XII
Para todas esas miradas y sonrisas
cómplices de los amigos
(Igualitas a cualquier día soleado)
Miré el reloj de pared. Las horas no pasaban más. Escondí el rostro en las palmas de mis manos y me lo refregué para despabilarme. Volví a observar el reloj y nada: todavía faltaba una eternidad para que amaneciera. Siguiendo la aguja del segundero, de repente, me encontré controlando mi propio ritmo cardíaco. Estaba acelerado. Una vez más clavé la mirada en la pared, pero no lo hice en el reloj, sino en lo que tenía arriba. Un Cristo crucificado.
Tomé aire. Lo exhalé. Estaba cansado. Muy cansado. Busqué un lugar donde sentarme. Había un espacio libre justo al lado de Lady Di. Hice una seña como para pedir permiso, que ella ignoró olímpicamente. Me senté igual. Lady Di también se había perdido en la imagen del Jesús en la pared. Debajo de las capas de maquillaje se le notaba la sombra de la barba.
—¿Usted cree? —me preguntó.
—¿Cómo dice?
—Si cree en Dios.
Involuntariamente hice una mueca con la boca, que pareció una sonrisa. Me saqué los anteojos. Los pasé de una mano a otra. Con dos dedos me masajeé donde nace el tabique de la nariz.
—No me considero un hombre de fe. Aunque la esperanza es lo último que se pierde, según dicen, ¿no?
—La esperanza y la fe son dos cosas muy distintas, doctor.
Me volví a poner los anteojos para contestarle.
—Puede ser. La esperanza es una forma de deseo. Algo que todos experimentamos. La fe, no. Será porque la fe y Dios son, según dicen, invisibles. Y uno básicamente cree en lo que ve. Yo creo en lo que veo. ¿Y usted?
Lady Di, sin dejar de mirar el Cristo, me recitó:
—Yo creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. En Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor; que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen; padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos; subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso; desde ahí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo; la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos; el perdón de los pecados; la resurrección de la carne; y la vida perdurable. Amén.
—¿De verdad cree en todo lo que dijo?
—Ni en pedo, doctor. Es solo uno de esos versos que aprendemos de memoria y jamás los podemos olvidar. Si vamos al caso, habré repetido tres veces primer año, pero todavía me sé completo el Romance del enamorado y la muerte. ¿Y para qué? No, no señor. No creo en los rezos. Por lo menos en los que son recitados, como si fuéramos un lorito. En esos no. Pero yo creo en muchas cosas. Yo le tengo fe también a muchas cosas.
—¿Por ejemplo?
—Yo creo en él. Yo le tengo fe. Él es una oportunidad. Un amor. Una vida —me confesó cabeceando a la cama en donde estaba recuperándose Pinino.
Nos quedamos callados un momento. Lo único que se escuchaba era el sonido del monitoreo cardíaco.
—¿Desde cuando se conocen?
—Le mentiría si le dijera desde siempre. Pero casi. La verdad es que con mi mamá nos vinimos a vivir de Catán a Los Eucaliptus cuando yo había cumplido recién los diez. Ella se había vuelto a casar con Horacio, un albañil correntino que le llevaba más de veinte años. Chapado a la antigua. Muy protector. Él se hizo cargo de mi mamá, de mi hermana y de mí. Por más que no fuéramos las hijas, en vida, nos trató como propias. En eso también nos parecemos con Pinino. Los dos tuvimos un padre adoptivo que se murió demasiado pronto. Lo único, que yo a Horacio no le podía decir papá. Jamás me salió. Y eso que se lo merecía. Con todas las letras.
Los ojos de Lady Di se llenaron de lágrimas.
—Puta madre… Se me van a empañar las lentes de contacto. Me pasa siempre cuando pienso en Horacio. Sí, ¿o usted creía que estos ojos azules son de nacimiento?
—Ah, ¿no?
—Ni en pedo, doctor: los compré en una óptica de Liniers. Estaban de promo. Horacio se hubiese impresionado. Pero creo que igual… igual lo hubiera aceptado. No de una. Me hizo falta Horacio. Y eso que mi mamá se portó. Pero con Horacio cerca hubiera sido otra historia. Con él las cosas eran más fáciles. Él sí creía en Dios y en todas esas boludeces. Estoy segura de que me hubiera dicho que si esta era mi cruz, que la cargara entonces hasta el final. También estoy segura que de alguna manera él me hubiera ayudado a soportar este peso.
Boom… ¡Bip!
Volvieron a escucharse los latidos del paciente.
Boom… ¡Bip!
—Entonces, cuando se conocieron con Pinino usted era…
—Daniel. Dani. Y mi hermana menor se llamaba Walter. Eso sí: cuando peló las plumas, solita se mandó al muere: Drusilla se puso. ¿A usted le parece? Qué nombre de mierda. No sé cómo puede gustarle. Drusilla siempre anda en problemas. Es un imán para los quilombos. ¡Y en verano para qué le cuento!
—¿Por qué? ¿Qué pasa en verano?
—Qué no pasa en el verano, doctor. La fiesta empieza con las fiestas. Después de Navidad y Año Nuevo se sigue en la costa. Se estira un poco más tranqui los primeros días de febrero y cuando llega carnaval… a matar o morir.
—Una vez me hice una escapada a Gualeguaychú…
—¡Qué Gualeguaychú ni Gualeguaychú! Yo le estoy hablando del carnaval de acá, de nuestros corsos.
—No sabía que se siguieran haciendo.
—No. No se hacen más. Ni en pedo. Son de otra época. Pero cuando se hacían… Los más lindos eran los de Atalaya y Manzanares. El de Manzanares cuando Atenas todavía no estaba asfaltada. Nosotros dejábamos Los Eucaliptus solo para ir a los corsos o para ir a bailar. ¿Usted iba a bailar?
—Poco. No salía mucho.
—Se le nota. Perdón, se me escapó.
—Está bien. No me ofendió. Cada vez estoy más convencido de que mi vida hubiera sido otra de haber ido a bailar más seguido. Será por eso que ahora de grande me meto en estos bailes.
—No se crea. Mire que desde que me puse los tacos por primera vez no hubo un fin de semana que no me agarrara moviendo la cintura, y si hoy me meto en estos bailes, como le dice usted, es porque algunas cosas nunca se dan a elegir. Es lo que hay y somos lo que somos, doctor.
Boom… ¡bip!
Boom… ¡bip!
—Entonces es de familia. Tanto que la critica a su hermana, ¿no? Digo: lo de ser un imán para los problemas.
Lady Di sonrió melancólica. Y un poco negó con la cabeza. Yo insistí. Hablar y hablar era una forma de mantenerme despierto.
—Usted me cuenta de su hermana y sus veranos, pero bien que habrá tenido los suyos.
—Claro que los tuve.
—…
—…
—Si tuviera que elegir uno…
—…
—…
—Dos. Elegiría dos veranos. Dos veranos seguidos. El de mis quince y el de mis dieciséis.
—¿Por qué?
—Porque en uno empecé a tener fe y en otro a creer.
En el verano del 85, doctor; Mick Jagger era Dios, la lengua el crucifijo y los Stones nuestra religión. Muy, pero muy, a mi pesar. ¿Por qué? Porque todos en Los Eucaliptus así lo rezaban. Y cuando uno es adolescente no está bueno quedarse en casa orando solo. Ni en pedo. Uno quiere ser parte de la iglesia, ¿me entiende? Si fuese por mí —en aquel entonces, ahora y siempre— el rosario que a mí más me gustaba era ese que se pasaba Madonna por la entrepierna en el video de Como una virgen. Una herejía para el barrio. Porque santificar las fiestas en todo Castillo era calzarse las botas tejanas para ir a bailar rocanrol al Yesi; y si no había un austral y tocaba quedarse en la villa, santificar las fiestas era poner en el tocadisco el long play de Ella es el jefe y gastar suela y taco levantando polvo del contrapiso con Jagger cantando Solo una noche más o Afortunado en el amor. Dios sabe la fuerza que hacía para que eso me gustara.
Me acuerdo de haber empezado el año bailando en el patio de don Espíndola hasta el amanecer. También me acuerdo de haber escuchado ya de día Mujer dura y callarme las ganas de bailar ese lento con Pinino. Por lo menos nos fuimos juntos por los pasillos, abrazados. Él apoyándose en mí para no caerse del pedo que tenía. Y yo, hundiendo la nariz y la cara en su pecho, en esa remera Sun Surf celeste de mangas tres cuartos toda transpirada. Solo se escuchaban el canto de algunos pájaros y los tacos de nuestras botas. Las mías un regalo de mi padrino que agradecí disimulando el rechazo que me causaban. Y así y todo había sido un lindo Año Nuevo.
También en ese verano, por primera vez, me discriminaron. Más bien nos discriminaron. A Pinino y a mí. El resto de la barra de amigos. Porque para el fútbol teníamos dos pies izquierdos. No servíamos. Restábamos en el equipo. Para mí fue un alivio. Pero para Pini… pobre. Los desafíos con la gente del Cortijo o el Barrio Central empezaban a ponerse bravos y perderlos eran una verdadera humillación para la villa. Por eso nos dijeron a los dos: «afuera».
Igual a Pinino lo bancaron un poco más, porque era un animal pateando. Una fuerza, el hijo de puta. La patada de una mula. ¡Y unas piernas! Todavía las conserva. Puro músculo. Pini para los campeonatos de penales servía. Hasta ahí. Porque le faltaba puntería. La de arcos que partió. Partió posta. Cuando rompió el de la canchita del Torero se armó una guerra. De las primeras que estuvimos juntos.
Es triste no saber jugar a la pelota si vivís en la villa y sos varón. Muchas otras cosas para hacer no hay. Por suerte los pies izquierdos los teníamos para el fútbol. Porque para el dancing: volamos. Pinino y yo volamos, doctor. Créame. Todo ese enero y principios de febrero a la tarde veíamos Música Total en Canal 2 y bailábamos lo que viniera. Ahí nos empezamos a soltar.
Y cuando llegó el carnaval… Las historias en carnaval pasan por estar todo el día esperando. La previa es fundamental y el post en el boliche, también. Te vas viendo la cara una y otra vez hasta que a la madrugada… revienta. Todo. Pasa de todo porque en Carnaval vale todo.
Me acuerdo de cómo a la siesta nos poníamos a jugar en Los Eucaliptus. De cómo nos mojábamos. De cargar y descargar baldes con agua. De las risas, las corridas en patas y las patinadas. Del barro que se formaba en la calle. De los perros que no paraban de ladrar y correr detrás de nosotros. De cómo los chicos buscaban mojar a las chicas para que las remeras les marcaran bien los pezones y las tetas. De un shortcito rojo de Pinino apenas guardándole el bulto. Me acuerdo de haber querido vaciarle más de un balde con agua. Pero no hacerlo. Para que nadie me dijera maricón. Por esa regla única a la hora de jugar al carnaval: varones contra mujeres. Mujeres contra varones. Un estribillo de Las Primas, parece: «Los nenes con los nenes, las nenas con las nenas».
Sí. Eso a la tarde. Y a la noche seguirla en el corso. Entre comparsa y comparsa. Ahí sí con espuma en aerosol o bombitas de agua. Seguirla con la que había sido tu enemiga. Seguirla con el que había sido tu adversario en esa siesta. Y del corso irse todos para el Yesi. Y ahí bailar y bailar como para hacer las paces. Pero también bailar para no secarse. Para seguir mojados.
Sí: en el verano del 85 Mick Jagger habrá sido Dios, la lengua el crucifijo y los Stones nuestra religión. Obligatoria. Pero aunque la mayoría de Castillo hiciera su éxodo a la avenida República de Portugal para ir a bailar al Yesi; ese carnaval varios fuimos los herejes que hicimos unas cuadras más saliendo de Casanova por la Ruta 3 hasta un boliche nuevo que nos partió la cabeza. Un cielo, doctor. Eso es lo que era el Sky Lab… Hoy, Planeta Disco.
Fuimos a bailar a Sky Lab y ahí fue donde descubrimos varias cosas. Como que las tejanas rojas de Pinino podrían tener los tacos gastados de tanto rocanrol hasta ese momento, pero Pini llevaba en el ADN lo mejor de Gapul y el lento americano. Verlo golpearse el pecho a lo King Kong con Tarzan Boy de Baltimora o la forma en que con los pies dibujaba eses mientras sonaba Grande en Japón eran pruebas irrefutables: Pinino más que para el one, two, three four había nacido para el Italo Dance. Eso era seguro. Tan seguro como que él jamás me iba a ver con los ojos con los que lo veía yo.
Hasta que apareció esa pendeja atrevida, dos mujeres le conocí a Pinino en todo este tiempo. Lu es el amor de su vida. Pero la primera, esa fue la Colo. Una pibita también de Los Eucaliptus. Una pibita con la que ese domingo de carnaval, ese febrero del 85, a la siesta se baldearon, a la noche en el corso se volvieron a marcar llenándose de espuma, en Sky Lab empezaron a bailar con no me acuerdo que canción de Modern Talking y de madrugada se pusieron a apretar cuando arrancaron los lentos. Póngale con Murmullo descuidado.
Todos de joda. Menos yo. Para mí se me había acabado el carnaval. O eso creía. Porque, en realidad, empezaba. En la barra de Sky Lab conocí a Las Amazonas del Atalaya, una comparsa con diosas… y reinas; algo que todavía no era muy común. Ni en pedo. Más por acá. A las chicas las habían dejado entrar gratis porque estaban con sus uniformes y disfraces. Entre tragos, la más veterana —una travesti que se hacía llamar Hipólita— me dijo, totalmente borracha, cuando me presenté: «No tenés cara de llamarte Daniel, linda». Parece que se me notaba. Y mucho.
Para cuando llegó el otoño, si bien con Pinino nos seguíamos encontrando bastante, él ya había dejado de venir a casa a ver Música Total. A esa hora marcaba tarjeta en lo de la Colo. Por esos mismos días decidí dejarme el pelo largo. Y también empecé a ir más seguido para Atalaya, donde estaban mis nuevas amigas, mi nueva familia, mi nueva religión. Ese invierno murió el papá de Pinino. De repente. Un ataque al corazón. Yo supe muy bien lo que era su dolor por lo que me había pasado con Horacio. Y eso nos volvió a acercar. Después del luto, ya promediando la primavera, Pinino en Sky Lab era mi Kevin Bacon. Porque eso queríamos: Night! Night! Footloose! Hasta que llegaron las fiestas. Navidad y Año Nuevo fueron amargos para él y doña Ina. Todavía demasiado cerca la presencia de la muerte. Hasta el brindis lo pasamos juntos. Ellos con mi mamá, Drusilla y yo. Después llegaba la Colo y no me quedaba otra que rumbear para Atalaya.
En ese enero, en ese febrero, tomé mucho coraje y también tomé una decisión. A lo Azúcar Moreno: ¡Solo se vive una vez! ¡Caramba!
Una oportunidad.
Un amor.
Una vida.
Es todo lo que tenemos.
En el carnaval del 86 Dani Duque dejó de existir para Los Eucaliptus, Atalaya, Castillo, Casanova, La Matanza, el mundo. Sobre unas botas coloradas hasta las rodillas, haciendo equilibrio sobre unos tacos agujas imposibles, vestida solo con un bombachón estampado con estrellas, un top rojo y muñequeras y vincha doradas; en el corso de Los Manzanares y bailando junto a las Amazonas del Atalaya hizo su debut la mujer que tiene al lado suyo, doctor.
Como tenía recién dieciséis años las otras chicas decían, cargándome, que no me podían tratar de reina. Pero si que era toda una princesa. Hipólita me bautizó cuando me hizo un piropo: «Si fueras rubia serías como la Princesa Diana de Gales, linda. Candidata para reina. Candidata para diosa».
En el Carnaval del 86 nació Lady Di. Unos veintitrés añitos muy bien llevados, ¿no le parece?
Me guiñó un ojo, sonriendo. Después Lady Di volvió a emocionarse. Se le escapó una lágrima que le corrió el rimel. Por eso fue una lágrima negra. Como la que había derramado por su hombre la gitana que logró encerrar al diablo de piel amarilla para que no se lo llevara al infierno.
Hurgué en mis bolsillos hasta encontrar el paquete de Carilina. Lo saqué junto al dinero que me había dado Ventura por lo del Orejón. Le ofrecí a Lady Di un pañuelo que aceptó y agradeció.
—Me decía que en uno de esos veranos empezó a tener fe y en el otro, en el siguiente, a creer.
—Sí. Porque andaba confundida.
—Por… por… ¿porque antes era Daniel?
—No, doctor. Porque a mí me pasaba lo mismo que a usted: confundía tener esperanza con tener fe. Tener esperanza es desear que pase algo. Tener fe es darnos una oportunidad, darnos amor, darnos una vida.
El celular de Nafta Súper vibró y empezó a moverse en círculos en la mesita donde lo habíamos dejado. También sonó el estribillo de una canción muy pegadiza.
Te envío poemas de mi puño y letra
Te envío canciones de Cuatro Cuarenta…
Lady Di se levantó enojada. ¿O más bien indignada?
—¿Quién es? —preguntó el Faisán.
—¿Y quién va a ser con ese ringtone? —le respondió Ráfaga— Es la pendeja atrevida.
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