La ley de la ferocidad - Capítulo 3

Tres

Murmullos de cumbia detrás de la tormenta
LAS seis de la tarde. Callejón principal de la villa. El cielo plomizo oscurece los pasillos que nacen y se pierden, serpenteantes, hacia los costados. Un remolino de viento cruza el callejón, levanta polvo y trae el olor inconfundible de la lluvia. Conozco el camino a lo del Gitano. Un camino de muerte por el que debo andar mirando al suelo para no verle la cara a nadie. Doblar las esquinas a ciegas, sin levantar la vista ni siquiera un poco. Camino y observo mis zapatos nuevos. Italconfort. Bajo seis escalones de piedra. Un macetero hecho con medio tanque oxidado de esos de 500 litros, repleto de yuyos, anuncia tres pasillos que van a bajar como un tobogán hacia el corazón del chiquero. Rodeo el tanque y tomo el pasillo del medio. Se me parte el estómago y tengo la vejiga inflada como una pelota. Hago cien metros y se larga a llover. El agua cae con fuerza. Helada. El saco empapado, la camisa sin mangas empapada, los zapatos nuevos empapados: de haber tomado más droga seguro que me daba un infarto.
Los ranchos se estrechan cada vez más contra mí y si en este momento extendiera los brazos como alas iría rozando las tapias. El viento sopla con fuerza y trae el olor del barro y de la mierda. Viven como ratas y me odian. No pueden apuñalarme por la espalda porque les prenderían fuego, literalmente. Porque el Gitano tiene peso, y yo soy un cliente del Gitano. El peligro son los más jóvenes. Con ellos nunca se sabe. Camino bajo la lluvia sin que esto me importe demasiado, pienso que cualquier muerte es mejor vida que esta vida. A los olores se le ha sumado el del humo. Todo es barro y charcos. Y tengo que volver a buscar al chofer de Traum. Y tengo que volver al velorio. Y tengo que resistir, disimular, no mostrar nada hasta que termine de morirse mi padre.
Los cordones desatados se retuercen en el aire y se hunden por momentos en el lodazal. Las casas no existen para mí, no deben existir, son sombras habitadas por el reflejo de los televisores encendidos. Fantasmas que saben muy bien quién soy y qué hago por estos lados. Pienso en lombrices, marrones y gruesas, retorciéndose bajo el barro. Camino ahora por yuyos altos. Ahora por baldosas rotas. Por tierra con pedazos aislados de cemento. Cruzo una zanja de un metro de ancho. Un lugar con un tobogán y unas hamacas rotas. Acá no hay quien se hamaque, acá se nace grande. Gateás para esquivar los tiros. Caminás para tirarle a alguien. Una especie de alcantarilla o de pozo donde cae el agua limpia de la lluvia me corta el paso. No lo puedo saltar. Me saco los zapatos y camino por el agua. Escucho música: un murmullo de cumbia detrás de la tormenta. Apuro el paso porque tengo frío y unas ganas terribles de encontrar un baño. La ropa y los pies empapados. El estómago lleno de serpientes. Me pongo los zapatos. Me cago. Se doblaron hacia arriba. Dios mío. Respiro profundo. Pienso en italianos, en la palabra Italconfort.
El ruido de la lluvia contra el techo es tan fuerte que apenas me permite oír lo que digo. De todas maneras el Gitano no va a levantar la voz, son pocas las palabras que tienen en común nuestros vocabularios. El lugar es un galpón enorme de chapa. Habrá sido alguna cosa del ferrocarril porque tiene vías que entran, rectas y curvas, por debajo del portón y se pierden hacia adentro. Me pregunto cuánta gente habrán carneado acá, cuántas almas caben en la conciencia y en el vientre inflado del Gitano. El Gitano se ríe, como si me hubiera leído el pensamiento. Me estrecha la mano y después se sienta, más bien se echa, gordo y seguro, como una bestia salvaje que hace mucho tiempo se acostumbró al vicio de vivir en este encierro. Uno de sus esclavos me alcanza una toalla con las letras H. K. bordadas en el centro. Es una toalla limpia y perfumada.
—Qué lluvia de mierda —digo.
Pero el Gitano no parece interesado por el clima. De pecho contra el espaldar de una silla de caño, en el extremo de la mesa, come matambre. La bestia corta el matambre en cubos con una cuchilla de mango de asta de ciervo. Toma té, o algo caliente parecido al té, con limón, en un vaso de vidrio.
Saco la chequera. Los cheques están mojados. Busco uno seco. Le pido una lapicera al esclavo del Gitano porque sé ahora, recién ahora, que me voy a drogar.
—Cincuenta por siete —digo, pero él sabe que estoy preguntando.
El Gitano piensa unos segundos o no piensa nada y sólo espera un poco porque se le canta, porque es parte de la ceremonia esta del té y el matambre, de la lluvia y la villa, de la verga y el culo. Resopla dos veces y hace girar el aro que le cuelga de la oreja, una oreja diminuta pero carnosa. Un búfalo. Pincha un cubo de matambre y después de olerlo se arrepiente. Junta varios cubos, como anotando un envido real envido, y los espolvorea con algo que parece queso rallado pero que indudablemente es otra cosa. Vuelve a pinchar un cubo, se lo lleva a la boca, lo retiene. Se lo pasa de lado a lado de la boca. Le miro la garganta. Nada. Me mira, sonríe sin mostrar los dientes, se decide y traga el pedazo de carne sin masticarlo, con la misma indiferencia de quien toma una aspirina.
—Está bien —dice sin énfasis, con el tono seco de un hombre de negocios.
El Gitano saca una balanza que guarda dentro de una caja y comienza a armarla. Es una balanza elemental: dos canastos de bronce que cuelgan con una aguja en el medio. Simplemente se le ponen medidas de un lado y lo que se quiera pesar del otro, se agrega o se saca mercadería o peso, y listo. El Gitano trata a la balanza con mucho cuidado, es un orgullo para él, dicen que con esa «reliquia» sus antepasados vendían oro, opio y azafrán.
—Mientras pesás tranquilo yo paso al baño —le digo.
—Si podés esperar, mejor —me contesta, y no sé cómo a veces puedo ser tan estúpido. Confiar demasiado y desconfiar es lo mismo: una falta de respeto.
La base de la balanza en una rodaja de zapallo calabaza. Seguramente nada que ver con sus antepasados de opio y azafrán. Una solución más bien argentina. Un toque de decadencia nacional. Merca, balanza, matambre, Gitano, zapallo y drogadicto unidos por la misma pasión: el alambre metafísico. El Gitano pesa la droga con parsimonia de monje. Le arrima una lámpara de dibujante para darle calor y me llega ese olor apenas ácido, a tierra seca, de cocaína pura que hace que tenga que apretar las piernas para no derretirme. No lo muestro. Soy un buen jugador de póker.
A la novia, a la más puta de las novias, la peinan para el casamiento y yo, que soy más alcohólico que drogadicto, ahora soy más drogadicto que alcohólico. La peinan, padre, y como es mi gran amor la estoy esperando. Mi dueña. Señora de mi alma. Mujer silenciosa y milenaria que tenés el poder de mitigar el dolor en todas sus formas y naturalezas. Que solamente exigís una cosa a cambio: más, más y más. Dama, Merca, Milonga, Mandanga, Mandarina, Manteca, María, Mamita, Martita, Margarina, Ella, Pico, Perico, Yeyo, Charly, Carlita, Fruta, Frutita, Frula, Frutilla, Brillantina, Coca, Cocó, Componte, Blanca, Blanquita, Ayuda, Ayudina. La cocaína es una herramienta eficaz para soportarlo todo, un suspiro de lucidez para abordar la locura, para asumir nuestro monstruo interior sin vernos desmoronados por la culpa. No, querida Iglesia Católica, no hay Dios en este mundo más poderoso que Ella. No hay Padre, padre, que tenga más fuerza que Ella. No hay Virgen, no hay santos, no hay una puta mierda. Comulgar con la Dama es comulgarlo todo. Y ahí voy ahora, curas chupapijas de huérfanos y mogólicos del mundo, monjas estúpidas y bragueteras de la humanidad. Ella es la diosa y yo soy el mono del infierno.
El Gitano termina y pone más de cincuenta gramos sobre un papel aluminio que enrolla como lo haría un cocinero con un pescado antes de ponerlo al horno. La lluvia es ahora suave y pareja. El Gitano me invita a que tome de la de él. Meto la cuchilla en la bolsa que está abierta arriba de la mesa. Pretendo ser discreto pero la droga se pega en la grasa del matambre. Miro la punta de la cuchilla, debe haber como dos gramos. Aspiro como un oso hormiguero en una manifestación de termitas. Contengo la tos y los ojos se me hinchan y se me parte el estómago. El Gitano se ríe como un trueno, o es un trueno que justo coincide con la risa del Gitano. Me repongo y aspiro una vez más. El baño es al fondo de todo, pasando todas las cortinas. Hay cuatro, uno al lado del otro. La droga ahora me lleva en carrera ascendente hacia el cielo del infierno. Parece que esta vez me deja en el purgatorio sin escalas. El Gitano me dice que use el primero, que está todo listo. Apenas puedo volver para oír su voz aunque la lluvia no existe ya. La cocaína comienza a dividirme, el efecto primario es inmediato, pero el verdadero efecto, el que yo busco, tarda unos minutos. La cocaína, si se la consume hasta el límite, si se vive un tiempo importante cerca de la sobredosis, convierte al yo en él. Y en eso consiste la salvación: todo le pasa a él porque uno ya no existe. El Gitano me habla. Me acaba de invitar a pasar la noche, a tomar la merca que quiera, a cogerme a una de las pendejas. Todo el servicio por un cheque igual al cheque que le hice. No le importa mucho que esté mojado, sabe que los míos se cobran.
—Hay una nuevita —me dice—, recién desvirgada. Un regalo de la madre tierra.
El Gitano llama a alguien que viene y se lleva la bolsa, otro traba el portón, me saca el paquete de aluminio de la mano, me indica el camino hacia el fondo. Tomo más. Más. De golpe la merca da en el lugar justo. Un plano de hiperrealidad me deja atrás y alguien igual a mí se despega de mí y pasa través de un universo de largos y anchos papeles sepia. Un universo bidimensional. Es él quien camina atravesando innumerables de esos planos, separados por distancias infinitas pero sencillas de sortear. Los dolores y el miedo han desaparecido como terrones de azúcar en el remolino tibio de una taza de café. Camina hacia el baño y nada importa más en el mundo que caminar hacia el baño. Yo lo sigo. Las cortinas le acarician la cara y yo lo sigo. Un sabor a tierra dormida ha ganado nuestros labios.
No es posible concebir la tragedia en este estado. Él no puede concebirla. Existir es sólo placer. Es tirarse pedos largos y satisfactorios después de haber alcanzado el nirvana.
Habitaciones de cortinas y mamparas. Diferentes olores aparte del de la mierda. El ajo. El incienso. Sonrío y él sonríe. Un chorrito de pis se nos desliza por los pantalones. Un leve esfuerzo y lo alcanza a controlar. «Esfínter, estoy vivo, aprieto el culo y te domino». Gente, mujeres viejas, gitanas con sonrisas de oro saludan mi paso hacia la letrina. El otro habla sin parar, pregunta cosas casuales y se contesta él mismo. Acaricia la cabeza de un niño con ternura a la vez que yo levanto la mano para saludar a un viejo empotrado en un sillón de mimbre. Soy el Papa, piensa él. Soy tan feliz, murmuro yo por lo bajo.
El baño también es una habitación separada por cortinas. Un inodoro y un bidet, una pileta blanca con canillas doradas y un botiquín blanco con tulipas blancas en la parte superior. Todo reluce. Abunda. El Gitano es un rey oculto; un dios antiguo agazapado en su refugio inconcebible. Vuelvo lo suficiente y mi corazón ya es uno: yo soy uno, pero necesitaría una cerveza para mantenerme atado al mundo. Me siento en el inodoro y logro vaciarlo todo. Defeco, y el placer del alivio se suma a todo el placer. Pis y caca son palabras dulces como las canciones de cuna de la niñez. Habría que decirlas en voz alta, varias veces por día, varios días al mes, todos los meses de toda la vida. Me río. Me soplo la nariz en una toalla azul donde se quedan decenas de piedras blancas. Las separo y las voy poniendo en un billete de dos pesos. Alguien corre la cortina y entra sin decir una palabra. Estoy sentado en el inodoro pero a ella no parece importarle o al menos sorprenderla. Me levanto y aparte de sucio me siento avergonzado. No estoy lo suficientemente puesto como para haber perdido el pudor o, si se quiere, no tomé la droga adecuada para tal caso. La gitanita se ríe y me alcanza una jarra de vidrio repleta de cerveza helada. Una bolsa con unos gramos de cocaína. Estoy parado, con la jarra en la mano y la escalofriante sensación de tener el culo sucio como una letrina pública. La gitanita abre los grifos del bidet y se moja el antebrazo como una madre que prueba la leche de una mamadera. Me toma de los muslos y yo me siento como un chiquito educado. Hace correr el agua del inodoro y baja la tapa delicadamente. La gitanita, ángel de este extraño palacio, futura prostituta de burdeles ruteros, futuro cadáver sidoso y sifilítico, es una niña y es hermosa. Tomo un sorbo desesperado de cerveza, un sorbo con intenciones de eternidad. Algo se me escapa por las comisuras de los labios y me inunda el pecho: una catarata dorada y fría. El agua me salva de la vergüenza y dejo que la gitanita meta su mano y me limpie como a un niño en problemas. Me lava con ternura primero y con lujuria después. Estoy excitado y dejo que me masturbe, que deslice sus dedos por mi trasero y por mi miembro que se ha hinchado y es de piedra. Aplasto la merca con una moneda y la aspiro hasta el final. Abro la bolsa y aspiro más, todo lo que puedo meter antes de que se me tape la nariz. Acaricio la cabeza de la gitanita que se agita entre mis piernas, le subo la pollera hasta que puedo ver sus nalgas de adolescente. Quiero irme otra vez, o quiero que él se vaya. Bebo lo que resta de la cerveza sin que nada se derrame. Aprieto los dientes y puedo oír el sonido de una muela que se parte. Escupo los pedazos y hay sangre en la saliva. La risa del búfalo y sus tres o cuatro ecos que retumban en cuevas misteriosas. No hay trueno alguno, sólo la lluvia que vuelve suave sobre las chapas. Y entonces sé que acá me voy a quedar hasta que el día se pase, hasta que la luz se haya ido. Y la noche, oasis miserable de los perdedores, me vuelva a amparar con su sombra.
El cuento de la bruja II
¿Las once? No creo. Mi reloj está parado. La gitana no está. Me levanto y salgo del cuarto. Me duele la boca. Un gorila me dice que en la puerta me espera un auto negro.
—¿En la puerta?
Lo fueron a buscar. Tengo un bodoque en la cabeza. Pregunto la hora. Las once. Vuelvo a mirar mi reloj: está parado, o sea que se acaba de parar. No recuerdo haber mirado la hora después de las once de la mañana. Tal vez eso fue lo que pasó: se paró a las once de la mañana. ¿Cómo habrá pasado el auto de Traum? Seguro que por el lado de la autopista. O tal vez rayando los pasillos, sacando chispas con las manijas plateadas como un carruaje romano.
Salgo del galpón acompañado por el gorila. El gitano no está. El chofer de Traum, pálido, mira por la ventanilla algo que no debe poder creer: a mí. Está nervioso. Cigarrillo en la boca, las manos sobre el volante, el auto en marcha. El gorila me da el paquete y yo no lo agarro. Le digo que no, que me lo llevo otro día. El gorila no debe entender nada pero acepta. Debe haber menos de un caso en un millón de alguien que vaya a buscar cocaína, la pague y la deje. Me pone algo pequeño en el bolsillo.
Atravieso la gran villa en el auto negro de funeraria, hacia el norte, es decir, hacia la autopista. La gente nos mira desde las sombras de su pobreza. Suena el celular. Es mi hermana que me pregunta en dónde me metí, pero sin enojo, me dice que los chicos me están esperando. Le digo que en una hora estoy en casa. Bob Esponja sube por un terraplén hasta la autopista vieja que va a La Plata. Un hotel enorme de ruta hace parpadear el neón envejecido de un cartel que alguna vez habrá sido la silueta de una mujer bonita. Ahora son algo más que chispas azules y rojas entrecortadas, ennegrecidas por los años de uso, por la mugre. Le digo a Bob que se meta en el hotel. A lo mejor el tipo piensa que me lo quiero coger.
—No se preocupe —digo, y casi suelto una risa—, me tengo que dar un baño.
Le pido que vaya a lo de Alpargata Rosa a buscarme una muda completa de ropa para mí. En media hora puede estar de vuelta. Meto la mano en el bolsillo y saco tres billetes de cien pesos, mojados pero perfectos. Le doy uno al chofer.
—Después va a haber más, te merecés más.
Me bajo del auto y paso del estacionamiento al hall del hotel. Estoy sucio. La ropa hecha un desastre. Ventanilla de vidrio marrón, papel envejecido en las paredes, humedad de mil años de encierro. La mina detrás de la ventanilla no me pregunta nada, no le parece raro que entre solo y hecho mierda. Muchos deben venir solos y hechos mierda acá. Supongo que en este lugar lo que menos se debe hacer hoy es coger. No siento resaca. Lo que vende el Gitano debería ser promocionado por salud pública. Lo único que tengo son ganas de ir a buscar el paquete que dejé. Pero por eso lo dejé.
Camino por el pasillo y entro en la cuarta habitación. Cierro la puerta y se encienden todas las luces. Levanto el tubo y pregunto si me pueden traer una hamburguesa. Me dicen que sí. Una cerveza de litro. Me dicen que sí. Me estoy bañando cuando llega el pedido.
—Lo tiene que pagar ahora, señor —dice la voz detrás de la puerta.
Estoy mojado. Son quince pesos. Busco en el pantalón que dejé tirado a la entrada del baño. Abro la puerta y pago exacto. Le doy un mordisco a la hamburguesa y me meto bajo la ducha caliente otra vez. La hamburguesa tiene gusto a fritura vieja, parece haber sido hecha con el mismo papel con que forraron las paredes. Cierro el agua. Salgo y abro la cerveza. Tomo un trago largo. Más empapelado en la boca, más cerveza para bajar el amasijo. Me siento mejor. Me seco y me recuesto en la cama. La hamburguesa me hizo bien, la cerveza me hizo bien, la droga del Gitano me hizo bien. Busco el saco mojado. Lo que el gorila me puso en el bolsillo está en una bolsa de nailon muy gruesa. Debajo de la bolsa, un envoltorio de papel aluminio. Es pesado, del tamaño de una pelotita de ping-pong, perfectamente esférico también. Lo abro sobre la cama. Es una pelota de cocaína de color rosa con reflejos diamantinos como si fueran de vidrio. Me habían hablado de algo así, nunca la había visto. «Alitas de mosca», no te da vuelta, no te agita, no te quita el hambre, maceración natural: «la del Papa».
Raspo un poquito sobre la mesita de luz. Enciendo el velador y miro el reflejo de las alas de mosca. Suena el timbre. Levanto con la punta del cuchillo que me trajeron con la hamburguesa, de plástico el cuchillo, no son boludos en este lugar, aspiro una pequeñez de droga. Suena otra vez el timbre. Estoy recompuesto del todo.
De vuelta en el auto junto al chofer Bob Esponja. Vestido de gala otra vez. Limpio otra vez. Me quedo entredormido. ¿Ya llegué?: ya llegué. Vine en avión. Tengo la llave de mi madre. Entro sin tocar el timbre.
Los chicos me esperan acostados. Es tarde pero es justo a tiempo. Mi prima les dio de comer. Ella me ve: sabe, pero no dice nada. Me da un beso y entra a avisarles a los chicos. Yo paso al baño y me pongo un poco de Old Spice que seguro era de mi padre. Cuando entro en la pieza todos duermen, menos Luzmila y Cristian.
—Sabías que al abuelo no le gustaba que hubiera una silla vacía en la mesa —dice Luzmila.
—Sí, sabía, corazón, pero se me hizo tarde.
De golpe parece que voy a llorar. Pero vienen las náuseas y una cosa controla a la otra. Hay trances en la vida que sólo se resisten con otros trances. Con suerte, alguna vez, un nieto o alguien, me recordará de la misma manera en que Luzmila recuerda ahora a mi padre.
—Ya estamos listos, tío —me dice.
Luzmila me hace sonreír. Me llevo el café y me siento al lado de ellos. Contra todo lo que me hubiera imaginado, ninguno me pregunta nada del velatorio. Supongo que Julia se habrá encargado de aclarar los tantos contándoles alguna historia. Yo me dispongo a seguir con la mía, aunque la recuerdo vagamente. Pregunto si alguno me puede decir en dónde la habíamos dejado.
—En que se llevaban al murciélago y lo tenían que alimentar con su sangre —dice Cristian.
—Bueno. Tápense bien. La noche era más fría que ésta, sí, me acuerdo bien de eso. La escarcha había cubierto los jardines y el sol no había podido salir ni un poquito entre tantas nubes grises. Nos encontramos en la esquina a la hora exacta. Todos vestidos con pasamontañas, guantes y pulóveres de lana oscuros. Llegamos al cementerio y Rolando abrió la puerta, una verde y oxidada que más parecía una ventana grande que una puerta. Un cartel decía: Sólo personal de la Municipalidad. Entramos y encendió la luz. Era un cuartito chico donde había una pava, un póster de Arsenal campeón de la C, otro del Porvenir y otro de Dock Sud. Rolando nos dijo que era el refugio que los cuidadores usaban para tomar mate y guardar algunas herramientas.
»El olor de ese cuarto era insoportable y como las ventanas estaban sin cortinas se veía lo peor del cementerio: un lugar al que llaman cementerio fantasma, y que es el lugar donde entierran a los indigentes. Pasando el cementerio fantasma venía el panteón del Cottolengo Don Orione, donde estaban empotrados todos los deformes que habían sido protegidos por ese santo.
»Ese lugar estaba cuidado por una mujer enana y también deforme llamada Icnia. Rolando nos contó que ella cuidaba que nadie entrara a robar los objetos de valor, que eran muchos porque el Cottolengo recibía donaciones de personas millonarias. Icnia tenía poderes sobrenaturales. No estaba muerta y no iba a morir nunca, y lo único que le había crecido, en toda su vida y en una proporción descomunal con respecto al resto del cuerpo, eran la cabeza y los ojos. Podía abrir los ojos tanto como la boca, o más. Y cuando los abría hasta ese tamaño inhumano, se le ponían negros como la noche».
—¿Eso es verdad, tío?
—Claro que sí, y escuchen lo que viene, ¿o tienen mucho miedo? —digo esto y me parece que soy el tipo más enfermo del mundo: les estoy contando una de muertos para hacerles olvidar de que están por cremar al abuelo.
—Seguí, pa, está buenísima la historia.
—Por suerte el más chiquito se durmió —dice Luzmila.
—El más chiquito y Francisco también.
—Pero Francisco se duerme siempre, hasta con Drácula se durmió.
—¿Ustedes vieron Drácula?
—Tres veces —dice Luz.
—Yo dos, papá, una la vimos juntos.
—Ah, bueno. Entonces, después de sortear todos esos obstáculos, que no eran nada sencillos y había que ser muy valiente para intentarlo, venía lo peor: matar al murciélago. Debía hacerlo yo, pero para eso hacía falta mucho más que valentía. Hacía falta endurecer el corazón y volverlo de roca. Era la vida del murciélago o la del taller del abuelo.
»Salimos en caravana con Rolando a la cabeza. Él era el que llevaba la jaula con el murciélago tapado con el repasador de la madre de Percha. Hicimos las primeras dos cuadras con Rolando adelante, detrás Marisa, Alejandro, Percha y yo. En un momento llegamos a un portal de hierro oxidado, muy envejecido, agarrado a la nada. Se sostenía por estar enterrado una cuarta parte en un suelo que a mí me pareció más arenoso que el que veníamos pisando. Era la entrada del cementerio fantasma que habíamos visto desde la ventana. De cerca era mucho peor. “A nadie se le ocurra pasar por cualquier lugar que no sea esta puerta”, dijo de golpe Rolando. Es que si pasábamos por la puerta éramos los invitados de los pibes chorros muertos. En cambio, si entrábamos por el costado, invadíamos su casa. ¿Entienden eso? Pasamos y fue como entrar en otro clima. El frío se disipó y una ráfaga cálida, de aire podrido, nos envolvió a todos.
—¿A qué olía el aire podrido, tío? —dice Luzmila y la deja flotando para su primo.
—A mierda, a qué va a ser —dice Cristian.
—Caminamos unos pasos por las tumbas más pobres del mundo. El barro confundía a unas con otras. Las pocas flores que había eran de plástico barato y estaban tiradas por cualquier lugar. Había pisadas, papeles de diario, serpentinas hechas en papel higiénico, hojitas crecidas por acá y por allá de una planta que Rolando nos dijo que era venenosa. Botellas vacías y botellas llenas de cerveza por la mitad. Latas oxidadas y pedazos de armas, como cachas de revólveres, culatas de escopetas y fierros que parecían haberse hecho para lastimar a alguien pero que estaban tan oxidados que se deshacían o se partían con sólo suspirar sobre ellos. Rolando se arrodilló y pidió algo que yo entendí como un permiso. Le pregunté de quién era esa tumba y me dijo que era de un filósofo que había viajado por el mundo y que le había enseñado a Rolando todo lo que él sabía acerca del alma de los hombres. Después dijo algo raro, de esas cosas que siempre decía y que a mí me dejaban pensando mucho tiempo. «La vida de pocos es, en esta tierra, la muerte de muchos».
—No entiendo, pa —dice Cristian.
—Yo tampoco entendí en ese momento. Pero levanté la cabeza, olí otra vez esa pestilencia en el aire y miré cómo morían los pobres: de la misma manera en que habían vivido, sin nada, con mucho menos que nada. De eso, justamente, hablaba Rolando.
»Salimos del cementerio fantasma. Rodeamos un pequeño bosque de sauces llorones, y vimos el portal del Cottolengo Don Orione. Rolando nos dijo que había una posibilidad de quedarse a esperar en ese lugar. Que después de terminada la misión pasaríamos a buscar al rezagado. Pero que, si entrábamos, no habría vuelta atrás. Por supuesto que a nadie se le ocurrió, ni por casualidad, la idea de quedarse solo de noche en el medio del cementerio. Rolando nos dijo también que una vez dentro del mausoleo camináramos mirando los talones del compañero de adelante, remarcó eso y dijo que por nada del mundo, si es que llegábamos a escuchar ruidos, giráramos la cabeza para ver de dónde venían. Lo dijo seguramente para tranquilizarnos, pero lo único que logró fue hacernos poner más nerviosos.
»Sacó un manojo de llaves que le había dado la bruja, abrió y entró. Ninguno de nosotros atinó a moverse. Yo seguía siendo el último de la fila y le dije al tío Alejandro, que era el primero, que entrara. Alejandro me hizo señas de que esperase, entonces Rolando asomó la cabeza y dijo que nos apuráramos, que todo estaba arreglado. Una cosa es que te digan y te digan que existe una enana eterna y todo eso, y otra muy distinta es que exista de verdad. Entonces, cuando Rolando dijo que todo estaba arreglado, yo me di cuenta de que verdaderamente había una enana, y que Rolando había hablado con ella y le había pedido permiso para entrar. Pensé que me desmayaba. Pero respiré hondo y entré. Fui el primero. Y atrás mío entró Alejandro, y atrás Marisa y Percha.
»El mausoleo era un lugar hermoso, de pisos y paredes revestidas en mármol blanco y negro, iluminado por unas luces que simulaban ser llamitas encendidas pero que eran en realidad lámparas incandescentes. Cuadros religiosos antiguos, pinturas originales y adornos de bronce, plata y oro. Y es verdad, y todavía está ahí si quieren verlo.
»Nos organizamos otra vez y yo quedé último en la fila. Comenzamos a caminar en silencio, tal cual lo había pedido Rolando. Todos menos yo, que miraba para los costados, la cabeza en alto, tratando de no perderme ningún detalle de uno de los lugares más hermosos que había visto en mi vida. Parecía el interior de una pirámide de Egipto. ¿Ustedes vieron alguna en una enciclopedia? Bueno, era igual pero más hermoso por ser verdadero, quiero decir, porque yo estaba adentro y por eso me parecía más verdadero.
»Avanzábamos por un pasillo y a los pocos metros se dividía en dos, a veces en tres, y una sola vez en cuatro. Pero sólo una de esas bifurcaciones continuaba mientras que la otra, o las otras, se terminaban a los pocos metros. Eran pasillos de nichos, y en cada frente de mármol blanco o verde, había tres o cuatro flores frescas, con aroma a planta viva, no a viejo, sino a flor recién cortada. Si bien yo miraba y no le hacía caso a lo que me había pedido Rolando, en mi corazón había respeto, y la contemplación de las flores, de las miles de flores, me había llenado el espíritu de felicidad. Pero entonces vi una foto. De casualidad, porque las luces no daban de lleno sobre las fotos pero sobre ésta sí. Y me di cuenta, recién en ese momento, de que en todos los frentes, tras las tres o cuatro flores, había una foto similar. Me distancié de mi compañero de adelante y me acerqué un poco para verla mejor. Fue lo peor que pude haber hecho. Eran las fotos de los seres más monstruosos que se imaginen, fotos que hubieran matado de un susto hasta al doctor Frankenstein. Pegué un grito cortito y enseguida me dieron ganas de vomitar, y el asco y el miedo se apoderaron de mí. Cerré los ojos y giré buscando a mis amigos. Y apareció la enana. Me quedé paralizado, sentí cómo la caravana que dirigía Rolando se alejaba y se perdía doblando en uno de los pasillos del laberinto. La enana me miraba. Sus ojos, como dos pelotas de tenis, se oscurecían y se abrían cada vez más. No tenía párpados, ni cejas, ni pestañas, ni labios. No tenía cara. Era una nada con ojos como agujeros negros. Medía un poco más de un metro, o sea que me llegaba al pecho. Sin decirme una palabra me apuntó con el índice. Su mano, chiquita, parecía un cactus blanco y esponjoso: horrible. La cabeza… No, no, mejor no les digo más, se van a asustar mucho. Yo iba a decir algo, supongo que a pedir disculpas, cuando el chillido comenzó a salir de su boca. Abría la boca más y más, abría los ojos y chillaba como un chancho al que le estuvieran pegando patadas. Me tapé los oídos. El chillido de la enana terminó y me di cuenta de que ella no iba a hacerme ningún daño, es más, me di cuenta de que yo le estaba haciendo daño a ella y no sabía cómo. Sus ojos estaban ahora en lo máximo que podían abrirse y su boca se había cerrado dejando apenas una línea invisible. Pensé que hacer todo esto por el taller del abuelo, por más que yo lo quisiera tanto, no tenía sentido. No es justo salvarse si para eso se va a lastimar a seres inocentes. Porque ¿qué cosa justifica lastimar a seres inocentes? Recordé cuando en quinto y sexto grado yo tuve tantas verrugas en la boca, la vergüenza que me daba mirar a mis compañeros a la cara. No es que yo hubiese sido tan horrible como la enana, pero sí el más feo de la escuela, eso sin lugar a dudas. ¿Entonces qué era la fealdad realmente? Tenía a una persona de aspecto horripilante frente a mí, una persona que no parecía humana, que no hablaba con voz humana, que no tenía una vida humana, pero que podía sentir con toda la humanidad posible. Tomé una flor de un florero que tenía a mano y se la ofrecí. Ella extendió ese cactus blanco y la tomó con delicadeza. Vi que sus ojos se achicaban y se hacían claros. Era evidente que ésos, sus ojos, reflejaban el estado de su alma, sus sentimientos más profundos.
—Es la historia más hermosa del mundo, tío —me dice Luzmila.
La miro. Miro a Cristian. Están conmovidos y a mí todavía no se me fue la droga del cuerpo, me siento culpable por estar así, tan sucio por dentro y queriéndoles hablar de justicia, de amor, de humanidad, de belleza. ¿Pero será que una cosa no quita la otra? Soy yo. Yo también estoy conmovido y ahora creo en lo que les cuento. De golpe es como si recordara las cosas más que inventarlas. No quiero parar de contarles esta historia. La tristeza que les estoy transmitiendo es genuina, y nada tiene que ver con la muerte de mi padre. O tal vez sí. Seguro nada tiene que ver con una enana triste. Pero es mi tristeza, mi tristeza enana. Yo sólo puedo inventar este cuento de hadas. Yo no tengo otra cosa. Tengo alcohol y cocaína, tengo un amor infinito por ellos, un amor que no encuentra manera de salir.
—¿Y el abuelo Ángel cuándo aparece en esta historia? —pregunta Cristian.
—Esperá un poco y vas a ver cómo aparece y es lo más importante de la historia.
—Ya sé, tío, en dónde va el abuelo en esta historia —dice Luz—, en que mucho tiempo después se muere porque pierde todo lo que tiene.
—No, el abuelo no se murió por eso.
—Francisco nos dijo que sí, que el abuelo se enfermó mucho el día en que todos los que trabajaban con él se quedaron en la calle.
—Pero eso fue hace mucho tiempo, yo era más chico que ustedes. Escuchen. Yo estaba ahí, con Icnia y ya no sabía qué hacer cuando llegó Rolando y me tomó del hombro, le pidió disculpas a ella, me llevó hasta donde estaban los demás y salimos del Cottolengo. Afuera, la garúa picaba como agujas heladas. Hicimos varias cuadras por un camino de bóvedas primero y por uno de tumbas raras, sin cruces, después. No hubo ningún problema, de hecho fue un paseo de lo más tranquilo ya que no parecía más que un jardín enorme bajo la lluvia. Una estrella fugaz cayó en los fondos del cementerio. Yo nunca había visto algo igual. No fue que la estrella se vio en el cielo y a lo lejos, se vio caer, enorme y luminosa en los fondos del cementerio. Por un momento el cielo se iluminó tanto que pude ver a mis amigos y a Rolando como si les hubieran sacado una foto. Llegamos hasta la pared final y nos juntamos a la espera de la orden de Rolando.
—Tío, ¿los fantasmas existen? —pregunta Luzmila. Cristian la mira, sonríe.
—Sí, existen —digo. Cristian ya no sonríe. Sonrío yo—. Pero si cerrás los ojos se van, ése es el truco que nadie sabe y que me enseñó Rolando. Cada vez que veas un fantasma cerrá los ojos, tres segundos, los abrís y el fantasma ya no va a estar.
Ninguno dice nada pero están desvelados. Nunca les había dedicado tiempo a mis hijos y a mis sobrinos: no me daba cuenta de lo que me perdía.
—Rolando agarró la jaula, levantó el repasador y miró a ver si el murciélago estaba bien. La llovizna había parado, el cielo estaba abriéndose y despuntaba, entre la oscuridad de las nubes, un tenue rayo de luna. Nos sacudimos la ropa y emprendimos el tramo final. Bordeamos el muro sur hasta el ángulo que formaba con el muro este. Ahí nomás estaba la tierra santa, la tumba de Sebastián. Llegamos hasta ella y la vimos. No era una tumba muy religiosa que digamos. Más bien era la tumba de un croto, de un ciruja al que hubieran enterrado los amigos la semana anterior y en la que todavía no se hubiera asentado la tierra. Estaba como removida, llena de yuyos florecidos. Eran yuyos muy lindos y daban flores celestes, rosas y blancas. Pero eran yuyos, no eran plantas que alguien hubiera plantado para el santo. La cruz estaba hecha de dos fierros cruzados y, alrededor, habían puesto esas jaulas de hierro que sirven para los envases de vino de litro y que seguro habían traído del bar del Uruguayo. La cantidad de ofrendas y de pedidos era interminable. Le pedían muchas cosas, pero apenas podían entenderse sólo las más recientes ya que estaban escritas en papel, y el tiempo y las lluvias habían hecho que se borronearan. Se ve que eso no impedía en lo más mínimo los efectos milagrosos de Sebastián. La palabra más común, escrita de todas las maneras posibles, en maderas, al fuego, en chapas, en alguna que otra placa de cobre o bronce, en cartones de papel bueno o berreta protegido por una cubierta de nailon, era la palabra gracias, muchas veces acompañada del nombre del santo.
»Entonces Rolando desclavó la cruz y ató el murciélago blanco por las patas a la parte de abajo. El bicho, blanco como la nieve, aleteaba sin parar y se retorcía. Rolando me señaló una piedra enorme que estaba a mi lado y me hizo señas para que lo hiciera. Levanté la piedra, lo más alto que me dieron los brazos, sobre la cabeza del animalito, cerré los ojos y…
—¡No, tío, no! —grita Luzmila, Cristian está asustado, y ahora sí, creo, me pasé de rosca.
—Lo liberé —digo—, quédense tranquilos. Tiré la piedra lejos, lo desaté de las patas, lo agarré despacio y lo solté al aire. Yo temblaba, pero no de miedo, el miedo estaba lejos. Rolando me preguntó si estaba bien y le dije que sí. Pero sentía como si el que se hubiera salvado raspando de la muerte hubiera sido yo.
—¿Y qué pasó cuando viste a la bruja, papá? ¿Se enojó?
—Fue al otro día, a la hora de cenar. Me encontré con Rolando a las ocho de la noche. Él ya había hablado con la bruja y había arreglado que yo iba a pedir permiso para cenar con ella. Rolando me preguntó si yo le había dicho a mi madre y yo tuve que decirle la verdad, que no. La abuela no me hubiera dejado ir nunca. Rolando me dijo que de ninguna manera le mintiera a Sara, porque ella podía leer la verdad en el corazón de las personas, y mucho más en el de los chicos.
»Llegamos, entramos en el jardín y Rolando tocó timbre. Las luces de la casa se encendieron y al segundo se apagaron y se encendieron otra vez. Tal cual había pasado antes. Se abrió la puerta. “Bienvenidos”, la voz de la bruja, en la oscuridad del hall, sonó más joven y más cordial que la vez anterior. Rolando le preguntó a qué hora me pasaba a buscar y Sara le dijo que justo antes de las once. Pensé que al menos no tenía en mente devorarme después de haberme cocinado en una olla llena de verduras hervidas. La bruja encendió la luz y vi bien su cara. Era una mujer mucho más joven de la que yo había visto la otra vez. Me pidió que me sacara la campera y le hice caso. Encendió una tecla y la apagó. “Nunca vamos a entender al que hizo la instalación de esta casa”, dijo. “¿No es así, Edgardo?”, agregó y yo, que había creído imaginar dos ojos rojos en la oscuridad vi aparecer al mismo Poe, que hizo un giro sobre las piernas de Sara y de un salto fue a quedarse arriba del sillón que estaba más próximo al fuego, tan próximo que no sé cómo no se terminaban por quemar tanto el sillón como el gato.
»Nos sentamos también cerca del fuego. La temperatura era justa, la luz perfecta para ver una mesa ratona llena de comida, como si fuera una mesa de Navidad. Había pollo frito, milanesas, papas fritas, una tortilla tan grande como un almohadón y una fuente con frutas y otra con trozos de chocolate y bombones de fruta. Para tomar había dos jarras, una de agua y otra de una limonada que tenía flotando unas cascaritas de algo raro. No había cubiertos.
»La bruja me dijo que no hacía falta que me lavara las manos, al menos no en su casa y eso me gustó. Estaba intrigado, pero no tenía miedo. Es verdad que ella era una bruja pero en la casa no flotaba maldad, y el que puede sentir la maldad se da cuenta enseguida de eso. Yo podía sentir la maldad y les juro que ahí sentía lo contrario. La única preocupación era el gato negro Edgardo Poe, en realidad no el gato sino sus ojos rojos como el fuego del infierno. Pero él seguía recostado, cerca del hogar, lejos de nosotros. Sara agradeció a Dios la comida, y ustedes van a pensar que una bruja no agradece a Dios, pero ella lo hizo. Empezamos a comer en silencio, partiendo todo con las manos. Probé cada cosa y ella me hacía comentarios sobre lo que estaba comiendo, sobre cómo lo había preparado una señora que era del Amazonas y que iba siempre a cocinarle a la casa. De golpe yo me había olvidado de que Sara era bruja y comía despreocupado, trataba de ser lo más educado posible, pero la verdad yo nunca había probado cosas tan ricas. Pasó un rato y Sara me insistió para que tomara de la limonada con cascaritas. Me dijo que lo que flotaba se llamaba jengibre y que hacía muy bien al alma, que ayudaba a conectarse con el pasado que uno creía no recordar pero que estaba ahí, esperando ser descubierto para aclararnos las cosas, algo así es lo que me dijo. Le pregunté qué pasado, porque yo me acordaba de todo, o al menos eso era lo que creía. Pero ella dijo algo que me hizo dar cuenta. “De tu padre no te acordás casi nada, él viaja mucho, ¿no es cierto?”, dijo. Yo no le contesté. Sentía que le tenía que pedir perdón por haberle hecho perder el tiempo con el murciélago, pero ella se anticipó y me dijo que ya lo sabía todo. “Yo confiaba en que pudieras darte cuenta de lo que está bien y de lo que está mal, para vos por supuesto”. Hizo una pausa. “A mí me importa lo mismo que a vos te importa, Gabrielito”, me dijo.
—Se lo habrá contado Rolando, pa —dice Cristian. Y no sé qué decirle, de golpe la historia que invento se me hace real, sé que la invento, pero se me hace real.
—Y a vos, ¿qué es lo que te importa de esto, tío? —dice Luzmila.
—Ustedes, que son mi familia. Y mis amigos —le contesto, como si el chico fuera yo.
—¿Nada más? —pregunta Cristian.
—¿Saben?, eso mismo me preguntó la bruja. «¿Nada más?». Y yo le dije que sí, que algo más. Mi padre y mi madre, dije.
—Pero padre y madre es familia, papá.
—Lo que le quise decir a Sara es que me importaban el abuelo y la abuela por separado, sus sentimientos cuando estaban solos, si estaban tristes o estaban alegres, y qué era lo que podía hacer yo para ayudar. No sé, el abuelo viajaba mucho, no estaba casi nunca con nosotros. Y cuando estaba, yo no sabía qué decirle, no sabía cómo tratarlo. No tendría que contarles esto a ustedes. Él era muy bueno, ustedes lo saben bien.
—No se trata de ser bueno nada más, tío —dice Luz, esta luz que es Luzmila. Yo sonrío. Tiene ocho o nueve años: ya es mi hermana.
—Sara me pidió que me acercara —digo ahora, sin esperar que los chicos me autoricen—. Me acerqué y me puse de rodillas frente al sillón en el que estaba sentada ella. Yo estaba triste, como estoy ahora. Bueno, ahora es por lo del abuelo. Y creo que en ese momento también era por el abuelo aunque no me diera cuenta, porque nunca nos decíamos nada lindo, no nos decíamos lo mucho que nos queríamos. La bruja abrió el cajón de una mesita que tenía al lado y me dio un papel. Me preguntó si yo sabía lo que era. El papel estaba dibujado con formas raras pintadas de todos los colores. Entonces ella me habló del abuelo, dijo que ese dibujo lo había pintado él, y que el dibujo anunciaba que yo iba a nacer, y muchas otras cosas. La bruja Sara me hablaba raro pero me hablaba en serio. Sara me habló de mi abuelo Nunzio, el bisabuelo de ustedes que murió cuando el abuelo Ángel era chico, y del cual se decía que había tenido amistad con la bruja. Me dijo que era un hombre lleno de ilusiones pero que casi no se podía comunicar con los que quería. Me dijo que mi padre había heredado esa falencia de su padre, pero que también había heredado esa transparencia de alma, aunque llevara un infierno tan grande en ella.
—¿Qué infierno llevaba el abuelo, papá? —me pregunta Cristian.
—No sé, hijo, tal vez por los golpes de la vida, tu abuelo ya no creía en la justicia. Supongo que tampoco creía en Dios.
—¿Vos creés en Dios, tío? —pregunta Luz. Las flechas de ella no se terminan nunca.
—Sí, mi amor. ¿Saben?, ahora me acuerdo de cómo terminó todo. Sara me acarició la cabeza. Yo no entendía por qué ella tenía un dibujo del abuelo Ángel, de cuando había sido chico, tampoco entendía por qué se preocupaba tanto por mí y por explicarme las cosas. Y entonces ella me dijo algo: «No tenías ni un año de edad cuando tu padre sintió que amar mucho a alguien implica sufrir también mucho por él». Eso fue lo que me dijo. No sé de quién hablaba ni por qué me lo dijo. No lo sé ni se lo pregunté. Aunque me hubiera gustado. Pero ahí terminó todo.
»La bruja se levantó, se perdió detrás de unas cortinas. Volvió a entrar y me pidió que no me fuera, que enseguida volvía. Escuché su risa que retumbaba por todas las paredes de la casa, como si se hubiera dado cuenta de que había terminado de decir una tontería. ¿Adónde me iba a ir yo solo? Volví a sentir miedo. La bruja parecía buena pero un poco loca, todas las cosas que me había dicho me parecían oscuras, no luminosas como sonaban. Era mi desconfianza, seguro era eso, me costaba ver a la gente adulta con intenciones puras, ¿saben? Y después no me acuerdo bien, creo que yo también hice un dibujo, creo que empecé a ver al abuelo con mejores ojos. No sé. Estoy un poco cansado ahora y ustedes tienen que dormir. Mañana tal vez sigamos un rato. Pero no hay mucho más. Éste es el final aunque no se entienda mucho o no parezca mucho un final.
—Yo lo entendí, papá. La bruja se puso contenta porque no mataste al murciélago, porque elegiste lo bueno aunque eso quería decir que el taller del abuelo se fundiera y vos y el tío Alejandro tuvieran que ver al abuelo entristecerse por eso.
—¿Si mañana te acordás de algo más lo vas a contar, tío?
—Claro, Luz, ¿cómo no te lo voy a contar?
Le doy un beso a cada uno y cuando me levanto Cristian me dice que la historia le gustó mucho, que si puedo algún día escribirla para que él la lea.
—Así la pongo con las otras que me escribiste, pa —me dice.
—Dale, un día la escribo, vas a ver —le digo y le doy otro beso.
Salgo de la pieza y camino por el living sin encender la luz. Abro la heladera. No hay nada con alcohol. Mi padre, en los últimos tiempos, no tenía alcohol en la casa. Prefería ir a buscarlo al club, tomarlo en la mesa de naipes. Saco la piedra rosa. Es increíble que exista algo así. Raspo un poquito y aspiro. Abro el freezer y veo una botella de licor de limón casero, sin destapar. Seguramente el tío italiano. La destapo, me sirvo una copita y tomo hasta el fondo. Me tomo dos copitas más, de la misma manera. Enseguida me siento empalagado y borracho. El licor es tan dulce que no sólo se me subió a la cabeza sino que se me sube ahora por el esófago arrastrando todo lo que comí en el día. Corro al baño y vomito en la pileta. Tengo un nudo apretado en la boca del estómago. Quiero llorar, necesito llorar, la acción física de llorar. Voy a agarrarme algo malo. Un poco más de raspadura de piedra filosofal. Hay una linterna sobre el bidet. ¿Qué hace una linterna sobre el bidet? Apago la luz del baño. Enciendo y apago la linterna. SOS. Código Morse contra la pared. Me gustaría saber decir concha en código Morse. De golpe algo me rebota en la cabeza. Voy hasta la puerta de la habitación de mi madre, entro sin hacer ruido. El sonido y el olor de los chicos que duermen. Luz de linterna entre unas cajas dentro del placard. Una caja especial, la identifico enseguida porque está forrada con un papel estampado con figuras infantiles.
Llevo la caja al taller de mi padre. La pongo sobre la mesa de trabajo. No veo nada. Enciendo la luz y busco. No sé qué busco, pero busco con confianza. Encuentro dos dibujos. En la historia era uno pero son dos y es como si yo hubiera sabido siempre que eran dos. Uno pintado por mi padre y otro pintado evidentemente por mí. Los colores son diferentes pero las formas idénticas. El mío da una sensación esperanzadora mientras que el de mi padre una sensación de dolor inconmensurable. Era verdad: es verdad. Dos mandalas. Sin embargo no puedo recordar nada, sólo lo puedo sentir, o sea, soy incapaz de diferenciar el recuerdo de la imaginación del recuerdo. Tuvo que haber sido en la casa de la bruja. Sara todavía debe vivir. Alguien me dijo que está viva. Alguien en el velatorio, o antes, no sé, alguien de mi familia me lo dijo. ¿Cuál es el final de la historia que le acabo de contar a los chicos? Busco en la caja. Saco la foto de un chico subido al caballito de una calesita. La foto es horrible, el chico tiene algo que le sobresale como un racimo de uvas en la cabeza, y algo igual, más pequeño, en la mejilla derecha. Fue unos meses antes de que me operaran. Soy yo, el chico soy yo. La foto asusta. Yo con menos de un año, mucho menos y nadie me sostiene y eso quiere decir que mi padre no está y que la foto la sacó mi madre.
Mi padre nunca me habló de la operación, él prefería ignorar las cosas malas, hacer de cuenta que no estaban ahí, supongo que con la esperanza absurda de que así desaparecieran. Nada desaparece por omitir la realidad de su existencia, padre. Nada se va de una vez y para siempre así nomás. Vuelco la caja sobre la mesa y revuelvo entre el montón de fotos y objetos. Un muñequito raro, que tiene en la cabeza un hilo rojo y en la mejilla derecha también, un puñado de semillas parecidas a las del melón (pero negras y más voluminosas) perfumadas con algo que detrás del olor a naftalina aún se parece al incienso. Soy yo, estoy seguro, es parte de lo mismo, es decir, del mismo conjuro, del mismo sueño. Tomo las cosas y las meto en los bolsillos. Como poseído por una certeza salgo a la calle, sin avisarle a tía Laura. Camino por el rocío helado de la noche hacia la esquina, cruzo la calle, doblo en Ferré y recién ahí me convenzo de que voy a ir hasta la casa de Sara, a golpear su puerta, a pedirle que por favor esté viva, que me lo cuente todo.
La casa se levanta en la oscuridad, llena de enredaderas pero pintada de muchos colores. El jardín impenetrable en el que imagino los ojos que miran asombrados y curiosos al amparo de la noche cerrada. ¿Existirá Poe, ahora que yo también sé quién fue en realidad ese demonio? Imposible. Meto la mano por detrás de la reja, entro y golpeo. Me parece ver los ojos rojos pero no puede ser, un gato no vive tanto tiempo. Las luces se encienden de la misma manera extraña en que lo han hecho en mi niñez, o en la historia que acababa de contar. ¿Cuál es la verdad, cuál es la frontera a la cual deben enfrentarse ahora mi razón y mis sentimientos? Yo vengo a preguntar por mi padre, pero sin embargo mi cuerpo reclama insultos. ¿A una anciana? ¿Qué tiene que ver?
La puerta se abre y veo en la oscuridad total del hall de entrada la silueta inconfundible de Sara. Sin ninguna sorpresa visible, me invita a pasar.
—Te esperaba —me dice—, aunque tengo que admitir que llegás un poco tarde. Le pido disculpas como si verdaderamente estuviera llegando tarde a una cita. Después entiendo que las disculpas quedan bien igual porque Sara, seguramente, se acaba de referir a la hora.
—Pasá, pasá —insiste—, lo de la luz y todo eso, ¿te acordás?, imaginate, así es. Un lío. Así es tu realidad también, lo que te pasa me duele, no te das cuenta de que a mí me queda muy poco tiempo. ¿No es cierto, Edgardo?, contale.
El gato negro se asoma y salta con una precisión incomparable sobre el hombro de la anciana. Ella le acaricia el lomo y el sonido de su risa me retrotrae inmediatamente a la infancia.
—Sara, por favor, no me diga que es el mismo gato.
—Es el mismo espíritu, hijo de su padre, nieto de su abuelo, que va a acompañarme hasta el fin de mis días.
—Traje cosas —digo.
—Ya lo sé. ¿Te pensabas que podía esperarte eternamente?
—No entiendo.
—No entiendo, no entiendo. ¿Cuándo vas a entender, cuándo vas a sacar esas capas secas de cáscara coagulada?
—Ayúdeme, Sara, por favor —digo, y creo que mi desesperación vista con objetividad es bastante ridícula.
Pero para Sara no. En realidad, yo dudo de que ella entienda verdaderamente a lo que yo me refiero cuando le pido ayuda. Yo quiero ayuda para poder llorar, quiero las palabras de una vieja sabia, o un aceite frotado en el pecho que desate en mí el llanto que tanto necesito ahora para vivir esto que escribo, para escribir esto que vivo.
—Vamos a tomar una taza de té —dice ella.
Llegamos al living y todo está igual. La única diferencia es que el gato negro de ojos rojos es un cachorro, que la anciana no era tan grande como la mujer que yo recordaba y que la chimenea, aunque hace bastante frío, está apagada. Una estufa eléctrica de volumen de aceite es la única fuente de calor.
—Sentate, Gabrielito.
Me siento en uno de los sillones. Están cubiertos por sábanas blancas que también, como toda la casa, acusan la crueldad del paso del tiempo.
—Encontré esto en la casa de mi padre.
—¿Todavía lo están velando?
—A las dos de la tarde es el entierro.
—¿Entierro?
—Tiene razón, vamos a cremarlo. Es que no me acostumbro a decir eso.
—Eso que tenés en la mano lo pintaste vos, ¿te acordás?
—No.
—Sin embargo, lo pintaste vos. El otro, el de tu padre, es el mismo, y sin embargo mirá qué distinto.
—Los colores. ¿Qué quieren decir?
—La vida misma. Los deseos, los temores. ¿Qué vas a devorarte del muerto, Gabrielito? ¿Qué te devoraste ya del vivo?
—No entiendo.
—Entonces entendé. Vos no sos tu padre, no tuviste el padre ni la madre que tuvo tu padre. Dejá de odiar lo que odiás si querés que se aleje definitivamente de tu vida. Nada se tiene más cerca que lo que se odia.
La bruja Sara ahora me irrita. ¿A qué vine a esta casa? ¿Por qué no me voy en este preciso momento?
—Si querés, andate ahora, y si no escuchá.
No hablo. No me muevo. Dejo todo sobre la mesa.
—Este muñeco sos vos, las semillas son sagradas, su perfume también. Bueno, la naftalina no. Éste es mi trabajo.
—No entiendo nada, Sara, no entiendo qué hago acá, no entiendo por qué la odio a usted también, por qué odio tanto a mi padre. Por qué sólo pienso en anestesiarme, por qué me consume la lujuria, la envidia, la desolación. Hubiera querido ser otro, ser distinto, ser opuesto, hubiera querido tener otros padres, otra suerte. Hubiera querido morirme a los doce años, después de ahí yo no viví bien nunca más.
—Tu padre estuvo acá.
—Estuvo acá cuándo.
—Cuando te operaron. Tu padre estuvo acá, rezó, arrodillado frente a este sillón, rendido, con la cabeza sobre estas piernas. No podía hablarle a Dios directamente, tu padre odiaba a Dios, pero su odio nacía del amor, del miedo al amor. Dios lo perdonó, Dios lo escuchó.
—Sara, no me venga con ésas, yo no creo en nada.
—Mocosito, no empezaste a creer ni en vos, cómo vas a pretender tener una fe tan suprema. Gabriel, acá lo importante no es el delirio místico que pueda tener una vieja, ni el grado de desesperación de tu padre al darse cuenta de que podía perderte. Acá lo que importa es que él te amaba más que a su vida, que frente a mí pidió perdón, y le pidió a Dios que lo llevara a él en lugar tuyo, que no le importaba más la vida si a vos te llegaba a pasar algo.
Sara se levanta. Me quita las cosas de la mano y me dice que le pertenecen. Me dice, también, que apure el té, que los ojos se le cierran de sueño y que ya no tiene nada más que decirme, que últimamente se choca con todo, que ya se le termina el día. Poe sigue colgado de ella como un mono tití. Recuerdo ahora que lo escribo que así caminamos hasta la puerta. Sara se quedó en el hall y yo caminé bajo el frío y la oscuridad del jardín. Un flash de su cara, sus ojos, la puerta abierta en su mano derecha. Me doy vuelta.
—Sara, una cosa más. ¿Es verdad que usted y mi abuelo tuvieron algo?
—Tuvieron algo, tuvieron algo. No creas en todo lo que dice la gente. También dicen que soy bruja y las brujas no existen.
—Es verdad.
—Tenés que irte, tenés que ir con tu familia. No nos vamos a volver a ver, a menos que vos, algún día, pienses que podés llegar a visitarme más allá del tiempo y de la historia. Chau, querido, mi nietito, tesoro mío. Chau.
Cierra la puerta y las luces se apagan enseguida. Estoy aturdido, me siento casi echado a la calle. De golpe quiero estar adentro, quiero estar con ella, con Poe, dentro de esta casa. Pienso en volver a llamar pero no encuentro el coraje.
Los gatos me miran inquietos. Alguno se cruza y salta. Otro se mete entre las matas. Escucho un maullido ronco, me doy vuelta y lo veo, a él: a Poe, no al cachorro, al otro: al diablo de ojos rojos. Me maúlla suave y ronco, me asusta, pero me compongo enseguida. Me agacho y lo llamo por su nombre. Dos veces digo, Poe. El gato viene, roza su cabeza enorme contra mi rodilla y se deja acariciar. Después pega un salto. Enseguida siento el ardor en la mano: un rasguño sin importancia pero doloroso. Me levanto y salgo del jardín a la calle. Me duele la mano. Voy a ir unas horas a la pensión. Mi padre había llorado por mí, yo no podía llorar por mi padre.
Ni pan, ni vino, ni altar
Por suerte no amaneció. Apenas dormí dos horas. En esta pensión, a la noche, el ruido es mucho más intenso que durante el día. Además me pareció oír una rata en la pieza y encendí las luces. Debería haber pasado por el velatorio. Ni siquiera me parece real haber hablado con Sara. Sara es la que no me parece real. ¿Cuánto dormí? ¿Tres horas? ¿Serán las cuatro?
Estoy frente al arroyo podrido y pienso que dentro de poco van a cremar a mi padre. No parece verdad. Que vayan a cremar a mi padre, que yo esté durmiendo acá no parece verdad. Y va a haber que ir a buscar las cenizas. Dicen que los tipos del crematorio te dan cenizas de cualquier cosa si no muerden una buena propina. Se lo dije a Traum y me aseguró que él se iba a encargar de todo. No quiero cenizas de cualquier cosa, quiero las cenizas de mi padre. Para comprobarlo podría tirar un poco para arriba, si se me meten en los ojos seguro que son de él. Las cenizas van a estar una semana en la casa de mi madre. Después ella va a viajar a Mar del Plata y las va a esparcir por la rambla, cerca del casino, cerca de algún barcito. Ése era el romanticismo de mi padre, nada de mar, nada de cielo y sirenitas. Meta vermú y casino. Es algo que recuerdo con cariño, debe ser que uno se acostumbra a lo que tiene, debe ser que uno se forma en la deformidad de los demás y al final, de alguna manera u otra, todo termina por estar bien.
Voy al baño, intento mear y no puedo. Vuelvo. Me gustaría saber la hora. Tengo una mesita con una silla de caña barata. Alcanza para aguantar mi peso. Pienso que mi vida siempre fue así, que no hay motivos para ponerme dramático ahora. Él me dio la salida, me dijo que algún día iba a escribir la historia de la familia. «Ya vas a ver cuando tengas hijos», eso también me lo dijo mi padre. Tengo dos hijos y todavía no vi nada. Bueno, si descontamos tanta mierda. Vi mierda tras mierda pero «ver» (supongo que tiene que ser otra cosa, algo revelador), no vi nada.
La silla me soporta con lo justo. Mi padre fue por lo menos mi padre a veces con algo más que lo justo. No busco consuelo, busco entender que la vida pende de un hilo, pero si ese hilo aguanta qué importa que penda de un hilo. ¿Hacia dónde miro, padre? Me gustaría rezar. Me gustaría poder mear los whiskies que me tomé. Voy al baño otra vez. Creo que tengo cistitis. Me gustaría que me cayera un meteorito en la cabeza. Si me hubiera ido a casa habría sido peor. Me gustaría llorar por tío Juan. Defecar ahora sería grandioso. Me gustaría llorar durante una hora, llorar por cualquier cosa. Llorar. Llorar.
En la mesita tengo una libreta con hojas rayadas. Siempre me compro libretas para anotar cosas que se me ocurren. Pero termino anotando vencimientos de la luz, números de teléfono o haciendo dibujitos pelotudos: pentagramas, flores, ojos, nubes y montañas. Después, indefectiblemente, siento que la libreta está perdida y la tengo que cambiar por otra. Pienso en la máquina de escribir de mi abuelo Reyes. Es la primera vez que pienso en ella como un instrumento serio, difícil. Teclear en la máquina de escribir. Recuerdo algo en los dedos, el placer de teclear. En mí se reduce al placer de dos dedos y el pulgar. Miro la libreta. Cuando escribo a mano alzada tengo faltas de ortografía. Me avergüenza. Entonces me veo obligado a buscar palabras alternativas, que esté seguro de cómo se escriben, para evitarme la vergüenza. Es absurdo porque nadie lee lo que escribo. Pero me pasa. No podría reproducirlo ahora porque en el presente en que escribo, escribo a máquina y eso no me pasa. De hecho si tengo una máquina cerca y no sé cómo se escribe una palabra voy, la tecleo y listo. Debe ser así porque de leer me quedó en la memoria el aspecto físico de la palabra impresa. O debe ser así porque es así. No lo sé.
En el último día de la muerte de mi padre estaba en la pensión y no tenía una máquina cerca. Abrí la libretita nueva y escribí: «Excremento». Recuerdo que no entendí la palabra en sí misma, no hablo de su significado, hablo de la palabra. Escribo «excremento» y no entiendo nada. Dejo la libreta abierta. Miro la palabra. Nunca me había detenido a mirar una palabra. A esperar que revele algo el simple hecho de mirarla. Debería mejorar la caligrafía. «Excremento». Tuve que poner la libretita horizontal para que entrara.
La persiana está entreabierta pero la luz de la luna es muy débil. No tengo alcohol. No tengo ganas más que de un café. Para poder conseguirlo voy a tener que llamar un auto, ir hasta el bar Sarandí. Salgo de la pieza, bajo y golpeo despacito la puerta de Alpargata Rosa. Le digo a través de la puerta que me pida el auto. Sale con una vela en la mano; me sonríe, me considera el único cliente decente del hotel. Será fea pero tiene algo de luz en la cara, una luz intermitente tal vez, pero luz al fin. Es como un faro chocado. Levanta la vela. Tal vez la luz sea sólo la vela, y yo esté un poco pelotudo. Me da una llave, es la del candado del teléfono. Me dice que use lo que quiera, que después lo trabe.
—¿Qué hora es? —pregunto.
—Las cuatro y media pasadas. ¿Supo lo de las palomas?
—Sí.
Suspira y se mete para adentro.
Llamo al número que figura en el teléfono y subo a mi habitación. Pienso en la posibilidad de vivir acá. Si no fuera por las ratas, viviría acá. Hay cincuenta millones de ratas sólo en la Capital Federal. En el arroyo Sarandí debe haber otros cincuenta millones más, sin contarme a mí, ni a nadie de la pensión, ni a nadie de la Bonaerense. Cuando yo tenía doce años este mismo arroyo se incendió y un olor ácido inundó el barrio. Ahora un incendio olería a rata quemada. Algo así como a una parrilla esquinera haciendo los últimos patys de la tarde. Me pongo el sobretodo y bajo a esperar el auto. Llega enseguida. Me subo y le pido que me lleve al bar Sarandí. Es un viaje corto, pero acá y a esta hora todo sirve.
—Vas a tomarte unos Gancia, Jesús —me dice el conductor y recién entonces me doy cuenta de que es un amigo de la infancia.
Durante mi adolescencia me llamaban así. Yo quería ser cura y me había metido en un movimiento tercermundista de la Iglesia Católica. Cada vez que me encontraba con alguno de mis amigos le hablaba de Jesús y de la oportunidad que significaba la misericordia. Creo que ni yo entendía de lo que hablaba. Duró tres años, terminó con la muerte de mi tío Juan y no por la muerte en sí, sino por algo nefasto que coincidió con esa muerte. Yo me había dejado la barba y el pelo largo, tocaba en una banda de rock y mezclaba las ideas de Cristo con las del Che Guevara creyendo que descubría algo nuevo, y tal vez descubría algo nuevo, pero ahora soy tan convencional que me avergüenzo de ello. Lo cierto es que seguía siendo un buen defensor de fútbol y cada vez que había campeonato en la villa me llamaban y yo iba. Me decían Jesús y era la cábala del equipo. Ganamos varios campeonatos conmigo de centrojás espiritual. Después Jesús se convirtió al whisky y a la merca, y para que no comieran de mi carne ni bebieran de mi sangre antes de tiempo, terminé por irme del barrio, aunque muchos me siguieron llamando así.
Me río y no le contesto.
—¿Te acordás de mí, boludo? —me dice, y aunque su cara parece la de Niki Lauda, sonríe y algo queda. Puedo dar con el que está detrás de las abolladuras.
—Qué hacés, Percha.
—Manejo, boludo, vos qué hacés en esa pensión de mierda.
Me río otra vez. Estoy nervioso.
—Pienso.
—En qué, boludo, ¿en suicidarte? —Percha cogotea para atrás, cada dos palabras dice «boludo».
—Entre otras cosas.
—Dejate de joder, boludo, me dijeron que te va de puta madre.
—¿Quién te dijo?
—Se sabe, boludo, en este barrio de mierda se sabe todo.
—Los pibes me la dieron a la salida de un banco de Núñez. —Percha me mira por el retrovisor. Le sostengo la mirada—. Le vi la cara a uno, y al del pasamontañas lo hubiera reconocido hasta dentro de un traje de buzo. Me pusieron una nueve martillada en la cabeza.
Me ofrecieron manejar el auto. Dije que no.
—No te voy a preguntar nada, Percha, siempre vamos a ser amigos.
La conversación se termina porque llegamos al bar. Me bajo del auto, no me cobra. Promesas de volver a vernos. Yo no pertenezco más a este barrio, tampoco a los viejos amigos. Pude salir de lo que ellos no pueden salir y esto también tiene un precio. Hay vueltos que no se pueden esquivar.
Pido un café. Me arrepiento y pido un café más un whisky. Muchas veces no tomo por mantener como un fundamentalista la idea a ultranza de no tomar. Nada más que por eso. Tantas veces en la vida fui un boludo monumental que ya perdí la cuenta. Pago una botella y pido que me la abran y la envuelvan con un papel. Termino el café y la copa. Salgo al gris eterno. Camino hasta la pensión tomando esporádicamente traguitos de whisky. Llego cuando despunta el amanecer con una claridad bastante turbia detrás de los paredones de las fábricas abandonadas. Las luces de la calle siguen encendidas y las de los pocos autos que pasan por la avenida también. El asfalto está húmedo. El aire del río está húmedo. Todo se pudre más fácil así. Entro en la pensión y descuelgo mis llaves del tablero. Alpargata Rosa sigue dormida. No sé qué día es. Pienso en Andrea. Creo que debería ir con ella, hablarle de mí, pedirle que me perdone por haberme acostado con prostitutas. Por no pensar en lo que eso significa. Yo era Jesús, ahora no soy nada. No quiero más ser nada. No quiero más estar solo. No tengo ni siquiera mesa en donde ofrecer mi nada. Soy un estúpido que se vuelve más estúpido cuando tiene miedo, y más y más estúpido cuando la angustia lo ahoga. Estoy dentro de la pieza que está oscura porque la persiana se bajó del todo, se bajó sola. Levanto la persiana y veo el paisaje de Sarandí. El viaducto, las casas bajas, los pocos edificios altos más a lo lejos, más hacia la Avellaneda de los ricos. No le puede sobrar a alguien lo que a otro le falta. Es tan fácil mirar para otro lado. ¿Cuánto tiempo más voy a mirar para otro lado? Lo que queda después de que los ricos se cansan de ganar plata es contaminación, escombros, ratas, borrachos, drogadictos y putas. Pienso que los muertos no corren una suerte tan mala.
En la mesita está la libreta. La ignoro un momento. Siento que todavía no vencí al enemigo. O todavía el enemigo no se dio cuenta de que ya lo vencí. O me confundí de enemigo y estuve atacando todo este tiempo sin parar ni un instante a alguien que no tenía ni la más remota idea de lo que estaba pasando. «Excremento». Pienso en esa palabra.
Voy al baño y hago correr el agua de la pileta para que se vaya calentando. Me lavo las manos con cuidado. Mis manos se frotan la una a la otra y no parece que fueran mis manos. Más bien parece una película sobre manos que se frotan. Suspiro. Respiro en realidad. ¿Cuántas veces por día no respiro? Me voy a morir si no respiro. Abro el frasco de crema Palmolive, mojo la brocha y empiezo a frotarme la barba de cuatro días. Tengo una hoja de afeitar nueva. Siempre me corto un poco cuando la hoja es nueva. Tengo una barba difícil, todo lo que tengo es difícil en realidad, pero, de todo, la barba es lo peor. Pienso que podría no tener barba y parecerme a uno de esos lampiños y no me gustaría nada. No me gusta mucho mi barba pero mejor así, no vaya a ser cosa que por pedir un cambio suceda el milagro y quede peor que antes. Antes. Ahora. No sé cómo soy ahora. Tengo miedo de levantar la vista y mirarme en el espejo. De golpe tengo miedo de algo tan estúpido como eso, levantar la vista y mirarme en el espejo. Me lleno la cara de espuma. Levanto la vista. Saco el papel que tapa el espejo. ¿Quién puso este papel? Yo puse este papel. Me miro. Me recuerdo cuando era Jesús, con el pelo largo, con una guitarra colgada del cuello tratando de sacar el solo de David Gilmour en The Final Cut. Estoy más ancho de hombros. Estoy cambiado. Me asusta lo que veo, no soy yo. O por lo menos yo no soy así, como me veo en el espejo.
La espuma empieza a endurecerse y lo mejor va a ser que me afeite ahora. Estiro la cara y paso la máquina con la hoja de afeitar recién colocada. Saco una porción de espuma y puedo ver un sector sin barba de mi cara. No me miro a los ojos. Finjo no tener conciencia de que no me miro a los ojos. Estiro el cuello y vuelvo a pasar la hoja de afeitar. Un hilo de sangre, muy delgado, se desliza hacia la base del cuello. Me afeito con seguridad, despreocupado de ese hilo de sangre, vuelvo a pasar la brocha, vuelvo a afeitar cada mejilla con confianza. La cara se vuelve cada vez más limpia. Me agacho, pongo las manos juntas como un cuenco y contengo toda el agua que puedo. Otra vez las manos como en una película de manos. Otra vez esa sensación no orgánica de mi cuerpo partido en pedazos que no reconozco, que tienen autonomía sobre los demás, que no puedo sino observar desde afuera.
El agua en la cara me devuelve el alma. O me devuelve el cuerpo, no sé en dónde considerar que habito yo, si en el alma o en el cuerpo. «Sos un ente», le decía mi madre a mi padre. «No hablás, no te comunicás con nosotros, andás por la casa nervioso. No te reconozco, no sé ni con quién me casé». Siento la cara distinta ahora. Fresca, aireada. Como un patio recién baldeado. Inclinado sobre la pileta del baño me enjuago mejor, me mojo el cuello, me seco y me dejo la toalla colgada como un boxeador que terminó con el entrenamiento del día. Me levanto y me miro. ¿A ver ahora? La cara sin barba es mejor, me acerca más a alguien que me gustaría ser. No mucho pero tal vez sí lo suficiente. Me acerco al espejo. La cicatriz en la mejilla derecha es enorme. Se agrandó con el paso del tiempo, se hundió también. Otra cicatriz en la cabeza que no recuerdo con qué me hice. O quién me la hizo. Sin embargo no hay tanta dureza en el gesto de la cara, y aparecen los ojos, unas ojeras enormes que no quiero tener, esas arrugas a los costados que siempre me disgustaban en los viejos. Soy un viejo. Me descalzo. Estoy descalzo y me saco el pantalón y el resto de la ropa. Es absurdo, el espejo es muy chico, no puedo verme de cuerpo entero pero igual necesito estar así. Lo necesito como ninguna otra cosa en este mundo. Miro mis ojos en el espejo. Me acerco lo más que puedo sin perder el foco. Son hermosos, el color les cambia si inclino el perfil levemente hacia donde llega la luz, hacia la única ventana de la pieza. «Los días nublados tenés los ojos más verdes que el mar», me dijo una vez mi madre. Me dijo también que eso me venía de sus abuelos, no de los abuelos de mi padre de donde yo creía (así me habían educado) venía todo. «Son ojos celtas», me decía mi madre y yo sentía que venía de una estirpe de guerreros implacables, que peleaban con el torso desnudo como única armadura, tal cual me lo había contado ella. Pero la mayoría de los ancestros de mi madre eran campesinos analfabetos, hasta mi abuelo y su hermano tuvieron que aprender todo de grandes. Incluso a escribir y a leer.
Sé que todo esto no me alcanza. ¿Qué es lo que se pierde cuando se lo pierde todo? Me gustaría ir a una iglesia y comulgar. Volver a la fe que tuve, que terminé por perder en circunstancias tan oscuras como la misma iglesia que las generó. Pero ahí está mi fe, la reparten los mismos que la aplastaron. Es la paradoja de mi vida. No podría comulgar sin confesión, me sentiría indigno de lo que fui una vez.
Me visto. Salgo a la calle y camino hasta la casa de mis padres. Una garúa filosa me sorprende a mitad de camino. No me apuro. Tengo una sonrisa estúpida en la cara. Digo estúpida porque en un rato nada más sale la caravana al crematorio. Después voy a pasar por lo de Traum a pagarle la factura de su necrovalía. Entonces, de qué mierda me sonrío. Mi madre va a pensar que estoy loco, o mucho peor, va a pensar que estoy contento. Qué le voy a decir. Que me miré en el espejo y me reconocí después de treinta y cinco años. Me detengo bajo la llovizna. Tengo un buen sobretodo. Lo compré en una feria americana antes de ser empresario. Cincuenta pesos. Gabardina pura. También había sacos pero ésos daban impresión. El saco es una prenda que está más cerca de la piel, también es más imprescindible. Me hace pensar en el pobre tipo que decidió entre una comida y cagarse de frío y lo vendió por el valor de cuatro porciones de pizza.
Llego a la puerta y toco timbre. A veces anda y otras no. Sé que están adentro. El tío siciliano llegó ayer y la idea era cerrar el velorio en cuanto él se despidiera. Nadie responde. Lo más probable es que el timbre se haya descompuesto otra vez. A veces anda y otras no, pasa siempre en la casa de mis padres, y entonces los de adentro están confiados mientras que los de afuera nos cagamos de frío. Yo estoy afuera. Golpeo el metal de la reja que está antes de la puerta. Golpeo con la mano. Me duele la mano y no hago ni el más mínimo ruido. Ni yo que golpeo lo escucho. Busco una moneda y golpeo con la moneda. La garúa se hace más fuerte, no llega a ser lluvia. Está helada. Tengo las manos heladas. En la puerta está mi auto. Tengo una copia de las llaves encima. Lo abro, me meto, lo pongo en marcha y enciendo la calefacción. Pasan unos minutos hasta que el aire sale más o menos tibio. Me caliento las manos en la salida de aire. Toco bocina. Alejandro se asoma en camisa de mangas largas, acurrucado por el frío. Me hace señas. Bajo. Vuelvo a subir porque dejé el auto en marcha. Ya viví esta escena como mil veces, estoy seguro de esto. Cierro el auto y me meto en la casa seguido de mi hermano.
—Hace un frío de puta madre —me dice.
Adentro están Sergio y Manuel. Los chicos se fueron a la casa de Julia con la amiga de Julia. Sergio me dice que van a cerrar el cajón, que en una hora salimos con la caravana. Dice también que mi madre me espera, está preocupada por mí, se hizo un poco tarde. Digo que voy para allá y pregunto si tienen dinero. Enseguida me arrepiento de haberlo preguntado.
—Últimamente no sé hablar de otra cosa —digo.
—No te preocupes, amigo —me dice mi cuñado.
La caminata hacia lo de Traum me hunde. Yo, que era un pibe lleno de luz, que era capaz de medir la luz en el rostro de los demás y hacer brillar a los que habían decidido apagarse con sólo hablar, con sólo tenderles una mano. Yo fui un adolescente lleno de vida. Desbordado de vida. ¿Cuándo y cómo me amargué tanto? Más allá de lo que haya pasado. No debí haberme amargado tanto. Tengo muchos cadáveres en el estómago todavía. Y ahora se suma el de mi padre. La puerta de lo de Traum llena de portacoronas vacíos. Las coronas en los coches portacoronas. Pétalos marchitos por el piso. Suciedad que queda después de la fiesta. Subo. Mi madre en la barra del bar toma café. Un sándwich que no ha tocado sobre un plato blanco que, alrededor, en letras celestes, dice «Casa Traum».
—Deberías comer, mamá —digo. Me inclino para darle un beso.
Ella me besa y me abraza con fuerza.
—Gracias —dice—, tu padre hubiera estado orgulloso.
—¿Se fue el tío? —digo, sin ironía.
—Se fue a bañar al hotel. Quiere verte.
—¿Me quiere regalar veinte euros?
—No seas así, Gabriel, es una buena persona, son costumbres distintas, nada más.
Mi madre tiene razón. Parezco de once años. Mi madre tiene razón pero yo tengo mis razones para obviar la razón de mi madre. O al menos eso creo. Llega Traum. Pantalones y camisa negra. Un saco crema de una calidad sublime. Tiene corbata crema también. Me dice que nos va a acompañar personalmente. Es un verdadero honor porque él no lo hace con casi nadie. Lo invito a ir en el auto de la familia. Me dice que de ninguna manera, que tenemos que estar tranquilos.
—Voy a ir en el primer auto, señor Gabriel, a elegir el camino y la marcha adecuada. Su madre me dio una lista de los lugares por los cuales quiere que pasemos. ¿Quiere agregar un lugar más?
—¿Le puso el club Brisas?
—Sí —sonrisa de Traum—, y Arsenal también.
Yo no le veo la gracia. Me da bronca no verle la gracia. Lo miro. Sigue con la sonrisa. Creo que Traum no sonríe por haberle visto la gracia al hecho de pasar por un club, sonríe porque la muerte no le parece terrible. Es como un campesino o como un hombre primitivo, un ser más conectado con la naturaleza. Tanto trabajar entre los muertos encuentra en la muerte la misma naturalidad que habrá encontrado el hombre de Neanderthal. No dejo de admirarlo.
Le propongo subir a arreglar números y me dice que de ninguna manera. Me va a mandar los honorarios por correo, y un número de cuenta bancaria donde depositarlos.
—Gracias, señor Traum, usted ha superado todas mis expectativas.
—Es mi trabajo y lo disfruto. Aunque suene raro.
—Suena raro.
—Sí, pero es así.
—Hasta luego, voy a dar un paseo. Si no llego a venir, vaya en la caravana sin mí. Es posible que yo no quiera, o no pueda estar en esta parte de la historia.
—Qué le digo a su madre.
—Ella no va a preguntar, a usted por lo menos no —digo, y pienso—. Nadie va a preguntar, siempre se espera algo así de mí.
—¿Quiere despedirse de su padre? Usted es el hijo mayor.
—Soy el segundo, señor Traum, aunque parezca mentira.
Bajamos un piso. Mi madre ha mordido el sándwich. Paso frente a ella. Levanta una mano que me acaricia mi mejilla derecha. Su caricia me descarga, me da un respiro. Caminamos a través de la sala Traum y yo, como sombra entre sombras. Ruido de madera y de tornillos. Olor a estaño en el aire. Chispas de soldadura. Traum que apura el paso.
—¡Qué están haciendo!, ¡qué están haciendo!
El cajón cerrado, lo acaban de soldar.
—Es una confusión imperdonable, señor Gabriel. Este cajón… es imperdonable.
—No se preocupe, tal vez sea mejor así.
—Espere ahora afuera que vamos a abrirlo, de todas maneras tenemos que abrirlo.
Le digo a Traum que espero afuera. Salgo de la sala al bar. No está mi madre. No sé si estaba sola. No hay nadie en el bar. Doy la vuelta a la barra y me sirvo un whisky. Me lo tomo de un trago. Corrijo la dosis con un poco más del pico. Bajo las escaleras y salgo al frío y a la garúa. Mi madre con tía Laura y tío Alfredo en la planta baja. Es la primera vez que los veo juntos. Me doy cuenta de que, contando las horas que estuve en estas dos noches de velorio, no deben sumar ni diez. Me preguntan si me llevan a casa. Tío Alfredo me abraza, tía Laura me abraza. Digo que no. Que me voy a tomar un café solo.
—Acá, a dos cuadras.
Mi madre me pregunta si voy a compartir el auto con ella. Le digo que no, y cuando voy a explicarle el porqué no sé bien qué decir y veo en ella, en su cara, la tristeza profunda que le produce mi respuesta. Sube a la Trafic de tío Alfredo y se van.
Caminar un rato bajo la lluvia, ir a la iglesia, llenar los pulmones del olor de los tilos de la avenida Belgrano. Cuadras y cuadras sin pensar, como colgado de una palmera cósmica. Llegando a la parroquia de Nuestra Señora de Luján, tres cuadras después de la casa de mis padres, una sensación de estar hecho de plomo me aplasta. Sé que es la ira, la ferocidad que crece en mí y que patea como tropilla asustada. Pienso en mis ojos reflejados en el espejo de la pensión. Me detengo un poco bajo un árbol que se agita con el viento. Un tilo que está en la plaza que antes fue una fábrica de vidrio. De la fábrica sólo queda una chimenea enorme que no pudieron demoler. Una chimenea que una vez intentamos subir por dentro, que tiene casi cincuenta metros de alto. Los únicos capaces de llegar habían sido Alejandro y el Tumbeta. Dijeron que habían podido ver el otro lado de la costa del río, que estaban seguros de que habían visto el Uruguay. Veo las cabezas de Alejandro y el Tumbeta saliendo por la punta de la chimenea. Diminutas, apenas identificables una de otra.
Cruzo la calle y entro en la iglesia. No sé la hora, pero me doy cuenta de que el monaguillo prepara todo para la misa. Unas viejas sostienen el mundo rezando el rosario. Seis viejas. Deben ser las tortugas en las que se apoya la Tierra, que por más que digan lo que digan y muestren las fotos que muestren sigue siendo tan plana como el vientre de una adolescente virgen. Salgo. Camino hacia la avenida y paro un taxi de Capital. El tipo me dice que me apure y que mejor suba adelante, que si lo ven los remiseros o los tacheros de provincia, ya se sabe, ¿no? Subo adelante. Le digo adónde voy y pactamos el precio del viaje. En realidad el precio me lo dice él y yo no discuto.
—No puedo ponerte el reloj —me dice.
Me tutea. Le digo que me va a tener que traer de vuelta. Que me va a tener que esperar en la puerta de un cabaret de Flores y va a tener que traerme de vuelta. Me dice que no hay problema. Le digo que le dejo mi teléfono, el reloj, que le dejo todo pago de antemano. El hombre me repite que no hay problema. Lo miro. Él maneja. No puedo creer que haya alguien que confíe en los demás. Los tumbos del auto hacen que me duerma con intermitencias. No sueño. Abro la ventanilla y el aire frío me hace estornudar. Estornudo tres veces. Flashes. Constitución. Negro. Avenida La Plata. Negro. Llegamos al cabaret.
Bajo del auto. El patovica me intercepta en la puerta. Pregunto si está Andrea.
—No hay ninguna Andrea trabajando en el establecimiento —me dice el patovica.
—Se llama… no me acuerdo. ¿Cristal? ¿Eyalém? ¿Ailim? Puede ser cualquier nombre de puta común y corriente —le digo—. Pero ella no es una puta común y corriente. Yo le puse Andrea, la busco y listo.
—Son veinte pesos por ver —me dice el gorila que me está robando diez y que no sabe, porque es nuevo, que puedo hacer que lo echen.
Le doy cincuenta y mientras mete la mano en busca del vuelto ya estoy adentro buscándola a ella. La veo enseguida, de espaldas a un grupo de coreanos que bailan cumbia y le tocan el culo a las pendejas en ropa interior. Las pibas se ríen, los coreanos se ríen. Deben ser como monos en la cama, pienso. Deben tener la pija como arrolladitos primavera, les deben pedir a las pibas que se metan milanesas de soja por el culo. Me acerco a Andrea, le toco la espalda y ella me saca la mano con violencia. Para hacer eso tuvo que darse vuelta.
—Ah, sos vos. Pensé que uno de estos roñosos quería algo.
—Te necesito, es rápido pero importante.
—No me digas que ahora sí me vas a coger por el culo. Sabés, pensé en que fueras el primer hombre al que se lo entregara por amor. ¿Te interesa la oferta?
—No. Y no hables así, por favor.
—Entonces borrate, hoy no tengo un buen día.
Voy hasta la caja y le doy cien pesos al cajero. El tipo me mira. Le señalo hacia donde está Andrea, recostada ahora sobre la mesa. Parece deprimida. El dueño, el único que sabe que acá soy importante, no está, y eso quiere decir que ahora no soy importante.
—Tenés una hora en nuestras instalaciones. Por esta guita no te la podés llevar —me dice el cajero.
Voy hasta donde está ella, la tomo de la mano. Andrea se levanta y me sonríe. La noto bien.
—¿Te creíste lo de la deprimida? Sos un romántico —me dice, después dice algo más que siempre dice y que a mí me gusta mucho—, cachorrito.
Los catres repulsivos de este cogedero. Un largo pasillo oscuro y húmedo. Camino a los saltitos porque le tengo fobia a las ratas. Las veo hasta en donde no están. Le doy el ticket que me habilita sobre el cuerpo de Andrea a una desdentada que cuida de este tugurio. Pasamos a un cuarto iluminado con luces rojas. Cloaca. Alguien acaba de usar el baño. Alguien cagó en el baño. Le pido a Andrea que se siente en la cama, de frente a mí. Enciendo la luz fluorescente. Quiero verle la cara. Ella no parece entender.
—¿Estás drogada?
—No. ¿Tenés?
Me arrodillo, inclino la cabeza y le digo que soy un pecador, que por favor me perdone.
—¿Qué decís, Gabriel? —me responde Andrea.
Le sostengo las manos por las muñecas y le enumero mis pecados. Uno a uno los dejo caer desde mi boca al centro de su vientre, al colchón de su útero que los recibe y los hace suyos: carne suya. Hablo y cada palabra es una piedra que vomito y que me deja exhausto.
—Yo pequé, Andrea mía, yo olvidé para qué había venido al mundo y ahora no puedo recuperar la certeza de nada. No puedo caminar, ni comer, ni dormir. No puedo esperar en la fila de una panadería. No puedo sentir, no puedo llorar. No puedo llorarlo Andrea, justo a éste, a éste tengo que llorarlo, Andrea. Andrea.
—Gabriel —dice ella, con un dejo de voz. Me levanta la cara desde el mentón. Me mira a los ojos—. Yo sé quién sos —me dice.
Y sé quién es ella ahora. Ella es algo más grande que ella y yo la necesito porque siempre las necesito. Su voz tenue que me pide que siga, que no pare, que es tiempo. Y sigo: sigo. Hablo de armas, de cárcel, de abuso, de violencia, de miedo, de envidia, de venganza, de soledad. «¿Qué más, qué más?». ¿Es un pecado la soledad, Andrea? Mentira, traición, deshonra, ira, ferocidad, impiedad. Con la cabeza sobre su útero estoy a punto de llorar porque digo lo que digo, y cada cosa ahora tiene un nombre propio, y eso duele. Duele. Andrea. Duele. Pero algo me detiene: unos gemidos en el cuarto de al lado, un golpe en la pared, unas risas. Pienso en manchas de semen sobre esta colcha vieja, en sangre, en excrementos, en la palabra «excremento». Y ya no estoy, y me hundo en el agua sobre la cual hace un instante había caminado.
—¿Hasta cuándo voy a tener que estar al lado tuyo, Gabriel? —me dice Andrea. Y yo no soy capaz de entender lo que dice. Saco la pelotita de merca y se la dejo. Judas, Judas, ¿adónde vas? La dejo sola, porque me levanto y no escucho lo que me dice aunque la escucho llorar, corro hacia la calle, me subo al taxi y le pido al conductor que me lleve.
—¿Adónde?
—A la iglesia de Flores, por favor.
Bajo del taxi después de haber pagado y decirle al taxista que no voy a necesitarlo más.
Escaleras blancas de la iglesia. Incienso. El cura levanta la hostia y la consagra. No veo nada más que lo que veo. No pienso en nada más que en lo que veo. Temo que este momento no dure nada. Me arrodillo mientras las personas hacen la cola para comulgar. Andrea: no soy digno de que entres en mi casa. Estoy en la cola. Llega mi turno. El cura frente a mí.
—El cuerpo de Cristo —dice.
No me acuerdo de la respuesta. El cura duda.
—El cuerpo de Cristo —repite, porque no ve. Ciego, no ves, no ves, no ves.
Lo que puede hacer una palabra.
Escrito en la máquina de tinta roja, en el tiempo en que escribo lo que escribo
La iglesia vacía. El silencio profundo. El olor de las velas apagadas. No sé cuánto hace que estoy sentado acá. Miro la estatua de una virgen. Me siento limpiado. Sé que va a durar poco, tal vez hasta que salga de acá. No voy a volver a ver a Andrea. Nadie es tan fuerte, nadie está a la altura de su propio discurso. Andrea debe estar partida, sin ese sacrificio nada de esto tendría sentido.
A los doce años vi a un hombre elevarse quince centímetros del suelo. Se llamaba Ceferino. En un lugar como éste, a puertas cerradas. Un grupo de oración. Planeaban romper los templos y reconstruirlos en tres días. Destruir es fácil, le dije a ese hombre, al que yo había visto elevarse. Él me dijo que lo más fácil era construir, porque en realidad estaba todo construido. «Mi casa es una casa de oración», me dijo. Y después entendí que se refería a su propia casa, a cualquier casa. Cuatro paredes y un techo. O un árbol frondoso, o una pequeña hendidura en la montaña. Así hablaba él. Así me enseñó a orar. «Dos o más reunidos en mi nombre». Me lo explicaba y era tan sencillo. Los seguidores de Ceferino iban a usar mazas largas de cinco kilos. A golpearlo todo, a patearlo todo. Atacarían de noche. Lo anunciaron y, un mes después, una bomba destruyó la fachada del cura Maggia. No fue el grupo de oración. Las bombas no tenían nada que ver con su «modus operandi». Pero Maggia lo supo aprovechar.
Ceferino desapareció de un día para el otro. El cura nos dijo que lo habían cambiado de diócesis. Nunca nos dejó saber a cuál lo habían mandado. Fue en el invierno de 1980. Disolvieron el grupo de oración, y culparon a los «sacerdotes desviados» por la bomba. Mi padre dijo que habían sido los montoneros, porque el cura y la iglesia eran unos entregadores. Mi padre odiaba a los curas y a éste más que a todos, y supongo que con razón. Pero cuando tenía razón mi padre se convertía en un ser imposible, inalcanzable. Muchas veces me dijo que tuviera cuidado. Pero no me lo decía así nomás. Me decía que antes de que me cogiera un cura me mataba él. Cosas así. Lo cierto es que yo vi a Maggia, o vi su silueta, junto a la silueta de un retrasado mental que se suponía que él cuidaba. Vi todo lo oscura que puede ser una persona en una secuencia corta, de sombras chinas, a la luz parpadeante de un tubo que no se resignaba a apagarse del todo. Los gemidos de Maggia, los gemidos y los rezos del retrasado que se ahogaban con cada embestida.
El asco me arrancó de la fe. Yo trabajaba mucho en la iglesia, en la villa de atrás del arco. Sé ahora que el motor era el mismo que me llevaría a escribir. Un misticismo parecido, tal vez un idealismo parecido a un misticismo. Unas ganas profundas de cambiar el mundo. Suena como suena porque es lo que es. No busco más que animarme poco a poco a elaborar un plan B. Yo, el fundamentalista de los fundamentalistas, arrodillado, cerca de la rendición definitiva, busco salir por la puerta indecorosa del costado.
Salí de la iglesia con una sensación que no podía definir del todo. Ahora tampoco. Levanto la vista. Miro mi casa. Escribo «camino unas cuadras» y camino por la avenida Rivadavia bajo una garúa intensa, picante. A la altura de Primera Junta, bajo y me tomo el subte. La línea A, sus vagones de madera, el calor sofocante que contrasta con el frío de la calle, las luces que se apagan con cada ladeo del tren. Me hundo en un sopor confortable. Cabeceo una vez. Dos veces. ¿Un semáforo? No. La luna roja casi al alcance de mi mano. Yo tirado en el piso. Alejandro viene hacia mí. Camina con una rata enorme, muerta, la tiene tomada de la cola. La cola de la rata tiene el grosor de un dedo pulgar grueso. Me da asco. Grito y quiero llegar a tocar la luna roja con la mano. La estiro. Me duele el codo. Me estiro. No siento el resto del cuerpo. Alejandro se ríe. No está muerta, me dice. Canta. «Ya se murió, qué vas a hacer». Me acerca la rata. Me largo a llorar. Tengo a la rata sobre mi cara y no puedo hacer nada para sacármela de encima. Sólo estiro la mano para alcanzar la luna roja que está cada vez más lejos. La rata grita y abre la boca.
Me despierto en la estación Plaza de Mayo. Me levanto de golpe. Afuera, la Plaza bajo la garúa. Sin palomas. Sin vida más que el pasto verde. El poco pasto y las pocas plantas. No es domingo, no es feriado. ¿Por qué no hay nadie? No estoy soñando. Me desperté. Una andanada de autos se acerca hacia el Bajo. Siento alivio. ¿Ahora con qué me vuelvo? Cuento mi dinero. Si quiero me vuelvo en helicóptero. ¿Por qué me desespero tan rápido? No me gusta quedarme dormido en el subte o en el colectivo. Cuando me despierto tardo mucho tiempo en entender lo que pasó, en dónde estoy. Y siempre me despierto con una angustia enorme, con ganas de abandonarlo todo, de tirarme abajo de un tanque de guerra, de tocar un cable de alta tensión con la punta de la lengua. Necesito un café. La gente ahora en la Plaza. Hay más viento que hoy a la mañana. La lluvia crece, suena como la cuerda de una guitarra cuando se la estira para que dé en la afinación. Un taxi un día de lluvia en Plaza de Mayo es un milagro. Un milagro. Le digo que me lleve a Avellaneda y me dice que a Provincia no va, menos con lluvia. Le pido que hasta el puente Pueyrredón. «Del lado de acá», le digo. «Paseo Colón, Brasil, Pedro de Mendoza hasta Rocha».
Costeamos el Riachuelo del lado de acá. Del lado de allá es el Doque, yo no sé de qué lado estoy. Debo estar en el medio del río, bien metido en la mismísima mierda.
Mi primer trabajo fue en la isla Maciel, le llevaba palanganas de agua limpia a las putas. Si mi padre se hubiera enterado, seguro me linchaba. Ni cura ni milico ni cana ni músico ni cantor ni palanganero. Todo lo que no se relacionara con la técnica era detestable, era cosa de mujeres. A mí me gustaban las cosas de mujeres. Miraba telenovelas con mi madre. Me creía todas las cosas que me contaba mi abuelo Reyes, que para todos era un mentiroso, lo mismo que yo. Por eso o no sé por qué, durante un tiempo no me dejaron verlo. Mi madre tampoco vio a su padre, cosa que después lamentó toda su vida. Y esto no fue una exigencia de mi padre, sino que fueron los efectos de carácter transitivo de su ley: uno recibe la bola de alguien más fuerte y se la pasa a alguien más débil. Y así hasta que todos se pudran.
El taxi estaciona en Montes de Oca y Quinquela Martín. Me bajo, el puente Pueyrredón está a unas seis cuadras de acá pero el tipo no quiere hacer ni una más porque dice que se inunda. ¿Qué es lo que no se inunda en esta ciudad? Un grupo de chicos pasa bajo la lluvia. Camisetas de Boca, de River, una de Racing. Humildes. Pobres. Todos llevan zapatos de fútbol. Supongo que no se los deben sacar ni para meterse en la cama, si es que tienen una cama en donde meterse. Se pasan una pelota de cuero un poco destartalada pero todavía suficiente. La lluvia es pareja y ellos parecen secos, impermeables. Empapados de vida como de un aceite protector. La pelota se les va a la calle y uno cruza sin mirar. La muerte parece un lugar lejano en la infancia y sin embargo está ahí, al acecho, esperando la oportunidad de desgarrar la carne.
Yo tenía diez años o menos, no recuerdo con exactitud, cuando vi la muerte por primera vez. Hacía poco que Julia había empezado a dar sus primeros pasos. Mi padre no estaba, seguramente estaba de viaje por trabajo o por otra razón que importa poco, y mi madre tenía que cuidar de los tres, sola con todo, incluso con la culpa de que el dinero no le alcanzara. Me pidió que cuidara de mi hermana y salió con Alejandro a no sé qué. No eran unos mandados comunes y corrientes, tampoco se iba a ausentar demasiado, pongamos que una hora o un poco más. Antes de que Julia se despertara ella tenía que estar llegando, así que yo lo único que tenía que hacer era mirar la tele que teníamos en el comedor y, cada tanto, ir a ver que mi hermana no estuviera destapada. Daban «El Zorro» seguido de «Kung-Fu». Tenía galletitas y mi madre me había comprado una botella de Coca, un lujo que rara vez podíamos darnos.
En cuanto mi madre se fue, entré en el cuarto para ver que Julia estuviera bien tapada. Yo sabía, porque mi madre me lo había dicho varias veces, que los chicos cuando son muy chicos tienen que dormir tapados aunque sea verano. Era verano y si bien hacía calor, la casa estaba fresca. La pieza de mi madre no tenía ventanas porque había quedado encerrada entre dos ambientes, pero un velador rojo, de cristal de opalina antigua, le daba la luz justa, y el ventilador de techo, de aspas de madera y esterilla, giraba despacio y hacía respirable ese encierro con leve olor a barniz. Los reflejos del televisor, el ruido de los pájaros del hombre que vivía al lado de casa y que tenía jaulones repletos de pájaros que en verano parecían ponerse de acuerdo para cantar al mismo tiempo, el espejo del ropero de caoba que enfrentado sin querer al de la cómoda con la cual hacía juego repetía hasta el infinito a la habitación como en un sueño, todo me daba una serenidad que me obligaba a esforzarme para no caer en la tristeza. Me arrodillé frente a la cama y acomodé las sábanas sobre Julia. Después la besé en los labios, aprovechando que nadie me miraba. A mí me gustaba mucho besar a mi hermana en los labios, sentir su aliento de bebé, de ángel, pero mi padre una vez me había visto y me lo había prohibido, seguramente imaginando algo malo, algo que ni remotamente estaba en mi corazón. Antes de salir de la pieza apagué el ventilador porque consideré que hacía frío, o tal vez porque quería sentirme importante, quería sentir que podía elegir lo mejor para mi hermana, que tenía esa responsabilidad por lo menos hasta que volviera mi madre.
Lo que pasó fue algo que condicionó mi vida al punto de que durante la primera infancia de mis hijos apenas me permitió dormir en las noches en que ellos estuvieron a mi cuidado. Primero una sombra, una sombra en la habitación de mi madre; después una ráfaga de viento helado, como si viniera de una heladera abierta; y por último la tristeza: como si esa tarde fuera la última de los tiempos y yo el ser elegido para contemplarla, consciente de que nunca volvería a ponerse el sol tibio en el mundo. Nunca más.
En cuanto la sombra oscureció el cuarto (tan sólo el cuarto), miré hacia la ventana del living que daba al patio buscando la razón en una nube. Y aunque la sombra era imposible, porque la habitación no tenía ventanas y no le llegaba de ningún lugar la luz del sol, yo no percibí nada extraño. La luz que atravesaba la cortina del comedor delataba a un sol que rajaba la tierra. Y vino el frío: ese frío de soledad, de desamparo. Detrás de la sombra, apenas detrás, casi al mismo tiempo. Y enseguida lo que sentí: unas ganas de llorar que me partieron el estómago en dos, una tristeza cruda, desconcertante, sin lógica pero que, impiadosa como una daga, me había perforado el cuerpo y se lo comía todo dentro de mí y me dejaba en una nada que un chico de diez u once años no hubiera podido identificar o medir.
Entré en el cuarto de mi madre y me di cuenta de que el frío y la sombra venían de ahí, que la tristeza también venía de ahí. El velador se había atenuado, como cuando baja la tensión y los filamentos de las lámparas eran apenas una vela mortecina que no alumbraba casi nada. El ventilador giraba a toda marcha y en ese momento eso fue lo que más me desconcertó. Era algo que siempre me pasaba con la ruedita de la velocidad del ventilador: confundir máximo con apagado. Me culpé un instante del frío, de no haberme asegurado. Apagué el ventilador y en ese momento sentí el ruido, un ruido aterrador: el ruido de la muerte cuando arrebata la vida del aliento de un niño con la fetidez glacial de su presencia. Miré a mi hermana y la vi deformada. El pecho inflado, los ojos cerrados hinchados y el cuello como un caño enorme a punto de explotar. Pero lo peor fue el color: rojo como la borra de vino, como un piso enchastrado de moras negras. Me quedé petrificado junto a ella, y si no hubiera pasado lo que pasó creo que Julia estaría muerta ahora. Se sacudió, ella se sacudió como si la hubieran pinchado con una aguja de tejer en las costillas. Y ahí reaccioné, la tomé en brazos y, queriendo gritar pero ahogado de impresión, de miedo, de culpa, corrí hacia la calle. A dos cuadras de casa estaba la sala de primeros auxilios de los bomberos. Pero las dos cuadras parecían una eternidad porque Julia me pesaba cada vez más en los brazos. No llegué ni a la esquina que me caí, en realidad lo que recuerdo es que comencé a caer, pero no me acuerdo precisamente del contacto con el suelo. Sí de la raspadura en la rodilla, pero en mi mente el recuerdo se detiene conmigo cayendo y se reanuda con un vecino tomando a Julia y corriendo hacia la sala. Llegué detrás de él con la convicción de que mi hermana estaba muerta. Muchas veces había escuchado sobre el falso crup pero siempre había pensado que era una enfermedad inofensiva, que por eso de ser falso no podía hacerle mal a nadie.
Julia se moría y Alejandro iba a tener razón en decirme que por mi culpa. Yo me había quedado a cuidar a mi hermana y la había cuidado mal. En vez de entrar en la sala me subí a un naranjo enorme que había en la vereda de enfrente y me trepé lo más alto que pude, oculto entre las ramas repletas de fruta de la copa. Desde ahí vi llegar a mi madre con Alejandro, bastante después a mi padre, a tío Alfredo, a tía Laura. A la abuela no la vi y supuse que seguía durmiendo y caí en la cuenta de que ni se me había ocurrido llamarla. Había cometido todos los errores posibles, era un tarado como decía mi padre que era. Me iba a quedar arriba del árbol hasta que la muerte viniera por mí. Arranqué una naranja y la partí al medio. Yo sabía que eran naranjas silvestres, agrias, y que sólo servían para hacer dulce. Pero igual me la metí en la boca y le chupé el jugo. La panza me crujió como si el jugo fuese lavandina. Pero no lloré, apreté los dientes y me terminé las mitades.
Estoy en el puente y la lluvia termina de caer aunque es claro que todavía no terminó del todo por este día. Va a haber más, por suerte, de un momento para el otro. Muy pocas veces crucé caminando este puente. O es la primera vez que lo hago en realidad. Entro en una especie de monobloque de cemento. Dos escaleras mecánicas que hace mucho tiempo dejaron de moverse. Escaleras de metal oxidado, papeles, tierra pegada. Olor a pis. Fuerte. Olor a todo. Unos linyeras, borrachos o de resaca, me impiden el paso. Pido permiso. Uno me dice que no es San Pedro. No dan nervios ni miedo, están demasiado viejos, demasiado borrachos, demasiado linyeras para asustar a alguien. Les paso por encima, sin tocarlos. No dicen nada. Me doy vuelta y les doy un billete de cincuenta pesos. Lo hago con respeto, me agacho pero no los toco. Gracias, compadre. Gracias. Subo y subo hasta que llego a la garita de la Policía Federal. El policía me mira. No llueve. No garúa. Ya lo dije. No corre ni una brisa de aire en este tugurio. Salgo y camino por el costado peatonal del puente. El Riachuelo es increíble. Una ciudad atravesada por semejante río de mierda y enfermedad, decorada por centros culturales. Bajo por el lado de Avellaneda. Cana de provincia. Los mismos borrachos, la misma tristeza. Pasan los colectivos y yo no me decido a subir a ninguno. Camino por la avenida Mitre. Son veintinueve cuadras exactas hasta la casa de mis padres y deben ser unas treinta y siete hasta la pensión. Paro en una heladería y compro crema del cielo y limón. Celeste y blanco. Un homenaje a Traum.
En la adolescencia, con mi primera novia, cada tanto salíamos a tomar helado. Se llamaba María y era un sol. Luz. Yo también lo era. No luz que quema todo lo que ilumina, luz que acaricia, luz que acompaña. En algún lugar debo tenerla todavía. De haberla perdido me la habrían mandado por correo. Me habrían avisado por teléfono.
Termino el helado. Un perro me sigue hace dos cuadras. Me gustan los perros. Me gustan más los gatos. Este perro es medio gato. Me roza la cabeza en el pantalón. Es mediano, renegrido, bigotudo y sereno. Es un perro inteligente, sin duda. Se aleja de algunas personas que nos pasan por al lado, de las mismas personas que de sólo mirarlas yo también me alejaría. De sólo mirar a las personas, me alejaría de casi todas. Me aburren, me abruma la maldad oculta detrás de los ojos, detrás de los abrazos largos, me aburren mucho las conversaciones de las personas, nunca aprendí a bailar, me parece que los que bailan mucho están en la vida porque los forros son un método bastante dudoso de anticoncepción. Voy a pasar el resto de mi vida en soledad. Me siento triste de que la gente me cause esta impresión, de que me deje esto. No quiero correr el riesgo de poner expectativas en los demás. Le tiro el cucurucho al perro, que lo lame y, después de gastarle todo el helado que queda, se lo come de dos mordidas.
Llego a la pensión. Entro en la pieza. No voy a hacer el bolso. Voy a abandonar la pieza así. Me acerco a la ventana, la persiana está apenas levantada, la luz intermitente de una sirena entra en la habitación y corta esporádicamente la penumbra. La ventana da a un costado y la entrada está al frente. Por eso no vi la la camioneta verde. Ganas de vomitar, de ser otro, de estar en otra parte. Ganas de sufrir eternamente. Miro para afuera. Los bomberos, la camioneta verde es de una compañía de impacto ambiental. Los que aconsejan rellenar el río con los camiones de basura y renombrar la mierda como «reserva ecológica». Levantan palomas con pala ancha unos seis bomberos, las tiran en un camión volcador.
Dormir. Ya soñé con catedrales y gallos. Un útero gigante color bordó devorándose al gallo. El útero de Santa Rita. El amor que todo lo devora. Afuera, bajo la lluvia de este invierno, se pudren ya cientos de palomas, se pudre mi padre, su recuerdo se hunde en la nada que yo le ofrezco, en la noche anacrónica de mi sentimiento, noche despoblada y sin oxígeno, sin posibilidades. Afuera lluvia, adentro noche.
Llegan más ayudantes. Los bomberos junto al arroyo apilan palomas a un costado mientras el camión se va y llega uno nuevo. El camión no se va lejos, vuelve, de culata. Vuelca los cuerpos en el cauce del arroyo. Tantas veces se han volcado así los cuerpos, en todas las épocas, en todos los lugares. La muerte es sólo una estadística fría en el diario de la mañana. Yo maté a estas palomas y no es nada de nada. Bajo la persiana. Vuelvo a la cama y me acuesto. Pasan los segundos. Cri-cra del reloj de pared. Reloj a pilas. Cri-cra apenas audible. Segundos, unos diez. Segundos, unos veinte. Treinta. Golpean la puerta.
—Señor Gabriel, ¿está despierto? —dice Alpargata Rosa—. Por favor, abajo están todos.
Salto de la cama, voy al baño y abro la ducha, levanto apenas la persiana y miro. La caravana de autos que viene dando vueltas y vueltas por el barrio está detenida frente a la pensión. Algunos se bajaron a ver las palomas. Las luces cortas encendidas, algunas balizas encendidas. El coche del cajón portapadre muerto, dos coches portacoronas, tres coches fúnebres y muchos coches comunes y corrientes. La caravana es inmensa. Despedida final. Ritual de los muertos. Tiempo que se estira hasta el infinito. Alguien les habrá avisado que estoy acá. No voy a ir. Silencio afuera. Alguien baja de un auto y toca timbre. Alpargata Rosa sigue hablando frente a mi puerta.
—Gabriel, señor Gabriel.
Por fin desiste. La escucho bajar. La veo salir. Habla con Bob Esponja. Traidor hijo de puta.
Me tengo que ir. Voy a dejar las cosas tiradas para que la mujer se desilusione de mí o simplemente piense que me mataron en el bar por diez pesos. Voy a dejar la cama hecha. No me gusta dejar la cama deshecha. Lo demás no lo voy a acomodar. Me siento en la cama que terminé de hacer. ¿Qué me pasa? Vamos, vamos. ¿Qué me pasa? Un sacudón en el pecho. Tos. Algo atorado en la garganta. Tos. Me duele el estómago. Tos. Algo sube. Algo malo como el cáncer. Maligno. Corro al baño. Me arrodillo en el inodoro. Papá, digo. Me río y vomito un poco entre las comisuras de los labios. Papá, escribo ahora que lo escribo. Papá, y dejo la máquina de escribir y voy al baño. Algo sube, algo malo como un cáncer. Maligno. Entro en el baño y me arrodillo en el inodoro y estoy por escupir. Escupo. Acá y allá. Acá que es allá. Vomito en el ahora en que debía escribirlo, y es nada. Gelatina sin sabor. Vomito esta nada que soy, que quiero arrancarme del alma. No voy a volver a la máquina. No voy a volver a la caravana y a la muerte. De qué me sirvió, pienso, de qué me sirve, digo, y entonces lloro. No allá, lloro acá: en este ahora en que lo escribo, lloro, de golpe, por llorar. No. Por mí. Pobre de mí. No por llorar. Por mí. Y que me chupen los huevos los chupahuevos del mundo. Lloro para que la enfermedad que se esparcía como el polvo del paso de la caravana fúnebre que aún perdura se vaya de una vez, se muera muerta con los muertos y no me arrastre por el barro y la indecencia antes de deshacerme para siempre.

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