban así un tipo de hombre de clase media, alcahuete, desalmado, ávido de pequeñas fortunas porque sabía que las grandes eran inaccesibles, especie de perro de presa que hacía deportes una vez por semana y que, afiliado a cualquier centro conservador, con presidencia de un generalito retirado, despotricaba contra los comunistas y la Rusia de los Soviets.
La psicología de estos tipos, primaria y malvada, se estropajaba a través del tiempo. Más tarde unos, más temprano otros, terminaban por refugiarse en el islote de una amante, cuya fotografía mostraban en el comienzo de sus relaciones a sus camaradas, entre cuchicheos obscenos. Y conste que los que se echaban una amante eran los más inteligentes del grupo. La morralla frecuentaba el lenocinio, casi siempre la misma prostituta, cuyas especialidades ensalzaban, hasta terminar por confundir las aptitudes profesionales de la meretriz con la conducta pasional de una querida.
A veces estas relaciones terminaban en un drama sangriento, que los diarios de la tarde explotaban tres días seguidos. Al cuarto día, un nuevo crimen llegaba con su repuesto fresco a sustituir el delito agotado.
Balder iba y venía por la ciudad remordiendo el conjunto de síntomas. La urgencia carnal de los machos se contraequilibraba con la contención hipócrita de las hembras y a instantes, como en el desbarajuste de un naufragio, todos trataban de salvarse, recurriendo para ello a las mentiras más absurdas y torpes.
A veces Balder conversaba con conocidos a quienes hacía mucho tiempo perdiera de vista. Ellos se habían casado. Por supuesto, con mujeres que querían, pero a quienes ahora no debían de querer sino muy relativamente. No eran felices. Algo se dilucidaba allá en el fondo que transparentaba el vericueto de sus confidencias. Estanislao se aterrorizaba ante la invisible catástrofe que representaban estos derrotados. No se ilusionaban ante ningún suceso del mundo. (El mundo de ellos había naufragado en el lecho conyugal por la noche y en menesteres oficinescos durante el día). Se encogían de hombros ante las mismas palabras que cuando adolescentes los encabritaban. El maximum de ambición que descubrían era parangonable con el de un aventurero. Dar un golpe de suerte o de azar para enriquecerse y «pasarla bien». Respetaban y odiaban a sus jefes, admiraban incondicionalmente a los pilletes audaces que se imponían en la ciudad con su trabajo de extorsión y eran sumamente amargos, escépticos, burlones. No creían en la felicidad. De más está decir que una esperanza posiblemente hubiera transformado a estas almas, pero la esperanza requiere cierta amplitud de sentimientos, incompatibles con la total aceptación del fracaso que revelaban. Además, para tener esperanzas es necesario llevar en el interior cierta fuerza espiritual de la que carecían.
Balder a veces admitía que era un derrotado. Un descorazonamiento inmenso lo imposibilitaba para la acción durante algunos días, luego reaccionando se decía que en alguna parte se encontraba la mujer que debía injertar en su vida nuevas esperanzas y energías, y confortado por la tibia certidumbre dejaba pasar los días.
No tenía prisa, sus ilusiones eran cortas. Si luego se examina el proceso amoroso que se desenvolvió en su vida, se verá cuán exacta es tal afirmación. Balder no tenía prisa, como tampoco la tenían sus compañeros. Vivían porque el azar los había colocado en el planeta Tierra. Con gesto perezoso recogían lo que estaba al alcance de sus manos y siempre que el esfuerzo no exigiera un derroche de energía.
En síntesis, Balder era uno de los tantos tipos que denominamos «hombre casado». Haragán, escéptico, triste…
Los días volteaban sobre él, su taciturnidad aumentaba. Una vez, habían pasado muchos meses, recordó que el Carnaval estaba próximo, evocó su pasividad durante las anteriores carnestolendas, se prometió nuevamente, con rigurosas penas en caso de no cumplir, que iría al Tigre, aguardó dos meses ansiosamente… Se repitieron las mascaradas… Él se arrinconó junto a una mesa de café, mirando pasar la gente con desabordamiento y, por segunda vez, transcurrió la primera, segunda, cuarta y quinta noches de corso, sin que se moviera de allí para ir al Tigre. No se daba cuenta que el desgano y la pereza lo estaban defendiendo de un acontecimiento decisivo en su existencia.
Pensó con tristeza que su voluntad había desaparecido para siempre. Irene continuaba viviendo en su imaginación. Despojada de toda apariencia terrestre, se manifestaba en el fondo de su pecho por una dulzura queda, semejante al debilísimo perfume de ciertas flores muertas.
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