EL
GAUCHITO GIL (versión de IRIS RIVERA)
Se
llamaba Antonio este correntino. Y era apenas un gauchito cuando se
enamoró de aquella muchacha. Mala suerte: el comisario también le
había echado el ojo. Pero ella prefirió al gauchito. Mala estrella:
el comisario lo entró a perseguir como si fuera criminal. Hasta que
lo encontró. Y fue en la pulpería.
—
¡Eh, vos,
mocito! —lo apuró.
Pero
el mocito no era lerdo y le hizo frente, facón en mano.
El
comisario desenvainó también. Y se trenzaron. Uno era hombre de
experiencia; el otro, mozo de habilidad. Y en un momento de descuido,
el cuchillo del comisario cayó al piso. El gauchito pudo matarlo ahí
nomás, pero dudó. Le perdonó la vida.
Lástima
que el otro seguía siendo el comisario, y ahora tenía una excusa:
el gauchito se le había desacatado. De ahí en adelante lo persiguió
con más encono. Por atentar contra la autoridad. Así fue como al
gauchito le nació la mala fama de tener líos con la policía.
Cuando
se armó la guerra con el Paraguay, el gauchito, como tantos otros,
se alistó como soldado para tener ocupación. Y estuvo allá,
peleando como cinco años, hasta que la guerra se acabó. Entonces
volvió al país.
Pero
acá se encontró con otra guerra. Celestes contra rojos. Argentinos
todos, pero en guerra.
El
gauchito era rojo de pensamiento y de pañuelo. Un día lo quisieron
reclutar. A la fuerza... porque él se resistió. No iba a pelear
contra sus compatriotas: eso, nunca. Y no le quedó otra que hacerse
desertor junto con varios de su misma idea. Y así anduvieron nomás,
escondidos en el monte, escapados.
Cosa
grave era esa. Por aquel tiempo, se pagaba con la vida.
La
gente entró a comentar que se habían vuelto bandoleros. Otros
decían que robaban, sí, pero solo a los ricos y para repartir entre
los pobres.
Se
hablaban muchas más cosas del gauchito. Que había curado a este y
sanado a aquel, por ejemplo. Y con solo imponerles las manos. Y que
tenía en los ojos un poder magnético. Y que colgaba de su cuello un
amuleto de San la Muerte que lo protegía del mal.
Así
se iba ganando cierto respeto y hasta cierto temor, el gauchito.
Hasta que una patrulla lo encontró. Y no hubo san la Muerte ni
magnetismo que le valieran.
—Y
vos, ¿por qué desertaste? —le preguntaron.
–Ñandeyara
se me ha aparecido en sueños — dijo el gauchito —. Y me ha dicho
que no hay que pelear entre gente de la misma sangre.
¿Ñandeyara?
¿El dios de los guaraníes? El sargento a cargo no le creyó. Y
decidió trasladarlo a Goya para que lo juzgara un tribunal, a ver si
merecía la muerte o no.
Pero,
mientras iban de camino, los vecinos del lugar empezaron a juntar
firmas para que el gobernador lo indultara. Pensaban que el gauchito
era un buen hombre y lo querían libre.
Claro
que esto de las firmas empezó a poner nervioso al sargento a cargo.
Ya casi llegando a Mercedes, resolvió:
—
¡Qué tribunal
ni tribunal! Yo digo que a este gaucho desertor lo matemos acá
mismo.
—No
me matés, sargento —dicen que dijo el gauchito —. No me matés,
que la orden de mi perdón está en camino.
Pero
los soldados ya lo habían tirado al suelo, debajo de un algarrobo,
y, sin mirarlo a los ojos, le habían atado los pies con una soga
larga. La pasaron por encima de una rama y lo izaron de manera que
quedó cabeza abajo. Para que no pudiera usar el poder de su mirada y
para que el payé (brujería) de San la Muerte, que nadie se animó a
quitarle, no pudiera actuar.
Entonces,
cuando el gauchito se vio cabeza abajo, le dijo a su verdugo:
—Vos
me vas a matar, sargento. Pero cuando llegues a Mercedes, te van a
entregar la orden de mi perdón. Y eso no es nada: también te van a
decir que tu hijo está muriendo de mala enfermedad.
El
sargento no lo miraba.
—Vos
no me creés, sargento. Y me vas a matar igual. Pero, cuando llegues
a Mercedes, vas a saber que mi sangre es inocente. Y va a ser tarde
para que me salves. Pero salva a tu hijo al menos. Acordate de mi
nombre, invocame. Porque la sangre inocente hace milagros.
Como
bien decía el gauchito Gil, el sargento no le creyó palabra y
ordenó a los soldados que dispararan. Pero dicen que las balas
rebotaron en el San la Muerte y no entraron en el cuerpo del
gauchito. Entonces, enardecido, el sargento desenvainó su cuchillo.
Y lo usó.
La
sangre del gauchito Gil mojó la tierra. Y allí quedó colgado el
cuerpo, sin sepultura, en tanto la patrulla recorría el camino que
faltaba para llegar a Mercedes.
Al
entrar en la ciudad, el sargento recibió a la vez las dos noticias:
el gauchito había sido indultado y su propio hijo agonizaba.
Sin
desmontar, regresó a todo galope al lugar donde había derramado
aquella sangre inocente. Descolgó el cuerpo llorando, y llorando le
dio sepultura. Y persignándose invocó el nombre del gauchito Gil.
Le pidió perdón y le rogó para que Dios no se llevara la vida de
su hijo.
Dicen
que, de regreso a Mercedes, con el alma en un puño, el sargento
encontró al chico milagrosamente sano. Dicen también que entonces
cortó unas ramas de ñandubay y formó una cruz que clavó en el
lugar exacto donde la tierra se bebió la sangre del gauchito Gil.
El
primer viajero que se detuvo allí colgó de la cruz un trapo rojo,
el color del pañuelo del gauchito, el del partido federal.
Al
tiempo se supo que la sepultura había quedado en tierras de una
familia "importante". Y esta gente no quiso saber nada de
que "ese gaucho bandolero" descansara allí. Y, mucho
menos, que "el pueblerío" se juntara a rezarle justamente
dentro de sus tierras. Movieron influencias en el gobierno y
consiguieron que trasladaran el cuerpo al cementerio de Mercedes.
Entonces
el pueblerío empezó a murmurar que el gauchito se iba a vengar por
esa ofensa.
Si
se vengó o no, no es el caso. El caso es que la familia empezó a
perder fortuna y salud... hasta que al padre lo atacó un remolino de
locura. Y parece que ahí fue cuando alguno de ellos dijo: "Mejor
traigamos de vuelta al gauchito". Y lo trajeron al lugar mismo
de donde lo habían sacado. La familia, entre arrepentida y aterrada,
le levantó un monumento para desagraviarlo mejor.
Si
lo desagraviaron o no, no es el caso. El caso es que les empezó a
volver la salud y también la fortuna.
Claro
que lo que volvió además fue el pueblerío. La caravana de devotos
del gauchito, hasta el día de hoy, le sigue dejando trapos,
pañuelos, banderas y estandartes rojos. Velas rojas y rojas flores
para el gauchito del pueblo. Y placas de metal con inscripciones, en
número incontable.
Así
lo recuerdan y así le agradecen por los tantísimos milagros que le
piden y él les cumple, según dicen, generosamente.
También
están los viajeros que no creen mucho, pero igual, cuando pasan
frente al santuario, detienen el auto un rato... por las dudas. O, si
siguen de largo, al menos lo saludan tocándole bocina. No sea cosa
que el gauchito se ofenda y les alargue el viaje con una serie de
inconvenientes o, lo que es peor, que les suceda algún percance en
el camino. Algún percance fatal.
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