La ley de la ferocidad - Capítulo 2

Dos

Escrito en la máquina de tinta roja, un año después de la muerte de mi padre
YA estaba en la cima. Por lo menos en el lugar exacto al que me había propuesto llegar. Había transformado la empresa en dos, y manejaba a las dos de taquito. Me daba cuenta de que tenía la capacidad de ganar dinero sin esforzarme demasiado. Pero me sentía asqueado también de eso. Yo sabía que mi padre se sentía orgulloso de mí, que no sospechaba o que fingía no sospechar que toda esa energía que yo desplegaba, que toda esa necesidad de ser exitoso, se correspondía no con una ambición personal sino con una necesidad extrema de venganza, un deseo profundo de ser más que él.
Fue un sábado. Yo le había llevado a mi madre un cheque para cubrir un préstamo. «Gabriel nunca se va a caer», me dijo mi madre que le había dicho mi padre. Me lo contó y me puse como loco. Para ellos, si se estaba bien de dinero se estaba bien de todo, y nunca pudieron ver que lejos de caerme, hacía rato que me había desbarrancado.
—Porqué no se van a la mierda vos y todos los demás —le dije a mi madre—. Voy a vender la empresa o la voy a cerrar. Se van a quedar todos en la calle.
—Con vos no se puede hablar.
—La puta que los parió, mamá.
—Si tu padre nunca les exigió nada.
—De eso se trata, de algo así. Él sólo pasó, como un huracán. Los padres exigen, se ocupan. Él hacía y deshacía. A golpes hacía, a golpes deshacía. Yo te hice, yo te deshago, ¿te acordás?, ¿o a tu memoria también se la llevó el huracán?
Me fui. Eran días muy malos. Nada tenía sentido de la manera en que lo estaba haciendo. Ningún triunfo me consolaba y además yo ni siquiera sabía de qué me tenía que consolar. Hacía cualquier cosa para calmarme, y para no comenzar a tomar whisky. Me pasaba semanas enteras en la cama, comiendo chocolates, masturbándome, comiendo milanesas y pizzas, tomando Coca-Cola, mezclando aperitivos sin alcohol con café, tomando tranquilizantes para volver a masturbarme. De la cama a la ducha y de la ducha a la cama, a la bolsa de boxear, a las pesas.
Vivía en un quinto piso sobre la avenida San Martín, casi Juan B. Justo. En el piso de abajo vivía una pareja que hacía un año intentaba vender su departamento, y que todo el tiempo me venía a golpear la puerta por cualquier ruido que yo hacía. Una vez, en uno de esos ciclos de lucha libre contra las ganas de tomar, levanté tanto peso en el banco de pecho que al tercer alzamiento se me quedó el barral pegado contra el esternón y comencé a asfixiarme. Tuve que hacer un esfuerzo descomunal para apartar las pesas hacia un costado y dejarlas caer al piso. El golpe contra la losa fue tan fuerte que arrancó varias tablas del parquet y los vecinos de abajo, que hacía rato esperaban la oportunidad de insultarme, vinieron con ese ímpetu que les da a los cretinos el creer que están haciendo algo justo contra un ser despreciable que se pasó de la raya, y prácticamente me tiraron la puerta abajo. Golpearon hasta que les grité que ya iba. No podía levantarme del banco de las pesas y casi me arrastré por el suelo, con un dolor enorme en el pecho (después iba a resultar que me había quebrado dos costillas), y abrí la puerta.
—Usted está colmando la paciencia —me dijo la mujer mientras su marido me miraba sufrir en lo que, estoy seguro, creyó era la sobredosis que había empezado a matarme.
—Hago lo que sea para no tomar, querida —le dije.
—Haga lo que sea pero no tire el edificio abajo.
El machito no contestaba, la dejaba hablar a su mujer que por lo visto era la única que llevaba los pantalones largos en la casa. Digo por lo visto porque el machito estaba en pantalones cortos y remera musculosa. Era un italiano de mierda que tenía un gimnasio a la vuelta. Pensé que de tanto darle a la pasta, pero no al uso nostro, ya no entraba en los pantalones Gino Vaneli que había traído de la mamma patria.
—¿Se extraña el aceite de oliva? —le pregunté, y el tipo, desconcertado, me miró con odio.
—Drogadicto de mierda —dijo, se dio vuelta y se fue.
La mujer se quedó un instante.
—Si vuelve a hacer eso llamo al administrador —dijo, y fue ahí que se me ocurrió la idea.
—Te compro el departamento —le dije.
—¿Qué?
—Te compro el departamento, ¿lo vendés o no lo vendés?
—Sí —dijo ella desconcertada, cambiando levemente el tono de voz.
Hija de puta, pensé, ahora cambia todo. Tengo la plata para comprar tu pocilga, tengo las ganas de jugar a comprarlo, de hacerte perder el tiempo.
—Vale cincuenta mil dólares.
—Te lo seño ahora con mil quinientos.
—¿Por qué lo querés comprar?
—No doy explicaciones de nada a nadie, mucho menos a una mujer. Desconocida —dije.
—Lo hablo con mi marido y venimos.
—Venimos no, venís, lo que tu marido acaba de decir no tiene vuelta atrás.
—Vengo —dijo ella, y sentí que ya había humillado al italiano.
Hicimos una seña de mil quinientos dólares. La seña era por treinta días, en ese lapso yo tenía que reforzarla hasta llegar al cincuenta por ciento del valor del inmueble.
—De ahora en más te manejás con mi abogado —le dije—. A vos tampoco quiero volver a verte la cara.
El dolor en las costillas era insoportable. Fui hasta la heladera y saqué una botella de vodka helado.
—Brindamos.
—No tomo alcohol —dijo ella—. Eso es para los estúpidos.
—Entonces por los estúpidos —dije, y le di un trago largo, directamente del pico, hasta que la garganta se me inflamó como la de un sapo.
La mujer me miró; creo que estaba conmovida. La autodestrucción, o la puesta en escena de la autodestrucción de un hombre, conmueve a las mujeres, hasta a las que parecen inconmovibles. Le sonreí.
—Usted no tiene miedo de que lo estafe, de que lo tome como de quien viene y me quede con el dinero.
—No.
—A usted no le importa nada, ¿no? Miresé.
—Me veo, miresé usted, me parece que no se da cuenta.
—Prefiero devolverle esto —dijo. Visiblemente indignada, la mujer me tiró los billetes sobre la mesa ratona del living. Estábamos los dos ahí parados. Yo con la botella en una mano, ella con la perplejidad de quien hubiera sido violada y se encontrara ahora, años más tarde, con el violador en una simple operación inmobiliaria.
—Yo no le voy a devolver esto —dije, y agité en mi mano el recibo de seña que ella acababa de firmar. La mujer se acercó a la mesa, tomó el dinero y salió del departamento.
Tomé otro trago, más corto ahora que no tenía que actuar para nadie. De golpe, como impulsado por una fuerza mucho más grande que la de la voluntad, por una fuerza que era más que cualquier voluntad, salí al hall y bajé un piso por la escalera. Sosteniéndome el costado, borracho, a punto de vomitar a causa del dolor. La encontré justo cuando él abría la puerta.
—¿Qué quiere? —me preguntó él, en un tono que se cuidaba perfectamente de no faltarme el respeto pero que dejaba clara la hostilidad.
La mujer se dio vuelta, y con un gesto, casi como una madre mandaría a su hijo mayor y solterón a que se metiera en sus asuntos, mandó para adentro al italiano.
—El deseo es el de humillar a mi padre. Él ama todo lo que venga de Italia. Por eso digo lo que digo. Yo no odio a nadie.
—A usted le convendría internarse.
Sonreí, la mujer había aprovechado mi momento de debilidad para derrotarme sin misericordia. La había subestimado. No todas son tu madre, pensé. No todas se dejan convencer por hombres que gritan. Volví a mi departamento y cuando iba a sentarme en el suelo una puntada me dobló y caí. Busqué el número de la empresa de emergencias y llamé. Pagaba una cobertura médica de más de quinientos dólares por mes. Suiza. Mucha plata, mucha cobertura, mucha mierda. Pero suiza.
Llegaron dos de esos médicos a los que les falta una materia para recibirse de clínicos inexpertos y doscientas cincuenta mil trompadas en la cabeza para recibirse de seres humanos. Mientras me atendían, yo no soltaba la botella de vodka que ya estaba por la mitad. Tenía la borrachera justa para sentir el control de mi cuerpo y de mi mente, para aprovecharme de la impunidad que me daba la situación.
—Tenemos que hacerle unas radiografías, señor —me dijo el que parecía el jefe.
Digo que parecía el jefe porque, igual que el plomero y su ayudante, el tipo era el que metía mano mientras el otro se ocupaba de alcanzarle las cosas que necesitaba y de escuchar en silencio. También se encargaba de llenar las planillas y de hacer preguntas estúpidas, más estúpidas de lo que yo hubiera imaginado para él, por lo que pensé que el mediquito practicante era un gusano obsecuente de la empresa suiza.
—Usted está borracho —me dijo el doctor.
No quería caer en la broma fácil y lejos de preguntarle si era pariente cercano de Einstein, lejos de aplaudirlo a mano suelta, lejos de todo sarcasmo, le sonreí. El médico parecía un tipo inteligente, un tipo valioso con un empleo de mierda. Yo, en cambio, le había pasado por arriba a todo eso.
—¿Vio cómo son las cosas? —le dije. El tipo me miró—. Yo soy un tipo de mierda con un empleo maravilloso.
El médico se rió, el ayudante me miró con asco.
—Dale un calmante inyectable.
Después me pidió por favor que dejara de tomar, que no lo comprometiera a darme un calmante en esas condiciones. Que podía tener convulsiones, taquicardia, un infarto, muerte súbita, definición por penales y todo eso que yo estaba harto de oír de todos los médicos a los que iba pero que nunca había logrado experimentar. Le pedí al ayudante que vaciara la botella en la pileta de la cocina por mí. Me vendaron y me pidieron que me cambiara de ropa porque iban a tener que llevarme al hospital.
—Su estado va a quedar en mi absoluta reserva —me dijo el médico.
—Reserva San Juan —agregué yo, y le arranqué otra sonrisa a su cara cenicienta.
—Vamos, cambiesé, amigo, no me la haga difícil.
Volví del hospital con una faja apretada que me envolvía el torso y una caja de sedantes para toda la semana, me acosté y encendí el televisor. Llamé a la oficina y le dije a Gastón que me iba a tomar la semana libre. Mi socio, que siempre me apoyaba en todo, en parte porque me tenía afecto, en parte porque sabía que todo iba mejor cuando yo no estaba, me dijo que no me hiciera problema. Le pedí a mi secretaria que me comprara dos pasajes para San Miguel de Tucumán. En esa ciudad teníamos dos obras enormes y se me ocurrió la idea de invitar a mi padre, ya que él nunca había viajado en avión y yo tampoco.
En una de esas obras trabajaba Alejandro. No tuve intenciones premeditadas de que pasara lo que terminó por pasar, en ese momento me movió la idea de regalarle un viaje gratis a mi padre, de ir con él, de hablar de algunas cosas, comernos un asado y recuperar algo de lo que habíamos perdido. Con Alejandro también. Era una oportunidad para eso. Pasarlo bien, sólo pasarlo bien. Alejandro, mi padre y yo, sin ninguna necesidad económica, sin ninguna traba para hacer lo que tuviéramos ganas de hacer.
A la hora, más o menos, mi secretaria me dijo que los pasajes estaban para el sábado, y que iba al banco y a última hora me mandaba el dinero. Corté y volví a llamarla. Le pregunté si mi padre estaba en la empresa en ese mismo momento. Ella me dijo que estaba en el depósito, buscando unos materiales para terminar un trabajo en la noche. Le pedí que le avisara que nos íbamos el sábado, que le dijera que era para tomar unas medidas en los tableros viejos de los supermercados que estábamos remodelando. Que le dijera también que tuviera la precaución de llevar ropa para una semana, y que directamente lo esperaba en el aeropuerto, dos horas antes del vuelo.
Viviana era la secretaria perfecta y entendía, creo que mejor que yo, todo lo que desordenadamente le acababa de pedir, creo que entendía incluso las razones más oscuras que me llevaban a hacer lo que estaba por hacer.
—¿Está bien, Gabriel? —me preguntó, y le dije que sí, que un poco quebrado en las costillas pero bien. Nunca nadie sabía cuándo yo hablaba en broma o cuando hablaba en serio. Corté, apagué el teléfono celular y me quedé dormido.
Me desperté de noche, con un dolor punzante y una sensación de angustia que supuse venía de un sueño que no podía recordar. Estaba empapado en sudor y en el departamento hacía un frío de locos. Estábamos en noviembre, creo, o diciembre, no sé, pero recuerdo el frío poco común para esa época del año. Fui a la cocina y encendí el horno y todas las hornallas. Me hice café. Tomé el café en tres o cuatro sorbos. De golpe pensé en cosas en las cuales hacía tiempo no pensaba. Me refiero a cosas físicas, a objetos. Una caña de pescar, una vieja carabina 22, un cuchillo de cazador tipo Rambo, con brújula y todo. Una máquina de escribir portátil, antigua, que había heredado de mi abuelo materno.
En esa máquina, en tinta roja, él había escrito decenas de poemas eróticos, letras de tangos que tan sólo él cantaba, inicios de historias, fragmentos de un diario personal. Sólo en tinta roja. Pensé en el viejo Reyes, mi querido abuelo, y sentí que la vida me arrebataba permanentemente a las personas que yo más quería, y a las únicas que me hubiera gustado tener al lado en momentos difíciles. Dejé el café y busqué alguna bebida. Tenía que haber más pero no encontré nada. Destapé una botellita de alcohol fino y abrí una lata de Coca-Cola. Era el Cuba libre del Hospital Álvarez. Lo había inventado uno de los internos. Fui al lavadero, tomé una escalera de ésas de cinco o seis escalones, fui hasta mi habitación y la coloqué frente al placard. Me trepé a la baulera, sentí el dolor anestesiado por el efecto del alcohol, una pesadez agradable en las piernas. Me trepé con torpeza y cometí la estupidez de meterme de culo en la baulera cuando bien podía haber buscado desde la escalera misma.
Me hice lugar entre la maraña de cosas (la botellita de alcohol con Coca al lado, el dolor en las costillas como una puñalada) y comencé a arrojar cajas, paquetes y objetos de todo tipo hacia la cama. Unas veces la embocaba y otras no. Cuando no, si el objeto era pesado (por ejemplo una maquinita de café expreso que daba patadas como una mula cibernética), el golpe sonaba como la bomba atómica y seguramente desprendía cascaritas de pintura del departamento de mis vecinos de abajo. No había riesgos de que vinieran a protestar ya que ahora ellos pensaban que yo iba a comprar su nidito de amor. Cebado por esta idea comencé a arrojar el resto de las cosas directamente al suelo, hice saltar varias tablitas de parquet, que sumadas a las que habían saltado del living eran suficientes como para hacer un asado peronista. Finalmente encontré la máquina y la bajé con cuidado.
Se habían repartido todo lo que mi abuelo me había dejado. Su casa, su auto, su reloj. Pero por suerte a nadie le interesaba lo único que a mí me interesó siempre de él: su alma. De no haber intercedido vaya a saber si mi madre o la hermana de mi abuelo, cosas como esa máquina hubieran ido a parar a la basura. Al fin y al cabo, el viejo Reyes nunca pudo mantener a la familia según se pensaba que se debía hacer. Acá estaba su elemento de escritura. Su arma secreta contra la soledad en la cual se vio confinado sobre el final de su vida. Su cinta roja, el rodillo machacado por la fuerza de sus dedos, las letras gastadas. Mi abuelo aprendió a escribir solo, cantar supo siempre. Pienso en los tangueritos de estos tiempos y supongo que lo mejor que le pudo pasar a mi abuelo fue morirse. Dios le habrá dicho: «Vengasé, Reyes, que se viene el tiempo de la boludez, de centenares de gringos más muertos que mierda seca tratando de encontrarle una salida sentimental al laberinto estúpido de sus vidas narcotizadas». Más o menos así, entre bohemio y campero, lo hubiera escrito él.
Puse la máquina sobre la cama y la abrí. No tenía papel. Busqué el rollo de papel manteca y corté pedazos parejos con un cortapapeles. Puse un pedazo de papel en la máquina y apreté la letra «y». ¿Cómo sería poner el último punto después de haber escrito un libro? Escribí mi nombre, el nombre de mi abuelo. La frase «había una vez». «Una puta es una diosa del Olimpo». Desistí. Yo no sabía bien cómo seguir una historia. Escribí la palabra «mierda» un montón de veces. Pensé que alguna vez iba a escribir un libro que contuviera en sus páginas cien veces la palabra mierda. Una vez escribí la oración de la serenidad páginas y páginas sin parar. La diferencia es que había sido a mano alzada. No era la primera vez que probaba sentir lo que yo suponía que tiene que sentir un escritor cuando escribe. No era la primera vez que el hecho de escribir me desilusionaba. Pero la simple idea del tiquitaca de una máquina tenía algo. Me imaginaba como un autista de la maquinita. Escribir para no pensar en nada. ¿Había una vez qué? Escribir porque una vez hubo algo y ahora no hay nada. Escribir porque una vez es un tiempo muy lejano en el tiempo. Porque no es esta vez, es aquélla. Porque se fue para siempre, porque me convertí en un borracho melancólico, la categoría de boludo más deprimente en la que uno se puede convertir.
Sonó el teléfono. Dejé la máquina y atendí. Era mi secretaria. Todo estaba listo. Sonó el timbre. «¿Llegó la plata?», me preguntó ella. Le dije que sí, que acababan de tocar el timbre y que suponía que era el de la moto. Como si fuera mi madre en vez de mi secretaria me pidió que lo confirmara. Lo confirmé por el portero eléctrico y se lo dije. «Tiene los dos pasajes», me dijo ella, «el suyo y el de su padre. Él lo espera el sábado a las siete de la mañana en el aeropuerto. Estaba de lo más feliz». Le di las gracias y pensé que de jueves a la noche a sábado a la mañana quedaba un trecho demasiado largo como para esperar. Supuse que algo me iba a pasar. Había pedido una cantidad enorme de dinero. Bajé a buscarlo.
Llamé por teléfono al supermercado y pedí algunas cosas sin importancia para disimular la que tenía importancia: una botella de Daniels. Antes de la una de la mañana tenía una borrachera descomunal. Tomé un puñado de billetes de cien y salí a la calle. Fui a la cochera y saqué el auto. En realidad yo andaba con una camioneta pick up de la empresa, esas de cabina doble y ruedas enormes como para pasarle por encima a un auto pequeño sin problemas. Salí como pude. Por suerte el sereno de la cochera estaba tan doblado como yo y no se dio cuenta de nada. Antes de poner la primera marcha ya sabía, aunque fingiera no saberlo, adónde iba a ir. Atravesé la avenida San Martín a toda velocidad, entré en Díaz Vélez y casi se me va de cola la pick up. Frené en un semáforo en rojo, apenas pasando el hospital, frente a una comisaría. La camioneta había quedado levemente ladeada. Miré hacia el edificio de los mierdas azules y vi como uno me hacía señas como amortiguando el aire con su mano izquierda, me decía claramente que fuera más despacio. Levanté la mano para saludarlo. Trataba de dejar en claro que esto no me pasaba nunca. Es sólo que estoy borracho, sorete. El cana tenía la otra mano en el cinturón, cerca de la pistola, de la única pistola que tienen: la 45.
El semáforo cambió y salí a toda velocidad en su cara. Si me perseguían pensaba meterme en doble tracción por el Parque Centenario. Miré para atrás. Nadie. Aceleré por las dudas. Doblé una y otra vez.
En San Juan subí a la autopista y encaré derecho para el río de Quilmes. A la altura del Acceso Sudeste me arrepentí. Decir que me arrepentí es decir estupideces, en realidad yo pensaba en cualquier cosa, en alguna cosa parecida a la nada, a la brea, al pegamento de zapatería, a las piernas muertas de un paralítico, al culo perforado de alguien que hubiera caído de un piso mil contra una reja de lanzas. En eso pensaba y el que manejaba no sé quién o qué era. Cuando quise darme cuenta, estaba llegando al barrio de la antigua embotelladora de Pepsi.
El barrio de la Pepsi es una sucesión de cuarenta o cien o mil monobloques apostados frente a la ruta con la peor comisaría de la Bonaerense en un costado y un centenar de bolivianos francotiradores protegiendo lo que es el epicentro nacional del tráfico de drogas a mediana escala. Ahí van a comprar los vendedores minoristas. Se compra un mínimo de cien gramos, se mixtura con aspirina y estricnina, un toque nada más por precaución a los que se la bombean, y se quintuplica el dinero. Dejé la camioneta frente a la puerta de mi proveedor. Abierta, con las llaves puestas. Subí a la vereda y toqué el timbre. El barrio de la Pepsi es también, en determinadas ocasiones, uno de los lugares más seguros del Gran Buenos Aires. Y los que te cuidan el auto frente a la entrada de tu obra social, te lo cuidan gratis. Todo lo hacen gratis. Buena gente. Las veredas de ese barrio son altas como las de la Boca, aunque no se inunda, nunca pregunté por qué, pero funcionan perfectamente como trincheras cuando los sicarios y los traficantes se enfrentan a las fuerzas del orden. No a la Policía Bonaerense, sino a «las fuerzas del orden», una agrupación de vecinos honestos (pero no por eso menos violentos) que desde hace un tiempo intentan erradicar a los narcos. Nadie me contestó. Volví a tocar y la mujer de mi amigo, transparente de sida y de perversidad, con los ojos más muertos que el alma, me hizo pasar.
Pedí quinientos pesos de la mejor. Quinientos pesos era uno de los cinco paquetes de dinero que había tomado del sobre que me había mandado mi secretaria. Mi proveedor me preguntó si quería custodia hasta el acceso a la ruta. Le dije que sí. Había comprado una cantidad de droga como para ser asesinado a los veinte metros. Los feudos no duran más de tres o cuatro frentes de monobloque. Bajé de la vereda y caminé hasta la camioneta. Me subí y en la cabina descubierta se subieron dos pibes. Uno con una Itaka y el otro con una semiautomática de calibre considerable. Metele fierro, me gritó el de la Itaka, y aceleré a toda marcha. Pasé por las calles de tierra levantando polvo, sacudiendo barro para los cuatro costados, sin pisar el freno ni cuando le pasaba cerca a los que se agrupaban al costado del camino. Cuando llegué al asfalto uno de los pibes golpeó el vidrio trasero de la pick up, yo aminoré la marcha y se tiraron. Corrieron a través de la ruta de vuelta a la selva de donde los había sacado.
Subí a la autopista en Quilmes. Hice unos kilómetros, paré la camioneta en un lugar oscuro y me tomé una buena dosis. Recuperé la sobriedad por completo, cosa que no me gustó demasiado. Bajé a la altura de San Telmo. Entré por Caseros hasta Defensa y estacioné frente al Bar Británico. Me pedí un vodka doble, porque el whisky que venden en ese bar es una verdadera porquería. Tomé droga levantándola con los dedos, pellizcos considerables que me metía en la nariz sin ningún disimulo. Habré estado una hora, o dos, no recuerdo bien, pagué y me fui. Busqué un prostíbulo en donde pasar la noche rodeado de mujeres. No pensaba tocar a ninguna, pero necesitaba estar rodeado de ellas, al menos acompañado de una en particular que pudiera entender que lo único que yo quería era que me dejaran en paz pero que no me dejaran solo. Fue ahí donde conocí a Andrea.
No recuerdo mucho la primera vez. Luces rojas y verdes, penumbra de lugar mafioso. Decenas de pibas de diferentes edades. Algunas verdaderamente horripilantes. Otras misteriosamente bellas, como aguamarinas sumergidas en el lodo de una cloaca. Me senté a una mesa. No había muchos clientes, a excepción de dos tipos que parecían bolivianos, doblados sobre la barra con las cabezas casi una sobre la otra. Una vieja se me acercó, se inclinó sobre mí y me preguntó si me iba a servir algo. Yo no estaba tan colocado por la droga, tenía en la cabeza a mi padre, pensaba que tenía que irme rápido de ese lugar, que podía hacer durar eso hasta el mediodía y que después me iba a tener que dedicar el resto del viernes a recuperarme. Quería estar fresco para el sábado a la mañana.
La puta se apoyó sobre la mesa, echó toda la carne sobre la fórmica.
—¿Estás muy durito, papi, o querés comer algo? —El aliento a cigarrillo era añejo, le salía de los pulmones.
Le dije que se fuera. «Borrate», fue exactamente lo que le dije. La vieja se fue. Fui hasta la barra y pedí una botella del mejor whisky. Blenders, me dijeron. Una mierda, pero lo que había. Una rubia, petisita, bien formada y de menos de veinte años se me acercó.
—Soy la que mejor la chupa de todas estas víboras —me dijo.
Sin responderle caminé hasta la barra y en una de las mesas, bajo la única luz medianamente fuerte, la vi: treinta años, sostenía su cabeza con cara aburrida y un desgano que le salía por los poros, tomaba una naranjada. Era la única que no estaba en ropa interior. Dudé. La miré bien. Tenía un jean azul, el pelo morocho lacio, era delgada, de más de un metro setenta y verdaderamente hermosa. De rasgos finísimos, de ojos tal vez un poco chicos, achinados, pero de mirada profunda, perforante. Me senté junto a ella.
—¿Me vas a decir tu nombre? —le pregunté.
—No sé —dijo.
—Decímelo ahora, antes de que empiece con la cuenta regresiva —le dije, y señalé la botella que tenía todavía sin abrir.
—Por mí podés morirte —me dijo.
—No te creo, si me muero seguro te vas a sentir culpable.
—Es verdad, no te mueras.
—Hecho, mejor tomemos.
—Mi copa vale el triple que la tuya.
—No te preocupes, soy millonario.
Le di quinientos pesos y le dije que fuera a arreglar, que nos íbamos a pasar la noche a un hotel. Que arreglara por lo que arreglara y se quedara con el vuelto. Me sonrió.
—Me llamo Dalia.
—Y yo Julio César.
Volvió a sonreír.
—No te enojes, pero no te conozco.
—Vos te llamás Andrea a partir de ahora, porque a mí me gusta ese nombre.
Andrea se fue hacia la barra. Ahora moviendo las caderas en lo que a mí me pareció una actitud clara de que yo le había gustado. Lo hacía levemente, para calentarme, supongo, aunque yo no quería calentarme, yo sólo quería sacarla de ahí porque era hermosa, porque de golpe quería rescatar a alguien, porque era uno de esos pelotudos que se hubiera casado con una puta, enamorado de su supuesto drama, de su supuesta desolación, de su supuesta tristeza. Abrí la bolsa y tomé un pase largo de droga. Unos cinco pellizcos para ser exactos. Andrea volvió, se había recogido el pelo. Tenía una mirada cautivante, me atraía de todas las maneras imaginables, pero yo quería aplacar el deseo sexual y para eso tenía la mejor arma del mundo: la cocaína. Tomé nuevamente delante de ella, para que ella me mirara tomar.
—Si tomás eso te vas a perder cogerme —me dijo.
—No quiero cogerte.
Abrí la botella de whisky, el efecto de la cocaína ahora sí era bastante duro de soportar sin alcohol. Tomé un trago largo, directamente del pico. Me impacientaba el pico vertedor de la botella de whisky. Saqué una navaja que siempre llevaba conmigo y le rompí las separaciones de plástico dejando un agujero más grande por donde el whisky brotó como lo haría el agua de un manantial. Mejor dicho la lava de un volcán, quemándolo todo a su paso.
Salimos y uno de los tipos que custodiaban el tugurio paró un taxi para nosotros. Cuando Andrea subió le toqué el culo, pasándole bien la mano por las nalgas y la raya. Tuve una erección y supe que tenía que tomar más droga. En el taxi abrí la bolsa y me di dos saques. Le di uno a Andrea. El taxista nos recriminó que no quería problemas en su coche y le alargué un billete de cien.
—Quedesé con el vuelto —le dije.
Entramos en el hotel y le pedí al conductor del taxi que esperara unos minutos.
—Nos queremos drogar bien antes de entrar.
—¿No te parece que estás bien drogado? —me dijo Andrea.
—No, mi amor, un matrimonio drogado es un matrimonio feliz.
El conductor nos miraba por el espejo. Con cara de nada. Supuse que se merecía al menos cien pesos por tener que soportar un espectáculo deprimente como el que estaba soportando. Pellizcamos unas cuatro veces cada uno de la bolsa y salimos del auto. Le estaba por pagar al conductor cuando Andrea me recordó que ya le había dado cien pesos. Igual le di cien más. La cara del tipo no fue precisamente de agradecimiento, fue de susto, o esa mirada recuerdo en sus ojos apenas iluminados por la luz avara del foquito interior del 504.
Me quedé toda la noche con Andrea. Hablamos. Ella tenía una hija. Pasaba cuando y con quien se le daba la gana; ése era el arreglo que tenía: era la novia del dueño.
Bajo la luz roja de la habitación la belleza de Andrea se llenaba de una melancolía dulce. La ternura de su mirada, sus caricias. Su voz, grave, hundida en el pecho, resonaba con un eco sutil de caverna. Vencía la distancia de ser casi desconocidos. Se notaba que nada la obligaba a estar conmigo. Me contó cosas de su vida, o inventó, no sé; lo único que me importaba era que su voz cavernosa sonara sin cesar en la noche desprovista de salida que había inventado para mí mismo. Pensé que un suicida es aquel que ha perdido por completo su instinto de supervivencia. Un borracho, un drogadicto, es casi lo mismo que un suicida, solamente que un resabio de ese instinto todavía perdura en su alma. Los tres habitan el infierno: la conciencia implacable de que existir es un don inútil.
En un momento, mientras Andrea hablaba, le dije que ahora venía la parte que no le iba a gustar. Después me arrepentí de lo que había dicho y le dije que no se asustara, que yo no era Jack el destripador, que me refería a otra cosa.
—Voy a tomar sin parar, todo lo que pueda, no voy a llegar a la sobredosis pero le voy a pasar cerca. Vos mirá televisión, si podés quedarte mejor. Lo voy a hacer con vos o sin vos. Lo importante es que no me hables, de ahora en más no existo, no me hables. Pedí y tomá lo que quieras. Sacá plata directamente de la billetera. Pagá el hotel y dejame para un taxi, nada más. Chau. Nada más. Chau. Gracias. Andrea. Chau.
—¿Vas a intentar matarte?
—Voy a intentar matar algo que me está matando.
—Espero que no me metas en una.
—No puedo prometer eso, que sea pura intuición tuya. Andate cuando te parezca, en un momento me va a dar lo mismo.
Después me desconecté por completo. Creo que Andrea dijo algo más, o supongo eso. Yo sólo tomé y tomé cocaína. Y cuando la nariz se me taponó, metí la droga directamente en el whisky. Habré vomitado cuatro o cinco veces, una nada de bilis y sangre pálida, una nada sólida de ser maligno, cachitos del demonio imposible de abortar. Por un momento el odio crecía y eran culebras en el agujero cálido de mi alma, después todo se diluía. La ferocidad dio lugar a una rigidez impávida del cuerpo y de la mente, a un estado de hibernación, de suspensión temporal de los sentidos. Yo estaba sentado en una banqueta, frente a un enorme espejo, detrás podía ver la silueta de Andrea, no miraba la televisión, me miraba. No busqué sus ojos, igualmente no hubiera podido distinguirlos, hubiera deseado pedirle disculpas, perdón por todos los pecados de los hombres, por todos mis pecados, por tenerla ahí mirando toda esa mierda a cambio de un poco de dinero. Pero en ese momento volvía la ferocidad y en ese momento, en ese segundo en el cual la ferocidad crecía, hubiera podido aplastarle el cráneo con un cenicero. De hecho tanteé un cenicero, pero estaba pegado a la mesa. Me pareció un milagro, o me pareció de lo más lógico, todo y todos amurados, rígidos y borrachos como monos promiscuos de veneno, tan alejados los unos de los otros como enemigos mortales. Algo se movió. Andrea movió algo, me habló, quebrando la regla que le había impuesto.
—No tomes más.
La miré, ya casi no podía entender el lenguaje que usaban las personas, ya casi no me importaba su condición de mujer pública, ya casi hubiera podido vivir para siempre en esa habitación de hotel, tener un hijo, criarlo entre esas luces, al arrullo de los gemidos ajenos, de los sonidos del odio y del engaño, de las manchas de sangre y de semen. Todos los matices de la vida se daban cita ahí, el amor también. La malicia, la venganza, la miseria, también ésos.
Levanté el paquete interminable de droga con un movimiento tan lento como el de un koala. Habré tardado un siglo en arrastrarme hasta la bañadera, volcar el contenido y abrir el grifo del agua. El polvo blanco se fue por la alcantarilla junto a los restos humanos de piel muerta mezclada con jabón. Metí la cabeza bajo el agua y me di cuenta de que el corazón casi no soporta el impacto, casi se rompe, como una copa que cae de un piso veinte a la calle. Sin sonido perceptible, sin espectáculo, sin vuelta atrás.
Andrea se levantó de la cama y fue hasta la puerta de la habitación. Un hombre de guardapolvo blanco seguido del conserje seguido del gordo dueño del cabaret entraron. Yo estaba en jean y sin camisa, hinchado de gases que no podía expulsar. Intenté alcanzar la botella pero alguien me la sacó de las manos. Entre dos o entre cien me llevaron a la cama, no me resistí, me acostaron, me aflojaron el pantalón. Busqué el rostro de Andrea en las luces que ahora eran claras como las de un quirófano. No estaba, tampoco el dolor, todo era una brisa suave de anestesia, un sonido dulce de corno a través de los pasillos soleados de una casa en un paisaje de arroyos y de sierras.
Desperté en el hospital. Pregunté la hora a un médico que atendía a alguien tirado en la camilla de al lado. El tipo gritaba como si lo hubieran descosido, estaba borracho y al parecer lo habían descosido porque chorreaba sangre como un cerdo degollado. El olor era asqueroso. El médico sólo se dedicaba a anotar algo en una planilla. Llegó un enfermero vestido de azul con una compresa de algodón y paró la hemorragia del tipo que en ningún momento dejaba de gritar. Me dolía la cabeza, me dolía el pecho. Un reloj en la pared marcaba las dos y cuarto. Yo no podía saber si de la tarde, de la mañana, ni de qué tarde ni de qué mañana. Me incorporé.
—Quedate ahí, viejito —me dijo uno de guardapolvo con una voz de pendejo que era para romperle la boca.
Lo miré. Terminé de sentarme, pero un mareo fuerte me impidió ponerme de pie. El médico se acercó, intentó tocarme y le aparté las manos con suavidad pero con firmeza. Él las levantó en un gesto pacífico, pero con aire de menosprecio, dejando por sentado que se sentía superior a mí, superior a todos por haberse bancado siete u ocho años de sentar el culo en la silla de una universidad.
—Imbécil —dije.
Terminé por ponerme de pie. Estaba descalzo. Busqué con la mirada el calzado, no me acordaba de cuál era, y lo vi en un rincón. Mocasines de gamuza.
El avión. El vuelo de bautismo, la semana de amistad familiar en Tucumán. ¿Por qué carajo me metía en esas cosas?
—Si se mueve no puedo hacerme responsable de su salud, padrecito.
—Entonces hacete responsable de la concha de tu madre, hijito.
—Mejor que te calmes porque podemos hacer la denuncia policial.
—Y yo puedo venir a cagarte a trompadas todos los días, de lunes a viernes, de siete a siete. Y los sábados de guardia. Me voy, y tratá de ponerte en el medio.
Me desenchufé el suero, me calcé y salí de la sala al patio y de ahí a la calle. Una brisa suave me puso los pelos de punta. Disfruté el frío. Estaba en Flores, en la puerta del Hospital Álvarez, mi hospital de cabecera. Lo que fuera que me hubieran dado me había hecho bien. Me sentía nuevo, la angustia estaba lejos, dormida o muerta junto al monstruo dormido o muerto que había querido matar.
Volver a nacer. Ése era mi único bautismo posible, la única religión efectiva que vencía por un momento a mi furia. Ahora un dolor constante de cabeza. Acidez. Náuseas. Sólo el principio de la abstinencia.
Llegué a casa y supe que eran las tres de la mañana del sábado. Había dormido casi un día. Tenía tiempo de bañarme, tomar un sedante, dormir cuatro horas más y disimular un poco frente a mi padre. De golpe pensaba en él con cariño. Podíamos pasarlo bien si lograba olvidar por unos días el pasado. Hacerme el desentendido de su desentendimiento. Podía ver a mi padre como si no hubiera sido mi padre, o como si acabara de volver de un naufragio después de más de treinta años. Pensé que era injusto condenarlo. Yo recordaba las veces que él lo había intentado, las veces que le había salido mal. Sencillamente nada le salía bien si estábamos cerca, «como moscas». Volá de acá, mosca. Nunca tuve un plan de venganza, nada más me voy tropezando con ella, me voy tropezando en ella, me voy tragando su mierda. No dar un paso atrás ni para tomar impulso. Ni cura ni milico ni puto: mosca.
Me desperté sobre la hora. Abrí una valija mediana y metí varias cosas dentro. La rigidez volvió de golpe, como si el alcohol hubiera activado nuevamente los hervores de la cocaína. Tomé un vaso de agua. No podía tragar ni saliva así que el agua se me caía por las comisuras de los labios y apenas podía dejar que un poco se deslizara hacia dentro de mi garganta, y más por la acción de la gravedad que por la acción de mi garganta. Mi cuerpo había perdido gran parte de su movimiento y la sensación era que en cualquier momento se iban a detener también el corazón y los pulmones. No era una sensación así nomás, era, por el contrario, muy real, de hecho mi esófago no producía ondas peristálticas, no era la viborita que debía ser para que las cosas bajaran al estómago. Metí como seis camisas y diez pantalones hechos un bollo en la valija, tiré todos los calzoncillos que había en un cajón, todas las medias y los pañuelos que había en otro. Intenté cerrar la valija y me fue imposible. Me incliné sobre la cama y sentí un dolor profundo en el pecho y quedé arrodillado, casi sin poder respirar, por más de un minuto. Fue el primer síntoma de sobredosis. Ajusté la faja en las costillas y pensé que una copa más me iba a relajar, pero me serví más agua. Me acosté en el suelo, sin soltar la botella, tapé el pico con el pulgar, abrí la boca, incliné la botella llevándola sobre mi cara y dejé derramar pequeños chorritos regulando el caudal con el pulgar. No sentía el cuerpo, no sentía dolor ni acidez y una especie de hipnosis me devolvía a los sentidos. Lúcido y perfecto, como en estado de gracia, me levanté y supe cómo serían las cosas. Pero lo supe recién entonces, todas las intenciones anteriores a ese preciso momento habían sido puras y santas.
Tiré a un costado la valija, guardé el dinero que me quedaba y salí a la calle para tomar un taxi. Faltaba una hora y media para que saliera el avión. En la calle el aire me dio de lleno en la cara y las náuseas me subieron al galope. No vomité. Amanecía, un resabio de luna transparente vigilaba el cielo nublado, una luna debilitada por la luz. Sentí que debía mirar hacia arriba, que el taxi podía esperar, que mirar hacia arriba podía salvarme. Miré hacia arriba y lo que vi fue de lo más extraño. No por lo que vi, sino porque me vi, de cara al cielo. Desde el cielo hacia la tierra. Era una perspectiva circular, como desde lo alto del tubo de un huracán hacia su centro silencioso. Me fui acercando en un zoom lento pero preciso y reconocí mis ojos, o los que debían de ser mis ojos, y detrás de los ojos un rostro aplastado, completamente desfigurado: el rostro de un hombre muerto.
La lluvia me hizo volver, se había desatado un chaparrón. Sentí un mareo fuerte y me sostuve del árbol que estaba frente a mí. Paré un taxi y, empapado, me subí. El camino al Aeroparque fue un bálsamo momentáneo. No sabía bien lo que iba a hacer cuando tuviera a mi padre frente a frente. Pensé en echarle la culpa en la cara, la culpa de todo. Llegar y decirle estoy así por tu culpa, hijo de puta. Remarcar bien el insulto. Bajé la ventanilla y me tanteé el bolsillo del saco. Ahí me di cuenta de que estaba vestido de saco y corbata. Tal cual a él le gustaba verme, aunque nunca me lo hubiera dicho a mí, se lo decía a mi madre y mi madre me lo decía. Saqué el pasaje de mi padre, el mío, los volví a guardar. Podía viajar y comprarme ropa y todo lo que quisiera en San Miguel. Pero el odio me guiaba, el deseo desesperado de lograr cosas que él no había podido lograr. De ser más que él. En realidad ya lo era, y no podía ver que me había equivocado de camino, que eso no me satisfacía.
Mi padre nunca había podido pasar de la docena de obreros en su taller, eso antes de que se lo fundiera la dictadura. Tampoco había podido ascender de bobinador, en su taller él hacía lo que todos hacían. En mi empresa trabajaban casi ciento cincuenta personas, en un rubro muy cercano al de mi padre. Mi padre era una de esas ciento cincuenta personas, yo no, yo era el que estaba arriba de todo, el que no tenía número, el que había llegado primero, cuando la empresa era de otro, y había logrado quedarse con ella. Yo era mi superpadre, y tenía el superodio de mi lado, todo se potenciaba en mí. La ferocidad crecía como la presión interna de un volcán. Nadie podía aventurarse a decir cuándo ni cómo estallaría. Lo seguro era que en mi erupción arrastraría a familias enteras a la ruina.
Paramos frente a la entrada de Aerolíneas Argentinas. «Gente que quiere a la gente», decía el cartel. Igual que yo. Pagué y bajé del auto. Parado frente a la puerta ya había visto a mi padre. Miré el reloj, faltaba más o menos media hora para embarcar. Me estiré el saco y el pantalón. Me cacheteé la cara.
Llegué adonde estaba él pero no pudo verme enseguida. Estaba de espaldas a mí. Lo toqué en el hombro.
—Te tenés que ir solo —le dije—, yo no me siento como para viajar.
Mi padre me miró, no dijo nada de inmediato pero me miró. Yo sabía que se daba cuenta. Me pareció ver que se ponía triste, que lo afectaba verdaderamente el verme en el estado en que me veía. Su mirada se desvió. Me sentí culpable y me di cuenta de que esa culpa podía llevarme a una nueva derrota frente a él. Me recompuse, no le iba a dar el gusto. Me obligué a mirarlo. Es él, me dije, es el que no estuvo nunca, el que deseabas que no estuviera nunca.
Le extendí el pasaje y un montón de dinero.
—¿Esto es para pagarle a la gente? —me preguntó.
—No, no entendés nada, ¿no?, es para Alejandro y para vos, para que la pasen bien en el cerro, en la ciudad, en donde quiera que se les antoje.
—Es mucha plata.
—Sí. Yo gano mucha plata.
Tomó el dinero, tomó el pasaje y se encaminó a la ventanilla para despachar su equipaje. Me di cuenta de que mientras me esperaba había averiguado lo que tenía que hacer para no perder el tiempo. ¿Se habrá imaginado que yo finalmente no iba a viajar? No lo sé, pero lo que es seguro es que se había preparado para cualquier cosa, que sabía quién era su hijo. Me di cuenta de eso en el mismo momento en que me pidió su pasaje, y un fuego de odio me subió hasta dejarme roja la cara. Este hombre no iba a hacer nada, tenía la certeza, al igual que yo la tengo, de que las cosas hechas a destiempo no sirven ni reparan nada. Pero no sentía culpa. Él salía libre de culpa y cargo, o aparentemente libre de culpa y cargo, que es lo mismo. Iba a hablarle pero él ya se había dado vuelta. Ya estaba lejos. ¿Por qué yo perdía tanto tiempo en los pensamientos, en salir de ellos, en lidiar con ellos? ¿Por qué no era más práctico, más directo? Mi padre me humillaba, estaba más allá de mi alcance, más allá de mi moral también. Más allá de todos los que estábamos más acá.
Lo esperé. Parado, a punto de desmoronarme porque el cuerpo me fallaba otra vez. Me sentía solo y quería hacer algo al respecto, quería obligarlo a que me mirara a los ojos, a que me dijera la verdad acerca de lo que pensaba de mí, acerca de su indiferencia.
Volvió con una sonrisa, nada sarcástica, estaba contento, se le notaba, iba a volar en avión, era un acontecimiento especial, algo que él siempre había querido hacer y que yo posibilitaba ahora. Pagando el pasaje con mi sangre, porque tuve que dar toda esa vuelta para que mi padre me prestara atención, tuve que hacerme empresario, tuve que dedicarme a algo que me importa muy poco: el dinero y el trabajo.
—Tengo que decirte algo, papá —le dije.
—Vamos al bar, tenés mala cara.
Fuimos al bar, él pidió café con leche con medialunas y yo una cerveza.
—Vas a tomar a esta hora —me dijo. Una perfecta afirmación, no una pregunta.
—Vengo tomando hace tres días, papá, para mí todavía es la primera noche.
Mojó la medialuna en el café con leche, se la llevó a la boca. Tuvo que torcer un poco la cara para que la punta de la medialuna le entrara sin manchar la mesa de café con leche. Me serví cerveza y vacié el vaso de un sorbo. Tenía sed, y después de ese trago me sentí mejor.
—En realidad no voy porque creo que da lo mismo —dije. Mi padre no contestó. Alzó la mirada, dejó flotando la medialuna un instante en el aire. Supongo que se preparaba para el golpe.
—A vos te da lo mismo, ¿no? —dije, por fin.
—A mí me da lo mismo qué.
—Si voy o no voy. Yo te doy lo mismo. Alejandro te da lo mismo. La puta familia te da lo mismo. Lo único que te interesa es lo que se ve para fuera, que todo parezca ordenado, que todo se vea bien.
—Yo prefiero que vengas. Me gustaría ver la obra con vos.
—¿De qué obra me hablás? ¿Qué me importa un supermercado, o una terminal de ómnibus? Me gustaría decirte un montón de cosas que tengo atragantadas hace tiempo. Con vos nunca se puede hablar, nunca pudimos hablar.
—Yo no tengo problema. Si querés pierdo el avión, no me importa —me dijo, y me tomó por sorpresa. No estaba preparado para eso.
—Si perdés el avión, te podés tomar otro —dije, y sentí todo el peso de los tres días de abuso del cuerpo en el alma.
—Está bien —dijo mi padre apartando el café con leche y el platito donde le quedaba una medialuna sin tocar—, tenés todo el tiempo del mundo. Hablá.
Murmuré algo. Mi padre me miraba. Y era yo quien no podía mirarlo a los ojos. Yo no podía mirar a nadie a los ojos en aquellos días. Tenía que decirle algo, miraba sus manos. No tamborileaba, no estaba impaciente, me esperaba, perdía el avión, su primer vuelo en avión. Y sin embargo, aunque era algo que había deseado tanto toda la vida, él no estaba nervioso o no se mostraba nervioso; como cuando jugaba al mus, nadie podía ganarle a mi padre al mus, porque a él nada lo ponía nervioso, nada se le notaba en ningún lugar del cuerpo.
—Yo —dije. Él esperó.
Esperó más.
—Vos qué.
—Vos, papá, sos… un hijo de puta —dije, me levanté y me fui caminando lo más rápido que me daban las piernas. Temblaba, temía que mi padre me persiguiera, que me tomara por los hombros, que me pegara una trompada por la espalda. Vos sos un hijo de puta, papá, dije para mí en voz alta. Me mordía los labios, apretaba los puños, caminaba con rigidez, como si no tuviera articulaciones. No sé cómo fue que crucé la avenida, ni tampoco sé lo que hice después. Sólo recuerdo un lugar lleno de gente, me veo en un momento comprando unas pastillas de éxtasis o de algo así en un baño enorme. Silencioso. Contrastante con un lugar donde había mucha gente. Gente que me miraba, gente que parecía agachada. Recuerdo olor a cigarrillo, olor a sangre. Haberme aflojado. Sentir la humedad de lo que imagino habrá sido mi orina, el asco de los que me miraban, de la mayoría menos dos o tres mujeres. Una ambulancia del lado de adentro. Un tubo de goma en el brazo. Dolor en el brazo. El vaivén. Una mascarilla de oxígeno. Un médico. Sirena. Luz y sombra de la calle. Laguna en el pensamiento. Laguna en el alma. Recuerdo una lágrima rodar por mi mejilla izquierda, la baba en la boca seca. La baba seca. Vaivén y más vaivén. La sensación de que esa vez no salía vivo. Salía en cajón. Patitas para adelante.
El crack en el velorio
Antonio, el amigo de mi padre, reclinado sobre la barra junto a Alejandro y otras personas. Me siento. Alejandro se levanta, me dice que se va a dormir, que no se va a quedar toda la noche en vela. Le digo que está bien, mi primo se levanta para acompañarlo. Todos se dan cuenta de la necesidad de Alejandro, todos saben hasta dónde más o menos puede cada uno. No es una familia de desconectados, ahora menos que antes, porque uno de los desconectados está muerto. El otro es el que está cantando.
Más de las dos de la mañana. Mi mano en el hombro del hombre triste que toma de a sorbos el vermú. La sala principal se vacía de a poco. ¿Mi madre? Manuel no apareció en toda la noche. No sé si ir hasta la pensión o ir hasta el Centro. No tengo sueño pero estoy cansado. Estoy cansado de este cansancio. No tengo ni ánimo para levantarme y decirle al chofer de Traum a dónde tiene que llevarme esta vez. Camino hasta la sala principal (voy a hacer esto mil veces. De la sala al bar, y del bar a la sala). Hay dos grupos de personas que todavía resisten. Creo conocer a una o dos personas, no sé de dónde. A una de las mujeres del grupo que está más cerca, que fuma animada y conversa. Sostiene el cigarrillo con delicadeza, lo que hace al hecho de fumar más desagradable aún. Juicios. Ya empecé otra vez. Son dos grupos separados de seis o siete personas cada uno. No me cabe duda de que son otros amigos de Julia.
Me gustaría pararme a hablar, meterme en uno de los grupos. Seguro que ellos me conocen. Julia siempre habla de mí, soy algo así como un orgullo para ella. Les habrá dicho, o les habrá mostrado una foto. Alguna debe tener. Sé que si me levanto ahora, sé que si hablo con alguno de ellos lo único que voy a lograr es que terminen, en menos de media hora, por odiarme. Es que la trampa en la que caigo y hago caer a los demás es tan clara como imposible de manejar. Es siempre la misma. Al principio soy una persona entradora, tengo la seducción justa para que me abran su corazón los hombres, y su corazón y muchas veces sus piernas, las mujeres. Sé qué decir, no lo tengo estudiado de antes, es otra cosa, de golpe no sé de lo que voy a hablar, y un instante antes de caer en el abismo sencillamente abro la boca y las palabras salen y sé qué decir. Pero es dejar pasar media hora o seis minutos y empieza a aflorar toda la ferocidad. Poco a poco, en mis opiniones, se me va filtrando esa gotera ácida del alma, ese designio ancestral del odio, de la no aceptación de los demás sino como enemigos, como la posible competencia a la cual tengo que eliminar. Si hay hombres y hay mujeres el deseo de eliminar la competencia sexual es irrefrenable, asesinaría a sangre fría para ser el único y, luego, cuando lograra ser el único, poseería a las mujeres de manera que no quede ninguna duda de que el único que tiene derecho soy yo, que mi supremacía implica el monopolio de la conversación, del goce, de la satisfacción que nunca llega, porque la simple idea del otro no puede ni siquiera existir en la enfermedad de mi alma, en la enfermedad desatada de mi alma.
Casi nada me gusta. Pero ojalá en esos momentos yo pudiera expresarlo así. Yo no digo «no me gusta», yo digo «es una mierda, es lo peor de lo peor». Y sin embargo querría decir «ayudame por favor», porque es lo que quiere decir el que quiere frenar. Haceme más blando, dame un trago de ácido para baterías, un veneno que neutralice este veneno. Matame antes de que pronuncie la última palabra. No ves que no soy yo, soy el Increíble Hulk, soy una tormenta de arena y mierda y padre loco muerto en el cajón. No ves que quiero ser tu amigo y no me sale. Y quiero ser amigo de tu amiga, y de tu hermana y de la hermana de tu hermana y de tu puto padre y de la concha de tu putísima madre y del cadáver putrefacto de tu reputísima abuela. No ves que me estoy muriendo sin parar ni un segundo, hace toda una vida que me estoy muriendo, serpiente retorcida de ira, atragantada de ratas que apenas se durmieron, de carne cruda, de dolor, de rencor, de odio. El hijo de la ferocidad, el descendiente de la venganza es el que te habla. Soy yo, Gabriel, el arcángel del abismo, de la soledad, de la incomunicación, yo ahora, yo antes de ahora, en el ahora en que lo escribo, en el ahora en que lo vivo, en el ahora en que lo seguiré viviendo hasta que muera de una vez si no hago algo para no morirme de una vez.
Me siento solo a un costado del grupo. Pasa tiempo. Me levanto. Una mujer gira la cabeza. Vuelvo al bar. No hay azafata no sé por qué. No hay amigo de mi padre no sé por qué. No hablé con Traum en toda la noche no sé por qué. Quiero saber cuándo y cómo se mueven todos acá adentro, si no me avisan que se mueven voy a suspender el velorio.
Azafata que sale del cuartito. Es la linda, es la mía. La habrán reemplazado por un rato para que use el bidet. Linda, linda, linda azafata que sale del cuartito. Se encienden las luces del estadio.
—Un whisky doble con hielo y soda, linda.
Por favor, no te vayas más sin pedir permiso.
—¿El hermano de Julia? —pregunta una morocha que misteriosamente no había registrado.
—El hijo mayor del muerto —contesto, y mi imagen ya es irremontable. Sonrío, lo que empeora aún las cosas. Me voy, camino hasta la salita en donde está el cuerpo de mi padre: el cuerpo muerto de mi padre muerto. Pensarlo así me resulta familiar. Aunque siempre pienso así, es insoportable pensar permanentemente así. Me duele la panza, tendría que comer algo.
Soy un títere de mí mismo, de éste y de aquél que ahora es éste. Escribo y vivo. Empujo esta masa blanda de tiempo que se estira y no se rompe. Escribo «toco la mano» y toco la mano, cero bajo cero, de mi padre helado. Más duro que nunca, el hombre hace lo mismo que hizo siempre: no se inmuta. Me inclino sobre el cajón, le acaricio el pelo blanco, le beso la frente maquillada. ¿Qué estarán hablando los amigos de mi hermana? ¿Me mirarán? Sombra que se estrecha tanto que puedo tocar las paredes. La sala principal a mis espaldas. Recién había gente o me pareció que había gente. Temo darme vuelta porque sé que la sala debe estar vacía. ¿Cuándo salen y cuándo entran que no los veo moverse? Me voy a volver loco.
Mi madre, ¿adónde está? Ahí. Mis hermanos, ¿adónde están? Ahí. Pienso en salir a caminar. ¿Ya serán las cuatro? Recién son las dos.
Salir. Caminar. Ir hasta la pensión o ir a un café a pasar unas horas, a que pasen las horas. ¿Por qué nadie viene a consolarme?
Ojalá Roxana estuviera acá. Tendríamos que haber esperado la muerte para separarnos. Hasta que la muerte los separe. No dice qué muerte, ni la de quién, pero dice la muerte.
Casi todas las veces que estuve con una mujer, mi padre estuvo de acuerdo. No sé esto porque él me lo haya dicho, porque no dijo nada en contra de ellas. Él no tenía prejuicios acerca de ninguna mujer en particular, él simplemente las menospreciaba como género. No entraban en su universo más que bajo el yugo lapidario de su ley. Mis mujeres, por supuesto, no escapaban a ese género menor de la raza humana que eran las no provistas de pelotas, las no provistas de cerebro, las no provistas de habilidades técnicas ni de razonamientos prácticos, las estúpidas capaces de gastar un enorme caudal de tiempo y dinero en una peluquería releyendo revistas tan viejas como los peinados que se iban a hacer. Las que se preocupan de cosas tan absurdas como la diferencia entre un tomate bueno y uno más o menos bueno, como lavar o no la fruta antes de comerla, como cambiar un pañal cagado, como abrir las piernas y dejar que las cosas entren y salgan. Mi padre y su ley trataban a las mujeres como basura, aunque siempre fuese cortés y cariñoso, fuese incluso alentador con algunas cosas que mi madre quería hacer, siempre que estas cosas no pasaran de vender cosméticos y no exigiese respeto por ellas. Una sola excepción había entre todas las mujeres: su madre. Bendita tú eres. Ella se acercaba más al carácter de un hombre y había tenido que criar a tres varones sola, tenía el cielo ganado y estaba lejos, muy lejos de ser como las demás.
Salón principal bastante lleno. ¿En quince minutos? Parece que entre acto y acto alguien cambia la escenografía. Hijos de puta. Mi madre al lado del cajón. Al lado mío. Salgo. Mi hermana Julia junto a mi hermano Alejandro. No se fue. Dijo que se iba y no se fue.
Mi hermano menor, sentado, sonríe. Alguien le está contando un chiste. Mis primos hermanos rodean a mi hermano menor. Las hijas de tío Alfredo, la hija y el hijo de tío Juan. Me alegra verlos a todos juntos. Me acerco y saludo. Otra vez. Nos estamos saludando más o menos cada dos horas. El abrazo de mi primo Leandro es profundo. Mi primo es un ser humano excepcional. Mis primas son cariñosas y femeninas como gatitas. Me abrazan, me tocan y eso me hace bien. Quiero que me toquen. Estoy tan lejos de la Tierra que si no me tocan voy a entrar en órbita. Mis ex se fueron. Julia me dice que va a reemplazar a Sergio en el cuidado de los chicos.
—No quiero que duerman solos, Gaby —me dice.
Invito a mi primo y a mi hermano a tomar una copa. Soy el copero de la fiesta. Alejandro me pregunta desde cuándo volví a tomar. Le digo que desde hoy y no dice nada aunque su cara es de tristeza.
—¿No era que te ibas? —le digo.
—En un rato.
En el bar las luces son muy fuertes. Aparece el embalsamador homosexual y me pregunta si puede servirme en algo.
—Es mi última visita por este día, señor Gabriel —me dice.
—¿Podría bajarme un poco las luces de quirófano?
Me baja las luces, saluda y se va a dormir. Pienso en los amantes vagabundos del zaguán de la otra cuadra. Si se llega a enterar levanta un altar y se hace monje de la verga linyera.
Hablamos de cosas, mi hermano, mi primo y yo. Hablamos despacio. Con grandes intervalos de silencio para mirar en el fondo de los vasos. Ojalá esta conversación dure para siempre. Me siento bien. Mi hermano toma una Coca, mi primo una cerveza y yo otra. No quiero tomar nada más fuerte para no preocupar a Alejandro. Antonio, el amigo de mi padre, se acerca y pide un Gancia con Fernet. Cómo le dan al vermú los viejos estos. Mi padre estaría orgulloso de un velorio tan bien regado. A él le gustaba agasajar a los amigos.
—¿Lo viste al Pelado? —me pregunta Antonio. Yo le pregunto que a quién—: A Rojitas. Está adentro, habla con tu vieja.
—No me di cuenta.
No termino de decirlo que me tocan el hombro. Es Rojitas, el crack que nació en el Viaducto. Se lo ve bien. Algunas copas encima, pero bien.
—A mi viejo le hubiera gustado verte —le digo.
—Tu viejo se enojó mucho conmigo —me contesta—. Ese día no me di cuenta, qué sé yo, a veces uno hace cosas.
—Tomate algo. Ahora no importa. Ahora importan los amigos, los amigos de los primeros tiempos.
La historia que me contó mi padre. Escrita en la máquina de tinta roja, dos años después de su muerte
Una semana antes de una Navidad, más o menos un año y medio antes de que mi padre muriera, estábamos pasando unos días buenos en la costa de Mar de Ajó, días como tal vez nunca habíamos pasado ni volvimos a pasar. Fue un domingo, mi madre se había quedado haciendo la comida y mi padre y yo, no muy amantes de la playa, nos fuimos a un bar a tomar el vermú. El sol rajaba la tierra y por supuesto todos los demás se habían ido al mar. Solos, acodados en el mostrador que era lo que más nos gustaba, íbamos por el tercero o cuarto Gancia con Fernet cuando mi padre se acordó de mi promesa de amasar. Yo me había olvidado.
—Como tu madre nos conoce, seguro que ya se encargó de todo —me dijo.
—¿Sabés que desde hace unas semanas estoy escribiendo historias? —le dije, en un ataque de hablar de algo más que banalidades—. Encontré una máquina de mi abuelo y la estoy usando.
—Historias.
—Recuerdos, de cuando era chico, historias un poco verdad y un poco inventadas. No sé, me hace bien. Tal vez largue todo para dedicarme a escribir.
Dije esto último y me arrepentí. Había estado de más. Es que en cualquier momento, sin que yo pudiera controlarlo, me asaltaba el deseo de herirlo, aunque más no fuera sutilmente, de tirar un dardo minúsculo que le pellizcara la carne, de dejar en claro que la paz que vivíamos no era una paz verdadera sino una circunstancia, un estado de ánimo que dependía pura y exclusivamente de mi ánimo, al cual él debía permanecer sometido.
Seguimos tomando. Un quinto, un sexto vermú. Yo estaba borracho, felizmente borracho. Permanentemente al borde de la risa como si en vez de tomar vermú me hubiera fumado un porro. Él distendido y un poco, apenas suelto de lengua. Miré la hora: mi madre ya debía tener la comida lista, pero nos conocía bien, a mi padre y a mí: aparte de tener el corazón en la boca porque estábamos juntos, iba a tener la precaución de no echar los fideos al agua hasta que nos hubiéramos sentado a la mesa.
—¿Querés una buena historia para escribir? —me dijo, de golpe, mi padre.
Yo me limité a mirarlo. Él no había acusado el golpe que suponía el hecho de que yo pensaba dejar la empresa, pero había tomado, sin más, el hecho de que yo me había puesto a escribir, una actividad que por estar tan cerca del ocio él debía repudiar con toda su alma.
Me quedé en silencio y él volvió a preguntar.
—¿Querés o no querés?
—A ver, dale, pero que sea una historia que a vos te interese no da garantía de que a mí me interese también.
—Sentí. —Siempre decía sentí por escuchá—. ¿Te acordás de Rojitas, el Pelado? Los pibes de tu generación no lo vieron jugar. Pero yo lo vi nacer, y crecer con la pelota. Lo más grande que tuvo Boca, lo más grande que tuvo este país, más grande que Bochini, más grande que Maradona. Lo que pasa es que eran otras épocas.
—Seguro que estás exagerando.
—No sé. El asunto es así: una noche de verano, un calor insoportable, estábamos Coco, el Pelado Rojitas, Rabanito y yo, en el club Brisas, sentados como ahora estamos sentados nosotros dos. Lo jodíamos al Pelado porque había firmado con Boca, él que era hincha de Independiente, como el Diego, ¿entendés lo que te digo?
Le dije que entendía, y le pedí que nos apartáramos un poco. Mi padre nunca me había contado una historia. Pedí la botella de Gancia y un sifón, reforcé las medidas de Fernet y nos fuimos a sentar a la última mesa. Yo con mi vaso en una mano y el sifón en la otra.
Mi padre dio dos pasos y apoyó su mano libre sobre mi hombro. Fue la única vez que él tuvo un gesto así conmigo. Nunca me voy a olvidar de lo que sentí. ¿Con tan poco se podía allanar tanto el camino hacia la paz? La tormenta seguía, pero despuntaba algo parecido a un sol tibio en el horizonte. Si con sólo un toque de su mano la ferocidad le daba algo de espacio al amor, ¿qué no podía ser posible entonces con un poco de tiempo? Ese abrazo suave, corto, casual, sobre mi hombro. Ese abrazo único, pero tan verdadero como aquella tarde de verano, o como el aire de esta noche de otoño en la cual escribo, es lo importante, lo que recuerdo perfectamente. Porque la historia puede ser circunstancial, tal vez insuficiente, pero tiene el valor de otorgarle al hombre, mi padre, la categoría de hombre real.
Nos sentamos y siguió. De golpe entró mi hijo Cristian; mi madre, que sabía perfectamente en donde estábamos, nos había mandado llamar. Cristian tenía pelada la nariz. Mi padre le dijo que le dijera a su abuela que le pusiera crema.
—Y decile también que en media hora estamos allá, hijo —dijo mi padre.
Era como si el chico fuera yo. Tantas veces mi madre me había mandado a buscarlo y mi padre que ya venía, que ya venía y terminábamos comiendo sin él. El club fue siempre la segunda casa, o la primera casa de mi padre. Las cartas y el vermú, los rivales más duros de mi madre.
—Te sigo contando. El Pelado debutaba mañana, o sea al otro día, entendés.
—Mañana está bien.
—Claro, como si fuera mañana, contra Vélez, en el Boca de Rattin, y ponele que ahora fueran la una o las dos de la madrugada. Se tenía que ir a dormir. Él tomaba granadina y nosotros todo lo que te puedas imaginar, en esa época sí que se tomaba. Dale que dale a la pavada hasta que la noche se cae porque se cae, porque a veces la alegría es más grande que lo que uno tiene para decir. Vienen unos minutos de silencio. Ruidos de vasos, la risa tardía de Coco, y así como así el Pelado nos invita a conocer su casa nueva de Flores. Se la había alquilado Boca y él la había puesto con todo porque había cobrado una prima que equivalía al sueldo de un año en la fábrica de fósforos, la misma en la que trabajó tu madre hasta conocerme a mí. Que vamos a verla, que vamos a verla; que sí, que no y fuimos nomás. Él estaba con el auto del padrino aunque apenas manejaba, o había aprendido hacía muy poco. Lo importante es que el Pelado era un peligro con el auto, y por más que le insistí quiso manejar él, aunque cualquiera de nosotros era preferible, aun con el pedo que teníamos. El viaje fue pura risa por cualquier cosa, bocinazos y gritos a todo lo que se pareciera a una mina. Yo iba atrás, en silencio, dejándole el monopolio del ruido a los otros tres, me había ensimismado, entendés, porque no es que ese carácter sea exclusividad de tu madre, yo también muchas veces soy así, y vos también sacás eso de mí.
—¿De verdad?
—Claro. Recuerdo eso: que yo estaba así, en ese estado, por las copas y porque estaba así. Sentía pena por todo lo que veía. Pero no una pena fea, no una pena porque menospreciara a las demás personas y a las cosas. Todo lo contrario, pena porque me sentía cerca de ellas. Porque la noche había sido hecha para nosotros. Todo era la noche. Los otros autos, los gatos, los árboles, los pocos perros que perseguían a algún linyera ladrándole al paso. Y de golpe un auto que nos venía de frente y las siluetas de mis amigos que se iluminaban como apariciones, lo recuerdo tan nítidamente. Y sé que no es una boludez, sé que es algo, aunque no pueda decirte qué.
—Seguí —le digo—, no te vayas a poner melancólico y rompas el invicto a esta altura de tu vida.
—Sentí. Llegando a la casa, nosotros íbamos por una de esas calles de Flores que de noche son todas iguales, doblamos en contramano. Estábamos a una cuadra y ninguno de los boludos se dio cuenta. Entonces yo despierto de ésa en la cual me había quedado colgado y le digo que tenga cuidado que se había metido contramano. No termino de decirlo que nos para un policía. Yo escucho el silbato primero y veo la moto después. Pensé que estábamos sonados. Pero después me tranquilizo, porque manejaba el Pelado y él no había tomado ni una copa. El cana nos ilumina con la linterna. Nos pide que bajemos despacio. Era una época tranquila, no se tenían los miedos que se tuvieron después. Un cana era algo más parecido al cartero que a un milico. Pero nosotros éramos unos pibes. Bajamos y supongo que mi cara no debería ser muy diferente de la de mis amigos. El cana nos dice que nos pongamos todos bajo la luz del farol, y es ahí que lo veo: negro, no como yo, como Louis Armstrong, entendés. Negro mota. Rabanito suelta una risita pero la reprime enseguida. Los demás nos quedamos callados. El cana le pide al Pelado la licencia de conducir, así le dice, no registro, licencia de conducir, como si el tipo fuera de otro país, de otro planeta. ¿Y sabés qué? El Pelado no tiene. «Me la olvidé», dice, y es mentira, y todos nos damos cuenta de que es mentira. «Te la olvidaste de sacar», le dice el cana. Después nos hace hacer el cuatro, nos palpa de armas y dice que nos va a tener que confiscar el auto. «Mi padrino me mata, señor», dice el Pelado. Coco lo arenga a más: «Decile quién sos, decile, boludo». Al Pelado ya lo conocía todo el país, porque le había hecho tres goles a Uruguay en una selección de la C que se había formado para jugar un amistoso. Todo el mundo hablaba de él porque Armando se lo había comprado a Arsenal de Llavallol después de ese partido. «Soy Ángel Clemente Rojas —dice el Pelado—: Rojitas, no el Tanque, eh: Rojitas». El cana lo mira, parece dudar. Pregunta qué hacemos tan tarde si mañana «el señor» debuta en Primera. El Pelado le cuenta lo de la fiesta, jura que no tomó, nosotros juramos que él no tomó, pide por favor. Entonces escuchá lo que dice el cana: «Ésta no es tu noche, pibe», dice. «Te encontraste con un cana negro, hincha de Vélez e hijo de uruguayos. Qué le vas a hacer. Capaz que te meto en gayola para satisfacción de mis viejos y para que no nos hagas ningún gol a nosotros». El Pelado tenía una cara que no me voy a olvidar jamás. «Le prometo que si me deja ir no hago ningún gol, señor», dice. El cana se ríe, nos pregunta si alguno de nosotros tiene registro. Yo le muestro el mío, me lo revisa y me permite manejar el auto. Antes de dejarnos ir, le recuerda la promesa. «Rojitas, acuerdesé», le dice, «ningún gol», y nos vamos.
—¿Nada más? —digo.
—Sí, algo más. ¿Por un momento te pensaste que era una anécdota de mierda, no? Sentí. Al otro día Boca le ganó a Vélez tres a cero. Tres goles de Corbatta, tres jugadas de Rojitas que lo dejaron solo a Corbatta. «Tres jugadas electrizantes», así dijo el diario del domingo. Se habló de la «generosidad» del Pelado, ¿entendés? Generosidad. Tres gambetas dentro del área, pero ningún gol. ¿Por miedo al negro? No sé. El otro fin de semana pasó algo que no te incumbe, y yo nunca más le volví a hablar al Pelado. «Tres jugadas electrizantes» y ningún gol. ¿Entendés? Eso sí que es una historia.
Le sonreí. Pagamos y nos fuimos. Yo pensaba «Qué hombre, de qué está hecho que es tan difícil de entender para mí». Pensaba esto con tranquilidad, sin poder salir del asombro todavía. Él sólo caminaba.
Jamás volvió a contarme algo. Jamás volvió a tomarme del hombro.
No es el momento
Quedan muy pocos en el edificio. Mis hermanos y mis primos se fueron, el amigo de mi padre se fue, es hora de que yo también duerma un rato.
Bajo las escaleras hacia la puerta de entrada. Le digo al portero que cuando se vayan todos cierre, pero que se quede haciendo guardia. Que deje entrar a cualquiera que quiera llorar al muerto. Entro en el garaje de Traum por la puerta lateral. Bob Esponja duerme, la ventanilla baja. Meto la mano y toco bocina. El chofer pega un salto. Lo desperté de la peor manera posible. Se acomoda, le digo que me lleve a la pensión.
La oscuridad y las luces municipales. El olor a mierda del arroyo entubado y el olor a mierda del arroyo al aire libre. Pienso en los otros amigos de mi padre. Rabanito murió solo en una pieza de pensión. ¿Y Coco?
La luz de la habitación de Alpargata Rosa. Bajo, toco timbre. Vuelvo y le digo al chofer que pase seis menos cuarto, pero que no le diga a nadie en dónde estoy. Extiendo la mano y le doy veinte pesos. Debería volver y ponerme a patear el cadáver hasta perder las fuerzas. Después Traum podría arreglarlo.
—Si no me llega a encontrar, espere —digo, y Bob Esponja hace la venia.
Alpargata Rosa me abre. Fea, fea, fea. No puedo ni mirarla. Entro. Frío del hall de entrada, calor de la enorme cocina de esta pensión. Trato de oír lo que me dice. Tengo tapado el oído izquierdo. Apenas entiendo. Me da la llave de mi habitación, me acaricia levemente el hombro izquierdo con su mano derecha. El gancho al hígado se pega con la mano izquierda porque el hígado está en el lado derecho. Escalera oscura. Olor a humedad. Meto la llave y entro. Sin encender el velador, con la luz de mercurio que se filtra a través de la persiana rota, intento leer una Biblia que está en la mesita de luz. Nuevo Testamento más Salmos. Estoy arriba de un caballo, árboles que pasan a toda velocidad, pájaros negros en el cielo. Alguien me persigue, me alcanza y me decapita.
Me despierto. Golpean la puerta.
—Señor Gabriel, se le hace tarde —dice la voz de Alpargata Rosa detrás de la puerta.
Me levanto. La puta madre. No entiendo nada cuando recién me levanto. Abro la puerta. No me preocupa estar desnudo. Me gusta, de golpe quiero incomodar a Alpargata Rosa.
—Gracias —digo y siento cómo, lentamente, se me para. La vieja mira para otro lado.
—Son casi las seis, lo está esperando el auto en la puerta, señor Gabriel —dice la vieja y me mira—. Yo sé que usted hace estas cosas pero que es una buena persona.
Alpargata Rosa se va, desprecia el pene que le ofrece la vida, tal vez el último, aunque nunca se sabe con tanto loco suelto por ahí.
Abro la ducha y espero a que se caliente el agua. Ojalá que el tío de mi padre haya llegado de Italia. Dos días y dos noches de velorio nos van a matar a todos. El agua no se calienta. Mañana, antes de las doce, lo dejaremos en el cementerio de Berazategui. Para eso vamos a salir a las nueve. La vuelta obligada por el barrio. La caravana lenta por más de treinta kilómetros. Me meto bajo el agua tibia.
Bajo a la recepción del hotel. Algo dormí. Algo mejor me siento después del baño. El agua terminó por salir caliente. A veces los respiros vienen solos, en cuanto uno se afloja un poco. Salgo a la calle. Todavía ni despunta el amanecer. Bob Esponja arriba del auto con una taza de café en la mano. Me ve y apura el café. Entro en el auto. Saludo con un hola seco y Bob me dice que lo espere. Baja, toca timbre y le devuelve la taza a Alpargata Rosa. Vuelve.
—Macanuda la dueña —dice.
—Está buscando marido —digo y el tipo me mira por el espejo. A veces merezco una trompada.
Calles y calles que conozco de memoria. Amar es lo mismo que odiar, es insoportable. Estaciona frente al velatorio, bajo y saludo al portero que es el mismo que estaba cuando me fui. Extiendo la mano con cincuenta pesos. De golpe pienso en pesos. Me acostumbré a pensar en dólares. Mi padre odiaba esa palabra y yo me acostumbré a decirla. Pienso en dólares. El ser nacional de mi padre se revolcará ahora dentro de su cuerpo, o dentro de donde sea que habite el ser nacional.
Quiero congraciarme con el portero, ayer lo traté mal.
—¿Usted no descansa nunca?
—Mi reemplazo llega a las seis —me contesta Robocop mirando hacia el frente.
Subo las escaleras. En el bar, Citrus: la azafata desagradable. Cara de cuchillo para pescado. Sin matices y con dos filos. Citrus, Citrus, Citrus. Me gustaría repetirle ese nombre en la cara mil veces. Como cuando era chico y alguien no me gustaba. Esos lujos no vuelven. No los puedo comprar con la chequera que todo lo compra. Tal vez sí. Cien dólares si se deja decir cien veces Citrus. Más de los que le pagarían por cien polvos. Retiro lo dicho. Estoy por decir eso. Alguien a quien odiar con toda el alma. Me duele algo dentro de algo dentro de algo. Saludo con culpa a Citrus. Hace dos o tres minutos que la miro y ella como si nada. Seguro que es invencible, con tanta vitamina C.
Buen día, buen humor. Entro en la sala grande. Gente. Los últimos amigos de mi padre casi no me conocen. Casi no estuve en los últimos tiempos. En ningún cumpleaños, en ningún asado. Mi madre no llegó. Ni Julia. Ni tía Laura. ¿Tío Alfredo? No lo vi ni una vez en todo este revuelo. Seguro habrá venido. No quiero descuidarlo. Quiero que le quede claro que todo está bien, él es demasiado para mí. Allá, Roxana con su padre. Me acerco. Su padre me saluda. Nos vamos aparte.
Roxana y yo, aparte.
—Está todo dicho. Pero ahora no es el momento —me dice, y es claro que me va a dejar. Ya debe estar cogiendo con otro. Y a mí no me preocupa que mi mujer coja con otros, lo que me preocupa es que coja con otro, con uno en particular, con ése por el cual me va a dar una patada en el culo.
—Está bien —le digo.
—Sos un cínico, ¿sabés?
—Dijiste que no era el momento.
—Sos un psicópata.
—Entonces es el momento.
—No, no lo es, psicópata.
—¿Es o no es?
—Psicópata. Hijo de puta —dice y se va. Su padre me saluda de lejos. Baja la escalera detrás de ella.
Llega mi madre.
—¿Qué pasó con Roxana, querido? —me pregunta.
—Nada, está fastidiada, te dejó saludos.
En el bar, Julia, Alejandro, Manuel y amigos. Muchos amigos de todos nosotros. Habrán venido junto con mi madre. Saludo con un hola y sonrío. Manuel se acerca y me da un beso. Le doy la mano a dos amigos de Manuel y un golpe en el hombro a Alejandro.
—¿Y Sergio? —le pregunto a Julia.
—Todavía duerme. ¿Me acompañás abajo?
Julia y yo bajamos la escalera. En el hall caminamos hacia el jardín de invierno. Una puerta automática se abre y entramos en un lugar que parece una selva tropical. La calefacción, la humedad, el sonido del agua que corre hacia una fuente y la fuente en sí son de tan buen gusto que nunca hubiera imaginado en Traum. Debe ser su parte alemana.
—Esto habrá costado una fortuna —digo.
—¿Qué pasó con Roxana?
—Me dejó.
—¿Qué pasó ayer a la noche con la chica del bar?
—No creas todo lo que te dicen, Julia. ¿Los chicos están solos?
—Está Gabriela, una amiga mía.
—La culona, ya sé, bueno, están bien entonces.
—Cortala, Gabriel. Tratás de hacer que todos te odien. No te entiendo —dice, inclina la cabeza y se larga a llorar.
—Julia.
—¿Por qué no pasás a ver a los chicos ahora? —dice y llora.
—Julia.
La beso. Le pido que se calme. ¿Qué hice?
—Julia.
La abrazo y se escucha un grito. Después una explosión, algo así como un disparo de cañón. Dejo a Julia y corro hacia la calle. Ya amanece. Hay dos patrulleros trabando la bocacalle. En un instante, bajo la luz de mercurio de uno de los faroles, casi frente al velatorio, dos policías arrastran a un tipo de los pelos. El tipo se resiste. Las luces azules de los patrulleros titilan en la humedad del aire. Otro tipo parado con las manos en alto. Zancadilla y el tipo cae. Una, dos, diez, mil patadas de más. Bastón de punta en los riñones del tipo que va a mear un mar de sangre. Lo esposan, lo tienden boca abajo y un gordo de bigotes le pisa la espalda. Es como Hemingway con una presa, pero mucho más deprimente que Hemingway con una presa.
La gente sale del velorio. Un buen motivo para distraerse. Eligen testigos. Un cana me señala. Alguien de la casa Traum se acerca al cana, le debe estar diciendo que soy el hijo del muerto, que me deje tranquilo. Deben de tener un arreglo con Traum, un cana nunca deja tranquilo a nadie nunca por ningún motivo. Odio a estos hijos de puta. Los odio con toda mi alma. Porque mil veces me patearon lo blando, cuando yo quería vivir en lo blando, cuando había en mí algo blando.
Escrito en la Lexikon 80, muy poco antes de la muerte de mi padre
Fue para el Mundial 78. Llovía. Mi padre había dicho algo de la clasificación argentina. Algo había pasado en una casa de Sarandí. Una reunión con el arquero Quiroga y otros amigos, alguien que aspiraba a director de algo. Mi padre fue la primera persona que yo escuché hablar de la mentira de ese campeonato, del arreglo.
Estábamos mi madre, Alejandro y yo en la cocina de la abuela, antes de que tío Alfredo se casara con tía Laura, antes de que las cosas empezaran a ir verdaderamente mal. No es que fueran del todo bien en ese momento, pero mi padre estaba todavía lleno de ilusiones. Además de trabajar en su taller, seguía en la fábrica de heladeras. Era militante peronista, delegado de su sección, y pese a esa ferocidad que se le desataba por nada y a la cual de alguna manera mi madre, mi hermano y yo nos habíamos acostumbrado, un hombre que intentaba habitar entre nosotros.
Estábamos en la cocina de la abuela porque en nuestra casa llovía por todos lados y la tormenta de ese invierno parecía que no iba a terminar nunca. Mi padre no había llegado de trabajar y mientras mi madre cebaba mate y la abuela cocinaba, Alejandro y yo hacíamos los deberes de la escuela. Recuerdo la oscuridad, la tristeza que yo sentía cuando caía la tarde y todavía no había podido terminar las cosas que me mandaba la maestra. Sea cual fuere la materia, hacer esas tareas me dejaba con el alma vacía y las energías consumidas por el tedio al cual sí o sí había que acostumbrarse no sé por qué razones que siempre argumentaba mi madre. Ahí estábamos, y como siempre había conversaciones en clave entre la abuela y mi madre, que no se llevaban nada bien.
Hacía cosa de unos días, una chica, creo que su apellido era Pane o Pan, ahora no podría asegurarlo, pero la abuela decía Pane, había sido acribillada a balazos y los asesinos la habían atado de los pelos al paragolpes de un auto y la habían arrastrado muerta por las calles del Viaducto. Nunca quedó claro de qué bando eran los asesinos. Yo estaba en séptimo grado y casi nunca había hablado con nadie de subversivos ni de ninguna palabra que se le pareciese. Lo único que sabíamos por boca de mi padre era que en el país había dos bandos, y Alejandro y yo suponíamos que el bando en el que estaba nuestro padre era el que, al parecer, estaba perdiendo. Pero siempre nos ocultaban esas cosas.
En el taller, en el tanque de la quema del cobre, se habían quemado un montón de volantes de la Siam y de planes quinquenales y de libros por el estilo. Mi padre entró en paranoia y después de la muerte de la chica quemó todo, también los pocos libros que mi madre tenía. Entre ellos uno de Lorca, que era el poeta preferido de mi abuelo Reyes. Lo de la chica Pane había atemorizado a los vecinos. Para la misma época dejamos de ver a Claudio, el hijo del bandoneonista, al Gaby grande (porque el Gaby chico era yo) y a otros chicos de la barra de los grandes que según le escuché decir a mi padre eran unos peronistas que se habían equivocado con las ideas. Mi padre lo decía con más pesar que bronca, y cuando alguien hablaba mal de ellos, él los defendía diciendo que igual se la jugaban por Perón y que merecían respeto por eso. Una de las pocas cosas que recuerdo que mi padre me haya dicho directamente a mí, en la infancia, es que hay que respetar siempre a las personas que se la juegan por el pueblo.
Aquella noche la tormenta de Santa Rosa se escuchaba cada vez más fuerte en la ventana de la abuela. La persiana no estaba cerrada del todo, y yo podía ver cómo el viento movía la luz de mercurio que colgaba de un cable justo en el medio de la calle. Igual que la luz de la puerta del velatorio bajo la cual castigaban a esos dos tipos. Igual que la luz que entra por esta ventana que tengo frente al escritorio, ahora que escribo.
Se filtraba para adentro y daba miedo, todo daba miedo en esa época. No era todavía de noche y el foco se había encendido porque el cielo estaba tan encapotado que parecía de noche. La abuela rezaba en voz baja, caminaba de acá para allá, como podía, porque usaba bastón, y yo no lograba concentrarme en lo que estaba escribiendo en el cuaderno y supongo que Alejandro tampoco. Justo cuando mi madre le decía a la abuela que se quedara quieta porque nos ponía más nerviosos a todos, que se dejara de rezar en voz baja y cosas así, se cortó la luz. Se cortó en la casa pero el foco de mercurio siguió encendido, moviéndose de acá para allá, al punto de que yo pensé que en cualquier momento iba a terminar por caerse. La abuela trajo unas velas y mi madre las encendió. Pusieron una en cada punta de la cocina. Vi a la abuela santiguarse en su rincón. Encendió la cocina y se puso a hornear masa. El olor del bizcocho dulce aumentaba la tristeza de la cocina, parecía (o ahora me parece) que la abuela horneaba un bizcocho como preparándose a consolarnos de alguna cosa terrible que seguro había pasado o estaba por pasar.
Se oyó un ruido de llaves en la puerta y mi madre corrió o casi corrió porque se contuvo supongo que por nosotros, y con un trotecito bien femenino y bien propio de ella también, fue hasta el pasillo. Eran tío Alfredo y su novia, tía Laura. Empapados y con unas caras que no podían disimular que algo andaba mal.
—Cierren todo —dijo tío Alfredo—, enseguida vuelvo.
Cruzó la calle, lo vi por la ventana porque mi madre no la terminó de bajar y dejó una rendija por donde podíamos ver.
Tío Alfredo volvió.
—No contesta nadie —dijo.
—¿Qué pasa, Alfredo? —le preguntó mi madre.
—Mi compañero de planta, lo van a chupar esta noche o mañana.
—No te metas, Alfredo —le dijo mi madre—, no te metas con los subversivos por favor.
—Es un pibe raro, pero es un buen pibe, a mí me parece que se están llevando a cualquiera.
—¿Pero quiénes, Alfredo?
—Cómo quiénes, ¿estás ciega? —dijo tía Laura.
Al rato de estar en la cocina y de no tener ni señales de mi padre, el silencio fue ganándonos a todos. La abuela, mi madre y tía Laura estaban sentadas a la mesa tomando mate. Tío Alfredo, muy nervioso, caminaba de un lado al otro de la cocina. Al fin golpearon la puerta: era mi padre.
—¿En dónde te habías metido? —le preguntó mi madre.
—Voy a tener que largar el sindicato. Voy a tener que dejar de ser lo que soy.
—Vos no tenés que ser nada más que el jefe de esta familia —dijo tío Alfredo, y creo que todos estábamos de acuerdo.
—Si al menos yo viera una posibilidad, si al menos Perón estuviera vivo —dijo mi padre con la voz quebrada.
No terminó de hablar que sentimos las frenadas. Dos autos en mano y otro en contramano se habían estacionado enfrente. Mi padre, tío Alfredo y después todos nos pusimos a espiar por la ventana. Eran autos comunes y corrientes, no de la policía. Dos tipos treparon por las paredes bajas de las tapias de las casas de al lado a la del amigo de tío Alfredo y se metieron por la terraza. Los otros dos intentaron tirar la puerta abajo pero no pudieron y uno de ellos se subió a un Falcon de esos rurales y entró con auto y todo al garaje, volteando el portón. Se escucharon algunos gritos, yo oí bien claro y más de una vez la palabra «puto» y la palabra «salí». Mi padre subió a la terraza pese a que mi madre, a punto de largarse a llorar, le pidió que no lo hiciera. Tío Alfredo lo acompañó. La abuela se metió en su cuarto, antes de irse dijo que nosotros no teníamos ni idea de lo que era capaz gente como ésta. Lo dijo enojada, con algo más que con mi madre y mi tía, yo supuse que enojada por las cosas que pasan o que tienen que pasar las personas.
Ésa fue la primera vez en mi vida que vi armas. Sacaron a dos chicos que yo nunca había visto, y a una chica que era la hija de los dueños de casa y que yo no conocía. Todos creían que ella estaba con sus padres en España. Los pusieron contra la pared y ahí pude escuchar bien que les decían putos a ellos y puta a ella. Los metieron de los pelos en uno de los autos, sacaron la rural del garaje, tenía la trompa destrozada pero andaba igual y se fueron. Los últimos dos fueron los del auto que estaba a contramano. El tipo se subió al capó, tiró una ráfaga de ametralladora al aire y gritó que todas eran unas putas de mierda y que dejaran de espiar por las ventanas. Y que en cualquier momento nos iban a venir a buscar. Después gritó bien claro «Patria o Muerte». Mi padre dijo que era el ejército, que se le notaba nada más caminar, que había que ser muy boludo para creerse que algo así lo podía estar haciendo un peronista por más equivocado que estuviera en sus ideas.
El asunto quedó en el barrio como un secuestro hecho por terroristas, nadie entendió lo que mi padre entendió. A la hora más o menos, un celular con la sirena azul se estacionó en la puerta de casa y tocaron el timbre. Lo venían a buscar a mi padre. Se lo llevaron sin violencia, sin esposarlo, hablaron antes con él y le dieron tiempo de entrar y explicarle algo a tío Alfredo. No pasa nada, escuché que dijo. Y se fue con los policías.
Volvió al otro día, a eso de las seis de la mañana. Alejandro y yo todavía no nos habíamos levantado para ir a la escuela. Mi madre cebaba mate, y mi padre y tío Alfredo conversaban en el comedor. Tía Laura no estaba, ella vivía casi en Agüero a la altura del arroyo. Se iba para atender a su padre que trabajaba de sereno de barcos en el Puerto Piojo. Tía Laura sufría mucho con su padre, pero igual lo atendía, igual lo amaba de esa manera que yo más tarde me iba a dar cuenta era su manera de amar, sin callarse nada, muy distinta de la manera de amar que había en mi familia antes de que ella llegara.
Mi padre fue muchas veces más a la comisaría. Siempre que iba a la comisaría lo recuerdo triste. Muchos años después temí lo peor, sobre todo en el tiempo en el cual quería ver las cosas lo más torcidas que me fuera posible. Mi padre no mintió ni tampoco evitó decir que era peronista, pero dejó sus ideas de lado durante todo el tiempo en que hubo militares en el gobierno, y durante ese tiempo, en el cual mi madre me decía que iba a arreglarle sirenas a la policía y cosas por el estilo, él estuvo mal. Envejeció, supongo que porque tuvo que callarse, someterse a las reglas de otros, sentir en carne propia la ferocidad interminable de un sistema invencible, o que al menos parecía volverse día a día más invencible.
Sé que mi padre arreglaba cosas en la policía, sé que de esa manera logró que lo dejaran en paz. Pero supe más adelante que lo que había arreglado mi padre eran sólo autos. Aunque en casa nunca nadie decía nada, como si la época de oscuridad tuviera que ser acompañada por más oscuridad.
Nunca más sospeché nada ni me pregunté por qué cada vez se veían menos amigos en la esquina a la noche. Será porque todo eso coincidió con que mi padre fundió el taller en 1980, y que varios de los padres de mis amigos se quedaron sin trabajo.
Lo último y más fuerte que recuerdo de ese año fue la final del Mundial 78. En casa se vivió igual, mi padre era un fanático del fútbol y tal vez tuvo la ilusión de que el fútbol se salvara más allá de ese partido arreglado y no quedara salpicado de sangre, de la sangre de sus amigos peronistas. Pero creo que no pudo sostener el engaño. Además pasó algo que terminó por arruinarle eso también. En el festejo, en una discusión en grupo sobre el arreglo que había sido la clasificación, se dijeron cosas hirientes con un amigo del club Brisas del Plata y con otros vecinos que habían ido con nosotros a festejar hasta la avenida Mitre. La discusión pasó de caliente a muy caliente y mi padre, que había estado callado hasta ese momento, callado todos los días de su vida ese año, callado por el poder de los que tenían el poder, explotó y dijo todo, todo junto, y terminó a las trompadas con uno de sus amigos. El resultado fue que un hombre mayor que él y que los demás, alguien así como el padre de su barra de infancia, en su afán por separarlos tuvo un infarto y murió ahí, en la calle.
Desde entonces hasta la muerte de su madre primero y de su hermano Juan después, su tristeza no tuvo ni un tiempo de descanso. Como si la vida decidiera tirarle uno por uno los ladrillos de una casa que él pensaba que era sólida. Mi padre se quedó adentro para aguantar el derrumbe y, como era de esperar, se derrumbó junto con ella.
El rey Arturo
Los patrulleros se van arrastrando el sonido de las sirenas. Entro en la cochera del velatorio y le digo a Bob Esponja que salimos. Sin saludar a nadie, me voy. Ya es de día. Le pregunto la hora y Bob me dice que las siete pasadas. Es muy temprano para despertar a los chicos. Le digo que me lleve a la plaza Jaramillo, que quiero ver la maternidad donde nací, llorar por los recuerdos. Él me mira por el retrovisor. No dice nada. No pone cara de nada.
—¿Cómo se llama la azafata de la noche? —pregunto.
—Todas son de la noche, y todas son del día. ¿Se refiere a la linda?
—Sí.
—Claudia. Claudia Rausch.
—La misma.
Claudia Rausch tuvo que haber sido la amante de Traum. Me hace acordar a la mujer del italiano que le señé el departamento. Y las dos juntas me hacen acordar a Andrea. Andrea tiene el valor de dos mujeres que tengan el valor de varias mujeres a su vez. No sé por qué, porque es superficial y consumista y traidora.
¿Y Roxana? No tenemos nada en común. No puedo seguir eligiendo a las mujeres tan sólo por el culo. O sí. Es que cada vez creo que las cosas van a salir mejor. Lo que me termina por volver pesimista es un optimismo desmedido que parece renacer cada vez que las hormonas me hierven. Con Andrea es diferente. Primero porque es una puta. Segundo porque es una puta diferente. La segunda vez que la vi fue en un cabaret de Flores. Habían pasado dos meses desde la noche de mi sobredosis. Dos meses en los cuales yo fui bastante seguido al cabaret pero a ella no la había visto ni una sola vez. Tampoco a su novio, el gordo dueño del prostíbulo. Pero una tarde me llaman por teléfono y dejan un mensaje en mi contestador: era la voz del gordo, yo la pude reconocer por el seseo y porque hablaba como si tuviera la boca llena de comida y la nariz llena de mocos. Yo le había dejado mi teléfono para combinar encuentros con Andrea, y él me avisaba que ella había vuelto a trabajar, en una nueva sucursal, «muy cerca de donde decís que tenés tu casa».
Yo andaba otra vez borracho, queriéndome mezclar entre piernas y caricias de prostitutas. Lo que necesitaba era estar entre ellas, en un lugar en penumbras, con música de cumbia o de baladistas latinoamericanos. Nada más. Veinte o treinta chicas acariciando bolivianos doblados por la cerveza y el vino, que apenas se pueden mover, que tiran un leve manotón al aire cuando les sacan peso a peso el jornal de la semana que se habían repartido previamente entre todos los bolsillos del pantalón y la camisa. Ver a estas chiquitas paraguayas o del interior desplumar a esos monos con la misma delicadeza con la que desplumarían a un pollo me fascinaba. Me sentaba siempre en la misma mesa. Ya todos me conocían, yo entraba repartiendo plata a los cuatro vientos y siempre que me veían bajar del taxi se las arreglaban para que mi mesa estuviera libre y limpia.
—Es un honor tener a un caballero como usted, Daniel —me decía el dueño. El gorilita estúpido, pero no por eso menos peligroso, que me había llamado por teléfono.
Daniel era el nombre de puta que yo había elegido. Puta yo, y al igual que ellas me cambiaba el nombre para prostituirme. Andrea trabajaba en el cabaret porque odiaba a su padre, a su madre y a todo lo que ellos representaban: las familias tradicionales de San Isidro. Sus padres hicieron lo imposible por sacársela de encima. La internaron en un psiquiátrico por drogas, por alcohol, por locura. Un juez, amigo de su padre, también juez, le sacó los derechos legales sobre su hija.
En la clínica de San Isidro Andrea descubrió el poder absoluto que tiene sobre los hombres una buena chupada de pija. Y fue así, chupando pijas, que salió de ese lugar, que recuperó a su hija y que logró alquilarse un departamento en Caballito y pagar una niñera y un abogado para sacarle al padre todo el jugo que le fuera posible. Le sacó una tajada suculenta, pero eso no le alcanzó, el padre le dijo que el dinero no iba a lograr que ella dejara de ser una puta de mierda. Puta de mierda son las palabras con las cuales Andrea no puede. No tardé en identificarme con ella, no tardé en asociar esas palabras a la palabra «tarado», patrimonio universal de mi padre.
—Yo no soy una puta —le había dicho Andrea a su padre.
—Yo no soy un tarado —me hubiera gustado decirle al mío.
Las respuestas que recibimos fueron distintas. Andrea recibió un cachetazo que le dejó un sonido agudo crónico en el oído izquierdo. Yo recibí una confirmación contundente: «Vos sos un tarado».
Esa vez ella no me dio bola. Yo bajaba trago a trago mi botella de Daniels, y la miraba fijo. Le miraba el culo, la espalda —porque ella estaba de espaldas—, como siempre, era la única que no estaba en ropa interior. Tenía un pantalón de jean azul que le quedaba perfecto, una blusa blanca transparente. El gordo se acercó y le pidió que me atendiera. Entonces la escuché.
—Que se haga la del mono —dijo ella. El gordo la tomó del brazo y Andrea, considerablemente más chica que él, se zafó y le tiró una derecha que si lo agarra lo decapita.
—Puta de mierda —dijo el gordo, justo «puta de mierda». Pero yo aún no sabía que esas palabras eran de las pocas palabras que no se le podían decir. Así que me sorprendí cuando el botellazo le entró de abajo y le dio en el mentón. El gordo cayó como la estatua de Lenin, derechito, rígido, como si además de un botellazo le hubieran metido un palo en el culo.
Me metí en el medio porque pensé que la mataban. Varios monos se le fueron al humo, pero como estaba yo, y yo era un cliente que gastaba fuerte, se frenaron. Los tiempos no estaban para amasijar a un cliente así.
—Dejámela, yo vine por ella —dije.
La tomé del brazo, ella intentó zafarse, pero como yo sabía que iba a intentar hacerlo, la había agarrado fuerte y la saqué justo para esquivar una cachetada del gordo, que ya se había levantado y había lanzado un golpe con toda la fuerza de alguien que sabe boxear, porque giró la cadera como en un cross de manual, pero con la mano abierta.
—Me la llevo sin marcas, me la llevo toda la noche, al telo de enfrente —dije esto casi a los gritos. Y todo, poco a poco, se calmó. Andrea entendió que se había pasado de rosca. Más tarde íbamos a hablar de eso.
—Ochenta la hora con tal de no verla por toda la noche. Puta de mierda —repitió el gordo y vi la cara de Andrea, salvaje, capaz de cualquier cosa.
Me vacié un bolsillo. Tenía mucho dinero, más de lo que el gordo imaginaba. Cruzamos al telo de enfrente y, antes de pagar, la besé en la boca como nunca antes había besado. Yo era el cobarde: Andrea era la mujer.
Se desnudó con una rapidez olímpica. Se metió bajo la ducha. Yo la miraba porque las paredes del duchador eran de vidrio perfectamente transparente. El vapor lo empañaba pero Andrea se encargaba, cada tanto, de limpiar el vidrio. Disfrutaba con que yo la mirara. Lo disfrutaba de verdad. Era perfecta. El culo, las tetas, las piernas. Perfecta fue la erección que tuve. Ella llegó: yo estaba a punto. Hundió su cabeza en mí y me chupó como una niña que disfruta de una golosina que no quiere que se acabe jamás. Pero yo no pude durarle tanto, su boca me alejaba de la eternidad en cada beso, me llevaba al más finito de los mundos, al acá más presente, y me vacié en ella que me recibió con lujuria, corriéndose el pelo para que yo no me perdiera el espectáculo de sus ojos de atragantada.
El auto estaciona porque pido que estacione. No hace mucho frío, pero de la boca de las pocas personas que caminan sale vapor. Le digo a Bob Esponja que me espere. Me bajo. Ahora sí siento el frío. Meto el cuerpo en el auto y agarro el sobretodo. Me lo pongo. Saco del bolsillo la bufanda, me la pongo. Me gusta mi bufanda porque es roja. Es la única prenda roja que tengo. Pensar no soluciona las cosas. ¿De qué estamos hechos? Yo soy un toro que cada vez que puede elige el cuerpo del torero. Yo siempre apunto a matar. Muchos me lastimaron y a cada uno de ellos los esperé. Fueron llegando, el viento los trajo, la brisa; la misma brisa en la que se manifestó el Dios de Elías, en esa misma brisa se manifestó mi dios. Yo también enrojecí mi río. La justicia no es venganza, yo tenía muy clara la diferencia y también tenía muy claro lo que buscaba: venganza. Ah, padre, padre mío. Estás en el cajón, no podés mirarme, no podés oírme. Padre, padre de mi corazón, éste es tu hijo el que clama, una voz en la nada, una oscuridad que ensombrece hasta las tinieblas más profundas.
Camino y pienso, o pienso y camino. ¿Cuántas cuadras hay que hacer para drogarse? Pasaron muchos años desde el tiempo en que estas calles eran el reino de Arturo, un reyezuelo que me permitía ser parte de la corte. Teníamos una mesa redonda y todo, llena de droga, llena de armas, llena de muertos que ya habían muerto y de otros que se estaban por morir. Doy una vuelta más a esta plaza, no sé cuántas van. La plaza esconde todos los venenos posibles. Me acerco a un pibe que tiembla, oculto en las sombras de los árboles. Me pregunta qué quiero. Droga, le digo. Me dice que vaya a la farmacia, que él no sabe nada y que me vaya rápido si no quiero salir lastimado. «Abuelo», me dice también. Le digo que yo lastimado ya salí, que ahora le toca a él, pero creo que me entiende mal, en realidad, creo que no entiende nada. Nada de nada. Mete la mano dentro de la campera, es una mueca, no tiene ningún arma. O tal vez sí, un arma blanca, o un veintidós. Tal vez una semiautomática que me saque de todo esto para siempre.
—Sacá la mano de ahí, pendejo —le digo.
El pibe se acerca, la cara desorbitada. Una sevillana en la mano derecha.
—Más de cinco dedos es ilegal —le digo.
Me tira un tajo y me da en el antebrazo. La navaja no tiene tanto filo, o tal vez me dio mal. Me hace un corte menor, igual me sangra. Me duele.
—Qué pasa —dice alguien al pibe de la sevillana desde un auto que acaba de estacionar frente a nosotros—, ¿no sabés diferenciar a un perro viejo de un gato? —Me mira—. ¿Tenés algo, Locura? —me pregunta Arturo, el rey de la plaza.
—Nada —digo, porque si digo que tengo algo me voy a ver obligado a devolverla.
—Estos pendejos son unos cagones de mierda. ¿Qué buscás?
—Darme vuelta.
—Vení a casa.
Subo a su auto, una cupé japonesa último modelo. Debe decir «robada» en la patente de atrás. No estoy en Paraguay, estoy en los feudos de Herminio y es casi lo mismo. Acá el primero que agarra y aguanta, tiene. Llegamos a la casa del rey y bajamos. Un chalet sueño argentino a medio terminar. Siempre la casa de esta categoría de vendedores está a medio terminar. Me duele el brazo. Me sangra bastante.
Entramos. Al vernos, su mujer que estaba sentada a la mesa se levanta e inmediatamente se va a otra habitación. No se saluda a las mujeres de estos tipos porque no se sabe ni se puede saber cuál es la situación real detrás de esta imagen de calma. Cuál es el nivel de celos, de territorialidad del macho dominante y cuál el nivel de celos y de necesidad de venganza de la hembra dominada. Así fueron y siguen siendo los códigos reales de estas tierras podridas, de estas almas corruptas. Yo soy también así. Un hijo de estas costumbres feroces, arcaicas, tan antiguas como el odio, un animal desterrado del Paraíso, un nonato del espíritu, una estúpida pesadilla tratando de hacerse las cosas más difíciles.
—¿Cuánta querés?
—Cien dólares de la que todavía no cortaste.
—La corté toda, Locura.
Se mete adentro, siento que habla con la mujer, creo que le ordena algo. Al rato vuelve con un paquete. La mujer entra cinco minutos después con una botella de Chivas y dos vasos, vendas y desinfectante.
—Hielo no hay —dice la mujer pero sabe que el hielo no le importa a nadie, cuanto más caliente mejor, que queme, que nos queme a todos.
La mujer de mi amigo rey me pide que me saque el saco y me arremangue la camisa. Me manché la camisa blanca. Mientras su mujer me cura mi amigo rey abre el paquete y llena de merca un tubo de esos en donde vienen los rollos fotográficos.
—Te hago un cheque —le digo y no me responde. Mi palabra tiene valor en este lugar, debe ser en el único lugar en el que todavía tiene algún valor.
—Es un regalo, si querés de la buena andate a lo del Gitano. Y no te piqués esto, es basura.
Antes de salir me tomo dos whiskies más. Se hizo tarde. El saco y el sobretodo están cortados pero no se nota. Camino una cuadra porque veo el auto de Traum. Bob Esponja me siguió. Supongo que ni se imagina la estupidez que hice.
—Vi todo lo que pasó, me hubiera avisado a mí.
—¿Usted vende?
Bob Esponja no contesta. Maneja y llegamos a la casa de mis padres. Deben ser casi las once pero todos duermen. Siento ruido en la pieza. Me meto en el baño y me quedo en cueros. Busco en el costurero de mi madre una tijera. Corto la camisa por las mangas. La dejo de manga corta y desflecada. Es una camisa cara. Era una camisa cara, ahora es un trapo sin mangas. Me pongo el saco. Saco el frasquito, lo destapo y me tiro polvo en el reverso de la mano, en el hueco que se forma en la muñeca cuando se estira el pulgar con fuerza, un hueco entre dos tendones. Soy cuidadoso de que no caigan piedras. No caen porque no hay. Me rompe la nariz. Es pura mierda.
Palomas
En la puerta del velorio hay como veinte coronas más que hace un rato. De la empresa del Estado y su sindicato peronista, de la vieja fábrica y su sindicato peronista, de los adoradores del orto y su sindicato peronista. A ellos les gustan tanto los muertos. Me encuentro a Luis Mentimas, de uno de esos sindicatos. Duro como una roca embalsamada puesta cuarenta y cinco mil años en el freezer. Me da vergüenza hasta a mí. Transpira como un cerdo. Todos están ahí. Se me acerca un amigo que no es tan amigo y que hace mucho que no veo.
—Estamos acá por vos y vos desaparecés, ¿cuál es la tuya, loco? No vayas a creer que porque ahora tenés plata la historia es otra, ¿no? —me dice.
—Tranquilo, traje para todos —le digo y le doy el frasquito que me regalaron—, repartila.
La emoción que le produce la droga lo vuelve dócil, más amigo que antes. Sé que no va a repartirla. Sé la mierda que hay en su alma. Me dice cosas que atenúan lo que me dijo antes. Pobre hijo de puta. Me dice que me entiende. Ya casi es un vómito de perro. Después me pregunta si ya puede tomarse un saque.
—Tomá —le digo—, estamos en democracia.
En el bar sirvieron una especie de desayuno. Lo toman en las poquitas mesas o de pie sobre la barra. La azafata es una tercera, pero no tan ácida como Citrus. Nada que ver con Claudia Rausch.
Como un fantasma camino y voy hablando con la gente. En la sala principal, conversando con mi madre, lo veo a Traum.
—Hola —digo.
—¿Qué te pasó? —pregunta mi madre.
—Nada, de dormido, me enganché el saco.
—Llegó su tío de Italia —me dice Traum, y ahora reparo en que el taxi que vi en la puerta era de Ezeiza.
—No le digas que estoy acá, todavía —le digo a mi madre. Lo miro a Traum—: ¿Usted quería hablarme?
—Sí, por favor Gabriel, si podemos pasar a mi oficina.
Camino escoltado por Traum. Me llega el alarido siciliano desde donde reposa la muerte sobre la carne de mi padre. Es un lamento que atrae a mi madre que de golpe se disculpa y camina hacia la sala pequeña. Dicen que llorar así ayuda.
Subimos la escalera que falta para llegar a las oficinas. Claudia Rausch vestida de secretaria. La miro y ella esquiva mi mirada. Traum le pide que nos deje solos.
—Tuve que separarla del servicio a su padre, Gabriel, y usted sabe perfectamente por qué.
—Porque su amante fue y se lo dijo.
—¡Qué está insinuando, Gabriel, qué está insinuando! —Traum se acaba de parar. Acaba de gritar. Acaba de golpear la mesa. Acaba de caer en la trampa.
—Que el amante de ella le dijo que ahora nosotros éramos amantes. No me va a decir a mí que ese joven encargado no anda con Claudia.
La cara de Traum se descompone. Se sienta. Está muy pálido. Creo que se me fue la mano.
—Ya vino su tío, Gabriel, tratemos de llegar al día de mañana en paz. No voy a despedir a la muchacha, pero la voy a separar del servicio.
—¿Qué fue ella en su vida, señor Traum?
—Yo no hablo de mi vida privada, señor Gabriel, por favor.
—Está bien, permítame hablar con ella.
Traum la llama y se va. Claudia viene. Se acerca, se queda parada frente a mí.
—No tengo palabras, pero me gustaría verte en algún momento, en otro lugar.
—Cuando todo termine —me dice. Me da un papel con un número telefónico y se va.
Bajo las escaleras sin esperar a Traum. Mejor me escapo, me voy a caminar solo, me voy a la pensión y me duermo una siesta. Soledad, soledad, soledad. La mejor compañera, la única que necesito ahora. Por suerte también es mujer. Me siento mucho más libre sin auto. Creo que lo voy a dejar en donde está para siempre.
Camino hasta la avenida Belgrano. Alpargata Rosa me llenó la habitación de lámparas de 75 watts para que vea mejor. No quiero decirle nada, es un derroche de energía ofrendado a su mejor cliente. Al señor Gabriel, «el de la luz». Veo una ferretería y entro. Compro cuatro lámparas de 40 watts y medio kilo de veneno para ratas. Voy a cambiar las lámparas antes de quedarme ciego. Las lámparas y el veneno en una bolsa de plástico blanca. Mejor dormir rodeado de veneno. Las ratas y las palomas que también son ratas. Me desespera que existan animales así. Las cucarachas no me molestan, es más, me agradan bastante.
Sol. Leve aire templado. El mediodía es precioso aunque dicen que va a llover. Ráfagas frías. Estoy bien, ya falta menos. Respiro: me acuerdo de respirar. ¿Qué es lo que se mueve cuando uno respira? Camino ahora por el bulevar de la avenida Mitre. Voy a comprar harina, miel, levadura, y algunas cosas más. Alpargata Rosa me dio permiso para usar la cocina. Tiene un horno formidable. Voy a hornear pan. Voy a partirlo cuando todavía esté caliente, voy a quemarme el hocico metiéndole diente antes de que el vapor se disipe. Llagas de placer puro, miel caliente como lava, miga esponjosa al rojo vivo.
Supermercado. Una promotora rubia (las caderas más anchas de lo que uno habría imaginado si sólo le hubiera visto la cabeza) me ofrece un jugo sintético de naranjas. Le digo que no. Es linda. Le pregunto su nombre. Sonríe. Me gustaría echarle mano a su culo ahora. Tocar, palpar las caderas anchas de matrona. Vivi, se llama. Tirita de frío, estamos cerca de las góndolas de los lácteos y hace frío en este lugar. No tiene estrías en la piel visible del ombligo. Creo que también tirita de ganas de ir al baño.
—¿Tenés frío, Vivi? —le pregunto.
—Sí, sí —dice ella—, hasta en el cuello.
Me saco la bufanda que llevo puesta y se la pongo en el cuello. Vivi suelta una risita. Casualmente el uniforme de ella es rojo, igual que mi bufanda.
—Te la podés quedar, a vos te hace más falta que a mí.
—Es usted muy amable.
—No te imaginás cuánto, Vivi —le digo, ella sonríe y ahora no finge inocencia.
Si no tuviera que aguantarla después de eyacular, la invitaría a la pensión. Tengo una erección y eso casi no me deja pensar con claridad. Masturbarme, eso va a ser lo mejor.
—¿Estudiás? —pregunto, como un idiota diplomado.
—Bailo —dice ella—, contact improvisation.
—¿Acá, en el Viaducto?
—No, no. —Se ríe—. Usted es tan gracioso. En San Telmo. Yo soy de San Telmo.
Estoy por explotar, la sacaría ahí mismo, se la metería en la boca. Crece ahora la furia sexual y tapa la angustia. ¿Qué sentimiento hay debajo de cada sentimiento? Siempre me dio la sensación de que debajo de lo que sentimos hay un sentimiento más real, más profundo, un sentimiento que funda al que está por encima, que lo transpira como una capa gelatinosa que se solidifica al contacto con la realidad de los demás.
—Usted es… ya sé, no me diga. Músico —dice Vivi.
—Exactamente. Y actor, qué perceptiva que sos.
—Soy taurina.
—Ah, con razón. Yo estoy entre Acuario o Géminis. Tengo dudas, sabés.
—Sobre eso no puede haber ninguna duda.
—Lo que pasa es que soy huérfano y en el orfanato donde me críe nunca supieron si tomar en cuenta la fecha estimada de mi nacimiento o la fecha en que me ingresaron como interno.
—Ah, eso es más complicado. A mí me parecés Acuario. ¿Creés en el karma?
—Sí.
—¿Y en la reencarnación?
—Sí, ¿quién no?
—Qué bueno saber que uno tiene tantas vidas para irse perfeccionando. ¿No?
—Y, eso es lo que nos da tranquilidad. Escuchame, si tenés tiempo, cuando salís, vení a verme. Estoy parando temporariamente en un hotel, acá cerca. Vení y nos tomamos unos mates y hablamos de otras vidas.
—Hoy no puedo. ¿Tocás jazz?
—Por supuesto, el jazz es el último refugio de los que no tenemos talento para nada. Bueno, el teatro también.
—Ay. —Se ríe—. No digas eso.
—No me hagas caso, Vivi; yo sólo quiero acostarme con vos.
Más risas de la rubia. Más rubor en sus mejillas blancas.
—Tu sinceridad me mata, ¿sabés? —dice.
—No creas que a vos sola.
Le doy un beso en la mejilla y me interno entre góndolas de seis y siete pisos repletas de mercaderías. No arrastro ningún carrito y enseguida estoy haciendo equilibrio con las cosas. Harina, leche, huevos, miel. Intento tomar un sobre de levadura seca con lo que me sobra de una mano y algo se me resbala y cae. La harina desparramada como talco a los pies de un imprudente. Alguien viene. Un chico con carita de coya, serio, apretado. Le pido disculpas y no me contesta. Me trajo un carrito de los chicos. Tiro todo en el carrito. Sin violencia pero tampoco cuidándome de ser delicado. Los huevos se rompieron y comienzan a chorrear. El coya no me habla. Me hago el desentendido. Me gustaría decirle que yo no tengo nada contra él, que en casa tengo una remera de «Salven a los indios». Reguero de huevo por el piso del supermercado. Voy dejando estela como un cometa. Suena el radio. Es un mensaje de Roxana: «Vos nunca tuviste huevos».
No sé cómo borrar el mensaje. Viene otro y otro y otro. No puedo apagar el aparato. Lo abro. Se rompe el aparato. Le saco las pilas. Me guardo los pedazos en el bolsillo del sobretodo. Camino hacia la caja más cercana. Pongo las cosas en la cinta transportadora. Los huevos rotos también.
La muchacha narigona de la caja pasa todo. Las narigonas son todas mala onda porque casi nunca tienen novio. Ni los narigones quieren a las narigonas. Esta narigona es linda pero (me hubiera gustado poder decir otra cosa) es mala onda. Aunque conozco a una narigona linda y buena onda; bueno, la excepción que confirma la regla.
—¿Va a llevar esto así? —Gesto vago y amargo de la narigona.
—¿Está prohibido?
—Por mí…
Mete los huevos en varias bolsas para que no sigan dejando pollito líquido por todo el súper. Meto las bolsas en el carrito, las abro, tomo sólo la harina, la levadura y la miel y me voy, dándole la espalda al pez espada, dejándole toda la mugre atrás y alguna que otra mercadería intacta y paga.
Escucho que alguien me llama. No me doy vuelta. Vivi está con mi bufanda, la veo a diez metros, cerca de la puerta de salida. Me doy cuenta de que huele la bufanda. Vivi pica fácil, pero no es una mujer fácil, es sólo una mujer, una flor. Crédula. Leyó demasiadas revistas, y eso es como haber visto muchas películas o como haber ido mucho al teatro. Estoy tentado de gritarle que la espero. Lo que en realidad le gritaría es que la espero para coger, pero eso sería injusto para con Vivi por sus compañeros, seguramente unos machistas que nunca podrían imaginar lo que valoro a una mujer como ella que por seiscientos pesos al mes sonríe hasta que se le entumece la mandíbula. Vivi, corazón, yo sólo quiero que me la chupes, yo sólo quiero chupártela. No pido nada que no pueda dar. Ella levanta la cabeza y me mira, yo levanto la mano y la saludo como un chico saluda al tren que pasa por la puerta de su casa. La puerta de salida se abre y salgo a la calle. Dos bolsas. Veneno y lámparas, harina, levadura y miel.
Calles de pasto. Sol que cae detrás de las fábricas de pintura abandonadas. Las quintas en este momento deben ser un paraíso. ¿Cuánto hace que no veo la tarde en el río? Camino hacia el Acceso Sudeste. Transpiro bajo el sol del invierno. Camino a paso de robot enloquecido. La costa te pone en trance, la idea de la costa te pone en trance. El color de este monte profundo. Respiro y exhalo el vapor caliente contra el aire mucho más húmedo que tiene este lugar. Es un clima encerrado entre la autopista y el Río de la Plata. Los sauces y los álamos chorrean permanentemente el deshielo de sus escarchas. Es increíble porque no son ni las dos de la tarde. Cuanto más crece la conciencia de la belleza, más crece la desesperación, más honda se hace mi angustia.
La primera quinta es una casita que apenas se sostiene en pie. Está apuntalada con cuatro troncos de palmera en los costados. Es de las más antiguas, con balcón de hierro y madera. Alguna vez habrá sido una casa hermosa y efectiva, como las del Dock Sud o como las de la Boca. Ahora es una tapera a punto de derrumbarse. Alrededor los tomates, los frutales en filas ordenadas. La uva chinche, que se deja madurar bien para hacer un vino dulzón, tan generoso como la marihuana. O más, porque según un amigo el vino alimenta. Nunca le pregunté qué cosa es lo que alimenta, pero supongo que el todo. Un vaso de vino. Lo tomaría ahora, muy frío, más frío que el aire que se me mete como agujas en los pulmones. Un búho a esta hora. Baja en picada. Atrapa una rata enorme que no pude ver pero que estaba a no más de diez metros de mí.
Falta como un kilómetro para llegar al río. Si se me hace de noche me comen las ratas. A cien metros pasa el arroyo Sarandí. Camino hacia el arroyo por un sendero angosto rodeado de matorrales. Pero están los búhos y las serpientes yararás. No entiendo como a alguien no se le ocurrió llenar la ciudad de búhos y yararás en vez de palomas. Los depredadores nunca son plaga.
Antes de llegar al arroyo se puede oír el sonido de las burbujas de la pudrición que suben desde el fondo. Gases: globos podridos que pujan por estirar y fracturar la tensión superficial de los residuos líquidos que flotan en la superficie. La quinta de los mellizos. Trescientos metros Riachuelo abajo, casi contra la costa del río, casi en el río mismo que, me parece, está recuperando los metros que le robaron.
Hubo un tiempo en que me acosté con una mujer por día, una diferente cada día buscando que no me doliera ninguna. Creo que me dolieron todas, creo que no soy lo que pretendo ser, no soy ni siquiera una sombra de un ser desentendido de los demás, soy un sirviente de mis miedos, un mandadero de mi desolación.
Sol naranja del invierno. ¿Quedarán tres o cuatro horas de luz? Acodado frente a la barra de la borrachería que el mellizo abrió acá en este lodazal, me froto las manos. Pido media de vino tinto, una grapa. Un sándwich de chorizo que no voy a tocar. Tomo la grapa de un sorbo y me sirvo vino hasta el borde. Tengo que agachar la cabeza hasta el vaso para no derramarlo. No tengo el pulso ni el equilibrio, pero aparte de eso me gusta hacer esto de agacharme hasta el vaso. El vino está dulce, demasiado dulce. Está bueno. Lo dulce, en medio de esta danza de desesperados, de esta danza de hipocresía, está en el vino dulce.
Otro vaso. Pago. No es el mellizo el que atiende, pero es igual al mellizo. En este rancho son todos iguales al mellizo, son todos rojos, de carne blanca, hijos del más mortal de los pecados mortales. Refugiados de la mirada de Dios, disfrazados de barro, se acuestan a fornicar madre con hijo, hermano con hermana, padre con hija, hijo con hijo e hija. Dúos, tríos, montañas de carne blanca y melliza, matándose en una cama mugrienta, engendran mellizos y mellizas que pisan la uva que yo bebo ahora. Ahí está el dulzor, ahí está la enfermedad que a mí me gusta.
La puerta de la pensión cerrada con llave. Toco timbre. Alpargata Rosa sale. Sonrisa de Alpargata Rosa. Sonrisa mía, de Gabriel podría decir.
Entro y voy directo a la cocina. Alpargata Rosa detrás. Me dice que tiene que salir al banco, que ahora me enciende el horno para que se vaya calentando. Me hace prometer que le voy a dejar pan para que ella lo pruebe, para que tome mate a la tarde. Se pintó los labios. Está escuchando a Jaime Roos. Me pasé de la raya mostrándole lo mío. ¿Y si ahora me lo pide? Se lo doy y listo, pobre escuerzo. Le digo gracias. Fea. Enciendo una hornalla y pongo la pava en el fuego. Lavo un mate grande, uruguayo. Yerba Canarias, uruguaya también. ¿Será uruguaya Alpargata Rosa? Tiene cara de marciana. Tiene cara de no tener cara.
Lámpara de 100 watts en la cocina. Ilumina como una de 60 o menos por la grasa que tiene pegada. Ojalá yo hubiera sido uruguayo. Hay grasa pegada por todos lados. La mesa enorme de madera que está en el medio de la cocina está libre y limpia. Un medidor de harinas, un palo de amasar. Un bol, una cuchara de madera. Dos repasadores, dos moldes panaderos. Alpargata Rosa es muy atenta conmigo. Vamo’ arriba la celeste. En general no es nada atenta con los clientes del hotel, es hosca, gritona, imperativa. Hacha y tiza y mostrador.
Apoyo las bolsas sobre la mesada de madera. Cebo el primer mate y dejo que la yerba se hinche. Cinco minutos, es lo que me dijo Alpargata Rosa; si no la bombilla se tapa. Vuelco la harina y separo el contenido en dos recipientes. Mezclo agua caliente con miel y agua fría y pongo a hidratar la levadura. Hago una crema en un recipiente. Me limpio las manos y tomo el primer mate. En minutos tengo hecho el primer bollo.
Hago otra crema en el segundo recipiente. Automáticamente, abro la bolsa de la ferretería, saco las lámparas y el veneno. Abro el veneno y lo meto en el agua con levadura. Rompo las lámparas en la mesada, trituro los vidrios en el mortero de Alpargata Rosa y mezclo el vidrio triturado en la masa. Amaso. Sangro, puntitos rojos, el vidrio muy fino se me incrusta bajo la piel. Nada importante pero bastante doloroso. El bollo del vidrio y el veneno se hace cada vez más duro, se mezcla con la sangre en un pan de muerte que no se me hubiera ocurrido hacer pero que hago sin vuelta atrás.
Bollo bueno descansa al lado de bollo envenenado. Las manos llenas de hilitos de sangre, el bollo malo marmolado por líneas rojas. Tomo mate. Me lavo las manos en la pileta. Agua fría y contaminada. Tomar un vaso es cagar una semana seguida. Tomar dos es cagar hasta morir. Mejor que suba a mi cuarto antes de que Alpargata Rosa se decida a volver. Tomo dos de los moldes paneros y acomodo los bollos. Les hago las cruces de rigor en la parte de arriba. En el bollo envenenado no son tan de rigor. Oí que las cruces se las empezaron a hacer los monjes para contrarrestar el efecto diabólico de la levadura. Entonces ninguna es de rigor. Las hago por las dudas, no vaya a ser verdad que diablo en el pan, diablo en el cuerpo. Abro el horno. Debe estar a 200 grados. Lo dejo un poco abierto. Meto una lata con agua para que se humedezca. Cuando considero que la temperatura bajó al menos treinta grados, meto los bollos. Sin amor no hay sabor, decía mi abuela. Supongo que eso es siempre del lado que se lo mire. Siempre hay sabor, la mierda también tiene sabor.
Escaleras. Calor de horno que sube. Ningún olor a pan, ningún olor a veneno. La caja de veneno arriba de la mesa de la cocina. Bajo y la busco. Todavía hay un poco, no lo usé del todo como había pensado. Me lo llevo. No vaya a ser cosa que alguien lo vea y piense que envenené un pan. Envenené un pan. Estoy loco. No, estoy jodido como un loco pero soy perfectamente imputable. ¿Ahora qué pasa? Pienso y pienso y pienso aun cuando creo que no pienso. Es agotador, insoportable, imposible, vivir así. Mejor agotador. Imposible. A eso es a lo que me refiero. A esto, porque ahora escribo (mejor estar ahora acá para volver allá solamente con la máquina. Tiquitaca tiquitaca. Necesito vivir el allá o me voy a morir acá y ahora, cuando escribo).
No me entiendo ni sospecho que alguna vez voy a escribir y subo por las escaleras con una energía tan desmedida que si alguien me estuviera mirando creería que voy a asesinar a alguien. El pan en el horno. La habitación ordenada por Alpargata Rosa. La gente cree que sabe con quién se mete, eso me aterra, por mis hijos. Un tipo como yo podría asesinar a otro por el simple desgano que le produce la vida, y me justifico todo el tiempo, a través de mi padre me justifico. ¿Qué hubiera sido yo si mi padre no hubiera sido el que fue? Si hubiera sido el que no fue. No fue nada, no fuiste nada. Una posibilidad de ternura en medio de un huracán. ¿Cómo acariciar a alguien si damos vueltas y vueltas a quinientos kilómetros por hora? ¿Cómo sacar la mano del remolino y tocar a alguien sin arrancarle la cabeza?
Me tiro en la cama. Las manos me arden. Los vidrios, el veneno ácido. ¿Cómo nacen las ganas de llorar? Una vez lloré, una vez quiero decir: hubo un tiempo. Había una vez en la cual podía llorar. Ahora acumulo muertos. Ahora acumulo mierda.
Me levanto y voy al baño. El espejo tapado con un papel. Lo habré tapado borracho. No quiero verme la cara, un mundo sin espejos, donde nada refleje nada. Las manos bajo el agua se frotan. Ya viví esto. Sangre desteñida se va por la flor del desagüe. Me seco las manos con papel. Vuelvo a la cama, me descalzo, me acuesto. Seguro que el veneno se está evaporando, o tal vez no mate a todos, tal vez mate a las ratas y no a las personas. No creo que pueda existir un veneno que mate a las ratas y no a las personas. Me levanto, no puedo dormir, las manos me arden, los vidrios que antes de lavarme tenía incrustados superficialmente ahora se terminaron por meter bajo la piel. Under my skin. Soy el Sinatra de la mierda, o soy un Sinatra de mierda que es casi lo mismo.
Cruces, flores, lápidas. Panes de muerte, ¿qué es lo que se va a calmar al final de todo? Llevo puesto el cinturón de un dios. Es preciso que yo sepa de qué dios estoy hablando, de qué alma se cuelga mi alma. Es impensable otra sed, tal vez mi padre también tuvo la misma sed, la sed de lo absoluto, y por eso fundó su ley, porque su ley se nutre de lo absoluto aunque no aspire a entenderlo, aunque no aspire al conocimiento, ni siquiera a la contemplación, se nutre de algo que él no tuvo valor de lanzarse a conocer.
Mi padre en el cajón, yo en esta caja. El mundo derrumbándose por la ambición. Todo parece en armonía, el círculo ecológico de la muerte una y otra vez entre nosotros, el único círculo verdadero, el único ecosistema posible.
Descalzo, bajo las escaleras. Olor a pan caliente. Hambre que empapa la boca como a una vagina. La penumbra es casi perfecta. Iluminada por los reflejos del horno encendido. Adentro los panes, la espiga y la espina. Dos caminos pasan por encima de mí y los dos me llevan al mismo mundo. ¿Es lo mismo entonces tomar uno o el otro? ¿Es válido preguntarse lo que me pregunto? Camino ahora hacia el horno y hago que el orden reine en alguno de esos mundos, que el caos subyugue al otro. Dos, siempre dos en constante fracturar. Una lucha que no va a terminar nunca. Yo soy el tres.
Abro el horno. El fuego resplandece en los ladrillos refractarios. Podría meter la mano adentro, tocar el piso de este horno panadero, quemarme para siempre estas manos que todo lo hacen mal. No logro ahogarme con nada. La sombra de mi padre. Yo llevo en mí los gérmenes y las posibilidades de todos los dioses. Yo soy todos los dioses menos mi padre. Si quiero morirme ahora es sólo para que vos entiendas. Los moldes calientes en la mesa. Saco los panes. Las líneas rojas no están. El pan del veneno debería oler rancio. Los panes huelen igual, huelen a perfección. ¿Cuál de los dos es el imperfecto? Voy a dejar uno y a llevarme el otro. El menos alto es el que me voy a llevar. Seguro que el veneno mató a la levadura. Lo envuelvo en un repasador seco y limpio, y me lo llevo. El otro es un regalo para Alpargata Rosa. No estoy seguro del criterio con el cual elegí. Bajo. Envuelvo el otro pan y también lo llevo. Subo y llego por fin a mi habitación. Parto los panes con una cuchilla. Vapor a más de cien grados. La miga blanda que cae como vidrio líquido. Me saco el pulóver, la camisa y me quedo en cueros. Me saco los zapatos y las medias. Estoy con los pantalones puestos, un jean con las botamangas chupinas. Salgo al pasillo con los cuatro pedazos en la mano, envueltos en la camisa. No hace tanto frío pero hace frío. Subo una escalera que lleva al último piso de habitaciones, donde están las más económicas. Dieciséis con un gran baño tipo club en el fondo. Camino otro pasillo largo y subo la escalera que da a la terraza. La puerta está abierta de par en par. Alguien tiende ropa. Una mujer. La terraza es, en realidad, una azotea: no tiene baranda ni ningún tipo de protección, apenas una carga de cinco ladrillos todo el perímetro. Está cubierta de una membrana asfáltica revestida de aluminio que refleja la claridad y hace difícil mirar. El sol se esconde en una nube y ahora sí puedo mirar y ahora sí tengo un frío paralizante en el pecho y las plantas de los pies. Camino hasta el extremo de la azotea y me siento sobre la carga de ladrillos, las piernas hacia fuera. Dejo los panes a un costado. La mujer que cuelga ropa tiene menos de veinticinco años. El vestido de tela vulgar, una percalina floreada o algo así, le da el toque de lamento tanguero. Su cara de paraguaya cruda, ojos chinos, cejas arqueadas hacia abajo, son la promesa segura de un buen polvo. Pienso en Vivi. Entumecida de tanto sonreír. La mujer se va y pasa detrás de mí. Saludo y me saluda. Debe tener a un paraguayo caliente en la cama. La pija más dura que el fratacho. Viviría en un mundo de mujeres. Un mundo de conchas y menstruaciones, un mundo de abrazos que lo curan todo, de besos que me alejen para siempre de esta muerte. La mujer termina y se va.
Corto un pedazo de pan, de cada medio pan. Dejo los pedazos grandes en el suelo y camino hacia el centro del techo. Una paloma baja y picotea de uno de los panes que dejé en el suelo. Baja otra y otra y otra. Picotean de uno y del otro. Seis, siete palomas salidas de la nada picoteando los panes del bien y del mal. Parto los pedazos en pequeñas migas que desparramo por el piso. Las palomas vienen y comen. Más y más palomas. Las que diferencien tal vez vuelen. O tal vez todas vuelen y el veneno no sea nada para ellas que todo lo envenenan. Un gorrión baja, la paloma no lo deja comer. Sucia rata con alas que no comparte su muerte, le pica la cabeza al gorrión que se escapa. Despedazo los panes con furia, también los que dejé en el piso. Siento el vidrio: es éste. Lleno de migas malas el piso y ahora sí las palomas bajan una tras otra, comen, se pelean por la comida, revolotean cortito y vuelven a bajar para comer. Pero no pasa nada. Supongo que el veneno se neutralizó con el calor del horno. O puede ser que se mueran después, cuando, sedientas, bajen a tomar agua. Me pongo un pedazo de miga en la boca y enseguida lo tengo que escupir. Un gusto agrio y ácido me gana la garganta, me neutraliza el olfato y se me cierra la glotis. Me ahogo levemente y ni siquiera tragué el pan. Lo escupí y al pan escupido ya se lo comió una paloma. De golpe siento un mareo nauseabundo, casi no puedo moverme. Las palomas son cientos. Comen cerca de mis pies, me picotean los pies. Doy una vuelta sobre mí, doy otra, otra más. Caigo como en un precipicio. Estoy en el suelo con el estómago relajado, partido en dos. Cierro los ojos, tengo los brazos en cruz. Me estoy llenando de veneno y lo único que hice fue chupar un pedacito de pan. Las palomas me picotean la cara. Creo que me están atacando. Suelto un golpe y le doy a una blanca y llena de piojos, la paloma intenta volar pero cae, rebota contra el piso, apenas la puedo ver acostado boca arriba. Algo me vuelve por el esófago aunque no comí nada. Giro la cabeza, vomito, una manchita como de tuberculoso en el piso plateado de la azotea. Me incorporo a medias. Estoy sentado y veo palomas que comen lo poco que queda, unas pocas palomas muertas y unas pocas que trastabillan. Más de la mitad de la terraza está cubierta de palomas todavía vivas. Y entonces pasa algo. Una paloma levanta vuelo y otra la sigue. Hacen veinte metros por el aire, se chocan, y juntas caen en picada y se estrellan contra el asfalto. Parecen halcones yendo a toda velocidad contra la presa. Parecen misiles aire-tierra, misiles de la paz. Plumas, blanco, rojo y marrón.
Un auto frena porque lo ve. Otra paloma que yo no vi impacta contra el parabrisas de una camioneta y se ve que el conductor se asusta, volantea y le da de lleno al auto que había frenado antes. Humo. Vapor del radiador de la camioneta.
Y entonces me doy cuenta: son la posibilidad del Apocalipsis, mi posibilidad de mi Apocalipsis. De golpe hago un movimiento y las palomas se espantan. No vuelan, están a mi alrededor pero comienzan a corretear como si fueran avestruces bonsai o algo así, corretean y sueltan un sonido horrible. Una cae y como si fuera la primera de las piezas de un juego con efecto dominó produce una reacción en cadena. Cae otra y otra y otra. De golpe hay veinte, treinta o más palomas muertas en la terraza. Yo todavía estoy quieto, pero la idea la tengo en la cabeza, en el alma. Ya no tengo pan en la mano, estoy como estúpido, el corazón me galopa en una carrera alocada hacia el infarto, debo tener las venas abarrotadas de adrenalina. Las palomas caen y patalean en la terraza, y no puedo permitir más este desperdicio de cuerpos. Tienen que volar y se mueren todas en el aire, tienen que volar y yo le defeco al mundo desde este cielo. Corro hacia las palomas. Estoy corriendo hacia ellas. Primero con cierta timidez y sólo logro asustarlas un poco, se mueven hacia los costados pero no vuelan. Entonces corro más, con violencia, y grito con toda la fuerza de mis pulmones y mi garganta. «Chús, chús, palomas de mierda». Grito. «Cucurrucucú, paloma envenenada». Y las palomas levantan vuelo como en la inauguración del Mundial de hockey sobre camellos. Vamos a volar, torcacitas del cielo, Juan Salvador Gaviota las espanta, las quiere libres y felices y muertas. Vuelen, vuelen, putas de mierda, vuelen alto. Entonces sí que caen, y caen, y caen. Y yo abro los brazos y ellas se dan contra las casas, se dan contra los autos, se dan las unas contra las otras. Intentan remontar vuelo después de la caída pero son atropelladas por los autos y las camionetas y los colectivos de la avenida Belgrano. Tanta sangre, padre mío. Tanta que corre por las venas de todos los seres vivos y que ahora no corre más por las tuyas. Donde hubo sangre hay formol y donde hubo vida hay rigidez. Unas palomas caen muy cerca de mí, son un grupo de rezagadas que vienen por el agua que dejó la paraguaya en una palangana, la misma palangana donde se lavará la concha. No llegan a tomar, algunas se quedan muertas dentro de la palangana y otras se quedan vivas pero aleteando de una manera espantosa. Son tan abominables, y yo las veo sufrir, yo les causé el dolor. La terraza llena de palomas, la calle llena de palomas, los techos de los vecinos llenos de palomas. Algunas todavía comen, y el pan de esta muerte ya ha desaparecido. Casi no puedo caminar del asco. Doy pasitos tímidos entre los cuerpos emplumados, inertes algunos y sufrientes otros. En medio de la agonía de cientos de simbolitos de la paz voy hacia el otro extremo de la terraza. Pero de golpe estoy bailando y entonces ya no las esquivo, las piso, las parto con cada pisada. Me afirmo sobre la fragilidad de sus huesos. Siempre me afirmo en la fragilidad de los demás, no soy un depredador sino un destructor, no encuentro placer en lo que hago ni tampoco lo hago por necesidad. Lo hago para ofender, para ofenderme, para ofender a Dios. Existo para eso y para la botella, eso sos vos, Gabriel, eso mismo. Camino por la azotea y mis pies aplastan los cráneos pequeños. Salta la sangre, la materia gris y la materia fecal de las palomas. Es la misma materia la gris que la fecal, todo es lo mismo en ellas y en mí también. Odio a las palomas y soy paloma, odio a las ratas y soy rata. Llego al extremo de la terraza y miro hacia abajo. Grito. «Padre, padre, padre mío», es lo que grito. Que sean tu ejército en el limbo adonde te toque ir. Les di de tu pan que ahora es mío, les di de tu ley que ahora es mía, les di de tu ferocidad y de tu amor que ahora también son míos. La impunidad me relaja el estómago, defecaría acá mismo, por qué no, a quién le va a importar un poco de mierda.
Bajo a mi cuarto para evitar la neumonía. Observo desde la ventana. En el cielo nublado, pedazos celestes como lagunas en la tierra de la ceniza. Muy pocas palomas en lo alto. Las pocas palomas que no caen. La avenida llena, la vereda llena. Varios ventanales del depósito de enfrente en pedazos. Cuántas serán. Cien, no, más. Doscientas o quinientas, quién sabe. La gente sale a ver. Llueven las últimas semimuertas que terminan por morir al contacto con el suelo. Estoy cada vez más cerca del final. Tiene razón mi socio. Deberían internarme. Poner al mundo a salvo de mí.
Escrito en hojas sueltas, unos meses después de la muerte de mi padre
En cuanto entré me pidieron el bolso. Se lo di. Era una oficina lujosa. Piso de porcelanato importado, un juego de sillones como para que descansara un equipo completo de rugby, dos escritorios de caoba y una pecera enorme a la que sólo le faltaba un tiburón persiguiendo a un buzo.
Me pidieron que me sacara la ropa. No dije nada, me habían medicado y todavía estaba sumergido en ese estado de culpa suprema en que me dejaba el consumo compulsivo de drogas y alcohol. Yo sentía que todo lo que quisieran hacerme estaba bien, que no tenía derecho a protestar, a pedir nada, que era un deficiente moral y debía ser tratado de esa manera aunque la clínica costara cinco mil dólares por mes.
Mientras me desvestía vaciaron mi bolso sobre el escritorio. Lo hicieron con delicadeza, cosa por cosa, pero sin pudor. Como si el contenido fuera de propiedad pública. Traté de sentir la indignación o la ira que debía sentir por lo que me hacían pero no pude; abarrotado de estabilizadores, antidepresivos, sales de litio y sedantes, me limité a mirar hacia el bolso y a hundirme sin protestar en la más profunda de las humillaciones.
Tantearon los dobladillos de los pantalones, de las camisas, les sacaron los cordones a los calzados y seleccionaron lo que podía o no podía quedarme. Nada de objetos cortantes, ningún perfume ni desodorante en aerosol. Ninguna soga, soguita, ningún libro que no tuviera que ver con lo estrictamente relacionado con la recuperación. Yo no tenía ninguno de ésos. Tenía sólo una novela que había empezado a leer hacía siglos y que nunca me dejaba pasar de la página 15. No porque me resultara pesada, todo lo contrario. Sino porque en la página 15 sucedía un diálogo entre una muchacha y un bastardo que era el protagonista de la novela y que a esa altura ya estaba definido como un borracho perdido, como un exagerado, como un loco dueño de una lucidez desbordada y desbordante, pero soberbio como un boxeador invicto. El diálogo lo sabía de memoria. No porque yo fuera un gran memorioso, sino porque no duraba nada. Era una trivialidad que nunca alcancé a entender por qué me llamaba tanto la atención. «Querés enojarte, ¿no es cierto?», le decía ella y a él le daba tos. «No», le contestaba él. «No es cierto. Hoy fue un día bien hecho. Un día casi armado. Un día construido, como una estrella».
El libro me lo había regalado un preso bastante viejo de la cárcel de Caseros. Fue unos años antes de que la cerraran, cuando en uno de esos aterrizajes fui a parar al mismo infierno. Yo no leía el diálogo suelto, sino que me gustaba venir leyendo, llegar hasta ahí y sentir lo del día construido. Yo estaba seguro, desde algún misticismo, de que en esas palabras había un secreto que el que las había escrito quería compartir conmigo y nada más que conmigo. Un secreto cuya respuesta tal vez ni él mismo supiera. Pero eso a mí no me importaba: la respuesta era lo de menos.
Sólo una cosa me molestaba, una coma. De tanto pensar en el diálogo yo había descubierto que una tontería, o lo que podía ser visto como una tontería, o sea, una coma, hacía al secreto más imperfecto de lo que en realidad era. Entonces la borré con una gillette. Era en la oración de la estrella. El libro decía «Un día construido, como una estrella». Yo le había sacado la coma y había dejado «Un día construido como una estrella». Fue la primera vez que escribí algo en mi vida. Si es que eso es escribir. Y aunque no hubiera sabido explicar por qué, sentí que tenía, desde ese momento, una justificación verdadera. Sé, y eso es lo que intento decir, que desde ese día el suicidio dejó de estar cerca de mí. Y mi libro pasó a ser un ejemplar único y de un valor incalculable.
Me terminaron de palpar y guardaron mis cosas. Mi socio, olvidé decirlo, estaba a mi lado. Me miraba con tristeza. Y era lógico. Yo, que debía estar en la cima, que ganaba veinte mil dólares por mes, que vivía rodeado de mujeres hermosas, amigos nuevos y toda la fantasía que pudiera comprar, estaba otra vez en el fondo de mi pozo más oscuro. Al borde mismo de perder la razón.
—El libro me lo quedo —dije.
—Prometiste hacer lo que te pidieran —me atajó mi socio.
—Me lo quedo, y si no me dejan no lo leo. Promesa.
Me lo quedé, pero al resguardo de la administración de la clínica. Era mi tercera internación y yo ya conocía el funcionamiento de esos lugares. En Malvinas Argentinas, básicamente, querían el dinero de los pacientes y cero problemas. Si no armaba discordia, seguro me daban el libro cuando yo lo pidiese.
Me dieron el OK de entrada, y un número de habitación: 016.
Lo pactado con mi socio había sido un mes, y después de eso unas vacaciones de otros dos meses en las sierras de Córdoba. Pero las semanas empezaron a pasar y las drogas que me daban, tan potentes que a veces me dejaban tirado días enteros, hicieron que perdiera la noción del tiempo. Supe después que estuve casi treinta días recibiendo el electroshock químico, cura de sueño que le dicen ellos que tienen un nombre para todo, una imaginación infinita para que estas cosas suenen un poco más livianas, tengan un toque moderno, un tenue aroma de flores silvestres.
Cuando me bajaron la dosis llenaba palanganas de baba en cuestión de horas. Sencillamente se me juntaba tanta que tenía que ir por la clínica con una manguerita en la boca conectada a una pipeta que apretaba con la mano. Mi novia de entonces me vio y no pudo esconder un gesto de asco, o no lo quiso esconder. Había traído mate con facturas y ni siquiera se le ocurrió cebar uno, ni para ella. A los quince minutos de visita me besó en la frente y me dijo que si necesitaba algo se lo pidiera por teléfono. De más está decir que no volví a verla nunca.
El único que venía regularmente a visitarme era Gastón, mi socio. Para el resto de la gente: mi madre y mis hermanos, yo disfrutaba de unas vacaciones en Villa General Belgrano. En un spa. No valía la pena (me dijo mi socio en cuanto estuve en condiciones de usar el neocórtex) asustar a nadie. O sea, yo estaba en sus manos.
Mi socio era más que mi socio, era mi hermano. Un hermano elegido, un ser incondicional. Pero tengo que decir que eso no impidió que yo tuviera sueños paranoicos. En mis sueños no salía nunca de esa clínica. Todo envejecía, la gente a mi lado, los médicos, el mismo edificio envejecía y se convertía en una ruina. Mi socio seguía visitándome, pero lo único que hacía era hablarme y hablarme hasta lograr que yo le renovase la promesa de que me iba a quedar una semana más, de que iba a llegar hasta el final del asunto. Ésas eran las palabras que él usaba en los sueños y que había usado en la realidad y que me repetía en cada visita. En esos sueños yo llegaba a desconfiar tanto que trataba de buscar claves en las conversaciones que él tenía con los diferentes médicos, ancianos todos, igual que él, igual que yo. Las palabras «llegar hasta el final del asunto» se iban desdibujando, y como si fueran construcciones cabalísticas me terminaban por revelar su verdadero significado. «Llegar hasta el final del asunto» quería decir «permanecer internado hasta el día de mi muerte».
Debido a esos sueños, al susto que me causaron los sueños, fue que me propuse tomarme las cosas con seriedad. O hacer, en realidad, que me las tomaba con seriedad. Actuar. Y de golpe me comprometí con todo. Con la limpieza del cuarto, con la higiene personal, con la terapia de grupo (aunque me parecía una imbecilidad) y en dos meses fui el interno modelo. Mi lucha por bajar de lo que ellos llamaban «soberbia metafísica» o «grandiosidad egocéntrica» o no me acuerdo qué mierda más, era puesta como ejemplo para los otros internos. Me hacían escribir un informe diario, a mano alzada, de por lo menos una carilla de extensión, donde tenía que expresar y justificar, enumerándolas primero, las actitudes correctas e incorrectas que había tomado en el día. Era tan fácil escribir lo que ellos querían oír que yo sabía que si seguía así, si lograba soportarlo, la fecha estimativa del alta no tardaría en anunciarse en alguna sesión. Yo no tenía firma, no podía irme por mi cuenta, me habían declarado circunstancialmente falto del dominio de mis facultades mentales. Peligroso para mí y para mi entorno. Me habían declarado loco de atar, los hijos de mil putas, pero, como dije, los convencí rápido.
Mi grupo de terapia era una romería de gente de lo más extraña. Un escultor de mi edad y al que se lo veía normal, una pintora que ya no pintaba o que pintaba pero cosas que no se podían ver porque usaba colores alejados del campo de visión de la especie humana (creo que pintaba para unos venusinos que la habían visitado y le habían dejado algo así como un juego de pinturitas marcianas). Un señor viejo que exigía su derecho a la eutanasia y gritaba todo el día que lo mataran, que se había cansado de vivir. Un poeta del barrio de Belgrano, cuatro drogadictos y yo: el recién llegado, según ellos me presentaron.
Las sesiones eran todos los días a las diez de la mañana, después del desayuno, y estaban coordinadas por un ayudante terapéutico que ni siquiera era estudiante de veterinaria y que se lo pasaba leyendo un libro de cría, reproducción y comercialización de conejos. Lo primero que hacíamos, después de desayunar, era leer en voz alta un párrafo de un libro que siempre era el mismo libro y que se suponía la Biblia terapéutica de la clínica. Alguien lo leía y los demás escuchábamos con atención, sin cruzar los brazos ni las piernas porque si no se cruza la mente y sin chistar. Luego de la lectura nos quedábamos cinco minutos en silencio, alguien encendía una vela a una estatuita de un Buda que más bien parecía un ekeko y comentábamos en voz alta lo que habíamos sentido y pensado al escuchar la reflexión del día. Cuando decía «sentido y pensado», el hijo de puta del criador de conejos se tocaba el pecho y la cabeza respectivamente, como para indicarnos en dónde se suponía que teníamos que tener el alma y la conciencia. Nosotros, por supuesto, lo que es él las debía tener en el culo.
El libro en cuestión lo decía todo con el título. El peregrino de la armadura oxidada. O algo por el estilo, si es que esas cosas pueden ser clasificadas bajo algún estilo distinto del de la palabra mierda. Mierda es poco: mierda para subnormales amantes de la más inmunda de las mierdas. Las cosas que ese libro decía, el tono exagerado y solemne con que intentaban componer fábulas moralizantes sobre el bien y el mal, sobre la posibilidad de elegir siempre la felicidad como si fuera un melón maduro para la cena, son verdaderamente irreproducibles. Creo que valor terapéutico tenía, porque uno nomás de escucharlo quería reinsertarse en la sociedad inmediatamente, consumir celulares, microondas, cambiar el auto todos los años, meterse en créditos, pagar las facturas en fecha, tener hijos, amantes, comer fideos todos los domingos en casa de suegros radicales o peronistas, cualquier cosa que lo mantuviera lejos del «Camino del sol». Al peregrino, que no sé por qué se le había ocurrido caminar por el mundo llevando una armadura en vez de un bolsito y un par de zapatillas cómodas, se le iba oxidando la coraza de hierro y si antes le había servido de defensa a los ataques de no sé quién (seguramente del padre, porque en ese lugar la culpa de todo la tenía el padre), ahora que se suponía que él había crecido y esa protección se había oxidado, había que animarse a sacársela y vivir sin ella. No era una elección muy difícil para el peregrino, pero se sobreentendía que en el momento en que se la sacaba, que se libraba de ella, uno tenía que emocionarse. Yo llegué a derramar unas cuantas lágrimas de verdadero dolor, porque nunca en mi vida me había sentido tan ahogado, tan claustrofóbicamente desesperado, tan cerca de enloquecer de verdad.
El padre. Todos mis compañeros de terapia hablaban mal de su padre. El más increíble era el escultor. Su padre era un empresario muy conocido de un monumental multimedio y le pasaba diez mil dólares por mes para que él se dedicara a la escultura. El escultor vivía esto como una humillación, decía que su padre lo hacía para mantenerlo alejado de los negocios familiares. Lo más increíble es que a él no le interesaban los negocios familiares, es más, se decía cercano a las ideas del socialismo. Pero aceptaba sin más esa «limosna» porque «no le quedaba otra». Supongo que el padre sabía bien que su hijo era tan inútil para los negocios como para la escultura, y entre arruinar un buen negocio y hacerle un poco de mal al arte, cualquier tipo normal elegiría lo mismo.
Las demás historias eran parecidas, excepto la del viejo que ya ni se acordaba que había tenido padre, y la del drogadicto 2, que había matado al suyo de un tiro en la nuca mientras dormía. Lo increíble fue que yo, que hubiera sido pasto para las bestias, ni siquiera hablé de mi padre que recién había muerto, y al cual llevaba bien atorado en la garganta, y en los doscientos treinta y cuatro días y medio de estar en ese lugar, creo haberlo recordado sólo una vez.
De todos modos, siguiendo adelante con el plan, los escuché a todos con atención. No me caían mal, pero el hecho de que se dedicaran a alguna rama del arte me alejaba de ellos. Siempre consideré a los artistas prescindibles. En un momento me alegró darme cuenta de que ningún trabajador en serio estaba en ese lugar. Pero la alegría me duró poco. ¿En qué pensaba? Las drogas me condicionaban tanto que me impedían llegar de la misma manera a la locura como a los razonamientos más elementales. Los pobres con suerte iban al Borda, los que tenían mala suerte al Open Door. Yo había visto el Open Door: un depósito de cadáveres vivos. Un pozo fétido donde la tortura es más que legal, donde un plato de comida babosa y fría es la única caridad que los internos conocen. Uno llega casi loco y con suerte se vuelve loco. Cólera, sida, sífilis, tuberculosis y una gama completa de enfermedades medievales florecen ahí como hortensias en el campo de un millonario. Casi nadie sale. Yo conocí a uno que sí. Jamás vuelve a ser una persona el que tiene la desgracia de respirar su aire envenenado. Pero yo no estaba en un hospital público, yo estaba en la cima: en la clínica Malvinas Argentinas, un hotel para adictos y borrachos atendido por los amigos de sus dueños. Y así seguí día a día hasta cumplir mi sentencia.
El escultor y yo llegamos al alta al mismo tiempo. Los demás no pudieron hacer nada, excepto el adicto parricida, que se escapó. La pintora era un caso grave y para lo único que pintaba era para vitalicia; y del viejo y los demás ni siquiera me acuerdo. El escultor me confesó que no tenía ningún problema mental, que se había autointernado para «mirar la locura de cerca», pensaba representar su experiencia en un monumento de varias toneladas de hierro. Me mostró los dibujos.
Una semana antes de salir trajeron a un pibe de diecinueve años con el brazo cosido como un matambre. Esposado, en musculosa, con un tatuaje del Sagrado Corazón en el hombro izquierdo y un tatuaje de San Jorge en el derecho. Su nombre era Abel y había malherido a otro en una pelea de calle. Era un chico de la villa, pero la madre trabajaba para una millonaria y la millonaria se había ofrecido a pagar los pesados aranceles del loquero. Yo iba a saber todo esto tiempo más tarde, cuando la vida me volviera a cruzar con Abel y nos hiciéramos amigos. Abel bautizó al escultor con el nombre de Hepatalgina, porque dijo que ésa era la única droga que había probado. Fue a las horas de llegar que lo bautizó, y a los tres días del bautismo el escultor Hepatalgina decidió darse de alta. Supongo que habrá intuido que lo iba a pasar mal.
En la ceremonia del alta (porque había ceremonia), los terapeutas (a muchos de ellos jamás los había visto) manifestaron su satisfacción por los logros obtenidos. Prácticamente yo lo había conseguido todo. Así me lo hizo saber, también, el criador de conejos en su discurso de despedida, frente a todo un auditorio de dormidos, enajenados y babosos. Fue muy emotivo. Me enteré de que, en el tiempo de internación, yo había logrado perdonar al mundo y a mi padre, reafirmar mis creencias espirituales, sentirme parte de una cadena interminable de seres unidos a las estrellas por un hilo de oro puro, entender que vine al mundo a cumplir un destino, que debo encontrar ese destino y aceptar que cada cosa que pienso por mi cuenta es una mierda enferma porque la enfermedad del alcohol es para siempre y que hasta el día en que me muera voy a tener que preguntarle a otra persona lo que es más conveniente para mí. Me dieron el teléfono de esa persona y el precio de los honorarios por consulta telefónica. Me dieron también un certificado. Recuperé mis facultades suspendidas, saludé a Abel, intercambié datos con el escultor, prometí visitar a los más chicos y a los más drogados, contactar a los venusinos amigos de la pintora ultravioleta y amar al prójimo como a mí mismo.
Esa misma noche me emborraché.

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