Kryptonita - Capítulo 9

IX

Tatuajes, lealtad, orgullo humilde
Es lo único que tengo para mostrar
Llamándola con dos dedos bastantes nerviosos, el Faisán le pidió a Lady Di que se acercara a la ventana con ellos.
—¡Princesa! A ver si nos vamos dejando de pelotudear.
La travesti nos pidió disculpas a Nilda y a mí y se sumó al grupo. El celular de Ráfaga sonó con un ringtone de Queen.
Tumtumtumtumtumtumtumtumtumtumtum FLASH! OH! OH!
Atendió:
—¿Por dónde andás? Ajá. Nosotros estamos en la guardia de Terapia Intensiva. En el segundo piso. No te mandés por adelante que está todo copado. ¿En cuanto llegás?
Se hizo un silencio mientras le respondían. Después Ráfaga contestó:
—Dale. Te esperamos.
—¿Qué dice el Federico? —preguntó el Faisán.
—Que en un minuto está.
—¿Y por dónde va a entrar? —se preocupó Lady Di.
Ráfaga negó con la cabeza.
—¿Y por dónde va a ser? Por adelante. Si vos sabés como es: le decís que no a tal cosa y es como si le mojaras la oreja.
El zumbido característico de un acople se escuchó desde la ruta. Una voz por parlante más similar a esos carros que venden sandía por el barrio que a la autoridad que representaba se dirigió a los integrantes de la banda de Nafta Súper avisándoles que iba a acercarse al edificio un negociador. Que le permitieran avanzar. Y que tuvieran tolerancia con su persona, ya que él iba a escuchar atentamente cuáles eran sus peticiones. Que dada la distancia que los estaba separando se iba acercar en un patrullero él solo.
—Que venga en un móvil no me gusta un carajo —se puso más nervioso el Faisán.
—Desde acá no tenemos cómo comunicarnos con ellos —negó con la cabeza Ráfaga.
—¿Y el teléfono del hospital? ¿Por qué no nos llaman acá? —pensó en voz alta Lady Di.
Ráfaga le respondió:
—Porque la verdad es que no les interesa una mierda hablar con nosotros. Vienen a hacernos teta. Hay que estar preparados.
No pude dominar mi curiosidad y tímidamente fui hasta la ventana. El diablo de piel amarilla me hacía señas para que me animara. Con confianza. Desde ahí noté las luces de posición de la camioneta de la bonaerense cuando se encendieron un segundo después de que se escuchara arrancar el motor. Acto seguido las luces altas y las coloradas de la sirena, muda, enceguecieron cualquier ojo que se posara sobre ellas. El vehículo empezó a avanzar en primera. La tensión podía percibirse en el aire todavía más, si eso era posible.
Y entonces empezó a escucharse muy despacito otro zumbido, que fue creciendo hasta volverse insoportable por el ruido espantoso que hacía. Era el de una moto enorme que, llegando desde la rotonda de San Justo, zigzagueó el vallado policial esquivándolo para meterse en la entrada del Paroissien; subir al capó y techo de un auto estacionado y desde ahí saltar sobre la camioneta de la Bonaerense para aterrizar sobre el techo de la cabina y destrozarla. El ruido de la lluvia de vidrios y de hierros retorcidos nos hizo mal a los tímpanos.
El motociclista rodó sobre el barro antes de volver a incorporarse para correr y entrar en el hospital. El patrullero avanzó unos metros más por inercia y después se detuvo. Las luces altas, las de posición y la de la sirena parpadearon antes de apagarse por completo. Los pasos del motociclista se escucharon nítidos mientras subía las escaleras. Campera de cuero, de negro de la cabeza a los pies, casco incluido; apareció ante nosotros un caballero oscuro. El Señor de la Noche.
—¡Guauuu, men! ¡Ni ahí que te hacía Poncharello, Federico! ¿De dónde sacás caballos así o esas naves que también manejás? —festejó el Faisán.
—Fede, mi amor, generalmente tus entradas son más discretas, ¿no? —sonó un poco a reproche la bienvenida de Lady Di.
El Señor de la Noche se acercó hasta la cama donde estaba Nafta Súper. Observó el monitoreo cardíaco y después me buscó a mí. Encontré mi imagen reflejada en el plástico del visor del casco. Casi no me reconocí.
—¿Y el doctor es?
Me quedé mudo. Su voz era bastante cascada.
—¿Su nombre? ¿Cuál es?
El Faisán se rascó la nuca y sonrió como un chico al que la maestra le pide los deberes y se excusa diciendo que el cuaderno se lo comió el perro.
—¡Pero que cachivaches! Fede, ¿podés creer que nunca le preguntamos?
El Señor de la Noche insistió conmigo.
—¿Cómo se llama?
Tragué saliva antes de pronunciar la mentira. Una mentira que de tantas veces que la había pronunciado hasta yo me la terminé creyendo.
—González. Soy el Doctor González.
Antes de que me descubriera frente al resto de la banda, con solo mirarme ya me había hecho sentir desnudo.
—¿«Doctor González»? Un nochero, supongo.
—¿Un qué? —no entendió Lady Di.
El Señor de la Noche no tenía tiempo de andar dando explicaciones. Ignoró a su compañera y se concentró en mi persona.
—Está bien, «Doctor González»: cómo ya se habrá dado cuenta esta noche no va a poder hacer lo de siempre. Nada de la ley del menor esfuerzo. Por eso, por lo menos hasta que nos vayamos, usted ya no es el «Doctor González». Ahora, para nosotros, usted es el Doctor Socolinsky. Porque estamos depositando en sus manos la salud de nuestro hijo. Le estamos confiando la salud de nuestro niño. Porque no nos queda otra. Y si usted es o no el mejor médico en el hospital eso no lo sabemos. Pero más le vale hacernos creer que el Socolinsky del Paroissien es lo más grande que hay.
De repente se detuvo y ladeó la cabeza, más bien el casco, sobre uno de sus hombros.
—¿Está usando dos pulóveres, Socolinsky?
Casi tartamudeé para contestarle.
—Hace mucho frío. Acá adentro siempre…
No me dejó terminar el concepto.
—Eso a mí me importa tres carajos a la vela. ¿Tiene puesto dos pulóveres sí o no?
Se me hizo un nudo en la garganta. No fui capaz de responderle hablando. Afirmé moviendo la cabeza y el señor de la noche sonrió satisfecho.
—Si está ASÍ de abrigado podemos salir afuera a dar un paseo. Ráfaga, Lady Di: ustedes vienen con nosotros.
—¿Adónde, lindo?
—A negociar con el negociador.
Ráfaga había roto la mayoría de los tubos fluorescentes del hall de la planta baja. Solo dejó sano uno del fondo. En donde estábamos los dos parados. Él, agarrándome del cuello con su brazo izquierdo, anteponiéndome de escudo. En la mano derecha tenía una pistola. Lady Di esperaba a un costado unos pasos más adelante.
Escuchamos la puerta de entrada abrirse. También al viento cuando silbó. Una silueta avanzaba borracha y errática hacia nosotros. Se patinó. Cayó al piso. Volvió a levantarse. Y rengueando continuó acercándose. Venía riendo. Riendo y cantando.
—Dadá… Tatá.
Lady Di protestó:
—¡Lo que nos faltaba! Lindo, ¿sabías que era él? Con razón amasijaste el patrullero. Si sabés que es Corona, ¿por qué mierda no avisás?
El Señor de la Noche, oculto entre las sombras, no respondió. El que habló fue Ráfaga. Primero entre dientes. Después alzando la voz.
—Corona y la concha de su madre. Federico y la concha de tu madre… ¡¿Qué onda, personaje?! —le preguntó al negociador cuando lo tuvimos enfrente.
Era un tipo flaco y alto. Estaba trajeado pero bastante desalineado. Me llamó la atención que tuviera los ojos y los labios pintados. El maquillaje se le había corrido.
—Ante todo un muy buenas noches para la Cherry Cherry Lady y otro muy buenas noches para los caballeros. Sabrán disculpar mi apariencia actual. Acabo de tener un accidente cuando llegué. Aunque nobleza obliga a confesar que, como vengo de una fiesta en Palermo, ya estaba bastante dado vuelta. ¡Y como para no estarlo después de festejar semejante victoria!
—Bueno, ¿por qué mejor no seguís de joda y agarrás una cornetita, o lo que mierda hayas estado soplando, te la metés en el culo y volvés por donde viniste?
—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! A ver si bajás un cambio, Correcaminos.
—¿Sabés lo que pasa, Corona? Los giles y la yuta me la maman. Y como vos sos un gil a cuerda y un cobani del orto me la chupás dos veces.
—Uh, ¿querés pelear? ¡Buenísimo!
—No sabés cómo te vamos a dejar —le advirtió Lady Di.
—¡Esaaaaa! Les gusta pelear. ¡Sí! A mí también. Vamos. Primero las damas.
—Mirá, que lo pedís lo tenés.
—¡Epa! ¿Por qué tan nerviosa, bonita? Si los dos estábamos jodiendo. ¿O no? Yo te respeto, Lady Di. Yo te respeto. Hay que tener pelotas para ser travesti. Romperse bien el culo. Qué sé yo.
Ella mordió bronca. Pero le contestó:
—No me voy a poner a payasear como hacés vos. Largá lo que tenés para decir y después tomatelás.
Corona sonrió. Aun con poca luz noté sus dientes amarillos y torcidos.
—¿Cómo está Gotita?
—¿Quién? —preguntó Lady Di.
—Gotita: el hijo del Súper.
—¿Por qué le decís así? —se metió en la conversación Ráfaga.
—Porque cuando sea grande va a ser como el padre: un gran chorro… Siempre y cuando llegue a cumplir siete.
De atrás se le apareció el Señor de la Noche dándole un golpe de lleno en las costillas que lo hizo doblar.
—Ya cagaste la verga, enfermo.
Corona, recuperándose, lo saludó.
—¿Qué hacés, hermanito?
El Señor de la Noche no se anduvo con vueltas.
—No me cabe el chamuyo. Así que retractate con lo que acabás de insinuar del hijo del Súper. O afirmalo.
Jadeando, Corona se puso a enumerar:
—Vos estuviste afuera, hermanito. Viste la cantidad de patrulleros y oficiales que había. El famoso «todas las unidades disponibles». Este es el momento. Esta es nuestra noche. La noche de Sabiola, Bigote y el Colo. Y estamos todos de acuerdo en ponerle un moño al regalo: hoy muere el Súper. Y si por una de esas casualidades llegara a zafar de esta, ya no vamos a parar hasta destruirlo. Eso incluye cualquier forma de lastimarlo. Cero códigos de ahora en más con ustedes. Así que lo de Gotita, te lo afirmo.
El Señor de la Noche, enfurecido, lo agarró de las solapas del saco y lo levantó en el aire.
—Pata negra: ustedes no saben lo que es pararse de manos. Solo sirven para doblar los deditos, gato. Para arañar.
Ráfaga se unió en el insulto.
—Corona: qué te venís a hacer el macho, si a vos te asusta la puntita y eso que todavía no te entró entera.
Mientras Lady Di negaba con la cabeza. Aturdida.
—Esto no está bien. Esto no está bien…
Corona, reflejando su rostro en el visor del casco como yo lo había hecho antes, le habló al Señor de la Noche.
—Federico: él tuvo su oportunidad. Sabiola le ofreció que laburara para él.
—Sabía que no iba a aceptar.
—Problema del Súper. Problema suyo. El poder que tenía entonces, ni siquiera el que tiene ahora, no se compara con lo que le iban a dar. Él hizo su elección. Nosotros la nuestra. Ahora les toca a ustedes, hermanito. Tienen que elegir: salvarlo o salvarse.
El Señor de la Noche volvió a depositar a Corona en tierra firme.
—Sabiola no es Dios.
—Quizás sí. Quizás no. Pero para muchos lo es. Más acá. En dos años por ahí no existe o en dos años puede volver a estar al frente. A mí, personalmente, me chupa todo un huevo. Vos mejor que nadie lo sabe. En dos años pueden pasar muchas cosas. ¿Quién te dice, hermanito? Por ahí, de verdad dejás de jugarla de MacGyver y usás de una puta vez la pistola. ¿Te imaginás? Yo quiero ver cuando llegue ese día. Porque para dársela a Sabiola… serías capaz, ¿no?
Corona no esperó a que el señor de la noche le respondiera. Cruzamos miradas por primera vez desde que entró. Me guiñó un ojo. Quebró la muñeca de la mano derecha y apareció como eyectada de la manga de su abrigo una pistola chica, muy chica, que empuñó para apuntarme y disparar. Tenía solo dos tiros. Los dos me los pegó en la panza. En el costado izquierdo. Todo pasó muy rápido. Ni siquiera escuché los disparos. Por el impacto retrocedí hasta chocar contra una pared. Apoyé la espalda y me dejé caer deslizándome hasta quedar sentado en el piso. Me ardía. Me ardía mucho.
—¡DOCTOR! —pegó el grito desesperada Lady Di.
Ráfaga le quitó el arma antes de que se diera cuenta. Corona, arrugando la frente y moviendo en el aire el dedo índice de la mano derecha, observándome, entendió cuál era el truco.
—Debajo del pulóver: tiene puesto un chaleco, ¿no?
Como respuesta recibió en el medio de la cara una trompada del Señor de la Noche. Corona se agarró la nariz con las dos manos y se la empezó a sobar. Se puso en cuclillas mirando para abajo. Cuando se dejó de tapar el rostro noté que tenía el tabique roto y que chorreaba sangre por las fosas nasales.
—UH-JU-JÚ-Uuuuuu… Uuuuuuhhh…
El Señor de la Noche se le puso a la par y también se agachó.
—Tenía que hacerlo. Intentarlo aunque sea —comentó como si estuviera pidiendo disculpas Corona.
—Sí. Era una fija. ¿Tenés algún otro chiche encima?
Corona sonrió de oreja a oreja.
—Federico, ¿si te digo que no, me vas a creer?
El Señor de la Noche se puso de pie.
—Andate antes de que me arrepienta.
También levantándose, Corona exageró en ademanes.
—El que se arrepiente soy yo. Le hubiera apuntado a la cabeza y a otra cosa. Pero no puedo ir contra mi naturaleza, ¿sabés? Si mato a alguien me gusta ver en su cara las expresiones de cómo va perdiendo la vida. Por eso, siempre que se pueda, prefiero usar un cuchillo.
—Pasa que la agitás de maldito y vos sos solo un loco de mierda, payaso —se volvió a meter en la conversación Ráfaga.
—Uh-Jajá-JÁ. Si, ¿no? —pareció estar de acuerdo Corona.
Antes de retirarse me miró y me dijo:
—No fue nada personal, doctor. Espero sepa entender. No quiero que haya resentimientos.
Y ahí metió una mano en el bolsillo. Lady Di y Ráfaga se pusieron nerviosos y lo encañonaron con sus respectivas armas de fuego.
—¡GUOUUU! ¡GUOUUU! ¡GUOUUUUU!
—¡Volvé a pelar los garfios adónde los podamos ver, locura! Despacito, despacito…
Como si nunca se hubiera dado por aludido, Corona sacó un pañuelo de tela que tenía prolijamente doblado. Lo sacudió hasta extenderlo por completo y así poder sonarse la nariz. Cuando lo hizo, el ruido fue asqueroso. Secándose sangre y mocos nos dio la espalda mientras se retiraba. Estando ya a varios metros de nosotros, pegó la media vuelta para decirnos algo que parecía se había olvidado:
—Haceme caso, hermanito. Háganme caso, ustedes también. Todavía les quedan unos minutos. Vayansé ahora. Vayansé a la mierda. No lo van a poder salvar.
Recién entonces se marchó.
Lady Di y Ráfaga me agarraron uno de cada brazo para ayudarme a que me pusiera de pie.
—No pasa nada, Tordo. Todo piola.
¡¿Cómo que no pasa nada?! ¡¿Cómo que todo piola?!
Estaba en shock. Pero igual, y pese a la agitación, pude articular una frase. Más bien una pregunta que me estaba molestando tanto como los balazos recibidos.
—¿Por qué? ¿Por qué me disparó?
Volviendo los cuatro a la guardia me respondió el Señor de la Noche después de sacarse el casco.
—Porque en este momento usted es la única persona que puede mantener con vida a Pinino. Usted, Socolinsky… y nosotros.

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