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Además de las historias que siempre les cuento
Primero a mis viejos compañeros
El disparo me había fisurado un par de costillas del lado izquierdo. Me costaba respirar, pero era más por el susto que por el trauma del impacto. Me quité los dos pulóveres, el chaleco antibala, la parte de arriba del ambo, la polera y la camiseta; y me quedé con el torso desnudo. La ropa amontonada en el piso parecía una montaña enana.
Nilda me frotó en la zona donde tenía el hematoma con una pomada para que se relajara el dolor muscular. La crema y las palmas de sus manos me dieron chuchos de frío. Después me vendó la barriga mientras no dejaba de repetir y de lamentarse con sus «¡Ay, doctor! ¡Ay, doctor! ¿En qué nos metimos?».
Miré a Nafta Súper. Su perrito dormía debajo de la cama sin darse cuenta de que la mano que lo estaba acariciando era la del diablo de piel amarilla. El Señor de la Noche también observaba a Nafta Súper cuando le pregunté:
—¿Qué le pasó?
—Usted lo sabe mejor que yo, Socolinsky.
—No. El porqué están acá, no. ¿Que qué le pasó en el pecho?
—¿Lo pregunta por la ese que tiene tatuada?
—¿Es un tatuaje?
—Más o menos. Le dicen escarificación. Es más bien como una cicatriz.
—¿Me está diciendo que está hecho a propósito?
—Así como lo ve. Se corta la piel hasta dar forma a lo que uno quiere llevar para siempre. Hay que hacer un corte profundo y la herida se tiene que infectar. Mientras más dure la infección más pronunciada va a ser la costra.
Nilda puso cara de asco. Creo que yo también.
—¿Cómo pueden hacerse algo así? ¿Cómo pueden automutilarse?
—Será porque se puede. Y porque les gusta. Lady Di tiene escarificaciones de estrellas en el pecho. La Cuñataí Güirá dos alas en la espalda. No están para nada mal. A ellas les quedan bien.
—¿Y en Pinino? ¿La ese que significa?
—Es por Súper.
—¿Súper?
—Sí, Súper. Nafta Súper. Así lo empezó a conocer la calle. Incluso en su prontuario figura como «Pinino», «Pini», «el Súper» o «Nafta Súper».
—¿Y por qué?
—Porque a Pinino le gusta prender fuego. Ver las cosas arder.
—¿Es piromaníaco?
—Sí, eso dicen los loqueros.
—¿Y usted qué dice?
—Que es algo que está en su naturaleza.
El Señor de la Noche hizo una pausa antes de continuar.
—Ya lo revisó. Se dio cuenta de que no es normal. ¿Para qué le voy a mentir? Todos ellos, los de la banda, parece que tienen algo diferente. Todos menos yo.
—Vi muchas cosas en la guardia… pero como lo de esta noche…
—Para Pinino un incendio es un gran espectáculo. Él cree fervientemente que al iniciarlo hay que hacerlo con lo mejor. Para que tenga un brillo ardiente. Siempre anda con dos bidones llenos de nafta. Nafta súper. De ahí el apodo.
—Comprendo.
—Cualquiera que lo vea llegar cargando en cada mano los bidones empieza a sentir miedo y calor. A transpirar por más que haga un frío de la concha de la lora. En Castillo no es ningún secreto que la nafta de esos bidones dura poco adentro. Los que tienen negocios con nosotros saben muy bien qué es lo que les pasa a los que se hacen los pillos: terminan bañados en nafta súper. Saben que si no nos cumplen lo último que van a hacer en vida es dar un gran espectáculo. Saben que con Pinino van a arder.
—¿Usted lo vio hacerlo? ¿Vio a Pinino prender fuego a alguien?
—¿Y usted? ¿Vio alguna vez a la muerte llevarse a uno de sus pacientes?
El perrito blanco se despertó y empezó a gruñir. Había regresado a la habitación el diablo de piel amarilla. En la cabeza me retumbó como un eco lo último que me había preguntado el Señor de la Noche: «¿Vio alguna vez a la muerte llevarse a uno de sus pacientes?». El diablo de piel amarilla, con el gesto que estaba haciendo con su rostro, me preguntaba lo mismo.
—A muchos los vi morir. Pero a la muerte no se la ve.
El Señor de la Noche sonrió. A él también lo noté cansado.
—Bueno, a mí me pasa lo mismo: yo solo los veo prenderse fuego.
—No le entiendo.
—Socolinsky: Pinino entra. Los demás esperamos afuera. Habla con ellos. No sabemos qué les dice. No sabemos qué pasa ahí adentro. Si sale Pinino primero, viene con lo nuestro, con lo que fuimos a reclamar. Si sale Pinino después, es porque primero pasaron esos pobres infelices que fuimos a buscar. Pasan corriendo. A los gritos. Envueltos en llamas. Ardiendo con brillo. Eso es lo único que vemos y escuchamos.
—¿No le da culpa hacer algo así?
—No creo. Ya le dije: le gusta ver las cosas arder.
—¿Y a usted? ¿Qué le pasa cuando «ve las cosas arder»?
—Nada.
—¿Nunca?
—Uno se acostumbra.
—¿Nunca le pasa nada?
—Bueno… nunca nunca, no.
—¿No se arrepiente?
—¿La verdad? De profesional a profesional, cada uno en su rubro: solo de una vez me arrepiento. Y hasta ahí nomás. Porque no fue por laburo o por ajuste de cuentas. ¿O sí? Para Pinino era como una especie de ajuste de cuentas. Para los demás, no. Pero no le íbamos a llevar la contra.
—¿Qué pasó?
—Digamos que Pinino tenía clavada una espina desde hacía mucho tiempo. Tuvo la oportunidad de sacársela y ni lo dudó. Cuando Lady Di me contó cómo venía la mano, no lo podía creer. Igual lo hicimos.
—¿Qué cosa?
—El secuestro más inútil de la historia… Subiendo a la autopista para ir a la Capital; Lady Di, sin dejar de revisar nuestro arsenal, se emocionaba hasta el llanto mientras me explicaba por qué lo íbamos a hacer.
«Las calles acá son de tierra, hijo. Por eso no puede venir a tomar la leche Carozo con nosotros».
—¿Carozo? ¿Era un amigo de Pinino?
—¿Cómo que no conoce a Carozo, Socolinsky?
—¿Debería?
—¿Usted tuvo infancia?
—Como todos.
—¿Y qué miraba en la tele cuando era chico?
—Nada. No me dejaban ver televisión.
—Con razón no lo ubica. Carozo era un muñeco. La mitad de un dúo. Carozo y Narizota. Dos muñecos.
—¿Como los Muppets?
—¿A esos los tiene?
—Sí.
—Y bueno: como los Muppets. Algo así. La cuestión es que conducían el programa Narizota y el Profesor Gabinete…
—¿El Profesor Gabinete?
—Era un actor. Bastante muñeco. Bueno, le decía que Narizota y Gabinete conducían el programa mientras Carozo iba a tomar la leche, a merendar a la casa de algún chico.
—¿Un chico cualquiera?
—Sí. Los borregos escribían una carta al canal. Elegían una. Y entonces Carozo se le aparecía de sorpresa al pibe en la casa. Venían los vecinos enseguida, familiares, colados… y tomaban la leche mientras salían en la tele.
—¿Y eso era todo?
—También pasaban dibujitos.
—¿Y eran buenos?
—¿Los dibujitos? ¡Qué se yo! Ya no miraba dibujitos para esa época. Bueno, no tantos.
—¡No! Si eran buenos estos Carozo y Narizota.
—A los pendejos les encantaba. Parece que a Pinino mucho. Que con la mamá le escribieron una carta y fueron hasta el centro de Castillo para mandarla por correo. Se había ilusionado bastante el Súper de que Carozo fuera a la casa. Obviamente, pasaron varios meses y Carozo nunca vino. Pocas veces cruzaba la General Paz.
«Las calles acá son de tierra, hijo. Por eso no puede venir a tomar la leche Carozo con nosotros.»
—Lady Di me contó:
¿Sabés una cosa, Fede? Pinino se acuerda muy bien de esa tarde. De esas palabras. De su mamá. De cómo estaba vestida. Del movimiento que hizo con la cabeza. De la amargura en su tono de voz. De su impotencia ante algo que no iba a poder cambiar.
«Las calles acá son de tierra, hijo. Por eso no puede venir a tomar la leche Carozo con nosotros.»
Pinino se acuerda muy bien de esa tarde. De esa desilusión, la mayor que había vivido hasta ese momento. De la tristeza que sintió. De la furia que contuvo. Solo hasta ahí. Porque ese día fue la primera vez que sus ojos se prendieron fuego.
Pinino también se acuerda de la tarde que siguió a esa tarde. Y sus ojos, en lugar de incendiarse, llueven. Llueven como había llovido la siesta de la tarde que siguió a esa tarde; mientras estaba en el colegio aprendiendo rectas numéricas a los saltos con el conejito Plin Plín y a escribir sus primeras palabras en el cuaderno del caballo Tupac.
«Las calles acá son de tierra, hijo. Por eso no puede venir a tomar la leche Carozo con nosotros.»
Su mamá lo había ido a buscar como lo hacía religiosamente de lunes a viernes a las cinco menos cuarto. A cococho de ella, zafó del barro de Martín Fierro y también del de la calle Billinghurst. Mientras su mamá se enterraba o patinaba en su andar, repetía una y otra vez que eso se iba a terminar pronto, lo de andar llevándolo a caballito. Que cuando pudiera ahorrar le iba a comprar una capa y unas botitas azules para la lluvia y que él entonces iba a tener que caminar. Pinino, aferrado al cuello de su mamá, guardaba silencio. Pinino se acuerda muy bien de todo esto. Porque él esa tarde, hundió la cara en la melena de la madre para no abrir la boca y confesar que si él pudiera elegir el color de sus botas y el de su capa, tendrían que ser rojas.
Pinino me contó que cruzaron los eucaliptos, cruzaron las vías, y una vez adentro de la casilla, notó que había algo raro. Porque para él, que no estaba acostumbrado a recibir sorpresas, todo eso era algo raro. La mesa tenía una tela cubriéndola. Más tarde se enteraría que a eso le decían mantel. Y sobre ella había una taza, el termo marrón de pico negro y un plato con el repasador del Gauchito del Mundial 78 ocultando lo que había adentro. Pinino rogó que fueran galletitas y no chipá. Y esa esperanza lo hizo volver a sonreír. Y mierda que sonrió cuando descubrió que eran un surtido de Merengadas, Mellizas, Rumba y Amor.
«Jo-jo-jo-jo-¡JÓ! ¡Amiguito!», escuchó que lo saludaban con una voz gruesa. Y se encontró con un fantasma que en lugar de estar cubierto por una sábana, como en Scooby Doo o en los Tres Chiflados, tenía encima una colcha celeste. Celeste como Los pelos de Carozo. Pinino sabía que ese fantasma no era Carozo. Que ese fantasma era su mamá. Pero igual se puso tan contento. Corrió y se abrazó a una de sus piernas. Se abrazó fuerte. Cerró fuerte los ojos. Y le dijo bien fuerte: «Te quiero mucho, Carozo. Mamá: te quiero mucho». Y así, jugando, tomaron la leche chocolatada caliente en la que mojaban las galletitas mientras se reían a carcajadas y llenaban de migas la mesa y la colcha celeste.
—Parecía, Socolinsky, que esa iba a ser la vez que Carozo estuvo más cerca de Los Eucaliptos, en Rafael Castillo. Hasta que llegó el día en que finalmente Carozo de verdad vino a la villa.
¿Cuándo fue? Como hace mil años. Tristonio todavía era el presidente. Eso me acuerdo bien. Ya se le venía la noche. Se nos venía la noche. Bueno, estábamos matando el tiempo mirando la tele. Yo tenía el control remoto así que decidí dónde dejar de hacer zapping. Cuando vi el Gran Torino rojo con la franja blanca me clavé ahí. Todos los demás protestaron. Todos menos Juan Raro, que siempre estaba en su planeta. Llevándome el índice a la boca les chisté para que cerraran la jeta. Ellos no se bancaban para nada una serie de policías, mucho menos una vieja.
Ráfaga y el Faisán querían ver El bar porque estaban enganchados con una pendeja rubia, Guillermina creo que se llamaba, que era un avión. Mucho-mucho-mucho pero mucho más linda que la santiagueña, Pamela David. Pero se iban todos a cagar: a mí me encantaba Starsky & Hutch y nadie me iba a cambiar de canal.
Cuando llegaron Pinino y Lady Di de la rotisería, los ánimos fueron otros porque teníamos una lija importante. Pusieron el pollo y las papas fritas sobre la mesa. Antes de que los desenvolvieran del papel blanco empapado en aceite, Ráfaga ya había traído los vasos, destapado las cervezas y cambiado a Canal 2. La Guillermina de El bar gateaba sobre la cama de una plaza en la que estaba acostado un mexicano con mucha suerte.
—¡Uy, Dio! Este ya ganó aunque no se quede con los cien mil patacones.
—Ráfaga…
—Está en la propaganda, Fede. ¡Mirá lo que es el orto de esta mina en cuatro! ¡No se puede creer!
—RÁ-FA-GA.
La tele volvió a Uniseries. El pelado de la nueva Star Trek sonreía como si se estuviera burlando del otro que se quedaba con las ganas de seguir pispeándole el upite a la Guillermina.
Nos arrimamos todos alrededor de la mesa ratona y empezamos a comer sin cubiertos, con las manos. Lady Di trajo un rollo de servilletas de papel que nos fuimos pasando. Le estábamos dando sin asco al morfi, cuando me di cuenta de que Pinino estaba hipnotizado frente al televisor. Lady Di le acercó un vaso con birra y le preguntó al oído qué presa quería.
Pinino tocó la pantalla del televisor. Dos veces. Dos golpes cortos.
Era eso lo que quería.
Juan Raro fue el primero en prestar atención. Yo largué una alita por la mitad y me empecé a limpiar los dedos con una servilleta. El Faisán se dejó una de las patas del pollo en la boca, entrelazó los dedos de ambas manos y se inclinó para el lado de la tele. Ráfaga ya estaba subiéndole el volumen a todo lo que daba.
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Yo no entendía nada y la verdad no quise meterme. Me levanté y me fui. Tenía tareas pendientes en lo mío. Había otras cosas en las que no nos podíamos quedar dormidos. Después, como le dije Socolinsky, cuando me lo contó bien Lady Di mientras íbamos en el auto, pensé que me estaban jodiendo. Bah, quise creer que era una joda. Pero bien que sabía que iba muy en serio.
Lo triste de todo esto, lo crea o no, es que Pinino quiso hacer las cosas por derecha. Y mandó una carta. Y también un mail. Se la escribió Lady Di, contando la anécdota de él con la madre, la colcha celeste y las Merengadas, Mellizas, Rumba y Amor. Y esa misma carta la tipeó Ráfaga en un cyber para mandarla por mail.
Pasó un mes. Yo estaba despatarrado mirando Starsky & Hutch cuando en la propaganda dieron el aviso del ganador del concurso «El sueño del pibe». Todos se me pusieron delante, tapando el televisor. Cuando se levantaron… No sé, desde lo del doping positivo al Diego o cuando se mató el Potro Rodrigo que no sentía tanta tristeza junta frente a una tele.
Ráfaga fue el primero en cantar: ¡Yo no se lo cuento a Pinino! Pensé que Lady Di se iba a hacer cargo, pero fue la que retrucó con un «¡Yo tampoco!», que repitieron rápidos Juan Raro y la Cuñataí Güirá en guaraní (¡Ye aveí!). Nos madrugaron mal al Faisán y a mí.
Seguí mirando Starsky & Hutch hasta que terminó y me levanté para irme. Me atajaron todos pidiéndome que yo fuera el que se lo contara a Pinino. Que a mí me respetaba. Que conmigo no se iba a enojar tanto. Que estaba muy ilusionado con este tema y que nadie le quería pinchar el globo. Les aclaré que no tenía la más puta idea de lo que estaban hablando. Y me fui.
Al otro día cuando entré en la casilla me encontré con todo hecho mierda. El Faisán incluido. Se ve que mucha gracia no le había causado en serio a Pinino. No está bueno que Pinino ande cabreado.
Ahí fue que a la Lady Di se le ocurrió. Entre ella y Juan Raro hicieron toda la inteligencia. A mí solo me llamaron cuando estuvo listo el laburo. Lo bien que hicieron: si me lo hubieran contado de entrada, jamás hubiera participado.
El nombre del gil que había ganado el Sueño del Pibe lo daban en la propaganda a cada rato. Sebastián Cabrera. Encima decían de dónde era. De Monserrat. Ráfaga no hizo más que ir al cyber, entrar en la guía telefónica, poner Sebastián Cabrera, buscar los Sebastián Cabrera que había en Capital. Había siete y de esos solo uno con dirección en Monserrat. El mismo Ráfaga pidió una cabina y desde ahí llamó haciéndose pasar por un productor de Uniseries para confirmar con el boludo de Sebastián Cabrera cuándo habían quedado para hacer la filmación.
A eso fuimos con Lady Di, la Cuñataí Güirá, el Faisán, Ráfaga y Juan Raro. Fuimos a cagarle la merienda a Sebastián Cabrera y a su familia y amigos. Fuimos a robarle el sueño del pibe para dárselo a Pinino.
No fue para nada difícil colarnos en el edificio. Solo tocamos el portero quince minutos antes de que llegara el verdadero equipo de Uniseries haciéndonos pasar por ellos. Cuando volvió a sonar otra vez el timbre de ese departamento, empezó el show. Bajó Ráfaga. Les abrió. Los hizo subir en dos tandas por el ascensor. Linda sorpresa se llevaron cuando nos encontraron.
Fuimos rápidos. Les hicimos entender lo que necesitábamos. Que si se portaban bien solo les íbamos a robar unas tres o cuatro horitas de su tiempo. Preguntamos quién era Carozo. Quién lo manejaba. Ahí, linda sorpresa nos llevamos, cuando nos vinimos a enterar que era una mina no mucho más grande que la Cuñataí Güirá.
—Vos te venís con nosotros.
La piba se puso a llorar. Un camarógrafo nos pidió que no hiciéramos nada. Lady Di con la soga que siempre llevaba se la enroscó en el cuello y lo empezó a asfixiar.
—¿Quién más va a decirnos qué no podemos hacer?
No lo mató por poco.
Juan Raro y la Cuñataí Güirá se quedaron en el departamento vigilando a los Cabrera, sus amigos y al equipo de Uniseries. Juan Raro seguro que algo se imaginaba, por eso no quería estar presente cuando Pinino recibiera su sorpresa. El resto bajamos con la piba que manejaba a Carozo, el disfraz o marioneta que era Carozo y no sé como con cuántas cajas de alfajores Balcarce.
Manejé yo a la vuelta. Al lado mío venía Lady Di. Por el espejo retrovisor veía cómo Ráfaga y el Faisán haciendo palmas y moviendo las cabezas cantaban: ¡Carozo y Narizota se fueron a pasear! ¡Se fueron en mateo por toda la ciudad! A la piba la llevaban acostada sobre sus piernas, escondida debajo del disfraz o la marioneta que era Carozo. Amordazada con varias vueltas de cinta de embalar.
Llegamos a Los Eucaliptus. Entramos en nuestra casilla. Mientras Lady Di obligaba a la piba a ponerse la piel de Carozo así, con la boca tapada; Ráfaga se ponía a calentar la leche chocolatada. El Faisán, por su parte, estaba muy entretenido armando castillos de alfajores sobre la mesa.
—¿Vos crees que se va a poner contento? —me preguntó Lady Di con una sonrisa, mordiéndose el labio de abajo. No supe qué contestarle.
Salimos todos afuera de la casilla a esperar que llegara Pinino. Cuando eso pasó, se lo vio desconfiado. Nosotros nos reíamos y él también. El Súper sabía que andábamos en algo.
Pinino entró. Los demás esperamos afuera. Habló con Carozo. No sabemos qué le dijo. No sabemos qué pasó ahí adentro. Salvo que unos minutos después salió Pinino primero. Nos alegró mucho verlo salir a él primero. Creo que todos en el fondo pensábamos que iba a salir después. Que el que iba a pasar primero iba a ser Carozo. Corriendo. A los gritos ahogados por la cinta de embalar. Envuelto en llamas. Ardiendo con brillo. Creíamos que eso iba a ser lo único que se iba a ver y escuchar. Pero no. No fue así.
Pinino salió de la casilla y se fue a buscar a su mamá. Volvió con doña Ina que no podía creer lo que veían sus ojos. Merendaron con Carozo los tres. Les sacamos fotos. Doña Ina le agradeció a Carozo la visita a su hijo. Carozo con señas le hizo entender que estaba todo bien. Doña Ina recién entonces se levantó para volver a su casa. Ya se estaba haciendo de noche.
Tímidamente, doña Ina primero le dio la mano a Carozo. Después se animó y lo abrazó. Doña Ina creyó escucharlo llorar. Y no se equivocaba. Cuando lo largó le dio un beso a su hijo y al oído le confesó que los alfajores eran ricos, pero que más le gustaban las Merengadas, Mellizas, Rumba y Amor. Pinino sonrió cómplice.
—Te amo, hijo. Fue un gesto hermoso —le comentó mientras lo palmeaba en un hombro.
Cuando pasó por al lado de Ráfaga y el Faisán les pidió que se portaran bien mientras que a Lady Di le preguntó de dónde habían sacado un disfraz tan bueno.
—¡Nena! ¡¿Cómo se van a poner en estos gastos?! ¡Seguro les salió muy caro el alquiler!
—Más o menos, doña Ina. Igual ya lo devolvemos.
Y así lo hicimos nomás: de vuelta a Monserrat, al departamento de Sebastián Cabrera. Yo al volante, Lady Di en el asiento de al lado, Ráfaga y el Faisán atrás, con Carozo sentado en el medio mientras ellos cantaban: Marisa… Teresa… Marisa come pizza… Teresa milanesa… Marisa… Teresa…
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¡Ah, cierto que usted nunca vio el programa!
Marisa y Teresa eran las novias de Carozo y Narizota. ¿O eran las dos novias de Narizota? Ya no me acuerdo…
Yo estaba pasmado. No entendía nada. ¿Me estaba mintiendo o de verdad lo habían hecho? Me costó pronunciar palabra hasta que lo hice:
—Pero pero… ¡¿De qué son capaces ustedes?!
El señor de la noche sonriendo me respondió:
—Socolinsky: esa pregunta nos queda chica.
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