Barba Azul


Barba Azul, versión de Charles Perrault (1697)



Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles forrados en finísimo brocado y carrozas todas doradas. Pero desgraciadamente, este hombre tenía la barba azul; esto le daba un aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las jóvenes le rehuían.
Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la mano de una de ellas, dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no podían resignarse a tener un marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres.
Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus mejores amigas, y algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de campo, donde permanecieron ocho días completos. El tiempo se les iba en paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se pasaban la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy correcto.
Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de un mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis semanas por lo menos debido a un negocio importante; le pidió que se divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las llevara al campo si lo deseaban, que se diera gusto.
-He aquí -le dijo- las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí están las de los estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave maestra de todos los aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galería de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohibo entrar a este pequeño gabinete, y os lo prohíbo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo lo podéis esperar de mi cólera.
Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y él, luego de abrazarla, sube a su carruaje y emprende su viaje.
Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recién casada, tan impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no habiéndose atrevido a venir mientras el marido estaba presente a causa de su barba azul que les daba miedo.
De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios de trajes, a cual de todos los vestidos más hermosos y más ricos. Subieron en seguida a los guardamuebles, donde no se cansaban de admirar la cantidad y magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la cabeza a los pies, y cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que jamás se vieran. No cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien, sin embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del departamento de su marido.
Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una falta de cortesía, bajó por una angosta escalera secreta y tan precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los huesos dos o tres veces. Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la prohibición que le había hecho su marido, y temiendo que esta desobediencia pudiera acarrearle alguna desgracia. Pero la tentación era tan grande que no pudo superarla: tomó, pues, la llavecita y temblando abrió la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un momento, empezó a ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre coagulada, y que en esta sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían sido las esposas de Barba Azul y que él había degollado una tras otra).
Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había sacado de la cerradura se le cayó de la mano. Después de reponerse un poco, recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta; subió a su habitación para recuperar un poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.
Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y aún la resfregara con arenilla, la sangre siempre estaba allí, porque la llave era mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha de un lado, aparecía en el otro.
Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino había recibido cartas informándole que el asunto motivo del viaje acababa de finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo que pudo para demostrarle que estaba encantada con su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había pasado.
-¿Y por qué -le dijo- la llave del gabinete no está con las demás?
-Tengo que haberla dejado -contestó ella- allá arriba sobre mi mesa.
-No dejéis de dármela muy pronto -dijo Barba Azul.
Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que traer la llave.
Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:
-¿Por qué hay sangre en esta llave?
-No lo sé -respondió la pobre mujer- pálida como una muerta.
-No lo sabéis -repuso Barba Azul- pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de entrar al gabinete! Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto a las damas que allí habéis visto.
Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Habría enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
-Hay que morir, señora -le dijo- y de inmediato.
-Puesto que voy a morir -respondió ella mirándolo con los ojos bañados de lágrimas-, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.
-Os doy medio cuarto de hora -replicó Barba Azul-, y ni un momento más.
Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:
-Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa.
La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en tanto:
-Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda sus fuerzas a su mujer:
-Baja pronto o subiré hasta allá.
-Esperad un momento más, por favor -respondía su mujer; y a continuación exclamaba en voz baja-: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana Ana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
-Baja ya -gritaba Barba Azul- o yo subiré.
-Voy en seguida -le respondía su mujer; y luego suplicaba-: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
-Veo -respondió la hermana Ana- una gran polvareda que viene de este lado.
-¿Son mis hermanos?
-¡Ay, hermana, no!, es un rebaño de ovejas.
-¿No piensas bajar? -gritaba Barba Azul.
-En un momento más -respondía su mujer; y en seguida clamaba-: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
-Veo- respondió ella- a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos todavía... ¡Alabado sea Dios! -exclamó un instante después-, son mis hermanos; les estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.
-Es inútil -dijo Barba Azul- hay que morir.
Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento para recogerse.
-No, no, -dijo él- encomiéndate a Dios-; y alzando su brazo...
En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.
Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero, de modo que huyó para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; otra parte en comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella misma con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul.




Moraleja
La curiosidad, teniendo sus encantos, a menudo se paga con penas y con llantos; a diario mil ejemplos se ven aparecer. Es, con perdón del sexo, placer harto menguado; no bien se experimenta cuando deja de ser; y el precio que se paga es siempre exagerado.

Otra moraleja
Por poco que tengamos buen sentido y del mundo conozcamos el tinglado, a las claras habremos advertido que esta historia es de un tiempo muy pasado; ya no existe un esposo tan terrible, ni capaz de pedir un imposible, aunque sea celoso, antojadizo. Junto a su esposa se le ve sumiso y cualquiera que sea de su barba el color, cuesta saber, de entre ambos, cuál es amo y señor.


Actividad:

1- Charles Perrault fue un escritor francés que recopiló relatos orales europeos. La moraleja cumplía la función de transmitir una lección moral sobre el vivir humano.
Lo que llamamos moral sería un conjunto de normas, creencias, valores y costumbres que dirigen o guían la conducta de las personas en una sociedad. La moral permite distinguir cuáles acciones son consideradas aceptables y cuáles inaceptables para un grupo social.

a) Analicen la primera moraleja del cuento: ¿Qué se afirma en relación con la curiosidad? ¿Por qué les parece que se dice eso? ¿Ustedes qué opinan?
b) La segunda moraleja realiza una afirmación respecto del matrimonio. Si piensan en la actualidad, ¿creen que los vínculos de pareja son como se los describe en esta moraleja? Si están en desacuerdo, ¿qué podrían comentar al respecto?

2- Si utilizásemos términos actuales, ¿cómo deberíamos llamar al delito que comete Barba Azul?



La nariz de plata, versión de Ítalo Calvino


Había una lavandera que era viuda con tres hijas. Las cuatro se las ingeniaban para lavar la mayor cantidad de ropa posible, pero igual pasaban hambre. Un día la hija mayor dijo a la madre:

Aunque tuviera que ir a servir al mismo Diablo, quiero irme de esta casa.
No hables así, hija –dijo la madre–. No sabes lo que puede ocurrirte.

No pasaron muchos días y en la casa se presentó un señor vestido de negro, muy apuesto y con la nariz de plata.
Sé que tiene tres hijas –dijo a la madre–. ¿Dejaría venir a una de ellas a servir a mi casa?

La madre la hubiera dejado ir enseguida, pero estaba esa nariz de plata que no le gustaba. Llamó aparte a la hija mayor y le dijo:
Mira que en este mundo no hay hombre con la nariz de plata: ten cuidado, si vas con él puedes arrepentirte.

La hija, que no veía la hora de irse de su casa, partió lo mismo con ese hombre. Caminaron mucho, por bosques y montañas, cuando de repente se vio a lo lejos una gran claridad, como si fuese un incendio.

¿Qué hay allá abajo? –preguntó la muchacha empezando a sentir un poco de aprensión.
Mi casa. Allá vamos –dijo Nariz de Plata.

La muchacha siguió caminando y ya no sabía cómo contener su miedo. Llegaron a un gran palacio, y Nariz de Plata la llevó a ver todas las habitaciones, una más linda que la otra, y de cada una le entregaba la llave. Llegaron a la puerta de la última habitación, Nariz de Plata le dio la llave pero le dijo:
Esta puerta no la debes abrir por ninguna razón, si no ¡pobre de ti! De todo lo demás eres dueña, pero de esta habitación, no.

La muchacha pensó: “¡Aquí hay gato encerrado!”, y se propuso abrir esa puerta en cuanto Nariz de Plata la dejara sola. Esa noche estaba durmiendo en su piecita, cuando Nariz de Plata entró sigilosamente, se arrimó a la cama y le puso entre los cabellos una rosa. Y en silencio, como había llegado, se fue.
A la mañana siguiente, Nariz de Plata salió para hacer sus cosas, y la muchacha, encontrándose sola en la casa con todas las llaves, corrió de inmediato a abrir la puetta prohibida. Apenas entreabrió la puerta, salieron humo y llamas, y en medio del fuego y del humo había un montón de almas condenadas que estaban ardiendo. Comprendió entonces que Nariz de Plata era el Diablo y esa habitación el Infierno. Lanzó un grito, cerró enseguida la puerta, y escapó cuanto más lejos pudo de aquella habitación infernal, pero una lengua de fuego le chamuscó la rosa que llevaba en los cabellos.
Nariz de Plata regresó y vio la rosa chamuscada.

¡Ah! ¿Así me has obedecido? –dijo. La levantó en vilo, abrió la puerta del Infierno y la arrojó entre las llamas.

Al día siguiente volvió a lo de aquella viuda.
Su hija se encuentra muy bien conmigo, pero el trabajo es mucho y necesita ayuda. ¿Me mandaría también a su segunda hija?

Y de ese modo Nariz de Plata regresó con la otra hermana. También a ella fue mostrándole la casa, le dio todas las llaves y también a ella le dijo que podía abrir todas las habitaciones, menso esa última. Y la muchacha:
¿Por qué habría de abrirla? ¡A mí no me importan sus asuntos!

Por la noche, cuando la muchacha fue a dormir, Nariz de Plata se arrimó despacito a la cama y le puso en los cabellos un clavel.
A la mañana siguiente, apenas Nariz de Plata dejó la casa, lo primero que hizo la muchacha fue abrir la puerta prohibida. Humo, llamas, gritos de condenados, y en medio del fuego reconoció a su hermana.

¡Hermana mía, sácame de este Infierno! –le gritó.

Pero la muchacha sintió que se estaba desmayando; cerró la puerta rápidamente y escapó, pero no sabía dónde esconderse, porque ahora estaba segura de que Nariz de Plata era el Diablo y estaba, sin remedio, en sus manos.
Regresó Nariz de Plata y lo primero que hizo fue mirale la cabeza: vio el clavel marchito y sin decirle una palabra la levantó en vilo y la tiró también a ella al Infierno.
A la mañana siguiente, siempre vestido como un gran señor, volvió a presentarse en casa de la lavandera.
El trabajo de mi casa es mucho, dos muchachas no me alcanzan; ¿me daría también a la tercera?

Y así regresó con la tercera hermana, que se llamaba Lucía y era la más pícara de todas. También a ella le mostró la casa y le hizo las habituales recomendaciones; y también a ella, mientras estaba dormida, le puso una flor en los cabellos: un jazmín. “¡Qué lindo!”, se dijo, “Nariz de Plata me puso un jazmín. ¡Qué gesto tan delicado! Voy a ponerlo en agua”. Y lo puso en un vaso. Después que se peinó, viendo que estaba sola en la casa, pensó: “Ahora quiero ir a ver esa puerta misteriosa”.
En cuanto se abre, se le viene encima una llamarada y ve toda esa gente que se quema y, en el medio de todos, a su hermana la mayor, y después a su hermana la segunda.

¡Lucía, Lucía! –gritaron. –¡Sácanos de aquí y sálvanos!

Lucía lo primero que hizo fue cerrar bien la puerta; después pensó cómo podía salvar a las hermanas.
Cuando regresó el Diablo, Lucía había vuelto a ponerse en los cabellos su jazmín, y fingía que nada había pasado. Nariz de Plata miró el jazmín.

¡Oh!, está fresco –dijo.
Claro, ¿por qué no debería estarlo? ¿Acaso en el cabello se llevan las flores marchitas?
Nada, decía por decir –dijo Nariz de Plata. –Pareces una buena muchacha, si sigues así nos llevaremos bien. ¿Estás contenta?
Sí, aquí estoy bien, pero estaría aún mejor si no tuviera una preocupación?
¿Cuál preocupación?
Cuando me fui de casa mi madre no estaba muy bien de salud, y ahora no sé nada de ella.
Si no es más que eso –dijo el Diablo, –me doy una vuelta y te traigo noticias.
Gracias, usted es realmente bueno. Si puede pasar mañana, yo mientras tanto preparo una bolsa con un poco de ropa sucia, y si mi madre está bien, usted se la da para lavar. ¿No le resultará pesada, verdad?
Imagínate –dijo el Diablo. –Yo puedo llevar cualquier peso.

En cuanto el Diablo salió, Lucía abrió la puerta del Infierno, sacó a su hermana mayor y la encerró en una bolsa.
Quédate aquí tranquila, Carlota –le dijo. –Ahora el Diablo en persona te llevará a casa. Pero si sientes que trata de apoyar la bolsa en el suelo, es necesario que digas: “¡Te veo, te veo!”.

Cuando regresó Nariz de Plata, Lucía le dijo:
Aquí está la bolsa con la ropa para lavar. ¿Pero la llevará de veras hasta la casa de mi madre?
¿No confías en mí? –dijo el Diablo.
Sí que confío, sobre todo porque poseo esta virtud: puedo ver de lejos, y si trata de apoyar la bolsa en alguna parte, yo lo veo.

El Diablo dijo:
¡Qué interesante! –pero él no creía en el cuento de la virtud de ver de lejos. Cargó la bolsa al hombro. –¡Cómo pesa esta ropa sucia! –dijo.
Ya lo creo –dijo la muchacha. –¿Cuántos años hace que no manda nada a lavar?

Nariz de Plata se puso en marcha pero a mitad del camino se dijo: “Puede ser, pero yo quiero ver si esta muchacha, con la excusa de mandar la ropa a lavar, no me vacía la casa”, y se detuvo para apoyar la bolsa y abrirla.

¡Te veo! ¡Te veo! –gritó enseguida la hermana encerrada en la bolsa.

Caramba, ¡es cierto! Ve de lejos”, se dijo Nariz de Plata y poniéndose otra vez la bolsa al hombro, no paró hasta llegar a la casa de la madre de Lucía.

Su hija le manda esta ropa para lavar y quiere saber cómo está de salud...

Apenas quedó sola, la lavandera abrió la bolsa, e imagínense su alegría al reencontrarse con la hija mayor.
Después de una semana, Lucía volvió a hacerse la melancólica delante de Nariz de Plata, y a decirle que quería noticias de la madre. Y lo volvió a mandar a su casa con otra bolsa de ropa sucia. Entonces Nariz de Plata se llevó a la segunda hermana, pero tampoco esta vez consiguió mirar dentro de la bolsa, porque oyó gritar:

¡Te veo! ¡Te veo!

La lavandera, que ya sabía que Nariz de Plata era el Diablo, estaba llena de miedo cuando lo vio, porque pensaba que reclamaría la ropa lavada de la otra vez, pero Nariz de Plata dejó la nueva bolsa y dijo:
La ropa lavada vendré a recogerla otro día. Con esta bolsa tan pesada me rompí los huesos, quiero volver a casa sin cargar nada.

Cuando se fue, la lavandera abrió la bolsa con mucha ansiedad y abrazó a su segunda hija. Pero comenzó a sentirse más apenada que nunca a causa de Lucía, que estaba sola en manos del Diablo.
¿Y qué hizo Lucía? Recomenzó con aquella historia de que quería tener noticias de la madre. El Diablo ya se había hartado de llevar bolsas de ropa sucia, pero esta muchacha era tan obediente que trataba de complacerla. La noche anterior, Lucía dijo que le dolía mucho la cabeza y se acostaría enseguida.

Dejo la bolsa preparada, así mañana por la mañana, aunque no me sienta bien, y no me vea levantada, usted mismo la puede tomar.

Ahora bien, hace falta saber que Lucía se había hecho una muñeca de trapo grande como ella. Tomó la muñeca, la acostó en la cama, le echó encima un montón de frazadas, se cortó las trenzas y las cosió a la cabeza de la muñeca, y así parecía ella la que dormía. Después se encerró en la bolsa.
A la mañana siguiente, el Diablo vio a la muchacha en la cama, hundida debajo de las frazadas, y se puso en camino con la bolsa en el suelo e intentó abrirla.
¡Te veo! ¡Te veo! –gritó Lucía.

¡Caramba! ¡Es realmente su voz, como si ella estuviera aquí! ¡Será mejor no bromear con esta muchacha!”.

Pasaré después a retirar todo –dijo apurado. –Ahora debo volver a casa porque Lucía está enferma.
Así la familia se encontró nuevamente reunida, y dado que Lucía había traído consigo también mucho dinero del Diablo, pudieron vivir felices y contentas. Delante de la puerta clavaron una cruz, así el Diablo no intentó más acercarse.


















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