El estaño de los peces, por Pablo Ramos

CUANDO papá y mamá se casaron, la casa que hasta entonces había sido de la abuela se dividió en dos. La parte de adelante, salvo la habitación y el vestíbulo donde vivía la abuela, quedó para tío Alfredo y su novia, la que sería después tía Laura. Y la parte del fondo quedó para papá y mamá, con un patio lateral al aire libre común
a todos. Como no tenían plata para pagar albañiles, papá y tío Alfredo decidieron construir ellos mismos. Se pusieron a tirar y levantar paredes hasta que consiguieron la distribución más equitativa posible. Pero los hijos no tardaríamos en llegar, e iban a ser necesarias nuevas reformas.
La pieza que compartíamos con mi hermano se hizo sacándole casi todo el espacio a la cocina, por eso teníamos una ventana que daba a la mesada. La cocina había quedado tan angosta que, asomados a la ventana, Alejandro y yo podíamos agarrar cualquier cosa, hasta lo que había dentro de la heladera.
Al año de haber nacido Julia nuestra pieza tuvo que ser dividida en dos para hacer la suya. Papá simplificó la construcción al máximo y levantó una sola pared, dejando media ventana para cada lado. Y si dormir en una pieza con media ventana que da a una cocina es algo que suena raro, peor era que la de papá y mamá ni siquiera tuviera ventana, y su única abertura fuera una puerta doble que daba directo a la nuestra. Así que, para poder entrar a su habitación, ellos tenían que pasar por la nuestra. También para ir a la de Julia. Para ir de nuestra pieza al baño había que pasar por el comedor, y para ir desde la de papá y mamá, había que ir primero a nuestra pieza y luego al comedor. Un comedor que en la época de los abuelos había sido una galería, y que tenía por techo un toldo de aluminio donde la lluvia, por más finita que fuera, sonaba como la tormenta del fin del mundo.
Cualquier discusión que papá y mamá tenían se escuchaba con claridad desde nuestra pieza, por más que ellos estuvieran en cualquier lugar de la casa e intentaran mantenerla en voz baja. A veces mamá decía que nos iba a agarrar a los tres y se iba a ir; papá le contestaba que sin un mango y con tres pibes no iba a llegar demasiado lejos. Las discusiones casi siempre empezaban a la hora de la cena y eran por el asunto del taller. Mamá y Julia terminaban llorando, Alejandro y yo, en la cama antes de tiempo, y papá, tirando su plato de comida contra la pared y yéndose. Después de un rato mamá venía a ver si estábamos bien tapados. Nos acomodaba las frazadas y nos daba un beso. Nos preguntaba si necesitábamos algo o si nos habíamos quedado con hambre, con una voz que era apenas un susurro. Pero Alejandro y yo nunca le contestábamos. Creo que los dos sabíamos que sería peor si le contestábamos: formaríamos parte de algo que a ninguno de los dos nos gustaba. Nos quedábamos quietos, de espaldas a mamá, y nos hacíamos los dormidos.
Una noche la discusión empezó después de la comida. Nosotros ya estábamos acostados y escuché a tío Alfredo que hablaba con papá. Intentaba convencerlo para que aceptara un trabajo que él mismo le había conseguido. Mamá decía que seguir con «algo que daba pérdidas» era un «capricho incomprensible», y que un sueldo, «por más miserable que fuera», era mejor que una «ilusión estúpida». Papá se defendía en voz baja y con pocas palabras, pero le escuché decir bien claro que prefería morirse antes que cerrar el taller. Después hubo palabras sueltas y un arrastre de sillas. Papá dijo algo que no alcancé a entender y salió de casa. Le hablé bajito a mi hermano pero no me contestó. Supuse que se hacía el dormido y entonces insistí, y él, en voz baja, me largó una puteada. Me acurruqué bien esperando a que mamá viniera para acomodarme las frazadas. Pero ni siquiera se asomó a la pieza. La oí hablar con tío Alfredo hasta que me quedé dormido.
Al día siguiente Alejandro se levantó temprano para ir al taller. Hizo tanto ruido que logró despertarme. Me levanté y fui al baño. En el comedor, mamá le daba la leche a Julia. Le pregunté por papá y me dijo que había salido a la ruta, de madrugada, camino a San Nicolás. Supe que las cosas no andaban bien porque papá siempre se despedía de nosotros, por más que se fuera de madrugada y por poco tiempo. Era una costumbre que le había quedado de la época en que hacía esos viajes de varios días en camión. Los camioneros decían que siempre hay que despedirse, porque «la ruta es la ruta y nunca se sabe».
Esperé en la cama a que mamá se vistiera y saliera con la abuela para hacer las compras. No bien me quedé solo me asomé por la ventana y salté a la cocina. Abrí la heladera, agarré el oporto y llené una taza. Encendí una hornalla, pasé la taza varias veces sobre el fuego y me metí de nuevo en la cama. El oporto caliente me hacía despegar como una nave espacial; el corazón me latía muy fuerte y, para volver a la tierra, me tenía que hacer dos o tres pajas seguidas. Después de un buen aterrizaje lo que más me gustaba era quedarme el resto de la mañana tirado en la cama, tapado hasta el cuello, mirando revistas hasta la hora en que Alejandro y Coco llegaban para almorzar.
Durante el almuerzo de ese día Coco habló con mamá del problema de las bobinas coreanas. Ni siquiera tenían marca y los importadores las llamaban universales porque servían tanto para un Ford como para un Chevrolet, para un Rastrojero, un Toro, un Di Tella o un Fiat 125. Coco sabía que eso lo ponía furioso a papá, que decía que cada marca y cada modelo de autos había tenido siempre su propio diseño de bobina; y que lo de una bobina universal era una burrada o una estafa. Pero según Coco las bobinas coreanas eran muy baratas y de verdad andaban en cualquier marca de auto. Mamá siguió la conversación pero en ningún momento le dijo a Coco lo del trabajo que había conseguido tío Alfredo, y me di cuenta de que era porque no quería que Coco se enterase de nada.
Papá volvió a la mañana siguiente y todos nos alegramos de verlo. Estaba de buen humor y traía una sorpresa. Había comprado una pecera y seis peces de colores que llevaba dentro de una bolsita de nailon llena de agua. Dijo que era un regalo que los hombres de la casa le hacíamos al taller, porque le habían dicho que los peces de colores traen buena suerte. Mamá no pareció entusiasmarse demasiado, lo ayudó con el bolso a papá y se metió en casa.
La pecera medía como un metro de largo y los peces eran seis: uno anaranjado, otro transparente y cuatro grises con manchitas celestes y amarillas en el lomo. Lo de la buena suerte se lo había dicho una gitana, en la ruta 9. Papá nos contó que la gitana le leyó la mano y adivinó que las cosas iban a mejorar. Después le vendió los peces y dijo que le darían una larga vida al taller. También se mandó una bendición en su propio idioma y le tiró dos chorros de leche directamente de la teta izquierda contra el parabrisas de la camioneta. Con Alejandro lo fuimos a ver, y aunque a mí me dio asco papá nos dijo que había que dejar el pegote de leche ahí, en el parabrisas, hasta que fuera lavado por la lluvia. También dijo que era de creer o reventar, porque después de eso, en San Nicolás, se habían vendido todas las bobinas de una vez y tuvo que volverse sin llevarles ni una sola a los clientes de San Pedro.
La pecera traía unas plantas de plástico verdes y anaranjadas, un pedazo de tronco petrificado y una bolsa con piedritas multicolores que servían para filtrar la mierda de los peces. En una caja aparte estaban el aireador y el frasquito de la comida. La abuela nos dijo que en su país las peceras eran de mala suerte, pero nosotros no le creímos. La ubicamos sobre el banco de los papeles, contra la pared donde había estado el afiche de Andrea C., y donde ahora había un espejo enorme. El espejo duplicaba la pecera y daba un efecto muy hermoso. Sobre todo a la tarde, cuando los rayos del sol atravesaban los vidrios de la puerta y coloreaban el agua con los reflejos de las piedritas del fondo. Como había predicho la gitana el taller se llenó de vida y la pecera pasó a ser, desde ese momento, una esperanza secreta que compartíamos papá, Alejandro y yo.
A Fernando lo conocí cuando pasó lo de mamá. En realidad ya sabía quién era porque había nacido en la casa vecina a la nuestra, pero jamás, hasta ese momento, había hablado con él. Fernando era músico y homosexual, o sea maricón. Tenía unos veinticinco años y antes de cumplir los dieciocho se había ganado una beca para estudiar piano en Francia. Yo era chico pero me acuerdo de la peña que se organizó en el Brisas del Plata para comprarle el pasaje. La madre de Fernando se llamaba Doña Lola y se había muerto durante el cuarto año que él pasó en Francia. Los vecinos dijeron que se había enfermado de mala sangre cuando se enteró de que al hijo, aparte de enseñarle a tocar el piano, lo habían vuelto maricón. Por supuesto que Fernando lo era desde antes de irse, pero Doña Lola había sido la única persona del barrio en ignorarlo. Quién sabe, en realidad, Fernando no era de esas personas a las que lo puto se les nota enseguida. Tenía tanta pinta de hombre que casi todas las minas del barrio (incluyendo a más de una de nuestras madres) estaban recontra muertas por él. Los Pibes le decíamos el putazo, porque así lo llamaban en la barra de los grandes. La diferencia estaba en que nosotros no le habíamos tomado ninguna bronca; en cambio a los grandes les venía bien cualquier excusa para ir y romperle la cara. Porque era puto, supongo, o por la pinta que tenía. Hay que reconocer que era injusto de su parte tener tanta pinta al pedo; aunque tampoco era su culpa. Yo nunca me hubiera imaginado que iba a encontrar en Fernando un amigo. Pero así fue. Porque estuvo ahí cuando pasó lo de mamá, y fue el único que en los meses que siguieron se interesó en mí, es decir, en lo que yo pensaba. Y creo que lo entendió todo. Incluso lo que yo todavía no puedo entender. Él nunca trató de darme una respuesta, lo que hizo fue regalarme un libro: el primer libro que tuve, y que cambió mi vida para siempre.
Lo de mamá sucedió el primer lunes de marzo, un día antes del comienzo de las clases (ese año, por culpa de una invasión de cucarachas, las clases habían empezado un martes). Yo estaba en el comedor. Comía un pedazo de torta y hojeaba una revista de historietas cuando sentí el ruido: como si alguien le hubiera dado una trompada a la pared. Giré la cabeza y vi cómo la puerta corrediza del baño se abría apenas. Y una mano: la mano de mamá asomaba al ras del piso. Me quedé duro, quizá fue sólo un instante pero lo recuerdo bien. Oí un sonido débil, un quejido y entonces me acerqué. Estaba asustado y apenas podía caminar. Corrí la puerta y vi a mamá tirada: el pelo rubio revuelto, lleno de sangre, tanta sangre que casi me hace vomitar. En principio no supe cuál era su cara, cuál su nuca. Recuerdo que tenía el pelo revuelto y ensangrentado sobre los hombros desnudos; que estaba boca abajo, apenas envuelta en una toalla, con la cabeza de costado y los brazos extendidos con las palmas hacia arriba. Oí otra vez el quejido, como una i débil que salía junto con su respiración. Me agaché y le tomé la mano. La mano de mamá, que siempre había sido tibia, estaba helada. Lentamente se cerró sobre la mía y su voz, apenas audible, dijo algo que yo entendí: «a la abuela, no». Me levanté y corrí, casi me mato contra una silla, crucé el patio, salí a la calle y llegué a la puerta del taller.
Estaba cerrado con llave. Alejandro y Coco habían dejado un cartelito que decía Volvemos en una hora. De la bronca le di una patada a la puerta. Me di cuenta de que la dueña de la casa de al lado me miraba, oculta detrás de la cortina de su ventana. Levanté la mano y, antes de que pudiera hacerle otra seña, la mujer se metió adentro. Entendí que la única posibilidad que me quedaba era despertar a la abuela. Se me revolvían las tripas de sólo pensar en su cara de velorio anticipado. Crucé la calle corriendo y fue ahí cuando, ciego por completo, me llevé por delante a Fernando. Me preguntó si me pasaba algo y le conté.
Entramos, pasamos la parte de mis tíos y nos metimos en mi casa. Fernando se sacó el saco y fue a ver a mamá. Se arremangó la camisa y supo enseguida lo que debía hacer. Tomó a mamá por abajo de los brazos y la sentó en el piso. Empapó una toalla y su propio pañuelo en el chorro de agua de la pileta y después se agachó y le puso la toalla mojada, hecha un rollo, detrás de la nuca. Todo lo hacía con mucho cuidado y la verdad es que lo maricón no se le notó ni siquiera un poco. Mejor dicho: no fue para nada un maricón. Me acerqué y vi la cara de mamá; estaba pálida y con un tajo sobre la ceja izquierda que seguramente se había hecho al caer. Ya no le salía sangre. Pensé que se le había acabado y sentí miedo. Había un montón de pastillas color rosa desteñido, amontonadas y humedecidas en el fondo de las pileta. Se va a morir, pensé, mientras miraba cómo Fernando le sostenía la cabeza y le enjuagaba la cara con el pañuelo. En realidad el pensamiento me llegó como una revelación, o como una voz pesimista que me decía que mamá ya estaba muerta. Se lo dije a Fernando.
—De qué hablás —me contestó—, a tu mamá no le va pasar nada —anotó un número en un papelito y me dio un juego de llaves—. Andá hasta mi casa, llamá de parte mía y decile al doctor que venga rápido. Es un amigo mío, ¿sabés usar el teléfono?
Le contesté que también sabía sacudírmela solo, pero enseguida me arrepentí: Fernando estaba ayudándome, muy preocupado y muy seguro de cómo manejar la situación. Me pareció injusto haberle contestado así. La casa de su madre era una de las pocas que tenían teléfono por aquel entonces, y la pregunta de Fernando había sido lógica o, por lo menos, bien intencionada. Pero yo estaba furioso. Miraba a mamá y hacía un esfuerzo por no odiarla con toda el alma. De golpe ella se me había revelado como una persona falsa. Siempre nos había dicho lo mucho que nos quería pero ahora ni siquiera había pensado en nosotros y había querido matarse. Sentí ganas de que se muriera ahí mismo si tanto lo deseaba, y se lo dije a Fernando. Él, lejos de reprocharme alguna cosa, me repitió que todo iba a estar bien, que a mamá no le iba a pasar nada y que más tarde, si yo quería, hablaríamos tranquilos.
Corrí por el pasillo hacia la calle con la tarjeta en una mano y la llave en la otra. Entonces me ocurrió: ni bien uno de mis pies tocó la calle el tiempo se detuvo. Y se detuvo de verdad. Me quedé congelado, los pies firmes en el umbral de la puerta de mi casa, como si fuera un soldadito de plástico en acción de guerra. Pero no me sentía pegado al piso o con las piernas metidas en un tacho de brea o cosas así, no, nada que ver. Ni siquiera sentía los pies, ni las manos, ni la cabeza. La calle Magán parecía otra calle, lejana, con un viento que, pude sentir, soplaba de manera irreal. Un vecino pasó frente a mí y creí que iba a asombrarse de ver a la estatua viviente del hijo del bobinador en posición de salir de su casa, pero lejos de asombrarse me ignoró por completo. Pensé que si conseguía saludarlo me salvaba, pero no pude. La cabeza me funcionaba, y a mil, pero no podía transformar mis pensamientos en acciones. Entonces, como si se volvieran contra mí todos los deseos que un instante atrás había tenido respecto a mamá, sentí que me moría, encadenado al umbral de mi casa, sin fuerzas para respirar.
Creo que un segundo antes de la locura me salvó Fernando, y desde ese momento se convirtió en mi ángel de la guarda. De ahí en más, nunca lo volvería a llamar el putazo, ni siquiera frente a uno de los grandes.
—Qué hacés todavía acá —me dijo; y sentí cómo, poco a poco, mis músculos volvían a moverse—, tu mamá ya está mejor, la dejé con tu abuela, quería asegurarme de que hubieras llamado al médico.
A la mañana siguiente me vino a despertar tía Laura. Mamá seguía dormida por las pastillas que le había recetado el médico. A mí me pareció raro que después de todas las que se había tomado por su cuenta le hubieran recetado más; pero pensé que para eso estaban los médicos, para recetar pastillas. Era el primer día de clases y tomé el desayuno, en la casa de mis tíos, junto a Julia y mi prima Daniela. Era muy divertido verlas tomar la leche; sentadas en sus sillitas altas, una a cada extremo de la mesa. Sostenían la mamadera por una manija de plástico y la manejaban con una habilidad sorprendente. Cuando se cansaban, podían cambiarla de mano rapidísimo, como si, para ellas, no hubiera diferencia entre usar la derecha o la izquierda. Eran dos nenas lindísimas y con personalidades distintas. Julia era la más revoltosa y ya, para ese entonces, hablaba hasta por los codos. En realidad decía un montón de sílabas seguidas y sin sentido, pero entonaba los sonidos como si se tratara de una verdadera conversación. En cambio Daniela —quizá porque era más chica— era callada, aunque muy inteligente. Julia era morocha, igual que papá, con la nariz chiquita y las orejas gordas que incitaban a las personas más cargosas a toquetearlas, como si se las quisieran arrancar para hacerse una compota. Daniela, en cambio, era de piel blanca y pecosa: muy parecida a tía Laura.
Tía Laura era pelirroja. Se había recibido de técnica de laboratorio y eso quería decir que era mucho más inteligente que el resto de las mujeres del barrio. Trabajaba en el hospital Compañera Evita. Era una persona muy solidaria y siempre que un vecino necesitaba una inyección o un análisis apurado ella se encargaba de todo. Hay que reconocer que tenía un carácter bastante podrido y que se enojaba con facilidad, pero conmigo le pasó muy pocas veces. Mamá decía que un carácter podrido es mucho mejor que ningún carácter, porque tía Laura era la única capaz de poner en su lugar a la abuela. Y esa mañana, antes del desayuno, dio una prueba de ese carácter. La abuela me había llevado aparte y me estaba diciendo que no se me ocurriera hablar en la escuela acerca del asunto de mamá; pero tía Laura la oyó, me dijo que me sentara con las nenas y se puso a hablarle a la abuela. Yo vi cómo la vieja la escuchaba sin decir ni mu, y cómo después se iba, haciéndose la nerviosa.
Tía Laura me sirvió café con leche y tostadas con un dulce raro que había hecho ella. También me puso un Capitán del Espacio en el bolsillo del guardapolvo para que me lo comiera en el recreo. Insistió tanto en peinarme el remolino que casi me hizo llegar tarde al primer día de clases. Yo me quedaba quieto, y era muy lindo sentir su piel tan cerca, el perfume de su cuello, de su pelo colorado como el sol de la tarde.
Esa mañana no vi a papá ni a Alejandro, porque se habían ido temprano. Mi hermano estaba en primer año del industrial y como la escuela quedaba cerca del Riachuelo, tenía que salir más temprano para tomarse el ramal Barracas al Sur del 8 La Colorada. Llegué justo cuando terminaban la oración a la bandera. Me puse en fila con mis compañeros y, una vez que estuvimos en el aula, buscamos nuestros nombres en los pupitres y cada uno se sentó en el banco que le habían asignado. Entró Marta, la portera, y nos pidió orden y silencio. Detrás de ella entró la señorita Cueto y arrancó con el discurso.
Nos dijo, como si no nos hubiéramos dado cuenta, que estábamos en séptimo grado. Que muchos de nosotros teníamos ya doce años y algunos hasta trece y que eso implicaba una responsabilidad adicional. No aclaró cuál era, y nos dio la novedad de que, por una nueva disposición para las escuelas de provincia, ese año íbamos a tener tres maestras.
—… y si una sola maestra es como si fuera una madre, tres vienen a ser una gran familia —dijo la Cueto, y creo que nadie le entendió un carajo.
Mi grado era el Séptimo A, y aunque se sabe que en el A se agrupa siempre a los mejores alumnos, conmigo estaba la Rata, que había pasado tan de pedo que ni él lo podía creer. La Cueto seguía con el discurso de bienvenida que nos daba todos los años. Siempre que la Cueto nos decía algo a mí me parecía exagerado, pero esa vez de verdad se había pasado de rosca. Ninguno de nosotros hubiera podido ver a una maestra como una madre. Y es que una madre, por fea que pudiera ser, no se parecía en nada a un vejestorio pintarrajeado como la señorita Cueto. En eso pensaba cuando mi compañero de banco me pegó un codazo porque a la vieja ya se le había formado el hilo de baba. Esta vez fue un hilo grueso y con puntitas de espuma; y lo más asqueroso fue que, antes de que se le cortase, levantó un vaso que tenía sobre el escritorio, tomó un sorbo de agua y se lo tragó. Casi vomito sobre la nuca de mi compañero de adelante. Entonces se abrió la puerta y entraron dos de las tres maestras que íbamos a tener. Yo las conocía muy bien, se llamaban Otilia y Ofelia, y parecían dos momias egipcias a las que les hubieran sacado las vendas para vestirlas de payaso. La Cueto sonrió y besó a sus compañeras. Después nos pidió un aplauso, porque Otilia y Ofelia cumplían ese año «las Bodas de Rubí con la escuela Número Diez Doctor Ricardo Gutiérrez».
Todos aplaudimos y soltamos alaridos exagerados de alegría, mientras las viejas, emocionadas, saludaban agitando las manos. Yo trataba de imaginar cuántos años podía durar un rubí cuando la puerta del aula se abrió otra vez. Entró una mujer muy joven, tan linda que en el aula se produjo un silencio instantáneo. Yo no podía creer lo que estaban viendo mis ojos. Enseguida me puse a rezar, a pedirle a Dios que fuera ella nuestra tercera maestra. Pero mientras lo hacía comencé a sufrir un terrible agarrotamiento en la entrepierna y pensé que lo mejor era dejar de rezar, porque podía llegar a ser una herejía de mi parte.
La princesa caminó derecho hacia donde estaban los tres vejestorios. Les dio un beso a cada una, y la Cueto, tomándola del hombro, la enfrentó a nosotros.
—Ella es la señorita Florencia —dijo—, su nueva maestra de Lengua.
Habíamos tenido sobreturno y por eso, cuando salimos, no vimos a ninguno de los pibes. La Rata sacó el tema de lo buena que estaba la de Lengua y me dijo que no daba más de las ganas de ir y hacerse una paja. Le dije que hacérsela a cada rato era una enfermedad, y que a mí no me había parecido tan linda.
—Pero no viste las tetas que tiene —me dijo la Rata.
Camino a casa me di cuenta de que yo pensaba en la señorita Florencia no sólo para hacerme una paja, y que durante la clase de presentación había sentido algo distinto.
Llegamos y me despedí de la Rata. Abrí la puerta del pasillo. De la cocina de tía Laura salía olor a milanesas. Pasé de largo y entré en mi casa. Tuve la sensación de haber caído en un pozo. Pensé que a todo el que entraba en mi casa le debía pasar lo mismo. Es que al fondo jamás llegaba la luz del sol. Mamá decía que nos había tocado la peor parte y siempre se quejaba de lo mismo: de «vivir en el fondo». No sé, pero cuando uno llegaba de la calle —y sobre todo si era un día de sol— tenía que hacer un gran esfuerzo para no entristecerse.
Entré en mi pieza y me saqué el guardapolvo. Abrí apenas la puerta del cuarto de mamá y espié por la rendija. El velador estaba encendido y ella, apenas iluminada por esa tenue luz, estaba sentada en la cama. Iba a cerrar suavemente cuando me di cuenta de que me miraba. Levanté la mano y mamá me hizo señas para que entrase. Me acerqué despacio y le di un beso. Tenía un moretón en la cara y una gasa sobre la ceja. Le pregunté si necesitaba algo aunque podía ver que tía Laura se había ocupado de todo. Me hizo un gesto de que todo estaba bien, después me indicó con la mano que me sentara junto a ella. Pensé que estaría muy cansada como para querer hablar. Me acarició la cabeza un rato largo y, justo cuando me estaba poniendo nervioso, entró tía Laura.
—Está el doctor —dijo en voz baja.
Se abrió la puerta y entró un hombre que a mí me pareció demasiado joven para ser doctor. Detrás entró tío Alfredo.
—Andá a comer, Gabriel —me dijo—, tu papá y tu hermano ya están en la mesa.
Salí de la habitación y oí la voz de Alejandro. Entré en el comedor y saludé. Papá comía mirando su plato y Alejandro, que no se había sacado el guardapolvo celeste de la secundaria, tenía una cara de canchero que daban ganas de estropeársela. Me senté con ellos.
—¿Así que vas a hacer un martillo? —le preguntó papá a mi hermano con la voz dura y desganada, como si hablar le hubiera costado el último aliento.
—Sí —contestó Alejandro—, es una reverenda boludez.
Esperé, ansioso de que papá me preguntara también a mí sobre mi primer día de clases. Papá casi nunca preguntaba nada, mamá decía que era porque él tenía una manera distinta de preocuparse. Como Alejandro había hablado de su clase de taller yo también quería contar lo mío. El silencio me puso nervioso.
—Vamos a leer el libro de un inglés —dije.
—Ah, qué bien —murmuró papá sin despegar la vista de su plato. Esperé que me preguntara algo pero él ni siquiera me miró. Esperé un poco más: todo lo que pude aguantar, hasta que el silencio se me hizo insoportable.
—Porque este año tenemos tres maestras; la de Castellano tiene veinticinco años —dije, y a mi hermano se le borró la sonrisa de canchero de la secundaria.
Después de eso comimos en silencio, como si no hubiera ningún problema y como si fuera normal que mamá estuviera ahora en su pieza, enferma de algo que nadie terminaba de nombrar. Yo hubiera querido charlar, preguntar cosas, pero nadie decía nada. Me di cuenta de que papá trataba de ignorar los murmullos que llegaban desde su habitación. Entró la abuela, con Julia de la mano. No bien Julia nos vio se puso como loca y se vino trastabillando hasta la silla donde yo estaba sentado; ahí juntó fuerzas y se fue hasta la de Alejandro. Mi hermano la alzó y la sentó sobre la mesa.
—Gabiel —dijo Julia bien clarito, y yo me quedé maravillado. Hubo un silencio y después Julia soltó una risa.
—Alejandro —dijo mi hermano, y se señaló el pecho con un ademán exagerado.
—Gabiel —insistió Julia, y me señaló con su chupete.
No podía creerlo: de repente Julia era capaz de decir mi nombre. Tomé el portarretratos que había arriba de la mesa y comencé a señalarle una cara y a decir después el nombre de la persona. Julia trataba de repetirlo y a veces lo lograba con bastante claridad; cuando el nombre era largo, como en el caso de Alejandro, ella decía solamente la última parte. Lo mejor fue cuando le hicimos repetir una y otra vez el nombre de la abuela, que era Concha, hasta que papá se calentó y tuvimos que reemplazarlo por el de Concepción, que era mucho menos divertido e imposible de pronunciar para Julia.
—En mi país el nombre Concha es para las mujeres distinguidas —dijo la abuela.
—Bela Concha —dijo Julia, y Alejandro y yo largamos una carcajada.
La abuela alzó a la nena y salió dando un portazo. Yo pensé que la cosa se iba a poner fulera con papá, pero él no dijo nada, mantuvo la mirada fija sobre su plato vacío. Estuvo un rato así; después se levantó y salió de casa.
Alejandro y yo nos terminamos las milanesas y entonces mi hermano me mandó de campana a la puerta de nuestro cuarto, espiando hacia el de mamá, y sirvió dos vasos de vino tinto con soda. Se tomó su vaso y me reemplazó en el puesto de campana para que yo me tomara el mío. Con un vaso de tinto y soda yo quedaba súper contento, y se me abría un nuevo espacio en el estómago, así que —como no había más milanesas— ahuequé un pan a lo largo, lo impregné en aceite, lo llené de azúcar, y me lo comí como un desesperado. Alejandro no aguantó más y me preguntó por la maestra de Lengua. Yo me hice el misterioso, pero le dejé bien claro que era la mina más linda del mundo.
Salió tío Alfredo acompañado por el doctor. Estaba serio y nos preguntó si no teníamos tarea o algo que hacer en otro lugar. El doctor se sentó y apareció tía Laura, puso la pava en el fuego y tres tazas con un saquito de té en cada una, sobre la mesa.
—Bueno —dijo Alejandro—, me voy al taller, a ver si necesitan una mano.
Tío Alfredo me pidió que lo acompañara y que de paso les diera de comer a los peces.
—Les doy siempre más temprano —le dije.
Tía Laura me dijo que me cruzara igual, porque tenían que hablar a solas con el médico.
De mala gana salí detrás de mi hermano. Me daba bronca no poder enterarme de nada. Entré en el taller, saludé a Coco y le pregunté por papá. Me dijo que había salido a hablar por teléfono para cerrar un negocio.
—Parece que el cobre se va a ir por las nubes —dijo Coco.
Coco, decía papá, era muy buen bobinador pero no entendía nada de números. Entonces, cuando había un montón de bobinas para hacer, casi nunca estaba preocupado por nada. Pero cuando el trabajo empezaba a escasear no se le borraba la cara de culo ni con el mejor gol de River. Le pregunté si quería que le cebara unos mates, me dijo que sí y se puso contento.
Llené la pava y la puse sobre el calentador eléctrico. Dejé todo preparado arriba del banco de los papeles y les tiré una pequeña lluvia de comida a los peces. Estaba por cebar el tercer mate cuando entró papá. Llené el jarrito, se lo di y él se lo tomó de una sola chupada.
—¿Cómo te fue? —le preguntó Coco.
—Compré para todo el año, hay que jugársela.
Papá dijo que eran quinientos rollos de alambre, y que iban a levantar los pagarés con el trabajo que fuera viniendo.
—La garantía son las máquinas y la camioneta —agregó—. Y en el peor de los casos tenemos el cobre y el estaño; y el metal siempre es plata en mano.
Coco dijo que estaba bien, que no había razón para preocuparse y se concentró en su trabajo. Miré a papá, traté de imaginarme lo que estaría sintiendo en ese instante. Papá se sentía solo y, aunque todos estuviéramos ahí, también se sentía triste. Por lo que le había pasado a mamá, y porque el taller, que él mismo había construido hacía tantos años, parecía estar condenado.
Pasaron cuatro meses y las cosas seguían empeorando. Se decía que el dólar se podía ir a las nubes y, aunque yo no entendía de qué estaban hablando, le oí decir a papá que si llegaba a aumentar, aunque fuera un poco, estábamos listos.
En casa decían que mamá estaba bastante recuperada. Yo no la veía muy bien, y aunque había vuelto a levantarse para atender a Julia y a veces hasta nos servía la comida, el cuerpo flaco y la cara pálida que andaban por la casa no parecían mamá.
Séptimo grado era tan aburrido como cualquier otro, menos martes y jueves porque teníamos Lengua con la señorita Florencia. Las horas con ella se hacían cortas y casi siempre eran interesantes. Habíamos terminado de leer La isla del tesoro, y como se acercaba la fiesta del 9 de Julio y por lo tanto las vacaciones de invierno, ella nos había dicho que a los de séptimo A nos tocaba hacer una obra de teatro. Todo el grado estaba enloquecido, menos la Rata que casi nunca lograba interesarse por algo. La obra iba a tener un guión que alguno de nosotros, con la ayuda de la maestra, haría sobre la base de La isla del tesoro. También iba a participar un amigo de la infancia de la señorita Florencia, un amigo que, según ella, se había convertido en un gran artista. Yo me imaginaba que me elegían a mí para hacer el guión y que entonces iba a conocer la casa y la intimidad de la señorita Florencia. Aunque sabía que eso era imposible porque yo no era el mejor alumno del grado, ni tampoco el que a ella le despertaba más interés.
Uno de esos días, sobre el final de la última hora, me mandaron a llamar. Estábamos en Ciencias Sociales y la señorita Otilia me pidió que guardara los útiles y fuera a la Dirección porque querían hablar conmigo. Pensé que había pasado algo en casa y me puse nervioso, aunque traté de disimularlo. Levanté mis cosas, salí al pasillo y comencé a caminar hacia la Dirección. Caminé despacio: sin ganas de llegar. Miraba las paredes pintadas en dos tonos de gris, los radiadores plateados de la calefacción, las luces blancas y violetas de los tubos fluorescentes que colgaban del techo. Era mi último año y sentía por primera vez que había algo en ese edificio que yo iba a extrañar para siempre.
Llegué y me llevé una sorpresa: sentado junto a la Cueto estaba Fernando. Yo me había parado frente a la puerta de vidrio y ellos no se habían dado cuenta. No lo había vuelto a ver después de las dos o tres veces que él había pasado por casa para preguntar por mamá. Había dejado de venir, y yo estaba seguro de que la abuela había tenido que ver en eso. En un principio pensé que a ella le molestaba que Fernando fuera lo que era, pero no tardé en darme cuenta de que el motivo real era que Fernando sabía muy bien lo que le había pasado a mamá; a la abuela seguramente le molestaba que alguien de afuera estuviera metido en el asunto.
Oí una voz conocida y enseguida la señorita Florencia salió de la sala de profesores que estaba pegada a la Dirección. Llevaba una bandeja con tres tazas blancas. Pensé que si a alguien, alguna vez, se le ocurría mearle dentro de la taza se las iba a tener que ver conmigo.
—¡Gabriel! —dijo no bien me vio, como si repentinamente se hubiera llenado de alegría.
Fernando se levantó de la silla y la Cueto me dijo que podía pasar. Por suerte me frené en seco y dejé que pasara primero la señorita Florencia.
—Todo un caballero —dijo ella, y su perfume, mezclado con el aroma del café, me perforó el alma.
Saludé a Fernando y obedecí a la Cueto que en un segundo ya me había pedido como tres veces que me sentara. Habré tenido una cara de asustado terrible, porque la Cueto se apuró a tranquilizarme.
—No pasa nada, querido —me dijo.
Tomó un sorbo de la taza y arrancó. Dijo que «los chicos» (señaló a Fernando y a la señorita Florencia) estaban preparando una obra para que representásemos nosotros: «sus queridos alumnos de séptimo A». Una obra de piratas y buscadores de tesoros, con música original de «Fernandito», porque «Fernandito» había sido alumno de séptimo A y ahora era un músico que triunfaba en Europa, y «Florencita», otra ex alumna, hoy nos llenaba de orgullo enseñando entre las paredes que la vieron crecer.
—Pensar que los años pasan y pasan y una sigue y sigue en este sacerdocio que es la enseñanza escolar primaria.
Después se despachó con lo sacrificado que era el sacerdocio, y algo más que no le entendí muy bien. Tosió, estornudó, soltó varias veces carcajaditas y hasta sonrió, con los ojos llenos de lágrimas, por la «satisfacción» de ver a la señorita Florencia y a Fernando ahora: «dos chicos maravillosos».
—Perdonen que los llame chicos, pero para mí todos son chicos…
La Cueto hablaba a una velocidad vertiginosa y nadie hubiera podido discutirle: para ella, hasta Tután Camón debía ser un chico. Ni Fernando ni la señorita Florencia eran capaces de meter un bocado, y el discurso de la directora fue y vino mil veces como una calesita supersónica. Después de un rato ya se le había formado el hilo de saliva que se le deslizó desde el costado hasta el centro de sus labios, para quedarse un rato ahí y emprender el camino de regreso. La Cueto, entusiasmada por el reencuentro de viejos alumnos, generaba más baba que un caracol y yo empecé a deprimirme. Con desesperación intenté pensar en otra cosa. Miré a la señorita Florencia: tomaba sorbos cortitos de café y sus labios, rojos y delicados, se apoyaban de tal manera en el borde de la taza que yo pensé que me moría en ese momento.
—… y bueno —dijo por fin la Cueto—, los dejo trabajar en paz.
Hubo un silencio y después intervino Fernando.
—Gabriel, ¿estás bien? —me preguntó.
—Necesito ir al baño —dije.
Me dejaron pasar al baño de la Dirección. Entré y, no exagero, fue como meter la mano en una caldera a punto de explotar: casi no tuve tiempo de sacarla, ni en la mejor época de Andrea C. me había pasado lo mismo. Me lavé las manos y salí mucho más tranquilo. La Cueto se había ido y yo quería que me explicaran de qué se trataba todo esto.
—Queremos que nos ayudes a armar la obra —dijo la señorita Florencia—; Fernando te aprecia mucho, y yo creo que para estos casos es bueno que seas un soñador.
—Mirá, Gabriel —dijo Fernando—, como somos vecinos vamos a trabajar en mi casa, tenemos una semana para armar el guión y la música.
Aunque la idea era para entusiasmarse —quiero decir: cualquiera en mi lugar se habría entusiasmado con ella—, me sentí mal. Estaba avergonzado, por lo de soñador; era algo que siempre me decía la Cueto, pero ahora que la señorita Florencia había usado la misma palabra creí que ella también era parte de lo mismo, y que era incapaz de ver más allá de las apariencias. Sentí que, por distinta que fuera ahora, se convertiría con el tiempo en una persona falsa.
—Yo no soy soñador —dije.
—Bueno, Gabriel —dijo la señorita Florencia—, ser soñador es, para algunas cosas, algo muy bueno.
—Algo muy bueno que yo no soy —dije.
—Pensé que podíamos ser amigos —dijo ella, y se levantó un poco fastidiada.
Ojalá no lo hubiera dicho. Era una mentira espantosa: nunca un adulto iba a ser de verdad el amigo de un chico. No sé, pero era horrible, yo me hacía una idea de alguien y esa idea crecía y crecía en mi cabeza para el lado que yo la alimentaba; después, un santo día, esa persona largaba dos o tres palabras y todo se me iba la mierda. ¿Por qué me habían llamado a mí? Yo no era el mejor alumno de mi clase, y la señorita Florencia no me hablaba mucho, hablaba casi siempre con María Campari, o con los hermanos Alonso: unos gemelos tan inteligentes como uno se podía imaginar. Sentí que todo era una farsa y no entendía por qué me habían elegido a mí para llevarla a cabo.
—La idea fue mía, Gabriel —dijo Fernando—, hablé con tu tía Laura y me dijo que te veía mal, que necesitabas despejarte.
Me habría gustado que la tierra se abriera bajo mis pies, justo en ese momento, y me tragara para siempre. Otra vez me sentí avergonzado. Pero pensé que, al menos, la sinceridad de Fernando era mejor que la hipocresía de la señorita Florencia. Fernando me dijo que si quería podía irme a casa, que no estaba obligado a nada, y entonces me levanté y, sin saludar, salí de la dirección. Antes de llegar al portón estaba arrepentido: había actuado como un idiota. Pensé un instante en volver a pedir disculpas, pero sabía que pedir disculpas era una tontería, que nunca cambiaba de verdad las cosas. Salí de la escuela sintiéndome terriblemente mal. Me odiaba. Imaginé que era uno de los Alonso: que tenía los padres que él tenía, su cara de ángel, su inteligencia y un hermano gemelo que me servía de repuesto.
A las dos cuadras me di cuenta de que hacía frío, y también de que me había olvidado la campera en la Dirección. Era mejor sentir frío que enfrentar cara a cara a la señorita Florencia. Pensé que por grande que fuera el mundo resultaba, en definitiva, un lugar incómodo para vivir. Metí las manos en los bolsillos del guardapolvo y seguí caminando. En Belgrano, el padre de Marisa me tocó la bocina de su colectivo y, cuando estaba por cruzar, oí la voz de Fernando. Me di vuelta y lo vi. Trotaba. Traía mi campera en la mano. Cuando me alcanzó me pidió que comiéramos juntos en la casa de su madre y yo acepté.
—Ésta es la casa de mi madre, no mi casa —me lo dijo de entrada, como una advertencia. Fernando había vuelto un año después de la muerte de Doña Lola y no había tocado ninguna de sus cosas. Se había instalado en el garaje y ahí tenía el piano; también cuadros, libros, ropa y un calentador a kerosén donde se hacía la comida. Lo único que usaba de la casa, aparte del garaje, era el baño—. Vas a pensar que estoy medio loco, —como me reventaba que la gente me dijera lo que yo iba a pensar, no le contesté. Fernando me miró, con un gesto que era una mezcla de sapiencia y tolerancia—. Si te tomás las cosas tan en serio, algún día te vas a sentir muy solo —dijo—, ¿entendés a qué me refiero?
Yo no tenía ganas hablar. Estaba arrepentido de haber aceptado la invitación, tenía mucha hambre y la comida no aparecía por ningún lado.
—Creo que sí —dije.
—No te preocupes si no te entusiasma la idea de participar en la obra, pero tampoco la juzgues a Florencia, ella quería ayudar.
—No necesito que me ayuden —dije.
—Ayudarme a mí, quise decir.
Volví a sentirme mal. Fernando como siempre se mostraba muy bueno conmigo y yo no podía salir del papel de maleducado. Creo que saber lo que él era y estar ahí, metido en su garaje, me ponía nervioso. De repente cayó en la cuenta de que no tenía nada para comer. Me pidió disculpas por la distracción, sacó unos bizcochitos de grasa y puso el agua para el mate. Me pareció muy gracioso que me hubiera invitado a comer y no tuviera comida; quizá por eso, después de un rato me pude distender. Tomamos mate, comimos bizcochitos y yo hablé, tímidamente al principio y hasta por los codos después. Fernando me escuchaba, no como una persona que escucha las tonterías que dice un chico de trece años, sino como un amigo. Hablamos de mamá, de los pibes, de la barra de los grandes y de por qué él creía que cuando la gente dejara de darle tanta importancia al sexo el mundo iba a ser muchísimo mejor. Yo me sentía muy bien, porque estaba compartiendo mis ideas con alguien que a su vez compartía sus ideas conmigo; igual que con los pibes, sólo que con la gente en general era la segunda vez que me pasaba. La primera había sido con Rolando.
Se hizo la hora de volver y Fernando me dijo que esperara, que tenía un regalo para darme. Desapareció hacia el interior de la casa y volvió con un libro.
—Es un libro especial —me dijo—, tal vez te acompañe toda la vida.
Me lo dio. Era grande, pesado y en la tapa no decía nada. Le di las gracias y me abrió la puerta. Tuve miedo de que volviera a preguntarme sobre la obra pero por suerte no lo hizo. Me saludó y dijo que íbamos a repetir una de estas comidas sin comida; pero, después de aquella vez, no volví a verlo. Se fue durante las vacaciones de invierno, vendió la casa de su madre y no supe nada más de él.
Entré en casa y fui derecho a mi pieza. No tenía ninguna intención de hacer la tarea. Pensé que ya no esperaría los martes y los jueves para tener Lengua y que las horas de la señorita Florencia me iban a parecer interminables. Abrí el libro: era de cuentos; no de un autor en especial sino de muchos, y en el espacio en blanco de la primera hoja de cada cuento —debajo del título y el nombre del escritor— alguien, quizá Fernando, había hecho un dibujo en carbonilla. Pensé que tan sólo eso ya lo hacía especial y me di cuenta de que Fernando me había dado algo verdaderamente valioso. No sé si los dibujos podían significar algo, pero sé que el hecho de que Fernando me hubiera dado el libro, y que el libro, en otro tiempo, hubiera pertenecido a él, significa mucho para mí.
Estaba leyendo cuando golpearon la puerta. Era Percha, me venía a avisar que los pibes preparaban un partido para el sábado: un desafío contra el equipo de la villa de Atrás del Arco.
—Hablá más bajo que mi vieja duerme —le dije.
Percha bajó la voz y me repitió lo del partido como si yo fuera un boludo.
—Me importa un carajo el partido —le dije.
—Qué te pasa, Gavilán —me contestó—, ¿no ves que empiezan las vacaciones?
—Falta una semana.
—Por eso, la última semana siempre nos rascamos las bolas y vos ponés esa cara; mientras todos se preparan para la fiesta, nosotros no tenemos nada que hacer.
Tenía razón. Le pedí que me acompañara al taller, a darles de comer a los peces. Cuando llegamos había un ambiente de mierda. Papá discutía con un tipo gordo que era el dueño de la casa de repuestos Quilmes Motor. El gordo había traído cuatro estatores coreanos para que les modificaran la secuencia de bobinado y papá le estaba diciendo que se los metiera en el culo. El gordo dijo algo acerca del poco trabajo y los nuevos tiempos, y papá lo sacó casi a los empujones. Después se sentó en el banco de los papeles. Tenía una cara terrible.
Tiré en la pecera lo último que me quedaba del tarrito y enchufé el aireador porque lo encontré desenchufado. Coco no estaba. Hacía algunos días que yo no entraba en el taller y lo que vi no me gustó nada. Los tableros estaban desarmados y tenían todos sus cables recogidos y asegurados con precintos de goma. Faltaban muchos rollos de alambre de las estanterías altas y el pañol de herramientas estaba casi vacío.
Percha y yo salimos. Desde la vereda del taller vimos que en la esquina estaban Rindone, el Jaro, la Rata y el Carlón. Todo debía de ser igual, pero a mí ya no me parecía lo mismo. Armando se había enfermado y casi nunca tocaba el bandoneón. Cada vez éramos menos los pibes que nos juntábamos. Alejandro tenía clases de taller todas las tardes. A Marisa le daban tanta tarea en el colegio normal que se la pasaba encerrada en su casa. El Tumbeta tampoco se veía muy seguido, aunque el porqué era todavía un misterio.
Cuando llegamos los pibes hablaban sobre el problema que teníamos para el sábado, Marisa había dicho que no quería atajar y todos estaban desesperados.
—Y si el Gavilán va y le habla —dijo Jaro.
—Le hablamos todos y nos dijo bien clarito que ya no le interesaba jugar a la pelota —dijo Percha; después agregó—: Lo vi al Tumbeta, me dijo que lo rajaron de la privada.
—Problema de él —dije—, me tengo que ir, el sábado armamos con los que estén y listo.
Nunca hubiera pensado que iba a llegar el día en que no tendría ganas de estar con mis amigos, pero era así. Había mentido: yo tampoco iba a ir a jugar a la pelota. Me sentía a contramano de todo. Mientras volvía traté de imaginar lo que podía estar haciendo el Tumbeta en ese momento y me di cuenta de que yo no sabía cómo pensaba él. La última vez que lo había visto pasamos toda la tarde en su casa, jugando con la pista de autos de carrera que él no compartía con nadie, sólo conmigo y no sé por qué. Como siempre, hablaba de cosas raras. Esa vez me preguntó si yo alguna vez me había hecho la paja pensando en su madre. Le dije que no y él salió de la pieza y al rato vino con una bombacha roja, de una tela brillante y muy fina, y me la mostró. La bombacha tenía un agujero en la parte de adelante y otro en la parte de atrás. No un agujero porque estaba rota, sino un agujero que venía hecho a propósito. Me preguntó si yo sabía para qué eran pero no me dio tiempo a encontrar una respuesta.
—Por acá se mete la pija —me dijo.
Entré en casa. Mamá estaba preparando la comida. Tía Laura y tío Alfredo murmuraban algo sentados uno frente al otro en la mesa del comedor. Julia y Daniela jugaban dentro de una casita de lona que les había comprado papá. Mamá me saludó y me di cuenta de que había llorado. Me sentí furioso, hubiera querido decirles a todos que se fueran de una vez, que me dejaran solo con las nenas, que estaba podrido de ver a todo el mundo llorar y murmurar a escondidas, pero no lo hice.
—Gabriel, tío Alfredo te quiere hablar —me dijo mamá.
En ese momento salió Alejandro de nuestra pieza. Seguía con el guardapolvo celeste de la secundaria y pensé que ya nunca se lo iba a sacar. Por la cara que tenía se notaba que habían hablado con él, y que no le habían dicho algo bueno. Alejandro se fue y tío Alfredo se metió conmigo en la pieza. Nos sentamos en la cama y empezó.
—Mirá —me dijo—, vos sabés lo nerviosa que está tu mamá; lo que pasa es que la plata no alcanza y el taller no es un negocio que pueda mantener a dos familias.
Se refería a la familia de Coco y, por supuesto, a la nuestra. A esa altura ya me había dado cuenta de qué se trataba: papá había aceptado su nuevo trabajo. Tío Alfredo me dijo que Coco se iba a quedar con las máquinas y las herramientas, y que la camioneta se iba a vender para pagar la deuda del cobre.
—Eso le va a dar tranquilidad a la familia —me dijo—, porque así la casa va a quedar a salvo, ¿entendés eso, Gabriel?
Yo dije que sí pero la verdad es que había un detalle que no cerraba. ¿Por qué, si el taller daba sólo para una familia, no nos quedábamos nosotros con todas las cosas y le dábamos a Coco el trabajo en la oficina? Pero no dije nada. Le pregunté a tío Alfredo si podía quedarme con la pecera. Él me dijo que sí, que si quería la podía traer ahora mismo.
—Vas a ver cómo todo sale bien —dijo, y me frotó cariñosamente la cabeza.
El viernes desayuné con papá y Alejandro. No hablamos del taller ni del trabajo nuevo; después de terminarnos el pan con manteca Alejandro dijo que se le hacía tarde y se levantó. Papá apuró el mate cocido y me preguntó si pensaba ir a la escuela. No había ninguna razón para que me lo preguntara y supongo que ninguna para que yo le contestara.
—Tío Alfredo dijo que me podía quedar con la pecera —le dije.
—Sí, la pecera —dijo papá y salió detrás de Alejandro.
Me puse el guardapolvo y me asomé a la piecita de Julia. Vi que mamá estaba parada al lado de la cuna y entré despacio. El olor a Julia durmiendo era el olor más lindo del mundo y podía sentirse en toda la pieza.
—Me voy a la escuela —dije en voz baja.
—Papá los va a necesitar mucho, Gabriel, todo esto es por el bien de la familia, sabés —susurró mamá y me acarició el pelo.
Había tristeza en su voz. Supongo que se sentía responsable por lo que estaba pasando pero yo sabía que no era así o, por lo menos, que a mí no me importaba quién era el responsable. Me hubiera gustado decírselo pero no pude; todavía me sentía mal al lado de mamá. No podía dejar de pensar en su pelo pegoteado de sangre, en el montón de pastillas taponando la pileta. Le di un beso, fui hasta mi pieza y me puse la campera, la bufanda y un pasamontañas de lana con los colores del Arse. Salí a la calle: parecía el polo norte. Supe que no iba a ir a la escuela; no tenía ganas de estar con mis compañeros y la posibilidad de encontrar a la señorita Florencia por los pasillos o en algún recreo me llenaba de vergüenza anticipada. Pensé que ya nunca podría volver a la escuela, pero eso tampoco me importó.
Fui hasta la avenida Mitre y la crucé. Caminé por abajo del viaducto hasta la escalera principal, subí a la estación y seguí por el andén en dirección a la costa. Por suerte todo seguía ahí: la cancha, las fábricas abandonadas, el arroyo, el aire del río que traía el olor húmedo del barro. No había trenes a esa hora. Dos veces por día pasaba el tren. Caminé un poco más y me recosté en el cemento para que el sol me diera en la cara. Una caravana de ratas pasó por uno de los cables de electricidad y, aunque yo odiaba a las ratas, sentí que formaban una familia verdadera, y que todas iban por ese cable por algún motivo que conocían bien. Me levanté y fui hasta la garita del guarda. Un linyera estaba dormido en la puerta, metido hasta la cabeza bajo una frazada y un montón de cartones viejos. Lo toqué con el pie y el linyera se movió, después me trepé al techo de la garita y me puse a mirar los autos que transitaban por la avenida.
Había pasado un buen rato cuando vi a Percha, la Rata y el Carlón, cruzando la calle. Supe enseguida que me estaban buscando y pensé que se me iba a armar un quilombo bárbaro por no haber ido a la escuela. Subieron las escaleras y cuando llegaron al andén, miraron hacia todos lados pero no me vieron. Me quedé unos segundos en silencio, esperando a que me descubrieran. Al final no aguanté más y les grité.
—Bajate, Gavilán, lo mataron —gritó Percha.
Los tres se acercaron al pie de la garita y yo bajé.
—Mataron al Tumbeta —me dijo el Carlón.
En nuestra cuadra todos los vecinos estaban en la calle. Coco, papá, Juan Melón y el padre de Marisa entre ellos. En la puerta de la casa del Tumbeta había dos patrulleros y un montón de policías y de personas extrañas. Llegó una ambulancia y alguien dijo que a la madre del Tumbeta le había dado un ataque de nervios. Nadie sabía bien qué había pasado pero se corría la bola de que a las dos de la mañana habían afanado una joyería en la Capital y que al Tumbeta lo habían matado de un tiro.
Me parecía increíble. Pensé que alguien podía haber confundido a uno de los chorros con nuestro amigo. Se lo dije a los pibes y el Jaro me contestó que no, que ya habían reconocido el cadáver.
—No digas así —saltó el Carlón—, no le digas cadáver al Tumbeta.
Después de un rato llegó el Chino y enseguida su abuela, Fonta. Nos dijo que fuéramos a su casa, que iba a preparar algo de comer.
Comimos tortilla con ensalada y nos quedamos toda la tarde en lo de Fonta, mirando televisión. Aunque parezca mentira, ninguno de nosotros habló del Tumbeta, y a pesar de que escuchábamos bien claro el revuelo que había en la calle, durante esa tarde, no dijimos ni una palabra. A eso de las siete nos vinieron a buscar. Para esa hora todo el barrio sabía que los padres del Tumbeta pensaban hacer un velorio rápido en Wilde, y que lo iban a llevar al cementerio lo más temprano posible.
Mamá y yo llegamos a casa y ella me preparó un vaso de leche caliente. Alejandro se había ido con Coco y papá, para ver si le podían dar una mano al padre del Tumbeta con el asunto de los trámites, porque Coco era amigo de un comisario peronista. Mamá me pidió que tomara toda la leche, que estaba mezclada con un yuyo que me iba a ayudar a dormir. Le hice caso y después me acompañó a la cama, esperó a que me desvistiera y me tapó. Se arrodilló junto a la cama, me sacó el pelo de la cara y me dio un beso.
—¿Estás bien? —me preguntó—. A mí me importa mucho lo que vos sentís, Gabriel.
Acabo de llegar. Parado frente a la puerta del velatorio sostengo mi bicicleta. Hay mucha gente que no conozco, unas coronas enormes, los autos negros de la funeraria del padre del Tumbeta estacionados en la entrada. Por qué habrán elegido un barrio como éste, un barrio donde las casas no se parecen a las nuestras, donde no pasa ningún tren y no hay ningún arroyo cerca. Me siento estúpido y apenas tengo idea de lo hago acá. Dejo la bicicleta frente a la entrada, encadenada al poste de la luz. Una mujer con el pelo rojo —un peinado que parece un casco alemán— me sonríe y me pasa la mano por la cabeza. Debe emocionarla verme llegar en bicicleta para llorar a un muerto. La mano es pegajosa y ojalá que la muerta hubiera sido ella, que la estuvieran velando a ella, no a mi amigo, a ella, con esa sonrisa y su casco alemán metida en un cajón para siempre.
«Carlos Darío Rodríguez - Primer piso», leo. En la planta baja están velando a otro muerto. Debería quedarme acá porque nadie me conoce. Pero entro al recibidor; a la derecha hay una puerta doble con una corona a cada lado, y a la izquierda está la escalera. Subo. Paso frente a personas extrañas que están paradas en la escalera. La escalera es del Tumbeta y los tipos deben ser amigos del padre, o de la madre, o de los hermanos mayores que son hijos del padre pero no de la madre. Pienso en la madre del Tumbeta; es muy joven. Subo unos escalones más. Llego a la mitad de la escalera y me siento sobre el descanso. Ojalá que hayan llegado los pibes. Ojalá tuviera algo de vino de la costa, ojalá estuviera conmigo Rolando.
Oigo un llanto de mujer. Tiemblo. No puedo parar de temblar. Veo cosas que se pudren: carne marrón en la heladera, un caballo muerto flotando en el arroyo. El llanto vuelve como un fantasma, después desaparece. Subo los escalones que faltan y llego al primer piso. Estoy en el hall del primer piso. Oigo voces, murmullos; no me animo a dar ni un paso. Gabriel querido, la voz termina de decir esas palabras y se quiebra, comienza a llorar. Es una vecina que me toma del hombro y me lleva hacia la sala, me abraza y llora. ¿Por qué llora tanto?, debe haber maldad en su corazón, debe haber maldad en el corazón de todos los que lloran tanto. Veo gente alrededor, sentada sobre bancos largos, casi todos sostienen cigarrillos, toman café en vasos de cartón.
Dentro de la sala hay una puerta que conduce a otra sala más chica. Trato de no mirar hacia ese lugar. El olor es tan fuerte que marea: a café y cigarrillos mezclado con flores, flores usadas, guardadas y vueltas a usar millones de veces. Camino hacia el fondo y me siento en uno de los banquitos. Debería ir hacia donde tengo que ir, hacia la sala más chica; cuanto más rápido mejor. Sin embargo me quedo, sentado, un tiempo largo.
Me levanto. Camino. No siento las piernas, dejé las piernas en el recibidor; soy un globo que flota en el velatorio del Tumbeta. Llego a la puerta de la sala pequeña y veo la punta del cajón; la parte donde deben estar las piernas de mi amigo, las piernas muertas de mi amigo muerto. Entro. Su madre está inclinada, casi acostada sobre su pecho; llora sin hacer ruido. Levanta la cabeza y me mira. Llora o se ríe, no sé: se aprieta el pañuelo contra la boca, mueve la cabeza de arriba abajo, abre los ojos celestes. La madre del Tumbeta es una mujer hermosa; es hermosa, pero tiene doscientos años más que ayer a la mañana. Cada segundo que pasa, cada paso que doy hacia ella, tiene doscientos años más. Por qué no veo a ninguno de los pibes. Por qué no veo a papá ni a mamá. Por qué si estoy tan asustado sigo avanzando hacia esa anciana imposible que es la madre de mi amigo, mi amigo que ya no debe ser mi amigo o que tal vez nunca lo fue porque no pudimos hablar, no pude decirle que no estaba solo, que no hiciera caso, que no valía la pena que lo mataran así.
Su madre me abraza: me aprieta contra su pecho. Siento todo mezclado. Los olores del velorio, su perfume de mujer diferente, el calor de su cuello, sus manos frotándome la espalda. Pienso en la bombacha roja con los dos agujeros. Te lo juro, yo nunca me hice la paja pensando en tu madre. Tengo miedo de que me pase algo, de que se me pare por abrazar a la madre de mi amigo muerto. Ojalá que me suelte rápido, que me suelte ahora. Me suelta y se va, me deja solo.
Ahí está el Tumbeta. Por primera vez lo miro. Veo sus mejillas, sus manos cruzadas sobre el pecho, su pelo negro, sus pestañas largas de mujer, su boca como morada de frío. Me gustaría llorar pero no tengo ganas. ¿Cuánto tiempo me tengo que quedar acá? Pienso en cucarachas, en cangrejos, tengo miedo de que alguien me esté mirando pero no me atrevo a girar la cabeza; tengo miedo de que piensen que no me quedé lo suficiente. Me gustaría llorar para que los demás me vieran. Toco a mi amigo en la frente: es de madera. Le acaricio el pelo de adelante hacia atrás. ¿Qué mierda estoy haciendo? No paro de temblar. Hace frío. Tengo miedo de que tocarlo me traiga algo malo, me contagie de muerte o no sé de qué, es una porquería, soy una porquería.
—Che, Gavilán, no lo toques —me dice una voz, y es Percha que me toma del hombro.
—No tiene nuca —le digo—, tiene un montón de algodón en lugar de nuca.
—No lo toques, Gavilán, no lo toques —repite mi amigo.
Regresamos del cementerio en caravana de bicicletas. El Chino iba adelante, después Marisa. No le podía ver la cara pero me di cuenta de que estaba llorando. La seguíamos Alejandro y yo, en la misma bicicleta; yo pedaleando y mi hermano parado sobre el portalibros, sosteniéndose de mis hombros. Atrás venían Rindone, la Rata, el Jaro, Percha y el Carlón. Íbamos en silencio y el sonido de las bicicletas me aseguraba que todos estábamos ahí: de regreso a nuestra esquina.
Miraba mi barrio, el invierno en el Viaducto. Las calles estaban vacías y los árboles, en su mayoría plátanos altos y paraísos retorcidos, habían perdido sus hojas. Y eso era bueno, porque dejaban pasar los rayos del sol. Un sol que esta vez me llenaba de tristeza. Sentí que el barrio mismo se había entristecido. Lo decía el libro de Fernando y yo sabía ahora que era verdad: que las cosas que nos rodean tienen vida porque nosotros tenemos vida, y son capaces de entristecerse cuando nosotros nos entristecemos.
Llegamos a Belgrano y doblamos a la izquierda. Siempre en caravana y pegados al cordón. Pensé en todo ese asunto de la joyería. Después pensé en papá: en lo que había jurado aquella tarde cuando mamá le dijo que lo mejor era cerrar el taller, y en cómo después olvidó su juramento, olvidó la verdad que había en su corazón y aceptó el trabajo nuevo. Yo me había sentido orgulloso de aquel padre, del que pensaba que mejor era morirse. Porque la muerte no es lo contrario de la vida: vivir como un muerto, eso es lo contrario de la vida.
«Chau, Gabriel», me dijo el Chino y me hizo bien oír que me llamaba por mi nombre. Los demás también se fueron, sin hablar, sin saludarse siquiera. Entré en casa después que Alejandro: ni mis padres ni mis tíos habían llegado. Mi hermano se metió en la pieza y yo agarré las llaves, salí a la calle y crucé al taller. Faltaba una semana para que Coco mudara todo a su casa de Berazategui. No encendí ninguna lámpara. La luz era suficiente y yo quería recordar el taller así: en penumbras, con los rayos de sol filtrándose a través de los vidrios manchados de la ventana. Miré los almanaques, los bancos de trabajo, la hornalla industrial, la pecera. Imaginé todos los puestos ocupados por torneros y bobinadores, gente que como Coco y papá entendía lo importante que era una bobina para un motor, que podía reconocer un eje —la marca y el modelo del auto al que pertenecía— entre una montaña de ejes que a cualquiera le habría parecido de fierros viejos. Cerré un momento los ojos y traté de sentir el murmullo de aquel mundo en marcha. Volví a pensar en papá, sentado en la silla de una oficina, sin saber qué hacer.
Me paré frente al torno revólver y lo encendí. Solté el embrague y el plato comenzó a girar, se aceleró lentamente hasta que el sonido de la máquina se hizo parejo. Yo no podía manejar un torno revólver, tampoco podía hacer nada para volver el tiempo atrás. Tomé un puñado de ralladuras de estaño y caminé hacia la pecera. Los peces seguían como si nada, de acá para allá. Saqué la tapa y solté una pequeña cantidad. Un pez subió desde las piedritas del fondo y picoteó el estaño. Entonces solté el resto: una lluvia plateada, que quedó suspendida en el agua revuelta por los sacudones que daban los peces al comer.
El anaranjado fue el primero en morir. Después el transparente y finalmente los otros. Subieron de a uno, dándose vuelta muy despacio; a último momento, con un golpecito, la panza hinchada salía del agua como una isla pequeña. Miré a los peces muertos flotar panza arriba. Hasta que la imagen se me hizo borrosa y me di cuenta de que estaba llorando. Lloré un rato largo, recostado sobre el banco de los papeles; y entonces lo supe: era el final, yo estaba viviendo el final de esto que acabo de contarles. Y ahí me quedé, hasta que se hizo muy tarde, hasta que ya no pude ver, brillando en el agua, el estaño de los peces.

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