La Deolinda


LA DEOLINDA, versión de Iris Rivera


Ella tenía dieciocho años. Era una flor del valle por lo simple, por lo fresca, por lo linda. Y amaba tanto al Baudillo, su marido. Él tenía veinte años y un bebé goloso que mamaba la leche de la Deolinda. El hijo de los dos.
Hasta que apareció un hombre de apellido Rancagua, un militar con fama de sanguinario. Y le echó el ojo a esa madrecita que le daba el pecho al hijo y los amores al marido.
Pero ella ni lo miraba. Por eso a Rancagua le subieron por las tripas unos celos negros. Y lo primero que pensó fue sacar del medio al condenado ese del Baudillo. No sería tan difícil. ¿O para qué tenía sus galones, su tropa, sus influencias políticas? Para usarlas. Y las usó. Le vino bien la guerra civil. Que derramaba sangre de hermanos en el país por esos tiempos.
Sus tropas estaban en La Rioja y la parejita, en San Juan. Provincias vecinas, esas. Fue fácil para Rancagua conseguir la orden. Y reclutaron nomás al Baudillo para la guerra.
Lo llevaron desde San Juan a La Rioja, por la fuerza. De otra forma no lo hubieran separado de la Deolinda y del hijo. Por la fuerza y a la guerra. Si lo mataban, mejor.
Mejor, porque así a Rancagua le quedaba el terreno libre para conquistar a la florcita del valle. O eso le parecía... pero a la Deolinda se le hubiera secado la leche antes de vivir separada del Baudillo. Y fue tras él. Envolvió al hijo y fue.
Había que animársele al desierto sanjuanino, pero ella tenía las piernas jóvenes, algunas provisiones y suficiente agua. Cuando Rancagua llegó a rondarle el rancho, no la encontró.
La Deolinda ya andaba por tierras pedregosas. Tenía que caminar siempre hacia el este y no perder de vista los algarrobos. Así le habían explicado. Y caminaba la Deolinda debajo de un sol de brasa. Y la empujaba el viento Zonda a bocanadas calientes. Comía charqui y patay, que cargaba a la espalda. Bebía el agua que llevaba, a tragos cortos, porque los ríos del desierto corren secos.
El agua de a traguitos y el charqui y el patay se le volvían leche a la Deolinda. Leche para ese cachorro goloso que mamaba y dormía y volvía a mamar.
Pero el camino es largo, el sol aprieta, la comida se acaba, el agua es poca. Y la Deolinda sigue. El pedregal le hace llagas en los pies. Después viene la noche con sombras que estremecen. Y la Deolinda va. Cuando se acaba la comida, come raíces. Cuando se acaba el agua, chupa higos de tuna.
Pero desierto adentro ya no hay plantas. No hay tunas ni raíces, ya no hay nada. Solo los algarrobos siempre al este, siempre lejos. Y la Deolinda va. El desierto le ofrece piedra y tierra. Y come tierra la Deolinda, para calmar el hambre, para seguir. Y la tierra le lija la garganta, le empasta la saliva, le abre grietas.
Ahora está subiendo por un cerro bajo, pero resulta altísmo para sus fuerzas flacas. Ahora llega a la cima y trastabilla otra vez. Quiere seguir, pero las piernas se le ablandan. Cae de costado, protegiendo al hijo. No tiene fuerzas, pero tiene miedo. Porque el cachorro chupa de sus pechos, pero ¿hasta cuando?. Ahora se arrastra la Deolinda, que ya no puede más. Ahora, afiebrada, se vuelve boca arriba. Las grietas de sus labios se parten más porque murmura.
Le está pidiendo al cielo que no se acabe la leche de sus pechos. Está rogando mientras el sol aprieta y el desierto sopla, el hijo chupa y ella cierra los ojos. Y no los abre nunca más.

Tres días después, andan unos arrieros por la zona de Vallecito, cuando ven dos chimangos que vuelan alto, en círculos, sobre un cerro pequeño.
Son carroñeros los chimangos. Los arrieros lo saben.
-Animal muerto debe de haber - opina uno.
-Ajá - confirma el otro.
Y se disponen a seguir de largo, cuando un sonido los detiene.
-Llanto de niño, parece.
-Pues llanto, sí.
Y se persignan.
Allá van los arrieros, cerro arriba. Van a enterarse de qué animal ha muerto. Van a mirar de dónde viene ese llantito que ahora paró y ahora sigue y que ojalá no sea de almita en pena.
Así es como la encuentran a la Deolinda, difunta tres días atrás. Su sombra le hace sombra al hijo que llora y mama. Que mama todavía.
Ahora los arrieros caen de rodillas. Con el sombrero al pecho están orando por la madre.
Uno se levanta y alza al hijo con sus manazas torpes, que no lo saben alzar. Mira mejor a la madre. Del cuello de ella cuelga una medallita. El otro la ha tomado entre los dedos. La está mirando fijo.
-Es... la Deolinda -dice-. La Deolinda Correa. - ¡Ave María!
La entierran allí mismo, en Vallecito. El bebé se ha salvado. Ni muerta lo abandonó.
Milagro, dicen en el pueblo. Leche viva de madre difunta. La historia de la Deolinda va de boca en boca. En Vallecito levantan una capilla.
Un día alguien le deja, como ofrenda, una botella de agua. La botella conmueve al próximo que llega. Y ese le trae un jarro rebosante. Otro le acerca una botija. Otro más llena una damajuana. Agua y más agua para la pobrecita. Y que no sufra nunca más de sed.
Una muchacha que lleva su vestido de novia. Y otra novia deja su ramo de azahar. Y otra más, sus zapatos, su tocado, tul, velas también. Y más ofrendas. Cada vez más.
La Deolinda Correa ya es una santita. Las madres le piden leche para sus pechos. Los novios que se pelearon le ruegan que los una, y los esposos desavenidos, que los reconcilie. El que pierde un objeto le pide que aparezca. Los que pierdan el rumbo, que los oriente. Todo lo que se pierde parece que devuelve la Deolinda, incluso la salud. Así lo cree la gente y esas cosas le piden. A ella, la muerta que da vida. La difunta milagrera.
A los costados de las rutas argentinas es común ver, cada tanto, unas capillitas enanas de madera y chapa, con una cruz, rodeadas de botellas. Son los altares que el pueblo le levanta a la Difunta Correa, innumerables.
Allí le dejan toda el agua que le faltó a su vida. Como si apagar la sed de la Deolinda se pareciera un poco a ganarle a la muerte.




Actividades


1- Investigar: ¿Cuál es el contexto histórico de esta leyenda?

2- ¿Qué bandos se estaban enfrentando en ese momento?

3- ¿Por qué Deolinda tuvo que huir?

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