El regalo, por Pablo Ramos

COMO todos los domingos, el bar del Uruguayo estaba lleno. Me acerqué a Rolando que, más que sentado, parecía derrumbado sobre la barra. Me subí a una de las banquetas y lo sacudí un poco.
—Está nocaut, pibe —me dijo el Uruguayo, repasó una copa con un trapo mugriento, la miró a trasluz, la volvió a repasar y la enganchó en los viejos rieles de madera que colgaban del techo, boca abajo, como si fuera un murciélago.
—Rolando —dije—, ¿te olvidaste de lo de mi vieja?
El Uruguayo se agachó hasta desaparecer por completo debajo del mostrador, reapareció con el trapo empapado y se lo apretó a mi amigo contra la nuca.
—Che, bella durmiente —le dijo—, te habla el pibe del Negro, el Gavilán te habla, che. ¿No era que hoy tenías que darle una clase?
—Lécson námber guán —dijo Rolando como si se hubiera despabilado de repente; se incorporó, levantó una mano apuntando al techo y volvió a caerse.
—Mejor venite a la noche —me dijo el Uruguayo—, éste tiene para unas horas de meditación.
—Lo que pasa es que tenemos hasta el domingo nada más —dije, hablando más para mí que contestándole al Uruguayo. Me volví hacia mi amigo e insistí—. Por qué no te tomás un café, Rolando —a la vez que le daba un montón de sacudones cortitos.
Mi amigo movió la cabeza diciéndome claramente que sí. Eso me alentó: todavía había esperanzas. El Uruguayo sirvió un café doble y lo puso frente a mí. Lograr que Rolando se lo tomara fue un problema aparte, porque el café estaba muy caliente y porque él ni siquiera podía mantener la cabeza en su lugar. Parecía uno de esos perritos con cuello de resorte que se pegan al tablero de los colectivos. Traté de sostenerlo mientras el Uruguayo —que había dado la vuelta al mostrador— hacía lo que podía para llevarle la taza a la boca. Hasta que Rolando hizo un movimiento repentino y derramó café sobre el piso y sobre la chaqueta de mozo del Uruguayo. Entonces el Uruguayo se calentó: agarró a Rolando de los cachetes, se los apretó hasta hacerle despegar los labios, lo obligó a echar la cabeza hacia atrás y le mandó una dosis de café como para cocinarle las tripas. Rolando lanzó un alarido, se enderezó y, sosteniéndose de la banqueta de al lado, se puso a gritar: «¡Yo tengo libros!». Gritó cuatro veces lo mismo, que tenía libros, y el Uruguayo le dijo que lo único que tenía era un pedo tísico.
El griterío contagió a algunos de los borrachos y el bar —que era un lugar más bien tranquilo— se agitó. Dos cuidadores amigos de Rolando aseguraron indignados que de verdad él tenía libros y que debían tratarlo con más respeto. En una de las mesas hubo un revoleo de dados seguido de unos manoteos, y mientras alguien recitaba la formación de Argentina en el mundial de Inglaterra, un largo zapucai llegó desde la letrina justo a tiempo para tapar el «Uruguayo botón» que otro decía por lo bajo. Hasta que un pelirrojo grandote al que llamábamos La Garza, aseguró que la Provincia Oriental del Uruguay había sido siempre argentina y que debían devolverla.
—¡A ver si se calman un poquito porque si no llamo a la taquería! —gritó el Uruguayo, y golpeó varias veces el mostrador con el culo de una botella—. Te das cuenta, pibe —me dijo—, uno se embrutece entre estos monos.
—¿Cuántas se tomó? —le pregunté, porque lo único que a mí me importaba era Rolando.
—Acá solamente dos —me contestó, y golpeó un poco más, aunque ya no era necesario porque las cosas se habían calmado. Siempre se calmaban los ánimos cuando se nombraba la taquería.
—Espero que no siga —dije, y me sentí más deprimido que nunca en la vida.
—Por más que quiera, por hoy quedate tranquilo. A menos que alguien lo invite. Yo no puedo andar fiando vicio, vos sabés, no alcanza ni para la leche de los pibes.
Salí del bar y empecé a caminar hacia mi casa. Eran casi las seis de la tarde. Tenía ganas de llorar: de esa manera me iba a ser imposible hacerme de la plata para el regalo. El domingo era el cumpleaños de mamá y yo no pensaba resignarme a la plantita con el moño rojo que todos los años nos preparaba la abuela. Iba a ser un cumpleaños muy especial para nosotros, porque mamá estaba embarazada. Yo quería comprarle un colgante con aros de plata india que había visto en la feria de las pulgas pero, como costaban casi treinta pesos, el único que podía ayudarme era mi amigo Rolando.
Hice una cuadra y me quedé en la placita que está a la entrada de la villa Corina, frente al paredón lateral del cementerio. Encontré una Pulpo reventada, la acomodé como para pegarle del lado sano y probé a ver si la podía pasar por el medio de una goma de camión que colgaba de un travesaño de hierro. De diez metí cuatro, y de diez más metí seis. Agarré la pelota y me senté en la única hamaca que estaba sana.
Una borrachera se la podía agarrar cualquiera y eso no quería decir nada. Además, seguro que Rolando me quería ayudar. Él mismo había venido a proponérmelo cuando me vio por la feria preguntando por esas chucherías de mujer. Era muy reservado con su trabajo y no le habría propuesto algo así a cualquiera. Pero a mí siempre me trataba distinto que al resto de los pibes y más de una vez me dijo, muy en serio, que me consideraba su amigo.
Rolando tenía unos cincuenta años y llevaba más de treinta viviendo en las bóvedas del cementerio de Avellaneda. Por eso casi todo el mundo se lo tomaba en joda. Y más cuando estaba borracho. En cambio yo pensaba que cada cual podía vivir dónde se le diera la gana. Nosotros, por ejemplo, vivíamos entre los vivos y eso no quería decir que la pasáramos mejor. Era cuidador del cementerio y en su oficio había que lustrar bronces, arreglar tumbas, limpiar los huesos de los que iban a pasar de tierra a nicho y juntar del crematorio lo que podía quedar de un finado para ponerlo en una bolsita y entregárselo a los parientes. También había que saber atraer nueva clientela y en eso, decía Rolando, consistía el verdadero arte. El trabajo de cuidador le daba a Rolando, en épocas de racha, lo suficiente para vivir bien. Y siempre le sobraba tiempo, que él pasaba en lo del Uruguayo. Yo iba a visitarlo seguido al bar, donde me contaba las cosas misteriosas que habían pasado en el cementerio. Cosas que no pueden ver los que viven en otro lugar. Las contaba con respeto, porque siempre trataba de entender a las personas, hicieran lo que hicieran. Como la vez que vio a un tipo cogiéndose a la novia. En plena madrugada y adentro del cementerio. Dicho así parece algo más o menos común; lo espantoso era que la novia del tipo estaba muerta y la habían enterrado ese mismo día. Los cuidadores lo pescaron y lo hubieran linchado de no ser por Rolando que les salió al cruce. No porque le pareciera bien lo que el tipo estaba haciendo, si no porque se dio cuenta de que se había vuelto loco. Esas cosas lo convertían, para mí, en una persona especial.
Rolando tenía el pelo negro peinado a la gomina y era bastante petiso. Se vestía con un saco azul y unos pantalones que le quedaban demasiado cortos, según él para evitar embarrarlos en las tumbas nuevas. Hablaba despacio, como una persona importante: un prócer o un profesor, y cuando se ponía a cantar, aunque desafinaba, tenía una voz de tenor que rajaba la tierra. No era un loco mentiroso y, mucho menos, un tipo deprimente, como decía mi hermano Alejandro. Era una persona divertida y muy educada, sólo que daba la sensación de vivir en otro tiempo.
Decidí que antes de volver a casa iba a echarle un vistazo al cementerio, a ver si de paso me iba acostumbrando. Le pegué un boleo a la Pulpo y me limpié las manos en la remera. Caminé bajo la sombra del paredón, doblé la esquina y seguí hasta las rejas blancas de la puerta principal. Iba muy canchero hasta que me asomé y miré para adentro: un frío me bajó por la espalda. Traté de darme ánimo y volví a mirar, a repasar con tranquilidad todo lo que podía verse desde ahí. Pensé que por lo menos, con toda esa gente que caminaba de acá para allá, parecía imposible que uno se quedara solo. Rolando me había dicho que para sacarse la impresión del principio, lo mejor era imaginarse en un pueblito un día domingo. Miré las bóvedas y me dije que eran las casitas del pueblo de los muertos. Me tranquilizó comprobar que tenían de todo: sus veredas, sus calles empedradas con el nombre en cada esquina y hasta un semáforo titilando en amarillo sobre el cruce de las dos calles más anchas. Las manzanas eran pequeñas pero con árboles y canteros llenos de flores. Y hasta había una plaza central, con un jardín de cruces bajo el sol de la tarde. Respiré profundo y repasé con la mirada cada una de las esculturas. Un obelisco celeste, en la entrada, era la más alta. Unos pasos más allá había un arco de laureles verdes y, doblando hacia las bóvedas, dos ángeles flacos soplaban trompetas de bronce y tenían un montón de palomas sobre la cabeza y los brazos. A mí no me gustaban las palomas pero decidí que arriba de los ángeles quedaban bastante bien. Había también otras esculturas, tan raras que no puedo explicarlas, y unos pibes gorditos con alas de mariposa y el pito al aire cantando de cara al cielo. El cementerio parecía realmente un pueblo feliz un día domingo. A no ser porque en el fondo, donde el último paredón lindaba con lo profundo de la villa Corina, se levantaba un enorme edificio de cemento: el monobloque de los nichos.
¿Para qué iba a entrar sin Rolando? Me senté en un banco, al costado de la puerta y le pregunté la hora a una mujer que pasaba cargada con bolsas de feria. La mujer traía puesto un delantal de cocina lleno de pingüinitos verdes y negros; yo nunca había visto un delantal tan feo. Dejó las bolsas en el piso, sacó un reloj de pulsera pero sin pulsera y me lo puso delante de la cara. Recién ahí me di cuenta de que era bastante vieja. Miré la hora y le hice una seña que quería decir sí. No le di las gracias pero no por mal educado, sino porque me sentía incómodo con ella ahí, parada al lado de las bolsas, mirándome de esa manera. La mujer sacó un racimo de uvas y me lo dio. Agarré el racimo y juro que hice un esfuerzo por decir algo. Pero no pude. Ella levantó las bolsas y siguió su camino. Las uvas estaban dulces y eso hubiera sido suficiente para hacer sentir bien a cualquiera. Pero yo me sentí mal. No puedo decir por qué. Nunca supe por qué terminaba tan triste cuando me pasaban cosas como ésa.
En mi casa estaban de asado. Habían venido Coco —el socio de papá—, su mujer, su hija y mis tíos recién casados. Papá había empezado a encender el fuego sobre una chapa, al lado de la parrilla que teníamos en el patio. Saludé y me metí en la pieza. Alejandro, con el equipo a todo volumen, escuchaba un disco de Pescado Rabioso.
—Che —me gritó, y su voz se mezcló con la del flaco Spinetta que decía a los gritos que cansado de gritar por Cris, su mente estaba perdida como un árbol—, por qué no te cruzás al taller. Encanuté una botellita de la costa.
Bajé el volumen del Winco y le pregunté de dónde la había sacado. Mi hermano puso cara de canchero y me hizo una seña como queriendo decir menos pregunta Dios y perdona. Alejandro siempre se andaba haciendo el misterioso. Me dijo que había escondido nuestra botella adentro del cilindro roto de la prensa hidráulica. Le brillaban los ojos y se notaba que antes de guardarla le había pegado unos buenos besos. Salí, agarré las llaves de arriba de la mesa del comedor y me crucé al taller.
El taller de papá era un local bastante grande donde había diez bancos de trabajo repartidos en los costados y, en la pared del fondo, el torno revólver, la hornalla industrial, la prensa hidráulica, la bañera del barniz y la pileta de agua fría que también servía de mingitorio. No tenía baño y si uno quería hacer algo más que un pis debía cruzarse a mi casa. Mamá siempre protestaba por eso. Porque cada vez que un cliente venía con el apuro se tenía que cruzar a casa a cagarnos el baño. Los únicos bancos que se usaban eran el de papá, el de Coco y el de Alejandro. Los otros habían quedado de la época en que el taller tenía un montón de bobinadores que trabajaban por hora, pero ni mi hermano ni yo lo habíamos conocido entonces.
En el taller de papá se bobinaban dínamos, alternadores y arranques de automóviles. También bobinas de limpiaparabrisas, aunque ésas eran una reverenda boludez y uno las encontraba hasta en los peores talleres. Un verdadero bobinador, decía siempre papá, prefiere trabajar en el rotor o en el estator de una dínamo o de un arranque. Yo era el encargado de cebar mate, porque todos decían que no había nacido para los trabajos manuales. En cambio Alejandro —quizá porque era trece meses mayor que yo—, cuando volvía de la escuela, trabajaba como bobinador. Tenía su propio banco y sus propias herramientas de bobinador. Hasta manejaba, bajo la estricta vigilancia de Coco o de papá, el torno revólver; y eso no es algo que pueda hacer cualquiera.
Cerré la puerta con llave y, sin encender ninguna luz, arreglándomelas con el poco sol que se filtraba por la única ventana, saqué la botella de adentro del cilindro roto. El cilindro estaba protegido con grasa colorada así que la botella se había embadurnado de punta a punta. La limpié con estopa, la destapé y probé el vino. Era bien dulce, del que llamábamos Aguasucia, sin duda el más rico de todos los vinos.
Cuando me sentí entonado me puse a repasar los almanaques de las minas desnudas. Tuve que hacerme una paja enseguida, para poder mirarlos con más tranquilidad. Había minas para todos los gustos, pegadas en todas las paredes del local. Las dos más tetonas estaban cerca de la puerta de entrada, es decir, en el medio exacto del taller, frente al torno revólver y la hornalla industrial donde se calentaban los tarros para fundir el estaño. Hacían la propaganda de alambres forrados en algodón y estaban de costado, enrolladas en alambre blanco, como si fueran las momias de Cleopatra, mostrando las tetas y el culo que era lo único que tenían al aire. Sobre el banco de Alejandro había una que era igualita a Isabel Sarli, en bombacha y corpiño, con la boca abierta como un pescado. Yo podía imaginarme miles de cosas con aquella boca pintada de rojo brillante. Sobre el banco de Coco había otra que tenía el culo más enorme que yo haya visto en la vida. Era la propaganda de la Bulonera del Dock. La culona te apuntaba con ese culo como una montaña a la vez que se retorcía toda para doblarse hacia atrás, te miraba con tremenda cara de puta, sacaba un bulón de una caja de bombones en forma de corazón y te hacía creer que se lo iba a comer. Abajo, en letras rayadas de azul y amarillo decía: ¿Qué comés, nena, Bulones del Dock?
La única repetida era una flaquita, en pollera de colegio secundario pero minifalda y con una torerita que le tapaba las tetas nada más que hasta la línea de los pezones. La flaquita tenía trenzas y estaba chupándose el dedo. Era la propaganda del taller de papá, que se llamaba Los Amigos, y estaba como diez veces en todo el local. Mamá decía que era una vergüenza porque podía haber sido su hija; o sea, la hija de papá; o sea, mi hermana. Debido a lo que decía mamá yo nunca me había podido pajear con la flaquita y trataba de no mirarla demasiado.
Había también una japonesa, con las manos entre las piernas y cara de sorprendida porque un eje gigantesco intentaba atravesarla como si ella fuera una bobina. La japonesa estaba colgada arriba del póster de River Campeón donde el Beto Alonso tenía dibujada, justo sobre la boca, una pija con dos huevos peludos hecha en birome azul por mi hermano. Alejandro, como todos nosotros, era hincha del Arse y era el único que se animaba a meterse con Coco.
Las mujeres de los afiches eran tantas que uno se mareaba. Pero había una en particular de la que yo me había enamorado. Y me había enamorado en serio. Estaba sobre la pared del banco destinado al archivo de papeles. Era una rubia que hacía la propaganda de los rulemanes SKF. Estaba delicadamente desnuda, montada a caballo en un rulemán gigantesco. El pelo lacio hasta la cintura, los labios húmedos apenas abiertos y las tetas rosadas llenas de diminutas gotas de rocío. Tenía la mirada triste, como si alguien la hubiera abandonado sobre ese rulemán que mantenía apretado entre las piernas por temor a caerse. La foto era tan real que a donde quiera que yo iba la rubia me seguía con la mirada. Lo raro del afiche era que en la parte de abajo, en letras chiquitas, figuraba su nombre. Decía: Modelo: Andrea C.
Me recosté sobre el banco de los papeles y me quedé un rato así: observándola. Tomé un trago de vino y encendí un cigarrillo de los que con Alejandro le robábamos a papá: Particulares 30 sin filtro. El humo fuerte me hizo toser y después de un poco más de vino me volví a bajar la bragueta y empecé a acariciármela despacio. Me sentía adormecer, y a medida que aceleraba mis caricias el gusto del vino y del tabaco me iban ganando el alma. Vi la cara de Andrea C. que parecía cambiar de expresión como si ella también lo estuviera disfrutando.
—Andrea C., Andrea C. —murmuré bajito y con los dientes apretados.
Entonces ella empezó a moverse. Se desperezó, bajó del rulemán y salió de la foto para acostarse a mi lado. Sobre el banco de los papeles me besó un rato y ahí mismo nos hicimos el amor, impregnados del olor de la grasa roja, rodeados de los pedacitos de mica y las ralladuras de estaño que resplandecían en la oscuridad.
A eso de las doce acomodé las almohadas y las sábanas de tal manera que pareciera que yo estaba en la cama. Le pedí a mi hermano que me hiciese la gamba en el caso de que mamá viniera a preguntar si necesitábamos algo. Mamá lo preguntaba siempre sin encender la luz y desde la puerta de la pieza, sobre todo desde que la panza ya no la dejaba moverse demasiado. Alejandro sólo tenía que poner voz de dormido y contestarle que no.
—Me voy a ver a Rolando —le dije—, lo dejé en lo del Uruguayo, estaba bastante mal.
—Vos siempre con ese borracho —dijo Alejandro.
Salí de la pieza y entré en el comedor que estaba a media luz. Todos seguían conversando en el patio y nadie se fijó en mí. En el pasillo agarré la bicicleta, salí a la calle y arranqué a toda velocidad.
Era una noche de esas tan lindas que tienen los primeros días de marzo. Las calles estaban oscuras y el viento movía lentamente la copa de los árboles. Para llegar al bar tenía que pasar obligatoriamente por el cementerio, así que pedaleé hasta la avenida Agüero y doblé hacia la izquierda. Aceleré un poco más y pude ver el monobloque de los nichos que, con sus cuatro pisos de altura, sobresalía entre todas las casas del barrio. Junto a la puerta principal vi la sombra de un hombre agazapado. Subí a la vereda de enfrente, esquivé los tachos vacíos de las florerías y bajé de nuevo a la calle. Había hecho unos metros cuando me di cuenta de quién era el hombre. Clavé los frenos haciendo chillar la rueda trasera. Rolando, pensativo, la cabeza metida entre los hombros, usando los dedos de sus manos, se peinaba. Me acerqué despacio, caminando al lado de la bici. Aunque suene raro sentí que era yo quien le debía una disculpa.
—Tuve que ir hasta mi casa —le expliqué—, te agarraste un pedo bárbaro.
—Soñé que me querían pelar como a un chancho —me contestó Rolando.
Abrió un bolsito de cuero marrón que tenía al lado, sacó una botella, desenroscó la tapa y, murmurando la palabra agua, se mojó la cabeza. Sacó el peine y se peinó a lo Gardel.
—Manos a la obra —dijo—: Al cementerio.
—Pero si ahora está cerrado…
—Muchísimo mejor —dijo, y yo pensé que le había empezado a fallar la cabeza.
—Pero ¿me querés decir cómo vamos a entrar si está cerrado?
—Cerrado para los muertos y para los vivos, no para Rolando.
—¿Y qué hago con la bici?
—¿A quién se le ocurre traer un velocípedo al cementerio?
—¿Un qué? Si me la afanan mi viejo me mata.
—Acá está Rolando —dijo mi amigo con aires de importante—, y Rolando es tu amigo, ¿no? Entonces no veo ninguna razón para que estés preocupado.
Agarró la bicicleta, cruzó la avenida Agüero, entró por el costado de una florería y enseguida salió.
—Listo —me dijo—, ahora al cementerio.
Empezamos a dar la vuelta a la enorme manzana. Para mi asombro, pasábamos de largo cada una de las puertas secundarias. Cuando dejamos atrás la segunda esquina y entramos en la calle posterior, la que está enfrente de la villa y donde ya no había ninguna puerta, supe que Rolando pensaba entrar al cementerio por el peor lugar: el monobloque de los nichos. Yo trataba de disimular pero estaba recontra asustado. En cambio, Rolando caminaba suelto, con cierta felicidad, como si no fuera consciente de que de un lado teníamos un cementerio y del otro, el oscuro rancherío de la villa.
A mitad de cuadra, justo al pie de un gomero, me dijo que ése era el lugar. Trepamos al árbol y del árbol nos pasamos a la cornisa del paredón donde sobresalía un balconcito que parecía el de Romeo y Julieta. Rolando me dijo que antiguamente había sido un puesto de vigía. Yo no estaba de ánimo para preguntarle qué mierda habían querido vigilar en un cementerio, pero él me contaría más tarde que los puestos se habían construido un siglo y pico atrás, durante la epidemia de fiebre amarilla, cuando los primeros pobladores del barrio, por ignorancia, habían querido incendiar el cementerio.
Nos deslizamos por la cornisa hasta alcanzar el balconcito. Rolando iba adelante y varias veces pensé que se venía en banda. Cuando llegamos al puesto de vigía se quedó jadeando como un perro. Me dio tres palmadas en la espalda, forcejeó una puerta pequeña de dos hojas de chapa hasta que consiguió destrabarlas y las abrió. Entonces, en medio de ese silencio y una total oscuridad, nos metimos al primer piso del monobloque de los nichos.
—Rolando —susurré.
—Qué.
—¿Dónde estás?
—Acá.
—Adónde.
—Enfrente de ti, querube —me tocó, y pegué un salto.
Yo estaba muerto de miedo. No se veía nada y el olor era insoportable, como si alguien hubiera mezclado desodorante de ambientes con lavandina. Rolando me agarró la mano y yo me dejé llevar. Dimos unos pasos y de golpe se detuvo.
—¿Qué carajo pasa? —dijo.
Y es que caminábamos trabados, porque nos habíamos tomado como dos personas que se hubieran dado la mano para saludarse. Rolando me soltó y lo manoteé del saco. Escuché una puteada, pero igual no lo solté. Llegamos hasta una escalera y nos detuvimos. Empezamos a bajar despacio, tanteando los escalones en cada pisada. Era una escalera caracol. Dimos tres giros a la derecha y llegamos abajo. Entonces vi una luz muy tenue pero bien definida al final de lo que parecía un largo pasillo.
—Hacia la luz, caminá despacio hacia la luz —me dijo Rolando, y yo pensé en esos tipos que vuelven de la muerte y te dicen que caminaban hacia una luz tan poderosa que los dejaba ciegos. Esta luz era una mierda pero supongo que en algo se parecía. Rolando me volvió a soltar y pude sentir cómo se alejaba.
—Rolando, no jodás, estoy paralítico —dije.
—Paralizado querrás decir —me contestó, y me alivió la idea de que estuviera cerca.
Seguimos y, a cada paso, me resultaba más evidente que la luz era la salida del monobloque de los nichos. Ya podía ver la sombra débil de mi amigo alargada contra la pared. Estiré la mano hacia un costado y toqué algo de metal: un florero. Sentí en los dedos las flores babosas que, al moverlas, despidieron un olor repugnante. Saqué la mano de un tirón y el florero cayó al piso dando tres campanadas descendentes.
—Che —me dijo Rolando, recontra nervioso—, nos vas a mandar en cana.
No pude responderle enseguida porque no me salió la voz.
—Perdoná —dije, por fin—, me dieron ganas de tocar.
—Si son nichos —me contestó, indignado—, son como placares rellenos de muertos, qué es lo que querés tocar.
Llegamos a una puerta de vidrio y mi amigo me dijo que me agachara y me quedara quieto, que él iba a dar un vistazo para ver si los cuidadores de turno eran de la barra de amigos. Salió y yo me quedé, por primera vez en mi vida, solo en un cementerio.
Atrás tenía la oscuridad repleta de muertos embutidos y adelante la visión de las bóvedas y las cruces bajo la luz de la luna. Sentí que el estómago se me volvía de piedra. No podía dejar de hacer un ruido espantoso con la garganta. Un ruido parecido al que hacen las palomas cuando están amontonadas. Cerré los ojos, respiré profundo y traté de pensar en Andrea C. Su pelo suave sobre mi cara, su pelo que salía de la foto impulsado por un viento marino. Después ella, desnuda, que se dejaba deslizar hacia adelante del rulemán sin ningún temor, confiando en la mano segura que yo le tendía, sonriendo al comprender que era el príncipe azul que durante tanto tiempo había esperado.
—Vamos, che —me dijo Rolando, y habría sido mejor que me hubiera dado una patada en el culo porque casi me muero del susto—. No hay moros en la costa. ¿Qué tenés ahí?
Yo me había bajado el cierre y, sin darme cuenta, ya me estaba manoseando.
—Qué, ¿te ibas a pajear? —me preguntó.
—Me estoy meando, no ves; por qué no te callás la boca.
—Te ibas a pajear —dijo Rolando.
La luna estaba suspendida en el centro del cementerio. Iluminaba las tumbas con un color plateado y pegajoso. Las tumbas de mármoles claros eran las que más me impresionaban. Parecían espejos antiguos abandonados, resplandores cargados de maldad. Rolando me pidió que lo siguiera y yo traté de ir pisándole los talones. Tanto traté, que habíamos hecho pocos metros cuando cayó de boca contra una montañita de tierra húmeda al lado de un hoyo abierto. Efectivamente: le había pisado los talones. Rolando se levantó y se sacudió la ropa. Parecía furioso, subía y bajaba los brazos como un pajarraco.
—Estoy dispuesto a soportarlo todo —dijo, siempre moviendo los brazos. Después hizo una pausa y agregó—: Por un amigo.
—Tengo ganas de vomitar.
Me inclinó hacia delante y me apretó la panza. Traté de vomitar pero no pude. Rolando murmuró unas puteadas y me sacudió como si yo fuera una bolsa de cebollas. Vomité y me sentí mejor. Mi amigo me dijo que me sentara, que era la falta de costumbre, y ahí nomás, sacó una botellita de medio litro de algo que parecía moscato. Tomó un trago y me convidó. Primero, desconfiado, le di un trago cortito, pero cuando sentí el sabor dulce del vino le di otro bien largo. No tardé nada en sentirme mejor.
—Empecemos con unas pocas palabras —me dijo—; no te hace falta anotar, solamente prestame atención. Hay tres clases de tumbas que tenés que aprender a diferenciar. Primero: tumbas en las que tenés que trabajar. Segundo: tumbas en las que obligatoriamente tenés que trabajar. Y tercero: tumbas en las que ni por todo el oro que existe en este mundo tenés que trabajar.
Hizo una pausa, revisó los bolsillos de su saco azul y sacó un medio pucho arrugado. Desclavó un fósforo que estaba metido adentro del medio pucho y lo raspó varias veces sobre la piedra de una tumba hasta que logró encenderlo.
—Voy a ahorrarte el desatino y no te voy a preguntar cuál de las tres es la más importante. Directamente te lo voy a decir.
—La segunda —dije, apurado.
Rolando se quedó mirándome. Tosió y echó humo por la boca y la nariz. Escupió de entre los dientes lo que podía haber sido una hebra pequeña de tabaco.
—No tiene filtro —dijo—: El borracho amarrete se quedó con la mitad que tenía filtro.
—Pero vos te quedaste con la que tiene más tabaco —contesté sin dudar, agrandado por lo que había creído un acierto anterior.
Rolando se exasperó. Volvió a sacudir los brazos aleteando sin parar.
—¡Si me vas a interrumpir a cada rato mando todo al carajo! —gritó—. ¡Esto no es una escuelita de mierda! ¡Esto es un cementerio!
—No te interrumpo más —le dije, pero no alcanzó y casi tuve que rogarle porque se había empacado y no quería seguir. Por fin continuó.
—La más importante es la tercera. Catorce hijo de puta, lo partió tomando en cuenta sólo la parte del tabaco —dijo—. Porque si tocás lo que no hay que tocar, uno, trabajaste al pedo y dos, mucho peor, te meten en cana. ¿Entendido?
Contesté que sí con la cabeza y Rolando me dijo que esa noche aprenderíamos a diferenciar las tumbas según lo que cayera en suerte.
Negrita, ésta es la casita que tanto quisiste
en vida y que no te pude dar. El Bebe.
La inscripción estaba grabada sobre una placa de bronce, colocada en el jardincito de un chalet en miniatura que venía a ser la tumba. Con cerco, arbolitos, ventanas y una chimenea con forma de cruz. Tenía el techo de tejas rojas y estaba hecho con ladrillos de verdad. Un farol iluminaba toda la sepultura, que daba la sensación de ser una enorme torta de cumpleaños.
—¿En cuál de las tres clases citadas ubicarías a esta cárcava? —me preguntó Rolando, que ahora se veía tan fresquito y sonriente que nadie se hubiera imaginado que esa misma tarde se había agarrado un pedo de película.
—¿A esta qué? —pregunté.
—Es inútil, deberías tener al menos un libro: el diccionario. Fosa, hoyo, depresión considerable en el terreno.
—Qué sé yo —le dije—; ¿un chalecito?, este tipo está más loco que una cabra.
—Te rogaría mostrar más respeto por la clientela y abstenerte de toda queja —dijo Rolando—. Estos locos, como vos los denominás, son los que algún día te darán de comer. Pero volviendo a la pregunta: ¿sabés o no sabés?
—Clase tres —le dije.
—¡Incorrecto! —contestó mi maestro frotándose las manos—, ésta es una clase dos. El marido de esta Ana Ramírez es un maniático. Por supuesto que no hay que manosear demasiado y eso lo veremos más adelante, pero ésta es una dos clavada. Es imperativo poner manos a la obra en esta tumba. El simple hecho de esperar al Bebe Ramírez en el día de la novia o en el aniversario de su insatisfecha esposa ya nos hará ganar dinero. Escuchá la estrategia y andá saboreando el fato. Uno se acerca y le dice: «Caballero, disculpe que lo interrumpa en su dolor. Pero usted sabe, las palomas. Yo opino que deberían erradicarlas de lugares como éste. Ahora descuide, para eso ha nacido Rolando: un servidor, para encargarse de todo y evitarle el dolor adicional de ver cómo… ¿me entiende?».
—Pero decís que no hay que tocar demasiado —dije.
—Y bien he dicho. Este tipo de cliente sabe qué lugar ocupa cada cosa. La culpa por no haberle podido dar la casa a la mujer lo convirtió en un obsesivo patológico y espero que sepas lo que eso significa. Solamente hay que verificar si por casualidad algún gorrión cagó el techo de la casita, cosa que sucede en grado menor.
—Y el tipo te pone la guita como un chorlito —le dije entusiasmado.
—Como un cliente —me corrigió Rolando—, como un cliente.
Caminamos por el jardín de las cruces. Pasamos por varias sepulturas que mi maestro ignoró por completo y por otras que le merecieron un comentario menor. Doblamos por otra calle y nos detuvimos. Si la tumba anterior había sido rara, ésta parecía el monumento a la comisión directiva de un manicomio. La mitad de la tapa estaba ocupada por la réplica de un colectivo pintado de rojo dónde se leía que era de la línea 8 interno 22. A los costados del colectivo había dos reflectores color violeta. También había una rueda de triciclo con un solo pedal amurada a un costado por medio de un caño. Rolando me pidió que prestara atención; tomó el pedal e hizo girar la rueda a toda velocidad. Yo había pasado por alto un detalle importante: la dínamo. Me llevé una sorpresa cuando los reflectores se encendieron llenando el lugar de luces azules y violetas. Mi amigo soltó el pedal y la rueda quedó andando otro rato, los violeteros se apagaron poco a poco y la tumba volvió a ser casi como cualquier otra. Excepto por el colectivo rojo y por las dos inscripciones que estaban en el frente de la lápida.
Al picaflor del Pelusa, por su Estampa de Varón del Volante
Asociación Amigos del «8 La Colorada»
Al 22 de la Barra, porque es una gran 17 que venga el 13 y te mande al 94

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