XI
Con los que compartimos cicatrices de batallas
Y tantos bares solitarios
¿Y como cuántas noches en las que la lluvia no paró?
—Al final todos estamos en esto por lo mismo.
—¿Y eso sería? —le pregunté al Señor de la Noche.
—Porque tenemos miedo.
Lo miré bien, de pies a cabeza, antes de responderle sin ninguna duda de mi parte; sobre todo después de haberlo visto en acción:
—Usted no parece ser un hombre que tenga miedo.
—Porque para ser un hombre sin miedo hay que estar ciego, Socolinsky. Para poder ver en la oscuridad —me corrigió sin que yo llegara a entender del todo lo que me estaba diciendo.
Nos quedamos en silencio. Yo no sabía de que hablar y él parecía estar juntando coraje para contarme algo que finalmente compartió conmigo.
—Mi viejo era colega suyo. O casi. Radiólogo. Ejercía en el Ramos Mejía. ¿Conoce ese hospital? ¿No? Está en Urquiza y Venezuela. Cerca de Plaza Once. Mi viejo también vivía por ahí. En un departamento en Boedo. Cuando se separaron, mi vieja volvió para acá. Y yo me quedé con él. Pero todos los fines de semana sabía venir a Castillo a visitarla. Así nos conocimos con Pinino y los demás. Al principio, como cualquier otro chico de vecino, tuvimos nuestras diferencias y peleas. Las necesarias para terminar respetándonos. Y hasta le diría que queriéndonos. Por más que todavía no teníamos diez años.
Hizo una pausa antes de continuar evocando:
—Mi viejo los domingos a la tarde sabía venir a buscarme para volver con él. Ese domingo charlaron mucho con mi vieja. Los noté bien. Por primera vez en mucho tiempo. Cómo si de repente hubieran hecho las paces. Mi viejo me había prometido llevarme al cine ese domingo. Me preguntó si podíamos invitarla también a ella. Me entusiasmé mucho con la idea espontánea que había tenido. Y mi vieja se puso colorada cuando aceptó. Con una condición: que viéramos la película en el centro. No en Liniers, como había sugerido él. Porque si no se iba a hacer demasiado tarde entre la ida y la vuelta para dejarla a ella en su casa, y yo al otro día tenía que levantarme temprano para ir a la escuela. Mi viejo le dijo que sí. Pero que él también tenía una condición irrevocable: que ella se quedara a dormir en el depto de Boedo. Porque no iba a permitir que volviera sola a Castillo de noche.
El Señor de la Noche negó con la cabeza. Primero. Y después continuó con su relato sonriéndole a la nada. ¿O habrá sido a esos recuerdos?
—Mi vieja se puso todavía más colorada. Nunca le respondió. Solo pidió permiso para ir a buscarse un abrigo porque afuera hacía frío. Afuera y adentro. Por acá siempre hace mucho frío… Y yo nunca pude sincerarme y saber bien si lo que más me entusiasmó en ese momento era que estábamos a punto de ver El Zorro, con Alain Delon, o que esa noche íbamos a pasarla los tres juntos… Vimos la película en el Metro… Ya no existe. Salimos del cine contentos. Nos gustó mucho. Fuimos a buscar el auto donde lo habíamos dejado estacionado. En la Plaza de Tribunales. Mi viejo amagó invitarnos a comer una pizza por Corrientes. Mi vieja estuvo firme en su postura de que yo no tenía que quedarme despierto hasta tan tarde. Así que propuso preparar algo para picar con lo que encontrara en la heladera. «No mucho», dije yo y nos reímos los tres.
Las manos del Señor de la Noche en ese momento se transformaron en puños.
—De la nada salió un pibe con un 22. No lo entiendo, Socolinsky. La verdad, que no lo entiendo. Más en esa época. Ninguno se resistió. Ninguno intentó pedir ayuda o llamar a la policía. Mi viejo le entregó lo que tenía encima. Hasta le ofreció su Montgomery. Mi vieja también le dio sus pulseras y su cadenita, que solo eran valiosas en lo sentimental. Incluso los dos le terminaron dando las alianzas que no habían dejado de usar, aunque se hubieran separado… Así y todo les disparó. A quemarropa. Los mató. A mi vieja y a mi viejo. Los mató a los dos.
Tragó saliva. En su rostro no había ninguna expresión y eso me inquietó tanto o más que lo que me estaba contando.
—El pibe me apuntó después a mí. Y, aunque estaba pasando por el mayor cagazo de mi vida, no dudé en apoyarle la frente al caño humeante del 22 antes de cerrar los ojos esperando escuchar el ¡PUM! que no fuera eco de los otros que todavía seguían retumbándome en la cabeza. Sí. Cerré los ojos bien fuerte. Un rato. Quería que apretara el gatillo. Para cuando los abrí, ahí estaba solo, con los cuerpos de mi vieja y de mi viejo.
Y, sosteniéndome la mirada, me explicó:
—Sabrá entender si le digo que no me gusta un carajo pasar un domingo a la noche o una madrugada de lunes en un hospital… No solo porque me recuerda a cuando mataron a mis viejos; porque eso es algo que está conmigo cada puto día cuando me levanto como cada puta noche cuando me voy a acostar. Esto… lo que le pasó a Pinino… No está bien. Tampoco lo que nos dijo allá abajo Corona.
El Señor de la Noche de repente se puso de pie y se acercó hasta el cuerpo sin vida del Orejón. Juan Raro ni se inmutó ante su presencia. Fue como si no lo hubiese visto llegar.
—Menos mal. No tiene lágrima —comentó observando los ojos muertos del pibe chorro.
«¿Cómo que no tiene lágrima?», pensé desconcertado.
—Por una cuatro por cuatro o por unas zapatillas Nike: se mata por tan poco a veces, Socolinsky. Pero hay que ver quién es el asesino. Hay que llegar hasta el brazo ejecutor, porque es él quien nos dice si detrás no había algo más.
Amargado, concluyó:
—Mi teoría es que no hay que demostrar amor porque el amor mata. Y eso es lo que nos quitó a mis viejos y a mí un pibe con un 22. Y eso es lo que amenazan con sacarle al Pini: su hijo. Para destruirlo de una vez por todas. Un ser querido. Algo que no se compra ni se vende. Porque está guardado bajo cuatro llaves en la mejor caja de seguridad que pueda existir en todo el mundo.
Sostuvo convencido golpeándose con cuatro dedos el pecho. Acto seguido se puso a divagar:
—Esto es algo que también se le fue de las manos a la Bonaerense. O, por lo menos, colaboró fomentando hasta que se dieron cuenta de que se había descontrolado mal. La misma policía se encarga de buscar chicos menores de edad que usan para realizar delitos que ellos mismos no quieren hacer por una cuestión de jerarquía y por autopreservación. No le estoy hablando del pancho que por deporte coimea o que pide una pizza gratis, o que sale de una carnicería con un asado para seis, de arriba. Esos son gordos bolsa de pedos. Con placa y reglamentaria. Sí. Pero solo un eslabón en la cadena. Los jodidos son los que toman decisiones. Los que manejan más armas que una nueve milímetros. Porque hoy el arma más peligrosa que existe sobre la tierra es cualquier pendejo.
Y señaló el cadáver custodiado por Juan Raro.
—El estudio. Prepararse para algo. Eso hace la diferencia. ¿Para ejemplo un botón? Por algo siempre nos costó irle al cruce al Pelado. Él hizo la técnica en la Base. Los padres tenían teca y podían mandarlo a un privado. El Pelado desarroló a full la cabeza, Socolinsky —me explicó dándose otros golpecitos con el dedo índice en la sien—. Ese es el verdadero poder. El poder absoluto: saber pensar. Porque el que sabe pensar aprovecha y se aprovecha de esa cualidad. La pobreza y la exclusión social alejan a los chicos de los estudios. Y cualquier bando sabe que es negocio seguro reclutar pibes menores de edad. Son los más fáciles de captar; más si tienen a la familia desmembrada…
Inhaló aire por la nariz y lo largó por la boca.
—Hace poco estuvimos en Marcos Paz con Pinino visitando a un conocido que está preso. Un chico también nacido y criado en Los Eucaliptus. Pablito Detarso. El Pol. Una de las grandes celebridades del barrio. La que está de moda. Una joyita, el borrego. La fama le viene, primero y en teoría, de haberse enfrentado con un oficial de la Bonaerense a plena luz del día en un terreno baldío enorme, conocido como la Redonda, donde se juega a la pelota los fines de semana. Parece que se la había jurado porque alguien a quien él quería mucho había perdido con ese rati. Y que lo encaró ahí, a lo pistolero.
Y extendiendo los pulgares y los dedos índices de sus manos en alto simuló pistolas.
—Pol juró que se batió a duelo con el pata negra. Que supo conservar la calma, tener la sangre fría y apuntarle bien para darle el tiro en medio de la frente por más que el rati no dejaba de dispararle. Toda una hazaña para cualquiera y más para un chico de diecisiete años; que se empezó a difundir de boca en boca, agrandándose cada vez más, según quien la contara. Con detalles que lejos estaban de lo que había pasado en realidad.
Y eso fue lo que se puso a narrar:
—Un conocido en la morgue me informó que la bala que mató al policía había entrado por el oído derecho. Y que los cartílagos de la oreja estaban quemados. Lo había hecho el fogonazo de un arma de fuego. Es decir: le habían apoyado el caño de una pistola y recién ahí le dispararon. El oficial había sido ejecutado y no muerto en cumplimiento del deber. El cuerpo lo habían encontrado en un seis veinticuatro que venía de San Justo. No en la Redonda. El chofer del colectivo declaró que escuchó el disparo y que frenó instintivamente antes de llegar a la esquina de Bermúdez y Atenas. Que no alcanzó a ver que pasaba cuando alguien lo acogotó de atrás pidiéndole que abriera la puerta. Si no, era boleta. Que él lo hizo y que no se animó a ver al atacante cuando bajó. Y que cuando pudo girar se encontró con el muerto.
Evidentemente, según su exposición, había ya unas cuantas diferencias con la primera versión; la del chico.
—Resulta, Socolinsky, que el chofer era don Enrique. Un vecino nuestro de Los Eucaliptus. Un fercho veterano. En el barrio, cuando no está laburando, le decimos Huevo de heladera porque se lo ve siempre en la puerta. En la puerta de la casa. Apoyado en las rejas. Viendo el movimiento de la cuadra. Chusmeando. Bueno, don Enrique nos batió la posta. Todavía no eran las siete de la matina. De San Justo, en todo el recorrido, había levantado cinco pasajeros como mucho. Uno era el policía que ni bien se sentó se quedó dormido. Los otros cuatro se fueron bajando entre Lomas del Mirador, Camino de Cintura y el Jardín de Infantes Laura Vicuña. Y en la villa de la curva se subió el Pol que andaba de caravana desde un par de días. Antes de que le pidiera si lo llevaba gratis; don Enrique, adivinándole la intención, le dijo que pasara. Y no sabe por qué, pero miró por el espejo retrovisor y vio al pibe parado al lado del pata negra que venía torrando. El rati seguro había estado de guardia y por eso venía fulminado. Don Enrique volvió a concentrarse en el camino. Pero seguía inquieto. Para cuando otra vez pispeó por el retrovisor, Pol le estaba apuntando a la oreja derecha del cana. Don Enrique gritó «¡no!» junto con el ruido del disparo. Después el pibe lo miró también por el espejo. Don Enrique alcanzó a abrir la puerta de atrás. Y Pol se bajó.
El Señor de la Noche se pasó la lengua por los labios. Terminó mordiéndose el inferior antes de elaborar su hipótesis.
—Pol nunca en su vida había visto a ese policía. Entonces, ¿por qué lo había hecho cagar? Desapareció del barrio mientras se convertía en leyenda. Pibes chiquitos en la calle jugaban a Ben 10 y a cuando Pol mató al rati en la Redonda. Es lo que pasa por acá. Todo está al revés. Equivocado. Cosas así son muy peligrosas, porque generan identificación. Todos querían ser él como alguna vez quisieron ser como nosotros. Así es como se reproduce todo. La violencia, principalmente.
Rotando su cuello de derecha a izquierda escuché crujir sus vértebras.
—Nos enteramos que estaba guardado, como le dije, en Marcos Paz. Algo intuíamos con Pinino aunque no nos animábamos a decirlo ninguno primero. Cuando lo vimos a través del vidrio, lo primero que notamos en él fue la lágrima tatuada en uno de sus ojos. Pol había ingresado a una mara. A no confundir con una pandilla. Las maras acá recién empiezan. Y son mucho más que una organización delictiva. Son una religión. Pol es de la M-18. Vieron en él cualidades. Ansia de poder. Que podía moldearse. Además de comprar la mentira que lo catapultó a la fama.
El Señor de la Noche hizo chasquear la lengua.
—Lo más irónico del asunto es que ahora que es mayor de dieciocho no está cumpliendo condena por lo del rati. Ese hecho no se lo pudieron comprobar todavía. Sí los ochos asesinatos que cometió con su nuevo alias: el Corintio. Así se hace llamar por estos días. Porque, según él, además de ser un mara de la M-18, es un apóstol de la voluntad de Dios; que viene a advertirle a los injustos que no van a entrar en el Reino de los Cielos. Mató a una puta, a un dealer de Paco, a un cocinero, a una madre e hija que hacían abortos clandestinos, a una piba que se había hecho un aborto, a un violeta… Mató a Karina Detarso. A su propia hermana. La mató y se entregó. No sabemos por qué. Como no sabemos si había otros motivos ocultos para pasar a valores a sus víctimas.
El Señor de la Noche arqueó las cejas.
—Se lo preguntamos y no nos dio bola. Como respuesta recibimos una sarta de sanatas propias de los nuevos conversos.
—Dejamos la lucha por el barrio porque la idea, el objetivo a concretar, es mucho más grande. Borrar fronteras. Expandirnos. Pero ustedes no lo entenderían…
—¿Por qué no haces la prueba?
El casete que se había puesto me tenía ya los huevos al plato. Cuando reanudó la charla, por el tono de la voz, empezó disculpándose.
—No los estoy tratando de cabezas de tacho. Simplemente digo que son de otra época, Federico. Dinosaurios. Vos ya estás demasiado viejo como para ser una promesa. Sos como Orteguita o Palermo. ¿Y me vas a decir que Nafta Súper representa al hombre del mañana? Ustedes no tienen cabida en el Plan. No nos sirven.
—¿Eso significa que si nos agarrás durmiendo en un bondi nos vas a servir?
—Creamé, Socolinsky, que yo esperaba hacerlo enojar; para que él me sonriera de forma cínica como respuesta. Como si estuviéramos jugando al truco. Pinino, parado con los brazos cruzados detrás de mí, festejó con una sonrisa mi provocación. Lo pude ver en el reflejo del vidrio. Ay, pero la táctica me funcionó solo en lo del enojo. ¿Sabe algo? Si alguna vez llega a salir, no me gustaría que Pol me venga a buscar. En llamas me contestó:
—Yo no soy solo esto que están viendo con sus ojos. Y yo ya no soy un hombre. Mírenme bien porque son testigos privilegiados: los primeros en conocer una nueva especie. Yo soy esa nueva especie. Soy, somos, algo que arrasa con todo lo que nos encontremos en nuestro camino.
—No tenía sentido seguir gastando saliva con Pol. Volvimos a Los Eucaliptus con una preocupación que no podíamos disimular. Y, mucho antes de lo que hubiéramos deseado, empezamos a ver qué tan reales eran nuestros miedos. Aparecieron varios pendejos con lágrimas tatuadas. Y gente muriendo por cuatro por cuatros, por zapatillas Nike o por nada.
El Señor de la Noche me guiñó un ojo.
—Esos pendejos saben lo que soy. Por el apodo y por muchas cosas más. Por eso cuando me ven, por eso cuando los cruzo por el barrio, extienden los dedos índices y frotan en cruz el izquierdo con el derecho. Varias veces. Como si estuvieran pelando una papa. Es un gesto mara. Una advertencia. Me están diciendo que me van a cortar la cabeza cuando puedan.
Y ahí me hizo con el pulgar la seña de degüello.
—Ellos serán una nueva especie, como dijo Pol. Yo me considero de otra. Una muy diferente de la suya. Y mucho mejor a la de todos los inútiles que están esperándonos allá afuera.
Creí entender a qué se estaba refiriendo.
—¿Está hablando de la policía?
—De la Bonaerense. Sí. Porque yo también soy policía, Socolinsky. Pero de la Federal. «Federico». EL Federico.
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