El amor brujo, capítulo 4

Capítulo IV

EL RITUAL DEL EMBRUJO

La mancha blanca tiembla en el piso encerado. Balder retrocede y lanza una carcajada.
Ocurre que al finalizar el espasmo erótico, ha visto sobre el perfil de la caja negra del piano, los tres cuartos de rostro del retrato del teniente coronel. Irene lo mira asombrada. Involuntariamente Balder imaginó al padre de la jovencita, uniformado de gala,
pronunciando un discurso en una fiesta patria. Hablaba como hablan todos los tenientes coroneles: «de la sagrada familia argentina». Dicha visión ha sido seguida simultáneamente por una pregunta irrisoria: «¿Qué diría la señora Loayza si entrara a la sala y viera los coágulos blancos, en el sitio donde ellos aún permanecen?».
Irene desconcertada observa a Balder como si éste tuviera alteradas las facultades mentales, y Estanislao sigue riéndose con tan gruesas carcajadas que hasta la madre debe escucharlas en la cocina. Entonces la jovencita retrocede huraña y le pregunta:
—¿Qué te pasa, Balder?
—Me río de todo lo grotesco e inmoral que hay en nuestros subterfugios sensuales… Perdoná…, pensé en la fingida indignación de tu mamá, si ahora entrara.
Irene se mueve abstraída. Estanislao le alcanza su pañuelo y ella, retraída, se enjuga la mano. Balder, inclinado, corre un almohadón rojo sobre la mancha. La jovencita se arrincona en el sofá. Estanislao recostándose, apoya la cabeza en su regazo. Durante un segundo Irene lo examina pensativa; después, al tiempo de entrelazar las manos en torno de las mejillas del hombre, inclinando el rostro hacia él, le pregunta:
—¿Por qué sos así, querido? ¿No te das cuenta que me lastimás?
El remordimiento de haber ofendido injustamente a la criatura, sonroja a Balder. Comprende que debe explicarse, y sentándose, habla con esa su sinceridad conmovida que Irene tan bien conoce:
—Te ruego que seas sincera con vos misma. ¿Te parece moral que nosotros, queriéndonos como nos queremos, nos veamos obligados a recurrir a estas desviaciones por un capricho estúpido de tu mamá, que no puede ignorar lo que en esta sala ocurre? ¿No sería mucho más decente que nos viéramos afuera y vos te entregaras, como es natural que una mujer se entregue al hombre que quiere?
—Tené paciencia, querido. Yo quiero entregarme a vos. Lo deseo. Creéme. Ése será para mí el día más lindo de mi vida.
Mientras Irene habla, Balder examina su pollera azul tableteada en ancho plisado, su suéter rojo, la pálida curva de su rostro, de cuya ardiente mejilla ella a veces aparta con gesto nervioso un rizo corrido. Y piensa:
«¿Y ésta es la misma criatura que antes únicamente podía ver en la calle? ¿La misma que ahora me tiene en su casa? ¡Qué prodigios encierra la vida!».
—Piba, te creo; pero hacéme el favor de aceptar que esta paciencia está repleta de inmoralidad. Quiero ser fuerte y me reprocho mi debilidad. A tu lado no quisiera ceder a mi deseo. ¿Pero cómo no criar deseo estando horas y horas juntos, casi solos, y al lado de la mujer que se quiere? No te disgustes, por favor, piba… pero creéme, esto que hemos hecho es profundamente inmoral. No poseerse.
Irene lo escucha atenta.
En silencio, absorbe sus palabras. Una triple arruga en el ceño y los arcos de las cejas ligeramente oblicuados. La luminosidad de sus pupilas inmóviles filtra la veracidad que contienen los conceptos del hombre. Balder le acaricia el plano de las mejillas ardorosas, las crenchas negras que enmarcan su frente y sus sienes, y prosigue:
—Bien sabés que quisiera que lo nuestro fuera algo puro y limpio. Y son precisamente estas desviaciones las que ensucian el amor.
Irene le pasa una mano por la frente:
—Chiquito querido…
—Y pienso, para disculparte a vos y a mí, que esto ocurre en el noventa y cinco por ciento de las salas de la ciudad donde hay dos novios. La madre en otra parte de la casa, sabiendo lo que ocurre y fingiendo ignorarlo… ellos… o nosotros aquí… refugiándonos en disculpas y falsedades…
—¿Estás disgustado conmigo, chiquito?
—No, piba. ¿Cómo me voy a disgustar con vos? Sos una ruedita del mecanismo… nada más. ¿Qué podés hacer? ¡Oh!, todo esto… Antes éramos libres… salíamos… nos veíamos en cualquier parte. Ahora en nombre de la moral… porque la moral de la ciudad es la moral de tu madre, no debemos salir solos… pero sí en cambio estamos autorizados a hacer todo lo que es posible dentro de la sala…
—Tené paciencia, querido…
—Sí… la tengo… y quiero tenerla por vos. Me sos muy querida, piba.
Una sonrisa enrojece el pálido rostro de la criatura:
—¿De veras que me querés?
—Te quiero mucho… mucho…
—¡Recostate en mí! ¡Me gusta tanto tenerte así!
Balder nuevamente se apoya en ella. Irene entrelaza las manos sobre sus mejillas, luego inclina la cara sobre él, y bebe lentamente un beso en sus labios al tiempo que lo aprieta contra sus senos.
Los escrúpulos de Balder se desvanecen. De su corazón se desprenden magnitudes de agradecimiento hacia la jovencita que así, sencillamente, lo acoraza con su potencia. De pronto una punzonada dolorosa le atraviesa el alma con su puñal de algodón, y Balder cierra los ojos. Silenciosamente sobrecogido, acoge una duda que hace mucho tiempo germina en él:
«Yo no soy el amor de Irene… Soy el objeto con el cual ella satisface sus deseos. ¿De dónde si no ha extraído esta técnica para proporcionar placer? Nada en ella revela sorpresa, parece que lo supiera todo. Y si lo sabe todo, ¿quién se lo ha enseñado?».
Un escalofrío sacude el cuerpo de Balder…
—¿Qué tenés, chiquito?
—No sé… estoy triste…
Ella lo aprieta aún más contra sí. Estanislao entra en una zona de sombra tibia, noche de una ceguera. Allí existe el guía seguro que lo transportará siempre, protegiéndolo con la ternura de su pecho… Él no se mueve… se deja estar. Un aliento tibio se aproxima a su oído e Irene le pregunta:
—¿Estás bien así, querido mío?
Balder mueve la cabeza asintiendo.
La tibia mano de Irene le acaricia las mejillas, el lóbulo de la oreja, las sienes. Balder se siente sofocado dentro de ese alto horno de voluptuosidad, en el cual cada tejido suyo recibe una caricia particular, un agasajo deliberado. Magnitudes de emoción se desprenden de su pecho. Gira trabajosamente la cabeza y entreabre los párpados:
Distingue dos ojos enormes que lo contemplan con devoción, un trozo de frente ligeramente amarillo, reticulado de infinitos poros, un mentón casi achatado. Aquel rostro irradia una temperatura tan ardiente que Balder levanta lentamente la mano y con la yema de los dedos le acaricia la mejilla.
—Mamita… mamita querida. ¡Qué buena que sos!
—Chiquito… —Y de pronto Irene habla. Lo hace despacio, pensativamente, como si ante sus ojos se extendiera una triste llanura y el ex hombre caído en ella necesitara un consuelo infinito:
—¡Si supieras, chiquito, cómo me gusta tenerte así! Me parecés una criatura grande, no sé… Mirá, el corazón se me llena de ternura, me figuro que sos mi hijo, mi padre, mi esposo, mi hermano… Sos todo en la vida para mí.
Balder se incorpora:
—Alma… hablá que te escucho.
—Cierto, Balder. No sé qué sería de mí si te perdiera… No podría vivir. Tendría que matarme o me volvería loca. Cada día te quiero más. No hago nada más que pensar en vos… el piano… la música… ¡qué me importa todo eso! Lo único que quiero es tenerte a vos… Quisiera estar lejos de aquí… lejos de «esa» mujer… tenerte para mí sola… vivir consagrada a vos.
—Querida…
—Nunca me imaginé poder querer tanto. Walter… Walter es una sombra en mi vida. Un episodio de chiquilina que conversa con un muchacho en la puerta de su casa. Después pidió permiso para entrar en casa… Un día no vino más… Eso es todo, Balder. No lo quería… y, sin embargo, me parecía estar enamorada. No sabía lo que era el amor.
Fugazmente piensa Balder:
«¿De él habrá aprendido la técnica del placer?».
—Vos en cambio trastornás mi vida… Sólo mamá se da cuenta de todo lo que te quiero. Y por eso ha permitido que vengas a casa. Sí, mamá se da cuenta. No sé lo que has hecho para que te quiera tanto. Sos noble y bueno en el fondo. Pero has vívido de un modo horrible junto a esa mujer y esto te ha echado a perder un poco… sos desconfiado… pensás cosas que no existen…
Balder, sorprendido de que ella adivine la ruta de sus pensamientos, repone:
—Cierto… tenés razón… perdoname…
—No tengo nada que perdonarte, querido mío. Lo único que te pido es que nunca pienses mal de mí. Soy buena y te quiero mucho. Vos no sabés todo lo buena que soy.
Irene habla tan convencida que, de pronto, Balder se siente sobrecogido de pena y respeto. Piensa:
«Su voz tiene la melancólica piedad de una mujer a quien se le ha muerto un hijo».
Irene prosigue desviando de su mejilla, con un movimiento nervioso, un rizo de cabello:
—A veces me reprochás que hable poco. No es que no piense, querido. Lo que pasa es que me he acostumbrado a ser así en esta casa. Víctor que dice pavadas, Simona que le contesta con otras más grandes. ¿Qué me quedaba por hacer? Me fui habituando a estar callada. El único que era mi camarada, Gustavo, está afuera… con él charlaba, salía… Después, me quedé sola…
Una ola de simpatía borbollea en Balder para el hermano ausente. Se lo imagina lejos, en los helados campos petrolíferos, en un bungalow de madera. A la distancia aúlla el mar en los roquedales y, al oeste, el viento brama entre montañas violentas. Y es posible que en este mismo instante, el ausente se pregunte:
«¿Qué harán mamá e Irene?».
Cada palabra de Irene repercute con dolorosa simpatía en el corazón de Balder. El remordimiento de haber pensado injustamente de ella, le hace decir:
—Querida, disculpame. Te quiero mucho, creélo. Si no te quisiera no estaría aquí.
—Sí, Balder. Mirá, cuando vos hablás y yo callo, no es porque no quiera contestarte, sino porque no hay nada que me guste tanto como oírte conversar. Todo lo que decís, lo pensás, justo o injusto. Por eso te he perdonado muchas veces cosas que me han herido. Sos muy bueno en tu interior, chiquito… ¡muy bueno!
Balder siente que la emoción de un sollozo le sube hasta la garganta. La criatura emana cierta majestuosidad extraterrena. Sus palabras ahuyentan las dudas, éstas como pájaros negros desentumecen las alas y se alejan de su interior.
Es terriblemente feliz junto a la jovencita sencilla que, ahora inclinando el cuerpo hacia él, le besa las manos.
—¿Chiquita? ¿Qué hacés, criatura mía?
Irene lo mira sonriendo, húmedos los ojos de ternura. De pronto Balder repara en un cuaderno de música:
—¿Por qué no tocás La danza del fuego?
Hay tanta solicitud en el salto con que ella se precipita al piano que, cuando Irene se acomoda en el asiento y vuelve las hojas de la partitura, Estanislao se acerca. Ahora es él quien aprieta los labios contra sus manos:
—¡Querido!
—Criatura, no te dejaré nunca, nunca, pase lo que pasare.
Irene volviendo tres cuartos de perfil le agradece con una sonrisa golosa, rápidamente alarga el brazo apretándole el mentón entre los dedos, luego le señala el sofá y Balder se sienta, mientras ella arpegia.
Se produce un intervalo de silencio. La jovencita encoge ligeramente los hombros, inclinada sobre el teclado. De pronto sus codas se apartan del cuerpo y Estanislao recibe en su sensibilidad el sucesivo picoteo de una simétrica lluvia de fuego. Los asteriscos se clavan en un invisible pentagrama que lleva adentro, dispuesto inexplicablemente desde una eternidad para acoger la estructura caliente de esa composición que lo alela.
Entrecierra los ojos. Siente que su rostro se vuelve enjuto, como un limón junto a una hoguera.
Súbitamente se desmorona en un desierto de escamas azuladas. Cerros de rojo brasa cierran la distancia muerta en oscuridades de betún y amarillos de cardo. Una estrella fúlgida taladra el ciclo duro, más azul que un cristal de sulfato de cobre. Desde un paraje ignorado, una bruja bate un tinajón de bronce, algunos gitanos, perfil cetrino, mantas verdes, pasan hacia un cerro lila. Inesperadamente, en el fondo de una muralla, se abre un ventanuco y Balder ve asomar allí la cabeza desgreñada de una vieja. Estanislao «sabe» que esa furia impreca y llora porque su hijo al amanecer será desnucado con una corbata de hierro en el garrote vil.
Se abandona a la felicidad que le suscita la música, desdoblándose en un fantasma. Danza cautamente en la punta de sus pies. Una mujer en la que reconoce a Irene, se cubre el rostro con ambas manos.
Retorna a la realidad. Los dedos de la jovencita se deslizan oscilando con brusquedad delicada en la línea de marfil. Su pie afloja o retiene el pedal.
Balder admira la agilidad, el cabello escrupulosamente peinado redondeándole la cabeza, las crenchas divididas en el pálido triángulo de su nuca para caer sobre sus pechos, piensa en los propósitos de bondad que ella le inyecta en el alma con cada beso suyo y, voluntariamente, se sumerge en el oleaje melódico.
En los pianissimos descubre notas amarillas como solos de flauta morisca, luego los sonidos siguen el ritmo de acompasados borbotones de espasmo que afirma su paroxismo en una nota alta, arquitectura de placer rematada por un martillazo de fuego, y este martillazo se hace cada vez más frecuente, alcanza el furor de un campaneo; Balder piensa «qué potencia tienen sus manos» y la violencia del crescendo desmaya en un picotear de pájaro bermejo sobre un cristal muy fino. Ahora el lamento agazapado en la melodía claudica en súplica enternecida, mas de pronto en la distancia pastosa de betún y amarillos el frenesí triplica su ímpetu rojo, la sala parece llenarse de los séxtuplos martillazos a dos manos de una bruja en un caldero de cobre, y cuando Irene vuelve el rostro, sus mejillas encendidas y sus ojos brillantes parecen preguntar:
—¿Qué tal he estado?
Balder piensa: «A una principianta no debe elogiársela con exceso cuando tiene condiciones», y en vez de exteriorizar su entusiasmo, objeta casi injustamente:
—Está bien, piba, aunque yo he oído esa pieza ejecutada por Brailowsky en disco y produce la sensación que toca en el piano con las variaciones de una sola nota…
—Sí, eso que vos decís es ligar los sonidos. Yo carezco de técnica. Tengo que estudiar. Zulema conocía a un profesor… Parece que es muy bueno… Pero me olvidaba de una cosa, querido, Mamá me di…
De pronto una idea cruza por Balder. De pie ante Irene la mira a los ojos, levanta lentamente un brazo y apoya la mano en el hombro de la jovencita.
—Oíme, piba… me tengas o no me tengas, tenés que trabajar siempre en el piano, ¿sabés? Siempre. Tenés que triunfar, tenés que saborear los placeres del éxito, ¿sabés?
—Sí, querido…
—Cuando hayas gustado una vez el aplauso no podrás renunciar más… Pero hay que trabajar, ¿entendés?, trabajar mucho. Eso no te lo podrá quitar nadie sobre la tierra…
—Balder… Balder, qué hombre sos…
—¡Ah! ¿Qué me ibas a decir de tu mamá?
—Sabés… no quise decírtelo hasta ahora para darte una sorpresa. Mamá me dijo que te invitara a cenar.
—Encantado.
—Va a venir Alberto también…
Una alegría nueva brota de Balder.
La vida sonríe en torno de sus ojos. Mira con afecto el retrato del teniente coronel. «¿Por qué habrá muerto? ¿No sería hermoso que viviera? Estaría allí él también, conversaría de ingeniería militar». Irene se acerca nuevamente a él, se sienta en un rincón del sofá y entonces, Balder, apoyando la cabeza en su regazo cierra, los ojos, le parece que entra en una zona de sombra tibia, noche de una ceguera, donde existe un guía que lo transporta siempre en su pecho. Levantando la cabeza, la mira y dice:
—No podés imaginarte todo lo que te quiero, piba…
Irene sonríe y se deja estar. Balder no desea nada. El pecho la jovencita es su nirvana.
—¿Un poquito más de sopa, Balder…?
—Sí, señora, que está riquísima.
La fuente humea en la mesa cubierta de mantel blanco, y la señora Loayza, envuelta en su pañoleta violeta, ligeramente sonrojada, peinada para atrás la blanca melena, hunde el cucharón en la sopera. Balder alarga el plato e Irene, a su lado, tomándolo del brazo, dice al tiempo de ofrecerle un plato con un bloque amarillo:
—¿No querés ponerle manteca, chiquito?
—No, querida… no, gracias.
Los cinco rostros atentos en la expectativa de la comida, los cinco bustos, la señora Loayza de violeta, Simona de rosa, Víctor de azul, Alberto de gris, Irene de rojo, perpendiculares a la blancura del mantel, frente a los platos que humean una nubecilla aromática, adentran en Balder una sinfonía de cordialidad humana. La señora Loayza ha dejado de ser la mujer dura para convertirse en madre afectuosa. Balder acata complacido su prestancia de jefa de familia que únicamente aspira al bien exclusivo de todos los suyos. La señorita de cara de mona que figuraba en el retrato de la sala es Simona, y Simona frente a él, cuando hunde la cuchara en la sopa, levanta los ojos y le mira sonriendo, ancha su nariz de trompeta, mientras que su hermano Víctor sonríe con mezcla de suficiencia y dulzura, entornando los párpados pestañudos. Y Alberto, también Alberto, corta una rebanada de pan, y tras de los lentes montados en su nariz de caballete sonríe a Irene y a Balder. Zulema no ha podido venir, está de ensayo.
Una dulzura queda sube a lo largo de las paredes del corazón de Balder. Gratitud que participa de la misma paz que se desprende de la sopera y del pan. Irene, a su lado, hunde su cuchara en el plato de Balder y le sirve la sopa en la boca. Balder se ríe, trata de resistirse. Irene lo reprende fingiendo seriedad, y en Balder la neblina de alegría que se desprende de su corazón asciende despacio hacía su garganta, ahogándolo con un tibio vaho de emoción. Entonces deja de comer y mira en redor conturbado. Le parece que hace mucho tiempo que conoce este comedor pintado a imitación papel, con bastones azules y motas de almagre. Si vuelve la cabeza tropieza con el aparato de radio construido por Víctor; tras de la señora Loayza, severo, desprende del muro su alto relieve, el aparador de roble y frontero a sus ojos se encuentra el trinchante, con dos bastoncillos de sus anaqueles reventando de rollos de papel, cartas y fotografías. Tras de Alberto, una heladera antigua, de madera amarilla, le trae un recuerdo de su niñez, otra casa donde había una heladera semejante a ésta, y que entonces maravillaba sus siete años sin que pudiera explicarse el porqué.
Y sin poderse contener, exclama:
—¡Oh!, esto es muy lindo, muy lindo…
Simona, Alberto, Víctor, Irene, lo observan comprendiendo por pedazos que ese hombre, que se encuentra allí frente a ellos, participa de la sencillez de sus corazones y de la animalidad pequeñita de sus vidas. La señora Loayza lo envuelve en una brillante mirada juvenil, para decirle después, con cariñosa autoridad, de madre:
—Balder, se le va a enfriar la sopa.
En ese instante Estanislao quisiera besarle las manos a la madre de Irene. Una premura de cariño golpea furiosamente en su corazón. Su pensamiento se apodera ávidamente de la forma de los objetos que lo rodean y piensa:
«Es necesario que me deje encadenar por todo, para que nunca, nunca pueda dejar a Irene, aun cuando yo lo quiera».
Irene, como sí comprendiera la naturaleza de sus pensamientos, le pasa un brazo por el cuello y Balder murmura en su oído:
—Te quiero hasta un punto que vos no te podés imaginar.
—Hijita de Dios, ¡dejá comer a ese hombre! —dice la señora Loayza, y dirigiéndose al mecánico comenta:
—No lo deja comer al pobre. Esta muchacha está loca perdida
Alberto inclina la cabeza sobre el plato, mira sobre los anteojos a Irene y a Balder y les guiña un ojo al tiempo que rompe una tajada de pan.
Balder piensa:
«Todo es felicidad para mí» —y es cierto. En una armonía que traza más redondeces que una corriente de agua junto a una piedra, sacuden sus sentidos la transparencia de las copas de convexas curvas de sombra y de níquel, las florecitas sonrosadas que ribetean el enlozado borde de los platos, el coloidal temblor de la sopa de la que se desprenden ligeras volutas de vapor.
Los sonidos de los cubiertos, las palabras que se cruzan, la temperatura de Irene apretándose a su lado, combina en sus nervios la sinfonía del Amor Humilde, que ya no es aquel otro, El amor brujo, violento y batido con estridencias de cobre en la Danza del fuego.
—¿Sos feliz, chiquito?
—Sí, querida. Inmensamente feliz.
Cuando Irene inclina la cabeza hacia él sus rulos le rozan las mejillas. Balder susurra en su oído:
—Y siento que la voy a querer mucho a tu mamá también.
Irene deja de comer para contemplarlo. Lo observa desde todos los ángulos, absorbe con los ojos brillantes de orgullo, su gesto cuando se lleva la cuchara a la boca, cuando sonríe, al conversar con Alberto. Balder se siente bebido por la mirada de la jovencita, entonces tratando de fingir seriedad le dice:
—Tenés que comer… estás flaquita.
La señora Loayza se vuelve afectuosa:
—¿No es cierto, Balder, que la nena está delgada? Y usted no se imagina todo lo que tengo que hacer para que coma. Ya ve, aquí hay un pan de manteca de un kilo… la manteca se compra por kilos. No sé qué hacer de esta chica. A la mañana a las diez le espumo el puchero, le doy un poco de caldo, verduritas… pero no hay nada que hacer. No tiene apetito…
Balder escucha con atención a la señora. Desearía decirle que la quiere mucho, que le agradece infinitamente que sea madre de esa criatura que él ama tanto. Repentinamente entusiasmada, Irene exclama:
—Voy a comer para que no tengan derecho a protestar. Conste que como ¡eh! —Y triunfalmente lleva una cucharada de sopa a sus labios.
Víctor desde enfrenté salta con estas palabras:
—Todas las mujeres son unas histéricas… —Sonríe luego con suficiencia y timidez, pero Irene hace tanto caso de él como del gato que ronda bajo la mesa. O menos quizá.
Ahora Balder tampoco puede sustraerse al encanto de mirar a Irene comiendo. Le parece maravilloso contemplar a la jovencita que se lleva el cubierto a la boca; a instantes distingue entre sus labios rojos, el brillante marfil de su dentadura. Irene intuye el efecto de este acto sobre la sensibilidad de Balder e, inclinando la cabeza sobre el plato, sonríe al tiempo que con la mano libre, bajo el mantel, le aprieta furtivamente la rodilla.
Alberto sonríe.
Un silencio físico parece atravesar la casa, la noche, los muebles, llega hasta ellos, se les mete en el corazón y comprenden que el fin de la vida es tamaña quietud, paz semejante, encontrarse todos en redor de una mesa, con un mantel blanco, sin necesidad de decir palabras superfluas, gozando de aquel bien que nace de la suma de sus egoísmos.
—Hace frío afuera —murmura Simona.
Balder se acuerda de cuando vivía en compañía de su hermana y su madre. Hace mucho tiempo, antes de que él se casara. Su hermana decía: «hace mucho frío afuera». Él se acercaba al vidrio de la ventana del comedor, empeñado en trazar una letra con la punta del dedo y regresaba diciendo:
«Cierto, hace frío afuera».
—¿Qué pensás, chiquito? —pregunta Irene.
—Me acuerdo de tiempos muy lindos… en casa de mamá.
Ella le taladra un instante los ojos y comprende que Balder dice la verdad. Entonces murmura:
—Sos muy bueno, querido…
Víctor le tira una miga de pan a Simona con la uña del pulgar y la señora Loayza interviene:
—Quietos, chicos.
Sienten durante un momento necesidad de comportarse como criaturas, pero Simona tiene veinticuatro años y Víctor veintisiete. Innegablemente, la consideración invisible gira allí en torno de una sola persona: Irene. Balder siente que ella es querida por todos, preferida a todos e Irene, en cierto modo, parece ajena a esta simpatía interior que se exterioriza en la solicitud de los otros.
Víctor le pregunta a Alberto:
—¿Y, terminó el bobinado del transformador del cine?
—Mañana lo entrego.
—Fíjese que el dueño quería mandarlo a Buenos Aires, pero yo le aconsejé que se lo diera a usted…
—Sí… me dijo…
—Un poquito de tallarines, Balder…
—Señora… por favor… ¡cómo me ha llenado el plato!
—Estás flaquito, querido… tenés que comer…
Balder se ruboriza y sonríe. Después se horroriza. Víctor acaba de echar en su plato un pedazo de manteca que debe pesar cien gramos. No puede contenerse y exclama:
—Pero usted es un bárbaro. Se come toda la manteca solo.
—¡Oh!, esto no es nada —dice Víctor sonriendo con suficiencia para concentrar la atención del huésped sobre él y, para demostrar toda la manteca que con los tallarines es capaz de comerse, corta otra rebanada del bloque y la disuelve con el tenedor en la pasta caliente.
—¿Y usted come siempre así?
—Siempre —dice la señora Loayza.
—Y entonces, ¿cómo es que está tan delgado?
—Mala respiración —dice la señora Loayza—. Hace mucho tiempo que tiene que operarse de la nariz… No quiere ir nunca…
—Y tan pocos tallarines vas a comer vos —salta Balder asombrado, mirando el plato de Irene; y condolido insiste—: Criatura, vos no comés nada, nada. —Balder se dirige ahora a la señora Loayza:
—Pero esta chica no come nada, señora.
—Tengo que hacerla ver por el médico. Hace años que anda mal del estómago. Debían sacarle una radiografía.
Balder mueve la cabeza. «Uno tenía que operarse de la nariz y no se operó. A la otra tenían que radiografiarle el estómago y no lo han hecho. Todo en esta casa marcha como las cerraduras».
Ahora humea una fuente con un costillar de cabrito, luego otra fuente de ensalada. Balder retrocede en su silla.
—Yo no me sirvo más nada, señora. He comido una barbaridad.
—Pero, Balder… vea que me enojo…
Le han puesto medio costillar en el plato.
Irene murmura:
—Tenés que comer, chiquito… estás flaco…
Balder reacciona:
—Querida… me decís a mí que tengo que comer… pero vos seguís con el plato vacío. Sos graciosa…
—Es que soy vegetariana…
Alberto y Víctor se han engolfado en una conversación de técnica. Víctor se dirige a Balder:
—Usted, que es ingeniero, ¿entiende de radio?
—Poco y nada… lo que me interesa es arquitectura…
—Dígame: ¿qué opina de esos experimentos que se han hecho para hacer estallar una mina con rayos ultravioletas?
—Hasta ahora no hay nada…
—¿Pero es posible…?
—Lo único posible es una dirección en línea recta con ondas cortas y hasta cien millas… nada más. El resto es pura fantasía…
Paz, un silencio físico que atraviesa la casa, la noche y los muebles, llega hasta ellos, se les mete en el corazón y comprenden que el fin posible de la vida es tamaña quietud, paz semejante, todos en redor de una mesa, con un mantel blanco, sin necesidad decir palabras superfluas, gozando aquel bien que nace de la suma complicidad de sus egoísmos.
EXTRACTADO DEL DIARIO DE BALDER

Las pasiones, como las enfermedades, una vez alcanzado un límite, se desenvuelven tan rápidamente que la técnica patológica define el agravamiento subitáneo hacia la muerte con el inequívoco término de «descenso vertical».
Así caí dentro del pozo de mi propia pasión, verticalmente, perdiendo casi en absoluto el control de la voluntad moral. Una mínima franja de inteligencia asistía con atenta lucidez, al desenvolvimiento del terrible juego. Reproducíase el estado de semiimbecilidad a que he aludido anteriormente en mi diario.
Odiaba a Elena en la misma medida en que amaba a Irene. Mi esposa era un obstáculo pasivo al impedir que me uniera para siempre a la colegiala.
¡Qué maravillosa sucesión de estados psíquicos diversos! ¡Qué ensayo angustioso, arriesgado, de la propia potencia y de la propia debilidad!
Simultáneamente apetecí que la tiranía efectiva de Irene y su madre, arreciara sobre mí con un martilleo de exigencias cada vez más intensas. De tal manera que la acción conjunta de ambas anulara los subsistentes vestigios de escrúpulos.
Deseaba que el dominio ejercido por Irene fuera tan ilimitado que ninguno de mis sentimientos pudiera resistir a sus caprichos. Dejaría de ser Estanislao Balder para convertirme en un ridículo esclavo de esa familia que, adobándome con costillas de ternera y postres de chocolate, me conduciría al Registro Civil, después de haberme obligado a abandonar a mi esposa y a mi hijo.
Y mientras yo anhelaba ser tan mortalmente destruido para no poder escapar nunca más de las redes de sus proyectos, ellas, sin reparar, destejían esas mallas. O revelaban inadvertidamente una prisa tan en consonancia con su falta de tacto, que el juego de conquista remataba finalmente en una siniestra aventura despótica, desprovista de interés para una naturaleza medianamente sensible.
La técnica de este juego terrible y sin flexibilidad era simple:
Irene se remitía sin chistar a las decisiones de su madre, procediendo a semejanza de un usurero distinguido que, no atreviéndose a menoscabar su reputación en un Juzgado, endosa sus pagarés a un tercero y luego se lava las manos. El culpable no es él, sino el «otro».
Tal me ocurría con la jovencita. Y yo analizaba desalentado. Mi vida podía representarse como una alternativa de contradicciones: entre el pensamiento que discierne claro y la sensualidad que marcha con los ojos vendados. Irene vivía sin inquietudes. Mi tristeza derivaba de su falta de interés humano por el mundo; las cosas parecían estar creadas o para halagarla o para dejarla indiferente.
Este egoísmo natural donde flotaba su alma, recusando el contacto de la realidad que no la satisficiera, me parecía sencillamente monstruoso. Rehuía la verdad como el gato el contacto físico. Las únicas emociones, que sacudían su modorra permanente y espiritual, eran la satisfacción de la necesidad sexual. Entonces Irene se transformaba al punto que yo no podía menos de preguntarle:
—¿No te avergüenza la realización de ciertos actos sexuales?
—¿Y por qué? ¿Te da vergüenza a vos?
Me abstenía que contestarle. Descubría en su naturalidad al saciar sus apetitos y los míos, una experiencia del placer que me desgarraba en dolorosos celos retrospectivos. La observaba con amor y odio alternativamente. ¿Amor hacia lo que juzgaba que podía enaltecerse, odio por lo que su ligereza me haría sufrir?
Estaba en presencia de una criatura para quien la vida amorosa consistía en una exclusiva función de los sentidos fijados, en no sé hasta qué punto, en un individuo, cuyas facultades intelectuales no alcanzaban a interesarle ni poco ni mucho. Como todas las mujeres extremadamente sensuales, Irene gozaba los placeres que nacían de sí misma. El individuo era un pretexto, cualquier bajo vientre podía satisfacerla.
Quizás en esta certeza radicara el origen de mi rabioso deseo hacia ella. No podía prescindir de la profundidad de sus caricias como el fumador no puede despegarse del cigarrillo que le deja la boca acre. Lo grave es que separados por tal diversidad de experiencias, el desnivel entre su inteligencia y la mía no se eliminaba accionando la más compacta sensualidad.
Ciertos conceptos de Irene me crispaban hasta el furor. Su admiración se exteriorizaba siempre en la dirección de los militares, por los caciques de pueblo dedicados a galimatías de la política y otras personalidades del mundo burgués. Cuando más tarde eligió profesor de música, éste resultó un invertido, para quien el público de un concierto era respetable si entre sus oyentes se encontraban cónsules o agregados a una legación.
Cada acto de la jovencita, analizado revelaba una carencia casi absoluta de sensibilidad moral. Lo cual no impedía que yo me sintiera ligado a ella, como si lo más íntimamente falseado o depravado en mí, encontrara correspondencia sanguínea en los sentimientos que le criticaba.
¿Tipo de querida? Eso. Irene tenía un concepto sumamente erróneo de la arquitectura de la entretenida. Creía que aquélla es la mujer que nos distrae, sin darse cuenta de que la amante estereotipaba precisamente es ese ejemplar de mujer por ella representado, frío en una dirección, carnal y ardiente en otra, la bestia afiebrada que ha sido construida para la oscuridad de la alcoba y que, en las caricias furtivas, revela su potencia irresistible. Yo examinaba a Irene, buscando desesperadamente en la jovencita algo que la salvara de la ruina que en mi interior se preparaba y, al quedarme solo, revisaba sus escasas palabras, sus gestos, sus hechos. Salvo «el espíritu de justicia», término con que designamos cierta necesidad de equidad, Irene estaba vacía. Era una hermosa casa que había que amueblar. Dentro de ella cabía lo malo y lo bueno. Un día me dijo:
—Llegaste hasta mí en el momento en que yo estaba por tomar un camino torcido.
Le creí como creí muchas palabras que por el sólo hecho de decirlas ella debí rechazar.
Cerraba los ojos. Era inútil cuanto yo hiciera para engañarme. Si Irene me hubiese considerado como un amante que en su existencia no podía desempeñar sino un papel reconstructor, mi conducta y mis preocupaciones se hubieran dedicado a hermosearle la vida. Pero ella discernía en mí un esposo… El futuro esposo, y a un marido no es indispensable comprenderlo.
Tal es el criterio de las madres de estas criaturas. Basta con adaptarse a los deseos del hombre. Conducta regida por una fracción de pereza mental y otra de sensualidad fácil. Casi siempre produce resultados positivos.
Cuando las evidencias adquirían una intensidad desesperante, me decía:
—No importa. Es necesario que conozca ese nuevo género de esclavitud, que en nuestro ambiente de hombres sin carácter impone a la hembra joven, voluptuosa, asesorada por la anciana técnica en las flaquezas del sexo masculino.
¿No estaba yo en camino de ello? ¿No comenzaba a impregnarme de esa complicidad de tres, que eslabona una turbia junta, en la cual la madre termina por sonreír con un esguince sonrojado, al novio y a la hija, que a ella le consta que han estado minutos antes, ayuntándose incompletamente sobre los almohadones de la sala?
A pesar de que despreciaba a la señora Loayza, Irene me ligaba a ella. Probablemente la madre reproducía en su mente los placeres ansiados por la hija. Los juzgaría etapas inevitables para su satisfacción y técnica de indiscutible eficacia para asegurar la consumación de un matrimonio. Esta evidencia de complicidad me impregnaba de molicie agradecida. Creo que sin avergonzarme me hubiera atrevido a consultar a la señora sobre el más escabroso tema de nuestra intimidad. Estábamos allí uno frente a otro, encadenados por la potencia de nuestros intereses e instintos, y la densidad de la propia aventura, situada en aquella latitud, por exclusivo deseo de ellas, que así la habían encaminado.
Éramos compinches de un pasaje tenebroso y yo no podía sustraerme al placer contaminado por semejante sociedad pegajosa.
Otras, en cambio, las detestaba. ¿Por qué les faltaba inteligencia para comprender el estado psíquico en que me encontraba y explotarlo en una dirección más conveniente para sus fines?
¿No reparaban que, a pesar de las dudas, deseaba rabiosamente dejar de ser una individualidad para convertirme en una partícula insignificante de la familia Loayza? Sí, y la más mínima. Deseo provocado por el vértigo nacido del subitáneo descenso vertical en el pozo de la pasión.
Pienso, mientras escribo estas líneas, en la crítica que se hace, después de las batallas, a los planes estratégicos de vencidos y vencedores. Recuerdo frases del mariscal Foch:
«La victoria se obtiene siempre con residuos, con restos. Al anochecer de la batalla todos están fatigados, los vencedores igual que los vencidos, pero con una diferencia, que el vencedor tiene más obstinación, más fuerza moral que el vencido».
Y pensar que ellas fueron tan ignorantes que no repararon en mi absurdo deseo: de que aquellos únicos vestigios morales, los que pueden convertirnos en vencedores, me fueran destruidos.
¡Qué inepcia! ¡Qué falta de tacto! ¡Qué poca imaginación! Yo me entregaba y ellas, para tomarme, atinaban a poner en juego recursos tan absurdos que, a la legua, revelaban la torpeza intelectual de quienes los habían confeccionado.
A este propósito, recuerdo un diálogo con la madre:
Nos encontrábamos Irene, la señora Loayza y yo, de visita en a casa de Zulema. Ignoro por qué motivo aquella tarde Zulema no concurrió al Colón. Observé que estaba un poco demacrada. Después de los primeros cumplidos, la conversación se deslizó rápidamente hacia la situación anormal en que me encontraba con respecto a Irene. Como de costumbre, la jovencita participaba de la conversación con su silencio y mirada atenta. Siempre que se planteaban cuestiones graves (lo he observado más tarde), ella se desplazaba hacia un ángulo neutro. Los demás, su madre, Alberto o Zulema, trataban el asunto.
La señora Loayza me atacó rápidamente:
—Si usted estuviera enamorado de la nena ya se habría divorciado.
Semejante obstinación respecto a un propósito que yo pensaba llevar a la práctica me irritó:
—Yo no le he dicho a usted que no me piense divorciar —y de inmediato, tratando de anular la brutalidad de mi contestación me engolfé en una disquisición abstracta acerca de los inconvenientes que se encontraban en los Tribunales de Justicia, las trabas jurídicas, las chicanas de los procuradores que eran hombres siniestros con cuello palomita y polainas más sucias que sus dedos.
La madre de Irene repuso rápida:
—Vea, Zulema acaba de contarme que un músico del Colón abandonó en la calle a su mujer y tres hijos para unirse a una bailarina. Así proceden los hombres cuando quieren. ¡Qué tantas contemplaciones como las que tiene usted con esa mujer!
Yo no sabía si maravillarme ante tamaña inmoralidad, como la que esa mujer de cabello blanco exhibía descaradamente, o si preguntarle:
«Dígame, ¿le gustaría a usted que yo me casara con Irene, y después por seguir a una bailarina la plantara a ella con tres hijos en medio de la calle?». Pero me limité a contestar:
—En realidad si no me he divorciado es porque carezco de medios económicos. Usted sabe que adoro a la nena.
La terrible vieja desató el concepto práctico:
—Con la adoración no hacemos nada. Hay que proceder como hombre.
En aquel instante pensé:
«Para proceder como hombre con esta mujer, debía dejarle embarazada la hija y después decirle: Venda esta pequeña a otro imbécil que quiera cargar con ella».
Continuó la viuda:
—… Tome ejemplo del músico. ¡Con tres hijos, Balder! Y después hay gente que no cree en el amor.
Y Zulema repetía a coro:
—Eso es amor verdadero. ¡Con tres hijos!
—Pero claro —prosiguió la señora Loayza—. Si uno se va andar con tantas contemplaciones.
Yo recordaba nuestra primera entrevista:
«Ella no tenía ningún apuro en casar a sus hijas… Estaban muy bien en su casa».
Luego la conversación amainó desenvolviéndose hacia otros temas. Poco antes de retirarnos de la casa de Zulema, Irene me dijo:
—Vení a cenar a casa… mamá dijo que te invitara. —Y esa noche, viajando en el tren, Irene a mi lado, la señora Loayza, enfrente, conversamos los tres acercando las cabezas al oído uno del otro. Pasajeros de Tigre, al cruzar el pasillo, nos lanzaban una oblicua mirada, brillante de inteligencia irónica. ¿Qué decíamos? Nada y mucho.
Nos confiábamos cavilaciones cuyo valor multiplicaba la certidumbre de la complicidad. Cada uno de nosotros, madre, novio, hija, discerníamos sin duda alguna el plano anormal en que estábamos colocados. En nuestro fuero interno repudiábamos teóricamente los actos que prácticamente consentíamos, y la violación consecutiva de normas internas convertía el juego en una aventura siniestra. Allí los sentimientos más opuestos encontraban correspondencia, como los múltiples aros concéntricos que se forman en el agua, al arrojar una piedra, y que se compenetran ampliándose a medida que anulan su pequeña extensión.
De este modo se explica que amara a la señora Loayza, admirando su insolencia como una virtud más. Encontraba admirable espectáculo de su audacia y esa meliflua autoridad dura que imponía en el curso de nuestras relaciones. Para justificarse, ella decía:
—El difunto era muy enérgico.
Lo que no explicaba era si el teniente coronel hubiera sancionado nuestras relaciones. Esto no impedía que la señora Loayza, a pesar de aisladas disputas como la que anoté en la casa de Zulema, me estimara. Sentía hacia mí, el afecto egoísta y satisfecho que experimentan las madres por esos machos débiles y sensuales, que intuyen permanecerán encadenados y esclavizados al sexo de sus hijas, y que, por esas hijas que ellas aman tanto, trabajarán como bestias, adorándolas y rodeándolas de todas las comodidades que pueden aspirar sus naturalezas voluptuosas.
Recordaba ciertos cuadros: el de la madre y la hija y un hombre. La madre y la hija embarazada conversan afectuosamente, son amigas íntimas y se comportan de tal modo, porque la hija no puede olvidar jamás que esta madre es su cómplice. La ayudó a atrapar a un infeliz cuya típica finalidad en la vida es satisfacerla ampliamente en todas las direcciones.
Por eso, a medida que renunciaba a la personalidad, aceptando que la potencia del embrujo me impregnara las más insignificantes partículas del organismo, crecía en mí una voluptuosidad tenebrosa y tenaz.
Estaba al margen de la perdición.
Contemplaba a la madre con el agradecimiento abyecto con que un enfermo miraría a un cirujano tenaz que ha sabido convencerlo para que se sometiera a una operación dolorosa. Una vez cumplida en todas sus etapas debe proporcionarle satisfacciones exquisitas.
Lo cual no me impedía decirme, tal como si yo fuera un espectador ajeno al drama:
—Qué maravilloso es el egoísmo de esta vieja terrible. Ama su hija por encima de toda moral y restricción justísima. Ella, que en nuestra primera entrevista fingiera recatarse de obrar por temor a lo que diría la gente, evidencia prácticamente no importarle un comino el juicio de los que la rodean. Es necesario que su Irene se case y ella únicamente retrocederá ante el crimen que pena la ley.
Su conducta era completamente opuesta a la que trataba de hacerme creer inspiraban sus decisiones. Perfectamente situada en la hipocresía del ambiente, me sugería la pregunta de si a tal madre simuladora no correspondía una hija más solapada aún, y cuando mis dudas insinuaban tales posibilidades, observaba a Irene con fría crueldad.
La jovencita me haría pedazos, era innegable, pero yo la destrozaría. Y quizá con más violencia que ella a mí. Entonces su presencia tornábaseme insoportable. Mi sensibilidad descentrada acogía las muestras de su afecto con displicencia irónica. Irene, en su hogar, administrada por la viuda, me repugnaba y atraía como una fiera cuyos zarpazos me desgarraban la carne encima de los huesos y después el corazón.
Ella se daba cuenta. Apartándose de mí se echaba a llorar silenciosamente.
Recuerdo que una vez, después de una de estas escenas crueles, nos abrazamos con furor, los dientes se nos aplastaban en los labios y gemimos entre los estremecimientos del deseo:
—Somos dos fieras iguales… iguales…
En cambio, al alejarme de Irene, es decir, cuando mi sensibilidad recuperaba su posición habitual, experimentaba sinceros remordimientos por los sufrimientos que le proporcionaba, a tal punto que le hacía telegramas desde Buenos Aires, para que al experimentar la sorpresa de recibirlos tuviera una constancia de que mi pensamiento trabajaba continuamente en torno de ella.
Pero a medida que pasaba el tiempo y se aproximaba la hora de ir a su casa, la invencible repugnancia aparecía en mí. Fisiológicamente esta repugnancia es la resistencia de la sensibilidad a ser desplazada a un costado de su eje por la atención involuntaria que le imponen espectáculos desacostumbrados.
El tránsito comprendido entre la estación de ferrocarril y casa de Irene, despertaba en mí magnitudes de náusea. Aquellos trescientos metros que debía recorrer me eran odiosos (luego, en el recuerdo, fue deseado este tránsito, mas porque no afectaba a la sensibilidad que sabía no sería nuevamente conducida por él). Todas las puertas de calle de ese derrotero emanaban un chisme, un secreto, un insulto, una reflexión. Las mujeres que en las puertas de calle eran felices con sus maridos en mangas de camisa, me recordaban a mi esposa abandonada, triste y sola; llegaba a tal punto la violencia de esa repugnancia que, para anularla, seguía casi todos los días caminos distintos que, impidiendo que me familiarizara con los rostros de las personas, diera a mi viaje la característica de un paseo accidental.
Sin embargo, al atravesar la puerta cancel la sensación se derretía en sobresaltos de alegría. Irene caminaba rápidamente a mi encuentro y, en aquel instante, olvidaba todo. Nuestros labios se mezclaban, ella apoyaba, al caminar, la cabeza en mi hombro, tomándome la cintura con una mano, y yo la miraba ávidamente, como si minutos antes hubiera tenido que partir para un lejano país, viaje que, por ahora, había sido aplazado.
Entrábamos al comedor y nuevamente nacía el sortilegio de extrañeza. Yo permanecía allí con la conciencia suspendida en la extrañeza de ver enseres de uso común a todos los seres humanos, situados en distintos lugares.
En mi hogar estaba tan familiarizado con los objetos que éstos únicamente eran visibles cuando los necesitaba.
En la casa de Irene, mi atención permanecía suspendida en una atmósfera de incertidumbre por los continuos choques con sus hábitos o apartada de su eje, en algunas pulgadas. Cualquier movimiento que efectuaba allí me dejaba la consiguiente sensación de ser inarmónico. Era como si respirara aire de distinta densidad.
Deseaba familiarizarme con los objetos que rodeaban a Irene. Incluso averigüé en qué ropero guardaba sus ropas. Sabía perfectamente de qué modo mi esposa colgaba en su casa los vestidos. En el mueble de Irene la ropa se distribuía conservando otro orden. Esos roperos chocaban en mi sensibilidad. Desde la dosificación del café con leche hasta la porción de sal en las comidas, todo era distinto. Continuamente mis sentimientos estancados en la costumbre se insubordinaban contra los hábitos de la nueva casa, advirtiéndome que yo me encontraba fuera de lugar. No porque la disposición de las cosas en mi hogar fuera superior a aquéllas de la nueva casa. Actuaban otros factores. En este choque, que ponía de continuo en sobresalto mi atención, no entraba remotamente el concepto del bien o del mal. Lo que persistía en mí era una descentración de los hábitos más arraigados, cuya duración era semejante al tiempo en que yo permanecía allí. Hago hincapié en detalles aparentemente superfluos para informar y unificar esa cadena de pequeños desequilibrios que repulsaban en mí el afecto de Irene. Allí cada cosa parecía repetirme:
—¿Qué hacés aquí, intruso?
Por otra parte, buscaba subconscientemente motivos para irritarme contra aquella familia. Analizando mi conducta, descubro que mi proceder era una especie de venganza oblicua (de la cual no tenía conciencia) por el paso decisivo que indirectamente me obligaron a dar. Reacción de los vestigios morales a que me referí anteriormente.
Cada tontería de las personas que componían la casa de los Loayza resonaba en mi sensibilidad como un aldabonazo a medianoche.
Cuando no eran las necedades de Simona, que vivía furiosa dentro del obligatorio chaleco de castidad que le imponía su fealdad, eran los chismes anodinos de Víctor, disputando con Simona porque su hermana había sintonizado en el detector de la radio otra estación distinta a aquélla que él prefería, y los bruscos crujidos del altoparlante llenaban por un instante el comedor de gritos de hombre de goma y graznidos de engranajes en seco. Si no era Víctor era la señora Loayza, que buscaba en el aparato «música criolla». Los rasgueos de guitarra y los cantos autóctonos fijaban más aún mi existencia en un plano de vulgaridad atroz. Lo único que le faltaba a Irene, en ciertas circunstancias, era ponerse en la frente una vincha blanca y celeste para armonizar con el paisaje de esa música ramplona. ¡Pero más tarde cómo extrañé y me pareció maravillosa esta «vulgaridad atroz»!
Otras veces era yo el que hostilizaba a Simona por no sentarse correctamente, pues cada vez que se cruzaba de piernas mostraba las ligas.
Sin embargo amaba esta ola de ceniza que llovía sobre mí sepultándome. Ansiaba asfixiarme en la negación absoluta de todo ideal, ahogarme en el materialismo de las Loayza que se creían religiosas porque, día y noche, mantenían frente a la Virgen de Luján, dos mariposas encendidas. Me esforzaba y llegué a convencerme de que me interesaba todo lo que para ellas constituía un agradable tema de conversación: las riñas que el vecino trataba con su cónyuge, los chismes de la señora de enfrente, las aventuras de la chinita de la vuelta de la esquina.
También me solidaricé con ellas, contra sus primas, que le habían retirado el saludo a Irene y a Simona, al saber que la señora Loayza toleraba a su hija que mantuviera relaciones con un hombre casado. Consecuencia de mi parte sin mayor valor.
Otras veces, de noche, salía con Irene, Simona y la señora Loayza a pasear por las calles del Tigre.
La señora Loayza y Simona atrás, Irene y yo adelante. Me desdoblaba, avanzaba diez metros más adelante de mi cuerpo que caminaba tomado del brazo de la jovencita y me decía:
—He aquí en marcha, la eterna pareja.
Caminábamos en silencio frente a zaguanes iluminados. En algunas partes señoras y niñas detenidas, nos miraban pasar, y cruzábamos bajo la inquisición de las miradas, que simultáneamente calculaban nuestra posición, el precio del vestido de Irene, la calidad de mis zapatos, la fealdad de Simona, la probable edad de la señora Loayza.
Me imaginaba los comentarios de aquellas mujeres de brea o cruzados sobre la pañoleta, en los umbrales de sus casas. Cuando nos veían, callaban, examinándonos con investigadora mirada. Fabricarían chismes que durarían el resto de la velada. Tenía que morderme para no reír a carcajadas, reproduciendo en mi mente el horror real y exagerado que ellas evidenciarían en sus relatos, al contar que «habían visto» a un hombre casado del brazo de una chica soltera. Estos decires, más que posibles, me divertían, entonces se los transmitía a Irene y ella, sonriendo, regocijada, ante el escándalo que yo trataba de visibilizar ante sus ojos, me contestaba:
—Dejá que digan lo que quieran, chiquito. Con tal que nosotros seamos felices…
Sin embargo no podía menos de arrugar el ceño al admitir que la primera mujer con derecho a burlarse, si me viera escoltado por Simona y su madre, era mí esposa, aunque yo ya me había planteado un problema.
«Si deseaba ser feliz con Irene, debía comenzar por admitir sin discusión alguna el ritual de la moral burguesa». En consecuencia, en vez de rechazar la comedia del paseo nocturno, la deseaba.
Agradábame exhibirme en consonancia con los cánones de las obligaciones hipócritas, demostrar que respetaba y acataba la disciplina que imponía la autoridad de la madre a un hombre que, por añadidura, estaba casado y que, expresamente, se divorciaría para desposarse con su hija.
¿Quería ser feliz?; ¡perfectamente!, no tenía derecho a diferenciarme, en un ápice, del rectángulo de vulgaridad que forman todas las parejas con una madre y una hermana atrás. No sólo debía respetar la disciplina burguesa, sino enorgullecerme de ser sometido a ella por la fuerza de las circunstancias.
Me decía:
«Alguna vez, merced a tantos esfuerzos realizados, quedaré deformado como Víctor, Alberto, Irene o la señora Loayza. Entonces podré disfrutar de la felicidad. No importa que ahora la anciana, con el pecho hinchado de orgullo, incube este pensamiento ladino: “A pesar de que estaba casado lo dominé”. Al final me convertiré en un cero como ellos y entonces seré dichoso».
Irene penetraba en mis intenciones. Dábase cuenta de que en el hombre enamorado se había entablado una lucha y que él, para ser vencido, no se escatimaba a sí mismo ningún sometimiento. Era aquélla una prueba desesperada y la jovencita estaba segura de salir triunfante.
¿No le confiaba acaso yo, mis más íntimos pensamientos, mis el rebeliones más subterráneas? Cuanto malo o bueno he pensado de Irene siempre se lo he dicho. No he admitido la injusticia de un juego oculto. Muchas de las reflexiones que aparecen consignadas aquí son posteriores a nuestra ruptura.
A veces, después de cenar, sentados en el patio de su casa, entre macetas de arbusto, Irene recostándose en mí, me decía:
—¡Oh, si supieras cuánto te quiere mamá! Se da cuenta que sos bueno, que me querés de verdad.
—¡Y yo!, te prevengo que a veces siento tentaciones de besarle las manos, de llamarla mamá.
Y era sincero.
Un día, deseando comprobar la veracidad de mis sentimientos, le dije a la señora Loayza:
—Vea, desde hoy en adelante la llamaré mamá a usted.
No he podido nunca olvidar la sensación de choque y de violencia que experimenté cuando en vez de decirle «señora», la llamé «mamá». Cada vez que pronunciaba la palabra, una onda de repugnancia profunda me enturbiaba de temblores los labios. Entonces apeé el trato, desesperando de poder construir una muralla de arena.
¿A dónde iba? ¿Qué es lo que quería?
Irritado buscaba ángulos absurdos para desconcertarlas, y ciertas actitudes mías no podían menos de sorprenderlas.
Una noche que discutí agriamente con Irene, bruscamente entró en la sala la señora Loayza. Mirándola fijamente, le dije:
—Vea, señora, quiero hacerle una advertencia. No la deje ir sola al centro, a la nena conmigo…
Irene, que había soslayado la entrega definitiva, desde la banqueta del piano, donde estaba sentada, me miró con ojos chapados de luz y furor. Sus mejillas enrojecieron de indignación, mientras sus fosas nasales se dilataron aspirando vehementemente aire. La señora Loayza esquivó el ataque con esta capciosa interrupción:
—Usted, Balder, es celoso. Pero no tenga cuidado. Cuando la nena va sola al centro, yo siempre la acompaño.
No insistí. Por otra parte hubiera sido estúpido. Había llevado a cabo mi propósito para demostrarle a Irene que ella no podía encadenarme con la sensualidad, y para evitar reproches injustos, si la entrega se producía, lo cual ya era tan fatal y no sé por qué motivo subconsciente la esquivaba a través de los días.
Sin embargo este golpe de efecto tuvo la virtud de infundirme un poco de confianza en mí mismo.
Entre las manos de Irene, auxiliada por su madre, me convertiría en un imbécil o, por lo contrario, desarrollaría un tren de combate, donde además de vencerme las dominaría a ellas.
Tenía pruebas sobradas de que todos aquellos de mis amigos que se introdujeron al camino tenebroso, se habían perdido o estaban tan maniatados por sus amantes que ya no se salvarían más.
¿Correría el mismo riesgo? ¿Me defendería el instinto?
Subsistía la curiosidad de someter a pruebas psicológicas mi naturaleza y la de Irene. ¿Cómo se comportaría la jovencita? ¿De qué elementos reales se componía su carácter?
Esa química del alma humana, misteriosa, impalpable, casi me seducía extraordinariamente.
Veréis más tarde cómo mi instinto y el análisis me ayudaron penetrar en el fondo hermético de esa muchacha y cómo, a pesar de mi gran amor, le demostré que era el más fuerte.
Pero fue mediante el desarrollo de una batalla terrible, encendida.
SUEÑO DEL VIAJE

En Tigre del Delta, a las tres de la tarde.
Irene camina, pegado su hombro al hombro de Balder, la mano de él, que pasa bajo su brazo, apretada entre sus deditos enguantados.
Bruscamente a la vuelta de una esquina aparece un galpón de cinc. Resopla sordamente la máquina del aserradero, una chimenea color de sangre recorta lo azul y, tras de un alambrado, descubren pilas de tablas estibadas en rectángulo, secándose al sol.
Irene vuelve el rostro, sobre el cuello de armiño, hacia Balder, y éste aparta un rizo de azabache de su mejilla ligeramente sonrosada.
—¡Querido! —Balder va a contestarle, pero calla ensordecido por el estrépito del martilleo que alterna en el aserradero con el zumbido de la sierra. Es la fábrica de cajones para frutas del Delta. Más allá, un bungalow listado como la proa de una barca de madera, avanza su altura entre cortinas de rosas rojas y en lo celeste la chimenea vomita borbotones de humo, cuyas volutas se disuelven en la atmósfera como rulos de oro.
Irene, apretándose contra Balder, dice:
—Chiquito… he pensado una cosa, ¿no te vas a ofender?
—No querida… decí…
—Para reunir plata para el viaje pienso vender el piano. Ochocientos pesos me pueden dar.
El alma de Balder se acerca a las nubes…
—Criatura, ¡qué generosa que sos!
—No me digas eso, Balder. Y en los primeros tiempos que estuviéramos en España podría hasta dar lecciones de piano para ayudarte.
Balder mueve la cabeza. Sus conceptos mezquinos se derriten. La jovencita se demuestra superior a él. Como un relámpago pasa el eco de estas palabras que otra vez ha pronunciado Irene: «Te quiero yo mucho más a vos, que vos a mí». Y sí eso fuera cierto. ¿Pero qué piensa? ¿Tiene derecho acaso a dudar de esa gente? Ha bastado que él dijera que, después de iniciados los trámites de divorcio, deseaba irse lejos, a «España, por ejemplo», para que la señora Loayza asintiera en principio.
—¿Qué pensás, querido mío?
—Pienso que sos superior a mí. Nada más. ¿Te parece poco?
Irene le aprieta el brazo disgustada:
—Querido. ¡No digas esas cosas que me enojo!
Balder deja penetrar en sí a la distancia. Le parece que el alma se le ha despegado del cuerpo. Avanza bailarina por la soledad de la callejuela asfaltada, botánica en la interminable sucesión de bardales. Cúpulas sólidas, ramosas, mantienen suspendido en la atmósfera un permanente temblor de lluvia verde, que agita trasluces oliváceos.
Más allá de la esquina se distingue un frente de mansión germánica. Las chimeneas de mampostería se recortan negras sobre nevadas cordilleras de nubes. Macizos de sauces abovedan la vereda. Las gallinas picotean en el enladrillado de la acera, círculos de sombras claras y la calzada de asfalto, torciéndose hacia la izquierda, se raya en su lisura de siluetas dentadas que el viento estremece. Cavilan ambos pensamientos el proyecto.
—El problema son los muebles de casa.
—Y si se vendieran…
—Otro problema es Víctor, que no tiene trabajo. Si Víctor trabajara…
Cuando se trata de los otros, el egoísmo de Balder no hace hincapié en sutilezas psicológicas. Sintetiza terminante:
—¡Víctor que se las arregle!, ¿no te parece? Para eso es hombre.
Un cacareo de gallos pone en la tarde su advertencia campesina. La vegetación de innumerables enredaderas disimula los alambrados. Las ramas de los sauces se arquean como varas de plata. Por el suelo, entre carnudas hojas dentadas, como manos humanas, tiemblan campanillas blancas y las casas, con enrejados verde, palmeras, escalerillas y canteros contenidos por marcos de botella blancas, parecen pertenecer a un país tropical, donde la vida humana únicamente puede subsistir mediante esa alternada lluvia de sombras violetas y lilas.
Balder piensa:
«Dice que no soy inferior a ella, pero en verdad lo soy. Me supera en generosidad y nobleza. Cuando admito que es egoísta, me equívoco deliberadamente para rebajarla a mi altura».
—¿Qué pensás, querido?
—Pienso en los deseos de otra época. ¡Si supieras cuánto he soñado con un viaje así! Iríamos a Granada… a Toledo…
—¿Y puede uno divorciarse así a la distancia?
—Sí… creo que por poder se puede diligenciar el divorcio, ¿pero tu mamá está dispuesta al viaje?
—Sí, y me parece que muy seriamente. Esta tarde salió… Dijo que iría a pedir precios de pasajes en esos barcos de clase única.
—¡Oh! Los hay muy buenos.
—Qué felices vamos a ser, chiquito. Me parece mentira.
—Nos alquilaremos alguna casa con patio andaluz.
—Y que esté cerca de las montañas. Fijáte que yo nunca he visto montañas.
—Tocarás el piano… En Madrid creo que está el Conservatorio Real. Además se está cerca de París.
—¡Qué maravilla, chiquito! No me voy a separar nunca de vos.
—Y yo. Pasaremos el día juntos, ¡te das cuenta!, recorro en compañía esas callejuelas antiguas… ir a los museos. Encontrarás profesores buenos para estudiar piano. Podés dar conciertos allá. Tener éxito en Europa es muy distinto a triunfar aquí. Aquí es difícil. Te rodeará el silencio, la envidia.
Callan abstraídos, penetrados de la botánica calma.
Sus pensamientos, como los discos de agua de los remolinos, tienden a sumergirse en la oscuridad de un cónico silencio. El calor del brazo de Irene traspasa su ropa, ella aún no se ha entregado, pero su entendimiento y madurez es tal que aquí.
Balder piensa:
«Quisiera que en cuanto se entregara a mí quedara embarazada. Y no me avergonzaría de pasear con ella, aunque su talle estuviera deformado. Y cuando tuviera un hijo, lo querría enormemente y le diría: ¡Ah, sinvergüencita!, si te quiero tanto es porque sos hijo de Irene, y ni vos encontrarás sobre la tierra una mujer que te quiera tanto, como me quiere esta muchacha que camina a mi lado».
Irene, adivinando el rumbo de sus pensamientos, se apoya lánguida en él. Balder piensa:
«Sus senos se hincharán de leche y yo también beberé su sustancia, para que su sangre corra por mi sangre. ¡Así no podré dejar de quererla nunca!».
—Querido… ¿qué pensás?
—Pienso cuándo te entregarás a mí.
El rostro de Irene enrojece, luego apretándose mimosa contra Balder, habla en voz baja, casi a su oído:
—Estoy enferma, querido. Después sí… te lo prometo. Lo deseo tanto como vos…
Nuevamente callan. El silencio ondulado como la superficie del mar los sofoca y angustia. Anhelan su propia desnudez, desfallecer el uno en otro y Balder susurra en su oído:
—¿No tenés miedo de quedar embarazada, querida?
—No chiquito. ¿Vos querés que quede?
—Sí.
—Amor, ¡qué bueno que sos!
Irene se aprieta contra él.
—Yo también deseo tener un hijo tuyo, Balder. Me lo imagino. Sería una delicia.
—¡Querida! Lo llevaría en brazos para que no te cansaras.
—Balder… Calláte que me enloquecés.
De pronto aparece el edificio que les es odioso.
Entre un jardín salvaje, casi bestial de sombrío, un sólido caserón de tres pisos se yergue antiguo como un terrible viejo alemán, con saledizos oblicuos de madera descolorida, ventanas protegidas por alambreras y enhollinadas chimeneas de material. Balder involuntariamente se imagina que allí vive un anciano tudesco, fuma en pipa de porcelana y mira adustamente tras de sus espesas cejas el retrato del Káiser, pensando en su abdicación.
Luego se renueva el caos. Los troncos surgen semiasfixiados por ceñidísimas mallas de hiedras y en el aire, sin caer, mágicamente se suspende una perpetua lluvia verde, cuyos abovedamientos adquieren concavidades violetas y sonrosadas de pompas de jabón.
En otras partes las tapias están recortadas por portezuelas de madera. Patos blancos, de pico anaranjado, sacuden las alas entre los hierbajos.
Irene habla:
—¿Cómo será el océano, chiquito? ¡Te das cuenta!… Yo no sé… Me lo imagino enorme… interminable. De noche, debe ser algo maravilloso, cuando sale la luna.
—Me parece que te veo a vos y a mí, en una pasarela del barco —Irene le aprieta contra su brazo.
—¡Qué maravilla, chiquito! ¡Qué dicha haberte conocido!
—¡Y yo! ¿Te das cuenta? Pasar de la oscura vida de mi casa a este deslumbramiento. Te tengo a mi lado y me parece mentira. Y sin embargo sos vos quien me da su brazo… son tus manos las que tengo entre mis manos.
—Chiquito querido…
Mira, cuando vayamos en el barco, la luna nos iluminará, nosotros nos miraremos a los ojos y acordándonos de todo lo que hemos sufrido nos diremos:
«Parece mentira todo, y sin embargo pasó, y ahora estamos aquí».
—Querido mío…
—Qué dirá Alberto cuando sepa que nos vamos a Europa.
—Se caerá de espaldas.
—¿Qué dirá realmente?
—Y Zulema. Le va a parecer increíble.
Caminan en silencio, empapados de su felicidad. Balder recorre imaginativamente zonas de geografía arbitraria, desde una balconada de hierro divisa laderas con rebaños de cabrás, los claveles retrepan hasta sus rodillas, de pronto alguien por detrás le tapa, riéndose sofocada, los ojos con las manos. Es Irene. Envuelta en un peinador, apoya un brazo en su hombro, y ambos se quedan mirando la distancia, enrojecida por montes de cobre y violeta, mientras en las honduras se bifurcan callejuelas estrechas, entoldadas de lonas amarillas.
Una idea acude a Balder.
—Mirá… te acompaño hasta la puerta de tu casa.
—¿Por qué?
—Voy a ir en seguida al centro. Quiero conseguir unas guías de España. Debe haberlas.
—Habrá guías de hoteles.
—No sé, veremos.
La arquitectura de sus ensueños se mezcla a la diversidad espectacular del paisaje, casi tropical, que los rodea.
Un perro encadenado al poste que soporta un techín de cinc, les ladra siempre que pasan, meneando la cola, y los techos de dos aguas aparecen truncos, entre inexplicables alturas verdes, sombreados por abanicos vegetales. La tierra allí parece superponer planos de distintos niveles. Tras de todos los alambrados corren perros para ladrarlos, un hombre que cruza con una carretilla metálica, haciendo un estrépito horrible los saluda, y Balder pregunta:
—¿Quién es?
—No sé, querido.
La edificación del barrio es heterogénea. Abundan casitas pobrísimas, de murallas hinchadas por la humedad, pintadas de rosa. Cortinillas de cretona ondulan ante las ventanas. El cielo espacia entre altos postes telegráficos. De un tumulto de árboles parten voces femeninas. Nunca falta una vieja que deja de escardar en su jardín, para incorporarse y mirarlos pasar, al tiempo que se frota los riñones adoloridos. Las casas de cinc brotan de entre jardines maravillosos, pimpantes de estrellas amarillas, rojas, azules, argentadas, y frente a cada galería se extiende un sarmentoso cortinaje de viña.
Algunas viviendas están a dos metros del nivel del suelo. Se sube a ellas por escalerillas de tramos lateralmente pintados de colores crudos, y los lienzos amarillentos de muralla se recortan agriamente como paramentos patibularios.
Doblan en Coronel Morales.
—Amo la calle de tu casa —dice Balder, mirando extasiado la anchurosa avenida de granito que asciende hasta el cielo, flanqueada por grises postes telegráficos.
—¿Te acordás de la primera vez que te encontré?
—Me seguiste hasta aquí.
—Quedé mirándote cómo entrabas…
—Yo volví la cabeza. ¡Qué raro me parecías entonces!
—¿Quién diría? Cuando desapareciste, pensé: «Sin embargo sería más fácil detener el sol con la mano que entrar a su casa tras ella». ¡Y ella eras vos! Por allí —Balder señala una franja de vereda— me encontré con una chica gorda y descalza que pasaba silbando.
—Es notable, querido. Todo ocurre, nada es imposible. ¡Y cómo pasa el tiempo!
Callan embargados de la emoción que suscita la evocación. Recordando, Irene insiste:
—¿No querés venir a tomar el té a casa? Después te vas.
—Chiquita… si te acompaño no salgo de tu casa sino cuando se vaya el último tren… bien lo sabés.
Irene sonríe enternecida. Sabe que es así. Ajustando los bordes de su capa celeste sobre el pecho, le aprieta el brazo:
—Bueno… andá… pero portate bien y volvé pronto.
—Sí
Se aleja de la jovencita con una fiesta de emoción. Ni una sola pulgada de su carne se encuentra libre del sortilegio con que ella lo impregna. Piensa satisfecho:
«¡Oh, qué fuerte es su embrujo! ¡Qué fuerte es esta criatura! Sería capaz de llevarme hasta el crimen y yo iría… claro que iría. Marcharse a Europa. ¡Qué maravilla! ¡Dejar atrás los recuerdos y las malas tristezas, como se deja un traje viejo! ¿Por qué no? El océano puede tapar un remordimiento, y dos también».
Sus sentidos se bañan en un licor de afectuosidad. Nada en estos momentos le es desagradable.
Tras de los vidrios de sus puertas, sastres con las piernas cruzadas hilvanan prendas negras. Un chico forcejea en la puerta de lanzas de hierro que defiende la entrada de un patio embaldosado de mosaicos rojos, entre un hotel y una ferretería. En el aire flota sabroso olor de pan cocido.
Balder vuelve la cabeza y distingue a Irene detenida en la puerta de su casa. Simultáneamente se saludan con un brazo y Balder desaparece tras de la esquina.
Irene, arrodillada en un almohadón, ocupa el espacio libre que medía entre su madre sentada y Balder arrinconado en el sofá.
Sobre las rodillas de Estanislao, se abre un prospecto de los barcos de «clase única», recuadrado de dobles líneas de plata, amarillo canario y celeste argento. Bajo la luz de la araña, la señora Loayza, envuelta en su pañolón violeta, examina los camarotes de dos y cuatro pasajeros, con sus camas de dos pisos, escrupulosamente tendidas, la ventanilla encortinada y un espejo rectangular sobre el lavatorio de porcelana.
—¿Qué le parece, Balder?
—Muy bien señora.
Irene levanta hasta Balder sus ojos color tabaco.
—Es precioso. ¡Y qué camitas tan estrechas!
Balder murmura sonriendo en su oído:
—¿Me harías sitio en una camita así?
Ella le aprieta una rodilla con los dedos y mueve la cabeza asintiendo, al tiempo que sonríe. Balder se dice:
«¿Con qué podré pagarle la felicidad que me regala?». Le acaricia despacio la cabeza.
—Y el comedor… ¿fíjense si no parece una segunda de los barcos de lujo?
Las tres cabezas se tocan, siguen con los ojos el camino alfombrado de un salón con sillones de respaldares oblicuos y ramas de flores en los ángulos blancos de las mesas.
Irene apoya su brazo sobre la pierna de Balder y señala rápidamente con los dedos las particularidades del itinerario geográfico, y Balder no sabe si detener la atención en las fotografías del paisaje o en la tarifa de precios.
Cubierta de botes. Camarotes internos. Santos. El Puerto. (Vista tomada desde el monte Serrat). El salón fumador. São Paulo. Teatro Municipal.
Hedor de tinta de imprenta aún fresca amaga en la nariz de Balder mareos y crispaciones de neuralgia. En el salón fumador distingue sobre las mesas lustrosas, tableros de ajedrez, rayas negras cruzan la ensenada de Santos, paralelas a un cordón de montes color mina de lápiz, y en la Avenida Río Branco se abomba el fuliginoso resplandor de los pilares de tres lámparas, a la vera de esquinadas arquitecturas de edificios recios. Monte Sarmiento. Monte Olivia. Itinerario. Camas suplementarias. «Cuando un camarote sea ocupado por tres personas que paguen pasaje entero tendrán el 10 por ciento de descuento sobre tres pasajes». Hamburg-Amerika Linie. Oro, plata, azul y cálices de borra de vino. Precios de pasajes en pesos moneda legal. Juegos a bordo.
Irene exclama:
—¡Esto es maravilloso!
Balder piensa:
«¡Oh, ella también sueña! ¡Qué hermosa es su vida!». Y de pronto quisiera abrazarla, fundirla en sí, dejar de ser él, para convertirse en una unidad en la cual únicamente accionara la sensibilidad de Irene, los antojos de Irene. Apoyando una mano en su hombro le dice:
—No te imaginás todo lo que te quiero.
Ella entorna los ojos. Le transmite una tal beatitud con la tersa dureza de su frente y el estupor maravillado de sus pupilas que Balder experimenta tristeza de no poder morir en aquel instante. ¡Que fácil sería abandonar la vida, allí, bajo esa mirada amorosa que irradia en su sensualidad una eclosión de estrella!
Balder se siente transportado por la influencia del olor de la tinta de imprenta, a bordo de un transatlántico.
—¿Qué le parece, Balder?
—Me parece que estoy soñando, señora.
La señora Loayza aparta un mechón de cabello blanco hacia las sienes y en el fondo de sus ojos se abrillanta una enorme cordialidad hacia el espectáculo que ofrece su hija arrodillada entre ella y ese hombre que es necesario sea para siempre el compañero de Irene. ¿Qué no es capaz ella de sacrificar por amor a su criatura?
Balder acaricia el cabello de la jovencita y abre un libro.
—¿Qué me dicen de esta adquisición?
Irene se pone de pie de un salto.
—¿Qué es eso? ¿La guía, no?
—Y qué guía. Una Guía Oficial de Hoteles de España.
—¿Es vieja o nueva?
—¡Señora!… Flamante. Fíjese en la fecha.
—Sí, mamá… 1929…
—Este libro ha sido editado por el Patronato Nacional de Turismo de España por orden de Primo de Rivera. Es algo maravillo señora. Mire… ¡Va a ver! Abrámoslo al azar… Aquí está… por ejemplo, Sigüenza, provincia de Guadalajara, Hotel Elías, 20 habitaciones, número de plazas…
—¿Qué son plazas?
—Pasajeros. Mire: Cuarenta pasajeros. No tiene ascensor ni teléfono ni calefacción interna. Ya ven… trae todos los datos. Habitación sin pensión, el maximum que puede cobrar, once pesetas diarias… pensión completa, once pesetas también. Éste es el hotel más importante de Sigüenza.
—¿Cuántos hoteles hay allí?
—A ver.
Irene lee:
—Hotel Elías, uno. Hotel Veneciano, dos. Viajeros Casa Pareja, tres.
—Vamos a ver Granada.
—¿Granada? —Vuelven las hojas—. Esto es interminable. Once páginas de hoteles… fíjense aquí, en Granada, hay una pensión que se llama La Argentina.
—¡Qué notable! La Argentina. En la Plaza de Lobos número 10.
—¿Qué cobran ahí, che?
—Fijate. Disponen de seis habitaciones. Pensión completa máxima con pieza, nueve pesetas diarias.
—Pero esto no es una guía, Balder, es un diccionario.
—Así nomás.
—¿Cuánto le costó?
—Casi me caigo de espaldas cuando me pidió tres pesos. Si este libro vale veinte pesos, no tres.
—Y qué maravilla de clasificación.
—Fíjese… esta sección con cartulina rosada correspondiente únicamente a los restaurantes españoles; esta otra, exclusivamente dedicada a los garajes…
—Es un libro estupendo.
—Qué grueso que es.
—Tiene seiscientas cincuenta y tres hojas, y no sólo eso, sino que cada hoja está escrita además en inglés y en francés. El dependiente de la librería me dijo que era el único ejemplar que les quedaba y que lo habían mandado de muestra…
—De este libro no tenemos que deshacernos.
—¡Pero claro! Ahora lo que nos falta es conseguir una guía de los ferrocarriles de España y con eso, cuando llegamos, ni tenemos que preguntar. Con este libraco y la guía hacemos lo que queremos sin equivocarnos en un solo paso.
—Chiquito, me parece mentira tanto sueño.
La señora Loayza reflexiona:
—¡Qué gran obra la de Primo de Rivera! Es inútil… los únicos que hacen algo bueno en el gobierno son los militares.
Irene, detenida en el centro de la sala con las manos en la cintura, cavila:
—Bueno, ahora lo que tenemos que hacer es conseguir la plata.
La señora Loayza añade con dulzura:
—Y divorciarse. No podemos irnos de aquí sin dejar ese asunto terminado.
Balder deja resbalar la mirada sobre el camarote de dos camas, con ventanilla encortinada y espejo rectangular sobre el lavatorio. Piensa que la señora Loayza se preocupa más de su divorcio que del viaje. Luego una voz satírica murmura en su oído:
«¿Qué querés… que emprendan tamaña aventura por tu linda cara? No, querido, la felicidad hay que pagarla».
La señora Loayza añade:
—Por otra parte, una vez allá podemos alquilarnos alguna casita por los alrededores de Madrid. En España, leía el otro día en La Prensa, el precio de los alquileres ha bajado una enormidad…
—Mamita… nos iríamos a vivir en una casa antigua…
—Yo tendría mi cuarto en el tejado.
Irene cruza un brazo sobre la espalda de Balder, que entrecierra los ojos. Distingue cúpulas de iglesias antiguas, curvas de porcelana recortadas en cielos celestes con estrellas de argento.
Balder mira a Irene:
—Piba… tocá algo de Albéniz.
En la medianoche de la estancia se dilataba una musical tristeza reflexiva.
—¿Qué es eso, Irene?
—Córdoba.
Callejas adoquinadas con piedras de río. Altos perfiles de murallas solitarias. Un alma de la que fluye la melancolía azul de la noche.
—Tocá Asturias, chiquita.
Oquedades de pinares. Paradores de troncos. Cascadas de agua entre breñales. Calveros de bosques con hombres y mujeres que languidecen en la dulzura bailada de una muñeira, mientras el sol matiza de verdes y amarillos el alfombrado de pastizuelo.
—Tocá Capricho español, piba.
Entrechocar de platos de bronce. Diligencias que rebotan en los pedruscos de un camino torcido. Enroscadas franjas de voluptuosidad, hilo cristalino de una dulzaina que engrana con las muescas de un violín los cariciosos quejores de una gaita. Irene deja el piano:
—¡Y pensar que todo eso será nuestro!
Irene se estrecha contra Balder. Absorbe el paisaje del hombre en deleite, se empapa de su voluptuosidad trasmitiéndosela luego en crecientes módulos de deseo a través del cristalino de los ojos. Su vida se ensancha, tiembla suspendida de una luz; el cacareo del gallo anuncia el pasar de medianoche y la señora Loayza advierte:
—Balder, va a perder el tren.
—Mamita, ¡si falta una hora todavía!
¡Hora breve! ¡Pasa tan rápida! La señora Loayza, arrebujada en su pañolón violeta, medita acurrucada en su silla dorada, Irene contempla a Balder, le acaricia lentamente las líneas del rostro y el tiempo de reloj, de pronto, para ellos duplica la velocidad de sus engranajes. Quisieran detenerlo eternamente en el paréntesis de ese minuto perfecto. Es imposible. La tierra ha quedado muy abajo. Suspendidos en una altura de ensueño sonrosado atisban la alborada en un jardín celeste, perfumes de naranjas llueven desde todos los lindes de las nubes, entrecierran los ojos y Balder piensa con la más sincera tristeza de su vida: «¿Por qué no me moriré ahora?».
—Falta media hora, Balder.
—Sí, señora… no voy a perder el tren…
¡Irse! ¡Dejarla allí! Se miran a los ojos como si fueran infinitamente desgraciados; pero inesperadamente se reanuda la esperanza, el júbilo de una certeza:
—No podremos separarnos más, chiquito…
—No… No podremos aunque queramos.
Salto vertical en el deliquio profundo.
Los labios se rozan reteniendo el aliento. Inesperado perfume de naranjas los desvanece en la noche de una fiebre tropical. Grandes estrellas plateadas ocupan el espacio entre sus ojos. Africanas de labios maduros los espían sonriendo entre anchas hojas de bananeros. El pudor se les despega de la piel. Anhelan encontrarse desnudos bajo la amarilla mirada de una negra tímida, cómplice de la niña blanca. Irene no recata sus muslos desnudos, cuando la esclava le ofrece entre las hojas verdes, un cuenco de chocolate. Entrecierra los ojos y su mano se apoya en el sexo del hombre. Gimen a un tiempo.
—¡Querida!
—¡Querido!
—Falta un cuarto de hora, Estanislao.
Balder se pone de pie de un salto. Es necesario que se vaya. La puerta se abre, un ramalazo de luz ilumina los pentágonos negros y rojos de mosaico. Tomado del brazo con Irene roza dentados follajes negros. De pronto Balder se siente oprimido entre los brazos de Irene, ella lo anuda tenaz, contra su pecho. Los labios se prensan elásticamente, los dientes se tocan. El nudo se rompe, ambos se rechazan diciéndose:
—¡Andate, querido, por favor!
—¡Dejáme, chiquita… dejáme!
Como asteriscos rojos, cruzan la sombra de la noche los triples cacareos del canto de un gallo.
ANOCHECER DE LA BATALLA

Las nueve de la mañana.
Los contramarcos metálicos de las ventanas de la oficina de Balder reticulan el cielo de tersos mosaicos celestes. Balder apoya la nuca en el respaldar del sillón giratorio y, tapándose los ojos con la palma de una mano, trata inútilmente de concentrar su atención en el cálculo de costo de una estructura de cemento armado.
No puede ser inferior a ciento cuarenta mil pesos. Si se le resta el diez por ciento… Irene no ha llamado todavía. ¡Qué extraño! Siemens-Baunion puede hacer el diez y es posible que el quince también. Probablemente trece por ciento sea la cifra más adecuada. ¿Qué habrá dicho? Once harán Spengler Tauben…
Entreabre lentamente los ojos. El agrio resplandor de los mosaicos celestes le irrita las pupilas con vaharadas de ácido. Aprieta disgustado los párpados. Tiene la boca apergaminada. Bajo la yema de los dedos, la piel de su frente se desliza reseca y quemante.
Aunque no quiere verla, Irene filtra la película de su rostro bajo sus párpados y Balder renuncia a la voluntad de alejarla de la imaginación.
Le parece verla encogida en el rincón de un sofá, el rostro de la jovencita se ensancha y crispa, grandes líneas de sombra ahondan sus ojos en dos triángulos. Un suspiro escapa del pecho de Balder.
Por las cárdenas mejillas de Irene, corren lamparones de cristal, ella mueve inenarrablemente la cabeza y durante un instante Estanislao experimenta la tentación de abandonarse a un infinito impulso de piedad, dejar la oficina, ir hasta El Tigre.
«Siemens-Baunion… ¡oh!, qué me importa la estructura de cemento armado…».
La puerta encristalada gira diez grados. Un perfil oscuro coloca su nariz y visera charolada entre el quicio, y Balder escucha al ordenanza que le dice:
—Pregunta por usted un señor Alberto…
La primera intención de Balder es negarse. Cavila y murmura:
—Mejor es hablar… Dígale que pase nomás.
—¡Cómo le va, Alberto!
El mecánico le estrecha la mano al tiempo que lo examina con curiosidad tras de sus lentes. Alberto lleva cuello flojo de rayas rojizas, corbata oscura. El sobretodo se abre sobre su chaleco, cadena de dijes.
Instantáneamente el afecto de Balder deviene en hostilidad hacia el mecánico. Sin embargo, simula y, amablemente jovial, le señala una silla:
—Siéntese…
—¿Trabaja? ¿Vengo a molestarlo?
Balder piensa rápidamente:
«No sabe nada todavía». Y contesta:
—No… de ningún modo, Alberto.
—¿Y cómo le va a usted?
—Bien
—Ya sé, ya sé. El otro día la encontré a la señora Loayza. Me dijo que pensaban irse a España.
—Por ahora es un proyecto… nada más… ¿Y a usted cómo le va? —Y Balder nuevamente se dice:
«Este hombre no sabe nada».
Alberto sonríe imperceptiblemente tras de sus lentes. Luego la sonrisa se funde en su rostro afeitado y sus ojos adquieren una expresión de perro hambriento. Parece experimentar una ansiedad terrible y en Balder se renueva la hostilidad. No puede explicarse el motivo por qué este hombre le es odioso a pesar de haberle hecho tantos favores. Se produce un silencio prolongado. Balder observa a través de los contramarcos de hierro los mosaicos celestes. Piensa furtivamente:
«Este canalla ha venido a espiarme. Seguramente lo manda la señora Loayza».
La mirada del mecánico va de un plano de papel cromo al rostro de Balder, y continúa silencioso. Entre sus ojos y los del ingeniero se establece una atmósfera sólida, cristalina y el corazón de Estanislao late cada vez más apresuradamente, sus sentidos se alisan en el estiramiento de atención y, de pronto, Alberto dice con su voz más sibilante:
—Dígame, Balder. ¿Usted cree que Zulema puede serme infiel?
La boca de Balder se entreabre lentamente.
—¡Cómo! ¿Y usted no sabe que le es infiel?
La expresión de perro hambriento se intensifica en Alberto. Replica consternado:
—Y usted sabía que Zulema me era infiel…
—No… yo no lo sabía… pero suponía que usted estaba enterado que ella tenía que serle infiel.
Los dos hombres se miran alelados.
—¿Pero usted puede suponer tal cosa de mí?
Balder se indigna e insiste:
—¡Cómo! ¿Y usted no sabía que ella le era infiel?
El mecánico se encoge como para dar un salto. Escruta curioso el rostro de Balder.
—¿Usted habla en serio?
—Y claro que hablo en serio.
—¡Pero, Balder!…
Balder desencaja los ojos.
—Así que usted no consentía que ella lo engañara.
—¿Pero cómo voy a consentir?
—¡Oh!… ¡Pero entonces yo me he equivocado! ¡Que bárbaro!… ¡Estaba seguro que lo que usted deseaba era que su mujer se dedicara más o menos a la prostitución!
Alberto observa a Balder como si éste hubiera enloquecido. Balder en cambio se ríe violentamente:
—¡Qué notable! ¿De modo que usted era ajeno por completo a todo?… ¿Quiere creerme, Alberto? Yo estaba seguro de que usted era…
Alberto permanece en la silla, aplastado. Dos lágrimas corren lentamente por sus mejillas. Balder experimenta una piedad inmensa por ese hombre.
—¡Alberto!… Por favor… discúlpeme… he pensado mal de usted… Yo lo veía tan frío siempre que Zulema hablaba de Rodolfo. ¿Qué menos podía pensar?
El mecánico apoya un codo en el escritorio y la mejilla en la mamo. Mira tristemente los mosaicos celestes del cielo. Balder razona rápidamente:
«Me he equivocado al juzgarlo. Y si me equivoqué al pensar mal de él, también me he equivocado al pensar de Irene».
—Alberto, ¿qué tiene?; cuénteme…
—Zulema me ha confesado anoche que se ha entregado a Rodolfo.
Balder hace un esfuerzo para retener su incredulidad, respecto a la supuesta ignorancia de Alberto, pero luego insiste:
—¿Es posible que usted no lo supiera? Si ella estaba hablando de ese tipo continuamente.
—Ya ve… así es.
—El bailarín del Colón… ¡qué curioso!… Yo creía que usted no quería a su mujer… pero ahora resulta que estaba equivocado. Pero si yo estaba equivocado, ¿cómo se explica que usted, queriendo a su mujer, permitiera que se pasara todo el día sola en el centro?
—Porque nosotros teníamos un convenio.
—¿Un convenio?
—Sí; un día que Zulema y yo conversábamos de las mujeres que engañan a sus maridos le dije: «A mí no es necesario que me engañes si algún día te sucede enamorarte de otro. Creo que la mujer tiene los mismos derechos sociales y sexuales que el hombre. Si ocurriera esa desgracia, avisáme. Inmediatamente yo te devolveré a libertad. Cuando menos nos quedará a los dos la satisfacción de haber obrado sobre una base de estricta sinceridad».
—Y usted, Alberto, cree en los convenios… ¿y con mujeres?
—Creía…
Balder prosigue con una ironía que se le escapa al mecánico:
—Sí… es cierto… ahora me acuerdo que la otra noche Zulema decía que sí usted no le hubiera concedido la libertad que ella disfrutaba, posiblemente, por curiosidad, experimentara deseos de engañarlo.
—No es posible que Zulema sea tan cínica, ¿no le parece, Balder?
—No sé… Mas ¿cómo si usted está enamorado de Zulema, permanecía tan impasible cuando ella nombraba al bailarín?
El mecánico levanta la vista del escritorio y, sin dejar de hacer girar entre sus dedos tina goma de borrar, espía a hurtadillas el rostro de Balder. Las palabras escapan casi sibilantes de entre sus labios finos:
—Estaba acostumbrado a las obsesiones de Zulema.
Balder piensa:
«Tiene mejor la vista. Los párpados están menos inflamados que la última vez».
—Usted habrá podido observar, Balder, que Zulema tiene un temperamento apasionado. Este temperamento se explica porque es heredosifilítica e hija de alcoholistas. Imagínese, semejante mezcla de porquerías ha originado en ella un temperamento frenético al cual me costó acostumbrarme cuando me casé, pero a todas las cosas se habitúa cuando a uno no le queda otro remedio. A pesar de todo, Zulema es buena, créalo, pero la domina su temperamento. Por ejemplo, durante un tiempo estuvo enamorada de Rodolfo Valentino. No quedó lugar en nuestra casa donde no se encontrara un retrato de ese cocainómano. Una noche, tanto fastidio me dio el tal Rodolfo, que cerré la puerta con la llave para impedir que fuera al cine a ver una película donde trabajaba ese señor. Entonces, ¿sabe lo que hizo Zulema? Se escapó por la tapia, pasó a la casa de una vecina y fue al cinematógrafo.
Mientras habla Alberto, Balder de pie, con las manos en los bolsillos, mira las dos ciudades superpuestas: arrinconada la de los rascacielos, extendiendo su fracturado horizonte de mampostería la baja. Un sobresalto repta hasta su corazón, se vuelve hacia el otro y, escrutándolo, dice sardónicamente:
—Alberto… ¿no teme que Irene sea así?
El mecánico gira repetidas veces la cabeza enérgicamente:
—No, no, no. Está equivocado, Balder. Irene es una chica de su casa, se lo garantizo yo. Puede estar tranquilo.
Balder sonríe cínicamente y replica:
—¿Y Zulema no era chica de su casa… cuando usted la conoció?
—Es muy distinto… Pero como le iba contando. Después que a Zulema se le pasó la chifladura por Rodolfo Valentino, le dio por la escultura y trabajar en yeso. De dónde sacó ese capricho no lo sé, pero del día a la noche mi casa quedó convertida en una especie de taller de estatuas. Donde usted ponía las manos era fatal que se ensuciaba de tiza. En la mesa de cocina, en vez de encontrar tenedores se daba con buriles, y las planchas de yeso andaban mezcladas con los bifes. Tachos, hasta las cacerolas empleó para hacer sus pastas. Yo llegaba del trabajo y en vez de hallar la comida hecha, me la veía a ella que con guardapolvo blanco contemplabas un boceto, y tenía que irme a comer a la fonda. Sea sincero, Balder, ¿no tenía razón de protestar? El arte está bien, no lo discuto, pero usted llega cansado de trotar por esas calles, tiene hambre. Usted ha ido a ganar dinero para su mujer… ¿y ella qué hace?… No ha pensado en usted, no… ha estado cavilando en su yeso… Dígame, ¿a quién no se le cae el alma a los pies?
Balder frente a su escritorio hace esfuerzos para permanecer serio ante Alberto. De seguir sus impulsos se reiría a carcajadas, pero piensa:
«No me equivoqué cuando la definí a ésa como una egoísta fría. E Irene es idéntica a ella, aun cuando este ingenuo diga que no».
—¿Qué piensa, Balder?
—Estaba pensando que usted ha tenido una paciencia enorme Zulema.
Alberto inclina la cabeza:
—Sí, he tenido paciencia. ¡Y cuánta! Pero pensaba: Es una chiquilina. Se la puede formar todavía. Yo estoy en la obligación de modelarla. ¿Quién le ha enseñado algo? Nadie. Sus propias manías eran una prueba de que tenía un temperamento rico de sensibilidad. Va a ver. Cuando se aburrió de ensuciar la casa convenciéndose de que no tenía ninguna condición para escultora, encontró la chifladura de comprar jarrones de tierra cocida y convertirlos en jarrones chinos, pegándoles con engrudo papelitos de distintos colores. Se cansó de esto y me gastó un capital en pinceles pomos de pinturas; quería retratarme y me hizo pasar dos domingos inmóvil para hacer un mamarracho que la convenció que también estaba equivocada, y entonces dio en algo más práctico y económico. ¡Iba a ser novelista! Yo, como siempre, le dije que hiciera su voluntad, y entonces empezó a escribir una novela imaginativa de sus amores con Rodolfo Valentino. Como es natural ella era la protagonista y el tal aparecía envuelto en una robe de chambre fantástica. Yo no sabía qué pensar, Balder, si mi mujer estaba loca, si yo para arreglar el asunto tenía que romperle el alma o conformarme con todo. Una vez perdí la paciencia y le di unas trompadas… Dígame, Balder, ¿usted no hubiera hecho los mismo?
Balder deja descansar los ojos en el zócalo verde mar de su oficina
El mecánico prosigue:
—Por fin se convenció de que su carrera estaba en el canto y ya ve, esta vez no anduvo desacertada… Me sacrifiqué para que estudiara y éste es el pago.
Tras de los lentes de Alberto corren dos lágrimas. Repite infinitamente consternado:
—Éste fue el pago… el pago…
—Fume, Alberto.
Balder quisiera acercarse al sufrimiento del otro y no le es posible. Su preocupación gira en torno de Irene. Insiste:
—¿Nunca se le ocurrió a usted que Zulema e Irene pueden ser mujeres idénticas?
Terminantemente barre el mecánico:
—No, no, Balder. Irene es una chica decente, buena, de su hogar. Ha recibido una esmerada educación por padres que saben lo que es disciplina, respeto, principios.
Balder piensa vertiginosamente:
«Alberto es un hombre capaz de fabricar un rascacielos sin cimientos. ¡Lo que es la ingenuidad!».
El otro prosigue:
—No pueden ni compararse. Irene es juiciosa. Vaya si lo es. Yo la he observado. Quizás un poco fogosa como todas las mujeres prematuramente desarrolladas.
—De modo que usted la observó y da fe, ¿no?…
—¿Por qué insiste tanto en eso? ¿Tiene alguna duda, Balder?
—A momentos sí, pero continuemos con lo suyo. Así que usted estaba tan acostumbrado a…
—Sí… estaba tan acostumbrado a ver a Zulema obsesionada de la mañana a la noche con alguna pavada, que cuando comenzó a nombrar al bailarín por aquí y al bailarín por allá, deliberadamente no le concedí ninguna importancia.
—¿Y a santo de qué Zulema le ha confesado su adulterio?
—Está desesperada.
—¡Desesperada! ¿Desesperada de qué? Ella no es mujer de experimentar remordimientos.
—Parece que Rodolfo no quiere tener más relaciones con ella y la angustia la impulsó a confesarme la verdad. Hacía varias noches que no dormía y lloraba.
—¡Qué colosal! Todas estas mujeres creen que arreglan lo asuntos con llanto. Dígame, ¿e Irene no estaba enterada de este lío?
—No; sí Irene hubiera sabido algo, me habría advertido, ¿no le parece? Para eso es amiga mía.
Durante un minuto los dos hombres se contemplan desalentados. Una sombra cruza en cada entendimiento. ¿Conocen ellos a las mujeres que tratan? Alberto mueve la cabeza, rechazando la duda y soliloquia con su voz más sibilante:
—No. Irene no sabía nada. Si no, me hubiera prevenido, ¿no le parece, Balder?
Estanislao siente tentaciones de decirle al otro:
«¿No quiere que le ponga un dedo en la boca? Qué ingenuo es usted. No hace nada más que decir palabras sin fundamento desde hoy. Por otra parte, está enamorado de su mujer y necesita disculparla. Su teoría de que todas las heredosifilíticas deben ser unas rameras, constituye un disparate. Y por otra parte, si las mujeres tienen la misma necesidad de variación sexual que el hombre, ¿por qué él está aquí contándome su drama? Debía serle indiferente la entrega de Zulema a Rodolfo. Alberto quiere a su mujer. Sin embargo, debo aprovechar este momento psicológico. Si Alberto me oculta algo, ahora se va a descubrir». Y lanza la pregunta:
—Dígame, Alberto… ¿esa noche que la señora Loayza me sorprendió conversando con Irene en el tren, no fue una emboscada preparada por usted?
—Balder… Usted no cree en nada…
—No puedo creer…
—Sin embargo, tiene la prueba de que se ha equivocado al juzgarme.
—Sí, es cierto… pero dése cuenta, Alberto, que me estoy jugando en algo muy grave. Y yo creo a medias a Irene.
El otro levantó la cabeza.
—¿Es buena Irene?
—Sí, Balder; sí, Irene es buena. Quizá sea un poco sensual.
—Vea, Alberto, que yo quiero mucho a Irene.
Alberto reflexiona un instante; luego:
—Sí, yo sé lo que le pasa a usted. Tiene un concepto idealista de la pureza. Se olvida que las mujeres tienen necesidades y piensan como los hombres. Pero no crea nada malo de Irene. Debe ser un poco impetuosa, pero siempre ha estado en su casa al lado de su madre. Créame, Balder, Irene es buena. La conozco desde chica. Claro, es lógico, usted duda de Irene por lo que me ha pasado a mí con Zulema, pero el caso es distinto, Balder. Vaya si lo es. Sea sensato. Zulema es heredosifilítica, se ha criado en un hogar donde no existía ningún respeto. El padre era un ebrio y la madre una mujer sin principios morales. ¿Qué quiere que salga de una pocilga así? El caso de Irene es distinto, Balder. Irene lo quiere a usted.
Balder sonrió imperceptiblemente.
—¿Le parece que me quiere?…
—¿Y todavía lo duda? Pero claro. Para que esa chica se avenga tener relaciones con usted estando casado es que lo quiere mucho. Además, Irene se ha criado en un hogar con principios morales. La madre es una señora muy buena. Tendrá su genio así, en el fondo es una mujer de rígidos principios, que sufre por la posición en que usted e Irene están colocados. Si yo no conociera a Irene no le diría estas cosas… Pero piense, Balder, que es para mí como una hija… Vea… si recién hace tres años que sale sola… después que murió el padre.
Balder se muerde los labios para no reír:
«¿Que cree este hombre… que una mujer para perder la virginidad necesita un siglo de calle? Todo lo que dice es inconsistente, vacío. La madre, una señora de rígidos principios morales. Yo no sé dónde descubre esos rígidos principios este hombre». Y, obstinado, insiste:
—Y el novio que tuvo…
—Fue una chiquilinada, Balder. Él le hablaba de las estrellas… ni se tuteaban… Créame, fue algo espiritual.
—¡Ah! Sí…
Callan. Una franja de sol pone un losange amarillo en el muro, y el estrépito gangoso de un claxon llega hasta el recinto. Balder cavila:
«El testimonio de este hombre no puede ser certificación auténtica de la verdad. Si él ha sido engañado por su esposa, ¿cómo puede dar fe de la buena conducta de otra mujer a quien, accidentalmente ve de cuando en cuando? Cierto es que Zulema no lo ha engañado sino que ha violado un pacto. Además, que si la señora Loayza guiara su vida por rígidos principios, no toleraría que su hija tuviera relaciones con un hombre casado, de quien ella sospecha que no piensa sino a medias en cumplir sus promesas de divorcio. Pero el engañador tampoco soy yo, porque lo que he pensado desde el primer momento de Irene y Zulema se va confirmando; entonces de engañador me convierto en engañado. Además que si he interpretado mal he sido empujado a ello por la equívoca conducta de Zulema, Alberto e Irene. ¿Pero si me equivoco respecto de Irene como me equivoqué respecto del mecánico?».
Congoja moral lo encoge en su sillón.
«¿Cómo deslindar la verdad entre este cúmulo atroz de apariencias, pruebas, contrapruebas? ¿No será el diablo quien está dirigiendo semejante juego tramposo? Y yo no deseaba engañar a Irene. La quiero… ¡pero en cambio ella me engaña a mí!». Y Balder salta nuevamente hacia otro ángulo:
—Resulta más que extraño que Irene ignorara las relaciones que Zulema tenía con Rodolfo. Ellas son cómplices.
—No, porque yo también le pregunté a Zulema si Irene sabía algo, y Zulema me aseguró terminantemente que no. Irene no sabía una palabra.
Balder se encoge de hombros.
Mareado a fuerza de acumular razones y desrazones, cierra los ojos intranquilo. Ha entrado sin duda alguna, al camino tenebroso y largo. Sólo Dios puede salvarlo. Sin embargo, ¡qué curioso!, él también como Alberto ha tratado de formalizar un pacto de sinceridad recíproca con Irene. Recuerda que bajo el arco de la estación Retiro, junto a un pilar, interrogó a Irene. ¿Era o no virgen? Y aunque su respuesta fue afirmativa, él no pudo admitir su veracidad total. Estaba seguro que Alberto deseaba que su mujer lo engañara, y ahora en Alberto descubría un hombre sincero, enamorado de su esposa, ingenuo, porque como todos los ingenuos creía en los pactos y en la sinceridad. Irene mentía como Zulema. Alberto respondía de la honestidad de Irene, como hacía cuarenta y ocho horas garantizaba la fidelidad de Zulema. Con la misma inconsciencia. Los sonrosados espejismos del camino tenebroso y largo se han desvanecido. La castidad nevada del País de las Posibilidades se ha transformado en la medrosa perspectiva de la Tierra de los Pantanos. Cubiertos de fango, ellos chapotean bajo un sol enhollinado, lanzando pequeños gritos de monstruos tartamudos. La extensión se cubre de hedores a excremento, cardales horribles menstrúan espinosos bulbos azulados, Irene y Zulema los llaman haciendo arduas señales con sus manos tiznadas de betunes y marrones fecales, y Balder exclama:
—Esto es horrible.
—¿No es cierto?
Estanislao clava la mirada en aquel hombre. Instantáneamente le es enormemente odioso. La inepcia de Alberto refleja su inepcia, la estupidez de aquel hombre es la suya. Alberto es un desdoblamiento de él, Estanislao Balder, y durante un instante éste experimenta la extraordinaria vergüenza de haber sido engañado ante millares de testigos que pueden asegurar riéndose:
«Este hombre era tan imbécil que creyó en la pureza de una audaz espuria».
—¿Qué piensa, Balder?…
—Tengo la cabeza pesada, Alberto. La vida es una máquina espantosa. Me doy cuenta que los problemas no se pueden resolver como en geometría. ¿Qué va a hacer usted?
—No sé… no sé, Balder…
—Bueno, entiéndame… trate de no matar… ¿Qué se ganaría con eso?…
—Es cierto… es cierto…
Alberto se pone de pie. No tienen ya nada que decirse. Se alargan las manos, y al estrechárselas, la mirada del mecánico adquiere una expresión de perro hambriento. El otro entreabre la puerta acristalada y, de pronto, Estanislao, no pudiendo retener ya más su secreto, exclama:
—Venga, Alberto. Tengo que hablar con usted. Es una noticia terrible…
El mecánico queda entre la oficina y el corredor oscuro, con el sombrero flojo suspendido de una mano y la boca entreabierta. Luego se acerca despacio. Murmura:
—¿Ha muerto su señora?
—No… he cortado con Irene.
Alberto dilata los ojos, el hoyo rojo de la boca y, dejándose caer en la silla, levanta la cabeza y pregunta:
—¿Qué ha pasado?
Balder permanece de pie ante el escritorio. Trata de hablar despacio, como si se encontrara ante una clase de alumnos que únicamente lo pueden entender si vocaliza con lentitud:
—Ayer a la tarde he puesto una carta certificada en el correo cortando con ella. Yo pensé que usted venía a verme enviado por la señora Loayza.
—No es posible, Balder. ¿Qué ha pasado?
—Irene no es virgen.
—¿Qué dice usted? ¡Está loco! ¿Cómo no va a ser virgen?
—No es virgen, Alberto.
—Pero no… no es posible. ¿Qué pruebas tiene usted?
—Ayer a la mañana se entregó a mí.
—¡Cómo! ¿No se había entregado todavía?
—No… ayer, para mi mala suerte, se entregó.
—¿Y no es virgen?
—Hizo la comedia… nada más que la comedia.
—Balder… no diga eso.
—Para mí fue una escena tristísima. No se altere y escúcheme. La escena más triste de mi vida. Ella a mi lado desnuda, yo sonriendo falsamente, con un frío horrible adentro. Instantáneamente se acabó todo en mí. La chica de su casa, como dice usted, resultó una mujer interiorizada por completo en la técnica del placer.
—Con razón que usted me hacía esas preguntas. Pero no, no puede ser.
—¿Y por qué no puede ser? ¿Porque es amiga suya?
—Balder, ¿en qué mundo estamos? Pero no, no. Usted se ha equivocado. Hable. No tenga vergüenza. No se puede acusar una muchacha de algo tan grave.
Balder reflexiona:
«Nuevamente este hombre se contradice. Antes las relaciones sexuales eran tan naturales en la mujer como en el hombre. Ahora dejan de serlo. Estoy perdiendo tiempo».
—Vea, Alberto… no quisiera hablar. Pero usted es el responsable. Bueno. Oiga —y como si hubiera alguien que pudiera escuchar su secreto, Estanislao habla en la oreja del mecánico.
Éste escucha moviendo pensativamente la cabeza. Luego inclina el rostro, vencido. Recapacita y agrega tristemente, sin fuerza de convicción:
—Vea, esos tejidos tienen un funcionamiento muy raro.
—Todo lo que quiera, Alberto; pero esa muchacha no es virgen. Además, que ni usted y ni yo somos médicos para hablar de funcionamiento de tejidos. Lo real es que Irene ha hecho la comedia de la virginidad. Me ha engañado terriblemente. ¡Queriéndola como la quería! ¿Para qué mintió? ¿Con qué necesidad? ¿No es estúpido, infinitamente estúpido lo que ocurre? Piense usted, que yo me he mostrado ante ella comprensivo desde el primer día de nuestro trato. Habré mentido en detalles secundarios. En le esencial fui verídico, cuando no siéndolo hubiera ganado mucho más. Y ella en compañía de la cínica de su madre a cambio de una hipotética virginidad me exigía rotundamente el divorcio. Y si a usted no le ocurre la desgracia de que soy testigo, también lo hubiera creído cómplice de esa mujer.
—Balder, no hable así.
—No, Alberto. La madre de esa muchacha no es otra cosa que una indecente comedianta, con alardes de rígidos principios morales. Y yo y usted dos perfectos imbéciles. ¡Hay que ver! Y después a usted se le llenaba la boca mentando la casa de la señora Loayza. Cien veces más decente es Zulema, sí.
—Balder, usted está excitado y no sabe lo que dice. Irene es una chica muy buena. La madre de Irene, una señora decente. Si permitió que entrara a su hogar es porque usted le prometió divorciarse.
—Qué gracioso. Lo único que faltaba es que esa señora me hubiera recibido por mi linda cara. Le prevengo que esta última actitud sería infinitamente más decente que la primera. Si la señora Loayza me permitió visitar la casa, fue porque le prometí divorciarme. ¿El precio de su hija era mi divorcio? Si no, ¿a santo de qué me iba a recibir? Yo era el gran negocio. Un excelente cretino, bien administrado, rinde, aunque sea, el apellido matrimonial. Sólo un idiota puede cargar con semejante viciosa. El pabellón cubre la mercadería, Alberto. Esa gente no tan sólo no tiene vergüenza, sino que además son unos hipócritas redomados. Ahora me explico que una vez, esa digna viuda, conversando con Zulema, dijera: «Balder es un gilito». ¿Usted qué se cree? Me he callado todo lo que he observado, porque sólo así podía descubrir la verdad. No se me escapó absolutamente nada. Entraba a la casa de esa gente como se entra a una cueva de bandidos. Sin saber desde qué ángulo recibirá la puñalada trapera.
—No esperaba con tanta seguridad la puñalada que lo sorprende así.
—¿Esperaba usted el engaño de Zulema? No. Y sin embargo no le faltaban antecedentes, ¿eh? Y me viene a ver… como si dudara de la confesión de su mujer.
Alberto mueve la cabeza. No encuentra razones para defender a sus amigas. Por fin exclama:
—Veo que tiene el prejuicio de la virginidad.
—Sacramente como ellas tienen el prejuicio del divorcio y, después de mi divorcio, el del matrimonio legal. Creo que estamos a la par en eso de prejuicios. Y por otra parte, sinceramente hablando, ¿cree usted que la virginidad de Irene me importa mucho? ¡No, hombre, no me interesa! Si yo lo sospechaba. La prueba, que no me sorprendió. Pude simular ante ella con bastante serenidad.
—¿Y entonces?
—Quiero decirle además otra cosa. No me importaría un pepino que esa muchacha se hubiera acostado con cien hombres. ¿No me acostado yo con cien mujeres?
—¿Y entonces, Balder? ¡No lo comprendo!
—Me repugna ese tendal de mentiras dosificadas, la complicidad de una madre desalmada y de una muchacha hipócrita, y el trabajo de farsa que ambas realizaron. Irene estaba en la absoluta obligación de decir la verdad, cuando le confesé mi estado civil. Jugó con trampa y ¿qué he recogido de esta trampa? Ensuciarme con ustedes en el lío más humillante de mi vida.
—¿Así que si ella le confiesa que no era virgen, usted no entra a la casa?
—Ésa es una pregunta mal intencionada, Alberto. No puedo precisar ahora la conducta que hubiera asumido entonces. De hecho los estados psíquicos son distintos. Procedo sobre la base de lo que me ocurre actualmente. Y valorando todos los disparates que hice por ella. No puedo tener relaciones con una mujer cuya conducta interna es fundamentalmente distinta a la mía. Yo no he buscado en Irene la querida. Queridas puedo tenerlas a granel… e Irene lo sabe también. Ella era para mí el amor puro.
—Lo comprendo.
—Preferiría que no me comprendiera. Posiblemente usted no me comprende.
—¿Por qué me dice eso?
—Tengo la sensación de que usted es mi enemigo.
—Comprendo todo lo que pasa en usted, Balder.
—Gracias. ¿Qué le decía? ¡Ah!, sí… Irene… Yo también pensaba como usted en modelar con mi personalidad el alma querida. Imaginaba la vida consagrada a ella. Trabajaríamos juntos. Quería regalarle lo mejor de mí. Pensaba, ¡no son frases éstas, Alberto, no!, pensaba: «Cuando ella tenga veinticuatro años, todas las mujeres y hombres volverán la cabeza para admirar a esta criatura. En ella adivinarán la súper-mujer». Y ya ve, la súper-mujer se me ha convertido en una hembra solapada, que riendo maliciosamente pasará de mano en mano. ¿No es espantoso esto?
Algunas lágrimas de sal quemante, corren por las mejillas de Balder. Se enjuga rabiosamente los párpados y dice:
—No haga caso, Alberto. Estoy humillado, ofendido tan profundamente como nadie lo estará nunca sobre la tierra. Coloqué los más puros sueños de mi vida en una mujer a quien cualquier hombre podrá manosear impunemente. Y yo, yo que no soy una criatura, estoy destrozado. Creía que la sinceridad era potente ¡y vea si estoy triste!, mi pobre sinceridad no ha conseguido provocar en Irene ni un solo sentimiento de caridad o nobleza. ¡Nada, nada! Salvo los intereses relativos a nuestro matrimonio, su alma ha permanecido estéril. ¡Eso! Un alma reseca por la lujuria y la mentira. ¡Eso! Alma de mujer que miente. Miente siempre, Alberto, siempre. Ha mentido cuando confesaba ignorar si Zulema…
—No ha mentido.
—¡Ha mentido! Le ha mentido a usted, le ha mentido a la madre, le ha mentido a Zulema… me ha mentido a mí… le ha mentido a todos. Miente porque tiene un secreto, miente porque lleva sangre de negros en las venas y los negros mienten siempre. Así los acostumbró el látigo del blanco.
Alberto insiste:
—Zulema me ha dicho que Irene ignoraba…
—Miente también Zulema ahora.
—Pero entonces, ¿en quién se puede creer?
—¿Me lo pregunta a mí? ¡Qué sé yo en quién se puede creer! En nadie, en nada.
El dolor de Balder crece, quemándole las mejillas con su fuego. Alberto cavila como frente a un tablero de ajedrez. Estanislao prosigue:
—Ahora me explico su silencio. Su movimiento de cejas oblicuo y burlón. Sus extrañas prácticas sexuales. Y yo como un estúpido le hablaba de amor. ¡Cómo debe haberse reído de mí la «criatura ingenua»! ¡Ella y la madre! ¡Cómo deben haberse reído! Y dicho: «¿Es posible que éste sea un hombre casado?».
—Balder… Balder, ¡qué hombre es usted! Hace una tempestad en un vaso de agua. Irene es buena y cariñosa. Será sensual, no lo niego, un poco sensual, pero nada más, Balder. Usted se equivoca. Yo he conocido al padre…
—Que era teniente coronel de nuestro ejército… Suma y sigue… y a la madre que es una viuda de rígidos principios, ¿no es así?
—No haga chistes, Balder.
—Los chistes los hace usted, Alberto. Yo no estoy en disposición de hacer chistes.
No tienen más que decirse. Se levantan, van a despedirse, el mecánico a través de sus lentes investiga el amarillento rostro de Balder, e insiste postreramente:
—Vea, Balder; se equivoca. Acuérdese que se equivoca. Mire que a nadie puede condenárselo sin pruebas. Usted se equivoca. Está cometiendo una injusticia atroz… Sí… una injusticia atroz con una muchacha cuyo único crimen es quererlo mucho y habérsele entregado.
Balder niega rotundamente con la cabeza.
—No me equivoco. ¡Esto ha terminado! Irene no era virgen. Entiéndame bien. No era virgen. ¡Y yo para mi desgracia sigo queriéndola!
Alberto coge su sombrero de encima del escritorio, vacila; luego le alarga la mano a Balder y se la estrecha flojamente. Sale. Durante un instante queda detenido en el corredor como si quisiera decir algo, luego el eco de sus pasos se extingue en el linóleo del piso.
Estanislao se deja caer en su sillón, clava los codos en el escritorio y aplasta el rostro sobre las manos rígidas, al tiempo que la voz de su Fantasma le susurra en los oídos:
—Balder, le ocultaste al mecánico el cincuenta por ciento de lo que ocurrió. ¿Por qué no le dijiste que ayer, después que Irene se fue, llegó tu esposa y te reconciliaste con ella?
—Irene no era virgen.
—Y tú conviertes esa verdad en un pretexto que te permite zafarte. ¡Magnífico, Balder!, no discutamos. Te asiste la inhumana razón del jugador. Apostaste a un naipe, la mentira de Irene, y no has perdido. Venciste en buena ley de azar… pero volverás a ella porque tu ganancia es dolorosa y no puede satisfacerte.
—He terminado para siempre.
—Volverás…

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