Capítulo III
EL SUCESO EXTRAORDINARIO SE PRODUCE
Parecen dos ciudades superpuestas: arrinconada la de los rascacielos; extendiendo un fracturado horizonte de mampostería, la baja.
Balder, en mangas de camisa, encajado en su asiento giratorio, observa el profundo panorama de techados por el hueco de la ventana metálica abierta
de par en par.
Le interesa muy poco lo que ve, pero sigue mirando con mueca de disgusto. A ras de un techado negruzco distingue los contrafrentes de un puente de ferrocarril enrejado. Los muros crecen, lienzos de muralla gris superponen paredes amarillas perforadas de agujeros cuadrados, el perpendicular zigzag de mampostería se resquebraja en una mancha verde, y la otra ciudad de los rascacielos, con el peñón de sus monoblocks color mostaza, supera la pizarrosa altura de edificios de siete pisos.
Tras las terrazas, manchas violetas de nubes se fragmentan y desflecan en doradas crines. A medida que el cielo se comba en la altura, adquiere una azul profundidad de agua de nieve.
Balder aparta la mirada fatigado y deja descansar los ojos en el rectángulo de su oficina, un muro con alto zócalo verde mar, cerrado por tres divisorias de madera color caoba, como encristaladas de gruesas placas de mica.
Estanislao cierra las ventanas. Los contramarcos metálicos reticulan el cielo de agrios mosaicos azules y la rugosa mica de los cristales lo traslada a la profundidad de un acuario.
Posiblemente ésa sea su vida.
Raspa un fósforo en la pared y enciende el cigarrillo. Chupando humo se abstrae en el negro pie del teléfono y su bocinilla horizontal. Bosteza y abre un cuaderno con proyecciones a lápiz de un alcantarillado de cemento.
Cifras, cotas de nivel, tramos, raíces cúbicas y cuadradas… Balder abre la boca y mira la triple trenza de humo que se desprende del tizón de su cigarrillo. Se encoge de hombros y, a través de los bastones metálicos, el cielo reticulado en agrios mosaicos azules desplaza en su sensibilidad la desolación del desierto.
La cresta de una nube asoma lateralmente un perfil de camello, y él no lo confiesa, pero se aburre extraordinariamente.
Repiquetea la campanilla del teléfono. Balder alarga el brazo, coge el aparato y descuelga el auricular perezosamente.
—Sí, soy yo Balder…
—…
—¿Usted me conoce a mí?… Es posible…
—…
—¿Una amiga mía? ¿Quién es usted?
—Las iniciales de su nombre… Dígame al menos las iniciales de su nombre…
—…
—Cómo… ¿Tampoco eso?… No sé, he tenido muchas amigas.
—…
—Sí, pienso… Claro que pienso.
—…
—No adivino… Espere un minuto… Le contestaré en seguida.
Balder no cuelga el tubo. Sin hablar permanece con los labios pegados a la cornetilla del aparato. Piensa vertiginosamente. Tiene la sensación de jugarse los restos de una fortuna, al último naipe que le queda, y las arrugas de su frente barajan conjeturas. Replica:
—Vea… no estoy dispuesto a seguir conversando con una persona que no me da su nombre. Lo único que le diré es lo siguiente: una sola mujer me interesa… y ésa es una chica que vivía en Tigre hace dos años…
—…
—¡Oh!… ¿Usted es la amiga?, ¿amiga de ella?… Perdone mi rudeza… ¿Y usted me habla en nombre de ella? ¡Qué maravilloso!… ¿Cómo supo dónde estaba yo?…
—…
—¡Ah!, sí, sí… el artículo de los rascacielos que salió hace dos meses. ¿Y se molestó en preguntar por teléfono? ¿Por qué no me habla ella?… No la he olvidado nunca.
—…
—¿Así que viven en el Tigre? Cómo no… el tren que sale a las dos y cuarto. Sí… ¿Ustedes me esperan allá…?
—…
—Sí, gracias… Hasta mañana… ¡Cuánto le agradezco! Hasta mañana…
Cuelga el tubo con gesto incoherente de tardío. Una avalancha de sensación inunda el acuario. Pero ¿por qué fue estúpido de cortar la comunicación tan inmediatamente?
Ahora recuerda que tenía tantas cosas que preguntarle. ¡Oh!, ¡qué estúpido que era!, sin embargo, no, mejor, necesita estar solo, coordinar pensamientos, saborear la felicidad que le caía del cielo. Por suerte no había nadie a su lado porque la voz humana en esos instantes le hubiera sido intolerable.
No hacía tres minutos que estaba bostezando malhumorado y ahora un rayo caído a sus pies rasgaba el telón de un mundo nuevo. Pero aquel rayo —se reía solo—, aquel rayo era infinitamente más prodigioso que aquéllos que abren una caverna al pie de un transeúnte paralizado por el terror. De modo que… ¿pero era posible eso?… Y sin embargo existían personas que no creían en los milagros. ¡Oh!… ¡oh!… Claro… no era posible… sensatamente posible que él saliera a la calle y les dijera a las personas: Ustedes tienen que creer en el milagro. O: es conveniente que crean en el milagro… El tono sería ése: es conveniente que ustedes crean en el milagro. No, no era posible. Sin embargo el Estado debía crear oficinas de personas destinadas a tal trabajo. Y Balder reía despacito, restregándose las manos.
Así que había sido necesario que pasaran dos años, que un amigo periodista le hiciera un reportaje sobre los rascacielos del futuro, que este reportaje se publicara, que dicho diario fuera a dar en un almacén del Tigre, que el almacenero envolviera con esa hoja medio kilo de pan y que este medio kilo de pan estuviese destinado a la casa de Irene, donde ella, al desenvolverlo, tropezara asombrada con su nombre, pues su nombre figuraba a tres columnas sobre un diseño de rascacielo futuro.
Inclinó la cabeza. ¡Estuvo tan brusco con la amiga! ¿Existía entonces el destino?
¿Lo que sucedía no era simplemente maravilloso? Chispas de sol corrían a lo largo de sus nervios. De modo que si la sirvienta de los Loayza no compra el pan en ese almacén, y el almacenero no lo envuelve en la hoja de diario donde estaba su artículo, y él… ¿Qué infinito y prodigioso juego de azar significa la existencia, entonces?
¿No estaba acertado al esperar el advenimiento de un suceso maravilloso?
Bastó un minuto, el repiqueteo de la campanilla de teléfono… y súbitamente el panorama de su vida cambiaba… Ya estaba en camino hacia el trampolín colocado a desmesurada altura. Posiblemente desde allí daría el gran salto mortal.
Dos años inútiles para producir este minuto definitivo. ¿Pero entonces?, ¿entonces la vida era semejante a una película de cine?… ¡Se imprimían noventa mil metros de cinta para utilizar tres mil…!
Movía la cabeza desconsolado de no poder comprender la extensión secreta de la existencia.
¿Si aquella noche en la casa de Irene no falta pan, ella no hubiera encontrado forma de comunicarse con él? Y sin embargo estaba allí aguardándolo. Y él aquí recordándola. Sin embargo… Pero entonces la vida, ¿qué cosa era la vida? ¿Existía un sentido oculto? ¿Por qué no se encontró con Irene, por ejemplo, en la calle? Y más sencillo que eso mismo… ¿Por qué no fue él al Tigre? ¿Era indispensable que se acumularan tal exorbitancia de casualidades para verse? No. ¿Y entonces? Realmente, lo ocurrido ¿no era consecuencia de su semiimbecilidad? Se parecía en cierto modo al hombre que compra un motor de cien caballos para poner en marcha una máquina de coser. ¿O es que…?
No quería pensar. Permaneció instantes abstraído y de pronto sonrió cautelosamente. Algo se agazapaba en él. Escribió tres líneas que dejó sobre su escritorio y se puso el sombrero. Al salir del ascensor y encontrarse frente a la calle, no sabiendo qué hacer, se introdujo en un café. Golpeó en la realidad como tropezando con el plano del pecho en un alambre extendido.
Bajo pantallas de vidrio esmerilado jugaban al billar dos suboficiales. El choque de las bolas alargaba su percusión entre la voz de los lavadores de escudillas que discutían en el mostrador. Se arrinconó en el fondo del establecimiento, junto a una divisoria de madera y las siluetas de los parroquianos se recortaban en las vidrieras del frente de la calle, semejantes a sombras chinescas.
Indudablemente, se encontraba en presencia del desarrollo de la segunda etapa de su vida. Su SOS había sido escuchado. Y la alegría se oscurecía de tristeza, su deslumbramiento retrogradaba al rojo del hierro que se enfría y oxida al salir del crisol. Repentinamente le parecieron hermosos sus días anteriores. ¡Qué comodidad aquélla de esperar un suceso extraordinario sin que nada perturbara el presente anodino! Y sin embargo la vida de los otros era así. Por el cortinaje corrido del compartimiento de «familias» veía la espalda azul de una señora, cuya mano se movía a veces sobre una taza, en torno de una bandeja. ¡Qué quietísima la vida de los otros!
Entre seis campanas de vidrio donde la luz dejaba perfiles de níquel, un mozo desteñido, lívido, fichaba consumiciones en la máquina registradora, y los planos inexpresivos de su semblante no se diferenciaban de los de otros rostros que estaba acostumbrado a encontrar allí. Sin embargo su SOS había sido escuchado, es decir que tenía que jugar con precaución. No podía explicarse el motivo, mas presentía el desarrollo de un misterioso combate.
Renacería o moriría definitivamente. No eran conjeturas, sino evidencias desprendiéndose de su interior en leves nubecillas, mientras dejaba estar los ojos, abstraído, en un gran espejo semicircular que, tras del mostrador, moteado de bufach[2], servía con la repisa de su base, un muestrario de botellas panzudas, porrones de tierra color hígado, frascos negros con etiquetas doradas y envases esterillados. Los entrantes y salientes de la luz ponían una línea multicolor y casi movediza.
Recordó más tarde que ni un instante tuvo la idea de rehuir el misterioso combate. Estaba obligado a descorrer un lienzo negro que ocultaba los accidentes del camino hacia otra vida, cuya estructura inadivinable lo atraía. Su estado psíquico presente era semejante al del guerrero del libro histórico:
«Et antes de entrar en batalla se me ponía una gran grima et tristeza en el corazón».
Un lustrador de botas le ofreció sus servicios, lo rechazó, y el otro con un hombro sumamente inclinado se alejó con lentos pasos.
¿Y su esposa? La asociaría a las posibles desgracias que podían nacer de aquel reencuentro con la terrible jovencita. Un golpe de piedad lo estremeció por los seres que conocía. Mas ¿qué podía hacer él? Era inevitable transitar el camino abierto por el llamado telefónico. Sí. Lo requería la monotonía de su existencia. No podía retroceder. Demasiado tarde. Después de aguardar años el acontecimiento extraordinario no iba a huir del diablo que ahora se presentaba. Sí, aunque fuera el mismo demonio con contrato. Y leyó con sonrisa burlona, la lista de cócteles en letras blancas sobre una pizarra negra:
Metropol.
Rubor de niña.
Ferrocarril.
¡Qué nombres ridículos! Sin embargo el ferrocarril se ligaba al rubor de niña ¿Existía el rubor de niña? ¡Qué grotesca la comedia humana! ¿Y la coincidencia? ¿Los nombres de cócteles asociados a su destino? Era inútil. No retrocedería.
A medida que transcurrían los minutos, sus nervios desprendían borbotones de frenesí.
Rubor de niña. En sus ojos giraban los suboficiales jugando al billar, los lavadores de escudillas, las sombras chinescas junto a las vidrieras, más allá un vigilante azul levantaba el brazo, en la esquina dobló un camión verde, borbolló el hervor de un escape de vapor en la máquina de café y los latidos de su corazón se acentuaron de tal forma, que le pareció que dentro del pecho un leñador misterioso descargaba hachazos tremendos. Había soslayado durante dos años el encuentro y ahora se hallaba a pocos minutos del suceso. Algunas horas… ¿cuántas horas tenía un año?… Dos años. ¡Y no faltaban más que veinticuatro horas! ¿Acaso no se componía su vida de la espera de ese minuto? Había vivido veintisiete años para aguardar las tres de la tarde de aquel día cuyo tictac de corazón, como un leñador, hachaba leña en el interior de su pecho.
Experimentó ansiedad de desvanecimiento, flojedad de los miembros; estaba suspendido a tan extraordinaria altura, que la profundidad vidriaba su vacío como la piel de un monstruo repugnante.
Se dominó. Era preciso ser dueño de sí mismo. Evocó personajes de novelas que impresionaron su adolescencia, la actitud de éstos cuando se encontraban frente al «suceso extraordinario» de sus vidas. ¿Cómo se comportaría él?
Fijó la mirada en la calle; al volverla al salón, se encontró deslumbrado y ciego y su fuerza se cohibió en la proximidad del encuentro con Irene. ¿De modo que era imposible recusar el destino? Y no cabía duda que la primera entrevista iniciaría las etapas del suceso extraordinario. Si no, ¿a qué causas atribuir estas tres singularidades? El deslumbramiento que experimentó junto a Irene cuando la conoció.
Resistencia oscura e inexplicable de volver a verla.
El juego de azar que permitió a la jovencita comunicarse con él. ¿No estaba al margen de toda lógica que Irene lo recordara a través de dos años?
A un hombre que razona de esta manera sería dificultoso convencerlo de que lo que le ocurre es una aventura vulgar. Ciertos seres humanos vivirían disconformes si perdieran su creencia de que «el más allá» se ocupa de ellos. Balder pertenecía a este grupo de vanidosos, pero no nos inmiscuyamos a juzgar los desdoblamientos de su conducta.
La víspera del encuentro con Irene estaba seguro que de su actitud al presentarse nuevamente ante ella, dependía o no la prosecución del «suceso extraordinario». Se encontraba por analogía en la posición de un estudiante que debe rendir examen sobre una materia imprevista. Este advenimiento conviene relacionarlo con las tres singularidades antes particularizadas.
Con la mirada fija en el espejo semicircular moteado de amarillas pintas de bufach, soliloquiaba:
—Tendré que satisfacer determinadas exigencias, no cabe duda. Sólo un imbécil puede admitir que lo invitan a un reencuentro por su linda estampa. Y yo seré un idiota, pero en relativo grado. De cualquier modo lo más conveniente es ocultar bajo siete llaves la personalidad irónica, porque si no… Es indiscutible… un burlón suscita siempre desconfianza. ¿Una farsa entonces? ¿Y si hiciera la del hombre agobiado por el peso del destino? Esa comedia puede parecer incompatible con el cálculo infinitesimal… ¿Mas en realidad no estoy yo acaso agobiado por el peso del destino? ¿Acentuar entonces lo que soy? Acentuarlo artísticamente… ¿Por qué cavilo tantos disparates? Cuando me encuentre frente a Irene me olvidaré de todo esto. (Veremos más adelante cómo no se olvidó.) La verdad es que dentro de algunas horas habrá terminado mi vida antigua. Sólo el diablo sabe lo que me espera.
La incertidumbre de lo que advendría lo consumía en un derretimiento de cera.
Pagó lo consumido y se lanzó a la calle.
Al día siguiente estaba otra vez en el andén número uno de la estación Retiro, bajo la cúpula semejante a un hangar de zepelín.
El tañido de una campana vibró en el aire. Echó a correr para no perder el tren, se dejó caer en un asiento del mismo lado en que viajara la primera vez con Irene… ¡Habían pasado dos años!… ¿Para qué?, si ahora estaba en marcha nuevamente hacia ella. Y se repetía esto pues le resultaba inadmisible esa fracción de tiempo: dos años…
Nubes dentadas como engranajes brillaban en una desolación de cordillera de mármol, el estrépito del tren duplicaba la violencia de su orgullo y de su felicidad, el viento le golpeaba en la frente con bruscos abanicazos y el suceso extraordinario se realizaba.
¿No era maravilloso que la criatura lo recordara a través de dos años? Miraba a la vía, los mismos edificios estaban en el mismo lugar y, sin embargo, habían pasado dos años.
Experimentaba alegría del viajero que vuelve de una accidentada distancia. Reconocía las terrosas vueltas del camino: por allí, la primera vez que iban juntos, pasó una cabalgata. Una chimenea humeaba tras el techo de dos aguas de un chalé, allí también estaban las canchas de tenis… Y habían transcurrido dos años…
Experimentaba tristeza y alegría. Se imaginaba que Irene lo aguardaba impacientemente en la estación de Tigre… Irene… Irene… qué nombre extraño y duro… Y era ella y no otra la que lo esperaba. Los ruidos se encajonaban en las calles transversales. ¿Cómo sería su amiga?… Quizás una joven rubia, alta… Luego perdía el hilo de su pensamiento, y abstraído, despegado de la noción del tiempo, se dejaba estar en el vórtice de aquella velocidad que lo conducía a través del espacio al cumplimiento de un indeclinable destino.
Estaba cada vez más cerca, el tren se detenía en todas las estaciones y el panorama le parecía inverosímil, como si estuviera viviendo a través de un sueño. Miraba las cosas, y entre el acto de fijar la vista en un objeto y la comprensión de la forma del mismo transcurría un intervalo de tiempo, que le dejaba en las pupilas la sensación de mirar una fotografía borrosa debido a un movimiento del objetivo.
Algunos hombres con pantalones arrollados hasta las rodillas se movían en una orilla herbosa que entraba largo trecho al río. La fatiga lo anonadaba en su asiento y, a pesar de que las ventanillas del vagón estaban abiertas y los ventiladores giraban sus paletas, se sofocaba de calor. Posiblemente lo afiebraba su impaciencia.
Iba hacia Irene a cincuenta kilómetros por hora y no llegaba nunca, nunca. El misterioso hachador seguía cortando leña dentro de su pecho. Balder aspiraba profundamente el aire.
Se detuvo el tren, Estanislao fijó la mirada incoherente en la barandilla de madera encalada que limitaba el andén. La impaciencia fustigaba más a prisa su deseo, no era posible volar y, desencantado, se recostó en el ángulo de su asiento. Estos minutos no tenían la longitud física de dos años, pero en el interior de ellos se desgastaba con una rapidez vertiginosa, la fuerza le parecía que se le derretía por la punta de los dedos. La sombra de un eucaliptal entró al vagón, la celeste cúpula del cielo parecía girar sobre un eje invisible y en la tarde redonda era imposible orientarse hacia ninguna dirección terrestre.
Estaba suspendido entre cielo y tierra.
Puso los pies sobre el acolchado de cuero del asiento frontero y cerró los ojos. El petardeo de las ruedas en la juntura de los rieles atravesaba sincrónicamente su masa de carne. Iba hacia lo desconocido a cincuenta kilómetros por hora. El borde del respaldar trepidaba bajo su nuca. Cuando abrió los ojos estaba en Beccar. Tras los finos penachos de los pinos que rodeaban la estación parecía circular una película de vidrio celeste, las puntas de las ramas se movían con una tal precaución de cristal que se hizo presente en su conciencia una estática actitud de su infancia, frente a otro árbol de verde sombrío.
Quería evitar ingerencias de pensamiento en su deliquio. Dijérase que el tren resbaló en un envión hasta Victoria, porque no había transcurrido según Balder un minuto desde su salida de Beccar. El convoy cumplía sus etapas con precisión matemática, la próxima era San Fernando… y después… Por un alambrado sendero de carbonilla andaban unos hombres y filtraba en el aire un hedor de adobes, la marcha del tren disminuyó, sintióse empujado fuera del asiento. Estaban en San Fernando. No tuvo tiempo de reponerse… había esperado dos años… y allí, a unos pasos… Otra vez estaban en marcha, Tigre era la siguiente estación. El leñador misterioso hachaba con más violencia en su pecho, mecánicamente se arregló el nudo de la corbata. Higueras de hojas marchitas resbalaban ante sus ojos, quedaron atrás paredones rosas, el petardeo se sucedía implacablemente martilleando distancia en las juntas de los rieles, el tren casi interrumpió su carrera. Asomó la cabeza por la ventanilla, estaba en una curva entre pastizales. Por la oblicua distinguió un puente rojo.
El tren se detuvo, él bajó de un salto. En el andén no había nadie. Miró consternado, luego, apresurado, atravesó bajo cruceros de madera marrones con aisladores de porcelana en las crucetas, leyó un letrero blanco en letras celestes: «Sala de espera para señoras». Una tufonada de petróleo golpeó en sus narices. Entró. Sobre el fondo de un zócalo alquitranado, a la orilla de un banco verde, aguardaban dos mujeres. Estiraron el cuello, una le lanzó la oblicua saeta de su mirada astuta. Era ella. La contraluz no le permitió reconocer a Balder y su recelo de espionaje matizó, instantáneamente, en él la visión del pecado furtivo. A través del vidrio turbio de su emoción, Estanislao clasificó vertiginosamente a la amiga: «desvergonzada, enérgica, dispuesta a todo», y quitándose el sombrero adelantóse a ellas. Otro pensamiento rapidísimo le advirtió: «ojo a la comedia», y tratando de aparecer cohibido por la timidez, exclamó frente a Irene:
—¡Usted!… ¡Usted!… —Mientras que la jovencita se sobresaltaba en el reconocimiento definitivo.
—¿Usted, Balder…?
Él respiraba afanosamente como sí hubiera corrido un largo trecho. Repitió, aparentando embargo de emoción tremenda:
—¡Usted!… ¡Usted!… —Y sinceramente sentía deseos de llorar, mas como este impulso era invisible movía la cabeza consternado tal si no pudiera creer en semejante prodigio. No lo condenemos por su comedia. Estaba rindiendo examen, salvando el «suceso extraordinario de su vida».
—Siéntese —indicó la amiga de Irene.
Balder obedeció fingiendo torpeza. En vez de hablar, permaneció con el sombrero sobre la rodilla, contemplando en éxtasis a la jovencita de mirada gatuna, como la definiría él más tarde. Irene también estaba emocionada. Balder repitió:
—¡Usted! ¡Cuánto he pensado en usted! No se lo imagina.
Meneaba la cabeza como si no terminara de convencerlo el milagro de su presencia.
Y lo grotesco de su comedia sincera, lo acicateaba a superarse, gozaba simultáneamente la mentira del enternecimiento exagerado y lo efectivo de su emoción profunda.
Semejante conducta motivó más tarde el siguiente comentario en la amiga de Irene:
«Un hombre humilde y bueno, sumamente enamorado» —mas como no era posible que permanecieran allí en sobrecogimiento de deliquio, Irene le presentó a su acompañante:
—¿Se acuerda, Estanislao, de aquella noche que lo cité y no pude ir? Ésta es la señora a quien le daba clase de música.
Callaban y no se fatigaban de mirarse y examinarse.
—Sí, es casi seguro que voy a ingresar de corista en el Colón.
La conversación saltante picoteaba temas de música, teatro, arquitectura y amor. Balder explicábase aturdido, sus palabras revoloteaban levemente incoherentes, tanto que se escuchaba con extrañeza, mientras sus sentidos permanecían suspensos como en la enrarecida atmósfera de una alucinación. Cierta prisa subterránea, la de poner en íntimo contacto a sus almas, les hacía decir a momentos muchas tonterías. Por instantes, la señora entornando los ojos dejaba entrever que era desdichada, luego una sonrisa picaresca borraba el pasado, se refería al futuro y, como al hablar accionaba, su vestido de seda negra crujía, al tiempo que la blanca piel de su cuello empolvado seguía las ondulaciones de su voz.
Irene, en cambio, permanecía silenciosa, fijos sus ojos estriados de rayas amarillas en los ojos de Balder; asentía a la conversación con movimientos de cabeza y su sombrero de paja rosa enmarcaba su carita pálida con las líneas de sombra quietas de atención. Apoyaba una mano en el brazo de Zulema y, a instantes, miraba inquieta en redor.
Llegó un tren y subieron. Iban para Buenos Aires. Irene no hablaba. Balder se sentía tenazmente observado por ella. De pronto, él exclamó:
—¡Ah!, cuénteme lo del diario…
Zulema dijo:
—Usted no creerá todo lo que hemos hablado de usted… Irene la tomó de un brazo a Zulema, como pidiéndole reserva, pero ésta continuó:
—No se imagina. ¡Tonta! ¿Por qué no le voy a contar? Fíjese que cuando tomamos confianza me contó Irene que una vez había conocido a un ingeniero en Buenos Aires… ¿Usted es ingeniero, no?
—Sí.
—Y no hacía nada más que pensar en usted. Leímos sus cartas.
—Ah, sí… aquellas cartas…
Irene explicó:
—Yo no tenía su dirección y como cambiaron turno en la academia… Iba de mañana…
—Bueno, ella recordó que le había dicho una vez que vivía en Belgrano. Fíjese qué casualidad, yo tenía una amiga en Belgrano a quien le presté unas óperas… Fuimos a reclamárselas aunque no las necesitaba y preguntamos en varios almacenes si no conocían a un ingeniero Balder… pero nadie nos supo dar razón de usted.
Estanislao recibía magnitudes de admiración frente a ese interés que se desenterraba en un pasado desconocido y que, habiendo estado latente en él, lo dejó contrarrestar por aquella misteriosa pereza de «iré mañana».
Simultáneamente sentíase humillado, inferior a Irene. ¿Por qué no había ido al Tigre? ¿Por qué permitió que Irene se demostrara más consecuente con sus propios deseos? Su actitud no revelaba una cobardía que podía ser peligrosa en el futuro. Mientras Irene pensaba en él, incluso buscando la forma de encontrarlo, él soslayaba el llamado. Y no sabiendo de qué modo excusarse, dijo:
—¡Qué notable!… Realmente, qué notable, todo esto.
—Nos fijamos en la guía de teléfonos… Había varios Balder pero ninguno ingeniero.
—Yo ya había perdido toda esperanza de verlo.
—No es para menos.
—Imagínese ahora mi sorpresa, cuando llega el otro día Irene y me dice que podíamos averiguar su dirección preguntando en el diario por usted…
—Ah, cuente eso, Irene, que es maravilloso.
—Resulta que era la hora de cenar y faltaba pan. Mamá llamó a la sirvienta y la mandó al almacén. Trajeron el pan, yo lo desenvuelvo e… Imagínese mi sorpresa… al ver su nombre en letras grandes…
—Fue un reportaje que me hicieron…
—Me quedé pálida, el diario tenía la fecha de dos meses atrás…
—Ah… Usted no vio el artículo en cuanto salió…
—No… el diario tenía la fecha de marzo… Estamos en mayo…
—Qué notable…
Intervino Zulema:
—Al día siguiente, la pobrecita me trajo el artículo completamente emocionada. Me puse a pensar y me dije que era lógico que en el diario tuvieran su dirección…
—Claro… claro…
—Pregunté tres veces. La primera vez me dijeron que no sabían, después nos atendió otro señor que dijo le preguntara al día siguiente y por fin… Ya ve… aquí estamos…
Callaron en la evocación de los sucesos, luego la conversación se reanudó, cambiante de impresiones, vivaz. Balder, olvidando la comedia que tenía que desempeñar, charlaba hasta por los codos, con la espumosa alegría de un ebrio. Su conducta a instantes hacía pensar que era un cínico un poco aturdido, y ése fue el concepto que de él instantáneamente se formó Irene. Pero Balder reparaba en la corista que lo observaba y cuya fácil efusividad dejaba entrever un fondo duro, algo así como una frívola crueldad que, en un momento dado, es capaz de responder, donde otro se enternecería:
—¿Y a mí qué me importa…?
Para que Balder se formara una importante idea de ella, alternaba reflexiones lógicas con desatinos sentimentales:
—¿Qué opinaba de Rodolfo Valentino? —Ella estaba segura que no había muerto; viajaba de incógnito por la América del Sur, casi afirmaría que una vez lo había visto merodeando por las calles de Tigre.
No quedaba duda que era una desorbitada, con un superficialísimo barniz de urbanidad. Y mientras Zulema desbarraba, Balder no podía hacer menos de preguntarse:
—¿Cómo la madre de esta chica permite a su hija salir con una amiga tan loca?
Balder era injusto en su apreciación. Zulema, cautivada por sus modales, se expansionaba ante un hombre a quien creía un artista; es decir, un individuo despojado de conceptos burgueses. Ella «creía en el amor espiritual». Balder también creía en el amor espiritual, pero le resultaba ridículo que una mujer casada convirtiera en tonterías estados de sensibilidad reservados para almas muy doloridas y sacrificadas en la penitencia de sus trabajos internos. Zulema, dejándose arrebatar de su frivolidad bulliciosa, exclamaba:
«¡Oh, el arte, la belleza!», mas como Balder tenía un concepto severo del arte y de la belleza, estas palabras le sonaban a hueco. Además, ella exageraba un poco la nota. Estaba desempeñando una comedia para aumentar su prestigio ante el hombre que amaba a su amiga. Balder, acostumbrado a catalogar a las personas de una mirada y a no equivocarse nunca en sus juicios, observaba a Zulema como a un fantoche que no podía reservar secretos para él. Y todo buen jugador, por tramposo que sea, por amor propio, desea siempre encontrar un adversario digno. No se estudia cálculo infinitesimal para que luego se nos pregunte cuánto es tres por tres.
La única que guardaba allí una actitud interesante era Irene. No hablaba. Miraba obstinadamente a Balder y sus ojos verdosos parecían, a momentos, iluminarse de un interno resplandor de burla, como si dijera:
«Hable no más… Hable… Yo veo más profundamente de lo que usted supone».
Su mirada inquietaba y perseguía a Balder. Sentíase espiado y conversaba más aún. Al mismo tiempo cavilaba:
«Esta chiquita parece astutísima. Tendré que hablar con ella a solas. ¿De dónde habrá sacado a esta otra mujer? A momentos parece que se ríe de mí. Nos escucha, pero de todo lo que hablamos, muy poco le interesa. ¿Por qué no habla?».
—Nosotras tenemos que bajar en Belgrano para hacer una diligencia —dijo Zulema.
—Vamos a lo de una familia —agregó Irene.
—¿Cuándo nos podremos ver entonces? —arguyó Balder.
Las dos mujeres se miraron entre sí y Zulema le contestó:
—Si le parece el jueves, en la esquina del Conservatorio Nacional, Libertad y Tucumán. A las cuatro, cuatro y cinco.
El tren frenaba. Se despidieron. Nada más. Balder las vio rodear la calzada, donde había mesas de hierro pintadas de amarillo frente a una cervecería.
Ellas se volvieron cuando el tren se puso en marcha, lo saludaron con la mano y Balder, después de verlas desaparecer tras el tronco de un árbol, se respaldó en su asiento, miró el rostro de una pasajera que atravesaba el pasillo con un ramo de rosas.
—¿Esto es todo? —Pero esa noche no durmió.
CAMINANDO AL AZAR
Balder levanta la cabeza y ve reír con carrillos curvados en voluta los mascarones griegos que rematan, de veinte en veinte metros, bajo el reverbero de un cielo de plata, la balaustrada del Conservatorio Nacional.
Baja la vista. En los frisos, grupos de amorcillos pergeñan una gárrula festividad latina. Los venablos de sus arcos traspasan corazones de cemento y, desde la altura de la ochava esquinada, dos lienzos de muralla sucia caen oblicuamente hacia el oeste y el norte, recuadrando de este modo una masa invisible de ciento treinta mil metros cúbicos de arte, que comprende el Teatro Colón y el Conservatorio Nacional. Experimenta inexplicable cariño hacia este enorme edificio, decorado de balconadas, capiteles, columnas jónicas y dinteles curvos. Los ojos se le enturbian de emoción. Irene estará allí adentro, vaya a saber en qué salón sombrío, dando lección de canto ante un profesor caduco. En la espera de su salida, fija la atención en los grupos de personas que conversan frente a las puertas de madera del edificio, con vidrios ferrados por verjas sarmentosas. Ujieres uniformados de azul pasean ante los escalones de mármol. Paneles de piedra amarilla, en recuadros corintios, ponen su cartelera jaspeada en el gris sucio de las murallas. En el primer piso, las ventanas exhiben vidrios blancos de sanatorio. Entre los juegos de columnas hay polvorientos trofeos de abundancia y lirismo. Balder mira hacia el oeste. El soleado fondo de la calle Tucumán, con curvas de asfalto bajo las manchas verdes de los árboles, está cerrado por un plinto de piedra con columna de mármol rematada con un general de bronce. Los cables de corriente eléctrica cortan la altura sutiles como hilos maestros de una tela de araña recién comenzada. Balder mira nuevamente hacia la puerta del conservatorio e Irene no sale.
En la balaustrada, los mascarones griegos tiznados por el reverbero del cielo de plata parecen ahora con sus bocazas abiertas morder un sarcasmo. Alborota la campana un motorman en la plataforma del tranvía y Balder impacientado entra al café frontero.
Entre paredes de madera decoradas de espejos, innúmeros parroquianos juegan a los dados y conversan de la temporada lírica, techados por un plafón blancuzco cuya poca altura multiplica extraordinariamente la bulla de aquel conjunto de partiquinos, comprimarios, maestros de música, maquinistas y bailarines.
En la calle, frente a los radiadores de tres automóviles detenidos, dos criaturas de guardapolvo blanco, cruzan la calzada en un triciclo con llantas de goma, el vigilante azul mira a los chicos en meditación de si existe o no una contravención municipal, los niños suben a la vereda, el vigilante azul hace una señal con el brazo y, en el café, el estrépito se renueva infernal, desde todas las mesas.
Grupos de conversadores desde la vereda charlan con los de adentro, apoyados de codos en el zócalo de las vidrieras. Balder mira el reloj, son las cinco. Irene ha quedado en salir a las cuatro. Alberga dudas, el hachador misterioso corta leña en su pecho, busca en redor y le pregunta al mozo:
—¿Qué día es hoy?
—Miércoles.
—Cómo… ¿hoy no es jueves?
—No… Es miércoles…
—¿Cómo va a ser miércoles hoy?…
—Hoy es miércoles… vea —el mozo recoge un diario de la tarde de la mesa y Balder se da una palmada en la frente. ¿Cómo va a venir Irene si ha quedado en que la vería el jueves a las cuatro de la tarde? Balder sonríe aliviado y sacudiendo la cabeza, paga, se levanta y piensa:
—Estoy mal… Esa chica me va a trastornar el juicio.
Al día siguiente paseaba otra vez por la esquina del Conservatorio Nacional. A las cuatro y cinco un grupo de alumnas se arremolinó en la salida sobre Carrito y de aquel conglomerado de colores perpendiculares movedizos, se desprendieron Irene y Zulema.
Había refrescado. El borde tableado de su vestido de seda rosa se escapaba del ruedo de una capa celeste, un cuello de armiño seguía la curva de su rostro y, bajo el sombrerito de castor blanco, su cara aparecía más tiernamente pálida, bloqueada por las muescas de sus rulos negros. Avanza con indolencia elástica, llevando la cartera con desgano, mientras su otra mano mantenía unidos los bordes de la capa que le ceñía el cuerpo acentuando la curva de sus caderas y la solidez de sus pies calzados con zapatitos marrones.
Zulema, a su lado, vestida de seda negra, con los labios rojos ligeramente entreabiertos, lanzaba rápidas miradas hacia el café de la esquina. Saludó a dos perdularios que tenían el sombrero en la coronilla y que apenas se descubrieron. Cuando llegaron a la esquina, cruzaron la calzada con rápidos pasos; Balder estrechó efusivamente las manos de Irene, ella quedó tiesa muy junto a él. Zulema, después de los primeros saludos, les dijo que le era imposible acompañarlos porque tenía que asistir a unos «ensayos complementarios» y, recomendándoles un picaresco «pórtense bien», se despidió apresurada. La vieron alejarse con los rápidos pasos de sus piernas cortas. Balder exclamó:
—¡Por fin solos! —Y tomando de un brazo a Irene, comenzaron a caminar a lo largo de la calle Tucumán.
Nuevamente estaba triste y emocionado junto a la criatura cuyos ojos felinos le clavaban en el alma una dulce interrogación. Sobrecogimiento crepuscular, quizás angustia de saber que nunca podría pertenecerle ésa tan preciosa flor de carne que apoyada en él, avanzaba con cortos pasos, fijas las desteñidas pupilas en las veredas chapadas de sol y los muros oscuros de sombras. A momentos hablaban.
—¡Cuánto te he querido! —murmuró.
—¿Y yo? No lo olvidé nunca. Al principio no lo recordaba… Pero después de un tiempo, comencé a pensar en usted. No sé lo que me pasaba…
—¿Y yo…?
Cambiaban palabras lentas, espaciadas como por el placer de escuchar el ruido de una piedra que cae en un pozo y no termina nunca de chocar con el fondo.
—¿Estás contenta?
—Sí, muy contenta.
Al hablar, Irene volvía el rostro sobre el cuello de armiño hacia Balder y cada frase suya quedaba temblando y casi suspendida de entre sus labios entreabiertos como para recibir un beso. Balder intentó acariciarle la mejilla. Ella se oponía débilmente, apoyada en un hombro, con la mano de él que pasaba bajo su brazo; apretada entre sus deditos enguantados.
Parecían dos convalecientes que han orillado una peligrosa enfermedad.
—¿No nos separaremos más, no?
—No, no nos separaremos más…
Creció su voluptuosidad. En un momento, la tomó de la cintura y le besó la mejilla, sin ver a los transeúntes que giraban la cabeza, las mujeres honestas que les arrojaban furiosas miradas, los ciudadanos pudibundos que se indignaban contra el Jefe de Policía, ni las colegialas que los seguían con largas miradas.
Como si estuvieran en un desierto, cruzaban impasibles las bocacalles. No escuchaban los desesperados bocinazos de los chóferes ni las campanas de los tranvías. De pronto, Irene fijó la vista en un reloj colgado frente a un comercio y exclamó:
—Las cinco. Tomemos el tranvía que si no voy a llegar tarde a casa.
PUNTOS OSCUROS
Ahora están bajo un arco de acero de la estación Retiro, en el andén número uno. Balder mantiene fijos los ojos en las aleonadas pupilas de Irene y, de pronto, tomándola de un brazo le dice:
—Chiquita. ¿Si te hago una pregunta íntima no te vas a ofender?
—No.
—¿Me prometés decirme la verdad?
—Sí.
—Decime… ¿sos virgen?…
—Balder… qué pregunta… Claro que sí… ¿Por qué me preguntas eso?
—¿Estás segura que me decís la verdad?
—Sí…
—Bueno… entonces no hablemos más… ¿Te parece? Creo en lo que me decís y basta.
—¿Por qué me hacés esa pregunta?…
—Nada… una ocurrencia.
Irene se queda observándolo recelosa. Mueve la cabeza como diciendo: «qué hombres éstos…». Y Balder piensa:
«Qué desgracia. Para mi felicidad, hubiera sido preferible que tuviera un amante».
—¿Qué pensás, Balder…?
Sonríe casi irónico y muerde con palabras:
—¿De manera que sos una señorita?… Una señorita de diecisiete años… Lo más grave es que sos linda, Irene, y que me gustás mucho… y además, ¿querés que te diga una cosa?… te miro y siento que estás dispuesta a entregarte a mí… A entregarte por completo. ¿No es cierto? Mírame a los ojos, criatura. ¿Vos creés que te quiero, no?
—Sí…
—Bueno… estate tranquila… todavía no te deseo como para pedirte que te me entregues.
La mirada verdosa de la jovencita se agranda en el iris y enturbia en amarillos de pintas de oro.
—Decime, Irene, ¿me querés?…
—Sí, te quiero mucho…
—Bueno… eso me basta por ahora… Yo también te quiero, te quiero mucho.
Rechinando lentamente se detiene el convoy en la orilla del andén.
Irene sube; de pronto, le dice:
—Cuidate que pueden vernos.
Él se aparta penosamente.
Desde entonces se veían casi todas las tardes.
A medida que pasaban los días, Balder se sentía más y más ligado a la jovencita. Ella se abandonaba a él con tanta dulzura femenina que Estanislao recogía de su entrega todas las satisfacciones que pueden conmover una sensibilidad masculina.
Irene llegaba a Buenos Aires acompañada por Zulema. Balder no podía establecer con claridad qué género de relaciones Irene mantenía con ella, ni la vida que esa nueva amiga suya parecía llevar. Sospechaba que Zulema engañaba a su esposo, interrogó varias veces a Irene, pero ella negaba rotundamente tener el más mínimo conocimiento de nada semejante. «No, Zulema era una mujer honrada que había padecido mucho por culpa de su esposo». «Él con su mala conducta mató el amor de ella». E Irene mentía. Mentía gratuitamente y conocía varios sucesos que más tarde se aclararán. Por otra parte, la conducta de Zulema era sospechosa y extraña.
Carecía de escrúpulos y admiraba la relación de Balder e Irene, como se admira un bonito cuadro o un emocionante paisaje. Balder recordó que una vez viajando hacía Tigre, Irene con la cabeza apoyada en su hombro, y Zulema frente a ellos, ésta de pronto movió desconsoladamente la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas. Irene, apartándose bruscamente de Balder, apoyó una mano en su falda e, inclinándose hacia ella, exclamó:
—¡Pobre Zulema, pobre Zulema!
—¿Qué tiene usted? —preguntó Balder, mas ella se negó a contestar. Por las miradas, que cambiaba con Irene, Estanislao comprendió que las dos amigas se comunicaban mentalmente respecto a algo que él desconocía.
Experimentó gran piedad por Zulema a pesar de que no la estimaba. Como todos los egoístas juzgaba muy útil su conducta liviana mientras le sirvió de puente con Irene, pero muy detestable su moral, para complacerse en el trato que ella mantenía con la jovencita.
Consideraba perniciosa su influencia y, movido de este convencimiento, Balder descubrió en Irene puntos oscuros que sobresaltaban su sensibilidad. Estaba en cierto modo colocado frente a ella, como un peligro que podía herirle inesperadamente. Más tarde, nunca pudo olvidar la impresión que le produjeron estas palabras de Irene. Ella se refería al carácter de su hermana Simona a quien Balder no conocía:
—Es una idiota que toma la vida en serio.
En otra oportunidad, a Zulema se le escapó:
—Cuando la señora Loayza leyó su proyecto de los rascacielos dijo que usted era un «gilito». —Zulema se mordió los labios después de semejante indiscreción mas no pudo darse cuenta si Balder había atendido a lo que le decía, pues él, señalando impasible la calle, le preguntó:
—¿No se fijaron en aquel hombre que estaba cayéndose junto a una puerta? —Ellas miraron por la ventanilla del tranvía, el espectáculo quedó atrás, mas el pensamiento de Balder molía el juicio denigrante que aquella mujer trabajó sobre su personalidad y se preguntó entre semiextrañado: ¿cómo, entonces me conocen en la casa de Irene?
A instantes le parecía haber caído en una red de la cual apenas si se visibilizaban debilísimas tramas, luego decíase que estaba fantaseando y miraba con asombro a Irene que marchaba a su lado. Su seguridad misteriosa lo impresionaba, pues nunca mujer alguna se movió junto a él con la plenitud de confianza que animaba todas las actitudes de la jovencita. Balder se preguntaba:
—¿De dónde le nace tal seguridad? ¿Por qué Irene no se comporta conmigo como otras mujeres? —Ciertamente, la confianza de Irene guardaba un parecido muy singular al que se establece entre dos seres que han atravesado una intimidad profunda.
Él sabía que si le hubiera dicho a Irene: «vamos a encerrarnos en el cuarto de un hotel», ella lo habría acompañado. Lo real es que Balder dudaba, mientras ella estaba decidida.
En tanto, la subterránea decisión de Irene de entregarse a él trascendía a su vida en un equilibrio de movimientos y actitudes apasionadas, que aumentaban la magnitud de su cariño por la jovencita.
Únicamente le chocaba el entendimiento invisible entre Irene y Zulema.
Ésta acompañaba a Irene cuando venía del Tigre, y como las clases de canto eran simultáneas para ambas, salían juntas, aunque rara vez Zulema los acompañaba, pues alegando ensayos suplementarios los abandonaba en la esquina del Conservatorio.
Balder no creía en tales ensayos y esa desconfianza hacía que experimentara un interés malsano en conocer al esposo de Zulema. Cuando ella se refería a él, Estanislao quedaba perplejo pues no sabía a qué versión atenerse.
Unas veces lo describía brutal y grosero, incapaz de apreciar sus condiciones artísticas, «le había pegado, incluso llegó a reprocharle que no lavara los pisos en su casa», otras en cambio se enternecía hablando de él y hasta llegó a pedirle a Balder recomendaciones para los profesores que componían la mesa examinadora en el Conservatorio, «pues ella necesitaba ingresar como corista, para poder ayudar a su pobre esposo que estaba casi ciego».
De lo que no le quedaban dudas a Balder era que Zulema engañaba al mecánico. No tenía ninguna prueba, «pero estaba seguro de ello».
En cambio la conducta de esta mujer respecto a Balder e Irene era de lo más comprensiva:
Deseaba que fueran sensualmente felices, sin padecer los sufrimientos que a ella le enturbiaban los días.
Evidentemente se sentía desdichada.
Balder por su parte miraba crecer en su horizonte el gran peligro.
Vivía en pensamiento cada vez más junto a Irene. Su cariño se avivaba en la certidumbre de perder a la jovencita, pues no podía menos de presumir la actitud que ella asumiría el día que conociera su estado civil.
Como por otra parte dominaba a su instinto, en vez de aprovechar el transitorio enceguecimiento de Irene que se hubiera entregado a una simple señal, soslayaba estas dos situaciones que provocarían el suceso definitivo: la confesión y la posesión.
ESCRÚPULOS
Balder, sumamente malhumorado (lucha con su conciencia), simula mirar el rincón de los rascacielos, superponiendo monoblocks amarillos en la celeste desolación del confín.
Suspira, el asiento cruje al girar hacia los muros como encristalados de gruesas placas de mica, y Estanislao, apoyando de pronto la frente sobre los brazos cruzados que aplasta sobre el escritorio, cavila su confesión:
—Es indispensable que le diga la verdad. Así no podemos seguir. Sería engañarla. No hay derecho. Ella es virgen. Cierto que el concepto de la virginidad es un prejuicio burgués, pero como ella vive entre burgueses, no tengo derecho a estropearle la vida. Supongamos que le ocultara la verdad. Llevaría continuamente un remordimiento que me privaría de disfrutar la felicidad que puedo gozar a su lado. No podré menos de preguntarme continuamente: ¿Irene me hubiera querido de saber que estaba casado? Esperar que Irene se entregue a mí para confesarle la verdad, es una felonía. Engendraría en ella una repugnancia atroz hacia mí.
—¡Qué desgracia! ¿No sería yo más feliz si ella se hubiese entregado a otro? ¿Le perdonaría a Irene haberse entregado a otro? Sí. ¿No es lo lógico acaso que siga el impulso de sus instintos? ¡Sin embargo!… ¡Pero no!… No hay lugar a duda. Ha jurado que es virgen. ¡Qué ridículo! La virginidad es para la mujer como un certificado de buena conducta. Pero qué me importa a mí… Cuando le pregunté si era virgen, no era por mí, era por ella. De cualquier modo, si le confieso la verdad me juego el destino; mas esto es preferible al engaño. ¿Me dejará? Pongamos que corte conmigo. No importa. Irene no podrá menos de pensar: «Este hombre se daba cuenta de que yo estaba dispuesta a entregarme a él y, sabiéndolo, no ha vacilado en confesarme la verdad. ¡Qué noble es!», y aunque no quiera, tendrá que admirarme, pues no se pasa impunemente frente a un alma bella.
Como se puede apreciar, Balder tenía un alto concepto de sí mismo. Continuó el soliloquio:
—Hay dos probabilidades. Una, que me rechace, otra, que me acepte. Por otra parte no me interesa tener relaciones con una mujer que haga hincapié en mi estado civil.
En esa circunstancia su espíritu de justicia le formuló una pregunta:
—¿Qué conducta asumirías con esta muchacha si presumieras que, al confesarle la verdad, te abandonaría?
—Le diría la verdad.
—¿Y si esta mujer es una simuladora que finge quererte, aunque estés casado, para enamorarte, y hacer que abandones a tu mujer?
—No me interesa que sea simuladora o no. Todo simulador actúa sobre una base de inteligencia, indispensable al desarrollo de su juego. ¿Qué me importa que Irene sea una comedianta, si lo que deseo es transformar mi vida con la fuerza que comunica una pasión? Y la pasión sólo puede existir a condición de que sea absolutamente sincero.
Retrocedió en su razonamiento.
—¿Por qué pensar que Irene es una comedianta? ¿Por qué admitir siempre lo equívoco? Me he acercado a ella, y desde el primer instante, no he hecho otra cosa que imaginar lo peor. ¿No consistirá en una táctica de lo subconsciente imaginar lo peor acerca de una persona, para disculparnos ante nosotros mismos del mal que le podemos acarrear? De cualquier modo, estamos a tiempo para olvidarlo todo.
Balder no reparaba que, comenzado un camino, es necesario recorrerlo hasta el fin. Más tarde, descubrió esa terrible ley que todos los seres humanos, o casi todos, llegan alguna vez a confirmar en el desarrollo de su existencia: la necesidad de llegar al final.
LA CONFESIÓN
Nuevamente aguardan los dos junto a la muralla, al lado de un enrejado arco de acero que soporta la nave de cristal.
No escuchan ni los secos tintineos de los paragolpes ni las pitadas reglamentarias de las locomotoras que maniobran entre pasajes de vagones. Balder mira abstraído, más allá de la techumbre de cristal, el andén iluminado por el sol. Quiere evitar el sentimentalismo de las despedidas inútiles, los saludos de los adioses sin esperanza.
Lentamente frena a un costado del andén el convoy que va hasta Tigre.
—¡Ah!… No. Mirá… hoy no puedo acompañarte. En cambio te he escrito para que te entretengas en el viaje.
Irene levanta la cabeza en un alerta que no se explica. Sus ojos se estrían de rayas aleonadas, tres finas arrugas de energía le rayan perpendiculares la piel de la frente pero su voluntad no se derrite frente a los setenta kilos de Balder que, con las manos en los bolsillos y el sombrero ligeramente echado hacia la coronilla, la mira serio, bebiéndole la expresión del semblante con ojos tristes.
«Soy un canalla», piensa vertiginosamente.
Irene deja caer una mano sobre el brazo del hombre. Su capa celeste entreabierta le permite a Balder mirar su pie calzado en un zapatito marrón. La orden salta casi violenta de ella:
—Vos no te vas. ¿Qué es lo que te pasa?
Balder la estudia irónicamente. Su cerebro trabaja rapidísimo. «¡Qué voluntad la de esta criatura! Me están traicionando los ojos. No puedo simular alegría».
—No me pasa nada. ¿O es que a uno tiene que pasarle algo?
Piensa:
«Soy un imbécil. He perdido todo control de mí mismo».
—¿Cómo no te pasa nada? Estás raro. Vos tenés que venir conmigo.
El disfraz de Balder se difuma en desaliento. Ha llegado la hora.
—Vos venís conmigo. Me acompañás. Pase lo que pase. —Percibe la fuerza de sus dedos prensándole el brazo.
—Subí… que sale el tren.
Irene se deja caer extenuada en un rincón del vagón, que reviste en la sombra la intimidad de un camarote de transatlántico, con sus persianas tableteadas a medio levantar y el lustre sombrío de sus asientos de cuero.
Nuevamente se sienten abalanzados a través del espacio a cincuenta kilómetros por hora. Otra vez el crujir de las entrevías, las sinfonías de tempestad metálica al cruzar los puentes; de pronto aparece la cobriza llanura del río e Irene, incorporándose en su asiento, dice:
—Dame esa carta.
Balder se la alcanza y queda mirándola. Es breve. No puede demorar en sobrevenir la demudación. De pronto ella deja caer las manos en la falda:
—¡No es posible!… Diga que no…
Su rostro se ensancha y crispa, grandes líneas de sombra ahondan en sus ojos dos triángulos desencajados.
—¡Qué vergüenza, Dios mío, qué vergüenza! Con un hombre casado.
Permanece caída en su rincón, floja. Un llanto silencioso descompone su rostro. Lágrimas brillantes corren por sus mejillas violetas.
—¡Qué vergüenza! ¿Por qué no me habré muerto?
El paisaje desfila ante los ojos de Balder como una película borrosa. Experimenta horror por su impasibilidad ante tamaño dolor. Un pasajero vuelve subrepticiamente la cabeza.
El rostro de Irene pasa del morado al violeta, como intoxicada por un gas. Balder no encuentra en el negro embudo de su alma una sola palabra de conmiseración. Por las cárdenas mejillas de la jovencita corren lamparones de cristal. Tendida en un rincón del asiento, el pañuelo junto a los labios, las pestañas mojadas, Irene filtra una mirada distante, mueve por momentos la cabeza, como apiadándose por su propio dolor inenarrable, se toma la frente con la mano, mueve la cabeza y gime:
—¿Por qué no me moriré, mamita? ¡Qué vergüenza!
Balder asiste a la escena vacío e impasible como un asesino. No se atreve a tocarla. Un solo pensamiento martillea en él:
«¡Canalla! ¡Sos un canalla! ¡Canalla! Si. ¡Soy un canalla! ¡Canalla!».
Irene, encajada en el rincón del asiento, mueve desconsolada la cabeza. Se desfigura rápidamente como un cadáver. Su rostro parece un mascarón de cera y almagre con el cerco de ojos morados, las mejillas violetas, la frente oscurecida, los párpados inflamados con pestañas brillantes como hilitos de níquel. Mira a Balder y mueve la cabeza. Estanislao se siente más compadecido que si estuviera muerto. Su horror consiste en no poder gozar ni arrepentirse frente a esta compasión. Permanece impasible, semejante a un asesino. Sabe que, si en ese instante Irene tuviera un revólver y quisiera matarlo, él no se desviaría una sola pulgada. Y semejante convicción quizá le absuelve ante sí mismo. Simultáneamente se pregunta:
«¿Llora sus ilusiones muertas o mi matrimonio?».
No se atreve a decir una palabra. Cuanto pueda imaginar es tosco o estúpido frente a tamaño dolor de un cuerpo agobiado. Irene no lo mira. Sus ojos se detienen en un punto infijable de un respaldar frontero.
Por momentos a Estanislao se le figura que ella está totalmente sola en el mundo, cruza a cincuenta kilómetros por hora, en el ángulo del vagón, un desierto del cual ha huido la piedad terrestre. Por sus mejillas humedecidas, a veces corre una lágrima nueva y abre como un surco en la epidermis violácea, pero Irene no enjuga esta lágrima, permanece tremendamente ausente, mientras mueve con suma lentitud el rostro hacia izquierda y derecha.
Balder se reprocha:
«¿Por qué no tengo piedad de ella? ¿Por qué soy tan desalmado? ¿Qué comedia hacer frente a este dolor tan sincero?».
De pronto Balder toma de un brazo a Irene y exclama:
—Mirá. Quisiera hacer una comedia que pudiera aliviar tu sufrimiento. No puedo. Estoy completamente vacío.
Irene lo mira. Inclina dos o tres veces la frente hacia adelante, como diciendo: «Te comprendo».
Balder piensa:
«Cuánto mejor fuera que me injuriara, que me reprochara… pero este silencio… Este silencio lo ahoga a uno».
Y de pronto:
—Irene…
—Qué…
—Estás desfigurada. Así no podés llegar a tu casa. Es necesario que bajemos en la primera estación. Tenés que lavarte la cara. Estás horriblemente desfigurada.
El tren se detiene en Beccar. Irene desciende, bajando el rostro como un delincuente que esquiva las máquinas fotográficas de los reporteros. El andén solitario.
Balder necesita hacerse perdonar.
—Sentate… ¿no estás cansada?
Ella no contesta. De pie, contempla ausente un horizonte ennublado de color mostaza. Balder no sabe qué hacer y se sienta, pero no se atreve a respaldarse en el banco y permanece en la orilla. Se siente pequeño y estúpido, indigno de acompañar a la jovencita. Irene inmóvil, de pie, con la cartera suspendida de entre los dedos mira el horizonte, apoyada una rodilla en la contera de otro banco. Observa fijamente el cielo agrisado y amarillo, como si estuviera en un transatlántico, en viaje a lo desconocido, contemplando el océano. Balder evita sus ojos. Se siente vacío, casi extraño, a Irene. Es como una vejiga de la cual se ha escapado el aire. Piensa:
«Ningún impulso noble estalla en mí. ¿No es horrible tener conciencia de esto? Preferiría sufrir a esta impasibilidad. Y cuanto da decir es irrisorio y estúpido».
De pronto Irene camina hacia Balder. Él se pone de pie. Ella lo toma de un brazo y dice:
—Pase lo que pase, nosotros no nos separaremos. Quiero verte siempre, ¿entendés? Prometeme que vendrás.
—Te prometo.
—¿Me lo jurás?
—No te juro nada. Tengo un hijo de seis años. Te prometo por él, que vendré siempre.
Irene sonríe extrañada, maravillada:
—Un hijo de seis años… ¿vos?, ¡pero Dios mío!… —Y nuevamente Balder siente que ella lo contempla sin poder comprender los sucesos. Ahora le pone una mano sobre el hombro. Balder no se mueve e Irene insiste:
—Mañana quiero verte. Tenés que contarme todo.
Balder no puede excusar una mirada de desprecio. ¡La criatura pretende entrar en su intimidad! Balder quisiera reírse a carcajadas. ¿Se dará cuenta en qué mundo endemoniado quiere abrir picada?
—Tenés que decirme la verdad, toda la verdad.
Balder piensa vertiginosamente:
«La verdad. ¿Cuál es nuestra preferida verdad? El encuentro en Retiro hace dos años es una verdad. Su llanto en el ferrocarril es otra verdad. Mi esposa y mi hijo es otra verdad. Su desesperación es otra verdad. Este minuto en que me mira también es verdad. Estamos aquí, en este andén maldito como en una isla desierta. La verdad…».
Irene insiste:
—¿Me prometés venir mañana?
—Te prometo.
—¿Es lindo tu nene?
—Sí… regular…
—¿Parecido a vos?
—Sí, parecido a mí.
Suena la campana en la estación. Los guardabarreras entran en función.
—Me has prometido venir
—Y voy a venir.
—¿Lo querés a tu nene?
—Sí, lo quiero.
—Bueno, mañana te espero. A las tres en Retiro.
—Perfectamente.
—Vendrás, ¿no?
—Te juro que vengo.
—Hasta mañana, Balder. Y no sufras por mí.
Un ventarrón los envuelve en neblinas de polvo. Una línea perpendicular de ventanillas resbala a la altura de sus cinturas, se detiene, algunos pasajeros suben apresuradamente, Irene se acurruca junto a una ventanilla y, de pronto, el tren despega del andén, su mano que saluda desaparece en una curva de vagones y Balder queda consigo mismo. No se atreve a confesarse que anhela esa soledad para gozar tímidamente su contenteza. Gira sobre sí mismo, es el eje de una extensión de la cual arrancan cuatro ríeles de acero fulgentes sobre su lecho de piedra como si estuvieran niquelados.
Una felicidad agradecida se remueve lentamente en el fondo de la caja de su pecho. Lanza destellos sombríos como la escamada piel de una serpiente despertada en su hoyo por un rayo de sol. Balder reprime el deseo de sentarse en la pestaña de cemento del andén y permanecer con los pies perdidos en las matas de pasto que crecen entre la grava, semejante a un vagabundo que espera el tren que lo conducirá hacia un iluminado país con mañanas más resonantes que campanas de plata.
EN EL PAÍS DE LAS POSIBILIDADES
Balder no duerme. Tampoco piensa. Mientras su cuerpo permanece horizontal en la cama su espíritu a grandes zancos recorre el País de las Posibilidades.
—¡Oh!, la noble criatura. No me ha rechazado. ¿Y si me casara con ella? ¿Si me divorciara de Elena? ¿Por qué no? —El espíritu de Balder recorre a grandes zancos el País de las Posibilidades.
Montañas, nieve, casas de techo inclinado, desiertos de nieve, empalizadas blancas, junto a cada verja de roble lo espera Irene, él llega, la abraza, se besan, son esposos. ¿Por qué no? Comenzar una nueva vida, abandonar a su hijo y a su mujer. ¿Por qué no?
El espíritu de Balder recorre a grandes zancos el País de las Posibilidades. Casarse con Irene. Estar junto a ella. Ver siempre su rostro, desayunarse en su compañía, hablar de rascacielos metálicos con la cabeza apoyada en su hombro y sus manos entre las suyas. Cae nieve afuera. Balder mira la llanura blanca a través de cristales emplomados, allá lejos hay otros tejados como cubiertos de copos de algodón y magnesia.
—Ve hacia la ciudad.
Balder la saluda y sube a su Hudson. La nieve salta entre los rayos de las ruedas y él recorre la distancia blanca. Las horas del día transcurren rápidamente. Llega la noche. Afuera continúa nevando. Balder regresa de la copiosa ciudad de los rascacielos y fábricas por un sendero solitario, entra a un comedor ancho de techo bajo. En una mesa con mantel blanco reluce la vajilla. Irene se sienta frente a él, cenan, afuera se acumula la nieve. Irene ahora al piano, toca, después cogidos de la cintura marchan hacia el dormitorio, se acuestan, el viento aúlla y de pronto Balder salta aterrorizado en el lecho.
Alguien golpea en la puerta de su casa con techo de dos aguas y valla blanca: es su esposa y su hijo.
Balder trata de ahuyentar el fantasma.
—No, no, no.
Si se divorcia, su esposa se puede casar nuevamente. ¡Claro! ¿No es bonita acaso? Pero él no conoce a esta mujer bonita. Esta mujer bonita tiene una mirada fría que lo traspasa, lo observa y no traduce ninguna emoción. Sin embargo, él la quiere. Pero también quiere a Irene. ¿Y si hicieran una prueba? ¿Si se separaran? Nada más que una prueba. ¿Está loco? En cuanto ha pensado en la prueba se encontró dispuesto a despertar a su esposa y proponerle el trato. No, no es posible obrar de esa manera. Pero él quiere a Irene.
Aunque el cuerpo de Balder permanece horizontal en la cama, su espíritu anda a grandes zancos por el País de las Posibilidades.
Es necesario que Irene tenga un alma de mujer extraordinaria. Si Irene no tuviera esa alma, él no podría experimentar semejante entusiasmo. ¿Qué mujer exhibe tamaña generosidad? Claro está, Balder no puede dar una explicación referente a la estructura de la generosidad de Irene… mas si no fuera generosa… ¿podría estar él enamorado de ella de esa manera? Balder cree que así razona. Parte del principio de que es infalible en la apreciación de los sucesos.
Al fin y al cabo, su mujer es joven y bonita. ¿Por qué no puede casarse con otro y ser feliz? Mucho más feliz que con él, que es un loco. Incluso podrían más tarde visitarse los dos matrimonios. ¿Por qué no? Y él, en vez de tutear a su esposa, le diría:
—¿Cómo está, señora? —Y ella a su vez le contestaría:
—¿Cómo está, señor?
¿Es inverosímil su ocurrencia? No. ¿O es necesario, tan necesario que dos seres humanos se acuesten toda la vida bajo un mismo techo? ¡Él no quiere que Elena sea desgraciada! ¡No, Dios mío! Que sea feliz. Incluso le aconsejaría que se buscara un esposo respetable; por ejemplo, un comerciante en materiales de construcción… Aunque, no… Los comerciantes en materiales de construcción son rudos… ¿No sería preferible que su esposa se casara con un abogado? De ahondar en el problema le recomendaría un hombre de cuarenta años. Los hombres de cuarenta años son frecuentemente respetables y morigerados en sus costumbres.
Balder se ríe solo. El sobresalto anterior ha desaparecido. ¿Por qué no? ¿Por qué no? Bien puede su esposa divorciarse.
Trámites legales, un año, otro año para casarse con el hombre respetable. Dos años… dos vertiginosos años y el problema de sus vidas se resuelve completamente. Y él puede entonces ir al encuentro de Irene, mientras en la llanura cae la nieve y los Hudson trazan una huella de rompehielos.
Su esposa. Él no puede negar que es una buena mujer. Mas la buena mujer lo aburre. Además, esta buena mujer vive agriada. Cierto que él se encarga en todo momento de proporcionarle motivos que no la inducen a bailar de alegría; mas ¿por qué Elena no se casa con un abogado? Ella podría aconsejar al abogado. Un hombre de cuarenta años sabe perfectamente que los consejos de una mujer es conveniente atenderlos. Y su mujer sabe aconsejar. Si Elena fuera inteligente debería agradecerle esta preocupación por su bienestar. Pero no. Elena es capaz de enojarse cuando se le insinúe la realización de tal proyecto. ¡Y después dicen que no son absurdas las mujeres! Él está pensando en el bienestar de su esposa, pero jugaría doble contra sencillo que si Elena se enterara de sus cavilaciones, con los ojos inundados de llamas verdes, armaría un escándalo digno de una verdulera.
El cuerpo horizontal de Balder se agita. Se remueve entre la vaina de sus colchas, luego permanece quieto y su espíritu a grandes zancos recorre el País de las Posibilidades.
La desgracia consiste en que los seres humanos sean tan poco razonables. ¿La vida no transcurriría en mayor hermandad y armonía si cada uno se fuera por su lado el día que se le antojara? Él ahora no necesita a su esposa. A quien necesita es a Irene. Por otra parte, no pide mucho. Una casa con techo de dos aguas en un país donde caiga nieve y un automóvil Hudson. Irene se tomaría de su brazo y caminaría a su lado por una acera cargada de nieve mientras, más lejos, el viento doblaría un bosque negro. ¿De qué hablaría con Irene? Del alma. De problemas sociales. Sí, pero para que todo esto suceda es necesario que se divorcie de Elena. Tiene el presentimiento de que Irene puede proporcionarle una felicidad terrible. ¡Además, es tan fácil! ¿Qué es lo que se opone a que Elena se case con un señor respetable? Lo más sería visitar a su esposa en compañía de Irene. Claro, su esposa estaría casada con el abogado. ¿Por qué no? Y ser amigos todos. Infortunadamente eso sólo ocurre en los países donde cae nieve. Aquí no cae nieve. Aquí hay sol, mestizos poéticos y gallegos que acumulan dinero.
Balder mueve la cabeza consternado.
Irene es pura. Su alma inmensa. Su piedad infinita. No puede dejar a esta mujer. ¿Cómo perderla a Irene? La vida sin Irene no tiene sentido humano.
¿Y su hijo?
Si Elena se divorcia y se vuelve a casar, el que se case con ella sabe perfectamente que tiene que cargar con el chico. Además, en última instancia, él no tiene inconveniente en hacerse cargo de Luisito. ¿Por qué no? Un chico es la alegría de un hogar. Cierto es que a él esta alegría no lo entusiasma particularmente, pero en cambio puede embellecerle la existencia a otro. ¿Qué tiene de particular en sí este asunto? ¿No se divorcian y vuelven a casar todos los días millares de personas? Y el sol no se detiene en su marcha por eso. Lo malo es que aquí no cae nieve.
El cuerpo horizontal de Balder se queja y suspira. Su espíritu de pie, marcha a grandes zancos por el País de las Posibilidades.
E Irene en vez de rechazarlo indignada, ha llorado dulcemente en el tren. Lágrimas gruesas como guisantes corrían por sus mejillas violetas y movía inenarrablemente la cabeza.
—Sí, ¿pero el nene?
Balder se detiene en el País de las Posibilidades frente a su hijo. El hijo tiene la altura de una mesa, es rubio, de ojos celestes. Es su hijo. Pero él a su hijo no lo mira bestialmente, como los otros padres miran a sus hijos. No. Balder mira a la criatura como si la criatura tuviera ya su edad.
—Es mi hijo, sí, pero el pobre no tiene la culpa de serlo. Por lo tanto es una visita en mi casa.
Tiene que sufrir, aprender; es decir, vivir.
A veces lo mira y piensa:
—¿A cuántas mujeres hará sufrir este truhancito? ¿Cuántas mujeres lo harán sufrir a él?
Que sea fuerte, es lo único que le interesa. Nada más. Que sea egoísta. Y que goce ampliamente la vida sin los estúpidos escrúpulos que ahora lo mantienen despierto a él.
Ese chico no es su hijo. Es un amigo suyo. Está en su casa, crecerá y feliz viaje cuando llegue la hora.
Balder comprende que sus preocupaciones se alivian. Otros padres están amarrados como bestias a sus hijos. Se les llena la boca cuando dicen: «mi hijo». Cualquiera creería que estos animales han engendrado a un Dios cuando pronuncian la palabra «mi hijo». Como si el hijo, no reprodujera a cierta edad el proceso del padre o de la madre. Dicen «mi hijo» como si todos los ladrones de la tierra no fueran hijos de alguien y todas las putas hijas de alguien.
Balder recorre en su Hudson a una velocidad increíble las nevadas llanuras del País de las Posibilidades.
—¿Por qué ese culto estúpido del hijo? ¿Por qué no ver en el hijo o en la hija el macho y la hembra, que con sus necesidades pondrán un día el grito en el cielo estremecidos por «su» placer que olvida al padre y la madre? Como si él al abandonar a Elena dejara de ser padre de Luisito. No. No. Luisito es un amigo. Cuando Luisito un día tenga treinta años y lo sacuda una pasión, exclamará:
—Yo soy la continuidad de mi padre sensual, yo como él amo la vida, como él no tendré escrúpulos y como él gozaré todo aquello que pueda morder, arrebatar y atrapar.
Y entonces el hijo pensará con orgullo en su padre y, cuando esté tendido en un lecho con el seno de una espléndida joven entre sus cinco dedos, pensará:
—¡Y papá también estuvo como yo lo estoy ahora, con una jovencita entre sus brazos!
¿Por qué estos escrúpulos terrestres? ¿Esta continuidad de mentira? El hijo, la esposa, la madre, la hermana. ¿Por qué anular cualquier iniciación de deseo con la injerencia de estos seres extraños que gozaron ferozmente la vida o que la gozarán, ya que en un momento dado sus instintos centuplicados barrerán con tremendos golpes todo escrúpulo y todo pensamiento moral? La comedia, la comedia. Tenemos que vivir en comedia. Exaltar nuestra comedia. Decir:
—Yo he dejado la mujer que más adoraba por cumplir con mi deber. ¿Qué hacer? ¿Quién ha cumplido con su deber sobre la tierra? ¿Qué es el deber? ¿Quién cumple el deber? ¿Cuál es la utilidad natural del deber?
Balder atraviesa bosques de abetos milenarios y llanuras cubiertas de mansísimas sábanas de nieve. El motor del Hudson petardea en la soledad, pero su pensamiento vuela, sus manos aprietan fuertemente el volante y las ramas secas crujen y saltan bajo el engomado del automóvil, que corre cada vez más aprisa.
—¡El deber! ¿Dónde se encuentra el Perfecto que cumple con su deber? ¿La mujer que cumple con su deber? Almas pequeñas, cuerpos débiles, discernimientos timoratos. ¿Éstos son los representantes del deber?
Arriba fabrican acorazados los que violan el deber. Abajo duermen en cuchitriles lo que cumplen con el deber. El deber de los de abajo es observar el programa que les trazan los de arriba. ¿O es que alguna vez los de abajo confeccionaron un programa de los de arriba?
El automóvil se ha detenido. Balder desciende del coche, la llanura nevada se extiende de confín a confín. Muy lejos aparece el bosque y el cielo en esa altura se esmalta de un verde glacial. Balder se sienta en la orilla del estribo, sus pies se clavan en la nieve y, con la cabeza entre las manos, fijos los ojos en el blanco suelo poroso, piensa:
—Estoy cansado de esta monotonía. No puedo más.
Cada gesto de Elena, cada palabra, ¿qué es lo que no anticipo en ella? Sé cómo se desviste, cómo me sonríe, cómo se tiende a mi lado, qué presión tiene su beso antes de la entrega, después de la entrega. Estoy cansado y ella me da pena. Compadezco su sentido honesto de la vida, me apiada su honradez. En vez de engañarme, de buscarse un amante, se refugia en las ropitas de su hijo. Y mañana este hijo, por el cual ella cose con la cabeza inclinada, encontrará una mala hembra que le dirá: «tu madre me provoca y encocora» y entonces por amor a esa hembra el hijo se apartará de la madre.
—Pero ¿qué es la vida entonces? ¿Una carnicería atroz? ¿Un combate sin piedad?
La nieve cae lentamente sobre su espalda, y Balder se adormece en el estribo de su Hudson, en medio de la llanura helada del País de las Posibilidades.
EN NOMBRE DE NUESTRA MORAL
Entre un nimbo verdoso amarillea la luna.
Sonrosadas y grises moles de rascacielos, respaldados por noche tan espesa, que las tinieblas fingen un morro perforado por agujeros luminosos.
Good Year en bastones de fuego, en un aviso una joven lila entre dos caballeros de frac y galera avanza hacia un zaguán de oro, con dos paquetes de galletitas bajo el brazo. En la balaustrada de un restaurante una araña escarlata teje su tela verde en un mate azul: «Use Yerba Ñanduty». Por la vereda de granza roja de la plaza Retiro, Balder se pasea impaciente. Se vuelve y descubre a Zulema avanzando con los rápidos pasos de sus piernas cortas hacia él. Balder se adelanta a su encuentro con la cabeza inclinada, ella le extiende la mano y manteniendo fijos los ojos en él, exclama con tono melodramático que alcahuetea su curiosidad de chismes:
—¡Lo sé todo!
Balder aplasta patéticamente la barbilla sobre el pecho diciéndose simultáneamente: «paciencia, comediante». Luego coloca sus manos en la cintura y, moviendo arduamente la cabeza como si juzgara el destino de otro, exclama:
—¡Qué destino el nuestro, Zulema, qué destino! Usted desdichada junto a su esposo incapacitado para comprender la delicadeza de su alma, yo infeliz junto a una mujer que tiene el corazón más duro que una piedra. ¡Qué desgracia la nuestra, Zulema! ¡Qué desgracia! No en balde nos ha juntado el destino. Somos hermanos, Zulema, hermanos de dolor.
Zulema señala un banco verde.
—Sentémonos allí. Anoche ha venido Irene a verme. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar.
—¿Y usted, Zulema?…
—No la quería creer. Más aun, le dije: no es posible… Balder es un caballero…
—Precisamente… porque soy un caballero le dije que estaba casado. ¿Usted cree que si yo no la quisiera le hubiera confesado algo? ¿Con qué necesidad?
Zulema mueve la cabeza comprensivamente al tiempo que Balder piensa:
«Y esta desvergonzada, que debe engañarlo a su marido con dos o tres amantes, tiene el coraje de venirme a pedir explicaciones a mí». Pero se queda silencioso.
La calzada parece pavimentada de adoquines de bronce. Se apaga un letrero luminoso y el granito adquiere una lustrosa oscuridad violeta. Luego comprende que debe lanzar una o dos frases de efecto y exclama:
—¿Dígame, Zulema, si nuestro encuentro no obedece casi a una fatalidad astronómica?
Ella con las manos abandonadas en su falda, examina de continuo el rostro de Balder. Como él da su frente a la luz, mientras que el rostro de Zulema permanece en la oscuridad. Estanislao se comprende espiado y trata de traslucir en su semblante un estado de perplejidad dolorosa que está muy lejos de sentir.
Zulema insinúa:
—Posiblemente usted e Irene son dos almas que se conocen desde la otra vida. Nadie me lo quita de la cabeza, Balder. Usted tiene que casarse con Irene. Dejar a «esa» mujer.
—Cierto… es lo que yo debiera hacer…
—Usted, Balder, como yo, necesita hacer vida espiritual. ¿Quién mejor que Irene puede entenderlo? ¡Si la oyera tocar el piano! Es un prodigio esa chica. No le miento, Balder, un prodigio. ¿Y con quién podría casarse Irene sino con un hombre culto? Cierto que ella, no es por desprecio a usted Balder, pero Irene podría aspirar a más… a mucho más… Su padre fue teniente coronel. Es gente muy bien, Balder.
Balder lee este letrero: «El Chalet Moderno. Empresa Constructora. Confíenos su construcción». Los automóviles doblan en torno de una columna de hierro en el centro de la calzada, algunos transeúntes corren por la vereda de la estación, se produce un segundo de oscuridad en la calle al combinarse el apagamiento de tres letreros inmensos. Balder mira una estrellita inmóvil en el cielo sucio y repite reflexivamente:
—¡Oh!, sí, nuestras almas deben conocerse desde la otra vida.
Paralelas con estas palabras pronuncia otras mentales: «No queda duda. Esta mujerzuela viene delegada para estudiar la profundidad de mi estupidez».
—Usted debía decidirse, Balder. No perder tiempo. Si usted quiere sinceramente a Irene, y eso no lo dudo, debe abandonar a «esa mujer». ¡Qué gusto le daría a Irene! ¡Qué gusto! ¡Usted no se imagina, Balder, el gusto que a esa pobre chica le daría! ¡Ella que es tan buena!
—¡Oh!, lo creo, lo creo…
—Yo misma… le juro… estoy a un paso del divorcio. Sí. Mire si no dejo a Alberto es por lástima, un hombre casi ciego, frío, ¡ah, qué frialdad! Yo que soy pura sensibilidad; cuando entro a mi casa, me parece que me encuentro en un frigorífico, Balder. Un frigorífico.
Balder no la escucha casi. Tiende una recta mental entre Tigre y su deseo. Una recta de cuarenta kilómetros a través de espesores de murallas y edificios, y se estremece.
Allá, en el fondo de una caja de mampostería con puertas de madera y empapelado floreado, Irene comunica los nervios de sus ojos con los nervios de sus ovarios y le transmiten una espesa onda corta de sensualidad. Golpe opaco de llamado que repercute blandamente en sus testículos y lo aplasta en aquel banco verde, frente al letrero escarlata de Good Year. Sonrosadas y grises las moles de los rascacielos parecen respaldadas por un morro perforado de agujeros luminosos.
El espacio gira ante sus ojos. Irene llama a su sexo con ondas cortas. Balder se sobrepone a su emoción y revisa el montaje de un mecanismo que a su lado pone en marcha esa hembra de piernas cortas y mirada insolente. Contempla a Zulema como entre sueños mientras ella exclama:
—¡Ah, qué parejita harían ustedes! Ella diecisiete años, usted treinta.
—¿Cómo está Irene?
—Yo la consolé… pero no pude menos de contarle a mi esposo todo lo que ocurría…
—¡Ah!, sí… ¿Y él qué dijo?
—Primero se alarmó… luego, cuando le dije que usted era un caballero se tranquilizó. Fíjese que él quiere mucho a Irene, como que conoció al teniente coronel.
—¡Lo que es la fatalidad…!
—Mire, Balder… a mí me parece que, para tranquilidad de Alberto, usted sabe lo que son los hombres, viniera a Tigre a conversar con él. Alberto es muy bueno y comprensivo, Balder.
Estanislao piensa:
«Cómo, antes era un bruto, ahora es un comprensivo. ¡En manos de quién he caído yo! De una banda de estafadores».
Balder clava los ojos en un tranvía que desciende por una rampa asfaltada, el motorman sobre el fondo luminoso mantiene abiertos ambos brazos sobre la plataforma, frenando en la pendiente en curva, suenan tres campanadas broncíneas, y Estanislao, aspirando profundamente una bocanada de aire húmedo, decide su juego:
—Perfectamente, Zulema. Cuando usted quiera iré a conocerlo a su esposo.
Suenan silbatos agudos de locomotoras en maniobras, el aire se carga de olor a aceite quemado al pasar una fila de ómnibus y Zulema sonriendo satisfecha se pone de pie al tiempo que dice:
—¡Qué contenta se va a poner Irene! Vea… mañana a las tres lo esperamos en la confitería de la estación de Tigre. —De pronto vuelve la cabeza a la esfera luminosa de la torre de los Ingleses y exclama:— ¡Qué tarde se me ha hecho! ¿Quedamos en eso, Balder? A las tres. Yo tengo que ir al Conservatorio. Llame ese auto, ¿quiere? Mañana a las tres.
Levanta un brazo, frena un automóvil rojo junto al cordón. Balder abre la portezuela, ella se arrellana en los almohadones, le extiende su mano enguantada, sonríe como una cocotte y Balder queda solo.
La calle parece pavimentada de adoquines de bronce.
—Bueno…
Good Year. Yerba Ñanduty. Confíenos su construcción.
—Bueno…
Las mejores galletitas. Hotel El Español.
—Claro…
El granito adquiere una lustrosa oscuridad violeta. Balder se arrincona nuevamente en el banco verde.
Desconecta la luz de sus ojos con la fuerza de sus delirios. Y el diablo hace el resto. ¡De modo que el hombre honorable quiere conocer al hombre caballero! Y la mujer adúltera dicta cátedra de astrología. ¡Qué bueno! Y el gran idiota dice que sí.
Good Year. Los mejores neumáticos. Good Year. Las mejores cubiertas.
—¿Por qué no?
Un desaliento extraordinario zapa su sensibilidad. Y en vez de caer en un vacío vertical entrecierra los ojos para percibir grandes arcos concéntricos. Dos caballeros de frac y galera, del brazo, de una jovencita lila con una lata de galletitas bajo el brazo, entran a un corredor de murallas de oro.
—Sin embargo soy el único culpable. Me han ofrecido juego y acepté. Lo grave es que continuaré aceptando juego. Sin embargo aquel beso que me dio… ¿Y si estoy equivocado? El diablo hará el resto. ¿Será éste o no el camino tenebroso?
La calzada parece pavimentada de adoquines de bronce, luego el granito adquiere una lustrosidad violeta, y Balder se restrega violentamente las manos.
—Son tres vidas. O cuatro. O cinco. La amiga, una. El esposo, dos. La madre, tres. Y los amantes, pero ¿quién va a contar a los amantes?… ¡Ah!, y yo, el gran imbécil. ¿Pero por qué no? ¿No recorrer el camino tenebroso? Son en realidad tres o cuatro vidas al acecho, extendiendo por turno su zarpazo hacia mí. Y yo busca el zarpazo. No lo rehúyo. Después del esposo ¿quién querrá conocerme? Es casi seguro que la madre. Luego, posiblemente, el teniente coronel. ¡Ah!, no… El teniente coronel está enterrado. Por el lado del teniente coronel podemos estar tranquilos. Me voy asemejando muy singularmente al desdichado a quien los cilindros de un laminador han cogido por un borde de la ropa. ¿El mecanismo me tragará… o yo me tragaré el mecanismo? Depende. A veces son más crueles los combates con almas superficiales que con espíritus profundos. Pero que tengan cuidado, ¿eh? Que tengan cuidado. El «gilito» puede regalarles una sorpresa. Calcular rascacielos es una cosa y trabajarlo de «grupo ciego» otra. Yo seré todo lo ingeniero que ellas quieran y todo lo loco que se les ocurra también… pero lo otro… lo otro escondido en mí serán brujas si lo descubren. De cualquier modo lo real es esto: después del honorable amigo vendrá la digna madre. Me jugaría la cabeza. Han destacado cuerpos de observación. Primero la amiga, después el esposo de la amiga, después… Supongamos que no me equivoco en mi hipótesis. ¿Qué tengo que pensar? Sin embargo es bonita la ciudad. ¡Qué bonita es!
Balder sonríe levemente. Contempla las sonrosadas y grises moles de los rascacielos respaldados por una noche tan espesa que las tinieblas fingen un morro perforado por agujeros luminosos. Súbito oscurecimiento de un letrero blanco y violeta. Silbatos de locomotoras distantes. Pasan hombres de gorra y blusa.
—Sí, la ciudad es linda. Pero el camino tenebroso también lo es. El Gran Mago toma de una oreja a su muy indigno y estúpido discípulo. Estanislao Balder y le dice:
«Soberbio imbécil. ¿No querías entrar al camino tenebroso y largo? ¿No querías comprar la juventud eterna y la violencia favorable? Y entonces el Gran Mago punza lentamente en los ovarios de la jovencita y la jovencita desenvuelve un paquete de pan donde el nombre del gran idiota está impreso a todo lo ancho de la página». Rascacielos de acero y cristal. Entre un nimbo verdoso amarillea la luna. Una araña de cristal escarlata teje su red de gas verde.
—Y sin embargo, la vida es magnífica y perfecta. Y yo amo muchísimo a la criatura que da profundos besos con lengua. Sí, es virgen y da besos con lengua. ¿Quién le ha enseñado? ¿El diablo o la amiga? De cualquier forma los dos son iguales. Y yo iré a entregarme como un inocente corderito mientras que el Gran Mago me susurrará en las orejas: «¿No querías entrar al camino tenebroso?».
La calzada parece pavimentada de adoquines de bronce, luego el granito adquiere una lustrosidad violeta. A lo lejos suenan silbatos de locomotoras en maniobras, entre tinieblas custodiadas por redondos ojos escarlatas y Balder sonríe:
—Que vaya a conocer al esposo de su amiga. ¡Oh ingenuidad de juventud! Y a su mamá también. Y al padre también. Qué me importa. Estoy perdido entre cielo y tierra. Dormiré entre sus brazos como una criatura entre los de su madre.
¿Por qué no?… ¿por qué no? ¿Qué me importa que por ella entre al camino de mi perdición? Deseo ser su perro abyecto; el hombre que se volvió loco por una mala virgen que daba besos con lengua. Y la historia dirá entonces: «Y el ingeniero lúbrico vendió su alma al diablo, no para ser más sabio en las artes de la construcción, sino para gozar a la hija del teniente coronel. Y la hija del teniente coronel convirtió al ingeniero lúbrico en una piltrafa humana y ninguna empresa de cemento armado se hubiera atrevido a confiarle sus cálculos y sus proyectos, pues el ingeniero lúbrico derramó por su deseo hasta la última pulgada cúbica de materia gris. Y entonces se convirtió en una bestia».
Nuestras Galletitas Son Las Mejores. Good Year. Un segundo de oscuridad hace visibles tres estrellas en el cenit. Confíenos su construcción. Los árboles de la plaza parecen dormidos. Ni una sola hoja se mueve.
—De modo que el mecánico me someterá a examen. Y la adúltera se refocilará más; ¡si yo me equivoco! ¡Y si me equivoco de veras! ¡Dios mío! ¡Qué me importa equivocarme! Quiero derretirme entre sus besos. Pregonar en las plazas públicas: «Y por esta mocita adorable me convertí en el más extraordinario imbécil que pisa la tierra». Y cuando las personas honorables me pidan cuenta de mi conducta les contestaré cínicamente:
—Canto mi alma perdida entre cielo y tierra. Amo mi alma y la perdición de mi alma sobre todas las cosas. Y me burlaré de ella como me he burlado del diablo. Y después lloraré amargas lágrimas de remordimiento y diré: No, la jovencita no era tal cual yo la pintaba, sensual y triste, sino resplandeciente como una diosa que se hubiera convertido en colegiala para hermanar las ciencias matemáticas con la melodía de Bach. Y los comerciantes, las mujeres gordas que apilan chismes, los pillastrones que dictan cátedras de moral pondrán el grito en el cielo y exclamarán: ha llegado el final del mundo. El ingeniero ha perdido la chaveta y después de firmar un pacto con el diablo y de burlarse malignamente de una virgen, pretende no haber menoscabado tal virginidad. Y posiblemente venga el mecánico y se instale un tribunal en la plaza pública. Y yo contestaré: La hija del teniente coronel me levanta falso testimonio auxiliada por una ramera que engaña a su marido y por un mecánico que ignora el paralelogramo de las fuerzas, y entonces, ¿qué valor puede testimoniar este juicio? ¿Conoce este mecánico su profesión? Además, ha pegado a su mujer. Y si surge alguien de entre la multitud, alguien sumamente flaco y alto que, señalándome con un dedo, exclame: «este hombre está loco»; entonces ¿cómo me defenderé? Porque a nadie le va a quedar duda de que estoy loco. Y dirán, el ingeniero loco. Su matemática no pudo librarlo del desequilibrio. E incluso invitarán a jurisconsultos, y estos diablos encontrarán que yo estaba loco y entonces el mecánico, mi mujer, la hija del teniente coronel… ¡qué lío se va a armar! Pero por ahora es mejor que me vaya a casa.
Y Balder se levanta.
LLAMADO DEL CAMINO TENEBROSO
Penumbra roja. Brillos aceitosos, calientes de oscuridad, resbalando en espejos que trazan corredores piramidales al reflejar sus escalonamientos.
Balder en puntillas se mueve en la alcoba. Detiene los ojos a cierta distancia de su esposa dormida, con el niño arrimado a su espalda embozada, sobre el almohadón. La criatura apoya una manita en su mejilla sonrosada y de sus ojos se ven dos rayas negras y pestañudas. El rostro de la esposa parece de cartón rojizo con ricinos broncíneos sobre la frente.
Balder fatigado se sienta a la orilla de su camita y mira apesadumbrado el cielo raso de yeso, rayado de violentas sombras. Las siluetas parecen ametralladoras en acecho. Balder rezonga:
—Era fatal. Había que llegar…
Cierra los ojos. Tiene la sensación de encontrarse frente a un escenario teatral. Los personajes son ajenos a él. Mientras en la penumbra roja, los brillos calientes enriquecen el tictac del reloj viviente en la medianoche, el ingeniero escucha a los actores. Ellos conversan bajo un arco de acero tan enrejado de viguetas, que la luz se recorta amarilla en la altura negra.
BALDER: Mirá Irene, me voy a jugar… pero es necesario que digas la verdad. ¿Sos virgen o no?
IRENE (tomando de la mano a Balder): Pero ¿dudas de mí todavía? ¡Chiquito, cómo sos!
BALDER: Dudo y te pregunto.
ZULEMA: ¿Y si Irene no fuera virgen?, ¿la querría usted?…
BALDER: Sí, la querría lo mismo pero mi conducta sería distinta.
ZULEMA: Quédese tranquilo, Balder. Irene es virgen.
Balder, en su dormitorio, comprende que el corazón del fantoche, bajo el arco de acero, se ha contraído dolorosamente. El personaje tiene la sensación de que la jovencita ha mentido. Y el personaje sufre más por la jovencita que por sí mismo.
La esposa de Balder se mueve en su cama. Él se levanta apresuradamente y apaga la luz, comienza a desvestirse. Luego se detiene y cavila:
—De manera que mañana veré al mecánico.
Una tristeza suavísima, tan profunda que le roza el páncreas, cruza por él. El ingeniero está seguro de que proyecta el esquema para la consumación de su definitiva desgracia.
Piensa: Me ocurre algo semejante a un individuo que ha entrado en relaciones con una banda de estafadores. Su angustia adquiere cierta movilidad ansiosa. Es el deseo de un esclarecimiento. Seguro… El esclarecimiento sobreviene el día que nos han estafado. ¿Por qué me atrae toda esta gentuza? ¿Quiero acaso ser convencido de que estoy equivocado? Y sin embargo, me atraen. Zulema, Alberto a quien no conozco, Irene… no sé por qué. Me parece que hiciera un siglo que vinieran a mi lado. Realmente, el mecanismo de la estafa es maravilloso.
Balder se recuesta semidesvanecido. Piensa: Una voz me advierte: «Cuidado, Balder, todavía estás a tiempo», y sin embargo yo rechazo la advertencia. ¿Lee dónde nace esta obstinación siniestra, que bruscamente se destapa en el alma del hombre, incitándolo a afrontar peligros que entrevé muy próximos? Y sin embargo, yo no soy una bestia. Soy un hombre razonable. Un ingeniero. Un ingeniero por su conocimiento de las matemáticas debía estar a salvo de estas obsesiones. ¿O es el diablo? Pero no… el diablo no es. Es el llamado”.
Balder siente que un frío mortal entra a su corazón en cuanto ha pronunciado esta palabra: El llamado… el llamado.
¿Será el llamado del camino tenebroso? La necesidad de conocer la estructura de «otro» destino.
Yo me he reído… Sí… no puedo negarlo… Pero ¿qué tiene que ver mi risa con esta realidad? Mientras Elena duerme, mientras Luisito duerme, yo tramo la desgracia de ellos. Y ellos no se despiertan. ¿Y si yo sólo estuviera despierto? Pero Irene también debe estarlo. Quizás en este instante se masturba pensando en mí. Y si lo hiciera, ¿sería criticable? O quizá duerme. El llamado…
De pronto Balder se imagina que su esposa ha despertado «advertida por una señal de peligro». Elena se sienta en la oscuridad a la orilla de su cama y le pregunta:
—¿Qué te pasa Balder que no dormís?
Balder reflexiona un instante. Luego:
—Estoy pensando en el camino tenebroso.
Balder experimenta tentaciones de reírse. Es absurdo suponer que él pueda conversar con su esposa de semejante asunto, pero necesita hablar con alguien, aunque sea una sombra. Y se dice:
—Supongamos que no sea mi esposa. Que yo me ponga otro nombre y hable de Balder en tercera persona. Oh, no es agradable esto. Un hombre misterioso se acerca y me pregunta:
—¿Qué sucederá entre ese hombre y las tres mujeres?
Y yo, fingiendo estar desligado del asunto, respondo:
—¿Se da cuenta, querido señor? ¿Puede dudar usted que es un escándalo esto? El ingeniero lúbrico, quede entre nosotros, buscaba hacía mucho tiempo la entrada del camino tenebroso.
—El ingeniero…
—Sí, el ingeniero, aunque usted lo dude. El ingeniero ¿qué tiene de particular? ¿O cree usted que los ingenieros están exentos de pecado?
—No, efectivamente, no podría afirmar semejante enormidad… Pero un ingeniero…
—¡Dios mío! Señor, qué duro de entendederas es usted. Además, no tiene ningún derecho a dudar de mí, porque son confidencias especiales del propio interesado… el ingeniero… ¿En qué estábamos?… ¡Ah!, en que hacía mucho tiempo que buscaba la entrada del camino tenebroso.
—¿Para?…
—Allí está el misterio, querido señor. Parece que él quería con su voluntad jugarse la felicidad de su alma y la «salvación» de su alma. Incluso, en cierta oportunidad, me manifestó que por una rendija del espíritu se le había colado un demonio y que este le sugería bufonadas mientras su alma permanecía quieta, a la expectativa de un drama que rompiera definitivamente la neblina que lo convertía técnicamente en un imbécil.
Balder se remueve en su cama. Enciende un cigarrillo. Su diálogo es estúpido. El señor invisible le resulta más pesado que un muñeco de plomo.
¿Y si escribiera una carta? Se imagina sentado en su escritorio, redactando un documento. Diría así:
«¡Cuántas veces recordó más tarde, Balder, esa incesante busca del camino tenebroso, para el cual muchas mujeres se ofrecieron como guías! Las rechazaba sin explicarse el motivo. Posiblemente era su falta de amor. Otras veces, en cambio, se decía que ninguna de esas mujeres tenía el suficiente poder espiritual para abrirle las puertas del camino tenebroso y largo».
Estanislao fuma en la oscuridad. Su esposa tose. El niño se mueve en la cama. Él sé pregunta:
—¿Puedo yo suministrar detalles respecto a la estructura del camino tenebroso y largo? Supongamos que me llamara un escritor y que me dijera: descríbame el camino tenebroso y largo, ¿cómo lo haría yo?
Ahora le cuenta, no puede precisar a quién, pero es a alguien que le escucha con suma atención.
«Balder se imaginaba el camino tenebroso como un subsuelo planetario. Avanzaba sinuoso bajo los cimientos de las ciudades terrestres. A veces habrá casas y otras veces estrellas. Aquel camino iluminado oblicuamente por un sol torcido estaba cortado por callejones de tinieblas más altos que palacios faraónicos. Allí avanzaba a tientas una humanidad de larvas densas, entre espesores alternativos de luz y sombra. Las almas giraban como peonzas, chocaban ayuntándose en cohabitación transitoria y luego se apartaban para chocar con otros sexos. Arriba del subplano, rascacielos cúbicos, máquinas de escribir, hombres de semblante rígido con un aparato de multiplicar por cerebro, trenes eléctricos, más rascacielos, casas de modas. Abajo el subplano, el camino tenebroso, del perverso empecinado, del hombre que se obstina en violar la ley de la bondad para descubrir la suma perfección del mal».
Estanislao Balder explicaba insistentemente la estructura del camino tenebroso y largo donde a veces identificaba un acto voluntario, capaz de separar el alma de la comunión humana. Obsérvese que según la teología mística de Balder, no eran los otros los que rechazaban al espíritu pecador, sino que éste se aislaba voluntariamente en su pocilga. La pocilga era un pecado, un delito, una actitud, un salto, la permanencia en algún suceso que el alma repudiaba extensamente. El ingeniero partía del principio de que cuando un hombre se aleja de algo que íntimamente constituye una verdad, recibe por la ejecución del movimiento antinatural, un golpe de extrañeza en su sensibilidad. Si se obstina en apartarse de la verdad, llega un momento en que no puede menos que comprender que su estructura mental se encuentra en peligro. Si a pesar de dicha convicción continúa falseando su existencia, el sendero que recorre en cotidiano infringimiento se convierte en el camino tenebroso y largo.
Únicamente Dios o el diablo saben si esa alma en prolongada lucha de torcimiento, se salvará sin romperse.
Antiguamente cuando un hombre procedía de ilógica manera respecto a sus intereses espirituales, se decía que había vendido su alma al demonio. En la actualidad, ¿qué nombre cabe dársele a esta consumación de un contrato entre dos seres, de los cuales uno es consciente de que fatalmente tiene que hundir al otro? ¿Y en el cual ambos tienen, a su vez, la certeza de tener que aprestar todas sus fuerzas en la lucha por no perecer?
Balder pensaba que, bajo las formas de vida más materialista, existían pecados de naturaleza confusa e inhumana. Por ejemplo, ¿de qué manera podía vivir el hombre que traicionó a Jesús? El suicidio de Judas Iscariote se apoya en el horror que por sí mismo engendra un terrible pecado en el hombre que lo cometió. Si un hombre no tiene el coraje de quitarse la vida, su permanencia en el recuerdo del crimen convierte al mismo crimen en un ramal del camino tenebroso y largo.
Entrar a ese camino era para Balder una preocupación subconsciente. Es decir, buscaba romper los vínculos que lo ligaban a la sociedad de sus semejantes, para penetrar al subsuelo donde se movían las larvas. Refiriéndose a semejante estado, decía Balder luego:
«Si en aquellas circunstancias, un ser superior a mí, se me hubiera acercado para pronosticarme los millones de minutos de sufrimiento que me aguardaban, no habría retrocedido en mi propósito de estar junto a Irene. Cada pulgada cúbica de mi cuerpo exigía imperiosamente la prolongación del hechizo a que me había sometido la jovencita. Era necesario, “imperiosamente necesario” para mí, el recorrido de esa misteriosa trocha de subsuelo humano, donde los pálidos recuerdos subconscientes, los ancestrales monstruosos y los destinos ciegos aguardan para nutrirse de nuestra sangre, que allí les será concedida en profundos vasos.
Quiero hacer constar una anomalía:
La experiencia aplicada a la deducción de sucesos que lógicamente tenían que ocurrir (el tiempo confirmó después mis suposiciones), en vez de aminorar el deseo de entrar al camino prohibido, lo encendía y dilataba. ¿No es realmente diabólica esta química de los sentimientos, que en vez de derivar de lo oscuro a lo claro, como exige la lógica de los afectos normales, procede inversamente, yendo de la luz hacia las tinieblas y de lo conocido hacia el misterio? Trasponiendo esta línea comienza la transgresión sistemática de cuanto principio de bondad natural alberga el hombre el fondo de su conciencia. Busca una verdad definitiva a despecho de sus errores».
Se repite la leyenda:
El Príncipe Desobediente, a despecho de los consejos de sus Maestros, quiere entrar al Camino Prohibido, donde lo acechan innúmeras Tentaciones. Sabe que si no es fuerte, perecerá entre las fauces de un Monstruo misterioso. El Príncipe tiene Fe, se lanza al Camino Tenebroso y vence al Monstruo. De este combate le nace la Sabiduría.
ATMÓSFERA DE PESADILLA
A Balder le parece deslizarse sobre un piso de goma. Sin embargo, el piso no es de goma sino de madera. Cruza una amplia sala abovedada en yeso blanco, un espejo refleja su transitorio pasaje y entra a una galería…
Tres cabezas giran para mirarlo, sobre un fondo de pámpanos verdes.
Irene, Zulema y un hombre.
El hombre se pone de pie y le estrecha la mano. Es pequeño, cala anteojos calzados en una nariz de caballete y su continente es sumamente frío. Las palabras escapan casi sibilantes de entre sus labios finos. Balder experimenta una sensación de repugnancia.
—Tanto gusto, ingeniero Balder…
Balder se sienta a la mesa frente a Irene. Se sumerge en sus hermosos ojos que han pasado del marrón al verde.
—… era indispensable, como usted comprenderá…
El hombre se expresa con cierta melosidad astuta. Balder dice que sí, pero lo escucha imperceptiblemente. En cambio su mirada absorbe el rostro del otro y el hombre pequeño localiza el tremendo asunto bajo la forma de su figura odiosa.
Balder trata de recobrar su equilibrio mental y repite:
—Claro… claro… yo deseaba conocerlo…
Zulema lo observa y le da con el codo a Irene.
El hombrecillo frío sopla la apertura de juego:
—… He sabido por Zulema que usted está casado.
Balder adueñándose de sí mismo mira a la muralla de ligustros que encierra un patio de tierra endurecida. Un pentagrama de cables telegráficos se interrumpe en la altura triangular de una magnolia. A ras del suelo, más allá de los troncos de ligustros, pasan alpargatas blancas y pantalones negros…
—Tengo que reconocer que usted ha procedido como un caballero…
Balder se pregunta:
«¿Es posible que este hombre sea tan brutal como lo pinta Zulema?».
—… pero esto no es suficiente. Yo soy amigo de la familia Loayza…
—¿Cómo está usted? —Pregunta Balder a Irene, no atreviéndose a tutearla frente a ellos. Luego Balder se vuelve hacia Alberto y completamente dueño de sí mismo, responde: —¿Qué opina usted de todo esto?
El hombre meloso da la sensación de sumergirse en un cálculo de ajedrez. Enroca:
—Nada se ganaría con oponerse a ello. ¿No le parece a usted?
—Así es… así es…
—¡Oh!, Alberto —interrumpe Irene.
—Pero usted es amigo nuestro, ¿no? —interroga Balder.
—Sí, pero además soy amigo de la familia Loayza. Irene es una criatura ingenua…
Bader e Irene intercambian una mirada maliciosa. Él piensa vertiginosamente:
«Yo no puedo pretender que este mecánico me defina su criterio acerca de la ingenuidad. De comenzar a revisar las palabras que utilizaremos en nuestro intercambio mental, es cosa de no terminar nunca».
—¡Oh, sí!, yo estoy de acuerdo con usted que Irene es una criatura ingenua, y por ese motivo he procedido con ella con una nobleza a que nadie me obligaba. Posiblemente las palabras se desnaturalizan al pronunciarlas. ¿No opina eso, usted?…
El hombre astuto echa la cabeza hacia atrás. A través de sus lentes, sus ojos rebuscan en el semblante de Balder la ironía. Pero Balder permanece serio. Su seriedad es interna y externa. El hombre de voz sibilante interrumpe meloso:
—¿Y cómo no preocuparme por Irene si yo desempeño junto a ella el papel de un padre?
Un gallo rojo detenido en la escalinata de mármol de la galería se pone a mirarlos. Su rugosa cresta parece atenta, grazna algo, pasa tras la silla de Irene y se pone a picotear infructuosamente el mosaico.
Estanislao experimenta tentaciones de preguntarle al hombre por qué es tan meloso para hablar. Se atrevería a compararlo con una víbora soplando un pestífero secreto en sus oídos.
—En conocimiento de ello es porque he aceptado que usted interviniera en este asunto.
El hombre sutil se adoba las mejillas y maxilares con la mano. Al mismo tiempo espía el semblante de Estanislao. La situación es insoportable. Balder quisiera escaparse. El hombre frío continúa implacable:
—No bastan las buenas intenciones. De la única forma que podemos tolerar que usted tenga relaciones con Irene es divorciándose de su esposa. Irene es una niña de sociedad…
Balder se pregunta vertiginosamente:
«¿De qué sociedad…?».
Alberto prosigue:
—Su padre ha sido teniente coronel de nuestro ejército. No negaré con usted que ciertos convencionalismos sociales no tienen valor alguno, pero estamos viviendo en sociedad y debemos respetarlos.
Balder trata de disimular su estupefacción. Y piensa:
«¿En qué país estamos? Este obrero que tiene la obligación moral de ser revolucionario me viene a conversar a mí, que soy un ingeniero, de la necesidad de respetar los convencionalismos sociales. Qué lástima no estar en Rusia. Ya lo habría fusilado».
Balder no lanza sus injurias. Responde suavemente:
—Yo también me he dado cuenta que Irene es una niña de sociedad y que tiene derecho a exigir de mí que la haga feliz divorciándome de mi esposa para casarme con ella.
El hombre meloso lanza subrepticiamente su pregunta:
—¿Y usted se casaría con Irene?…
—Sí… me voy a casar. Tengo el presentimiento de que seré feliz con ella.
Irene clava sus ojos aleonados en Balder. El ingeniero contempla emocionado su cara tiernamente pálida bloqueada por muescas de rulos negros. Se aprietan las manos frente a Zulema y Alberto, y vertiginosamente por la imaginación de Balder cruzan montañas, nieve, casas de techo inclinado; él llega hasta su verja de roble e Irene sale a su encuentro para besarlo. ¿Por qué no? ¿Al fin y al cabo es tan grande crimen abandonar a su esposa y a su hijo?
Furiosamente interviene Zulema:
—No le quede duda, Balder, no le quede duda. ¿Quién sino Irene puede hacerlo feliz? Quédate quieta, chica. Usted no sabe lo buena que es…
Balder mira el ancho semblante de Irene, sus ojos que lo beben lentamente y contesta:
—¿Te parece que nos vamos a entender?…
Irene se ruboriza lentamente.
—Sí, Balder, nosotros vamos a ser muy felices. —Estanislao mueve la cabeza como convencido, y no puede evitar un escalofrío de tristeza. Y sin embargo el sol deslumbra más allá en un toldo anaranjado y los pájaros ponen en lo verde un innumerable roce de vidrios. Pero su corazón está triste.
Alberto, que con los brazos cruzados mira la tabla de la mesa levanta la cabeza y reflexiona:
—¿Podíamos comportarnos nosotros de otro modo, Balder?
—¿Por qué me pregunta eso?…
—Naturalmente. Irene lo quiere a usted. Nos consta. ¿Qué otra cosa podíamos hacer que ayudarla a ser feliz?
Estanislao se siente inclinado a juzgarlo indulgentemente a ese hombre meloso que simultáneamente lo aturde e hipnotiza y hace un gesto vago, que se trunca en el aire, al tiempo que Zulema exclama:
—Qué notable. Usted, Balder, tiene un gesto idéntico a uno de Rodolfo. —Alberto no hace hincapié en la interrupción y continúa:
—Pongamos por caso que nosotros nos opusiéramos a que Irene tuviera relaciones con usted. Los dos encontrarían la forma de verse de igual modo, ¿no es cierto? ¿Y podría evitarse lo que tiene que ocurrir?
—Sí, es claro… —Balder contesta vagamente. Su pensamiento está en otra parte:
«¿Sospechará este hombre que su mujer lo engaña? ¡Qué tranquilidad extraña la suya! Y sin embargo, me jugaría la cabeza que ella lo engaña. No con un amante, con varios».
—… yo sé perfectamente que la señora Loayza se llevaría un terrible disgusto si supiera la verdad de todo lo que está ocurriendo, mas ¿podemos nosotros proceder de otro modo en bien de Irene?…
—Sí… claro, claro.
Balder piensa:
«Y si él le diera la oportunidad a su mujer para que lo engañara y convertirla así en una prostituta, ¿qué tendría de raro? La tranquilidad de este individuo es anormal. ¿Será el cornudo consciente? Pero, no… Este modito suyo parece el de una caldera que hace presión. En cualquier momento va a estallar».
—… por otra parte, pretender que usted simultáneamente al tiempo de conocer a Irene estuviera divorciado, es un disparate…
—Es lo lógico… sí, claro…
Balder piensa:
«Tiene toda la traza de los que introducen incautos al camino tenebroso. ¿No será un dragón disfrazado de mecánico?».
—… porque si bien por una parte usted no puede estar divorciado; por la otra, ya debiera estarlo, pues si no se lleva bien con su esposa, ¿para qué prolongar vínculos matrimoniales?
«Este hombre tiene toda la pasta de un alcahuete. ¿Qué diablo le importa si yo estoy divorciado o no? ¡Dios mío… a qué punto he llegado!».
De pronto exclama Zulema:
—Vea lo que son las cosas, Balder. Usted tiene el mismo gusto para las corbatas que Rodolfo.
«Rodolfo es el amante número uno» —piensa Balder.
Experimenta la sensación de encontrarse en una atmósfera de pesadilla. Irene silenciosa, Zulema silenciosa, el mecánico parlanchín, meloso y categórico. Balder tiene ganas de gritar que lo dejen tranquilo, que no lo atormenten más, que hará todo lo que ellos quieran, que sí, que se divorciará. ¿Por qué ese hombre helado se obstina en inmiscuirse en asuntos ajenos? No sería más razonable que…
Irene murmura:
—Alberto, se me hace tarde… mamá puede sospechar…
Zulema se ofrece:
—Si querés te acompaño…
El mecánico magnánimo paga la consumición. Se pone de pie. Caminan.
Zulema combina indirectamente una cita.
—Mañana a la noche vamos al cine. ¿Quiere venir Balder?
—¿Usted viene, Irene?…
—Ah, claro… haré lo posible, siempre que mamá me permita.
Balder revienta de curiosidad.
—¿Usted tiene taller mecánico?
—Sí… tenemos un poco de todo… bobinado… carga de acumuladores… Pienso agregarle vulcanización. En fin, veremos, porque vulcanización sería una sección aparte.
—Cualquier día lo voy a visitar a usted, ¿eh?…
—Cuando guste, ingeniero… ¿Y a usted cómo le va con su profesión?…
—Mal… no se hace nada.
—Entonces, mañana a la noche…
—Sí… a las nueve… en Retiro…
Salen al andén.
Alberto y Zulema les vuelven las espaldas. Irene muy tiesa junto a Balder le aprieta un brazo.
—Chiquito… ¡qué feliz me has hecho hoy!
—¿Te parece que le he resultado simpático a esa gente…?
—Oh, sí, sí, son muy buenos. Y vas a ver cómo nos van a ayudar.
Suenan dos campanadas.
Alberto, volviéndose hacia él, dice sonriendo, casi ruborizado:
—Mire, ingeniero, que va a perder el tren.
De pronto todos se miran amistosamente. Irene, Balder, Zulema y Alberto. Ninguno de ellos podría precisar qué es lo que ha ocurrido a través de sus almas, mas se comprenden amigos.
Dos silbatos cruzan el aire.
—Hasta mañana a la noche.
—A las nueve, sí, a las nueve…
Balder sube al vagón. Irene, Zulema y Alberto lo saludan con amplios movimientos de mano, como si emprendiera un viaje muy largo y peligroso.
El convoy resbala lentamente, entre estampidos de aire comprimido. Los tres brazos continúan saludándolo hasta que una curva deja el andén en una recta oblicua que hace imposible toda visión.
EXTRACTADO DEL DIARIO DEL PROTAGONISTA
Mi intimidad con Zulema y su esposo crecía a medida que el amor que experimentaba hacia Irene magnificaba más y más mi vida hasta hacerme pensar seriamente en separarme de mi esposa.
A través de la lectura de novelas me había creado un concepto casi dionisíaco de la pasión.
El amor se desplazaba más allá de los círculos del deber, era un carro de fuego que arrebatando al hombre de la superficie terrestre, lo fijaba en las alturas de la alucinación. Los pintores religiosos han representado semejantes estados de ánimo bajo la forma de almas envueltas en largas túnicas, que asoman finos perfiles a orillas de verdosos abismos interplanetarios.
Inconscientemente necesitaba un pretexto para engrandecer mi existencia y el sentido de la vida, que de por sí no es grande ni noble, sino pequeña y monótona. Y la amorosa generosidad de Irene hacía reverdecer, en mis oscuros días de hombre casado, sensaciones que no regustaba desde la adolescencia.
A su lado, como el mar en una escollera, mi sensibilidad batía compacta olas de emoción. Yo la llamaba madre y hermana mía. Ingenuo a semejanza de todos los amantes novicios, creía haber descubierto un continente. Ningún ser humano había penetrado allí aún antes que yo. Una suma de circunstancias, por completo ajenas a mi voluntad, se produjeron oportunamente, acrecentando mi pasión.
Zulema había ingresado al cuerpo de coristas del Colón. Aleganado exigencias de trabajo, dejó su casa de Tigre, mudándose a una pensión en el centro, próxima al teatro. Alberto, para cenar y almorzar, se sacrificaba diariamente efectuando cuatro viajes de tren y otros cuatro de tranvía. Zulema, de las profundidades de su egoísmo, extrajo estas ingenuas palabras:
—Un poco de movimiento le sentará muy bien al pobre.
A su vez, Irene visitaba casi todos los días la casa del mecánico. Su madre se lo permitía. Ambas amigas explicaban la aparente anomalía de esta desmedida libertad, como producto de la confianza originada por una antigua amistad. Yo, después de almorzar en mi pensión, me dirigía a la casa de Alberto. Zulema, como si el piso le hirviera bajo los pies, arreglaba su tocado casi entre plato y plato. Con el pretexto de asistir a un ensayo o a un curso de canto desaparecía, a veces, cuando el mecánico inclinaba pensativo la frente sobre el plato de queso y dulce. Y también, en otras oportunidades, Irene llegaba antes de que Alberto se dirigiera a Tigre.
Yo vivía en sacudida perplejidad. Encontraba anormal la libertad que disfrutaba Irene, anormal la libertad que para sí misma utilizaba Zulema y también aquella otra que nos concedía Alberto. Sin embargo, no podíamos pretender que éste, para atendernos, descuidara los intereses de su taller o que Zulema dejara de lado las obligaciones inherentes a su nuevo cargo, y menos aceptar que ambos nos privarán de vernos por estúpidos prejuicios que no tenían razón de ser.
De manera que nos movíamos en un círculo de factores enigmáticos. Voluntaria o involuntariamente, la conducta de uno estaba tan ligada a los actos del otro, que yo no podía menos de pensar en esas combinaciones técnicas preparadas en los juegos de azar, para que, llegado a un punto, el azar se convierta en trampa.
Irene, en un abrazo me apretaba sobre su pecho, recogiéndome el mentón entre sus dedos y apretando sus labios en los míos. Una tristeza suave, cierto remordimiento enrojecido de vergüenza, se removía penosamente en mi conciencia. Bajo la aleonada convexidad de esos ojos que volcaban amor en los míos, yo me preguntaba sobrecogido de pena:
«¿Por qué trato de enturbiar la emoción más pura de mi vida? ¿Por qué pienso vilezas? ¿Soy o no digno de este gran amor?». Y de pronto, sin poderme contener, le decía:
—¡Oh, mi hermanita, mi hermanita!…
De un salto había ascendido hasta la celeste atmósfera de irrealidad que subsiste permanentemente entre un hombre y una mujer, entre los cuales aún no se ha producido la desnudez definitiva. Allí era héroe, gigante, dios. Proyectaba y soñaba. ¿Qué no haría por Irene? Ella me escuchaba, incitándome a trabajar.
¿Por qué había descuidado la arquitectura? ¿Por qué no escribía en los periódicos sobre la ciudad futura? Aquel artículo de los rascacielos de metal estaba muy bien.
Yo le decía que «sí», estancándome en la obsesión de quererla. La única actividad que espoloneaba mi trabajo intelectual era aquel mundo que tenía la forma de una mujer que se llamara Irene, y única entre los mil quinientos millones de mujeres caminando sobre el planeta.
Otros recuerdos despiertan en mí a medida que trabajo en la recomposición de esta batalla extraordinariamente larga y tan sombría que, a momentos, me parece que por su altura se desplaza un sol oblicuo y bermejo. Irene y yo somos dos siluetas negras, inmóviles en una llanura más lisa que un silencioso mar de petróleo. De nuestros pechos se desprenden cuajarones de sangre. Enrojece la extensión de la pista negra y nosotros no hablamos ni hacemos nada. Nos desangramos esperando la muerte… Pienso que esto puede ser poesía… pero es perfume de mi amor que ha muerto, y yo amo la fragancia de este pobre amor muerto como una madre ama las ropitas de un hijo que, hace mucho tiempo, ha sido sumergido en la tierra…
Me acuerdo…
Irene era sumamente persuasiva. A este poder suyo de persuadir, yo lo llamaba erróneamente potencia de bondad. No disputábamos nunca, porque ella jamás oponía una razón a mis razones. Me escuchaba en silencio. Resultaba difícil hacerle abandonar semejante pasividad, en la cual, como único signo de inteligencia, deslizaba un movimiento de cabeza, indicando comprensión. Aunque observaba esta actitud no hacía hincapié en ella. Me emborrachaba con mis frases y, después de un largo coloquio, ella en vez de responderme algo concreto, me hacía inclinar la cabeza sobre su pecho. Yo me abandonaba como una criatura fatigada en el regazo de su madre y sus besos candentes eran la respuesta más eficaz. Los hombres tenemos frente a las mujeres el pudor de nuestras debilidades, pero junto a Irene, yo pensaba en voz alta y me confiaba por completo. Deseaba no mentirle nunca, pero a veces lo intentaba y si lo conseguía (creo que simulaba creerme), experimentaba luego un remordimiento que me obligaba a decirle:
—Criatura querida, te he mentido. Perdóname.
Descubrí además que la exaltación producida por la confesión de una mentira era tan intensa y pura que muchas veces falseaba los hechos deliberadamente, para experimentar el goce voluptuoso de refugiarme en ella tímidamente.
Se me ocurre preguntarme ahora por qué la jovencita, si me quería como decía, no experimentaba el mismo remordimiento que yo, al ocultarme hechos sobre los cuales la interrogaba. Mas no anticipemos los sucesos. Su conducta reservada debió sobresaltarme, pero Irene ya sabía hacerse perdonar en silencio con caricias perfectas. Y yo olvidaba.
Había nacido otra vez y cuando le confiaba el prodigio que eclosionaba mis sentidos, sonreía.
Aún ahora ignoro hasta qué punto pudo haberme querido. Pienso que es sumamente difícil investigar la profundidad de los sentimientos humanos y me digo que aquella mujer que nos ame con un poco de inteligencia puede proporcionarnos tanta felicidad como si agonizara de amor por nosotros.
Más tarde… mucho más tarde, escuché una confidencia que durante muchos días resonó en mi entendimiento como una burla atroz. En vísperas de casarse, una amiga mía me decía:
—Yo no quiero a mi novio y me caso por interés con él, pero ninguna mujer sobre la tierra podrá proporcionarle la felicidad que yo le doy, pues antes de besarlo he pensado en el modo cómo lo haré, a fin de que mi beso le cause mayor felicidad.
—No es posible sostener esa comedia —repuse.
—No sólo es posible, sino que me he acostumbrado de tal modo que, en vez de fatigarme, el juego me despierta interés a ver hasta qué punto soy capaz de engañar a un hombre y conquistarlo para siempre, de manera que ninguna otra mujer pudiera arrebatármelo.
Cuántas veces me he preguntado después, si mi Irene no habría repetido esa farsa tan común a la mujer de nuestro ambiente.
¿Su silencio nacía de su falta de inteligencia? No. ¿Era táctica? Cuando conversaba con ella, una expresión de acecho aparecía en rostro. El oblicuamiento de las cejas ponía cierta crispación de fierecita que atisba el momento para dar el zarpazo.
Más tarde, comentando el silencio de Irene con una anciana que, en su juventud, había tenido diversas experiencias amorosas, ésta me explicó:
«El secreto del cual se valen las mujeres astutas para atraer a un hombre inteligente es el silencio. Esta táctica da buenos resultados, porque el hombre, curioso por naturaleza, trata de investigar qué es lo que puede ocultarse bajo el silencio y, a medida que indaga, se va enamorando; de manera que cuando trata de retroceder, se le ha hecho muy tarde».
En verdad, Irene es la jovencita menos espontánea y franca que he conocido. Mas en aquellos días yo aceptaba la voluptuosidad que nacía de sus caricias como el don más precioso y puro que pudiera serme ofrecido sobre la tierra.
Los labios de las otras mujeres eran leños junto a sus labios. En cada beso suyo se suspendía la tibieza de su sexo. A veces la miraba sorprendido. ¿Dónde había aprendido a desvanecer un beso con tanta delicadeza? Cierta tristeza que no me atrevía a confesarme, crecía paulatinamente con mi amor. Cada día que pasaba me sentía más y más preso en la temperatura de su carne, que no era carne sino una especie de pulpa tropical embriagadora con sus emanaciones calientes. Apretaba la cabeza contra sus senos y me quedaba semiadormecido contemplándole el fondo de los ojos. Irene, con tres arrugas en el nacimiento de su ceño, me aseguraba firmemente en su regazo. Le acariciaba lentamente los rizos de cabello que corrían como dos riachos de azabache a lo largo de su garganta tibia, le tocaba (identificándola no sé desde qué otra vida) las mejillas aterciopeladas, bebía despaciosamente entre sus labios un licor de saliva cálida, terrible, cuya miel me requemaría las entrañas para siempre.
Cruzábamos esas desesperadas palabras de todos los amantes, que cuando se pronuncian dejan tanta firmeza en el alma:
—Nos querremos siempre, ¿no, querido?
—Sí, siempre, alma, siempre…
—No me dejarás nunca, ¿no?
—Nunca, ¿y tú?…
—Nunca, te lo juro… ¿Cómo podría dejarte? ¿No ves que sos la vida… mi vida, mi propia vida?
Quizás en los momentos en que he evocado estas palabras, ella tenga apoyada la cabeza, semejante a una criatura con sueño, en el pecho de otro hombre, a quien le preguntará con la misma mirada, adolorida e ingenua:
—No me dejarás nunca, nunca, querido… ¿no?
Y él, inyectando firmeza de eternidad en su pobre alma terrestre, le contestará:
—Te juro… nunca… ¿Cómo podría dejarte si sos mi vida?
Mas ¿por qué he escrito estas palabras? ¿Tengo derecho a ser injusto… o justo? El propósito de mi diario no es demostrar que Irene es mejor o peor que sus otras hermanas las mujeres, ni yo Balder mejor o peor que mis otros hermanos los hombres. No. Mi propósito es evidenciar de qué manera busqué el conocimiento a través de una avalancha de tinieblas y mi propia potencia en la infinita debilidad que me acompañó hora tras hora.
CUANDO EL AMOR AVANZÓ
Alcoba conyugal. Balder y su esposa Elena. Tinieblas. Palabras que chasquean rencorosas.
BALDER: Quiero a esa criatura y no la dejaré, ¿entendés? No la dejaré nunca.
ELENA: ¿Para qué me sacaste de mi casa?
BALDER: No te he sacado. Pero en el supuesto caso que lo hubiera hecho, ¿querés decirme qué me has dado? Vida gris… eso. Desde que nos casamos. Reproches. Luchas.
ELENA: Sos un perro, callate.
BALDER: ¡Oh!, sí… un perro (tratando de ofenderla). Pero nunca al perro le has dado un beso como el que le dio la deliciosa criatura.
ELENA: ¿La deliciosa criatura se acuesta con todos los hombres? ¿No?
BALDER: Podés revolverte como una hiena. Es inútil. La quiero, la querré siempre…
ELENA: ¿Y te retengo a mi lado acaso? ¿Por qué no te vas?
BALDER: Irme… Puede ser que algún día me vaya… puede ser. Ahora no.
ELENA: Podés irte mañana mismo si querés.
BALDER: ¿Y vos entonces? (despectivo). En medio de todo me das lástima. Sos una de las tantas víctimas de la maquinaria.
ELENA (sardónica): No te preocupes por mí.
BALDER: ¿Y quién te dice que me preocupo por vos? Me preocupo por mí… no por vos…
ELENA: Entonces, ¿por qué no te vas?
BALDER: ¡Hum! ¡Hum!… Es probable que me vaya… pero si esa chica es virgen.
ELENA: Así, ¿esas tenemos ahora? La deliciosa criatura no es virgen.
BALDER (irónico): Sospecho que no es virgen.
ELENA: Vas a morir en la basura como un cerdo. Eso. No sé por qué gasto saliva con vos. Sos un depravado.
BALDER: Sí… soy un depravado porque digo y cavilo la verdad, ¿no?
ELENA: Qué me importan tus asquerosas verdades.
BALDER: Sí… son asquerosas… Pero yo comienzo a vivir ahora… ¿sabés? Recién ahora. Hasta hoy me he movido en la tristeza y la oscuridad. Eso es lo que encontré a tu lado. Tristeza y oscuridad. Mira… a Irene le he contado todo lo nuestro. La comedia de nuestras relaciones íntimas… tu frialdad… tus besos falsos; le he contado…
ELENA (reteniendo una explosión de cólera): ¿Y a mí me contás tus sospechas de que no es virgen? ¿No es así?
BALDER: Estoy mareado. Hablo con vos como podría hablar con una piedra. Necesito hablar con alguien. Si no me querés escuchar, tapate la cabeza con las sábanas…
ELENA: No hace falta.
BALDER: Estoy triste por culpa tuya… y mía. Hasta hoy he vivido en las tinieblas. Si me preguntás lo que son las tinieblas puede ser que no sepa qué contestarte. Viviré… me mataré. No lo sé. Dios sólo lo sabe.
ELENA: Uff… cuántas palabras inútiles…
BALDER: Tenés razón. Son palabras inútiles. Toda mi vida no he hecho nada más que decir palabras inútiles. Cuando fui tu novio, te dije palabras inútiles… Vos pensabas cómo sería tu juego de dormitorio mientras yo te hablaba de las estrellas. Posiblemente en eso Irene se te parece. Irene no piensa en el juego de dormitorio mientras estoy a su lado. Piensa en el divorcio. Y yo soy un hombre…
ELENA: ¡Vos un hombre! Hacé el favor… No me hagas reír…
BALDER: Soy un hombre. Puedo tirarte a la calle a vos… Puedo sacarla a ella de su casa. Puedo cometer un crimen. Puedo…
ELENA: ¿No podés callarte la boca?…
BALDER: Puedo también callarme la boca… pero no lo haré. Ni vos, ni Irene, ni Alberto…
ELENA: ¿Quién es Alberto?…
BALDER: Alberto es el padre espiritual de Irene o algo por el estilo. Está casado. Sospecho que la mujer lo engaña…
ELENA: ¿La mujer es esa desvergonzada que habló por teléfono preguntando si vos estabas?
BALDER: Exactamente la misma. La has clasificado bien. Lo mismo pensé yo cuando la conocí.
ELENA: Así que el padre espiritual de tu… tu diosa, es cornudo…
BALDER: Sospecho. Puede ser que sea otra cosa. No sé. Te hablo porque me siento tan solo en la vida como si me encontrara en un desierto. Ésta es una palabra, ¿sabés?, la que dije antes es otra palabra… Todo lo que digo son palabras.
ELENA: ¡Si supieras el asco que te tengo! ¡Oh!, no te lo imaginarás nunca.
BALDER: Sí, pero no me ofende ni me molesta tu asco. Irene también sabe que me tenés asco.
ELENA: No tenés sangre en las venas…
BALDER: Mi sangre es otra sangre. Posiblemente… no sé cuándo… algún día demostraré que mi sangre… Algún día me pondré en el lugar donde todos los que tienen sangre van a retroceder. Todavía no se presentó la oportunidad y por eso te desprecio con esta tranquilidad.
ELENA: Mañana mismo te vas de esta casa. Y si no te vas, tiraré tus cosas a la calle.
BALDER: Me iré… claro que me iré. Es lo que deseo… irme…
ELENA: Callate… y andate…
BALDER: Tengo que hablar. Ésta es la última noche que pasamos juntos. No sé si lo que me espera es el Paraíso o el Infierno. Pero es necesario que vaya. Que vaya solo a meterme de cabeza al pozo. Te prevengo que más lástima que vos me da Irene… porque si ella ha mentido le voy a romper…
ELENA: ¡Pero te ha enloquecido esa mujer!
BALDER: Sí. Me ha vuelto loco y no sé con qué. ¿Será con sus besos? ¿Será con su alma?
ELENA: ¿Vos crees que esa perra tiene alma?
BALDER: No sé ni quiero pensar. La he visto llorar. ¿Me ha embrujado? No sé. Tienen que ocurrir cosas extraordinarias. No sé si las voy a soportar o no. Lo único que puedo decirte es que es la primera vez en mi vida que he conocido amor. La quiero. ¡Ah!, ¡si vos supieras cómo la quiero! No te imaginás, Elena, cómo la quiero. No te podés imaginar.
ELENA (sardónica): Es tu diosa… ¿no te lo decía yo? Una diosa. ¡Cómo no la vas a querer a una diosa! ¿Y a tu padre espiritual, no lo querés? ¿No te han llamado todavía para que les laves los pies y les lleves las escupideras…?
BALDER: Hacés bien en creerme débil. De otro modo te verías obligada a matarme de un tiro. Si vos supieras cómo la quiero me matarías. Pero como en vez de corazón tenés una piedra, no te podés imaginar… Dios te ayuda en medio de todo.
ELENA: Más de lo que suponés, me ayuda Dios…
BALDER: Es una desgracia. Nadie comprende nada…
ELENA: ¿Qué es lo que no comprende?…
BALDER: No sé. Un camino se abre ante mí. Si Irene falla no sólo que perderé a ella, sino que te perderé a vos. Esto no tiene importancia. Hay algo más grave en el fondo. Me habré quedado solo en el mundo. Solo entre mil quinientos millones de mujeres.
ELENA: Cómo… ¿no te va a acompañar la diosa?
BALDER: No seas ingenua. Ella es también de carne y hueso. Dios sólo sabe lo que va a ocurrir…
ELENA: Me das asco, te digo. Estás hablando tanto de Dios y lo único que hacés es faltarle el respeto cuando lo nombras.
BALDER: ¿Y qué sabés si yo no creo en Dios? ¿Y más profundamente que vos? ¿O es que estás en mi interior…? ¡Es cómico esto! Nunca te has interesado por lo que creía ni dejaba de creer y ahora resulta que te ofende que nombre a Dios. Nombraré al diablo si te conforma…
ELENA: Lo que me conformaría es que me dejaras dormir…
BALDER: Mañana dormirás tranquila. Me iré a una pensión.
ELENA: Perfectamente. Buenas noches.
Silencio. Tinieblas. En Balder el soliloquio crece como de un hato de fuego, una nube azul de humo. Piensa en Irene. Le habla en su pensamiento.
BALDER: ¿Ves, Irene? Ya ha nacido el conflicto. ¿Te das cuenta ahora que te quiero?
EL FANTASMA DE LA DUDA: ¿Por qué le dijiste a Elena que si Irene no era virgen?…
BALDER: Son palabras…
EL FANTASMA DE LA DUDA: Balder, Balder, no le mientas a tu Amigo.
BALDER: Mi amigo… ¿Vos sos mi amigo?
EL FANTASMA DE LA DUDA: No… no soy tu amigo… Soy algo más profundo todavía. Tu conciencia…
BALDER: Estoy triste a momentos. Quiero confesarte la verdad. Me da vergüenza…
EL FANTASMA DE LA DUDA: Te da vergüenza…
BALDER: Sí… quisiera ser hombre de otro modo.
EL FANTASMA DE LA DUDA: Hombre de otro modo. ¿Qué querés decir con eso?
BALDER: Pienso que los otros hombres no tienen mis desviaciones. Yo hablo… hablo… pero en el fondo soy como un idiota. ¿Por qué no fijo ideas? ¿Irene me ha engañado alguna vez? No… no es eso lo que quiero decir. Irene tiene una experiencia sexual. No quiero pensar. Mira… me da vergüenza hablarte…
EL FANTASMA DE LA DUDA: Ahora no soy el Fantasma de la Duda. Soy algo más íntimo y precioso tuyo. Algo frente a lo cual tenés que arrodillarte, Balder. Soy algo tan precioso en vos como lo es Irene. Decime: ¿la creés a Irene?
BALDER: Sí…
FANTASMA: Bueno… como la creés a Irene debés creerme a mí…
BALDER (medrosamente): Es que ciertas cosas no le creo a Irene.
FANTASMA: Criatura…
BALDER (con curiosidad): Decime… ¿un hombre puede ser criatura a los veintinueve años, teniendo un hijo de seis años…?
FANTASMA: Sos una criatura con la apariencia de un hombre…
BALDER: Pero las criaturas no cometen canalladas. Y yo las cometo. ¿Por qué le he hablado así a Elena? ¿Por qué he entrado en este camino? Irene… ¿vos te das cuenta lo que es Irene en mi vida? Ella posiblemente nunca comprenda lo que la quiero. Es una chica de barrio. Y yo soy un alma. Un alma embutida en un cuerpo terrestre que a momentos quiere morirse para escapar de esta prisión. No te miento; ¿por qué anhelo la pureza y me revuelco en la porquería? Y la quiero. La querría aunque se hubiera entregado a otros. Sí. Y al mismo tiempo que aceptaría esto, rechazo esto. ¿Te das cuenta? Quisiera ser como otros hombres. No ver lo que veo. No sentir lo que siento. Me consumo pensando y sufriendo. Sufro por mí, por Elena, por Irene. Sufro por todas las desgracias que voy a provocar. Y sin embargo, marcho hacia este mecanismo de desdichas como si estuviera hipnotizado.
FANTASMA: ¿Tenés miedo?
BALDER: Sí… a momentos tengo mucho miedo. No he sabido hacerme sitio en la Tierra. ¿Te das cuenta de esto, Fantasma mío? No he sabido hacerme sitio en la Tierra. Hay momentos en que creo que me voy a volver loco. El miedo que tengo es un miedo frío, ¿sabés?… Dejame que piense…, un miedo de alma que todos los demás han apartado de su lado. No tengo miedo de que me asesinen, por ejemplo. No. Hay momentos en que Alberto me produce la impresión de un hombre capaz de matarme por la espalda… y no tengo miedo. No tengo miedo de la muerte física. No. Tengo miedo del desamparo en que vivo, de la incredulidad feroz que me rodea. Quiero creer y no puedo. Quiero creer en Irene y no puedo creer. Estos momentos de duda me martirizan horriblemente. Y pienso adónde ir si estoy solo en el mundo.
FANTASMA: E Irene…
BALDER: No juguemos con palabras, por favor. Vos sabés cómo soy yo. Todo tiene que terminar algún día. Será un año… dos… no importa… Un día Irene me dejará también.
FANTASMA: ¿Y sabiendo que te dejará vas hacia ella?
BALDER: Sí. ¿Te das cuenta? Me llama de ella algo inexplicable. En muchos momentos pienso si a esa mujer no tendré que matarla y matarme sobre ella.
FANTASMA: ¿Cuándo se te ocurrió esa idea?
BALDER: No sé… Apareció al soslayo… No sé nada. Soy sincero como si estuviera por morir. No sé nada. Soy un hombre perdido en su propio desierto. Si Dios existiera… Pongamos que existiera Dios… pongamos que existiera un Alma Santa sobre la tierra. Yo iría y me arrodillaría y contaría todo lo que me pasa. Sólo un alma santa puede juzgarme y condenarme.
FANTASMA: Un alma santa…
BALDER: ¡Tengo tantas cosas que decir! Tantas que son infinitas. Nadie puede escucharme. Hasta vos, Fantasma, me parecés algo inferior y pequeño a mi lado… ¿Te das cuenta?; hasta vos, Fantasma.
FANTASMA: ¿Y quién te dice que no lo sea en verdad?…
BALDER: Pienso en mi ingeniería. ¿Qué importa mi ingeniería? ¿Qué importa mi talento? ¿Qué importa todo lo que soy, lo que puedo ser? Me parece que los hombres del mundo hacen un círculo en torno de mí. Todos contemplan el acto que voy a realizar: el de ir hacia Irene. Irene también forma parte de esa multitud que no comprende nada y me mira absorta diciéndose: ¡Cuántas cuestiones hace este hombre por su pequeño amor! Sí, Fantasma, hasta Irene me mira sorprendida en medio de la multitud y no comprende. Pero voy hacia ella. No sé lo que pasará. Sé que tengo aquí en mi pobre pecho un amor enorme hacia esta criatura, que ella va a romper mi vida y me contemplará, pareciéndole poco todo sentimiento nacido de mí, y sin embargo yo voy hacia ella igual que hacia la muerte… sin poder evitarla. Y no tengo miedo de que me rompa. Por el contrario. Deseo que ella me tome como un trapo y me retuerza. Y entonces yo cantaré su gloria.
FANTASMA: ¡Cuánto la querés!
BALDER: Oh, sí, ¡la quiero tanto!… Y lo peor es que ella nunca se podrá dar cuenta de este gran amor. Y los que lo conozcan pasarán a mi lado y sonreirán burlonamente, y yo en nombre de este amor no sé las perversidades que cometeré.
FANTASMA: Se cumplirá tu destino.
BALDER: ¿Y cuando se cumpla?
FANTASMA: Entonces vendré a verte y conversaremos nuevamente.
BALDER: Ahora te siento superior a mí. Decime, ¿tendré que luchar mucho?
FANTASMA (con una voz que deja adivinar una sonrisa): ¡Oh!, sí, mucho…
BALDER: No importa, mi Fantasma querido. ¡Qué importa! Parezco débil, ¿no? Pero soy fuerte. Tengo adentro una fuerza misteriosa que todavía no se desató. ¡Qué me importa sufrir por Irene! ¡Oh!, si vos la conocieras. Si supieras qué linda es. ¡Y qué buena! Qué me importa sufrir. Me he entregado a ella ya. Y al mismo tiempo, ¿sabés, Fantasma?, siento ganas de burlarme de Irene. No es que esté loco, pero cuando pienso que va a conocer mi gran amor, y pretenderá dominarme, ¿qué digo?, ya ha empezado a dominarme y yo a dejar que se realice su voluntad. Mirá, cuando pienso que va a tiranizarme experimento tentaciones de decirle: Criatura, criatura querida, ¡qué débil que sos a mi lado! Si estás sobre la Tierra es porque yo lo permito.
FANTASMA: Chiquito… tené cuidado…
BALDER: Estoy dispuesto a todo… Mas cuando se cumpla mi destino, ¿la tendré a Irene?
FANTASMA: Es posible que ella entonces no te reconozca.
BALDER: Sí… todo es posible… pero andate… estoy cansado… es preferible no hablar.
Silencio. Balder es un cuerpo horizontal con los ojos desencajados en las tinieblas.
Elena llora calladamente bajo el embozo de las sábanas.
EXTRACTADO DEL DIARIO DEL PROTAGONISTA
Alberto desempeña una función importante, aunque involuntaria, en la construcción de mi desgracia.
Lo utilicé como instrumento en un período en que lo juzgaba equivocadamente. Cuando rectifiqué mi juicio era demasiado tarde para retroceder. En verdad, nunca hubiera abandonado a Irene de no mediar otros acontecimientos.
A veces, mientras escribo me detengo dolorido. Estos nombres, Alberto, Irene, Zulema me producen vértigo, son tenazas que me muerden en la noche, ligaduras de mi propia vida, sangre de amistad que el destino injertó en mis venas, para que más tarde yo me desangrara en su sufrimiento, que me roe despacio, semejante a un cáncer que un día revelará su estrago total.
¡Alberto!
Es el inmediato responsable de que le juzgara mal. Fue reservado precisamente en los momentos en que era indispensable un maximum de sinceridad, para poner limites a los tremendos desaciertos que yo preparaba para el futuro, con mi inconsciencia presente.
Yo me había separado de mi esposa. ¿A dónde ir en las horas muertas, como no ser a su casa? Me refugiaba allí como en un oasis. Luego rápidamente descubrí que el oasis era una fina película verde cubriendo un pantano profundo. Pista infernal y lisa, superficie asfaltada y sombría donde caminaban con parsimonia de fantoches serios Zulema y Alberto.
Éste, con sus lentes calzados sobre la nariz en caballete, casi ceremonioso y una mancha de color rosa en las mejillas, y su voz sibilante y melosa, me producía una impresión siniestra.
Yo lo miraba y me decía a veces:
—Este hombre se encuentra a un paso del crimen.
Otras en cambio, pensaba:
—Este hombre es un rufián.
Zulema, sin medias, calzando chinelas, envuelta en un quimono, flojos los labios, tornadiza la mirada, tomaba un espejo de mano y al tiempo que se depilaba las cejas, decía:
—¿Sabés que Rodolfo cambió cuatro trajes esta semana?
Rodolfo era un bailarín del Teatro Colón. De cada cuatro palabras que pronunciaba Zulema, podía anticiparse que la quinta terminaría con el nombre de Rodolfo.
—Así dice Rodolfo. Así piensa Rodolfo.
Alberto, ceremonioso, la observaba impasible a través de los cristales helados de sus anteojos. Una mancha rosa se extendía por sus mejillas hasta los pómulos. Yo terminaba por ruborizarme cuando este nombre se pronunciaba en mi presencia, como si fuera indirectamente cómplice de aquel desconocido llamado Rodolfo. Experimentaba hacia él una secreta aversión, llegó a serme odioso. En estas circunstancias no estimaba al mecánico. Pero amaba a Irene y no podía soportar que, la mujer que tanto quería, recibiera de su amiga las lecciones de infidelidad que, yo presumía lógicamente, tenían que existir. Y no se me ocurría pensar que mi posición respecto a Irene, era idéntica a la que respecto a Rodolfo ocupaba Zulema.
Como si no reparara en los efectos desastrosos que su conversación me producía, Zulema continuaba con el eterno tema de Rodolfo.
Se hablaba de unos pies bien formados. Saltaba ella:
—¡Ah!… ¡si ustedes vieran los pies de Rodolfo!
Alberto, siempre ecuánime, dejaba escapar palabras sibilantes:
—¿Cómo no va a tener los pies bien formados si es bailarín?
Según Zulema, las camisas de Rodolfo eran las más vistosas, sus perfumes los más escogidos; llegó al extremo de querer convencerme de que me peinara como Rodolfo, e incluso trató de persuadirlo a su esposo para que comprara unas detonantes corbatas «del estilo que usaba Rodolfo».
Alberto, defendiéndose, reponía:
—Pero vos comprendés que esos gustos de corbatas y de camisas son para un hombre joven, elegante, como es él… Yo soy un obrero. ¿No ves?
Zulema movía la cabeza, lo examinaba como si fuera un desconocido y reponía entornando los ojos:
—Cierto, viejito mío… no sos nada elegante. —Pero de pronto, comprendiendo que se había extralimitado, reponía:
—Sin embargo, ese Rodolfo debe ser un tipo repugnante. Se dice que es invertido… pero yo no lo creo. ¿Qué les parece a ustedes?
Zulema llegó a insistir con tal vehemencia que una noche nos convenció de que fuéramos al café frecuentado por el bailarín. No tuvimos la suerte de verle.
Convengamos que únicamente seres sumamente inmorales o transitoriamente imbecilizados pueden aceptar con naturalidad las inconsecuencias mutuas que nos sancionábamos con nuestra conducta.
Zulema era indudablemente una mujer sensual, sin escrúpulos ni principios morales de ningún linaje. Actuaba bajo la presión de un sufrimiento inclasificable. Una noche se puso a llorar en una confitería. El mozo nos miraba asombrado y tuvimos que salir. Alberto movía la cabeza con pena.
Otra vez, encontrándome en el palco de un cine con Irene y Alberto, Zulema lloró inagotablemente durante una hora. Su dolor se desprendía silenciosamente del pecho y los ojos, las lágrimas corrían en goterones gruesos por sus mejillas pálidas y parecía que ella encontraba un dulce consuelo en esa grieta abierta en su pena, que empapaba un pañuelo tras otro.
Alberto se mantenía amablemente sereno, enigmático, mientras que Irene, pasando una mano por el cuello de su amiga, murmuraba enternecida:
—¡Pobre Zulema, pobre Zulema!
Frente a mis ojos, el vacío. O esta pregunta:
—¿Cuándo estallará Alberto?
No me daba cuenta que el mecánico trataba de evitar el naufragio con su aparente tranquilidad.
Yo, en cambio, cuando el futuro se presentaba borrascoso ante mis ojos, me decía:
—Vivamos el hoy… nunca podré saber nada. ¡Para qué pensar! Y los días transcurrían.
Y si Irene era un enemigo en cierto modo para mí, Zulema me desconcertaba aún más. Se desplazaba de los estados morales más opuestos con una rapidez vertiginosa. A veces me preguntaba:
—¿Qué le parece si engañara a Alberto?
—Engáñelo.
—¡Cómo! Usted es su amigo y me aconseja que lo engañe.
—Porque yo estoy seguro de dos cosas: primero, que usted ya lo ha engañado y, segundo, que a él le importa muy poco que lo engañen; si no no permitiría que usted se pasara todo el día sola en el centro.
Otras veces me decía:
—Alberto me da una lástima enorme, Balder. No podría engañarlo nunca. ¡Es tan bueno! ¡Tan confiado! Y créame, a veces, siento unas tentaciones extraordinarias de ponerle cuernos.
Yo la miraba al fondo de los ojos.
—Zulema, juguemos limpio… Usted ya lo engaña a Alberto.
—No, le juro que no.
—Zulema, está escrito: «No jurarás en vano».
—Balder, por lo que más quiero sobre la tierra, le juro que no lo engaño.
Yo sonreía y ella se ofendía durante un cuarto de hora, ¿qué podía pensar yo?
No sabía. Por momentos admitía de buena fe que el único culpable de un adulterio, si el adulterio existía, era el mecánico; en otros momentos se me ocurría que el engañado era Alberto y nosotros víctimas de un juego que Irene y Zulema conocían, y lo que yo había rechazado hacía una hora, lo aceptaba nuevamente, pasando por los estados mentales más contradictorios que puedan imaginarse.
La jovencita me preocupaba inmensamente. Sus explicaciones no podían satisfacerme. ¿Cómo su moral le permitía intimar tan profundamente con personas que ostensiblemente vivían un arduo episodio inmoral y desde hacía mucho tiempo? La terrible lógica, que no engaña jamás al enamorado sincero, me decía que Irene no era ajena por completo a la misteriosa tempestad que se incubaba. ¿O yo allí era el único engañado?
Cuanto más cavilaba, menos podía desentrañar la verdad entre aquel cúmulo de apariencias, simultáneamente densas y livianas, de manera que al pasar por las yemas de mis dedos se deshacían como espuma de agua.
¿Irene era una mujer idéntica a Zulema? ¿Alberto permitía que lo engañaran? ¿Éramos sinceros todos, o yo había caído simplemente entre las redes de una comandita de hipócritas?
En aquella época pasaba horas y horas en la oscuridad de la noche, tejiendo y destejiendo hipótesis. La única persona que podía facilitarme la clave de los enigmas planteados era Irene, y ella se recusaba terminantemente a decir la verdad. «No sabía nada, absolutamente nada».
Buscando un camino distinto traté de insinuarle al mecánico, mis sospechas: «Su esposa lo engaña»; mas cuando intenté sincerarme, pidiéndole que él a su vez definiera la posición moral en que se encontraba respecto a Zulema e Irene, Alberto con una sutileza sibilante soslayó la conversación. Entonces me refugié en mí mismo diciéndome:
—He entrado al camino tenebroso. Antes, este camino era una frase, ahora es una realidad. Posiblemente Elena tenga razón. Pero no importa. Seguiré el juego y cuando esté cansado, abandonaré. ¿Para qué preocuparse? Ellos exigen de mí una conducta socialmente moral, mientras que a su vez la infringen a todas horas. La táctica más adecuada es utilizarlos. Cuando no me sirvan los tiraré.
LA OBSESIÓN
Rincones de muralla de ladrillo sin revocar, encalados. Telones esquinados. Ring bloqueado de tres sogas. Bancos rojos. Cabezas ensombreadas, bocas torcidas rechupando cigarros. Nubes de humo ascienden sus lentos cortinajes hacia las nueve mil bujías centelleantes sobre la ensangrentada lona del ring.
Balder se acomoda entre una hilera de hombres que ocupan los bancos en la tercera fila del ringside. Y mientras le alcanza la propina al acomodador, piensa:
«Tiene que haberme visto… no es posible que no me haya visto».
Los segundos (pantalón blanco, camisa blanca) depositan baldes de cinc en los rincones del ring. Instantáneamente se derrama en el aire una tufonada de aguarrás y ácido fénico.
Un hombre de traje gris y clavel en el ojal de la solapa, sube al cuadrado.
«La madre me ha visto cuando yo…».
El hombre del clavel en la solapa lleva el megáfono a los labios:
—Categoría medio pesado.
—… de La Plata…
—… referí…
Dos pugilistas semidesnudos, maxilares azulados, cabezas rapadas, los brazos casi flacos, rematados en bolas negras, se saludan sonriendo, asegurándose sobre los hombros las deshilachadas robes de chambre que apenas cubren sus pantorrillas. Un hombre les habla paternalmente al oído y ellos asintiendo mueven las cabezas.
«¿Cómo no me va a haber visto la madre?».
Una vocecita grita desde el fondo de una fila:
—Segundos afuera. —Suena el gong. La bola de un guante se aparta de un rostro, y el rostro queda teñido de color de rosa. Balder se remueve impaciente en su asiento:
«La madre tiene que haberme visto cuando me separé del vagón».
—Breck…
Un hombre habla solo tras de Balder:
—Al corazón, Arturo… al corazón… así, Arturo.
Balder salta impaciente codo con codo con otros espectadores. En el ring, un hombre afaena a otro descargándole terribles golpes al estómago.
Voces inmensas gritan desde todos los ángulos:
—¡Ahora, La Plata! ¡Ahora que lo tenés!
Balder cae en su banco vencido por la emoción que se renueva: «La madre me ha visto… pero yo, ¿por qué no me fui un momento antes? ¿Por qué no me fui? Un solo minuto era».
El mismo espectador gruñe tras de Balder consigo mismo:
—Apercap, Arturo, apercap…
Suena el gong. Los boxeadores se apartan.
Los segundos, inclinados sobre sus pupilos en cada rincón, les masajean las piernas. Banderillean las toallas. Los pugilistas aspiran vehementemente aire.
La misma vocecita aguda:
—Segundos afuera.
Suena el gong.
Brazos flacos rematados en bolas negras. Maxilares azulados. Balder gira la cabeza. Sobre los rincones de muralla blanca, manchas de carne, cabezotas con ojos extáticos, bocas retorcidas rechupando cigarros. Un pugilista sonríe. Otro escupe sangre. Los golpes resuenan en los pechos como martillazos de goma. Un rayo negro cruza el aire, una cabeza se desvía un centímetro y el golpe pasa…
Balder piensa:
«¿Por qué no me habré ido un minuto antes?; era un minuto, nada más que un minuto y todo se hubiera evitado».
—Apercap, Arturo… no te apurés…
Un hombre se dobla sobre sus rodillas. Se ve el puño del boxeador del pantalón verde retirarse del mentón del hombre de pantalón negro. Una cara chata y lívida ondula en el aire.
«Un minuto antes que me hubiera ido y no pasa nada. ¿Y ahora Irene cómo estará?».
Una cara se pega a la otra y el rostro lívido sonríe con suficiencia. Un brazo en gancho sobre una cintura. La bola negra golpea sobre los riñones.
—¡Eeeeehhh!, ¡eeehhhh, tramposo!, ¡golpe prohibido! ¡Eh!… El referee amonesta al hombre de pantalón verde.
Gong.
«¡Si me hubiera ido un minuto antes! ¿Es posible que sea tan estúpido? ¿Y ahora la pobre Irene? ¡Qué violeta se ha puesto ese ojo!».
Las toallas sesgan el semblante y tórax de los boxeadores. Una mano coloca compresas de agua sobre el ojo violeta del hombre del pantalón verde. Su pecho estalla inflándose con viento que luego escapa sibilante por la nariz, mientras aprieta los labios, incorporándose en el banquillo de su ángulo.
Balder gira la cabeza.
Mandíbulas que mastican caucho. Sombreros empinados sobre las frentes. En primera fila del ringside, los prohombres de la ciudad. Dibujantes, escritores, deportistas, políticos, periodistas… Una neblina de humo oscila su lenta cortina, bajo las nueve mil bujías centelleantes sobre la ensangrentada lona del ring.
—Segundos afuera.
Suena el gong.
Cuatro brazos entrecruzados que se martillean el rostro. Instintivamente Balder se echa hacia atrás. Ha visto llegar el golpe que tiene que derribar al de pantalón verde. El otro se inclina suavemente como una bailarina, dejándose caer de un salto sobre las sogas. Hombre de caucho se hamaca en la punta de los pies y La Plata aguarda y dibuja en el aire un amago de duda con la finta de sus puños.
El rezongón solitario continúa:
—Cambiá la guardia, Arturo. Al estómago, que es flojo…
Balder no termina de comprender cuál de los dos es Arturo. «Porque si yo me hubiera ido un minuto antes, no ocurriría esto. Y ahora no la veré más».
—Breck.
Las voces de la multitud aúllan ahora:
—¡Seguilo, La Plata, que lo tenés! ¡Oh!, ¡eh!… (son gritos de éxtasis doloroso). ¡La Plataaaa! ¡Arturo! ¡De distancia, Arturo! ¡La Plataaa! ¡Plataaaaa!
La multitud se ha puesto de pie.
El hombre del ojo violeta yace de rodillas en el ring. El referee, alargando el brazo, detiene un dedo amenazador en cada cifra estentórea:
—5… 6… 7… (la multitud arroja grandes gritos de sufrimiento gozoso), 8… 9…
El hombre arrodillado se incorpora y, apoyando los codos en el estómago, se cubre el rostro con las bolas negras y rojas de sus puños.
«La madre me ha visto. No es posible que no me haya visto. ¡Claro que me ha visto!».
El aire se carga de una tufonada de aguarrás y ácido fénico. Las toallas flamean en los rincones. Piernas en los aires entre las palmas de las manos que las friccionan.
Un ojo de Arturo está completamente cerrado.
Balder lo mira. La cara lívida, que ondula sonriendo con suficiencia en los cuerpo a cuerpo, tiene un solo ojo abierto. El otro es una dura nuez violeta. La boca hendida filtra sangre.
La vocecita fina lanza desde un rincón invisible:
—Segundos afuera.
Gong.
—Boxeálo de distancia, Arturo.
—¡La Plataaa!…
El espectador solitario, continúa tras de Balder.
—Así, Arturo… siempre a la distancia…
«¡Cómo no me va a haber visto! ¿Qué le habrá dicho la pobrecita? ¡Si cuando me volví estaba a cinco pasos de distancia!». Chasquido seco de dos puños que se calzan de contragolpe en las mandíbulas.
—¡Así, La Plata! ¡Así, Arturo!
Los hombres se machacan el rostro con vueltas de brazos, cargando el cuerpo sobre las piernas arqueadas. Uno dos, uno dos. Uno dos.
—Breck. Breck.
Los rostros de los boxeadores se han convertido en tortas rojas. En una, el relieve de la nuez violeta crece despacio. Los brazos hinchados trabajan como bielas de acero amarillo.
«La madre me ha visto. Tiene que haberme visto. También yo, ¿por qué me quedé?».
—Así a la distancia, Arturo. Boxeálo. No te apurés.
«Es el minuto fatal. Sería tan imposible borrarlo como hacer desaparecer el sol del universo. Un minuto… nada más».
Gong.
«Tenía que ocurrir. ¿Qué haré si no la deja venir más al centro? Que Alberto vaya y la hable. ¿Alberto se prestará? O Zulema. ¡Sí, Zulema es tan buena! ¡Cómo no va a querer Zulema! Zulema es buena. ¿Por qué habré pensado mal de ella? Sí, es buena, Zulema. He sido injusto. ¿No tiene derecho al amor? ¿Este imbécil de Alberto? ¿Y si Zulema se niega? Es capaz esa perra. Alberto es noble. Cuando vea mi sufrimiento, me va a ayudar. ¿Me habrá visto la madre? ¡Qué estúpido soy! ¿Cómo no me va a haber visto?».
Gong.
—¡Oh!… ¡ah!… ¡oh!… ¡eh!… ¡Arturo! ¡Arturo!
Balder, electrizado, se pone de pie. El hombre del ojo violeta descarga tremendos martillazos sobre una torta roja. El de pantalón negro se dobla sobre las sogas. El hombre de un solo ojo machaca con su bola negra una, dos, cinco, diez veces un aplastado rostro más carneado que un bistec. ¡Oh!… ¡ah!… ¡ah!… ¡ah!… ¡Arturo!… ¡oh!… ¡eh!… La multitud brama angustiada y gozosa en una distancia de ensueño. El cíclope sigue machacando, como sobre un yunque, en la torta escarlata y aquella cabeza, a cada golpe, oscila sobre su base vertebral siguiendo el compás de los mazazos de izquierda y derecha, de izquierda y derecha.
La Plata cae boca abajo en la lona.
El de pantalón verde, chorreando sangre como un matarife, se detiene a dos pasos del caído. Su única pupila brilla como una brasa. El juez, alargando el brazo, detiene el dedo amenazador en cada cifra estentórea:
—… 5… 6…
El caído intenta incorporarse sobre sus rodillas.
—7… 8…
Cae definitivamente y su cara torcida sobre la lona muestra entre dos hendiduras rojas el blanco de los ojos.
—… 9… 10…
El hombre de un solo ojo, ensangrentado de pies a cabeza, danza dando saltos en el ring. La noche del estadio se ha cubierto de un tableteo de aplausos, silbidos, golpes de pies en el pavimento. El hombre que hablaba solitario de un salto sube al ring y abrazando al del pantalón verde lo besa en las dos mejillas. Los segundos recogen al caído.
Balder se levanta y arrastrado por la multitud que sale, piensa:
«Esta pelea ha sido maravillosa… pero no queda duda… la madre me ha visto… Es matemáticamente imposible que no me haya visto… ¡Oh!, si Alberto no me ayuda. Pero sí. ¿Cómo no me va a ayudar?».
LA ÚLTIMA PIEZA QUE FALTABA AL MECANISMO
Balder conoce el camino de su tristeza.
Entra a un portal negro que está junto a un café encristalado, camina diez pasos por un corredor oscuro, se detiene ante un rectángulo alambrado, pintado de negro, y aprieta el botón llamador. Entre crujidos de cables desciende el ascensor y Balder sube; la máquina para entre alarmantes crujidos; camina dos pasos y llama al timbre de una puerta con vidrios opacos. A veces demoran en abrir, otras asoma allí una criatura con las greñas aplastadas en la frente paliducha. Balder pregunta: «¿está Alberto?», la chica dice «pase» y él entra.
Cruza un vestíbulo con sillones de mimbre, sigue a lo largo de un corredor blindado por una mampara metálica y, en una puerta con cortinillas azules, Balder golpea en los vidrios con los nudillos de los dedos. La voz de Zulema o de Alberto le contesta:
—Adelante, Balder.
Balder saluda, sonriendo levemente al mecánico. Alberto ha terminado de almorzar. Solitario, amasa con la yema de los dedos bolitas de miga de pan sobre la mesa. El mecánico, levantando la cabeza, le estrecha la mano, una chispa de cordialidad rebrilla en el fondo de sus ojos de párpados inflamados. Balder en vez de ocupar una silla se sienta en la orilla de la cama.
—¿Zulema, vio a Irene?
—No… creo que la iba a ver hoy…
Instantáneamente se borra la sonrisa de Balder. Se siente hostil al mecánico por aquella pulgada cúbica de sufrimiento que acaba de inyectarle y que le endurece hasta las líneas del rostro.
Alberto lo mira con curiosidad burlona a través de los anteojos calzados en el caballete de la nariz. Balder trata de disimular su angustia fabricando una sonrisa con el mismo esfuerzo que si tuviera que cargar un peso inmenso. Es inútil… el mecanismo de su sonrisa se ha paralizado y temblorosa asoma a sus labios una mueca falsa. Súbitamente su rostro adquiere la expresión tímida y triste de un perro hambriento que mira a su amo. Si Alberto le dijera: «A cambio del auxilio que le presto, usted tiene que ayudarme a robar», Estanislao bailando de alegría acompañaría al mecánico. Pero éste jamás le pedirá nada. Absolutamente nada. En cambio, sí dice:
—Hay que levantar ese ánimo, hombre.
Balder mueve la cabeza pensando: «Es inútil, tengo que congraciarme el favor de este hombre meloso y frío. Me vería morir y no me alcanzaría un vaso de agua».
Alberto sigue amasando bolitas de pan entre una botella roja y el sifón azul. Una arruga vertical le corta la frente. Balder suspira.
—Hace cuatro días que no veo a la piba. Cuatro días. Apenas si puedo comer.
El mecánico levanta y baja rápidamente los párpados. Posiblemente comprende, y su mirada, a través de los cristales de sus anteojos, se anima con el fulgor burlón de quien conoce un secreto satisfactorio.
Balder se abandona a la inmensa tristeza que lo aplasta en esa cama ajena de colcha celeste y almohadones carmesíes. Fija los ojos en el mantel migajiento, luego en la botella de vino y el sifón azul. Contra el ángulo derecho de aquel ropero de tres cuerpos estrechó una vez a Irene en un beso que era interminable. En el ángulo opuesto adonde se recuesta, Irene estuvo con la cabeza apoyada en su regazo tendiéndole los labios en una sed de caricias que se amontonaban y repetían en el súbito pudor de llegar a lo definitivo. Balder no puede contener la maravillosa congoja que le remuerde la sensibilidad: algunas lágrimas corren por sus mejillas y mojan su mentón con barba de tres días. Trata de sonreír a través de la humedad de su rostro, porque el mecánico lo mira y también le sonríe. Entonces, dejando escapar su pena, Balder gira sobre sí mismo, apoya el rostro en la colcha azul y apretándose la boca con la tela solloza convulsivamente.
Está solo en el mundo, se siente más débil que una criatura para afrontar el vacío de sus días y de sus noches. El remordimiento que experimenta por haberse apartado de su esposa se suma al consuelo que no tiene y necesita de Irene. Él quisiera ser una fiera y no es nada más que un infeliz con la sensibilidad a flor de piel. Y frente al mecánico puede llorar. ¿Qué es más que él Alberto?
De pronto alguien le golpea en la espalda. Alberto se sienta a su lado y le dice:
—Balder… esté tranquilo… Se va a arreglar todo… Tenga confianza… le prometo yo que se arreglará todo.
Un rayo de júbilo corta transversalmente a Balder. De un salto se sienta en la cama. Se ríe, ha entrado en una incoherencia al revés. Podría renunciar a Irene en este instante, matar a su esposa, mendigar por las calles. Es infinitamente feliz. Necesita que alguien lo sepa. Y le dice al mecánico, no viendo en el mecánico sino a Irene, porque Alberto e Irene, en la felicidad que le proporcionan, se entremezclan tan íntimamente que el mecánico es Irene para él. Una Irene con lentes calzados en la nariz de caballete:
—¡Oh!, si supiera cuánto la quiero a esa criatura. Yo no sé lo que me ha hecho. Si me ha embrujado. No sé nada, Alberto. Lo único que puedo decirle es que me ha enloquecido. Sí, me ha enloquecido. Y el presentimiento me lo decía. Yo sabía que iba a ocurrir todo esto.
Lo toma de un brazo a Alberto, se interrumpe, luego lo suelta, camina por el cuarto, los suspiros escapan desde las más arduas profundidades de sus pulmones.
—Sabía que iba a ocurrir todo esto y vea si soy valiente… he venido al encuentro de mi sufrimiento. ¿Se da cuenta usted? ¡Yo, un hombre casado!, experimentar semejante amor. ¿Dígame si no es prodigioso? A momentos me parece que una luz ha entrado en mi vida, atraviesa mi carne… Siento necesidad de caminar con delicadeza para no romperme. Me parece que, en el primer movimiento en falso que haga, me haré pedazos. Dígame, Alberto… ¿qué piensa usted de todo esto? Hable, por favor.
Los ojos del mecánico, nuevamente sentado a la mesa, buscan con ironía investigadora el semblante de Balder. Los vidrios de sus anteojos enfrían más su mirada observadora, y las palabras escapan casi sibilantes de entre sus labios finos:
—¿Qué quiere que le diga, Balder? Usted está enamorado… Muy enamorado. De eso no queda duda.
Balder experimenta la sensación de que lo están golpeando. ¿Por qué ese hombre que lo ve sufrir, habla con parsimonia fría? ¿Es así como se habla entre hombres? «Alberto no tiene corazón, sino cerebro», recuerda que le ha dicho Zulema. Y repentinamente experimenta odio hacia el mecánico, porque ha sido testigo de su debilidad. Y sin poderse contener exclama casi irónicamente:
—¡Ah!… Todos ustedes son personas muy razonables.
Amasando miga de pan, nuevamente el mecánico ha inclinado la cabeza. De pronto sonríe, echa la mano al bolsillo y saca un sobre. Mira a Balder y dice:
—Tome… lo manda Irene.
—¡Oh!, ¡oh!…
«Chiquito querido… (lee rápidamente)… cuando estuviste con Alberto le dijiste que me pidiera que no dejara de escribirte siempre y que me querías. Que te escribiera no necesitabas pedírmelo, porque lo hago todas las veces que puedo… ¿Por qué no has roto con esa mujer que vos no querés ni ella a vos?… ¿Por qué los dos han firmado ese contrato?… Realmente a veces me parece que el Balder a quien escribo es bien distinto al que yo conocí y quiero tanto. Vos tenés dos personalidades… una la que se muestra cuando estás junto a mí; entonces sos bueno… sencillo… cariñoso; otra cuando estás lejos. Entonces parece que te convirtieras…».
Balder lee rápidamente. Conjetura: «… sí, tiene razón, soy un hipócrita». «Pienso en vos», «piensa en mí, entonces es cierto, piensa en mí como yo pienso en ella». «Estudio mucho en el piano». «Sí, condiciones para ser concertista no le faltan». «Tené esperanzas que todo se arreglará». «¡Oh!, tiene que ser así… de otro modo no sé lo que pasaría».
Las emociones de Balder se estancan a medida que pasan los minutos. La realidad del ropero enchapado en cuyo ángulo estrechó en un beso interminable a Irene, penetra en su sensibilidad. La doble personalidad a que se refiere Irene está en acción. Se dice:
—Lo esencial es no perderla. Lo demás, veremos…
La puerta se abre bruscamente y enmarcada en un fondo de luz lechosa, rebrillantes de plata los perfiles de su tapado de seda negra, aparece Zulema con su baja estatura y con sus rizos, que le enmarcan las mejillas bajo la ancha ala de su sombrero negro. Alberto levanta la cabeza, ella avanza sonriendo con el ritmo de los pasos de sus piernas cortas. Sus labios pintados, sus párpados movedizos en amago teatral de sorpresa e ingenuidad, sus mejillas sonrosadas, todo produce la impresión de que ella acaba de surgir vestida de un lecho sumamente caliente. Besa a su esposo en la boca y simultáneamente mira a Balder, a la mesa cargada de migajas de pan y exclama:
—¡Ay!… ¡Ay! ¡Qué trabajo me dio convencerla a la señora de Loayza!
Balder salta de la cama azul:
—¿La vio a la señora?…
—¿Dónde comiste, querida?…
—¡Uff, estoy sofocada… por favor, un momentito… qué hombres éstos!… ¿Qué tal la comida?… ¡Ah… estos líos de hombres! Habría que matarlo a usted, Balder. Nos está volviendo locos a todos con su amor. Véanle la cara. Ha estado llorando. Qué bueno… mejor… mejor. Es necesario que ustedes los hombres lloren alguna vez. Así se dan cuenta de lo que nos hacen sufrir a nosotras las pobrecitas mujeres… ¡Uff, qué calor! Un momento que me saco el sombrero.
Con lento movimiento se quita el sombrero, se detiene frente al espejo, sacude la cabeza para despegar la melena, punza con sus dedos livianamente entre sus matas de cabello y, pasándole un brazo por el cuello al mecánico, que continúa sentado, exclama:
—Comiste solito… —Le estampa un beso en la mejilla. Su atención, que no permanece estable sobre un mismo punto durante más de un minuto, se dirige a Balder.
—¡Qué trabajo me da usted, Estanislao! Es para matarlo. No me mire así… Es para matarlo. No tiene con qué pagarme.
Balder mira a Zulema con alegría agradecida. Tiene conciencia que ella vibra en la generosidad de una buena noticia. Y Zulema, aunque retarda su «sorpresa», lo envuelve en la luz amistosa de una sonrisa traviesa. Sin poder contenerse, exclama:
—Pero esto es el colmo… un hombre casado… es para matarlo. Yo no sé cómo se hace querer tanto. Los ha embrujado a todos usted, Balder; palabra de honor.
Escuchándola, el mecánico sonríe de tener junto a sí una tan hermosa mujer que no parece su esposa sino su amante, y Balder no puede explicarse la sensación que sigue, pero ahora le parece encontrarse en un camarín del Teatro Colón. ¿Es la perfumada senda de Zulema, sus ojos negros, sus labios lascivos, sus mejillas como encandecidas de besos? Y una pregunta surge en él: ¿Se podría condenar a esta mujer si lo engañara a su marido? Junto a la brillante vida del teatro, ésta que le ofrece el hombre oscuro de párpados inflamados y voz sibilante es horrenda. Y Alberto lo sabe y quizá por eso no protesta. Su taller para carga de acumuladores debe parecerle horrible a esta mujer acostumbrada a la luz, a los aplausos, a los mármoles y los terciopelos.
Zulema, apoyada de codos en la mesa, coge un pedacito de pan y otro de queso, mastica mostrando sus dientes brillantes y le cuenta al mecánico, como si Balder no existiera:
—¿Sabés que la señora Loayza sabe que Balder está casado?
—¿Lo sabe?… ¿Cómo?…
—¡Oh!, es vivísima esa señora. Fijate que cuando los sorprendió (ahora se dirige a Balder), fíjese que cuando lo sorprendió a usted conversando en el tren con Irene, salió por el lado contrario…
—Sí, es así…
—La nena le negó que usted hubiera estado allí conversando con ella… Pero usted, ¿a qué diablos se quedó parado casi frente a la ventanilla donde estaban ellas, dándole la espalda? La señora Loayza ha razonado: «Si ese hombre fuera un caballero, cuando yo me acerqué se hubiera quedado… en cambio se ha ido evitando hasta que le vean la cara. Eso me hace sospechar que es casado».
Un pensamiento cruza vertiginosamente por Balder:
«Si esa señora tiene las facultades deductivas tan desarrolladas para descubrir que un hombre que se pone de espaldas está casado, ¿cómo sus deducciones no le permiten descubrir que usted es una peligrosa amistad para su hija?». Pero en vez de decir lo que piensa repone:
—Inteligente, la señora…
—Además —prosigue Zulema—, me dio a entender que ha pedido informes respecto de usted y parece que gente que le conoce le ha dicho que es casado.
Balder mueve la cabeza asintiendo, que efectivamente él está casado. Además «esa gente que lo conoce», tan servicial en dar «informes», no pueden ser otros sino ellos.
Zulema se dirige al mecánico ahora:
—Está indignada la señora contra Irene. ¡Pobrecita!
—¿Qué dice Irene?…
—Yo no pude hablar con ella. En fin, Balder, usted me debe un servicio que no tiene con qué pagármelo… La señora Loayza consiente en recibirlo para hablar con ella.
Balder exalta artificialmente su alegría:
—Consiente…
—Usted no se imagina lo que me costó convencerla. Pero acepta de que vaya y la hable… Es muy posible que le permita conversar con Irene… Verla de vez en cuando…
Un embudo negro se forma en la conciencia de Balder. El remolino se ha producido. ¿Me dejaré tragar? ¿Sí o no? Rápido, conciencia, que aquí te vigilan cuatro ojos. ¿Sí o no?
Balder levanta la cabeza. Tropieza con el rostro del mecánico, cuyos ojos de párpados inflamados lo observan con curiosidad piadosa. Ahora Zulema, de pie frente al espejo, se arranca con una pinza algunas cejas… Pero lo mira por el cristal. Balder comprende que va a lanzar palabras definitivas. Se pone de pie, perpendicular a la cama de colcha azul, su cuerpo de setenta kilos permanece tenso en una posición de salto. Zulema se vuelve bruscamente y dice:
—¿Por qué no se afeita, Balder? Está feo. Y usted ha llorado. ¡Ah, el amor!… El amor. ¿Sabe, Balder… sabés, che, Alberto, que por Rodolfo se pelearon anoche en el camarín de Julieta dos bailarinas? Hasta Dora del Grande anda loca por el tipejo. ¿Te das cuenta?
Balder se sumerge en su problema. ¿A qué cavilar? Ya está resuelto. Pase lo que pasare, irá. Despacio pronuncia su decisión:
—Zulema… Alberto… Ustedes son muy buenos. Usted va ahora a El Tigre, ¿no? Bueno, hágame el favor, véa a la señora Loayza y dígale que tenga la bondad de recibirme mañana a las cuatro…
Zulema interviene, precipitadamente:
—Mañana estaré yo también, ¿sabe, Balder?… Así es menos dificultosa su posición.
—Sí, es mejor, Zulema.
Ésta se encamina hacia él sonriendo, y le estrecha la mano. Su cuerpo perfumado lanza vaharadas de fragancia. Exclama:
—Así me gusta, Balder. Hay que ser hombre. Un hombre debe ligarse entero por su amor.
El mecánico, junto al perchero, descuelga su saco. Enfunda los brazos en las mangas, coge el hongo, se lo pone, Zulema se acerca a él y le arregla el nudo de la corbata.
—Qué feo estás, mi viejito… ¡qué feo!
Balder mira y pregunta:
—¿La va a ir a ver usted a la señora Loayza?
—Sí, Balder… cómo no…
Zulema mira precipitadamente su reloj.
—Alberto… las tres… el ensayo. Salgamos, ¡qué cosa bárbara! Estos hombres le hacen perder la cabeza a una. Habría que matarlos a todos.
Balder, por el pasillo donde caminan en fila india, insiste:
—Alberto… por favor no se olvide de verla a la señora…
Alberto se vuelve sonriendo, las mejillas sonrosadas hasta los pómulos:
—No… pierda cuidado… ¿Quiere que le diga algo a Irene si la veo?
—Sí… dígale que la quiero mucho y que iré mañana a las cuatro. ¡Ah!, y tome esta carta que le escribí anoche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario