Uno
La noticia
HACE casi cinco años, la mañana de julio en que mi padre amaneció muerto, Buenos Aires parecía haberse perdido bajo la neblina. El teléfono suena a eso de las nueve y yo, que no acostumbraba levantarme antes de las once, lo dejo sonar hasta el cansancio. Me levanto, me pongo una camisa y salgo a la terraza baja. Frío que quema en la planta de los pies. Subo hasta la terraza alta. Cuatro escalones hechos en acero perforado. Hechos por mi padre. La bruma es tan espesa que no puedo verlos y voy al tanteo, hundido en esa nube que se extiende como vapor. Las voces de unas personas que conversan, las bocinas de los autos, una sirena. Parece un accidente en la avenida San Martín. Me trepo al techo del cuarto que mi padre construyó para mis hijos (sobre la terraza, a continuación del lavadero, siguiendo esa costumbre laberíntica que tenía de solucionar los problemas de espacio en las viviendas) y miro hacia la calle: La Paternal es un pantano imposible.
Las copas peladas de los plátanos sobre el bloque gris de la niebla. Las voces y los susurros que se alejan por donde debe estar la vereda. Más bocinas y sirenas. El grito de alguien que llama a alguien. El silencio de ese alguien que no responde. Bajo de las dos terrazas para volver a la cama y si en vez de bajar hace cinco años bajara en el ahora en que escribo, no encontraría ni las cortinas, ni los muebles, ni el orden y la limpieza que encuentro ese día. Tan sólo una Fender enchufada a un equipo con las válvulas hirviendo, algunos libros, pocos muebles y, en el estudio, una máquina de escribir bajo un desborde de páginas escritas. Y si en vez de ser aquel hoy fuera entonces este mañana, yo sería un hombre distinto de ese que se despierta minutos antes de la noticia. Sería un hombre que intenta aplastar a pura palabra el descomunal malestar que lo consume. Un hombre que golpea en una máquina de escribir para no seguir dándose botellazos en la cabeza, un hombre que ha dejado a su paso más daños que un huracán. Un hombre que decide empezar de cero.
Cinco años separan al hombre que voy a ser del hombre que soy ahora en el pasado, pero sin embargo los dos ya convergen en una mixtura inestable. Una unión de partes que no llega a ser la esencia de un nuevo todo. El hombre que lo vive no es el hombre que lo escribe, pero va a comenzar a transformarse en él cuando decida escribir. Y va a terminar de transformarse en él cuando acabe de escribir. Por el hecho de escribir.
Yo soy el hombre que escribe. Pero aún no lo sabía. Y aquella mañana de niebla y de muerte bajo de la terraza y me caliento los pies en la estufa eléctrica. El teléfono vuelve a sonar y sonar, de la misma manera y con los mismos intervalos de tiempo. Entro en la habitación y atiendo. La voz de mi madre, serena, más cerca de la confusión que de la tristeza, me da la noticia.
—Todavía está en la cama —me dice, y entiendo que nadie va a moverlo de ahí si yo no hago algo.
Despierto a Manuel, mi hermano menor (que vivía conmigo), y se lo digo sin vueltas. Manuel inclina la cabeza y casi en silencio llora.
En pocos minutos salimos de casa. En la cochera guardo dos Alfa Romeo, el mismo modelo, distinto color. Uno negro y uno gris. En el auto negro, mi hermano Manuel y yo. Siento una molestia en el bolsillo trasero del pantalón. Me levanto y saco un manojito de billetes de cien. Lo tiro en el cenicero. Miro hacia el costado derecho. Vuelvo la mirada al frente. Niebla en las ventanillas. Dolor de Manuel, que ya no llora. Seguramente juzga que a mí me va a parecer mal tanto llorar. No lo miro, lo intuyo en el límite del campo visual de mi ojo derecho. Debe pensar que cago guita. Le diría que está bien llorar, pero no tengo el valor de contradecir al que soy, o al que los demás piensan que soy porque proyecté una imagen inequívoca, y estoy convencido de que si volviera atrás esa imagen para revisarla, para ponerla bajo la luz de un punto de vista diferente, todos los juicios que salieron de mi boca se volverían contra mí; serían la piedra que golpearía en los pies de arcilla de esa imagen de acero y bronce que edifiqué para los demás. Para mi padre. Me derrumbaría, y no sería capaz de levantarme.
Manejo en silencio un auto lujoso. Elijo el camino largo, el que me haga volver de a poco. El camino del puente viejo, que me va metiendo en la pobreza lenta pero implacablemente. Es el camino del pasado. O es el camino hacia el pasado. Hacia lo que nunca se termina de dejar atrás. La Boca y las taperas de la isla. Dock Sud y La Serena. No siento nada, sólo vuelvo como un caballo viejo, inconsciente de lo que significa volver, lejos de concebir el fracaso o la resignación inherente a esa palabra.
Acceso Sudeste. Un partido de fútbol. Gente amontonada alrededor de un tacho donde queman todo lo que pueden para soportar el frío. La butaca del Alfa Romeo se calefacciona automáticamente. Siento calor en los riñones, los mismos riñones que alguna vez pateó la policía de la 5ª de Varela. Entro muy rápido en la curva cerrada, no me doy cuenta y le paso raspando al tacho. El auto se estabiliza solo, tiene amortiguación inteligente. Los que son como yo era me miran indignados, como yo me indignaba cuando alguien en un auto como el mío pasaba de esta manera. Hoy podría pisarlos y no perdería el control del auto, no perdería este confort en los riñones que ya se han recuperado por completo. ¿En qué me convertí? ¿Cuáles son los golpes de los cuales no logro recuperarme todavía? Manuel me mira. Mi madre dice que todo lo que yo pienso se puede leer en la locura de mis ojos cuando están extraviados.
La casa de mis padres. Estaciono. No hay vecinos a la vista. Bajamos del auto. Manuel tiene la llave. Entramos. En la mesa redonda mi madre y los demás. Mi hermana Julia llora en cuanto me ve. Se esconde de mí en el pecho de Sergio, su marido. Alejandro apichonado. Tía Laura hace mate, café, habla, trata de contenerlos a todos. Tío Alfredo no está, y seguro es un misterio cerrado como su dolor. Miradas y saludos aparatosos. No me dejo abrazar demasiado por nadie. Tan sólo por Julia, porque ella es siempre un tesoro para mí. La incomodidad de un beso y de un abrazo en momentos como éste es indescriptible. Julia es la única que llora. Hermanita de mi corazón, no puedo hacer nada, no soy capaz de decirte lo que siento, no soy capaz ni siquiera de identificarlo. Mi mente está aislada. Y Alejandro tiene los ojos rojos. Y tía Laura me ofrece un café. Y tomo el café que me alivia un sinfín de dolores en el acto. Digo que quiero pasar solo, que necesito estar solo con él, un instante. Digo que todo va a estar bien. Mi madre hace que sí con la cabeza. Dice que sí. El hilo de su voz me llega pálido y anacrónico, casi ciego.
Paso a la habitación, cierro la puerta y me siento al costado de la cama. Está oscuro. Me detengo unos segundos en la oscuridad. Yo todavía duermo con la luz encendida. Enciendo el velador. Mi padre: el cadáver de mi padre. Lo miro. Busco un gesto en su cara que me permita exteriorizar en llanto todos nuestros años de desencuentro. Creo que busco un gesto de dolor, un dolor fosilizado en su cara. Pero el aspecto de mi padre es sereno. Recostado en la cama, con los ojos cerrados (no había llegado a abrirlos), tapado hasta los hombros, parece dormido. Lo único extraño es su cuerpo: el bulto debajo de las ropas de cama que debería ser su cuerpo. Demasiado chico. Desinflado. Vacío. Pienso con oscuridad como para provocarme una herida, pero mi padre también en su muerte se me niega, y sé que no voy a poder llorarlo.
Estoy por irme cuando golpean la puerta. Es el señor Traum: así dice la voz detrás de la puerta. El hombre de la funeraria. Me pregunta si estoy listo. La pregunta me toma por sorpresa. No sé qué decir. Traum se anticipa, siempre detrás de la puerta, y me aclara los tantos: me pregunta si terminé de despedirme.
—Sí, disculpe, estoy listo —le contesto, aunque no tengo idea de lo que digo.
Entran él y un ayudante. Despliegan una camilla forrada de algodón celeste y la ponen paralela a la cama. Es una camilla común y corriente, celeste, como la de un kinesiólogo. Habría imaginado el negro para camilla de muertos. Es bastante más alta que la cama. Piden espacio, lo piden por favor y doy unos pasos hacia atrás. Piernas que se tensan en los muslos. Traum me pide que salga. No reacciono. O lo pide otra vez, o me parece que mueve los labios pidiéndolo otra vez. El ayudante destapa completamente a mi padre. Traum se sorprende de la torpeza del tipo, se le nota. El vientre y las manos de mi padre. La carne desnuda del pecho que chorrea hacia abajo, pesada, completamente muerta. Deberían haberme avisado. Ya sé que me avisaron. Pero deberían haberme avisado más.
Eso no es el cuerpo de mi padre. Traum toma a eso de las piernas. Su ayudante toma a eso de las axilas. «Uno, dos, tres». Se dice cadáver. No respiro. El ruido seco de la cabeza de mi padre que golpea contra el tirante del cabezal de la cama. Hielo en mi sangre y en la sangre del que me dio la sangre. Una marca en la sien, una línea hundida que va desde el nacimiento de la patilla derecha al pómulo. La piel no vuelve sobre sí, perdió su elasticidad, ya nada puede hacerle daño. Un cartón seco y delgado que cubre las dimensiones de lo que ha sido un hombre. Nada más, nada más porque no hay más: mi padre es ahora la no vida de mi padre.
Lo cubren con una sábana celeste. Ruido de fierros y rueditas. Ojos llenos de lágrimas que no caen. Sacan la camilla de la habitación al living. Gemido de impresión de Julia sobre silencio de impresión de los demás. Toco la cama. Espero unos segundos y salgo. Mi madre duerme en la otra habitación. Le dieron un sedante fuerte. El cuerpo y los extraños salen. Julia se despide hasta más tarde y sale. Manuel, detrás de ella. Arranques de llantos cortos de Julia que camina inclinada sobre Sergio. Tía Laura dice que va a hacer unas llamadas por teléfono y Alejandro y yo nos quedamos solos, sentados a la mesa del comedor.
Siglos y siglos de silencio.
—Somos todos iguales —digo, y no sé exactamente qué quiero decir. Busco las palabras para expresarme mejor. No las encuentro.
—Mudos —dice Alejandro. Sonríe. Sobre la mesa, dos cajas de zapatos llenas de fotos—. Ayer a la noche se lo pasaron mirando fotos.
—¿Quiénes?
—Papá y mamá. Papá le pidió ver fotos.
Golpean la puerta que da al pasillo que da a la calle. Me levanto y abro. Es Traum. Me extiende la mano derecha. Lo invito a pasar y acepta pero no invade, se queda cerca de la salida. Me da su tarjeta.
—En cuanto pueda, pase por mi oficina —me dice—. Quiero ofrecerle el servicio más adecuado para usted.
Entra Sergio con un paquete blanco, me palmea la espalda y va hacia la cocina.
—No le hagan nada hasta que yo llegue —le digo a Traum.
Me contesta que en ese caso vaya lo antes posible y le aseguro que en dos horas voy a estar ahí. Traum es cordial y su cara mantiene el semblante justo, amoldado al respeto por la muerte pero sin ninguna gota de dramatismo; más bien es alegre, y habla y se mueve con energía, con el dinamismo propio de un ejecutivo. Es el dueño de la funeraria más importante de Avellaneda. Sabe de mí, de mi empresa, y soy digno de que me atienda en persona. Un traje gris topo, una camisa celeste sin corbata y con un cuello enorme que le vuela por sobre la solapa del saco al estilo Fredo Corleone. Alejandro y yo nos miramos, en otras circunstancias habríamos dicho algo al respecto. Pero nuestro padre está muerto, y supongo que ni siquiera empezamos a entender que eso significa que esa posibilidad de padre que había estado en nuestras vidas ha desaparecido para siempre.
Sergio se sienta con el mate y abre el paquete de facturas que acaba de poner sobre la mesa. Despido a Traum. Miro a Sergio, siento que en él está a punto de revelarse algo, quiero decir que algo está a punto de ser revelado para mí, y que esa revelación va a suceder en él y en el acto tan simple que está llevando a cabo. Sergio me sorprende mirándolo y yo me hago el desentendido. Parece estúpido, pero de golpe había sentido que Sergio, Alejandro y yo estamos unidos, que somos lo mismo: hijos de hombres de clase baja que tienen la costumbre de comer las facturas así, del paquete. Sonrío: eso no es nada, no alcanza para nada.
Saco una foto de una de las cajas de zapatos y la pongo sobre la mesa. Es una de esas fotos viejas, sepia y con los bordes recortados en serrucho. En ella están tío Juan, mi padre y tío Alfredo (lo sé porque lo sabemos todos, tienen dieciséis, trece y ocho años respectivamente) rodeando a su madre. Posan con cintas de luto sobre los brazos, la cara seria, asustados, como si el mundo se les viniera abajo.
—Decí algo, cuñado —le digo a Sergio.
—Es una foto de la muerte de tu abuelo.
—Ahora es una foto de la muerte de casi todos —dice Alejandro, porque la única persona viva es tío Alfredo.
Tomo un mate y me meto en el baño. Tarde o temprano toda foto es una foto de muerte. Tengo acidez y escupo una bilis amarga en la pileta. Lipotimia. Ya sé, ya pasa. Llevo más de un año sin tomar ni una gota de alcohol y a veces los síntomas de la abstinencia vuelven. Ahora vuelven: el estómago que se parte, la glotis como una piedra, estreñimiento, la cabeza dentro de una campana sanguchera. Tranquilizarse, respirar profundo por la nariz, hacer que entre ese aire que no entra. Me siento en el inodoro y por más que intento no logro nada. Me levanto y abro la canilla de la pileta. Dejo correr el agua, me mojo la mano y con la mano me mojo la nuca. Me recompongo. Me saco la ropa y abro la llave de la ducha. Me meto bajo el agua caliente. Pienso en las cosas que, fragmentadas, en algunos encuentros de domingo en nuestro club de barrio, me dijo mi padre. La única posibilidad de que dijera algo más que monosílabos era que estuviese picado por el vermú. Pero tampoco era de esperar que se largara con un discurso. Una sola vez me contó una anécdota completa. En general decía frases cortas que (supongo) suponía reveladoras. Como si todos los demás tuviésemos en la cabeza lo mismo que él tenía en la cabeza. Estábamos acodados al mostrador y de golpe fruncía el ceño, tomaba un trago corto, de esos que suelen tomar los alcohólicos sociales, giraba la cabeza y me decía algo venido de la nada, «el tiempo de mi viejo fue un tiempo de aires». O, apenas nos veíamos, después de diez o quince días de ni siquiera llamarnos por teléfono, lo saludaba con un simple cómo estás y él me contestaba: «Un día vas a ver las cosas de otro modo».
De qué cosas hablaba, qué había querido decir con eso de un tiempo de aires. Imposible saberlo. Otra vez dijo: «Si para el pobre no hubo justicia hasta que llegó Perón». No venía al caso de nada, de hecho estábamos en un mercado comprando todo lo que hacía falta para una carbonada que se iba a hacer en el club y me dijo eso, o mejor dicho, lo dijo. Pensé que el siinicial de la frase lo delataba. No hablaba conmigo, sus palabras eran una respuesta a un diálogo que se desarrollaba en su interior exteriorizado por una casualidad de las vías respiratorias. Al principio, cuando ocurrían estas cosas, me enfurecía y trataba de poner en evidencia, frente a las demás personas, eso que yo pensaba era la locura de mi padre. Pero mi desventaja era justamente ésa: él era mi padre. Entonces fui cayendo en la trampa y, casi sin darme cuenta, comencé a relacionar las frases de varias maneras. Como un juego, unía una frase dicha un mes atrás con otra reciente, con otra que recordaba de hacía algunos años, o con otras que yo inventaba para unir a las demás y darle a todo un sentido al menos general. Darle a mi padre un sentido al menos general.
Una vez, al borde de la borrachera los dos, me anunció como un oráculo: «Alguna vez vas a escribir la historia de tu familia». Me enfermaba que él me dijera lo que yo iba o no iba a hacer. Aunque sonara bien. Me era imposible abrir los oídos y mucho menos el alma a ese hombre seco, autosuficiente, que yo sentía que me debía demasiado como para seguir haciéndose el desentendido.
—¿Y a quién le puede interesar nuestra historia, papá? —le contesté en voz alta; más alta de lo que debía haber sido porque había gente y yo era un chico de diecisiete años.
—A vos te va a interesar.
Después de decir algo así mi padre no me hablaba por todo el día. Me miraba serio, como si yo estuviese obligado a mantener con vida la llama de la conversación. Nunca supe qué decirle en esas circunstancias. El silencio posterior me ahogaba como un mar de alquitrán. Cualquier indirecta hubiera sido un cañonazo destinado a fracasar. ¿Cómo pegarle a un barco fantasma?
Golpean la puerta y entran en el baño. Detrás de la mampara, Alejandro. El sonido de su orín contra el agua estancada del inodoro. El agua del depósito que corre. Pienso en todo lo que expulsamos del cuerpo todos los días. Estamos acostumbrados a deshacernos de nosotros mismos, sólo que fingimos ignorarlo. Morimos todos los días todo el tiempo, y sin esa muerte cotidiana nuestra propia vida sería imposible. Es un razonamiento alentador. ¿Qué había sido mi padre para mí durante su vida? ¿Qué estaba tirando por el inodoro su muerte? Yo nunca tuve verdadera conciencia de él. Mi vida estuvo signada por los cuidados de mi madre, por sus aciertos y errores. Hasta pasados los ocho o nueve años mi padre no significó mucho para mí. Ni siquiera su ausencia. De hecho, yo prefería su ausencia. Entonces, ¿por qué me siento mareado bajo la ducha? ¿Por qué quiero decirle algo a mi hermano y no sé qué? Me gustaría expulsar a mi padre en este momento, soltarlo como una meada larga. Suspirar y olvidarme.
—¿Qué vamos a hacer sin papá? —me pregunta Alejandro, y yo sé que ahora nada va a impedir que se venga abajo, que la culpa lo carcoma.
Corro la mampara que aísla la ducha y lo miro. Bajó la tapa del inodoro y está sentado sobre ella. Ferocidad. El ser que se encendía en furia por nada, por nimiedades tan parecidas a la nada que nadie podía notar nunca qué había pasado, ni cuándo, para que él se pusiera así. Miro a Alejandro: ningún pájaro vuela con semejante equipaje. Suelto el aire y le toco la cabeza: y entonces lo siento, en la panza, en el bajo vientre, en los costados de la garganta. Lo siento, y ahora que lo escribo me doy cuenta de que en ese momento identifiqué perfectamente lo que sentía; me doy cuenta de que en el mismo momento en que le tocaba la cabeza a mi hermano, que no se animaba a mirarme a los ojos, sentí que yo podía perder definitivamente la ternura, que ése era el precio posible que me iba a tocar pagar, y que tenía los días de esa muerte: los tres días del velorio de mi padre, para entender, para llorar después de entender, para soltarlo todo o terminar de enquistarlo de una vez y para siempre.
Salimos del baño y Sergio me dice que Traum acaba de llamar, que me espera a las dos en punto en las oficinas de la cochería.
—Parece que los cajones del sindicato son impresentables —dice Sergio.
Nos sentamos a la mesa y al rato aparece tía Laura con una fuente de milanesas y otra de ensalada de papas. Me doy cuenta de que tengo un hambre de guerra. Manuel no volvió. Le pregunto a tía Laura y me dice que se fue a la casa de uno de sus amigos.
—Tu tío también duerme —dice, y quiere decir que lo perdone por no venir a saludar. Lo sé por ese «también», descolocado y piadoso, tan lleno de resignación.
Nos comemos las milanesas y la ensalada. Mojamos el pan en la fuente y terminamos a los tirones por los últimos restos de aceite. Nos reímos, jugamos un poco de manos. Pero la risa decae, y deviene un silencio pesado. Alejandro enciende un cigarrillo. No somos chicos, somos otros, tan distintos que apenas nos conocemos.
Sergio toma una foto de mi abuela, de cuerpo entero, una foto pintada sacada en Sicilia. La pone sobre la mesa.
—Che, ¿es cierta la historia? —pregunta.
—El padre de la abuela inventó el delivery de minas —dice Alejandro, y tiene razón.
—Ésa es toda la historia de la familia —digo—. Para atrás no se sabe nada. Para adelante estamos nosotros.
Alejandro toma la foto y la da vuelta.
—Tres generaciones es muy poco para salir de la pobreza —dice. Sergio sonríe.
—Y es suficiente para no aguantarlos más —digo yo, y ahora es Alejandro quien sonríe.
—Sabés que tu viejo decía siempre que vos ibas a escribir la historia de tu familia —me dice Sergio. Yo lo miro, necesito un café.
Escrito en una Lexikon 80, cuatro años después de la muerte de mi padre
El padre de mi padre se llamaba Nunzio y había nacido en Barrafranca, Sicilia, en el año 1913. En mi familia creen que llegó a Buenos Aires en el otoño del treinta. No vino corrido por la pobreza (a la cual generaciones de barrafranqueses ya se habían acostumbrado), vino corrido por la mafia. Un error lo marcó como la persona que había asesinado al sobrino de un capo. En realidad, había sido un primo de mi abuelo (él no habría sido capaz de matar ni a una mosca), pero como por aquellos lados no andaban averiguando demasiado las cosas, tuvo que juntar lo poco que tenía, esconderse un tiempo en los refugios de una montaña y una madrugada salir de su pueblo, a los dieciocho años, para no volver jamás.
¿Cómo llegó al puerto? ¿Cómo consiguió el pasaje? ¿Trabajó en el barco? ¿Viajó de polizón? Nadie sabe o nadie cuenta. Pero es fácil suponer lo difícil de esos días y días de océano interminable, de soledad, de hambre, hasta que el barco (no sé ni siquiera el nombre, o si era de pasajeros o de carga) fue a dar al puerto de Dock Sud. Mi abuelo se había ido con frío y Buenos Aires lo recibía con un otoño caluroso. Entre centenares de personas que iban y venían como hormigas en la boca del hormiguero, pasó por Migraciones donde no le preguntaron casi nada, le escribieron mal el apellido y le sellaron un papel que yo guardo y que supongo era una especie de permiso o pasaporte.
Tenía el dato de una cantina-prostíbulo, en la ribera del Puerto Piojo (no Pijo, Piojo), donde un paisano se había hecho cargo de la cocina. The Marines se llamaba y se llama aún el lugar. Era cerca y caminó unas veinte cuadras, nada más, bordeando el río. Otra vez hacia el sur, como si tuviera la brújula al revés, inconsciente de que si se quedaba de ese lado del Riachuelo se quedaba en la capital del país de la esperanza.
Mi abuelo era de la tierra, de la montaña, y semejante mar lo habrá descolocado tanto que puedo imaginar el placer especial de aquella primera caminata. El paisaje del treinta era muy distinto. Un riachuelo limpio, las calles de tierra llenas de árboles, el olor del fueloil y de los caballos, el sonido de las grúas y, donde ahora se ve la Central Costanera, Villa Inflamable y la planta de carbón de Shell que destila leucemia infantil a los cuatro vientos, había una extraña mezcla de monte verde y arena, y el mar de agua dulce. Supongo que mi abuelo habrá sonreído, acomodado su bolsa y caminado con ese andar eléctrico que, dicen, tenía en su juventud. El paisano le consiguió una pieza en su propio conventillo y le dio el dato de dónde podía empezar a trabajar. Ahí cerca, en alguno de los frigoríficos, porque en algún lado y de alguna cosa tenía que empezar. Y empezó de peón, en El Anglo.
La jornada era inhumana y se pagaba con todo el rigor de la ética inglesa: poca plata, tripa y mondongo. Al otro día, los que podían tenían que levantarse de madrugada, llegar cuando todavía no había salido el sol y ponerse en fila para que el capataz, un hombre de a caballo y rebenque, más alto y más corpulento que mi abuelo, seleccionara a los que habían quedado enteros o a los que le caían en gracia.
Mi abuelo no dejó de levantar sus huesos ni una sola vez. Aunque era un hombre flaco, de menos de un metro setenta de estatura, hombreó reses doce horas por día, todos los días, durante años. Sé por boca de mi abuela que el capataz usaba el rebenque no sólo contra el caballo sino también contra los criollos y los gringos, con la única condición de que éstos fueran pobres: un poco más pobres que él. Y sé que mi abuelo era peronista porque fue Perón el primero que frenó el rebenque, y le dio unas horas y un día para descansar.
Fue en ese tiempo libre que mi abuelo se propuso buscar algo mejor, y pasados unos meses lo consiguió. Entró en los ferrocarriles y, para usar las palabras con que me lo contaba mi abuela, «tocó el cielo con las manos», la línea de carga que salía de Puerto Piojo y recorría la zona costera de Barracas al Sur hasta llegar a La Saladita: una laguna profunda llamada así porque, tiempo atrás, un carguero de sal se había hundido en sus aguas endemoniadas.
Fue cambista: enganchaba trenes en movimiento, colgado entre los vagones como un mono, jugándose la vida por unos pesos más prometedores que los pesos de los otros ingleses: los carniceros. No era un trabajo tan brutal, pero había que arriesgarse mucho, sobre todo en las últimas horas del día, cuando el cansancio acumulado aflojaba los músculos y limitaba la capacidad de pensar. Los ferroviarios morían, eso era moneda corriente, y más de una vez mi abuelo se salvó de milagro.
Una tarde, concentrado en el perno de un vagón que había quedado a medio entrar, siguió colgado más de la cuenta y no oyó los gritos de sus compañeros: a pocos metros el tren pasaba casi al ras de las paredes traseras de los depósitos de sal. Cuando mi abuelo se dio cuenta, se apretó contra los fierros del convoy. Las cabezas remachadas de los bulones que sostenían las chapas del galpón le arrancaron la espalda en jirones superpuestos a las marcas que le había dejado su paso por el Anglo.
A la semana volvió al trabajo. Eran detalles, cosas para contar, porque las iba a poder contar. A los hijos, a los nietos, por qué no. Ahorraba al máximo, comía sólo para mantenerse fuerte: nada más, nada menos. Mandaba, semestre a semestre, una parte importante de su sueldo para ayudar a sus padres en Barrafranca. Es que durante su viaje en barco había nacido Giovanni, el menor de todos sus hermanos y a quien hasta yo iba a conocer, pero mi abuelo nunca.
Allá lo había dejado todo, y nunca hubiera venido de no haber pasado lo que pasó, y supongo que yo no sería quien soy, y no estaría ahora escribiendo de haber corrido él otra suerte. ¿Qué es entonces lo que soy? ¿Puede ser tan frágil la identidad de un hombre? No me imagino nacido en otro lugar, no me imagino barrafranqués, ni siquiera puedo imaginarme italiano. Es algo muy lejano a mí, y sin embargo de no haber existido esa confusión mafiosa, ¿qué?
El error como gen primigenio de mi existencia.
En Barrafranca había una muchacha. Era de una familia no muy querida por la familia de mi abuelo: los Nietto. De ellos nada se sabe, o sea, nada se dice, tan sólo que mi abuela Concepción (nunca pudimos llamarla Conchetta y mucho menos Concha) fue ofrecida por su padre a mi abuelo. Para ese entonces hacía ya tiempo que él trabajaba en el ferrocarril y las noticias llegaban a la isla bastante distorsionadas. Ellos sabían o creían saber todo acerca de «la tierra prometida». Pero supongo que eran demasiado optimistas con respecto a cómo lo pasaban sus paisanos acá; y sobre todo con respecto a cuánto ganaban. Para todo el pueblo mi abuelo era casi millonario y los Nietto prácticamente le vendieron a la hija. Un día le llegó una carta donde le preguntaban si se acordaba de Conchettina, figlia di Angelo «Cucco» Nietto (Cucco era el apodo de mi bisabuelo, no sé bien referido a qué, pero aunque suene increíble parece que al viejo le tenía miedo todo el pueblo). Nadie que hubiera conocido a mi abuela se habría olvidado de ella, y su familia lo sabía bien. Si aun en su vejez los rasgos de sus ojos y de su cara parecían superar cualquier temporalidad. Conchettina era tan deseada que hizo que su familia le gambeteara el bulto a la costumbre de la dote. La dote implicaba cederle hasta los calzoncillos a la hija mujer cuando ésta se casaba. De hecho, para los barrafranqueses, tener varones era sinónimo de prosperidad, porque al momento de casarse éstos pasaban a ser dueños de tierras y propiedades venidas con la dote de las mujeres tomadas por esposas.
Angelo Cucco, como le decían allá, no quería andar regalando nada al primer atorrante que se le cruzara. Supongo que para atorrante estaba él. Entonces mandó la carta, y junto con la carta esa foto pintada, y detrás de la foto pintada (acá viene lo mejor) la descripción de lamadonna. Un metro setenta y tres (esto era siete centímetros más que mi abuelo), setenta y dos kilos (bien ubicados y a la altura justa, pero unos doce más que mi abuelo). Un sol de rubia (mi abuelo era negro carbón), ojos celestes como el cielo mediterráneo, nariz finísima y boca no pecadora color carmín. Algo así, pero en barrafranqués, decía la descripción. Mi abuelo no lo habrá podido creer. Estaba solo, en esa pieza del Doque y le ofrecían a la más hermosa de su tierra. Ahora, nada más, tenía que alquilar una casilla, casarse, mandar el pasaje y listo: una familia. Por fin. Lo veo y de alguna manera me veo, tirado en un catre, oyendo el sonido lejano de la sirena de un barco carguero e imaginando cosas, todas buenas, todas insuperables. Lo veo, me veo, mirándose en el espejo, afeitarse con optimismo, decirse «no soy tan negro», «acá se dice morocho», cosas así. Tunecino parecía en realidad, y estaba tan cerca de serlo, mucho más cerca de África que de Europa.
Mis abuelos se casaron por poder. La novia en Sicilia, de blanco, con llanto y todo. Y el novio en el Doque, con lo único blanco que tenía: su sonrisa. Después ella llegó y durante un tiempo vivieron en la casilla alquilada. Mi abuelo ahora tenía que mandar plata a dos familias, a la suya y a la de Angelo Cucco. Ése había sido, aunque tácito, el arreglo. No era la costumbre siciliana más tradicional, pero mi abuelo hacía todo lo que mi abuela le pedía, porque era un tipo así, optimista, conciliador. Duplicó el esfuerzo y compró la casilla. No le alcanzó para el terreno pero se le ocurrió una idea. Despegó la casilla del piso, la paró sobre troncos y la subió al acoplado de un camión que manejaba un paisano, y así, armada, se la llevó desde Dock Sud hasta un terreno de Sarandí: una zona sin urbanizar que por estar tan poco poblada podía ocuparse sin problemas.
Nació tío Juan y la esperanza de una vida próspera nació con él. Nació Ángel (mi padre) y luego tío Alfredo. Mis tíos, parecidos a su madre; mi padre, bajo, delgado y negro como mi abuelo. De la isla le pedían mucho dinero, incluso más del que mi abuelo ganaba. Llegaron cartas amenazadoras. Claro, con tres hijos varones eras un terrateniente. ¿Cómo explicar que acá las cosas eran distintas? ¿Existe acaso la idea de lo distinto, el concepto de lo diferente, para un siciliano? Esto trajo discusiones, amargas a veces. La ruptura definitiva de la familia de mi abuelo con los Nietto. Allá y acá. Romeo y Julieta, un poroto.
La casilla comenzó a rodearse de cemento. Se hicieron losas, una terraza, dos habitaciones y hasta se soñó con un balcón repleto de malvones y de helechos. Mi abuelo hacía todo solo o con la ayuda de algún albañil, y el sacrificio, lejos de ser una carga, lo llenaba de alegría: no importaba cuánto, le daba el cuero para volver a pie del trabajo y ahorrarse los 10 centavos del tranvía para que Juan y Ángel fueran a la calesita.
Fueron muchos los sicilianos recién llegados que se hospedaron en la casa de mi abuelo. Algunas veces bajo la protesta de Conchettina, que era distinta de él y seguramente no se daba cuenta desde qué lugar sagrado entendía Nunzio la solidaridad. Él había sido recibido, y él iba a recibir a todo el que necesitara una mano. Así de simple, así de noble, así de grande fue mi abuelo. A mí me hubiera gustado conocerlo, pero los deseos de las personas nada tienen que ver con los del destino. La losa del balcón fraguó mal y un 8 de mayo, en plena obra (mi padre tenía trece años), cayó sobre la cabeza de Nunzio, que a los pocos días murió en una cama del Hospital Evita.
La casa della morte, como más tarde la llamaría su hermano Giovanni sin reparar en que ahí todavía vivíamos nosotros, se quedó sin balcón y se quedó muda. La familia se convirtió en una sociedad cerrada. Fortalecida en el hermetismo del luto siciliano, en la esperanza de los tres hijos varones.
Antes de cumplir catorce años mi padre construyó un galpón y su propia herrería en la terraza. Fabricó mesas, sillas, faroles y rejas. Todo lo que se podía hacer con hierro, mi padre lo hacía. Más tarde con la madera. Muebles sencillos y fuertes. Adornos. Llevaba un don en las manos. Igual que a su padre, nada le resultaba difícil a la hora de construir. Tenía un lema demoledor: «Si otro puede, yo también».
Alfredo, el menor, ayudó a su madre a coser para afuera y la acompañó en su pena quizá más que sus hermanos. Parecía el menos apto para vivir sin padre, y se apegó más a mi abuela y también la padeció más.
Juan bobinó motores de barcos, terminó la secundaria y entró en la Facultad de Ingeniería. No sé si por gusto propio, pero sí porque se lo había prometido a su padre. Hizo toda la carrera trabajando, y sus hermanos lo ayudaron. Tardó diez años en recibirse, y aunque muchas veces estuvo a punto de abandonar, siguió. Años sin dormir, sacrificándose en función de una familia futura, primero, y de una familia real, después. Una familia que él sí iba a poder habitar, al menos el tiempo que tuvo la posibilidad de hacerlo.
Vinieron las novias, los matrimonios y nosotros: los hijos. Dos tío Juan, dos tío Alfredo y cuatro mi padre. Fuimos jóvenes: yo fui joven, y alegré mesas de domingo, y opiné con impertinencia, con una convicción por la cual me hubiera jugado la vida. La marca del balcón seguía ahí, pero la vida parecía estar ganando la partida. Juan era el padre de toda esa familia. Con una carrera brillante, había podido despegar de la casa della morte mudándose a Barracas, a un departamento que a mí siempre me había parecido enorme por el simple hecho de tener dos baños. Muchas veces fui a dormir allá porque también era mi casa, y mis primos y yo éramos hermanos, no como: hermanos, sin atenuantes. Tío Juan fue también mi padrino y fue el ejemplo de lo que se debía ser, sin sermones, tan sólo porque uno, nomás verlo, quería ser como él: yo quería ser como él. Él disfrutaba de la vida desde la sencillez. El deporte, el no fumar ni engordar demasiado, ésos eran sus códigos de vida. Le gustaba la ruta, viajar a San Bernardo de un tirón con el techo de su 504 abierto, con un termo lleno de Paso de los Toros y un casete de Serrat. La única vez que volvimos solos fue maravilloso. El sol nos daba de atrás y él, sin los lentes oscuros, manejaba concentrado, con la serenidad de un hombre que, ahora puedo darme cuenta, era feliz. Yo hacía fuerza para no dormirme, siempre estaba pendiente de que él se sintiera orgulloso de mí, y él se sentía, lo sé. Yo le miraba los ojos claros, el pelo peinado hacia atrás, las ondas aplastadas por el fijador, su alegría a flor de piel cuando escuchaba la canción Mediterráneo. Pero fue sólo esa vez, y una vez es un sueño, una vez es viento hueco, perfume débil que se aleja en el aire.
Una mañana, un sábado creo (yo había terminado el segundo año del colegio industrial y quería largarlo todo), tirado en la cama, no podía levantarme. Nada del industrial me gustaba, sentía que perdía el tiempo, que iba a morirme de angustia limando un fierro para hacer un hexágono. Pero no podía contra mi padre, contra su idea de que cualquier otro secundario era para maricones. Mi madre, preocupada, llamó a mi tío para que hablara conmigo. Recuerdo el miedo que tuve de decepcionarlo, si tan sólo él me hubiera dicho que su deseo era que yo estudiara Ingeniería, yo lo habría hecho, hubiera sido como una orden y yo la habría obedecido con amor. Pero, lejos de eso, me dijo que no me preocupara, que yo iba a ser lo que tenía que ser y que mientras tanto fuera a la escuela y aprendiera algo. Ojalá él estuviera ahora, ojalá yo fuera un poco parecido a él.
Fue la última vez que lo vi. Murió ese sábado, tenía cuarenta y seis años, y creo que todo aquello murió con él. Un derrame, una vena estúpida durante un partido de fútbol marcó otra vez a la familia y tal vez la fracturó para siempre. El mensaje había sido claro: los sanos también se mueren jóvenes.
Abandoné la escuela, abandoné a una chica que me amaba y me fui a la calle, a destruirlo todo, es decir, a destruirme. Juré que nunca iba a usar el apellido de mi padre, y que no iba a parar de elegir lo peor hasta morir derrotado.
Mi padre, que no había podido superar la muerte de su padre, bajó definitivamente los brazos. La marca del balcón lo había convertido en un hombre que ignoraba la casa, que arreglaba las cosas cuando las cosas no daban más, y que generalmente las ataba con alambre. La marca de la muerte absurda en un hombre nervioso, atorado de violencia, de odio, de ganas de llorar, atragantado de palabras que jamás iba a dejar salir. Yo vi caer a mi padre, vi girar la luna de su alma, ocultar su luz para darnos, de una vez y para siempre, la sombra de su lado más oscuro.
Ataúdes peronistas a las dos de la tarde
Suena el teléfono y eso es lo que me despierta. Miro el reloj en mi muñeca. Las dos de la tarde. En algún momento me habré quedado dormido en el sillón. La caja de fotos sobre la mesa. Las fotos guardadas. Alguien encendió la estufa, me cubrió con una manta. Igualmente tengo frío. El teléfono me taladra la cabeza. Deja de sonar. Trato de acomodar un poco las ideas. Mi padre en algún problema. Mi padre en lo de Traum. Velorio de dos noches a la espera del tío siciliano. Se abre la puerta. Es tía Laura: mate salvador en la mano.
—Llamó Sergio, Gabito —me dice.
Alargo la mano y tomo el mate. Chupo. Está tapado. Revuelvo. Sigue tapado.
—La puta madre.
Tía Laura toma el mate, revuelve, chupa fuerte y lo destapa. Me ceba otro. En unos minutos me encuentro con Sergio y Alejandro en la funeraria de Traum. Me dice tía Laura que se fueron antes para ver a Julia, que ya son la dos y diez, que me tome otro y que mejor me vaya. Me deja el termo y sale.
Mi madre todavía duerme en la habitación chica. Pienso que mejor va a ser no despertarla. Me asomo a su puerta. El velador encendido, la penumbra y el frío del cuarto. El sonido fuerte de su respiración. Ya pasé alguna vez por este lugar de la tristeza. Me calzo el saco y me enrosco tres vueltas de bufanda al cuello. Salgo a la calle. Plomo en el cielo atormentado. Restos de la hojarasca de otoño, de los plátanos y los álamos que se elevan tan altos como edificios de seis pisos. Las ramas se mecen amortiguadas por el aire denso que pronto traerá lluvia y esa lluvia va a barrer todo. Hojas, recuerdos, mugre, maldad. Decido dejar el auto y camino a través del viento del invierno. La lluvia es siempre una bendición. Un refugio. La posibilidad de alzar la mirada, de sentirme homogéneo con el paisaje, con las personas. La lluvia reparte la tristeza en partes iguales y me parece que a los demás les toca lo mismo que a mí me toca: una paz de alcantarilla.
Pero todavía no llueve y no hay ni un alma en la calle. Parece que no viviera nadie. La escarcha no se termina de derretir en los manchones de pasto que coronan los troncos de los árboles. Tanta soledad dentro y fuera de las casas. Es como si supiera todo de esta gente, como si los conociera de siempre, como si yo mismo los hubiera creado. Miro la creación. Que haya luz. Mercurio venenoso en la nuez de Adán. No están tan muertos como creen. La vida es sutil pero respira, se manifiesta en los colores sepia del aire, en su densidad electromagnética, en el volumen rabioso de los techos grises cubiertos de membranas asfálticas, chapas y aluminio. Todas las cuadras se parecen entre sí, están hechas a imagen y semejanza las unas de las otras, como si alguien hubiera encontrado la arquitectura exacta de la sumisión al tiempo, del temor a la belleza de la vida. Una arquitectura que representara a la tristeza de la peor manera posible, que la condensara y la condenara a vivir ahí, confinada en los musgos verdosos de las grietas que se forman en los revoques, en los rincones olvidados de estas fachadas destinadas invariablemente a afearse, como hermanas mayores que hubieran quedado para vestir santos.
La cochería de Traum está en una esquina de la avenida Agüero. Mármol marrón hasta la mitad, después una especie de venecita. Un gusto bien italiano, repugnante. ¿Por qué se llama Traum si es así de italiano? Debe ser homosexual. La fachada está tan sobrecargada que da la sensación de que no va a ser capaz de aguantar su propio peso. Un cartel de neón celeste dice «Casa Traum» y debajo, en letras un poco más chicas, también en neón celeste, «la casa de la paz».
Entro. Subo la escalera. Más mármol. Más venecita. En una pared una mujer desnuda, de hombros pocos femeninos, abraza un cántaro de agua y lo vacía en una especie de piscina romana. El pintor estaría tan enajenado cuando cagó esta pintura que ni siquiera se dio cuenta de que para levantar semejante volumen de agua se hubiese necesitado una grúa, no una muchacha por más lesbiana que fuera. Más celeste en la iluminación. Puertas que dan hacia todos lados. En alguna estará esperando mi padre, en alguna heladera de los cuartos del fondo espera que le saquen la sangre y la reemplacen por lavandina. Dicen que cuando les infiltran los químicos los cuerpos recuperan movimiento. Es una contracción de los músculos. Una reacción. Levantan un brazo, o una pierna, o incluso llegan a incorporarse. Si mi padre se mueve, seguro que es para meterle una piña al carnicero.
Tercer piso por escalera, un piso sólo de oficinas. Detrás de un vidrio enorme que hace de tabique divisor, mi hermano y mi cuñado. Ellos no me ven porque están de espaldas. Traum levanta la mano para saludarme, yo levanto la mano para saludarlo. Alejandro y Sergio se dan vuelta para verme. Sonrisa de mi cuñado, gesto indiferente de mi hermano. Soledad de cada uno de nosotros.
Me siento frente a Traum, al lado de Sergio. Alejandro se levantó para dejarme el lugar. Enseguida llega una secretaria o algo por el estilo. Guardapolvo celeste, falda corta, muy de verano. Hace calor, el aire me sofoca. Estoy abrigado y empiezo a transpirar. Siento las gotas de sudor en las mejillas, en la espalda. Las axilas y la cintura igual. La secretaria acerca otra silla, pero Alejandro no se sienta. Está nervioso, desubicado por completo. Lo conozco bien, lo conozco demasiado. No identifica todavía de qué se trata el agujero que siente en el estómago. No confía en la verdad. Se esconde. Todo pasa, me dijo hace tan sólo unos días, cuando no sé cómo fue que hablamos y le conté que no andaba del todo bien. Y es nuestra vida la que pasa, querido hermano. Y se va. Mierda pura que nos inunda de arriba a abajo. Todo pasa sin verdad, sin un consuelo que te ayude a aceptar los tiempos que corren y los que corrieron. Mi hermano camina de un lado al otro. Piensa. Décimo cigarrillo de mi hermano en lo que va de la muerte. ¿Qué le puedo decir? La mañana ya le pasó por encima, y esta tarde lo pone al borde del abismo. No pienses, hermano, no pienses tanto. Hay razones del corazón que la razón desconoce. Tiene pegada esa frase en la pared de su taller. Se ve que nunca la leyó. Lo miro. Nadie habla y el tiempo es veloz, aunque tal vez yo esté ahora describiendo una minúscula fracción eternizada de un tiempo lento como una tortuga.
Estoy acá, negociando los términos de la muerte de mi padre. Sergio suspira. Traum se acaba de levantar y sale ahora de la oficina. Creo que oí la palabra café, o que pensé en algún momento en ella. Café, me gusta la palabra café. La mano izquierda de Alejandro se levanta para ir a sostener su cabeza. Pensamientos que pesan. Hay que guardar. A guardar, en un lugar más conveniente. Todo en el lugar más conveniente. Muralla de murallas, toneladas de concreto. No vamos a poder evitar que esto se filtre. Se pudra. Que contamine las napas más profundas del alma.
Traum llega y se sienta. Café en el escritorio. Una botella de escocés. Gratis. El primero te lo regalan. No voy a tomar. Los demás tampoco. Café sí. Huele bien, mucho mejor que el de la casa de mi madre.
—Los féretros que provee el sindicato son, a veces, un problema —comienza Traum. Sorbo de café. Silencio.
—No entiendo —digo.
—Que a veces dan vergüenza.
—Lo que no entiendo es por qué usted, que me parece tan italiano, se llama Traum.
—Mi madre era del Piamonte. Mi padre alemán. Y llámeme Ricardo, por favor. Mire, esos cajones son poco… cómo decirlo… Parece mentira.
—¿Son redondos y rojos, tienen luces como un Fiat 600 Testarossa?
Risa de Traum.
—Él es así —se disculpa Sergio.
—El sarcasmo ayuda en momentos como éste —dice, cortés, Traum.
Risa mía. Mi hermano sigue lejos de saber que lo están filmando. Sin café, sin risa, sin ánimo de participar en nada.
—Mire, vamos a ver y listo —dice Traum.
La luz de la calle no llega del todo a la oficina. No se ve bien. Traum se levanta y enciende unas lámparas de pie que iluminan mejor la sala. Celeste y blanco por todos lados. Banderitas argentinas de mesa. Una puerta de montacargas al fondo, de madera con vidrio. Del otro lado se ve la puerta plegadiza de hierro, propia del montacargas. Otra bandera argentina, ésta es grande, con un sol bordado. Música suave de alguna marcha. Entramos en el montacargas y bajamos un piso. Parece un aeropuerto. Salimos, Traum se adelanta. Laberintos. Todo tan pulcro que hace que uno se sienta sucio. Nos metemos en un lugar absolutamente oscuro. No podemos vernos las caras. Traum nos pide que nos quedemos quietos, que va a buscar el interruptor. Sergio y yo quietos en la oscuridad.
—¿Qué dijo que va a buscar? —pregunta Sergio.
—La picana.
—No seas boludo, Gavilán —me dice mi cuñado, y creo que los dos estamos conteniendo una risa macabra.
Pienso en Alejandro. Come cigarrillos arriba, solo, también en la oscuridad, en una oscuridad peor que ésta. Traum cerca, en algún lugar de este lugar. Se oye un golpe como si se hubiera tropezado con algo, putea bajito. La luz viene por fin y aunque imaginaba perfectamente adónde nos había traído, la impresión no es menor. Una especie de salón exhibidor de cajones. Hay cien o más. Cada uno de un tipo diferente. Las diferencias son sutiles o radicales. Hay cajones para todos los gustos y de todos los tamaños. Claros y oscuros, de maderas de una excelencia que podría notar hasta un herrero. Ninguno parece ser poco apropiado para mi padre, ni para mí, ni para el presidente de la Nación. Qué más puede pedir uno para su propio cajón. El único inconveniente son los precios. Colgada de un hilo atado a la manija de cada modelo, una tarjeta negra con letras en oro dice el precio. Miro algunos, disimuladamente. No bajaban de los dos mil dólares.
—No veo nada de malo acá —digo, miro a Sergio, tampoco parece entender el problema que planteó el funebrero.
—Por supuesto, son de excelentísima calidad. Éste, por ejemplo, está hecho de arce macizo, la misma madera que un luthier usaría para fabricar un instrumento de cuerda.
—En este caso un arpa —digo, miro a Sergio, no sonríe. Me conoce, sabe que una o dos más de éstas y estoy hundido.
—Supongamos —concede Traum, y es la segunda vez que le veo una sonrisa.
Va hacia el cajón señalado y lo abre. Bien me gustaría dormir en uno de ésos. Es un primor, es la butaca de un auto de lujo, el habitáculo perfecto para criogenizarse y viajar al mismísimo culo del Universo. Es cuadrado y enorme, tanto como para meter a un elefante vivo y dejarlo pastar. Pienso en una especie de cajón mamushka que adentro debe tener un cajón más pequeño que adentro tiene otro más pequeño así hasta llegar al último cajoncito del tamaño adecuado para enterrar a una laucha. Vale trece mil dólares.
—Los gremiales y los del PAMI están afuera. No son productos de la casa y por lo tanto no tengo ninguna responsabilidad sobre ellos. Espero que sepa entender, señor Gabriel.
Caminamos hasta el fondo porque sé entender. Siniestro supermercado, de chiquilín te miraba de afuera. Un portón de chapa, un pasillo y otra puerta. Esta propiedad no se termina nunca. Traum adelante, lo sigue Sergio, los sigo yo. Salimos a un garaje. El golpe de frío es violentísimo. No hay calefacción en este lugar. Por una reja abierta que da a la calle entra el viento y la humedad parece haber hecho nido como las golondrinas en Plaza de Mayo. Cajones apilados como cajas de zapatos vacías. Ninguno negro, ninguno marrón, ninguno blanco. Miro y no lo puedo creer: es increíble. Hay una partida de cajones verde manzana. Otra de un celeste desteñido, y otras de pino natural, con los nudos a la vista, perfectos para comenzar el fuego de un asado de domingo. No voy a meter a mi padre en uno de ésos. Miro a Traum, que niega con la cabeza. Los cajones no están exhibidos, están casi apiñados en el fondo, cerca de los envases de gaseosas y cerveza, de dos contenedores industriales de basura y de una pequeña cámara que dice «Residuos Patógenos».
—No va a meter a su padre en algo así —me dice Traum.
Pienso en hacer el chiste obligado, en preguntarle si se refiere a la cámara de residuos patógenos, pero me contengo. Sergio se frota las manos, ¿por qué no me dice nada?, su opinión sería importante para mí, ¿tan alta es la barrera que levanté frente a mis seres queridos?
—No lo voy a hacer, señor Traum, por nada del mundo.
Volvemos a la cajonería VIP, al abrigo de la calefacción, del dinero ganado de cualquier manera pero ganado al fin. Dios salve al dinero. Hay otra bandera, no la había visto antes, una de esas banderas de gala o algo así. ¿Traum habrá sido militar? Lo miro, miro a Sergio. Los cajones, la bandera. El traje exagerado pero no excesivo del funebrero. Mi padre en algún cuarto de esta casa. Frío, yendo hacia la misma nada de la que vino. Padre, padre mío, ¿no habrá otra manera de jugar a la familia? O no estás, o estás lejos, o estás ausente o estás muerto. ¿No podrías haber sido más normal?
—El cajón en que lo quiero es éste —digo, y señalo el más lujoso dentro de la normalidad o de lo que a mí me parece normal en materia de cajones de muertos—. Lo elijo porque en uno de éstos me gustaría que me metieran a mí.
A Traum parece caerle bien mi comentario, la naturalidad con la cual acabo de hablar de mi propia muerte.
—Es perfecto, me da gusto atender a personas como usted, señor Gabriel —me dice Traum—. Vayamos para arriba, a ultimar los detalles y a acompañar a su hermano Alejandro. Si me permite, Gabriel, le voy a decir que su hermano está muy afectado, no tendríamos que dejarlo solo.
—Gracias, señor Traum —digo—, es muy amable.
Y lo digo de verdad, por lo que sea que quiera de mí: mi alma, mi cuerpo, mi chequera. Gracias por ser tan amable en un mundo donde la gente no es amable. Prefiero que me asalten así, que gente como usted se quede con lo que yo les robo a los que les robo. En este permanente lavarse las manos yo lo prefiero a usted. Vacíe mis bolsillos, señor Traum, que yo se los vaciaré a otros y alguien vaciará los suyos. Tal vez una ex mujer, un joven amante, un hijo drogadicto. Es la vida de los que tenemos vida. Pero todos nos vamos a morir, y entonces su negocio es el negocio, señor Traum. Usted es la mejor persona que he conocido en la vida.
—Una gran persona —digo.
Traum me mira, no entiende. Acabo de exteriorizar un monólogo interior. Sergio subió en busca de Alejandro.
—Mi cuñado, ese chico es una gran persona.
—Toda su familia, Gabriel, todos lo son.
Oficina de Traum. Más café, más whisky gratis que no acepto. Más cosas para elegir de la cartilla. Sergio se acerca. Alejandro me da la espalda, como si le diera vergüenza que nuestro padre estuviera muerto.
—Me lo llevo, Gavilán —me dice Sergio—, ¿podés seguir solo?
—Puedo, cuidameló, hermano —digo. Pero me gustaría decirle que no, que no puedo más solo.
Sergio, cuñado, amigo, no me dejes pero tampoco lo dejes a él. Partite en dos pero si no podés andá, porque él es el sol y la luna, es el hermano herido, la verdad oculta debajo de tanta paliza, tanta droga metida en la nariz, en los pulmones, en las venas. No lo dejes, no me dejes, no nos dejes. Yo soy él porque él es el corazón de mi corazón, la ternura que nunca termina, la dimensión terrible de la soledad.
—Seguimos —dice Traum—. Son pocas cosas pero fundamentales. ¿Qué límite de servicio quiere?
—Sea brutal, señor Traum, por favor, pero sea claro.
—¿Cuánto puede o quiere gastar?
—Veinte mil pesos.
—Es demasiado dinero —dice, y de golpe me arrodillaría ante él.
—Cóbreme eso igual, cóbreme veinte mil pesos de todas maneras.
—Gabriel, por favor, yo sé lo que usted necesita en este momento, y está bien, entiendo tanto sarcasmo. Pero quédese tranquilo, le doy el mejor servicio y de ninguna manera le va a salir tanto dinero. Ahora, hay algo más.
—Señor Traum, por favor.
—Entiéndame, no estoy acostumbrado a acortar caminos.
—Acostúmbrese conmigo, es lo mejor para mí, yo sé que usted quiere lo mejor para mí.
—Gracias por permitírmelo, Gabriel, es usted un caballero. Los procesos dependen del tiempo de exposición del cuerpo, del gusto de los deudos, en fin… Éste es un velatorio de dos noches, ¿no? Eso sigue en pie.
—Sigue en pie.
—Bueno, esperan al tío de Italia.
—De Sicilia, señor Traum, es casi lo mismo pero no es lo mismo.
—Está bien, de Sicilia —dice Traum y se acomoda el cuello de la camisa, debe pensar que si se equivoca una vez más le hago la vendetta y lo mando a uno de sus cajones celestes del sindicato—. Para eso no se lo puede no tocar, como usted pretende.
—No pretendo, se lo exijo.
—Pero en este caso lo mejor es embalsamar —dice. Yo lo miro con desconfianza, aunque es atento, o tal vez por eso, porque es demasiado atento. Lo miro con desconfianza. Me traen otro café, deben querer que me muera de un infarto.
—Quiero saber las ventajas, porque mi padre va a ser cremado.
—¿Su padre era de una religión en particular? —me pregunta y yo pienso que la situación, de alguna manera que no alcanzo a entender del todo, lo divierte.
—Budista no era, si eso le preocupa. Solamente que odiaba este tipo de negocio. El suyo, el de los cementerios. Pero él era así, mejor enumerar las cosas que no odiaba en realidad, porque si no se nos va a pasar de fecha en el freezer.
—Yo le aconsejo, al menos, remover los líquidos corporales y enfundar el cuerpo en ropa especial, hermética. Disculpe que le sea tan franco, pero usted quiere que lo diga sin vuelta. Al pan, pan; en el fondo, ése también es mi lema.
—Yo hubiera pensado que muerto al hoyo —no se ríe, no me río, me levanto de la silla—. Quiero ver lo que hacen —le digo—, en realidad quiero verlo todo.
—Le diría que está prohibido. Pero como usted es categórico, veremos qué puedo hacer. Firme acá —me dice Traum, y me extiende sobre el escritorio una carpeta con varios formularios, cada uno de un color diferente. Ninguno celeste. Ninguno negro.
Firmo en cada marca. A veces dos por copia, a veces una.
—Venga conmigo, lo voy a llevar al laboratorio.
Nuevamente hacia adentro. Me parece que me pasé de la raya. Siento que cuando vea el cadáver de mi padre en la mesa de la carnicería me voy a caer de culo al piso pidiendo por mi madre o pidiendo por mi padre, y voy a ver que él está ahí, largando la morcilla justo en mi cara, y me voy a volver a desmayar y va a repetirse el ciclo y no va a terminar nunca, como enEl Rey León.
Salimos a la calle y entramos por otra dirección. Cruzamos puertas que a simple vista parecen paredes. Dos. Tres. Este tipo está loco. Sala de espera recién pintada. Antesala del laboratorio. Nos detenemos acá. Los muebles brillan de lustramuebles, huelen a lustramuebles. No da la sensación de que el lugar esté libre de bacterias, más bien parece que el lustramuebles tapa un sinfín de enfermedades mortales que se reproducen orgiásticamente sobre cada cosa que uno toca. La misma sensación que da el desodorante de ambientes que alguien echa después de haber defecado como un cavernícola.
La luz es tenue pero suficiente como para leer. Hay una biblioteca importante contra una de las paredes. Debe tener unos quinientos volúmenes o más. Hay una hemeroteca también, sólo revistas del gremio, publicaciones lujosas, a todo color y con lomo. Un gremio rebosante de vida el de la muerte. Traum me dice que embalsamar no es sólo resguardar la última impresión que uno se lleva de su ser querido, es también una manera de resguardar la salud pública. Y yo lo último que quiero es el premio Nobel de Salud Pública, y mucho menos recordar a mi padre rozagante metido en un cajón. No me podría perdonar mandarlo al horno con un aspecto tan saludable que dieran ganas de llevarlo a tomar un vermú. Mejor me voy. Tengo un tiempo hasta que empiece el velorio. Pero ¿adónde voy?, ¿a caminar? Buenos Aires está muerta para mí. Me siento mal en Buenos Aires. Me siento mal en todos lados, pero en lo que fue mi Buenos Aires querido cuando yo te vuelva a ver, peor. Y pensar que fue un lugar decente, por lo menos hasta que se vino la horda de turistas sentimentales a bailar tango, sobre todo después de reorganizarse para explotar más efectivamente a los pobres del mundo. Para desvirgar mujercitas todavía prefieren Cuba, es más barato, las mujercitas se deciden más temprano. Deben sentir que hay amor, porque ellas los miran agradecidas. Deben sentir que la tienen bien grande, que rompen todo en donde la meten. Ojalá Fidel se decidiera a fusilar turistas. Son demasiados juicios los que llevo encima, demasiadas infancias pobres, demasiada muerte evitable. Ahora lo que fue mi lugar es una letrina.
Me siento en un sillón, derrotado por mis pensamientos. No sé cómo es que llego a pensar lo que pienso. ¿Cuándo sucede que paso de una cosa a la otra y me quedo colgado ahí? Una escena absurda como la que imagino ahora, un genocidio de turistas japoneses en los mataderos de Liniers, un carneo, la fabricación en serie de hamburguesas para darle de comer a una fila de chinos vestidos con mono azul. Estoy enfermo. Me estoy enfermando. El María Moliner de Traum es el único libro de la biblioteca que no se refiere a técnicas funerarias. Lo abro. Busco. «Ira: Cólera. Furia. Furor. Rabia». Cierro el diccionario. La gente está loca.
Cinco años después, en el ahora que escribo, pienso que la ferocidad debe ser un destino genético, una especie de karma biológico, una venérea que condicionó mi vida y mis actos de la misma manera que condicionó la vida y los actos de mi padre, y del padre de mi padre, y de todos los portadores de testículos volcánicos de la isla que nos antecedieron. No se puede parar la nieve cuando viene cayendo a trescientos kilómetros por hora. ¿Puede un hijo entonces ir sin más y escupir la cara de su padre? Yo me atreví a arrojarle en la cara toda la humillación que me fue posible. Fui y le hinqué el puñal sin compasión. Una vez lo hice, una sola, pero fue de una ferocidad incomparable.
Pero que las cosas pasaron, pasaron. Y hubo un cómo y un cuándo pasaron. En nuestra vida primero y en mi vida después, y después de después. Y sé que en algún lugar está la respuesta. Pero en ese momento yo buscaba el dolor agudo, quería mirar de frente lo que nadie mira ni de costado: quería revolcarme en el cadáver de mi padre.
«Ira: Enfado muy violento en el que se pierde el dominio sobre sí mismo y se cometen violencias de palabra o de obra», leo.
Nadie podía imaginar cómo ni por qué se encendía mi padre. Mucho menos éramos capaces de adivinar cuándo eso podía suceder. Podía empezar arrojando un plato contra la pared, en medio de una cena, por algo que le pasaba por la cabeza y que mi madre se encargaba de activar con una palabrita que diera en la tecla y acabara por detonar la bomba. En esas ocasiones mi padre tenía el semblante que imagino habrá tenido Moisés cuando al bajar del monte Sinaí, cargado del peso de la Ley, vio que su familia, sus amigos, su pueblo, no habían podido esperarlo y ya estaban adorando a un nuevo dios. Nunca se preguntó ni les preguntó si les pasaba algo. Porque algo les tuvo que haber pasado. Nadie elige lo peor porque sí. ¿Su gente no había podido esperar o aprovecharon que él se había ido para relajarse un poco, para descomprimir su padecimiento y festejar que estaban vivos? Inventaron un dios que se pudiera tocar, uno que en definitiva les permitiera la alegría y el desenfreno, la orgía, la embriaguez, y los despojara de sentir culpa por ser lo que eran: esclavos, pobres, vagabundos perdidos en un desierto interminable por un tiempo interminable. Obligados a agradecer el maná diario: una baba repugnante que no podía llenar el estómago de un hombre más que de asco y desolación. Las leyes de Yahvé eran demasiado duras y ellos inventaron un dios (porque un dios hay que tener) que casi no tenía leyes y las pocas que tenía eran tan humanas, tan inmundas y humanas que a nadie le hubiera costado ni un mínimo esfuerzo cumplirlas.
Moisés se enfureció. Al igual que a mi padre, le molestaba la alegría de los suyos, porque el camino de los que dan con la vara es el camino del sacrificio, nada que venga liviano sirve, sólo lo que tiene peso: lo que te hunde si no remás hasta perder la razón.
¿Qué justicia buscabas? ¿Qué dolor querías calmar? ¿Qué miedos esquivaste durante toda tu vida? Desde la muerte de tu padre, la muerte de tu madre, la muerte de tu hermano Juan, te fuiste fragmentando en pedazos cada vez más irreconocibles. En medio de tanta muerte, tanta furia te habrá servido para mantenerte con vida. Un canal del odio para que sangre la sangre envenenada.
«Ira: Destrozó el coche en un arrebato de ira.»
Mi padre era capaz de dejarnos solos en su camioneta, a mi hermano y a mí, de seis o siete años, con las puertas abiertas en medio de una avenida, para correr tras el chofer de un camión que lo había encerrado a la vuelta de la esquina. Como si fuera una especie de Indiana Jones, pero nada gracioso ni divertido, se trepaba al acoplado, caminaba hacia la cabina del camión agarrándose de donde podía y empezaba a darle trompadas al tipo por la ventanilla. Por eso, que ni siquiera había sido una injusticia, ni siquiera un accidente, ni siquiera una ofensa. Era tan sólo, ahora lo sé, una posibilidad de sentirse poseído, de beber el vino que ella, la ferocidad, le ofrecía. Una chance de enajenarse por completo y olvidarse de nosotros, ya que nos tenía ahí y no le quedaba más que llevarnos con él y respirar el mismo aire que nosotros respirábamos.
Casi nunca se detenía a mirarnos: no recuerdo ni una sola mirada a los ojos que me haya hecho mi padre, excepto esas miradas que no eran a los ojos, sino un recorrido de la cara que evitaba los ojos y que me aterraban. Será que él también creía que la mínima posibilidad de sentir que podía estar equivocado lo haría trastabillar. En los ojos de los demás se puede encontrar ternura, y yo creo que él, además de no necesitar la ternura, la temía.
Ahora acá te escribo. Ahora allá vivo tu muerte, padre, como cada día de mi vida vivo tu muerte. No puedo relacionarme con amigos, ni con mujeres, ni con conocidos casuales. Nada me dura más de una o dos veces. Muy rápidamente destruyo todo, muy rápidamente me destruyo con todo lo que destruyo. Llevo cinco máquinas de escribir tiradas al piso, seis departamentos convertidos en escombros, y ahora convierto mi vida en escombros para buscar entre esas piedras las palabras que puedan mantenerme vivo. Y estaba en lo de Traum: estoy en lo de Traum, preocupado por el trato que fuera a recibir tu cadáver. Pero aún del lado de la sobriedad, aunque ya faltaba poco para que perdiera también eso.
Dejo el diccionario. Toso. Un pequeño malestar atorado en la garganta, una espina de pescado. Rebusco en la mierda de la biblioteca. No puedo identificar exactamente lo que siento. Algo debo sentir. Debe ser todo lo que tomé en la vida, la acumulación. Y aunque lleve tanto tiempo sin una gota, supongo que los cables que se cortaron no van a volver a unirse. Nadie podría garantizar eso. Salir para adelante, o para atrás. Salir, no quedarme en este pozo hediondo, salir del barranco adonde me vine a caer. Una virgen en el estante superior de la biblioteca, de Luján, celeste y blanca. Hubiera preferido el busto de Palas, pero mi tragedia es así: nacional, celeste y blanca.
Abro un libro y veo la foto de un tipo metiéndole una especie de caño grueso y afilado por entre las costillas a un cadáver. El tipo que lo hace está vestido de celeste de la cabeza a los pies. Debe ser el color oficial de estos hijos de puta. El cadáver, desnudo sobre una mesa de cerámica impecablemente limpia. Olores. Carne podrida, res y matarife, pobres rogando por un descarte de cuajo. Es la explicación del uso de un instrumento que se llama «trocar». «El proceso», leo, se usa para extraer los gases y los líquidos de las cavidades humanas. Como si fuera una aguja hipodérmica gigantesca conectada a un tubo, el fierro este entra y sale en una acción parecida a la de inflar la rueda de una bicicleta, sin llegar a sacarlo de la carne por completo, mientras del otro lado de la goma una bomba eléctrica chupa todo lo podrido y lo que se puede pudrir más fácilmente, o sea, lo chupa todo. El libro tiene una jactancia ética o moral cada cinco o seis frases. Recomienda, por ejemplo, embalsamar sólo en los casos en que el cuerpo del difunto tenga que viajar por transporte público. No es el caso de mi padre. O cuando uno va a depositarlo en una bóveda familiar. No es el caso de mi padre. Y que sí o sí se requiere embalsamar en los casos en que el cadáver tenga que pasar las fronteras de Alabama, Alaska o New Jersey, cosa que tampoco es el caso de mi padre. O al menos mi madre no me dijo nada al respecto.
Hojeo el libro hacia atrás. «Debemos terminar con el mito que los sectores mercantilistas de nuestra sagrada profesión se esfuerzan por mantener dándole a la gente una idea falsa de lo que es nuestra misión en el mundo. El proceso de embalsamamiento actual no retrasa sino apenas unos pocos meses un proceso más poderoso y natural que es el de la descomposición de nuestro organismo en seres vivos de menor jerarquía». No aclara si es menor jerarquía social, económica o cultural. Supongo que será biológica. «No, nuestra misión es preservar la salud física, mental y espiritual de los deudos y por lo tanto de la sociedad misma, haciendo familiarizar a las personas con la muerte. Cuidándolas de que olores o líquidos ofensivos sean expulsados por el cuerpo durante el velatorio o en los momentos en que los deudos, recorriendo la profundidad y la belleza de su propio dolor, se inclinen ante ellos en el último contacto que la vida les permitirá de su carne con su carne». Y sigue, como enloquecido, alentando a la demencia: «¡Ésta es nuestra misión, caballeros!».
También hay un capítulo entero destinado al masaje para relajar la rigidez cadavérica y lograr el «correcto posicionamiento del cadáver en el féretro». Los masajes incluyen el uso de cremas, que no sólo ablandan la carne sino que le dan un tono parecido al de las estatuas de cera. El libro es claro con esto, hay que alejarse de la idea de imitar la piel viva, hay que «eternizarla», llevarla al tono en el cual los deudos puedan decir «parece dormido o parece una princesa a punto de despertar». Tan sólo en un cuerpo recontrasaturado de sustancias que yo supuse extremadamente tóxicas porque el autor le insiste constantemente al siniestro profesional que se tape hasta el culo antes de tocar nada, se puede encontrar este color y estado «estético-seguro». El libro también da instrucciones de cómo taponar los agujeros non sanctos del occiso. Ano y vagina experimentarán la peor de las pesadillas: unos tornillos gigantes rellenos de «polvo sellador» y amurados con «Krazy-Glue». La boca la rellenará el «formador bucal»: una pelotita de golf marrón.
El libro se detiene unas cuantas páginas en la importancia del maquillaje, describe con exactitud los efectos de momificación que producen los fluidos inyectados al cuerpo y la tendencia a tomar un color neutro. Hay fotos de lo que es un cuerpo «tratado» sin maquillar. Horripilantes.
Traum sale del laboratorio y me ve con el libro en la mano.
—¿Todavía tiene ganas de ver? —me pregunta.
—Nunca tuve ganas.
—¿Todavía va a ver? —dice, como si su pregunta anterior nunca hubiera existido.
—No, ya no. Sólo los fluidos. Una vestimenta como las que dicen acá. Seguridad por cuarenta y ocho horas.
—Se lo garantizo.
—Le golpearon la cabeza al levantarlo, asegúrese de que tengan más cuidado.
—Fue una torpeza que usted estuviera ahí. Además de esa torpeza, Gabriel. Esto es así.
—Usted sabía que iba a mirar la biblioteca.
—No estaba del todo seguro, pero tenía esperanzas.
—De alguna manera le debo las gracias, y una disculpa.
—No me debe nada.
—Bueno, diez mil pesos, más o menos, no es precisamente nada.
No me contesta, hace una pequeña aunque no sumisa reverencia y se pierde en el laboratorio. Yo sólo respiro el celeste, el pino artificial de esta asepsia.
Llega la secretaria de Traum. Su jefe le pidió que me acompañara a la oficina. La secretaria de Traum delante de mí. Llegamos y me pregunta si necesito algo. Le digo que un té no me vendría mal. Me siento en un sillón enorme. Estar perdido es una sensación agradable. Ahora me doy cuenta. No era el celeste de la fórmica. Era el ahogo. El olor: el olor. No me falta la claridad de lo que quiero o no quiero hacer. No soy un morboso. Me levanto y voy hasta el dispenser de agua. Me sirvo un vaso de agua fría. Tengo que echarle un chorro de agua caliente. Las opciones en estos aparatos son hacerse un té o morir de una neumonía. La opción «tomar agua» no se le ocurrió a nadie. Roxana toma el agua caliente porque dice que los hindúes toman el agua caliente. Yo no soy hindú. Roxana tampoco.
La secretaria de Traum vuelve con el té. Se ofrece a acompañarme.
—¿Acompañarme?
—Quedarme a su lado, por lo que necesite.
—No hace falta, pero gracias.
Si todo está lleno de lágrimas y yo tan perdido en esta muerte.
Escrito en un cuaderno de tapa verde, no mucho antes de la muerte de mi padre
Yo tenía ocho años. Era de tarde en la playa y me había alejado mucho, solo. Estaba lleno de gente porque era el primer fin de semana de las vacaciones de verano y no había casi ni un lugar en donde pisar sin rozarse con alguien. Las carpas de alquiler en la arena blanda, las sombrillas de colores, los montones de bolsos y ropas, las personas que jugaban al tejo o a la paleta, todo y todos me parecían iguales. Como si fueran las repeticiones infinitas de dos espejos enfrentados. Yo había salido caminando del camping, rumbo a la playa, solo, sin que mis padres se dieran cuenta, en medio de una discusión. Mi madre se había puesto celosa de una mujer que usaba bikini y que mi padre había dicho que tenía un cuerpo bárbaro para la edad. «¿Qué edad?, si es más joven que yo», le había dicho mi madre. Después, los insultos y un tomate medio podrido que voló y le dio en la cabeza a mi padre.
Cada vez que discutían pasaba lo mismo: se olvidaban de Alejandro y de mí. No sé si quise que notaran mi ausencia y se asustaran, o tal vez pensé en escaparme de verdad y no volver a verlos nunca. Los odiaba, estaba cansado de que nos llevasen de vacaciones y que nunca pudiéramos pasarlo bien. Supongo que habré pensado que si me buscaban con la policía y lloraban mi muerte, cuando ya no tuvieran más esperanzas de encontrarme podría aparecer como en un milagro y hacerlos reflexionar. Yo era muy soñador y me fui, con un bolsito pequeño y adentro una crema de sol, un lápiz y mi cuaderno de poemas. Pero lo cierto es que cuando me vi solo, en medio de tanta gente extraña, me asusté. Traté de reconstruir mentalmente el camino de vuelta hacia la playa del camping, de ver si había pasado por acá o por allá, pero me fue imposible diferenciar los lugares. Me refugié del sol debajo del muelle de pescadores y ahí me di cuenta de que estaba confundido sin vueltas, porque ni siquiera podía precisar de qué lado del muelle había llegado. De lo único que me acordaba era de que, desde nuestra playa, el muelle se veía bien lejos, apenas como una línea gris que se extendía mar adentro. ¿Pero se veía a la derecha o a la izquierda? Recordaba el nombre del camping: Stella Maris. Y en Stella Maris todo el mundo conocía a mi padre. Pensé que si les decía que era Gabriel, el hijo del Ángel, el bobinador, me llevarían sin problemas con mi familia. (Me pongo a pensar en cuánto quería la gente a mi padre y los sentimientos se me mezclan de tal manera que me es muy difícil poder diferenciarlos. ¿Cuál era la esencia verdadera de este hombre? Tan seco, silencioso y parco para su familia y con una vocación de servicio hacia los demás como pocas veces vi. Es un misterio que siempre me llenó de angustia).
Me senté en la arena, bajo la sombra del muelle, y toda la tristeza del mundo me cayó encima. Abrí el cuaderno y comencé a leer mis poemas. Me sentía aplastado. Debía ser más de la una. Bajo el muelle también se sentó una pareja con dos hijos chicos. Un varón que debía tener cuatro años como mucho y una beba de brazos. Pusieron a la beba en una lonita tensada entre dos hierros que la mantenían lejos del suelo y le daban una hamacada serena al compás de los enviones de viento que ahí, debajo del muelle, parecía soplar más suave y más fresco.
La mujer sacó un mantel de una canasta mientras el hombre clavó la sombrilla de costado contra el viento, para evitar que la arena les diera en la cara. La mujer extendió el mantel y puso cosas pesadas en los extremos. Frascos. Uno era de berenjenas, otro de miel, otro no sé de qué pero también de comida. Yo estaba recostado contra un poste, a unos tres o cuatro metros de ella que, creo, aún no había reparado en mí. El hombre fue a llevar a su hijo a la orilla del mar y se puso a jugar, lo remolcaba en el barrenador. Cerré los ojos y respiré el aire de la libertad. De golpe me sentí valiente, me sentí sereno. Como si mirar a la mujer preparar el almuerzo me hubiera sacado, sin más, el miedo y la tristeza. Supe que alguna vez yo también iba a tener una mujer, un hijo a quien remolcar en su barrenador, una mesa abundante servida en la arena, a orillas del mar. Pensé que por más que ese día decidiera volver con mis padres, no pasaría mucho tiempo antes de que me fuera definitivamente y no volviera a verlos más. No era un pensamiento iracundo, y mucho menos feroz, era una idea, una simple idea que le daba a mi vida el oxígeno necesario para aguantar lo que tuviera que aguantar.
La mujer levantó la vista y me miró. Preparó unos sándwiches y se los dio a su marido y a su hijo. Sacó un biberón, se probó la leche en el antebrazo y se lo puso a su hija entre las manos. La beba tomaba sola y hasta ayudaba con sus propios enviones a hamacar la lonita cuando el viento no era suficiente. Pensé en lo hermosa que era la vida a esa edad, alcanzaba una leche, el viento, una madre vigilante cerca. Yo tenía ocho años y ya pensaba en eso, en lo que alcanzaba, en lo que era suficiente para vivir, como si yo ya lo hubiera perdido todo. La mujer volvió a mirarme, pareció reflexionar algo y vino hacia mí con un sándwich en la mano. Me preguntó si tenía hambre y le dije que sí. Me dio el sándwich y me invitó a compartir la mesa con ellos. Era una mujer muy hermosa, tan hermosa como mi madre. Su presencia lo llenaba todo de un clima inmenso de bondad. Fui tras ella y me senté junto a los demás. Todos se presentaron y ella me dijo el nombre de la beba. Emilia. Yo me reí. Conocía el nombre Emilio pero no Emilia. Hablamos y comimos, me sentí muy bien con ese hombre y sobre todo con la mujer. Fue la primera vez que me sentí bien con una mujer extraña, pero no iba a ser la última. Las mujeres poco a poco pasarían a ocupar un lugar central de mi vida, serían las personas con las cuales yo iba a poder hablar, donde iba a poder refugiarme, y las únicas frente a las cuales lloraría alguna que otra vez.
Terminamos de comer, me tomé un segundo vaso de leche y quedé tan lleno como una pelota inflada más de la cuenta. La mujer, que se llamaba Clarisa, me preguntó por qué estaba solo. Le dije que me había escapado de mi casa y que no pensaba volver nunca más. Clarisa no dijo nada. Miró a su marido y le dijo que llevara a Nico, el nene de cuatro años, a jugar con la arena. Tomó a Emilia en brazos, la envolvió en una manta blanca y me pidió que la acompañara a ver el mar sobre el muelle. Caminamos hacia arriba de los médanos y encontramos una escalera alternativa que nos subió al muelle por uno de los lados. El viento pegaba duro y el sol un poco menos porque ya eran más de las tres de la tarde, o al menos eso calculo yo ahora. El mar estaba enfurecido, las olas que golpeaban el muelle salpicaban para todos lados una espuma blanca y fría como la nieve. Caminamos hasta la mitad, hasta donde terminaba la parte de cemento y nos sentamos en unas gradas de madera, las únicas que estaban a la sombra.
—Tus papás deben estar preocupados —me dijo Clarisa sin apartar los ojos del mar, como perdida en el mar.
Yo nunca le había dicho nada a una mujer, quiero decir, yo nunca le había dicho un piropo a una mujer y tenía ganas de hacerlo, pero no sabía cómo, no sabía qué decir.
—Mi mamá también es muy linda —dije, y Clarisa me sonrió.
—¿Qué quiere decir «también»?
—Quiere decir que usted es muy linda.
—¿Qué escribís? —dijo, y sonrió.
—Poemas.
Ella me pidió el cuaderno, me dijo que era maestra y que me podía dar su opinión.
Le di el cuaderno y Clarisa leyó los cuatro poemas en silencio. Me dio un beso en la mejilla y me dijo que le habían parecido hermosos, sobre todo uno que se llamaba «Invierno». Suspiró y me pidió que volviéramos. Me dijo que si yo quería me ayudaba a encontrar a mis padres, que ella conocía el camino al camping.
Llegamos donde estaba su marido y le pidió que cuidara a los chicos. Empezamos a caminar hacia el lado de las playas que más cerca quedaban del camping Stella Maris. Hicimos un buen trecho y yo me cansé. Clarisa era bastante alta pero nunca imaginé que fuera capaz de cargarme en hombros. Pero era bien capaz. Me cargó en sus hombros y comenzó a aplaudir. Enseguida se le sumaron dos personas más, y en menos de diez minutos era una pequeña multitud que nos acompañaba y aplaudía. Clarisa reía y yo también lo disfrutaba, mis piernas iban rozando sus pechos. En un momento Clarisa me pasó de sus hombros a los hombros de un hombre enorme, un gordo que medía como dos metros para donde uno lo mirara. Fue como viajar en elefante por un safari en el África. La gente aplaudía, algunos silbaban. Un señor me compró un helado y una mujer me dio un pequeño avión de telgopor que remonté desde mi torre invencible. Me sentía un dios, nunca nadie me había dado tanta importancia. Pensé que eran las personas más maravillosas del mundo, que eran mi ejército de desconocidos, y me hubiera gustado seguir perdido para siempre. Pero a la media hora más o menos de andar en los brazos del gordo, con la multitud que seguía encendida porque se iban renovando en cada balneario, encontramos a mi madre.
Lloraba. Me bajaron y Clarisa se quedó hablando con ella. Las miré a las dos. Clarisa y mi madre se acercaron. Clarisa se agachó y me dio un beso en la mejilla. Fue un beso rápido, fue un beso que duró poco, pero lo suficiente como para darme cuenta de que la iba a extrañar.
Se fue y quedó en visitarnos un día de ésos en el camping en donde estábamos. Estas palabras eran un peligro, porque la gente suele prometer cosas que jamás cumple, sobre todo en circunstancias en las cuales no sabe cómo despedirse de otra persona. Pero Clarisa sí fue a visitarme, y eso la convirtió en la primera mujer que no iba a defraudarme en la vida.
Volvimos al camping mi madre y yo, en silencio. Yo había enrollado la piola de mi avión y ya me había comido el helado. Y lo importante que me había sentido antes se me volvía en contra. Hubiera salido corriendo con gusto otra vez. Mi madre ni me miraba y cuando llegamos Alejandro me acusó de haber arruinado el día de playa. Mi padre, sentado en la reposera, fumaba y tomaba mate. Me miró con dureza.
—No tengo palabras para decir lo que pienso —dijo.
Se levantó y se fue, nos dejó solos en el quincho. Y no volvió hasta que se hizo de noche.
Una foca en andador
Vuelvo a la casa de mis padres. Siglos sin ver el sol. Un búmeran, un matungo de alquiler. El aire me recompone. Me duele apenas la cabeza. Frío. Frío. Frío. Me gustaría sentir el placer de demorarme, pero algo me empuja a caminar rápido, a ignorar los lugares y las cosas que tendrían que hacerme sentir algo. Temor de mirar. El barrio en donde yo pasé mi infancia ya no tiene que ver conmigo, no me da nada, ya no puede ofrecerme ninguna felicidad y supongo que mirarlo es enfrentarme a esa verdad, darme cuenta de que el anhelo es otro de los dioses muertos con los que pretendo inventarle un sentido a este presente confuso o a la insatisfacción de un presente que me confunde. Sonrío. No puedo esquivar el tango. Lo llevo en la sangre materna. Mi abuelo Reyes, el cantor, me lo metió hasta los huesos. Racing, el tango, Arsenal.
El silbato del tren. El viaducto que se tuerce y encara hacia las torres de Güemes. Olores de comidas de la tarde. Buñuelos, tortas fritas, grasa líquida que todo lo alegra y lo envenena. Mate y novela de la tarde. ¿Qué hay de malo en lo bueno? ¿De qué está medio lleno el vaso que siempre veo vacío? Esta ontología de apuro no me va a salvar de la desesperación. Unos mates sí, al menos por un rato.
La puerta de la casa de mis padres. Es importante situarme en el tiempo y el espacio. Entiendo a las personas que hablan por celular y lo primero que dicen es «Estoy en tal o cual lugar, llegando a tal o cual otro». Lo más importante es reafirmarse vivito y coleando, tener las coordenadas de uno mismo. Sale Sergio. Me pregunta cómo me fue.
—Tu vieja y tu hermana están en mi casa —me dice. Entramos.
—Las cosas están más o menos organizadas, hacete cargo unas horas, me voy a buscar la chequera y los documentos, a llamar a la empresa a ver si Gastón necesita algo. Traum te va a llamar en una hora, arreglé lo mejor de lo mejor, dos noches de velorio a la espera del siciliano, seis autos, la guardia en Ezeiza: todo.
—Es una locura, Gabriel.
—Igual que siempre, no te preocupes.
Le paso la mano por el hombro. Sergio que toma mi mano. Torpeza del amor de dos amigos. Nos criamos juntos y nos da vergüenza tocarnos. Le dejo el auto y un teléfono celular con radio de la flota de teléfonos de mi empresa. Me pasa un mate. Muerdo una factura que me empasta la boca. Armar una valija para quedarme unos días en el barrio. Chupo el mate y trago la pasta. Explicarle todo a Gastón. Dinero. No quedarme en la casa de mis padres, tampoco en lo de mi hermana Julia. Cheques y tarjetas. Tal vez una pensión de las que abundan por Dock Sud o, agua podrida, una pieza del hotel familiar que está al costado del arroyo.
Salgo. Atardecer de un día antiperonista. Un grupo de vecinos, el primer grupo de los tantos que se van a formar, susurra que la parca anduvo cerca. Me saludan con tristeza, el tano José se acerca y me da un abrazo. No somos nada, Tano. Los demás, lejos; no son ellos, soy yo: el millonario, el que no viene casi nunca. El loco Mario, toda la desolación del mundo en su mirada, deja de empujar el carro de supermercado repleto de cartón y de botellas, levanta la mano hacia mí y hace equilibrio sobre un hilo de cordura para que su saludo sea verdadero. Es lo más verdadero que me pasó en mucho tiempo. Me gustaría decírselo. Levanto la mano igual que él. Sigo hacia Belgrano, cruzo y me pierdo de vista.
No tengo monedas para viajar en colectivo. No quiero ir en taxi. No hay intimidad posible en un taxi. Podría comer una porción de pizza para cambiar un billete, masticarla en el mostrador, escupirla al salir. Nadie me va a dar monedas. Llego a la avenida Mitre. La gente no da monedas.
Está oscureciendo rápidamente. Hasta ahora todo fue un trámite bancario. Lo que vi en la cama, lo que golpearon al subir a la camilla no era el cuerpo de mi padre. Los autos no paran ni cuando el semáforo se pone violeta. Era un tirante grueso, de los mismos que se usan para apuntalar las losas recién hechas. Un tirante seco. Pero ahora ni eso. Todo termina en el mismo lugar. Tomo todo del mismo lugar. No siento nada y cruzo la calle en medio de los autos que pasan como cohetes. El corazón a los pistoneos, la respiración que ya no existe.
En avenida Mitre los taxis de Capital suelen venir despacio, a la pesca de alguien. En general son personas que trabajan en un taxi de la ciudad pero que viven afuera. No siempre paran porque le tienen miedo a los de la Bonaerense, o a los taxistas de Avellaneda. Pero a veces paran. Veo uno que viene del lado derecho. Le hago señas. Me hace que no con la mano y sigue. La puta madre.
Ya casi es de noche. No quiero tardar mucho en volver. A dos cuadras está la parada de taxis del Viaducto. Generalmente los choferes paran al lado: sobre una estación de servicio destruida, a una cuadra del bar. Camino hacia ese lugar. El tren pasa y el silbato es ensordecedor. El rápido a La Plata lleva más muertos que pasajeros. Todos esperan el rápido para suicidarse. Para tirarse abajo del común habría que caminar doscientos metros y agarrarlo antes de la curva, cuando todavía viene a la velocidad suficiente.
En la parada hay sólo dos taxis azules. Esperan. Parecen de la Segunda Guerra Mundial. Cuatro tipos juegan a las cartas bajo la luz de mercurio de la sección de engrase de la estación de servicio. En realidad, todo parece la sección de engrase, o todo parece haber sido engrasado. Me acerco y pregunto. Digo que es para hacer un viaje.
—A la Capital —digo.
—¿Vuelve o se queda en destino? —me dice un gordo espantoso desparramado en un sillón de mimbre espantoso. Las piernas flacas, atrofiadas. Dos muletas al costado del sillón.
—Me quedo en destino —digo.
—Voy yo, Cachito —dice el gordo y no llego a entender.
Se levanta ayudado por el sillón, tiene una fuerza de brazos impresionante. Se flexiona, solo, sin que nadie haga ni el amague de ayudarlo, y toma las muletas.
—Sigamé —dice y comienza a caminar.
No, en realidad no sé cómo decirlo, el gordo se desplaza usando las muletas mientas apoya las piernas juntas, como si estuvieran pegadas, una vez del lado derecho y una vez del lado izquierdo. Parece una foca en andador.
Me abre la puerta trasera del auto y me dice que cierre fuerte. Es un Chevrolet 400, año 70 como mucho. El taxi tiene bandera mecánica, de esas que se bajan a mano, y reloj con numeritos tipo flipper década de los ochenta. Mientras el gordo sube, trato de acostumbrarme al olor que hay adentro. Es indescriptible, como viajar en un placard donde aparte de lana y naftalina se guardaran una guitarra, un bandoneón, porciones de pizza y la manta de un perro. El gordo tira las muletas dentro del auto, se queda sujeto del techo y de la puerta, casi colgado. Se suspende un instante, toma un envión extraño y se mete de culo. Se toma las rodillas y mete las piernas. Cierra la puerta. Mete la llave y le da marcha al auto. Bufa. Gotas de transpiración en su cara rolliza aunque dentro del auto es una heladera. La caja automática como una sierra de carnicero que corta por el hueso. No hay autos automáticos de este modelo, es el primero que veo. El volante también es una reforma, es más grande que el original y tiene lo que parece ser otro volante más pequeño adentro. Ese volante interno funciona como un monocomando con el cual el gordo acelera y, supongo, frena.
Arrancamos. El gordo acelera punto a punto, no tiene que mantener todo el tiempo apretado el monocomando para hacerlo. Para frenar sí. Me da la impresión de que si el auto o el gordo tienen una dificultad verdadera, es con frenar.
—¿Le molesta si fumo? —me dice.
Le digo que no. En realidad me molesta mucho el cigarrillo pero quiero ver cómo se las arregla para fumar y manejar este aparato que maneja. Se las arregla muy bien. El gordo es un as del volante. Podría ser el campeón mundial de la Fórmula 1 para paralíticos. Me relajo. No tengo ganas de que me lleve hasta mi casa. No le dije el destino. Me doy cuenta de eso.
—No le dije adónde voy —le digo.
—A la Capital, dijo, eso queda para un solo lado —me responde el gordo y echa humo como una chimenea. Debe ser la única chimenea que echa humo en toda la zona sur.
—Déjeme en Pellegrini y Corrientes.
El auto está mal de amortiguadores, lo que hace que el andar sea, para mi gusto, muy agradable. No debe ser muy seguro en las curvas, pero no vamos a tomar muchas curvas. Mitre derecho, Montes de Oca derecho, 9 de Julio derecho. Le pido que no tome por la autopista, que vayamos por abajo.
—¿Por Hornos?
—No, por Montes de Oca.
Oscuridad de la calle. Frío. Poca gente. En los cafés algunos se sientan solos a mirar por la ventana. Me sentaría solo en un café a mirar por la ventana. ¿Cuánto hace que no hago algo así? No me gusta el precio que pago por mantener una posición económica. Mi padre decía que a mí no me iba a parar nadie. Y ahora tengo los autos que a él le hubiera gustado tener, la casa que a él le hubiera gustado tener, la chequera que a él le hubiera gustado tener. En mi trabajo, cuando yo hablo los demás se callan, no porque me respeten, sino porque yo soy el dueño y si ellos quieren seguir alimentando a sus familias tienen que tratarme bien, escuchar las barbaridades que digo, soportar mi mal humor o mi buen humor independientemente de lo que ellos sientan o de cómo ellos se sientan en ese momento. Queriendo ganarle a mi padre, construí lo que construí; queriendo ganarle a fuerza de odio, la victoria se me fue de las manos. La victoria nunca se fue de las manos de mi padre.
Barracas es un barrio gris. Yo voy en un auto conducido por un paralítico, sin amortiguadores. El balanceo de los elásticos y los resortes le dan a esta chatarra el andar de una lancha sobre las aguas de un río tranquilo. Cruzamos Independencia y las luces de la 9 de Julio se abren a izquierda y derecha. El río se acaba de ensanchar. Indicios de fiesta en las dos orillas. Luz violeta del interior del auto que me mete el sopor en el alma. No hubiera imaginado un viaje tan placentero con este auto y mucho menos con este chofer. El gordo fuma, cigarrillo tras cigarrillo. No volvió a preguntarme si me molestaba, seguramente supuso que, como le dije que no, podía fumarse una tabacalera completa. Llegará a la angina de pecho antes que a La Paternal. El olor es insoportable.
—¿Acá está bien? —me pregunta el gordo y no entiendo. Estamos frente al Obelisco.
—No entiendo.
—Me dijo 9 de Julio y Corrientes, ¿acá está bien?
—Sí, claro —digo.
—Son treinta pesos —dice el gordo, que me está robando al menos diez.
Estoy parado en el centro de la ciudad, frente al Obelisco y ni siquiera sé por qué. Exhalo. Cansado de esto y esto todavía no empezó. Esto es la muerte de mi padre. Si bien él se murió, al menos para mí la muerte todavía ni siquiera empieza. Hay muchas cosas por hacer y no puedo darme el lujo de perder el tiempo. Pienso un instante, quiero decir, necesito pensar un instante. Camino unas cuadras por Corrientes hasta La Giralda, entro y me siento en una de las mesas que dan a la ventana. El lugar está casi vacío. El mozo viene y le pido un café. Es el lugar perfecto y la bebida perfecta para pensar. Las petacas de whisky en la vitrina. Lo mejor para pensar no es el café. Derrumbe de puentes. No sé por dónde empezar a reconstruirlos. Los días por venir. Es agobiante. Reconozco el enojo. Estoy enojado con mi padre porque se salió del juego solo, sin avisar. Tal vez de haber tenido un poco más de tiempo, de habernos quedado algunas noches de verano en silencio, en el fresco de la terraza de mi casa nueva. No sé. El silencio que a mí me interesa, ése sí que se daba siempre con mi padre. Un silencio particularmente profundo, un silencio que hacía que uno terminara conectado con un recuerdo, o con un sentimiento oculto que lograba salir expulsado a la superficie luego de encontrar el camino señalado por esa oscuridad de sonido.
Tomo el café. Siento una serenidad que no llego a entender del todo. Me asusta esta serenidad. Otra vez un cambio. Un arriba y abajo en un abrir y cerrar de ojos. Dejo el doble de lo que vale el café sobre la mesa y salgo. En la calle la noche se hace más y más inhabitable. Viento de invierno. Intemperie de gran ciudad. Camino con las manos libres. Generalmente llevo un bolso pequeño, una especie de bandolera de cuero en la que tengo libros, una libreta, unos lápices, goma de borrar, tarjetas, monedas y otras cosas que pueden ser útiles. Manías. Llevo un cortaplumas también. Un cortaúñas. Mi padre descansa ahora en el laboratorio de Traum. Ya habrán terminado de prepararlo. No voy a llegar para cuando empiece el velatorio. Le pedí a mi cuñado que no dejara a mi madre sola, ni a mi hermano, ni a mi hermana. Mi hermano menor sabe arreglárselas. Tiene buenos amigos. Seguro es al que más le va a afectar esta muerte. Mi padre fue otro padre para él. Mi padre fue otro padre para mi hermana. Por suerte. Me siento mejor por ellos. ¿Qué siento por mí? ¿Qué hago ahora con la empresa, con la vida que armé en torno a su aprobación? Mejor que empiece a pensar. Arreglármelas solo desde joven no me convirtió en un hombre sin miedos. Todo lo contrario, me convirtió en un mono enloquecido, en un animal que ataca cuando se siente acorralado. O incluso antes.
Tránsito. Viento. El ruido de un martillo mecánico que golpea pese a la hora que es. Deben ser las nueve de la noche. Tal vez trabaja a esta hora porque es mejor. Pero eso sería lo raro. En esta ciudad se trabaja cuando es peor. Cuando más molesta. Ciudad de mierda. En la estación Uruguay bajo al subterráneo. Del pozo sube un viento caliente y fétido. La gente hace cola frente a la ventanilla. Compro cinco viajes. No sé por qué compro más de un viaje, nunca llego a usarlos a todos antes de perderlos. Mi padre me decía que yo no le daba valor a las cosas. Que antes de que empezaran a hacerse viejas las rompía o las perdía o me las dejaba robar sin preocuparme en lo más mínimo por ellas. Creo que sigo igual, de nada me sirvió lo que mi padre me dijo, no me corregí, me afiancé en los defectos y ahora no me preocupan más.
Sonido de tren. Me siento. Casi todos los que suben se sientan. Mujeres paradas. Mujeres jóvenes. Ya no se les da el asiento a las mujeres jóvenes, uno no sabe cómo pueden reaccionar. Sube un tipo con una nena de seis o siete años en brazos. El tipo es enorme, veinticinco años, vestido a la manera en que se visten los que viven en Palermo, como un modelo, como un boludo que hubiera ganado un concurso de Cinzano. Seguramente es publicitario. Olor a perfume que apesta. Perfume caro, que apesta igual. Publicitario. La profesión más detestable después de político. Lleva a su hija en brazos aunque su hija lo podría llevar en brazos a él. Lentes enormes de sol él y ella. Ella es una pichoncita de él. Una mujer se levanta y le da el asiento. Yo estoy sentado enfrente, el tipo me mira.
—Tendría que haber sido un hombre —dice.
El único hombre que está cerca soy yo. El grandote me acaba de rebajar a la categoría de sorete. Me dan una revista por dos pesos. Hecho en Buenos Aires. Leo. Mejor que no levante la vista. Yo soy lento para reaccionar, le hubiera dado el asiento pero no llegué a reaccionar. Le serviría un trago con aceituna y paragüitas en una playa del Caribe, señor, por favor no me mire así. No soy capaz de levantar la vista. La levanto porque tampoco soy capaz de mantenerla baja tanto tiempo. El tipo me mira, le sostengo la mirada. Podría doblarle los dedos si llegara hasta donde tiene los dedos. Sus rodillas son demasiado altas para mí. Podría patearle a la hija y salir corriendo. ¿Qué haría él? ¿Atendería a su hija o iría tras de mí? Creo que iría tras de mí, su hija pateada ya no sería su hija.
—¿Te conozco de algún lugar? —me dice Brad Pitt y yo me ruborizo. Me hago el boludo. Necesito los documentos, dinero, el enterrador me espera. Este tipo la debe enterrar seguido. Las mujeres se mueren por tipos como él. Detesto a las mujeres que dicen «es un bombón». A veces no puedo con lo que es la vida. Mi padre se peleaba hasta con tipos que tenían el doble de su tamaño, yo antes también. Ahora me siento un poco viejo, un poco desanimado, un poco cobarde. Bajo una estación antes para evitar tener que contestarle a Brad Pitt.
Qué ciudad tan cómoda para vivir, uno no para de encontrar amigos, de sentirse comprendido. La paz reina en mi ciudad. Llena de teatros, cines y espectáculos sensibles para personas sensibles. Salgo del subte y entro en la heladera. Toda mi vida supe que mi angustia tenía un origen económico, que me angustiaba por no tener, y si tenía también, porque en pocos días no iba a tener. Contaba cada centavo que gastaba, cien veces por día contaba mis reservas. Si pagaba alguna factura, después de guardar el vuelto en la caja de chapa donde escondía mi tesoro, contaba el dinero otra vez. Muchas veces no hubiera hecho falta contar. Los billetes eran tan escasos que a simple vista uno podía hacer un balance completo. Cuando la angustia por el dinero me superaba, hacía algo que nunca entendí bien por qué lo hacía. Me lo gastaba todo en alcohol, o con una mujer de la calle. Era como si quisiera apurar lo inevitable. Ahora, cuando escribo y releo esto que escribo, también vivo con poco, sólo que ya no está la compulsión, sólo es una cita que ha sido elegida y no se me impone. Pero en aquel ahora de la muerte de mi padre, cuando camino por el frío de la calle pensando en el tipo del subte, me sobra el dinero y la angustia económica igual está ahí, en el mismo lugar, carcomiéndome la existencia.
Camino por Dorrego hasta el costado del cementerio de la Chacarita. Paredón y después, paredón. Putas de cinco pesos, travestis de dos que me ofrecen una chupada contra un árbol o adentro, en alguna de las tumbas. Ellos tienen el acceso libre, se la sacuden a los cuidadores y los dejan pasar para que laburen entre los muertos. Nadie te puede joder ahí, debe ser el único lugar donde nadie te puede joder. Sonrisa en la cara. Soy gentil con las putas y con los travestis. Casas a los costados. Un Mercedes me interrumpe el paso al salir del garaje de su casa. La que acompaña al que maneja me mira un instante con desolación. Como voy caminando soy negro, y si soy negro soy chorro. Estos barrios fueron obreros pero ahora están de moda. Viven turistas, políticos, artistas, la crema de la crema. Musiquitos que vienen a estudiar desde el interior y que odian a sus padres gendarmes excepto a la hora de contar los billetes que reciben por el alquiler de las picanas. Bailarines de tango que empezaron de grandes, gente de teatro vocacional, poetas que titulan sus libros de edición de autor como «Poemario I», «Poemario II», Poemario la concha de tu madre. Como si hubieran llegado del futuro y escribieran copiando desde los cuarenta y siete tomos de sus obras completas. Gusanos. Verdaderos ególatras que lo único que hacen de verdad son fiestas para chuparse los genitales los unos a los otros, o para descubrir sus defectos de carácter adorando la imagen china de un Buda gordo o de un Buda flaco según sea gorda o flaca la guía espiritual. La gente sin alma no debería tener guía espiritual. Debería tener penes enormes de cemento para sentarse arriba, enterrarse lanzallamas encendidos por el culo, meterse serpientes vivas por la boca. Los peores son los payasos, son de poliéster y se llaman clown.
¿De dónde saco tanto odio? Laguna enorme en mi cabeza. El Mercedes me pisa un pie. Me caigo. Grito. El tipo frena. Le pateo la puerta desde el piso. Un travesti corre hacia mí, preocupado. El tipo del Mercedes acelera y se va a toda marcha.
—¿Estás bien, papá? —dice el travesti con voz femenina.
—Sí, papá, estoy bien.
El travesti, ofendido, se da media vuelta y se va meneando sus caderas de camionero. ¿Por qué me fijo tanto en los demás? ¿Por qué me importa un carajo todo? No me gusta lo que soy. Estoy tan triste ahora. Y me duele la pierna. Rengueo. Vine a buscar los documentos y la chequera. Eso: vine a buscar los documentos y la chequera. Tengo que repetirme las cosas. Tengo que repetirme que tengo que repetirme las cosas. Me emborracharía. Me volaría la cabeza tan sólo para sacarle a mi padre el protagonismo de la muerte. Aunque creo que nada harían con mi cuerpo hasta deshacerse del cuerpo de él. Cuando estuve internado mi madre no vino a verme. Mi padre no supo nada. Mi padre nunca habló de adicciones ni de alcohol. Mi hermano y yo tratábamos de no tomar y él hablaba tranquilamente de lo bueno o malo que estaba el vino o el vermú. No se daba cuenta. Debió haberse dado cuenta. Era al fin y al cabo el padre de nosotros dos, no éramos nosotros su padre. Debió prestar más atención.
Cruzo la vía y doblo en Warnes. El olor de las parrillas esquineras, la luz tenue de las casas modestas de La Paternal. Vine a vivir a este barrio por lo parecido que es al Dock Sud. Por eso lo elegí. La primera vez aterricé no sé por qué razón en el hotel París. Uno que aún está a dos cuadras de mi casa. Me juntaba a tomar cerveza con los bolivianos en el lobby. Porque tiene lobby, no era una pensión. No es una pensión. Es un hotel estrella negativa. Creo que menos dos estrellas. A menos que haya bajado alguna en estos años. Tuve culebrilla y tuve picadura de pulgas con ataque de alergia. En las axilas y en las bolas, que me quedaron rojas e hinchadas como dos tomates que acaban de ser hervidos para sacarles la piel. Así me quedaron, quiero decir que sin piel también.
Entro en mi casa. Los gatos, que son dos, se me vienen encima. Olor a gato en toda la casa. Quedaron encerrados lejos de las piedritas sanitarias. Mearon y cagaron en algún lado. Me enfurezco. En estos momentos es cuando pierdo la razón, pienso que los gatos tienen que razonar y esperarme o pienso que tienen un esfínter infinito o no sé qué pienso, pero en vez de limpiar la casa le prendería fuego. Conmigo adentro.
Busco un balde, lo lleno de agua, un buen chorro de lavandina. Me salpico los pantalones. Enciendo más luces y me miro. Las manchitas blancas no tardan en aparecer. Baldeo pero sigue el olor. ¿Adónde mierda está la mierda? Puede ser en cualquier lugar. Cualquier lugar no, los gatos prefieren que su pis y su caca no se deslicen por el piso, que queden contenidos por algo. Para eso sí tienen cabeza los muy hijos de puta. No se ensucian ni de casualidad. Si algo me gustaría ser es un gato. Pero un gato grande, tener el poder de matar gente de un zarpazo.
Enciendo el equipo de música, subo a la habitación y abro una de las valijas medianas. Meto todo lo que se me ocurre en cinco minutos. Hendrix. Bajo la escalera y subo el volumen. No puedo escuchar a Hendrix, me parece imposible para mí. Ninguna persona blanca debería escuchar a Hendrix. Él toca para negros. O mejor dicho, lo que él toca es un mensaje de negro a negros. No me gusta ser blanco. Tampoco me gustaría ser negro. Encuentro la mierda en un estante bajo de la biblioteca, arriba de un fascículo de Pinacoteca de los Genios, sobre la Venus de Botticelli. Gatos finos mis gatos.
Son las diez de la noche. Voy a mi estudio y tomo los documentos, tres tarjetas de crédito, la chequera y todo el efectivo que encuentro en el cajón. Ojalá algún día deje de preocuparme por el dinero. Llamo por teléfono y hablo con mi cuñado. Todo está bien, me dice. Llegó Cristian, mi hijo mayor, el del primer matrimonio, de diez años. Esperan a Bruno, mi hijo menor, y a mis sobrinos. Mi hermana está preparando la cena para todos. Van a pasar estos días en casa de mis padres, mi hermana lo habrá dispuesto así y habrá hablado con la madre de Cristian. Si se lo hubiera propuesto yo, me sacaba a los tiros o me denunciaba en Minoridad y Familia. Entre ellas se llevan bien. Dos hijos, dos madres. Parece regla de tres simple. Nada más complicado.
Todo está bien, no te preocupes, es lo último que escucho. Corto. Mi cuñado fue mi amigo antes de ser mi cuñado. Mi cuñado me pidió permiso para ser mi cuñado. Nunca le dije que lo valoro. Creo que nunca se lo voy a decir. Yo soy igual que mi padre. Estoy asustado. Lo siento en el cuerpo. Todo pasa, todo pasa. Me lo repito a cada rato. Soy tan sutil como una mariposa, tan insolente como un escorpión, tan insignificante como una estrella fugaz que atraviesa el cielo a pleno día. Malgasto mi vida en sostener no sé qué. Porque pido y tengo. Doy y vuelve. Siempre más: de más. Pero nada me alcanza, y ése es el verdadero infierno. Bruno, una vez, me dijo algo que de haberlo sabido antes me hubiera ahorrado años de psicoanálisis, miles de dólares en honorarios. No sé qué había pasado pero era una tarde feliz. Bruno y yo viajábamos en taxi para ir a buscar a Cristian. Teníamos plata como para tirar manteca al techo, íbamos de lo más cómodos y yo me había puesto pesado con el tema de los besos. Él ya había entrado en esa edad en la que los chicos se ponen reacios a darlos. Le di uno o dos, no recuerdo, y dejé pasar un rato. Entonces comencé a insistirle en que me diera otro beso. Él miraba para otro lado. Sonreía. Se lo veía contento y el juego no le molestaba pero me di cuenta de que su sonrisa incluía algo más que la expresión de su felicidad. La sonrisa guardaba un matiz de ironía, no sé si inconsciente del todo, aunque aparentemente imposible para la edad de Bruno. El auto se detuvo frente al edificio donde vivía Cristian. Le dije a Bruno que me esperara sentado, que iba a tocar el timbre y volvía. Cuando volví lo encontré revolviendo en mi cartera, entre papeles, buscando algo para dibujar. Le di lo que buscaba y, por rutina, o por no saber de qué manera vivir ese momento, insistí con el asunto del beso. Bruno me volvió a decir que no, entonces le prometí, le aseguré que lo necesitaba, que iba a ser el último. Levanté la mano y le di mi palabra. Entonces me lo dijo:
—No sirve de nada que te dé otro beso —dijo, y esperó un momento—: vos sos un barril sin fondo.
Abajo de las costillas
—Tu panza.
—¿Qué?
—Que me gusta.
—¿Qué cosa te gusta?
—Tu panza, toda la parte desde abajo de las costillas hasta los primeros pelitos.
—No seas ridículo, querés.
—Sí, soy.
—No, no seas.
—¿Te dije alguna vez que yo soy capaz de soportar cualquier cosa menos el desprecio de una mujer?
—No.
—¿Y te dije que otra de las pocas cosas que no puedo soportar es el amor verdadero de una mujer? Ni el amor ni el desprecio, ¿cómo se llama eso?
—Histeria.
—Creo que no hay histeria masculina.
—La acabás de inventar vos. O ponele falta de huevos para vivir, o ponele como quieras.
—Falta de huevos. Me gusta.
—¿Te gusta ser un cagón?
—Sí, me da cierta impunidad. El valiente no tiene por qué sentirse orgulloso de ser valiente. Nadie debería sentirse orgulloso de una cosa que le fue dada.
—¿Y a vos qué te fue dado?
—La locura.
—Y esos ojitos, cachorro, y esa pijita que me vuelve loca.
—A vos no te vuelve loca mi pija.
—Pero sí tus ojos. Y tus hijos.
—Cómo pueden volverte loca mis hijos si los viste una vez.
—Alcanza y sobra.
—¿Y Nair?
—Está bien, pero tampoco quiero hablar de ella ahora. Parecemos un matrimonio en vez de una puta y su cliente.
—Yo no dije que no quería hablar de mis hijos; y no somos nada más que una puta y su cliente.
—Somos amigos, ¿no, Gabriel? Vos sos mi amigo, quiero decir.
—Pensás que no podés ser amiga de nadie.
—Pienso que nadie quiere que yo sea su amiga, o me quieren cagar o me quieren coger.
—Yo hoy no tengo ganas de coger.
—Yo sí.
—Pero el que paga soy yo.
—Pero también sos un hombre, y como todo hombre un vanidoso de mierda. Te encanta que la puta acabe cuando te la cogés, y te encanta que ella te pida que la cojas.
—Me encanta, es verdad, vos me encantás, Andrea.
—Sos un sorete de tipo, ¿sabés?
—No sos nada original.
—¿Tenés hora, cachorrito de mi corazón?
—Todavía nos quedan dos horas y media.
—¿No ves que sos un engreído, un egocéntrico de mierda?
—No, no veo.
—Pensás que mido el tiempo en función de lo que me queda o no me queda con vos.
—Pensé que por algo me preguntabas la hora. Por qué va a ser, ¿a ver?
—Porque tengo que tomar las píldoras, mi amor.
—No entiendo.
—Tengo que hacer un llamado, boludo, decime la hora, cachorrito.
Luces rojas del telo. Olor a muerto. Acaso el mismo olor que deben estar sintiendo en el velorio. La valija que preparé en casa al lado de la cama. Las once y media de la noche en mi reloj. Voy a pedir un taxi desde acá. No creo que aún estén preguntando por mí. No voy a llegar tan tarde ni tan mal. Un rato con Andrea. Besarla en las tetas, besarla en la boca. Mujeres como Andrea, que me salvan la vida con cada respiración. Respirá, Andrea. Cuántas veces por día me salvará la vida Andrea. Respirame en la boca. Ella me mira y no debe entender. Está en la ducha, habla por el celular detrás de la mampara de vidrio. Asoma la cabeza y saca la lengua. Podría rezar el «Respirá Andrea». Inventar un mantra y rezarlo todos los días doce mil veces antes de irme a dormir.
Andrea vuelve. Me pregunta si tengo algo de dinero extra, le digo que sí, que cuánto necesita. Doscientos pesos para cocaína, y doscientos más para arreglar quedarse conmigo toda la noche. Le digo que toda la noche no puedo, que se acuerde de que están velando a mi padre, que puedo hasta las dos como mucho.
—Tengo que irme antes de que amanezca —le digo.
Ella me mira, se muerde el labio inferior como hace siempre que está drogada. Todavía no la vi aspirar, pero el simple hecho de que le estén trayendo la droga parece ponerla en el mismo lugar, endurecida por un efecto como de memoria muscular. Me mira, me mira y me mira. No tiene un registro exacto de mí. Le gusto pero le doy miedo.
Andrea en la cama y yo en la cama. Los ojos de la mujer. Somos la pareja perfecta, la desolación perfecta de la patria mía del sol nacida que me ha dado Dios. Esperamos. Enciendo el televisor. Película porno. Un negro enorme con el pene enorme se la mete a una negra enorme con la concha enorme. No nos calentamos, no nos reímos, no nos da repugnancia, no nos da tristeza, no nos da ganas de vomitar ni de coger ni de masturbarnos ni de nada.
—¿Qué es lo que hacemos acá, Andrea?
—Esperamos al puntero, o al menos yo espero al puntero. Vos gastás guita en una puta que nunca te cogés.
—Antes de que te drogues me gustaría besarte.
—Dale.
—No, no me refiero a eso. Besarte como si fuéramos novios, penetrarte mirándote a los ojos. Andrea, no soy tan malo como los demás piensan.
—No sos nada malo, cachorrito, aunque vos pienses lo contrario.
—Necesito llorar por mi padre, se está yendo. ¿Hay otra vida, Andrea? Decime que hay.
—Hay.
—Decime que te ame.
—Haceme el amor, amor.
—No sé.
—Dale, amor. Quiero perder mi virginidad con vos, ahora, hacémelo, por favor. No te detengas si me duele, no te frenes ni aunque después te lo pida. ¿Sabés que eso se lo dijo Susana Giménez a Monzón en La Mary?
—No.
—¿Y sabés que Monzón tenía la pija de un burro?
—No.
El negro de la tele es un tren a toda marcha, a punto de descarrilar. Andrea desnuda bajo las sábanas de la suite principal de un telo de Flores. Yo, sobrio, sin erección, me subo sobre Andrea. Es hermosa. Sus tetas. Le pido que se dé vuelta, y me subo sobre su culo. Lo acaricio torpemente. Andrea me dice que no es un perro, no ella, su culo es el que no es un perro.
—¿Yo que soy, Andrea?
—Vos sí que sos un perro, perrito. Dame vuelta, metémela, perrito.
Andrea dice esto y ella misma me da vuelta. Baja con su boca hasta llegar a mi miembro que está debilitado por la culpa, la vergüenza, el odio. Mi miembro en silencio. Andrea con la boca llena de goma blanda, en silencio también. La goma y Andrea. La dejo un momento. No quiero sentir repulsión, me meto a jugar con estas cosas y no me da el cuero. Se la chupa a todo el mundo que le paga. Menosprecia a los que tienen poco para pagar, a los bolivianos, a los paraguayos. Ella nació en San Isidro, pero qué diferencia hay entre Andrea, puta de San Isidro, y cualquier puta que ande por ahí. El hecho de que haya nacido en San Isidro en el fondo me pone contento, que se arrastre por los cogederos me pone contento. Andate a la mierda. Andate de la vida de todos los que te conocieron, morite reventada, desangrate como vos te desangrás ahora con cada chupada sin amor, aunque no sé si no hay amor en lo que estás haciendo. ¿Cómo puedo juzgarte? ¿Con qué autoridad? ¿Tan duro soy que no me ablando? ¿Tan necio soy que no veo nada?
La tomo del pelo y la saco de entre mis piernas. Andrea levanta la cabeza, suspira, la trompa empapada de saliva, la cara desorbitada, la necesidad categórica de ser penetrada ahora. De acabar con la farsa que yo intento imponerle aunque juegue a creer que no me lo propongo. ¿Qué es lo que finjo no saber de mí? ¿Qué es lo que niego con el alma? Tanta basura a mi alrededor, tanta que generé, tanta que me regalaron nomás me hicieron respirar el aire de esta ciudad, de este país, de este mundo que debería autoenterrarse, aprovechar que existe Traum y que nos haría precio por cantidad para meternos a todos en el hoyo gusanero.
—Basta, basta —digo.
Andrea me mira, la cara de puta más puta que yo haya visto en mi vida.
—Dejame seguir.
—No.
Timbre de servicio. La merca de Andrea y un paquete un poco más grande.
—Dame la plata, cachorrito.
Le doy cuatrocientos pesos. Tengo más en el bolsillo. Otros dos mil en la valija. Cheques, tarjetas, barcos, aviones, tigres de Bengala. Gasto más de mil pesos por día mientras en mi barrio mis amigos se mueren de hambre, o comen papas. Ellos y sus hijos se alimentan básicamente de papa hervida. ¿Pero qué puede eso importarme a mí? No es tu culpa, querido, no lo es, que se mueran por drogones, que se mueran por borrachos. Y aunque yo sea un borracho también, y tal vez el peor de todos, hoy tengo con qué bancármela, compañía de seguros a la cual estafar de vez en cuando, putas finas como Andrea a las que las riego en billetes de cien y apenas dejo que me toquen. Estoy tan arriba como un hombre de mi condición puede llegar. Estoy en el ciento por ciento del potencial Gabriel Reyes, no hay más.
—Vos deberías escribir un libro, cachorrito —me dice Andrea y se arma una raya como la del lateral del Maracaná.
Pienso que se va a morir de algo ahora mismo. Abro la heladerita y saco una botella de Coca-Cola. La destapo. Ella nariguetea, los ojos brillantes porque los cristales le acaban de destrozar la nariz.
—¿Cuánto hace que no tomás? —me pregunta.
No me deja contestar y vuelve a buscar lo mío. Se lo mete en la boca pero lo mío sigue flácido. Andrea protesta y chupa. La aparto.
—Me voy —le digo—, pedime un taxi.
Andrea me putea. Levanta el auricular de servicio y habla con alguien. Cinco, diez, quince, veinte minutos aspirando. Yo la miro. Golpean la puerta. Es el pibe de seguridad que me dice que ya está el taxi. Andrea lo llama. El tipo de uniforme de su empresa Bull Dog, o algo así, va hacia ella. Ella le baja la cremallera del pantalón. Al tipo se le escapa algo así como el obelisco, sólo que un poco más grande. Ella empieza a chupar. Yo miro. Es una hija de puta.
—Sos una hija de puta —le digo.
Ella me hace fuck you sin dejar de chupar. Levanto mis cosas y bajo. Se cierra la puerta. Pagué para que otro se la coja, pago para todo, hasta para sufrir. Salgo del hotel.
El taxi. Me subo y le digo al conductor que voy al Viaducto. El conductor empieza a manejar. Yo inclino la cabeza sobre la valija y me quedo entredormido.
Bajo un poco la ventanilla. Le pregunto al conductor si le molesta que me saque los zapatos y estire las piernas. Me dice que no.
—Si me quedo dormido, despiérteme en Mitre al 2500.
—No se preocupe, muchacho —dice el conductor que, en este momento lo veo, tiene anteojos, barba y más de setenta años.
Maneja inclinado hacia adelante como si no le diera la vista. Mueve mucho la palanca de cambios para pasar de una marcha a la otra. Parece como si todo le costara el doble que a una persona común.
—Duerma y no se preocupe, muchacho —repite.
Las luces de la ciudad miradas desde abajo. La avenida Directorio. Los ojos que se cierran. La luna, diminuta, amplificada por el parabrisas trasero del auto. El conductor enciende la calefacción y yo bostezo. Fui a buscar sentirme mal y me siento mal y no aguanto sentirme mal. Así soy yo, así me hizo mi padre. Necesito que todo me cueste el doble. Andrea tiene razón, debería escribir un libro. O un guión de televisión. Algo así como «La historia absurda en siete actos de un alcohólico en recuperación». Sé que es siempre una estupidez: un alcohólico siempre termina tomando.
—Duerma, muchacho, duerma —escucho la voz como venida de otro mundo, y la calefacción me cae pesada, placentera, y pienso en Andrea. Dulce luz de mis ojos ocultos.
No escrito nunca. Una de las posibles películas de cowboys que anteceden a la declinación
Uno
Yo, un alcohólico en recuperación, digo: «Dios, concédeme serenidad para aceptar las cosas». Dudo, acabo de omitir un detalle de la oración. Me corrijo: «Las cosas que no puedo cambiar».
Intento que mis palabras sean un rezo, pero no. No puedo rezar, no me sale. Entonces lo digo y después lo escribo, en una máquina de escribir. Porque me lo aconsejaron: «Si no podés rezar, decilo en voz bien alta y después escribilo». Y lo digo en voz bien alta y después lo escribo. Cinco veces lo digo. Cinco veces lo escribo.
Tengo la boca seca y se me traban las palabras. Parezco borracho. Si alguien me escuchara creería que me agarré un pedo de tipo eclesiástico, pero justamente no: no estoy borracho. Hace un año y once días que no tomo ni una gota. Ni siquiera uso perfume, ni como manzanas verdes por miedo a que se me fermenten en el estómago. Nada, ni el vaporcito que sale de la cáscara de la mandarina cuando se la aprieta de la manera adecuada.
Dos
Yo, un alcohólico en recuperación, escribo: «Yo soy alcohólico». Y sé que para escribir eso no hace falta nada más que apretar dieciséis teclas; sí, dieciséis, digo, porque no me olvidé del acento y eso garantiza mi sobriedad. Pero lo que no garantiza es que dentro de cinco minutos vaya a mandar todo a la reputísima madre que lo parió. Y bueno, la mano viene así: estoy solo en mi casa y tengo una tremenda botella de Maker’s Mark arriba del escritorio, tan cerca que mientras escribo la puedo tocar. De hecho tecleé «la puedo tocar» con los dedos de una sola mano mientras que con la otra la tocaba.
¿Qué? ¿Que qué hace una botella de bourbon en manos de un alcohólico que intenta recuperarse? Nadie sabe. O sea, estoy solo: yo no sé. Lo cierto es que me sentía tan a gusto que se me ocurrió vaciar de cosas inútiles el viejo lavarropas para fabricar un macetero. Sacar la paleta que viene y que va, darle una manito de pintura epoxi blanca, agregarle tierra y plantar algunos helechos. Algo sencillo. Y lo vacié, y entonces ahí estaba, en el mismísimo fondo, como corresponde, nuevita, de la bodega más artesanal del mundo: tres cuartos de lo mejor de lo mejor, o sea, de lo peor de lo peor.
Tres
Yo, un alcohólico en recuperación, escribo: «Dios, concédeme un destapador para destapar la botella que me voy a tomar, abundante enfermedad para tomarla en menos de una hora y pelotas suficientes para tirarme por el balcón».
En este punto es que me pongo exageradamente sarcástico, o lo que es mucho peor, exageradamente autocompasivo. Pero eso importa poco, si ya todos me conocen. Soy el que divierte a todo el mundo desde Corrientes y Callao hasta el Bajo. Bar por bar me conocen. Soy el que puede ganarse a una mujer sensible que nunca haya tomado en la vida y que por mí se baña en grapa a cambio de un beso, promesas de amor eterno, esas cosas (si será ingenua la mujer sensible argentina). Después ella saca un porrito y yo, que ya soy algo más parecido a un él, le fumo todo lo que traiga y me meto en cualquier villa y con dinero de ella, por supuesto, compro anfetaminas, merca, sal, lo que sea y lo que haya, y me lo tomo todo, todo junto, hasta perder el sentido.
En cuanto me recupero vuelvo a la ronda del café. Imagino cosas y las cuento como si fueran verdad. Algunos me creen, otros no. Digo que mi madre fue la amante de un viejo dueño de una inmobiliaria, se dedicó durante un tiempo a cogerse al viejo y a tratar de sacarle algún esperma que todavía estuviera vivo. Que lo regó de ginseng rojo, frutas secas y mariscos crudos, y le sopló la manguera hasta darle vuelta los ojos como a una tragamonedas. Por fin, porque el que busca encuentra, quedó embarazada y le sacó la mitad de la empresa a la pobre momia que resultó ser el padre mío (el padre de él).
Como su madre tomó y fumó durante todo el embarazo, tiene para agradecerle, aparte de la vida, el asma y el alcoholismo. A los doce años conoció lo que era un arma semiautomática y la posibilidad de éxito que ella otorgaba si era usada adecuadamente y en lo posible con saña. También supo lo que era la muerte. Verdad, mentira. Mentira, verdad. Se mezclan las cosas, él mezcla las cosas en mi cabeza y logra hacerme no sentir.
Una roca oscura, algo así como un bloque de asfalto negro con algunos destellos de luz es el recuerdo que tengo de mi adolescencia. No yo, él: el personaje Él. Dos matrimonios. La primera mujer lo abandonó y ni siquiera recuerda por qué; la segunda mujer sí (sí que se acuerda): no resistió tanta locura, y cuando él llevaba vendidas hasta las canillas de los baños lo mandó a la cárcel. Caseros, con vista al Parquecito. Menos de un año, pero no hay que apenarse porque la pasé bien. Fui el sirviente de la guardia y día tras día doné mis habilidades para estafar con tarjetas de crédito y así no me mandaran al pabellón de los sidosos. El canje de la condena por servicio comunitario me sacó de ese infierno y me metió en el siguiente: ocho horas por semana en el Hospital Álvarez: «Al Servicio de la Comunidad». Limpiar los baños de los ancianos internados, sin máscara y sin guantes, usando agua con lavandina y su propio vómito como artículos de limpieza.
Una noche quemó a un mozo de Pipo porque le trajo tuco y pesto en vez de pesto solo. (Ése fue él). «¿No era tuco y pesto?», le había dicho el mozo. Era borrarte la cara de pajero que ponés cuando las minas van al baño y pasan al lado tuyo. Y ahí nomás los fideos en la jeta. Otra vez la comisaría, otra vez problemas con la justicia. Y es que siempre tomé mucho, pero en los grupos de recuperación aprendí algunas cosas para sobrepasar los malos tragos.
¿Malos tragos, dije? Ahora mismo debería llamar a un compañero que tenga algunos años de sobriedad, decirle que venga y me saque de enfrente esta maravillosa ocurrencia que alguien tuvo para con el maíz.
Cuatro
Yo, un alcohólico en recuperación, trato de no ser un tramposo. Digo: «Dios, concédeme». Escribo: «Concedeme, Dios». Después tecleo cuatro equis sobre la palabra «Dios» y me propongo olvidarme de la botella por mi cuenta, escribiendo lo que siento, lo que verdaderamente me pasa por la cabeza.
Lo intento, y una y otra vez escribo todo. Mi propia realidad, idea por idea: las pocas ideas que se me ocurren. La verdad. Escribo sobre el dolor. Sobre la esclavitud. Sobre ese rodeo antes de beber, un acto que es más miserable que el acto mismo de bajarse la botella. El amague, la lenta aceptación de la derrota. La espina instalada en el corazón desde el principio de los tiempos. La idea fija desde que vi la botella ahí, en el fondo del viejo lavarropas, la idea de que ahora sólo tengo que completar con acciones fortuitas, cotidianas, el espacio intermedio entre este instante y el momento de comenzar a vaciarla. El alma. Escribo con el alma. «No son mentiras», digo, mientras escribo. Y no lo son.
Dejo la máquina y me cambio de ropa. Llamo por teléfono a una mujer: mi mujer. Y si ahora pudiera frenar estaría a salvo. Porque yo no tengo mujer. Es él que ahora se inventó que tiene mujer y que ella hace yoga en un gimnasio, de seis a siete y media. Y que ella es cantante y que ensaya con un trío de jazz. «Ella es cantante», le dice él al que tiene al lado. Es a mí a quien tiene al lado. Pero a mi lado no hay nadie.
El primer pensamiento parece que puede salvarlo, ir y esperar a la salida del gimnasio a esa mujer inventada, aunque ella le dirá que no es gimnasio porque el yoga no es una gimnasia y que no sabe qué mierda es pero es mejor que la gimnasia. Pero él le pedirá disculpas, y después de las disculpas le dirá algunas cosas cordiales, le dirá que la ama. ¿A quién? A la mujer. Ah.
El segundo pensamiento lo hace dudar de su mujer. Sutilmente se le instala la idea de un amigo, un compañero de yoga (¿se dirá yóguin?) que la alcanza siempre al ensayo, nada malo pero algo secreto, un café, algo que por alguna razón ella le oculta. La idea lo paraliza, su mujer inventada lo engaña y (acá se ve bien claro que por más tragedia que uno pinte, el acto de tomar es un acto casual, liviano, sin importancia, sin riesgos, y debería ser permitido para toda la familia) toma. Toma. Es el primer trago de una botella que Dios sabe cómo y cuándo fue que pasó del estado de cerrada al estado de abierta. El primer trago significa que bebe del pico hasta que la garganta se le quiebra, hasta que parece que la muerte va a evitar que tome el segundo trago, y entonces, ahí, para. No vaya a ser cosa que.
Cinco
Él, un alcohólico que ha perdido otra vez, grita: «¡Hija de puta, puta de mierda, eso es lo que hacés, me decís que ensayás y te hacés coger por esos pelotudos!».
Sale a la calle (antes le dijo al que tiene al lado «vos te quedás acá». A mí me lo dijo: a mí me tiene al lado). Se da cuenta de que no envolvió la botella, donde vive pasa mucha gente, no le importa que lo miren. Sube al auto, lo pone en marcha y arranca. Seis cuadras. Frena de golpe en un semáforo y le da un trago bien largo a la botella. Es un imbécil, tomar así un Maker’s, debería disfrutarlo. Toma un trago corto y saborea la bebida, tiene los labios y el paladar dormidos, y entonces le da otro trago de garganta, sin que el bourbon pase por el paladar, y que todo se vaya a la mierda.
En el asiento del acompañante un cuchillo de cocina. ¿Qué carajo hace ahí un cuchillo de cocina? Hace mil años que nadie lo invita a ningún lugar, mucho menos a un asado. Sí, los voy a agujerear a todos, piensa, uno por uno, siente que tiene razón: la razón.
Al bajista, que siempre le mira el culo y que seguramente se la está metiendo por ahí y que mientras empuja sonríe pensando en la cara de cornudo de él, se lo va a clavar en las pelotas y después va a tirar fuerte para arriba hasta que vea que su cuerpo se desprende y que solamente las pelotas quedaron colgando del culo de ella, y antes de que el tipo se vaya al infierno para siempre, le va a hacer tragar el contrabajo. Después al baterista. Sí. Al baterista. El que una vez le preguntó a él si se divertía con la boca tamaño doble de ella, y él le retorció los dedos hasta que lo dejó babeando, la cara contra el piso y pidiendo por favor. «Me vas a quebrar los dedos», le dijo el baterista, y le dio la idea y le quebró dos dedos.
Piensa en el baterista y toma otro trago, seguramente ella se la estará chupando, con esa boca. Vuelve a la realidad, otro trago, y otro, y sigue. A ése se la aplasto a botellazos, piensa, y después se la doy como un puré. Le encajo todos los cuerpos de la batería por la cabeza. Y me dedico al pianista, con esos lentes de pelotudo y esa carita de intelectual, hijo de puta, ése debe querer vaciarle los huevos entre las piernas, ése quiere que ella lo quiera y sería capaz de hacerle un hijo con tal de conseguir algo, a ése me lo reservo, piensa, le voy a meter tecla por tecla en el culo y cuando termine con las ochenta y ocho boludas teclas de su boludo piano le voy a pedir que se tire un pedo en do sostenido menor y si desafina le encajo cinco mil puñaladas en cada dedo y cinco mil más en cada ojo y después le meto su propia pija por el ombligo hasta sacársela por la espalda.
Y a ella. Traidora. ¡Qué hacer con la traición! Qué es lo que un fundamentalista como él haría con la traición. ¿Cuál es el dolor que habría que hacerles padecer a los traidores?
Seis
Él, un borracho de mierda, cada vez más borracho, cada vez más de mierda, pasa un semáforo en rojo. Siente el silbato de un policía y vuelve un poco a la realidad. Frena.
—Pasó en rojo —le dice el policía inclinado sobre la ventanilla.
Él sigue con la botella en la mano, mirando el volante, transpira.
—¿Usted está tomando? —le pregunta el muy pelotudo.
Él calcula noquearlo, no pasan muchos autos por ese lado de la avenida y no hay mucho riesgo de que el policía sea pisado. Está desprevenido y ofreciéndole a pleno el mentón, que no parece muy duro. Si le da recto y ascendente se despierta dentro de media hora, después de que él termine con los asesinatos.
—Bájese del auto, por favor.
Hay que pensar. Piensa. A mil. No tiene documentos, ni propios ni del auto, no tiene dinero, salió así nomás. Está listo, está en cana y con antecedentes. Piensa: la tarjeta del comisario peronista. Un gordo que se hacía coger por los punteros bolivianos apuntándoles con la reglamentaria a uno de los chicos de la familia.
La tiene que tener en la guantera. Busca. El gordo se limpiaba el culo con un pañuelo y murmuraba «Negro de mierda». Después les confiscaba algo de merca. Ojalá que tenga la tarjeta en la guantera. Un tipo divino. La tiene en la guantera. Un puto divino y duro y peronista.
Baja del auto. Toma la medida del policía, diez centímetros más alto que él. Todos los tipos son diez centímetros más altos que él. Por eso perfeccionó el recto ascendente, caen como moscas; pero tienen que estar distraídos, el primer golpe es el que cuenta, y ahí a zapatearles un poco la cabeza. Después de un buen recto ascendente todos los tipos miden un metro y medio menos que él.
—Usted está borracho —le dice el policía.
—Y usted no sabe con quién está hablando —le contesta él con voz firme.
El policía duda un instante y le asegura que no pero que le gustaría saberlo. Él mete el cuerpo en el auto. Necesita un trago. Abre la guantera con lo que le queda de pulso y ve las tarjetas, son muchas, unidas por una banda elástica.
¿Por qué le habrá dado tantas? Te quiero, comisario peronista, piensa él, te quiero, Policía Federal Argentina. Saca todas las tarjetas y le entrega una al policía.
—Guardelá, agente, por cualquier cosa que pase —le dice.
El policía está más cerca de no creer, no tiene cara de boludo. Mira en sus manos todas las otras tarjetas, son oficiales con el escudo grabado en relieve y los pelitos de colores igual que los billetes, no se pueden hacer en cualquier lugar. El policía lo mira serio y le hace la venia, él toma conciencia de que está con la botella en la mano y que yendo a buscar las tarjetas se derramó whisky en el pantalón. Todo por esta puta. El policía le abre la puerta. «Continúe», le dice. Pone el auto en marcha y sale.
Siete
Él, un ser desesperado, mira por el retrovisor y ve a un policía que habla por radio. Dentro de una hora va a estar preso. Hace seis cuadras y dobla, falta poco para la sala de ensayo, falta poco para que confirme esos pensamientos. Para en un kiosco y compra ginebra, dos petacas de un cuarto y una botella de agua tónica de litro. Vacía media botella por la ventanilla y la completa con el contenido de las dos petacas, ahora sí, dice, ahora los mato a todos.
Diez cuadras más y estaciona en la puerta de una casa vieja con un enorme jardín en el frente. Piensa que la mierda que tocan siempre se escucha desde la calle. Pero no oye nada y entonces está seguro: los agarré, están cogiendo y ella debe estar muy contenta, atravesada por todos lados, como una mariposa en una hoja de papel, dejándose, puta de mierda es lo que piensa, puta de mierda repite una y otra vez mientras avanza hacia la casa, salta la reja oxidada, traspasa el jardín lleno de mata y pasto crecido, patea una puerta podrida por los años de abandono y se da cuenta de que hace tiempo ya que no hay ensayos, y que hace ya tiempo que no tiene mujer, ni real ni inventada, y sucede que el tenue quejido de su voz se mezcla con las bocinas, las sirenas y las frenadas de los patrulleros que seguramente quedarán por varios días grabadas en el asfalto.
Cangrejos mexicanos
Coronas y flores sobre pedestales de metal en la entrada. Saliva que no baja sola. Hay que empujarla. Gente en la vereda. Gente en el hall. Mucha gente o sólo brazos de gente que se estiran hacia mis brazos. Me tocan. Planta baja con dos porteros, uno a cada costado de la puerta como guardaespaldas. El pequeño hall que lleva al jardín de invierno. Calefacción perfecta, sonido tenue de violín, escalera. El edificio entero es de mi padre ahora. Él, que no tuvo mucho, ahora lo tiene todo. Subo y me detengo en el primer descanso. Respiro profundo dos veces y subo hasta el final. Otro hall. Entro. Un bar. La decoración es grecorromana. Pienso que en caso de que le fuera mal con los velorios, Traum podría convertir los cajones en jacuzzis y cobrar cien pesos como telo de lujo para enfermos mentales tipo Ozzy Osbourne.
Una mujer detrás de la barra del bar me saluda. A un costado, la sala principal. Me asomo. La luz difusa y fluorescente de un tubo que titila oculto tras la moldura de yeso en uno de los extremos. El efecto es molesto y da la impresión de que en cualquier momento vamos a quedarnos a oscuras. Vuelvo al bar. El encargado conversa con la azafata. Me acerco y le digo lo del tubo. El encargado es un chico de unos veinticinco años que vi en lo de Traum, la vez del laboratorio también lo vi, vestido de celeste, con barbijo, como un cirujano pero más relajado. Claro, el paciente ya estaba muerto de antes. Es delgado y alto. No cabe ninguna duda de su gusto sexual: hombres. Le debe dar asco embalsamar mujeres. Al fin y al cabo es meter y sacar. Traum me dijo que es el responsable de que todo salga bien durante el velatorio. Me lo dijo con esas palabras. Que todo salga bien va a ser un tanto difícil, que todo salga muerto es lo más probable. Entonces le digo lo del tubo y él se preocupa. Lógico, ¿cómo meter una cuadrilla de electricistas en medio de una llorada de muerto? Es un poco grosero. Le digo que es preferible que lo apague a que quede titilando de esa manera. Me muestro levemente irritado pero lo hago sólo para ponerlo nervioso. Para ver cómo mierda se las arregla para que esto vuelva a la perfección que exige Traum. Creo que él se da cuenta de que mis intenciones son venenosas. Es inteligente, pero lo que le pido es razonable y no puede ni siquiera permitirse el pensamiento de un reproche. Lo disfruto. Es muy bueno cuando uno puede esconder la crueldad y el abuso detrás de la razón, el goce es más profundo, no se paga casi ningún precio. Por lo menos no se paga un precio público, se lo paga en privado, si uno tiene la desgracia de ejercitar, aunque sea mínimamente, la conciencia.
El embalsamador homosexual viene con una escalera, se sube, sin perder ni un milímetro la línea, y hace girar el tubo para que se apague. El pozo de sombra que genera la falta de ese tubo es mucho más importante de lo que yo había calculado. El embalsamador homosexual se arrima hasta mí y murmura que va a tener que traer una lámpara de pie.
—Mejor —digo—. Si no va a parecer un velorio.
Pero él no se ríe, sabe que lo busco y no quiere que lo encuentre. De golpe, el odio que le tenía se disipa. Le pido que lo solucione como pueda, pero que lo solucione. Y se lo pido de verdad, pero mi sinceridad repentina no debe sonar verdadera. Desde el bar miro hacia la sala principal, miro la recepción de la planta baja. El embalsamador homosexual pone una lámpara de pie, cristal de opalina rojo. Queda muy bien. Busco a mi madre con la mirada. No la encuentro. Tal vez tomó más pastillas. Es probable que aún no se haya topado con el vértigo de enfrentarse a un futuro sin mi padre. Un futuro que a primera vista podría sonar muy alentador. Va a poder hacer las cosas que tanto postergó en su vida porque a mi padre no le gustaban: bailar, escribir, ir al teatro, tal vez hasta practicarlo. Mi padre creía que la mujer debía estar en la casa cuidando a sus hijos. Pero lo más probable es que mi madre busque un nuevo poste al cual encadenarse. La enfermedad es colectiva. Ella necesita al marido que acaba de perder, nosotros necesitamos al padre que acabamos de perder y nos necesitamos los unos a los otros. Como cangrejos mexicanos, no nos dejamos salir del balde en el que nos metieron. Con la excusa de ayudar, nos trepamos uno por encima del otro y lo único que logramos es que los que llegaron un poco más alto vuelvan a caer, vuelvan a compartir el fondo con nosotros.
Tanta inmundicia corre por el río de nuestras vidas que somos incapaces de ver lo que alguna vez hubo ahí de verdad. No queremos bucear, mucho menos abrir los ojos abajo de esta mierda. Nada estaría mal si tan sólo yo pudiera elegir, pero nunca elegí nada, ni estar parado acá, sobrio, abstinente y a punto de emborracharme.
Entro en la sala principal. Miro hacia la sala más pequeña. Provoco el silencio en algunas personas. Soy de los que hacen callar a los demás sólo por caminar entre ellos. El cajón. Sé que ahí está el cajón aunque aún no lo veo desde acá. No llego a verlo pero ya siento el cuerpo de mi padre entre blanco y gris. La piel dura pegada al hueso. Los labios oscurecidos en un tono de verde que anticipa al marrón que lo va a cubrir todo más tarde. Una nada en desintegración, una inercia deteniéndose, una tormenta de muerte, eso es mi padre ahora.
Hay mucha gente en la sala principal, nadie llora. Camino lento, con el orgullo ridículo de los capitanes de la industria. Soy mi propia vergüenza. Vestido como nunca me habría vestido: como le hubiera gustado a mi padre. Pantalones finísimos de tela italiana, saco de seda, camisa y corbata. Camino hacia donde hay un grupo de personas que me miran. Una de ellas me abraza, es un amigo de mi padre, un hombre afectuoso y sentimental que a esta hora ya huele a alcohol y a sudor de mal sueño. Es alguien que hace años no veo, alguien a quien recuerdo con cariño.
—¿Está todo bien? —pregunto a todos, o mejor dicho, a nadie en particular—. No quiero que les falte nada de comer ni de tomar.
Sonrío. Traum me ha vendido algo así como la fiesta inolvidable. Falta Peter Sellers, pero yo ya me voy a encargar de ser el payaso de la película. Los demás conversan. De golpe mi madre, sola, en la sala más pequeña, sentada al lado del cajón. Era ahí donde debí haberla buscado antes. La miro desde afuera. Ninguno de mis hermanos todavía. Alguien se acerca a mi madre. La toma del brazo. Ella llora, se abraza a un hombre que alguna vez vi. Camina con él y salen de la sala. Giro para que no me vean. No me ven, o eso parece. El aire está denso en este lugar, no tiene la perfección del aire del bar y contrasta brutalmente con el frío que hace afuera. La sala es enorme y termina en una puerta balcón que da al jardín de abajo. Me doy vuelta y camino hacia el bar. La azafata, así la llamó Traum. Pienso en ella. Tengo necesidad de ver a una mujer cualquiera, ajena a mi familia. Hablar con ella. Llego y la azafata habla con el embalsamador homosexual. O mejor dicho, es él el que habla con ella. La hostiga por algo, tal vez por la envidia de que ella es mujer y él no.
—¿Pasa algo malo? —pregunto.
La azafata trata de componerse del evidente mal trance que está pasando.
—Nada, señor Gabriel —me dice el embalsamador homosexual—, estaba dando unas instrucciones finales a la chica.
—Me gustaría que bajara la calefacción de la sala grande —digo—. ¿Será un problema?
—De ninguna manera, señor Gabriel —me dice el embalsamador homosexual—, enseguida se lo soluciono.
Me quedo solo con la azafata. La miro embutida en un uniforme celeste de algodón y raso, con una especie de viserita que sostiene su pelo amarillo, abundante. Es una mujer que podría excitar hasta a mi padre en este momento, me refiero a mi padre muerto. Se da vuelta. Tiene un culo notable. Le digo algunas palabras tranquilizadoras que tienen la única intención de abrir una brecha en nuestra confianza, de alimentar la remota posibilidad de meterla en la cama por un rato. O en la escalera, o en el balconcito terraza. La azafata me sonríe.
—Es un pesado —me dice.
—¿Yo?
—No, el marica.
—Debe ser la pareja de Traum.
—No, no, no diga eso del señor Traum —dice ella. Se ríe.
Usó la palabra marica de una manera que sólo una mujer dispuesta a vivir cualquier situación que se le cruce por el camino habría usado. Con un tono chispeante, una especie de tintinear de campanita en la locución de la sílaba y media «ica». Le sonrío y le muestro una petaca que acabo de sacar del bolsillo interno de mi saco.
—¿Querés que te la llene con whisky? —me pregunta, y el tuteo hace que tenga una erección propia de los vivos, una rigidez cadavérica en el miembro.
—Quiero que la llenes de Gancia; es para mi padre: una vieja costumbre italiana. A mí dame un Daniels doble.
Llena la petaca y me la da. Sirve el bourbon y me lo trago con la misma frialdad con que lo hacía cada mañana de mi vida. Como si este tiempo de no beber no hubiera significado nada. Me quema la garganta. Pido otro y me lo trago igual. Ya no soy el que era: la espinaca de Popeye el marino. Cuidate Olivia porque te cojo, cuidate Luisa Lane, cuidate Superman. Camino hasta la sala principal. Saludo levantando la mano. En mi casamiento había saludado igual, lo que siento es sólo la enajenación, no es nada de que preocuparse. Floto en el dulce alcohol. Morir y perder es una fiesta. Cuando mi primera mujer se separó legalmente de mí hizo una fiesta, después se casó y enseguida tuvo otro hijo con su nuevo muñeco. Antes de que el chico comenzara a pestañear por su cuenta, se volvió a separar legalmente. Nunca voy a entender ciertas cosas que hacemos las personas. Nuestros deseos de poseernos los unos a los otros. Nuestra búsqueda de la perfección en el otro.
Llego a la salita donde está el cadáver de mi padre. Mi madre sentada le toca la frente. Apoyo la mano en el hombro de ella y miro el cuerpo horizontal. Tiene más o menos los mismos átomos que hace unos días atrás. También, en este momento, le está creciendo el pelo. Miro el cajón y la sangre me sube quemándome la cara, dejándome los brazos vacíos, caídos. Yo estoy tan muerto de miedo como mi padre de vida. No quería tomar, padre, lo último que hubiera querido es tomar, es dejar que ese cielo del odio vuelva a derramar la misma lluvia de odio sobre mí.
El cuento de la bruja I
Vuelvo a la casa de mis padres caminando. Quedé en pasar a ver a mis hijos, en ayudarla a Julia. Sergio me preguntó si quería que me devolviera el auto. Le dije que no. Salí del velatorio, caminé por Agüero y doblé en Magán hacia el lado de Belgrano. Ahora faltan cuatro cuadras. Las calles, oscuras como siempre. El barrio, lejos de haber progresado, se oxida. La ruina de aquellas ruinas en las cuales me crié.
Me falta todo, el hambre de existir, las ganas de que algo dure para siempre. Camino y pienso en mi infancia. Ahora que escribo pienso en mi infancia: el único tiempo en el que viví según mis valores, sin sentir ningún orgullo, sin jactarme de tenerlos. Pienso, también ahora que escribo, en todo lo que ponía en las cosas que hacía. Vivía como si fuera la última vez: la única vez. Hablo de cansarme casi hasta el desmayo, de tomar agua helada hasta hacerle fondo blanco a la botella, hasta romper la garganta irrompible y volver a la vida lleno, una y otra y otra vez.
Y en esta noche de muertos camino sin la abstinencia que tanto me había costado conseguir, que había cuidado desconectándome de todo menos del trabajo. Tres internaciones, días y días de vivir rodeado de alcohólicos. A veces sin poder levantarme de la cama. Pastillas para levantarme y después el insomnio. Pastillas para dormir y después imposible levantarme. A pasos del cadáver de mi padre, como si no hubiera sido nada, me había tomado un cuarto de botella de bourbon en cinco tragos.
Sé que siempre se vuelve a tomar, cada vez que muere alguien yo vuelvo a tomar.
Faltan dos noches porque esta noche en la que camino recién empieza. ¿Dónde estará Roxana en este momento? En la cama de quién es lo que pienso. Ella dice que soy injusto, que sólo me engañó dos veces y que por eso no puedo pensar siempre así de ella. Que lo hizo porque estaba lejos, porque estaba triste. Y yo digo que está bien. Sólo dos veces. Tristeza y ausencia. Está bien, Roxana, está bien. Pero dice que me siente lejos, que ya no es lo mismo cuando hacemos el amor. Y no es lo mismo: no puedo hacer nada al respecto. Pienso que se va a entristecer otra vez, y va a abrirle las piernas al primero que la consuele. Estoy vacío, Roxana, tristeza y ausencia yo también. Busco algo cercano al dolor, a la angustia. No hay nada en ningún lugar, y sin embargo, lo sé, yo soy el amor puro.
La amargura residual del alcohol me empastó la boca. Me da lo mismo que Roxana lo haga conmigo o con otro, pero la juzgo. No es bueno: no soy bueno. No me juego por nada. ¿Qué es lo que no sabés, Gabriel? El amor está destruido, así son las cosas. Eso es lo que siento y pienso en el amor, y no sé de qué estoy hablando.
Llegando a lo de mis padres me detengo frente a una puerta, un frente de tapia baja. Luz en la cocina donde un hombre, una mujer y una chica de once o doce años cenan sentados a la mesa. Yo en la oscuridad, ellos en la confianza de la lámpara incandescente. Olor a pizza casera, a pan caliente. Cuando éramos chicos comer era devorar, el hambre me convertía en una bestia hermosa. Con Alejandro gritábamos «hay hambre» antes de comer, como si lo contrario, comer por comer, fuera un sacrilegio. Como si hubiéramos estado diez años flotando en una balsa en el océano y ésa fuera la primera comida que nos ofrecía el barco salvador de la cocina de mi madre. Sobre todo los domingos, cuando nos dábamos el lujo de comprar un paquete de facturas. «Parece que no comieran nunca», decía mi madre; y era verdad. Manotazos. Atracones. Pelea por la última factura: no comíamos nunca, madre: no íbamos a volver a comer jamás. Así también le hice el amor a mis primeras mujeres, se me iban las manos, la boca, la lengua. Ahora lo único que se me va es la mente. Pienso en la que tengo abajo y no la reconozco. No me gusta el olor, me molesta el otro cuerpo, me molestan sus quejidos de placer y la estrangularía con tal de que cerrara la boca.
La chica mira por la ventana. Tal vez me vea, tal vez se asuste. Sigo camino. Enciendo el teléfono celular, no tiene batería. Enciendo el radio y hay tres mensajes de Roxana. El primero y el segundo son cortos: «Imbécil», dice el primero; el segundo: «Cobarde». El tercero antes que nada avisa: «Sin ofensas, perdoná antes, es la única manera de sacarme el odio. Fuiste mi primavera, ¿sabés? Ahora no te reconozco». Todo eso. Pienso en lo difícil que es para mí hablar algo por teléfono. Ella le dijo todo eso a la telefonista del radiomensaje. Sus sentimientos frente a una desconocida.
Pienso en Alejandro y en mí, y veo cómo son mis sobrinos y mis hijos, mucho más acostumbrados a tener cosas. Camino y sonrío. Algo se gana, algo se pierde. Es lo que tenemos, es cómo lo tenemos. Debería caminar más seguido, me va a hacer bien a algo. Debería retomar el gimnasio. Hacer deporte. ¿Por qué no mando todo a la mierda? Trabajo, mujeres, familia, todo. Lo podría hacer ahora mismo. Mis hijos se acostumbrarían a vivir sin mí. Sus madres ya tienen otros maridos, y ellos viven con los maridos de sus madres. Cristian me preguntó una vez si ahora que su madre se había vuelto a casar a él tenían que cambiarle el apellido. Me hizo reír la idea, pero después me pareció entrever que era un deseo de él y lo probé, le dije que él podía elegir el apellido que quisiera. «Yo quiero tener el mismo apellido que el tío Manuel», me dijo Cristian. Me alivió, porque ése es también mi apellido, y porque es también el apellido de mi padre, aunque yo no lo use porque es italiano.
Italianos. O tal vez deba decir sicilianos. No sé cuándo ni exactamente por qué me enemisté tanto con ellos. Pero en algún momento pasó. La familia. La vida en manada. La imposibilidad de un momento de silencio, de un lugar de intimidad.
Toco el timbre. Tengo dudas de que haya sonado y golpeo la puerta de chapa. Sale Julia. Sonrisa de Julia. Blanca en su cara morena.
—¿Hace mucho que estás afuera?
—Tres horas.
—Dale —dice y se ríe—, pasá. No sé, papá arregla siempre las cosas por la mitad, ya sabés.
Julia habla como si nuestro padre todavía pudiera cambiar, como si aún estuviera vivo.
—Les dije a los chicos que después de cenar les ibas a contar una historia en donde estuviera el abuelo. Están entusiasmados.
Entramos y cierra la puerta de reja. Frío y oscuridad de pasillo en invierno.
—¿Y qué les voy a contar?
—No sé, cualquier historia, inventate una; si no sos vos, quién.
—Querés decir que soy un mentiroso.
—Quiero decir que sos muy bueno para inventar historias.
—Mi versión de la historia del abuelito es la del cuco que nunca estuvo.
—No seas exagerado, che, y vos sabés en dónde tienen los chicos a su tío Gabriel y a su tío Alejandro.
—Eso hasta que sean grandes y sus primos les cuenten.
—Tus hijos te adoran, Gabriel, y sos el mejor hermano del mundo —me dice Julia, y me frota la cabeza como a mí no me gusta—. Dale, entremos que te están esperando.
Caminamos hasta el fondo. Ella adelante. Entramos. Los chicos luchan con la cena. Bañados, serenos, en pijamas, ajenos a las circunstancias de que están velando a su abuelo. Contenidos, ésa es la palabra exacta. Porque saben de la muerte, saben del velorio. Pero lo viven desde la protección que genera Julia. Mi hermana es una madre y ni siquiera me di cuenta cuándo fue que creció, cuándo se hizo adolescente, cuándo quedó embarazada. Yo no estuve al lado de ella como me hubiera gustado. Ojalá ella hubiera nacido diez años antes que yo. Todo habría sido distinto.
—Tío, ¿nos vas a contar una historia? —me dice Luzmila, que es un sol, en cuanto me ve. Se levanta de la mesa y se me tira encima, se me cuelga del cuello.
—Vamos a ver —digo.
—Dale, viejo, no te hagas el difícil —dice Cristian.
Después lo siguen todos. Francisco y Bruno. No sé cómo voy a hacer para lidiar con ellos.
—Si se portan bien —digo, como para frenar la arremetida—, les voy a contar una historia de miedo. ¿Se la van a aguantar?
—Sí —gritan todos.
—¿Es de mucho miedo, tío? —me pregunta Francisco, el hijo mayor de Julia: un calco de mi hermano Alejandro.
—Bueno, algunas partes sí y otras no tanto —digo, porque tampoco es cuestión de que no puedan dormir.
Julia termina de levantar la mesa, me sirve café. Insiste en que debo comer algo y le digo que me haga un sándwich de queso. Me lo hace y va a darse una ducha. Los cuatro chicos ya están metidos en la cama donde hace apenas nada acaba de morir mi padre. El lugar está calefaccionado, pero no mucho. Están ansiosos por oír la historia que les voy a contar, y yo incómodo por haberme metido en una con chicos. No tengo paciencia. No sé qué contarles. Tal vez una historia con esa Sara, la bruja que devolvía las pelotas cortadas a la mitad, que vivía en la calle Ferré. Curaba el mal de ojo, la culebrilla, el empacho, la sequedad de vientre o la diarrea y un montón de cosas más. Casi ninguno de mis amigos la vio alguna vez. Alejandro y yo sí. Lo que pasaba es que ella curaba de palabra, apenas con el nombre del enfermo, ni siquiera le hacía falta ir a verlo. En el barrio corría el chisme de que Sara había vivido enamorada de mi abuelo Nunzio, y que por eso quería tanto a mi padre y a mis hermanos. Pero sobre todos los demás, mi madre decía que la bruja me quería a mí. Algo recuerdo todavía de ella. Uno o dos encuentros que tuvimos, tal vez en uno de ellos me habló de mi padre.
—Tío, ¿en la historia esta que nos vas a contar está el abuelo?
—Sí, mi amor, ya vas a ver. Pero tenés que tener paciencia.
Enciendo un velador y apago la luz del techo. Me siento en una silla al borde de la cama. Mi hermana arrimó otra cama, una de las individuales de lado y contra la pared, y como resultado quedó un lugar enorme para que los cuatro chicos de cuatro hasta once años, uno al lado del otro, se instalen justito pero cómodos, como sardinas en lata, y de lo más contentos.
Tomo un sorbo de café y me preparo.
—Era un día de frío como fue hoy —les digo, y las caras se transforman con esa frase—. Mi amiga Marisa, ¿ustedes saben quién es Marisa? Bueno. Mi amiga Marisa había escuchado por boca de una bruja llamada Sara, que determinado conjuro de sangre, o sea, el sacrificio ritual de un murciélago blanco sobre la tumba de una persona pura o santa, podía conseguir que mejoraran bastante las cuestiones de trabajo, destrabar los nudos del Universo y salvar el colectivo del Lalo, su padre, que estaba hasta el cuello de deudas. Lo había escuchado escondida en un altillo que su madre tenía para guardar cacerolas y esas cosas, dentro de la cocina, en un rincón tan alto que había tenido que subirse con una escalera. Estábamos solos, ella y yo, acá en la misma esquina de siempre, en esa casa que hoy tiene las persianas oxidadas y que era de un hombre muy bueno que se llamaba Armando. En cuanto me lo cuenta, yo, que siempre me creía todo lo que ella me decía, pienso que tal vez podríamos sacrificar al mismo murciélago e impedir que se funda el colectivo de Lalo y también nuestro taller, o sea, el taller que el abuelo de ustedes tenía acá enfrente, y que para esa fecha tanto la abuela como el abuelo discutían para ver si lo cerraban o seguían adelante.
Silencio.
Yo sigo. Les cuento que para poder entrar en el cementerio necesitábamos conseguir la ayuda de Rolando y, sin querer, les hablo de Rolando. Les describo el cementerio, que conozco bien, se los agrando, les cuento de cementerios dentro de cementerios. De la diferencia entre ser rico y ser pobre aun después de la muerte. Sobre todo después de la muerte. Les prometo una aventura, una excursión a la tumba del padre Sebastián, con un murciélago en una jaula. Describo tumbas extrañas, personas extrañas que visitan esas tumbas los domingos. Los ojos de los chicos se abren de par en par. Las palabras me salen fácil y me animo a fabular, a descarriarme.
—¿Les da miedo? —pregunto, y me doy cuenta de que mi hijo Bruno se quedó dormido. Luzmila y Cristian siguen con los ojos abiertos. Tardan en contestar. Si los llego a asustar, Julia me mata.
—Está buenísima la historia, tío —dice Luzmila. Yo respiro.
—¿Es de muertos vivos? —me pregunta Cristian.
—Es mucho mejor —digo. Tomo un sorbo de café—. Van a ver.
Y ahí viene, otra vez, la angustia: cuando paro. No tengo que parar y listo. Me tiembla el pulso. Tomo más café.
—Tío.
—Sí, Francisquito.
—¿Rolando es Rolando el albañil?
—Sí. Aunque en esta historia también hace otros trabajos.
—Entonces la historia no es de verdad, papá.
—Sí que es verdad, Cristian, pero a lo mejor sin querer le cambio algunas cosas. ¿Está bien?
Los chicos se acomodan. Ahora hay que seguir. Sigo:
—El abuelo estaba en uno de esos viajes tan largos que hacía en camión. Se había ido a Ushuaia hacía como quince días y el único miedo era que volviera cuando nosotros estábamos en lo de la bruja. Pero era muy poco probable.
Y hablo de la curandera que, se decía, había sido la amante de mi abuelo Nunzio, o su amiga. Recuerdo el miedo que le teníamos, las cosas que se decían de ella y que nadie, nunca, había recobrado intacta una pelota cuando caía entre los matorrales tenebrosos de su jardín.
—¿Y ustedes nunca le tocaron el timbre para que se las devuelva, tío? —pregunta Luz—. Capaz que hasta era buena.
—Sara casi nunca devolvía una pelota, mi amor, pero cuando la devolvía la cosa era peor. La tiraba a los cinco o seis días, cortada a la mitad y con un montón de yuyos y de gusanos adentro que daban un asco y un espanto que nadie se atrevió nunca a tocar una. Durante los días en que ella tenía la pelota en su poder, al que la había pateado le dolía tanto la panza que muchas veces lo tenían que llevar al hospital, y ni ahí podían hacer nada. Sólo se calmaba si la madre iba a lo de la bruja y le llevaba las disculpas en una hoja Rivadavia, en buena letra y con tinta azul.
—¿Y cómo es una bruja, papá?
—Mirá, ella era una mujer muy vieja y arrugada, enorme como una montaña y flaca como un palo de la luz. Rubia. No, más bien colorada, vestida siempre de blanco. Tenía cerca de un millón de gatos y el más grande, uno negro y de ojos rojos, se llamaba Poe, porque según decían nuestras madres ése era el segundo nombre del diablo. El primero era Satanás.
Mi público ahora está entregado. Siento una extraña alegría, y algo parecido al cinismo, algo que me hace gozar de estar contándoles lo que les cuento, de tenerlos a la expectativa de lo que voy a decir. Los chicos son hermosos y yo sólo absorbo, tomo de ellos, nada más. No creo que haya nadie que merezca a la generación que lo sucede. Ellos son mejores, siempre es así, siempre mañana es mejor. Les cuento cómo llegamos Marisa, Rolando y yo al interior de la casa de la bruja. Cómo atravesamos el pasillo, el jardín, y cómo yo vi, porque Rolando en un momento me lo mostró, un árbol que descendía directamente del árbol prohibido del Edén, del mismo del que comieron Adán y Eva.
Les pregunto si saben quiénes fueron Adán y Eva: saben.
—Quién no sabe eso, papá —dice Cristian.
—Yo voy a catecismo, tío —dice Luzmila. Francisco se acaba de dormir, como un tronco.
—Bien. Pero lo que no saben es que en cuanto tocamos el timbre empezaron a asomarse los gatos y parecía que nunca iban a terminar de aparecer del todo. Tan grandes que ni un perro grande hubiera podido hacerles frente, gatos que tenían la ferocidad de ejércitos de leones. En el techo de tejas negras de la casa se llegaban a contar más de cien, y muchos de ellos salían de la chimenea que todos los días, según la hora que fuera, tiraba un humo de diferente color. Esperamos unos minutos y oímos que se abría la puerta. La sombra de Rolando se perdió adentro de la casa. La puerta se cerró y, para nuestro terror, las dos luces se apagaron al mismo tiempo.
—¿Y vos tenías mucho miedo, tío? —me pregunta Luzmila, que está cada vez más despierta. Cristian parpadea, y es mejor que ya les vaya redondeando esto que ni siquiera sé a dónde va.
—No tanto. Una vez que entramos me senté lo más lejos de ella que pude, pero cuando todos nos habíamos acomodado oí bien clara su voz: «Vení más cerca, Gabriel, vení que quiero verte la cara». Eso me dijo la bruja, y ahí sí sentí que se me paralizaba el corazón. Miré a Rolando y fui a sentarme en el sillón que estaba al lado de la bruja. Ella extendió una mano, en esa penumbra de velas y fuego de chimenea, y me tocó la mejilla justo en donde tengo la cicatriz. «Se ve que sanó bien», me dijo. Y también dijo que un día alguien envidioso me iba a lastimar en el mismo lugar y que yo me iba a acordar para siempre.
—¿Y eso ya te pasó, papá?
—No, y no te preocupes, no todo lo que dicen las brujas es verdad —suspiro.
—¿En qué te quedaste pensando, tío?
—Dejalo —dice Cristian—, ¿no ves que se colgó?
Luzmila se ríe. Yo reacciono.
—Te escuché —le digo a Cristian.
—¿Y el abuelo cuándo aparece en la historia, papá?
—Paciencia —digo—, el abuelo siempre aparece al final de las historias, y en ésta es el personaje más importante, ya van a ver lo que digo. La bruja me tocaba la cara, los contornos, como una persona ciega. En silencio. Un rato largo. De golpe habló. «Yo les voy a dar el murciélago, les bendigo el sacrificio, y les aseguro que el padre Sebastián fue una persona santa, aunque la Iglesia no quiera verlo. Y se lo digo yo, que estoy en este mundo desde mucho tiempo antes que la Iglesia». Dijo esto, soltó una risa tan fuerte como un huracán, y después agregó lo peor, lo que yo no hubiera querido escuchar nunca.
—¿Qué? —pregunta Cristian.
Yo, silencio.
—Dale, tío, ¿qué? —pregunta Luz.
—«El precio por todo es que, se consume o no el sacrificio, vos, mi querido Gabriel, hijo de mi querido Angelito, nieto de mi querido Nunzio, vengas a cenar conmigo, solo, para contarme lo que sentiste al derramar la sangre de un ser inocente», dijo. Encendió la luz y pudimos ver a los gatos: diez por acá, diez por allá. Subidos a los muebles, en el piso y, sobre todo, ocupando una biblioteca que hubiera sido capaz de contener todos los libros del mundo. En cada estante había libros y, cada dos o tres estantes, en los espacios vacíos, un gato echado. Ninguno era negro. «¿Y Poe?», pregunté. «Ah, ese viejo inmortal, ese diablo, nunca se muestra aunque siempre lo está mirando todo». Y no saben la cara que tenía Marisa, que no había hablado en toda la conversación y pensé que en cualquier momento podía desmayarse. Porque la bruja había dicho bien claro que Poe era un diablo, no había andado con vueltas, y que siempre estaba acechando aunque no se dejaba ver así porque sí. De golpe la bruja salió por una cortina. Enseguida volvió con una jaula tapada con una tela. Yo sabía muy bien lo que había adentro, pero no quería pensar en ello. «Se alimenta con gotitas de sangre», dijo la bruja. Ninguno de nosotros preguntó nada y ella aclaró: «Puede estar hasta un mes sin comer».
»Bueno, acá voy a dejar hoy. Mañana les cuento la otra mitad.
—Está muy buena, tío —dice Luzmila y se mete bien abajo de las frazadas. Cristian bosteza.
Les doy un beso a los despiertos y a los dormidos. De pronto siento que inventar una historia es jugar con fuego. Me angustia el hecho de inventar, sentir la imposibilidad de saber con exactitud dónde la imaginación se contamina de la memoria. Debe ser la falta de costumbre, acostar todos los días a los hijos, contarles una historia hasta hacerlos dormir es algo que hace la mayoría de la gente. Es algo hermoso que hace la mayoría de la gente.
Salgo de la habitación. Voy a la heladera y saco agua helada. Tomo directamente de la botella. Lo mejor va a ser que antes de volver al velatorio alquile la pieza y lleve las cosas. Pido un auto por teléfono. Tía Laura debe estar adelante, en su casa. A ella le toca cuidar de los chicos. No sé dónde dejé la valija. Creo que se la di a Sergio. Reviso el cuarto de Alejandro. No está. Voy hasta el cuarto de herramientas de mi padre, que es como un tallercito pero todos le dicen cuarto, porque por años fue de Julia. Encuentro la valija. Julia era una luz. Siempre fue una luz. A su manera, a veces desenfrenada, a veces poco cauta. Demasiado visceral, pero adorable. Así es mi hermana. Creo que la muerte de mi padre la está quebrando por dentro, aunque lo maneje bien, creo que una angustia peligrosa crece en ella, un miedo, un desamparo que no estoy seguro de que Sergio pueda cubrir. Mi padre fue mucho, casi todo en su vida. Fue la garantía de que cada cuestión práctica estuviera solucionada, de que la casa no se le iba a venir abajo. Para mi hermana, esa seguridad, esa presencia, es lo más importante que puede ofrecerle un hombre. Y el lado luminoso de mi padre es difícil de comparar, abunda muy poco en la naturaleza. ¿Cómo habría sido tener el padre que ella tuvo? Siempre me juré no detenerme en cuestiones inútiles como éstas, pero son preguntas que necesito, pasos cortos en busca de algo que ni por asomo sé qué es, qué forma tiene.
Tantas cosas en este cuarto. Todo tipo de herramientas. Una silla a medio encolar que ya nunca va a ser encolada. Un velador desarmado. Los metales puestos en kerosene, la cuba para darle la limpieza electrolítica y después los dorados, los cristales de cobre y bronce y cromo en frascos que antes fueron de aceitunas o de dulces. Solamente Alejandro podría llegar a saber cómo usar estas cosas, está muy bien decidido que todo esto quede para él. La amoladora de banco tiene puesta una piedra fina, una piedra de afilar. A un costado hay algunas mechas. Para madera, para hierro. Mi padre las habría dejado ahí para afilarlas al otro día. Y lo sorprendió la muerte, como una amiga, porque lo dejó sereno, o como una enemiga a la que ya no se teme y a la que se espera con los brazos extendidos.
Suena el timbre. Es el auto. Levanto el bolso y salgo de la casa al pasillo. Golpeo la puerta del costado de la casa de tía Laura sólo para avisarle que me voy, que vigile el sueño de los chicos. Tía Laura me da seguridad, es una de esas mujeres que logran hacerte sentir que estás a salvo porque ellas están ahí. Saludo de tía Laura. Beso cálido en mi cara. Salgo a la calle. La cuadra entera sin luz de mercurio. El auto en marcha. Subo atrás al tanteo.
—¿El señor Gabriel? —me pregunta el conductor y me enfoca la cara con una linterna.
—El mismo.
Le pido que me lleve al hotel familiar del costado del arroyo, y ahí va a tener que esperarme, arreglo unas cosas y bajo para que me lleve a otro lugar.
—Mire que yo no quiero problemas con la policía —me dice el conductor.
—Yo tampoco —le contesto.
—El turno noche es siempre lo mismo. Falopa, peleas, vueltos. Y lo tienen a uno a tiro de 45.
—No se preocupe.
—Que no me preocupe, ¿sabe lo que le pasó al dueño de este auto? Le metieron un tiro en el culo. La bala le entró por una nalga y le salió por la pierna. Está rengo para siempre. Lo hicieron esperar mientras choreaban un kiosco, el dueño del kiosco estaba calzado, lo reventó a tiros y por más que él gritó que era el remisero, qué mierda te van a escuchar. Cuete y cuete. Encima se lo llevaron en cana. La puta que los parió.
—Yo sólo voy a alquilar una pieza, y después quiero que me lleve al velatorio de mi padre. Se murió hoy a la mañana. Ahora ya lo deben estar comiendo los gusanos.
—No diga así, muchacho, ¿usted es el hijo del Angelito? Que lo parió.
—Sí.
—Le daba mucho al faso y al escabio, ¿no? Que lo parió, muchacho.
Llegamos rápido, antes del sexto que lo parió del conductor. Me bajo y bajo la valija.
—Espéreme, por favor —digo.
—Vaya, muchacho. Pobre Angelito.
La luna sobre el agua podrida. Calzones rojos de mujer enorme en la ventana de planta baja. Conozco a la dueña de este lugar. Alpargata Rosa: no hay gaucho que se la ponga. Tan fea que merece el arroyo podrido que pasa por su puerta. Tan fea que dan ganas de pegarle. Toco timbre. La vieja me mira. Distante. Ojos de sueño, ojeras.
—¿Se acuerda de mí, señora? —digo. Aparentemente no se acuerda.
—No, ¿tendría?
—El chico de la luz, el hijo de Ángel, del Negro.
Me mira. Ahora creo que sí. Se acuerda, me debe un favor.
—Claro que sí. Pase, pase. Claro que sí. Perdoná. El ingeniero.
Hace menos de seis meses le conseguí una mejora en el tendido de los cables de la luz, a este hotel y a toda la manzana por añadidura. Una gentileza de mi padre a través de mí. Respeto y amor eterno de Alpargata Rosa.
—Hace meses que no cambio una lámpara. Gracias a usted y a su padre. ¿Cómo anda su padre?
—Mire, murió hoy a la mañana —digo y no la dejo respirar—. Quiero estar en un lugar privado, tranquilo, donde nadie más que los que yo les diga van a saber que estoy. No sé por cuánto tiempo, pero le pago un mes adelantado.
Extiendo el dinero. La mujer duda en agarrarlo. Lo dejo sobre un mostrador que hay en la recepción. Ella lo mira. Lo toma y dice gracias, «aunque no debería cobrarle». Es increíble que sea tan fea.
—Le voy a dar un dormitorio privado. Uno que guardo para cuando vienen familiares de Misiones. ¿Le dije que soy misionera? No hablo guaraní, algo de portugués sí, si me lo falandespacio. Ja, ja. Mire usted, su padre. Acá no lo va a molestar nadie, señor…
—Gabriel.
—Gabriel. Gabrielito. Permitamé que le diga, m’hijo, cuánto siento lo de su padre.
—Gracias.
Le dejo mi valija y bajo. El remisero fuma. No sé qué mierda fuma. Pasto. La quema del cinturón ecológico huele mejor.
—Al velatorio de Agüero y la cortada.
—Casa Traum, ¿no? —me dice.
—La misma. Vaya lento, por favor. No tengo apuro.
Apoyo la cabeza contra el vidrio de la puerta. Las luces de la calle se encendieron, y la noche, ahora sí, me ampara y me acaricia.
El sonido de la ferocidad
Otra vez el velatorio. Otra vez la misma subida, la misma gente distinta. Bar. La azafata que me mira. Todos en la sala principal. La azafata que me sirve sin que le llegue a pedir. Tomo. No me gustaría que me viera mi madre pero tampoco me importa demasiado. Dos tragos. Vacío el vaso. A los trece años toqué al primer muerto y por lo tanto fue la primera vez que me tocó la muerte. Muchos amigos se fueron de manera violenta: abajo de las ruedas de un tren, en el galpón lleno de ratas de una villa, en la cárcel. Pero yo no los vi, no estuve con ellos.
Me acerco. Atravieso la sala en soledad. Soy invisible para todos. Alrededor del cajón, mi familia. Miro a mi padre como alguna vez miré a mi amigo. Miro su soledad. Su muerte no es más que un acontecimiento doméstico, no le interesa a nadie más que a nosotros. Es también una condición que ahora lo exime de toda responsabilidad, de toda culpa. Ya no puede decir nada, no puede aclarar para que oscurezca. Ya no puede protestar. Ya no puede decir no me gusta, esto no es así, la razón es que yo lo digo.
Mi madre mueve los labios. Le habla. ¿Por qué no me diste el gusto? Angelito de mi corazón, la resurrección de la carne. Y mi padre: Qué resurrección ni resurrección, curas hijos de mil putas, traidores de Perón. Mi madre se horrorizaba, él sólo creía en lo que podía tocar. En esta única resurrección que se puede tocar como una mesa: su mesa; como un baño: su baño, que aunque es una letrina se puede tocar. Tocar esta mesa. Ésta, tu heladera para el verano; éste, tu calefón para el invierno; ésta, tu mujer, mi madre, para que siempre proteste, para que siempre te diga Angelito de mi corazón, la resurrección de la carne.
¿Qué vida tocaste, padre?
Yo estoy endurecido por el bourbon. Por las palabras que me trago, porque es lo que me toca tragar. Las palabras que no se dicen y que llenan de peste, las palabras prohibidas que no tienen sinónimos. Miro y los miro y nos miro. A todos como figuras. Ajeno a la sangre. Ajeno al consuelo.
De a uno se van mis hermanos. Partida en mil pedazos, de a una se va mi madre.
Los golpes de un adulto contra la cabeza de un niño suenan internamente como el impacto de rocas gigantescas chocando entre sí oídas desde un puente en un derrumbe de montaña; como la campana mayor de la iglesia que llama a misa, oída desde el mismo campanario, oída desde dentro del niño mismo como si el niño mismo fuera martillo y campana. Los golpes de un adulto contra la cabeza de un niño suenan internamente como el choque del cuerno del toro contra el burladero, oído desde dentro del cuerno del toro; como el hacha que se clava en la corteza del quebracho, oída desde dentro de los ojos del hachero que se han llenado de astillas y derraman lágrimas ácidas que se irán a secar justo antes de comenzar a deslizarse por el cuello; como el golpe seco de un auto conducido por un borracho que choca a ochenta kilómetros por hora contra un tren detenido, oído desde dentro del borracho y oído también desde dentro del estómago del maquinista del tren detenido. Los golpes de un adulto contra la cabeza de un niño suenan internamente como el impacto del segundo avión contra las torres norteamericanas oído desde las transmisiones ecualizadas de las cadenas de televisión norteamericanas, oído desde el lugar del piloto que lo llevó de frente hasta el impacto, oído desde la planta alta de la primera torre ya condenada a morder el polvo, oído desde el estómago del que se tiró por la ventana mientras aún estaba en el aire. Los golpes de un adulto contra la cabeza de un niño suenan internamente como cocos que caen esporádicamente en la noche silenciosa de una isla desierta; como chapuzones de panza contra una piscina repleta de sangre; como estatuas que caen y derriban estatuas; como acoples de micrófonos a todo volumen en un concierto de rock. Los golpes de un adulto contra la cabeza de un niño suenan internamente como lo que escucha el boxeador que recibe un cross de 150 kilos de fuerza; como una cachetada de mujer en un lugar público; como una tormenta de whisky sobre un estómago que no puede más; como vidrio molido entre dientes que se parten. Los golpes de un adulto contra la cabeza de un niño suenan internamente como miles de estómagos que crujen de hambre, oídos desde dentro del corazón de un Dios justo, vivo y verdadero, oídos desde el gas que se genera en el estómago que comió cuatro veces lo que necesitaba para vivir, oídos desde la indiferente terquedad de las moscas que insisten frente a los que se van a morir. Los golpes de un adulto contra la cabeza de un niño suenan internamente como trompadas en la arena; como embestida de cura contra el culo de un niño que había confiado en él, oída desde los dientes apretados del cura o desde el culo apretado del niño que había confiado en él; como un cuello de un útero que está siendo torturado, oído desde el feto que va a sobrevivir para vengarse, oído desde la impotencia de saber que los cerdos torturadores caminan las mismas calles que caminan las personas.
Palabras que se atoran y son mucho más que eso. Un cajón es lo concreto. El cajón para la cremación es más barato que el otro. No sé por qué, no me acuerdo bien. Seguro que Traum me lo dijo. Creo que no tiene adentro un subcajón de chapa soldada para evitar que el cuerpo se pudra. El cuerpo se pudre igual pero tarda más, y que tarde más, no sé por qué pero estoy seguro que Traum me lo dijo, es casi lo mismo pero es mejor.
Mire que me voy a andar fijando en chiquitas. Uno tiene que gastarlo todo en un velorio-entierro-cremación-putrefacción. Uno tiene que enterrarse con el muerto, si no, es un mal hijo; si no, es un hijo de puta que deja que el muerto se entierre solo. No es mi caso, señor Traum, tampoco el de mi padre, en esta época de la vida la plata me sobra. Gasto toda la que quiero por día y no se acaba. Ya sé, el futuro, ya sé, ya voy a ver. Pero hace rato que no veo nada. Como nunca me diste un consejo, yo no puedo hacer nada más que lo que se me ocurre. Gastar, por las dudas, por si no hay ningún futuro para mí.
—Estabas loco, papá —le digo al cajón. Y ya no lo miro, ni le hablo, ni lo pienso. Podríamos estar velando su saco y para mí sería lo mismo. Le pedí a Traum que no lo pegaran con la gotita ni lo cosieran. La boca no la va a abrir. Si no la abría antes, ahora no la va a abrir, para qué. A menos que se le ocurra un Gancia, como lo van a cremar capaz que tiene miedo de que se le seque la boca en el infierno. Pero ya lo pensé, no voy a dejarte en banda, viejo compañero, con eso no se juega. Tengo la solución en la mano. Recién ahora me doy cuenta de que todo este tiempo tuve la petaca en la mano, y que todo el mundo me tuvo que haber visto. Pero estas cosas me están permitidas a mí, porque tuve la precaución de ganar bastante dinero. El suficiente como para despegar del barrio, como para pagar esta fiesta, como para terminar por olvidarme quién carajo soy y de dónde mierda vengo. Eso, mierda, de la mierda vengo, del fango más fango mezclado con la mierda más mierda. Me paso la mano por la cara. Me voy a ir, ya me voy a ir o la náusea va a volver y acá no hay ducha. Aunque capaz que hasta eso hay. Corro la mortaja y le meto la petaca a un costado. Me sostengo del cajón. Respiro. Estoy bien. Estoy bien. Repito en voz baja.
Salgo del cuarto y cruzo la sala. Hay cosas que son difíciles de creer y ésta es una de esas cosas. En la sala principal, en la que cada vez hay más gente, mis tres ex mujeres, Liliana, Belén y Sofía, conversan con mi madre. Mi actual mujer ya casi ex, Roxana, está sentada en un banco contra la pared. La cara que tiene no hace falta describirla. La visión del harén hace que me olvide de la muerte que llevo en la garganta y que la vida renazca en mi entrepierna. Son todas mis mujeres, están juntas, hablan plácidamente entre ellas.
A Liliana la conocí a los diecinueve años y parecía perfecta para mí. Ella tenía catorce. Era suave, hermosa y virgen, y quería abandonar la escuela para tocar el saxo tenor. Era petisita también, y yo le dije que le iba a convenir el saxo alto, por el tamaño, porque la veía tan delicada que no me imaginaba que pudiera soplar tan fuerte. Error de hombre cachorro. El lobo de los tres chanchitos es un poroto al lado de lo que fue la petisita. Sopló tan fuerte que se quedó con la casita, de cemento por cierto, equipada con cuatro años de laburo (almohada de plumas de soltero incluida).
Me quería, por supuesto, como todas las otras, que también me quieren. Pero me quería tanto, tanto, que cuando vino mi caída, para dejarme a un lado, sólo supo odiarme. Una versión deformada pero más real de ese tango lacrimógeno de Discépolo.
Se había fumado los primeros porros conmigo, se había agarrado las primeras borracheras conmigo y había ido a los primeros conciertos de rock (yo tenía la banda) conmigo. Los primeros polvos también fueron conmigo. Embarazo, casamiento y, de la noche a la mañana, empezó a decirme lo que era mejor para mí.
Lista de lo que es mejor para mí según Liliana:
Dejar la música.
Dejar las drogas y el alcohol (en el momento en que mejor me estaban pegando).
Trabajar en la compañía de su padre.
Comprar una casa y un auto.
Tener tarjetas.
Comer afuera al menos una vez por semana.
Ir al shopping y gastar a lo loco.
Pasar los domingos en familia.
Coger en un lugar limpio y propio.
Mirar la tele hasta tarde.
Dejar de ver a mis amigos de siempre.
Ahorrar.
Tener una obra social (una buena por si hay que operarse de algo).
Disfrazarme de Papá Noel para Navidad.
De Baltasar para Reyes.
De camello para soportarlo todo.
Etc.
Etc.
Etc.
Y nada de esto está mal. ¿Quién podría decirme ahora que eso no es lo mejor para un hombre? Y si es lo mejor para un hombre, es lo mejor para otro hombre, o sea, para mí. Pero yo me quería matar, la quería matar, los quería matar a todos. No sé, me pasaba. Yo me desviaba y ella me perseguía, quería rescatarme a toda costa. Yo escondía botellas por todos lados, faltaba a la oficina, faltaba a dormir a casa, faltaba a todo lo que prometía y volvía a prometer. Ella me controlaba el aliento, me metía la lengua en la nariz para ver si los restos de cocaína le dormían la boca, me olía los calzoncillos, me revisaba los papelitos que tenía encima, llamaba por teléfono a los números que encontraba aunque algunos eran eso, números que yo anotaba, ideas porque mis pedos tenían un delirio matemático, y esos números no podían ser de teléfono, números de once o más dígitos.
Una vez se comunicó con un lugar de Brasil, creo que con Río de Janeiro, no sé. De ahí sacó la idea loca de que yo pensaba abandonarlos. Y yo lo pensaba, lo admito, pero el número era de una martingala que me quería jugar a la ruleta. Gracias a ella, desde esa vez, se me metió la idea de Brasil como la salvación, igual que en la película, con un ranchito en un recodo del Amazonas donde esperar a una reducidora de cabezas que sólo quisiera amarme hasta gastar la mía.
¿Y qué puede hacer un hombre con semejante huracán adentro? ¿Y qué puede hacer un hombre que ni siquiera sospecha que lleva semejante huracán dentro? Yo intentaba dejar de tomar, y era de verdad. Pero simulaba lo otro. Simulaba que todo iba bien, que me hacía bien, y soportaba los «viste, viste que te hace bien». Pero sólo mantenía dormido al monstruo interior. Y él me hablaba en sueños, o despierto, desde dentro de mi cabeza como una radio encendida día y noche. De la guerra me hablaba, me pedía que me alistara ya. Y no me dejaba ir tranquilo a la oficina, comer en familia, mirar televisión, seguir fingiendo. Traté de ser padre, hijo, hermano, marido, yerno. Lo juro. Pero lo que estaba mal seguía mal: los pensamientos del monstruo.
Yo hacía todas las cosas comunes y buenas que hace la gente con un gran cargo de conciencia. Llegar temprano al trabajo me hacía sentir un farsante. Hacer el amor con la misma mujer me generaba impotencia. Darle un beso a mi hijo en la frente me daba ganas de suicidarme. No podía enfrentarme solo a todo eso y a veces, de vez en cuando, me agarraba una borrachera brutal y rompía todo. O me robaba la tarjeta de crédito de algún cliente desprevenido y salía a pasarme la gran noche.
Hasta que Liliana tuvo tres grandes ideas: hacer una denuncia, declarar contra mí y, una vez abierta la causa, separarse.
A Belén me la levanté en un supermercado. Bueno, me la levanté es un modo de decir. Más tarde ella me confesó que mientras yo pagaba la cuenta: chango enorme de divorciado al que le está yendo bien (ya era un empresario casi exitoso), ella cambió de fila para ponerse detrás de mí. Un teledirigido.
Me dijo que era pintora. Yo le dije qué lindo. Yo no le miento nunca a una mujer. Sólo que a veces soy un poco más optimista de lo que debería. Para esa época yo ya había escrito mi autobiografía emocional durante una internación: le dije que aparte de empresario era escritor. Hacía seis meses que no tomaba alcohol porque iba a los grupos de autoayuda: le dije que hacía seis años. Hacía ocho meses que no me acostaba con ninguna mujer porque me habían sugerido no tapar la abstinencia con el sexo y así encarar la vida de otra manera: le dije que un año y medio. Ella era verdaderamente preciosa. Bolsita de verduras, crema para cavado, yogur de litro light, un culo como para cuatro. La trampa perfecta. Sencillita, la culona, pensé; y le mandé la jauría completa. A mí me había atropellado un auto, hacía pocos días, me había resbalado en la calle y un Ford me había pasado por arriba de la pierna derecha sin causarme más daños que un esguince de tobillo. Entonces yo andaba de bastón, con una considerable renguera, pero sin yeso, apenas una venda que no se veía. Se ve que lo de ella fue amor a primera vista, y no es ironía, porque ya dije que es otra de las que me quiso de verdad, pero más tarde yo también iba a descubrir que la primera vista de algunos angelitos puede ser desenfrenadamente morbosa.
Estuvimos seis meses bien y yo comencé a tomar. Se dio cuenta y se propuso también salvarme a pesar de todo, incluso de mi propio equilibrio mental, incluso del suyo. Alguien, su terapeuta o un amigo, de esos que a veces son monstruitos de voz fraternal y serena y que uno cree que hablan en serio, que meditaron las barbaridades que nos van a decir, le dijo que ella debía hacer que yo tomara conciencia de cómo me ponía cuando bebía. Entonces me persiguió con una cámara de fotos cada vez que la cosa rebasaba la cuarta o quinta copa, o sea, todos los días desde las doce del mediodía hasta la hora del desmayo. Ella que me sacaba la foto y yo que la corría, enceguecido por el flash, para arrancarle el rollo y censurarle la libertad de expresión. De más está decir que yo era el malo de la película. Yo era el milico que arrancaba rollos y ella la doncella que insistía en documentar la caída del tirano.
Le rompí muchas cámaras. En realidad, rompí todo, y entre ese todo, las cámaras. Tan malo era el consejo que le habían dado. Y eso explica por qué hoy tengo tantas fundas. Reflex, telemétricas, instantáneas, digitales, descartables. Incluso tengo la funda de una cámara de juguete que me vino en la cajita feliz que yo había comprado para mí. Por las dudas la rompí, o la tiré. Habré pensado: «Capaz que anda y ésta me saca una con el logo de McDonald’s». Pero las fundas las guardaba. La de McDonald’s es de nailon amarillo, inflable, con una tirita verde. Las otras son de cuero, tela, cuerina, cartón rígido pintado de negro. Las uso para guardar monedas, lentes truchos de sol, lápices, púas de guitarra, sacapuntas, lapiceras, una boquilla de trompeta. Tengo más de veinte repartidas por ahí.
Belén, la fotógrafa, me amó tanto pero tanto que se obsesionó incluso cuando ya me había dejado por otro. Una vez vino al bar en donde yo trabajaba, a la hora de la limpieza. Me saludó y me hizo el amor enloquecida de felicidad porque se había comprometido con un médico y se casaba en unos pocos meses. Estaba en el baño, desnudo, cuando entró y me sacó una foto.
—Estás gordo —me dijo—. Y ésta es por si te hacés famoso con la escritura, te juro que la publico en Internet.
Sofía era demasiado moderna. Demasiado linda. Demasiado libre. Todo demasiado. Tal vez fue la que más me amó de todas. La más parecida a Roxana (que no va a estar en esta lista porque ésta es una lista de cosas perdidas. Y una mujer se pierde por lo menos a los dos veranos del momento en el cual nos dice adiós).
Omnipotente y omnipresente. Peligrosa. Hizo de todo para salvarme. Para que yo dejara los vicios me pegó trompadas y después me acarició, me tiró con objetos bien contundentes tamaño palma de mano y después me acompañó al hospital, me hizo el amor nueve veces en un día, le hizo el amor a otros al otro día, me insultó y me escribió poemas de amor desesperados, se llevó un anillo que yo quería mucho, sus cosas y una medalla de San Jorge bendecida por un cura ortodoxo ruso.
Yo quería mucho a esa medalla.
La conocí en una fiesta. Ella hablaba francés con su marido y nadie podía dejar de mirarla. Se movía lenta y pesadamente, como si en vez de una mujer fuera un tiranosaurio hembra vigilando su zona de caza. El francés: un tipo alto, bien formado de hombros, de cara y de bolsillo gordos. Casi la ignoraba; los otros parecíamos completar el cuadro como extras.
En la fiesta todos habían dicho a qué se dedicaban: pintura, canto, letras, teatro, danza, etc.
—¿Y vos qué hacés? —me preguntó, dando antes un giro de cuerpo (era actriz) y enfocando esa nada (porque no había tetas, apenas un culito, no había casi nada) que te volaba la cabeza.
—Nada —le dije—, y no hay cosa que me aburra más que el arte.
Y lo mío era mezcla de envidia y mezcla de verdad, y mezcla de intento de levante delante del marido. Esperé. El impacto dio resultado. Ella daba dos pasos y me miraba, comía un bocadito y me miraba, alguien decía algo y me miraba. Yo mudo, dejando que el pajarito tantee la trampera. Y el pajarito pisó fuerte. Me la levanté, pero nunca creí que yo también iba a sentir algo por ella. Mucho menos que ella, en el transcurso de un mes, decidiera dejar a su marido, venirse a vivir a casa, cambiar su vida, intentar cambiar la mía. ¿Quién había sido cazado entonces? Otra vez yo con alguien que quería controlarme. Otra vez con la excusa justa para perder el control.
Duramos muy poco y lo que duramos, duramos mal.
Me acerco y saludo.
Me gustaría llevármelas a la cama ahora, de a una por vez, de dos en dos, a todas juntas.
Llego y saludo.
—Alguna va a venir a consolar a este pobre huerfanito.
Sus miradas son de confusión y de recelo. Excepto la de una, que es de lujuria.
Sigo de largo. Liliana es capaz de sentirme el olor a alcohol del año pasado. Me sigue. Me pregunta cómo estoy y soy cuidadoso de no abrir la boca. No es una pregunta, es una trampa. Está igual, como si el tiempo no pasara para ella. Yo debo estar destruido. Me miro de soslayo en el espejo de la sala principal. Ni siquiera la poca luz mortuoria oculta las ojeras y las arrugas que llevo como si fuera un tipo de más de cuarenta.
¿Se habrá enterado de que se le cumplió casi todo el mal que me deseó? No la odio, no sé por qué no me queda odio para ella. Me alegra, no soy mi padre, mi padre la hubiera matado. Creo que ella no tuvo ninguna culpa. Fui yo solito que me ofrecí a correr esa carrera olvidándome de dónde provenía mi esencia. Trabajé para pagarle todas las estupideces que se le ocurrían. Trabajé en cosas que nunca hubiera imaginado, me bajé de mi mundo, de mi mundo real, para dejarme arrastrar como un siervo hacia ese mundo miserable de los hombres de negocios. Compañía de seguros, bufetes de abogados, asesor de sindicalistas y toda esa sarta de serpientes que se dedican a estrujar a las personas, a someterlas bajo el peso de los papeles incomprensibles, bajo el yugo demoledor de una vida opaca y sin ningún sentido más que consumir, consumir y consumir, hasta terminar por ser un licuado de hombre. Un vómito echado detrás de un árbol, lamido por los perros vagabundos, olido por las bestias salvajes de la jungla.
—¿Y Cristiancito? —me pregunta como estupidizada por mi presencia.
—Jugando con el abuelo —le digo.
—Siempre el mismo estúpido.
—Siempre tan original.
—Che, paren un poco —interrumpe Julia—. Peléense en otro lugar. El nene duerme en lo de mi vieja, los primos quieren estar todos juntos.
Entre ellas se entienden. O se sacan los ojos. Julia vuelve con el resto de la manada, la arrea a Liliana. Juntas me miran. Roxana volvió a desaparecer pero no debe estar lejos, no va a abandonar su mercadería en manos de otra así porque sí. Porque ellas no son un capítulo aparte. Ellas, todas ellas, son un constante punto y seguido.
Y ahora que lo escribo lo sé, no debieron meterse conmigo porque yo me meto conmigo. Y ése es un problema.
Siempre.
Pero ahí estaban el día del velorio, cada una buscando vaya a saber qué. Cerrando algo supongo, tratando de darle sentido a la porción de historia de sus vidas que sufrió la desgracia de cruzarse con la mía. Me miraban, como dije: dos asombradas porque ni la muerte de mi padre podía frenar mi sarcasmo, y una con lujuria, con ganas de aceptar cualquier cosa que yo le propusiera.
Casi en la salida veo a Roxana y le dedico una mirada. Le diría que nuestra relación es un árbol podrido que nació de una semilla podrida. Entro en el recibidor, me arrimo a la barra. Hay de todo, qué maravilla de muerte. Excitado, la erección se me nota en el pantalón de vestir. Así decía mi madre: «de vestir», como si los otros fueran de no vestir.
Detrás del pequeño mostrador está la azafata. Detrás de la azafata hay lo que parece ser un cuarto que imagino pequeño, donde guardan las botellas sin abrir, la vajilla, los paquetes de los dulces y salados que en el mostrador se exhiben en bandejas de plata. El cuartito tiene un cartel que dice «Sólo empleados».
—¿Son muy estrictos en esta aerolínea? —le pregunto y señalo el cartel.
Ella contiene la risa.
—No me haga reír —me dice.
—Servime uno doble. ¿Por qué no te puedo hacer reír?
—No corresponde, podría quedar mal.
—El dueño del muerto soy yo —digo—, es mi padre. A él le hubieras gustado.
Ella me mira, desconcertada, me doy cuenta. No para ni un segundo de seducir. Me sirve la copa. Me la trago.
—Me gustaría lavarme las manos y no quiero ir hasta los baños, no quiero pasar otra vez por ahí —le digo.
—Pase —dice ella.
Se aprieta contra el mostrador dándome la espalda. Cuando paso se acuerda de la puerta y me la abre con una patadita. Levanto la mirada. Roxana me mira, roja, baja las escaleras. Yo no me cuido en nada, no me importa un carajo de nada. Apoyo a la azafata en el culo. La azafata suelta un quejidito, pero nada más y le digo que pase al cuartito.
—Vení vos también, decime en dónde hay jabón —le digo.
Si acepta otra vez el tuteo, acepta que me la coja. Lo necesito, necesito cogérmela. Pasa y cierro la puerta. Le meto una mano en la entrepierna. La doy vuelta. La beso desesperadamente en la nuca, ella se queja, siente mi sexualidad, mi necesidad de sentirme vivo. Le levanto la pollera del uniforme y antes de que pueda decir la palabra forro estoy adentro empujándola hasta hacerla gemir, cada tanto puedo escuchar la palabra «despacio» o parte de la palabra despacio. Ella se sostiene de la mesada. Ruido de botellas que se derrumban. Le clavo las uñas en las tetas y me concentro en el temblor que provoco en sus nalgas. Cae un vaso, un balde de champán. Me salgo justo y le acabo entre las piernas. Ella se da vuelta y me besa. Tiene ojos que miran, y a la luz de esos ojos me cubro de sombras.
Fantasmas
La azafata me atiende. Cuando salimos nos vio medio mundo. Me estoy tomando el décimo bourbon. No me habla. Todavía tiene el pegote mío entre las piernas. No tuvo tiempo de ir al baño. El embalsamador homosexual casi nos sorprende. Igual es evidente que se dio cuenta, es cualquier cosa menos estúpido. Como palitos salados. Maníes. Al décimo le puse soda, a veces me gusta con soda, me gustan las burbujas. Detesto el champán, es bebida de flojos, es bebida de los que no les gusta beber. De los que saborean.
El embalsamador homosexual me habla. Lo escucho detrás de la borrachera, o sea, un siglo después.
—¿Todo bien, señor Gabriel?
—Todo bien, señor puto.
Estoy bien servido. Me parece que la azafata se puso melancólica. No quiero lastimar a nadie y siempre termino lastimando a alguien. Debe ser que en realidad quiero lastimar a alguien. Qué tipo jodido. Estoy tan frito como mi padre, tal vez por culpa de él, tal vez por culpa mía, tal vez por culpa de nadie.
—Enseguida vuelvo —le digo a la azafata, y es la culpa.
Me parece que después de haber acabado entre las piernas de una mujer hay que decir algo, que uno no puede irse así como así. Si le hubiera acabado adentro me sentiría obligado a pasarle una mensualidad. Es un costado poco práctico del machismo de mi padre. Creo que en el fondo apunta a menospreciar a las mujeres a tal nivel que cuando uno se separa de ellas debe seguir financiándolas, desacreditando con cada cheque sus esperanzas, socavando su autoestima a punto tal de que siempre necesiten de nosotros. Para comprar ropa, para comprar los forros que van a usar para coger con otros, para un aborto. Todo, en la ley que yo entiendo, lo paga el hombre que acabó adentro. Los que no acaban adentro que hagan lo que quieran. Es un mal que se lleva en las pelotas y se pasa con la leche.
Me acerco a uno de los amigos de mi padre, es un hombre que está triste de verdad. Me mira y parece como si me sacara una radiografía. Su nombre es Antonio.
—Vos sos el que peor la está pasando —me dice.
—Recién la pasé muy bien —digo, y me arrepiento: no quiero ser así con él. No puedo parar.
Miro hacia donde debería estar Roxana. No está. Mis ex mujeres tampoco, mi madre tampoco. Armé ya el primer escándalo de la noche. Todavía nos queda el día de mañana. La noche de mañana también, y la mañana de pasado mañana. Éste es un velatorio de dos noches. Larguero. Esperamos al tío de Italia, el tío de mi padre. Mío no. Cada vez que viene reparte billetes de cinco euros como si fueran una fortuna. No entiendo por qué la costumbre esa de dar plata. Mi padre me dijo que en el país de su padre es un gesto de afecto. Acá es una ofensa. Lo entienda o no lo entienda el italiano. Europa blanca piden ellos, y debe ser con razón. Yo quiero América negra, de la villa. Parda, cabeza, y que los europeos se metan su economía, sus billetes, sus ruinas y su puntualidad suiza en el culo. El tío de mi padre siempre trae queso y aceite de oliva, no de macanudo, aunque también es macanudo, los trae porque dice que acá no se puede comer queso ni se puede comprar aceite bueno. Y tiene razón, si estamos hechos mierdita, Don Corleone, acá no se puede comprar ni grasa de la más puta calidad, el único queso que la gente se come es el que le sale entre los dedos de los pies. No tiene la culpa el tío, sólo es un jubilado de guerra aunque nunca fue a la guerra. ¿Quién carajo tiene la culpa entonces? Alguien tiene que tener la culpa. Sería bueno tener a alguien a quien poder echarle la culpa.
El amigo de mi padre me habla y yo ya no sé ni en dónde estoy. Me voy mentalmente a cada rato, me vuelo con el odio que tengo en la cabeza, salgo disparado, soy el hombre cohete, porque el hombre bala es el enterrador. Y creo que no admite competencia.
—No te desbarranques vos atrás de tu viejo —me dice el amigo de mi padre.
—No te preocupes —le digo.
—¿Sabés a quién vi cuando venía para acá? A Rolando. Sentado en el umbral de un boliche frente al cementerio, me acordaba de cuánto lo querías vos cuando eras chico. Te la pasabas hablando de él. Tu viejo se preocupaba por vos, ¿sabés?
—Sí, sé —digo, y supongo dejarlo tranquilo aunque este hombre no es un hombre que te crea las cosas lindas que le contás de tu vida.
Me levanto de al lado del amigo de mi padre. Rolando. Tantos años. Es un nombre simpático para mí, es el personaje de muchas de las anécdotas que se cuentan en mi familia y en la familia de muchos acá en el barrio. A casi todos alguna vez Rolando les hizo un favor, siempre relacionado con el cementerio, tumbas, vencimientos de tierra, de nichos.
Tengo necesidad de ir al baño. Una mujer me detiene y me habla de mi padre. Me dice que me conoce de chico, yo no me acuerdo de ella. La mujer parece sincera. Por qué no habría de serlo en realidad. Me dice algunas frases más y después me habla de su nieto, que está mejor de las drogas, que las dejó definitivamente y ahora está buscando un trabajo digno donde aprender y ganar unos pesitos que le vendrían muy bien a la familia.
—Y vos, Gabrielito, que te va tan bien, que le diste trabajo a muchos amigos. Siempre hablábamos con tu padre de lo bien que te va, de lo buen hijo que sos.
Y no se puede callar la vieja ni que le metan una 45 en la cabeza. Parecía sincera y es tan mezquina como una víbora, lo único que tiene en la cabeza es embocarme al falopero de su nieto que no debe servir para nada. Que si le doy un martillo para que trabaje lo primero que va a hacer es salir a asaltar jubilados a la entrada del mercadito, y al primero que no le largue los cinco pesos para el paco va a molerle las nieves del tiempo que platearon su sien a martillazos.
—Que me venga a ver la semana que viene, señora —le digo, le extiendo mi tarjeta. La mujer la toma con las dos manos como si fuera una hostia entregada por el propio Papa.
Qué ganas tengo de patear algo. Me alejo de ella y veo cómo enseña la tarjeta a las otras viejas que deben estar envidiando la suerte del nieto falopero de la serpiente, deben estar envidiando mi suerte, deben estar envidiando a mi madre, deben estar envidiándolo todo, sentadas en la eternidad de sus sillas, a las puertas del infierno sin darse cuenta de nada. Las madres y las abuelas de este mundo hecho a imagen y semejanza de ellas mismas convertirían un jardín en un desierto con sólo tocarlo. La maldad ya les deformó la cara para siempre. Lo que uno elige mejor que lo elija bien, después de un tiempo no hay vuelta atrás. Yo voy por mal camino, voy por un pésimo camino, voy por el peor camino.
Salgo de la sala principal. La azafata ya no está, está otra. Flaca, jirafosa, de cara fruncida, horrible. No la saludo por fea y voy al baño. Meo desde el plexo solar, meo con toda la dignidad del mundo. Estuve reteniendo un pedo todo este tiempo. Ahora se me fue para adentro y no sale. Ya volverá. No hay que desesperar en estos casos. Salgo del baño. Me intercepta el embalsamador homosexual.
—El señor Traum necesita verlo —me dice.
—¿Tiene que ser ahora? —pregunto.
—Cuando usted tenga un minuto.
—Esta noche va a ser imposible. Mañana por la mañana.
Bajo las escaleras hasta el hall de entrada. Me apuro. No quiero cruzarme con Traum. Seguramente él no diría nada. Nunca insiste, siempre mantiene una perfecta armonía en las relaciones, no dice dos veces las cosas, es muy paciente a la hora de esperar.
La calle. El aire de la calle. Hace más frío o cada vez siento más el frío. Deben ser las dos cosas. La calle es más oscura para el lado del cementerio y no dan ganas de caminar para ahí. Vuelvo al velatorio. No quiero manejar, Traum me puso uno de los autos negros con chofer. Es un auto enorme, perfectamente lustrado, el chofer duerme adentro a la espera de algo de acción. Se lo pasa sentado diez horas por día. Debe tener el culo como una esponja. Golpeo la ventanilla y Bob Esponja se despierta, bosteza y se incorpora con nerviosismo. Sale del auto. Le digo quién soy. Ya lo sabe. Me abre la puerta de atrás, me pregunta adónde quiero ir. Le digo que me lleve a uno de los bares que están cerca del cementerio. Me adelanto a decirle que vamos a buscar a una persona para traerla al velorio, por si al tipo se le ocurre ser cortés y recordarme que hay bar dentro del salón. Que todo está ahí adentro, que nadie necesita salir para hacer nada. Ni para coger se necesita salir. Para pensar tal vez sí, pero a quién se le ocurre pensar en los tiempos que corren. Mejor leer el horóscopo chino, o los oráculos quechuas de la montaña de la verga erguida.
El auto se lanza a la calle. Iluminamos el empedrado de esta avenida olvidada en este barrio olvidado, de esta ciudad de ratas y enterradores. Estamos cerca del cementerio de Avellaneda. Vamos a tener que llevar a mi padre al cementerio de Berazategui porque en éste no hay hornos crematorios. No sé ni dónde queda el cementerio de Berazategui, pero seguro que no va a ser un viaje corto. Va a ser eterno. Rodeamos el paredón. Le digo a Bob Esponja que siga. Debe pensar que busco una puta. Aparecen dos, deben tener la edad de mi abuela pero parecen más viejas que ella. Nos saludan y una agita un pañuelo rosa. Nunca había visto algo así, le habrá quedado la costumbre de cuando los clientes venían en barco.
Irme, irme, irme, irme. Damos otra vuelta. Más oscuridad. Más putas. Me acostaría con la del pañuelo. La abrazaría y le preguntaría si por amor no sería capaz de dejar esta vida de calle. Yo estaría dispuesto a amarla y cuidarla durante los tres o cuatro años que le deben quedar de vida. Le guardaría el vaso con la dentadura en lugar seguro para que al levantarse no se tomara el agua y mordisqueara los dientes pensando que es una compota de pera.
Hay dos bares abiertos. Hay que acercarse para darse cuenta de que están abiertos porque tienen tan poca iluminación que es increíble que un grupo de borrachos pueda estar jugando a las cartas. Apenas deben poder verse las manos. Le pido al conductor que se detenga. Estacionamos entre los dos bares. Los borrachos van a pensar que soy algún político buscando merca. Entro en el bar que tiempo atrás se llamaba El Uruguayo, pero ahora se llama El Sapucai. No conozco a nadie. Pido una ginebra con soda. Me sirven medio vaso grande de ginebra y la soda aparte en un vaso grande también pero hasta el tope. Es soda de una máquina. Antes te daban el sifón. Tengo que echar la soda de vaso a vaso. Mitad ginebra mitad soda. Tomo de un tirón. Es horrible. Pido la cuenta, pago y salgo. Estoy en la puerta. La ginebra me acaba de partir el estómago. Siento el sudor que me cae por el cuello. Siento frío. Creo que me voy a desmayar ahora mismo. Acá estoy sin embargo, parado. Vomito. Los árboles vomitan de pie.
—No metas más veneno del que sos capaz de soportar, Gavilán —reconozco la voz detrás del ronquido y levanto la vista.
Jamás hubiera llegado a reconocer esta cara. La nariz rota hacia el lado izquierdo, la cara roja curtida por el sol y por la ginebra, una cicatriz que baja desde la frente haciendo la diagonal y se interrumpe en el ojo derecho sólo para seguir después hasta el cuello. Parece que le hubieran dado un hachazo en la cara. Trato de acomodarme.
—¿Te pasó un tren por arriba? —le digo.
—Je, más o menos, pero no me doblo al primer trago, querube.
Sonrío, respiro profundo. Tengo resto.
—¿Sabés lo de mi viejo?
—Con esta facha no quería pasar.
—Tenés que pasar. Tenés que venir a ver. Siempre me explicaste las cosas con sinceridad. Eso es lo que recuerdo de vos, Rolando.
—Vos recordás un tanto e imaginás otro tanto, Gavilán.
—Es lo mismo, pero te tengo presente.
—Eso sí —dice Rolando y se frota las manos.
Lo invito a subir al auto. Le abro la puerta. Mi mano derecha tocándole la espalda. Rolando es una de las personas más entrañables que conocí en la vida. No, es la más entrañable. Todo en él es puro, fluye como de un manantial preservado por la naturaleza, alejado por completo de la contaminación. Nunca tuvo nada. Ni siquiera infancia. Siempre dijo tener más de lo que necesitaba para vivir.
El auto toma el camino de vuelta al velatorio. Rolando y yo viajamos en silencio. Él ya se acomodó en el asiento de cuero negro impecable.
—De primera el habitáculo —me dice, y todo él vuelve en su manera de hablar.
—¿Seguís teniendo libros? —le pregunto y se debe notar que no tengo ánimo. Por un momento parece haber nacido la esperanza de que todo vuelva a ser igual que en la infancia, de que nada haya cambiado, de que la tristeza, al fin de cuentas, no hubiera ganado de verdad la partida.
Llegamos y Bob Esponja ubica el auto como para entrar en la cochera. Aprieta el botón de un control remoto y se abre el portón. Entra y frente a una puerta del hall de entrada detiene el motor del auto. Me bajo y le abro la puerta a Rolando. Lo miro bien a la luz. Está vestido con un traje de lana viejo y desgastado por el uso y los usuarios, supongo, porque tiene pinta de haber pertenecido a más de un difunto. Es una crueldad lo que hago, recién ahora me doy cuenta.
Rolando sube por la escalera y yo subo detrás de él. Lentitud. Cansancio. Antes de las tres de la mañana me gustaría estar durmiendo. Tal vez a la medianoche el muerto se convierta en calabaza, y nosotros en ratones y taza taza. Rolando mira el bar. Un beduino frente a un espejismo. Le digo que es gratis. Rolando repite la palabra. Gratis. Es como para repetirla, tiene razón. Sonrío. Es formidable. Pido un trago para mí. La azafata, insulsa, fea, no sabe lo que yo tomo. Pido ginebra importada con hielo y soda para Rolando. No hay apuro, viejo, le digo. El que te espera puede esperar.
Nadie en el bar. Muy pocas personas en la sala, al menos veo pocas desde acá. No puedo tolerar el alcohol. Otra vez el sudor y el frío. Un sonido agudo en el oído izquierdo, dulce dolor cervical. Estoy perfectamente borracho pero logro no actuar como tal. Pido una Coca-Cola helada.
—Voy al baño, Rolando —digo.
Atravieso la sala. Mi madre no volvió. Tía Laura habla con una mujer. Una amiga del Círculo Polaco. No me ve. De espaldas, la polaca no me reconoce, o tampoco me ve. El baño está del otro lado. Cruzo y alguien intenta retenerme. Un hombre que desconozco. Pantalón de vestir, campera de cuero. Un sindicalista amigo de mi padre. Me toca y es como un golpe. Mano de Piedra Durán está más durán que una piedra. Los velorios les encantan, se pueden drogar tranquilos y pasar desapercibidos porque las caras duras quedan bien en estos casos. No entiendo lo que dice. Voz falsa de piedra pómez. Digo gracias y sigo. A la salida le voy a regalar el cajón celeste para que lo quemen en las próximas elecciones o lo metan a Perón adentro. El único lado bueno del peronismo de mi padre es que nunca se tomó una ventaja de eso. Para mi madre, que venía de familia anarquista y se tuvo que transformar a la fuerza, eso no era precisamente un lado positivo. Mientras los amigos de mi padre se iban para arriba, nosotros nos hundíamos cada vez más en el pozo. El machismo de mi padre potenciado por las tablas de su ley no le permitió reparar nunca en que el instinto práctico del animal femenino se mantenía intacto en mi madre pese a tanta prohibición. El corazón hace malos negocios, Angelito. La voz de mi abuela era la voz de la sabiduría. Mi padre fue siempre sinónimo de malos negocios. El último crédito lo sacó dos meses antes de morir. A nombre de mi madre para no tener que hacer trámites. La que debe ahora es ella. Veinte meses sin pensión, o casi sin pensión. ¿La plata? Dios sabrá.
«Por cada depósito que tenga el flotador deficiente se desperdician alrededor de 4500 litros de agua por día». Lo dice un cartel frente al mingitorio de este baño. Me pregunto cuál será el caudal de desperdicio por cada persona que tenga el flotador deficiente. Sacudo y guardo. No me lavo las manos. Salgo. Hago unos pocos pasos y tía Laura me ve. Me llama. Voy. Siempre le hice caso a tía Laura. Me señala el cierre del pantalón. Levanto. Unas gotitas húmedas saltaron hasta el pantalón. No puedo mear ni comer sin ensuciarme.
—¿Te acordás de Petra?
—Por supuesto.
—La mamá de Katya. ¿Te acordás de Katya?
—Por supuesto.
Besos. Besitos. Caricias tiernas del alma. Vuelvo a buscar a mi amigo, pero el bar está vacío. Sólo la azafata. Insulsa. Fea. Menos swing que mermelada de limón. Me gustaría saber su nombre pero no tiene cartelito. Entonces se llama Citrus.
—¿No sabe cuándo viene la otra chica? —pregunto.
—Mañana por la mañana —responde Citrus.
Bajo hasta la cochera. Nadie, ni Bob Esponja. Salgo a la calle. El portero está parado como un granadero. Le pregunto por Rolando. No vio nada. No dice nadie, dice nada. De todo lo raro que uno puede encontrar en este mundo la gente es lo único insuperable.
—Cortito, saco y pantalón de lana vieja. Cara lapidada por la impiedad, andar lento, olor a acaroína que se siente una hora antes de que llegue el cuerpo que lo porta. Responde, si se le canta, al nombre de Rolando.
El portero me mira. Debe pensar que el sarcasmo a veces es necesario para atravesar el dolor de la pérdida, se lo habrá explicado Traum. O debe pensar en renunciar al trabajo sólo para romperme la cara.
—El chofer y el auto que yo le pagué bien caro al dueño de esta fiambrería, ¿en dónde carajo están? —digo. No. Grito.
—Cálmese un poquito, amigo. No me grite —me dice el portero.
Camino por las veredas oscuras. Algunas luces se encienden a mi paso y se apagan a los pocos segundos que me alejo. Son espantachorros que no espantan a nadie. Pero el efecto que da caminar por estas veredas es el de estar en una sesión de fotos para una revista de moda. El único problema es lo que iluminan los flashes. Mugre. Casas semiderrumbadas. Ratas gordas medio atontadas de tanto comer. Jeringas, botellas y algún borracho que no llegó a arrastrarse hasta el refugio de su cueva y quedó a medio camino a riesgo de no llegar a ver la luz del nuevo día. Desisto a las dos cuadras. Me pregunto qué le habrá pasado, si él está acostumbrado a la muerte. No puedo ser tan estúpido. Esta muerte no es la misma muerte. Le pedí que viera algo que no podía ver: algo que tampoco yo quería ver.
Vuelvo por la vereda de enfrente. Llego a la esquina y se enciende una luz, muy potente. Se ilumina la entrada de una fábrica. Un pequeño zaguán. Primero lo veo pero no del todo bien. La luz se apaga al no detectar más el movimiento. Doy un paso hacia adelante y se enciende otra vez. Son dos hombres. Viejos. Tirados uno al lado del otro en el zaguán. Me muevo levemente, medio paso para adelante y medio para atrás. Lo suficiente como para que no se apague la luz. Están acostados uno al lado del otro. El más alto es muy flaco, abraza al más gordito por la espalda. El gordito tiene los pantalones bajos. El culo al aire. El flaco tiene los pantalones subidos pero de la bragueta le sale algo tan largo como el cuello de una jirafa. Las personas de este barrio se la rebuscan para no aburrirse. El hombre jirafa le debe dar placer a más de uno. Además es muy cariñoso después del polvo. No puedo sacarme la sonrisa de la cara y tengo que volver al velorio. Más tarde podría ir a buscar a Rolando. O tal vez mañana. Quedan dos días y una noche antes de que el infierno se devore la carne que hemos puesto al asador.
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