La ley de la ferocidad. Capítulo 4

Cuatro

El hombre que escribe
A más de siete meses de haber empezado a escribir esta historia me levanto mucho antes del amanecer como expulsado de la cama por un resorte, por una necesidad que no había sentido nunca tan fuertemente arraigada en el cuerpo, en la punta de los dedos. Estiro las manos y el cuello. No suena ningún teléfono y mi hermano Manuel ya no vive conmigo. En su lugar está Bruno. Tiene ocho años. Hace una semana que lo expulsaron de la escuela. No puedo hacer nada, el mundo es así. Apenas sé cómo contenerlo y eso es lo que hago ahora.
Hace más de siete meses que no hago otra cosa que escribir, dije, y si bien en un principio pensé que sobre cualquier cosa, temas variados, ejercicios literarios, intentos para ver si puedo ser o no ser escritor, masitas para el té, no tardé en darme cuenta de que no podía esquivar el único tema que nunca pude esquivar: mi padre. El agua chilla en la pava, los gatos me rozan las piernas, me piden su parte de comida. Los cuatro (ahora son cuatro) cada uno de una manera diferente, cada uno a su modo, me van a acompañar esta madrugada. Echados alrededor de mí, jugando a veces con un bollo de papel de los tantos que hay tirados en el piso de mi escritorio, y que desbordan el cesto y forman circunstanciales montañitas por acá y por allá.
Las palabras a veces vienen solas, otras las busco tecla por tecla, las voy forjando, y aunque las sé imperfectas las veo perfectibles, porque me pertenecen todo el tiempo que yo quiera que me pertenezcan, porque están lejos de ser lanzadas al aire, como tantas otras palabras que gasté y que terminaron por derrotarme cada vez que quise decir algo, cada vez que intenté explicarme, explicarle a alguien por qué hacía lo que hacía, por qué no había fondo en el cual terminara de aterrizar y siempre buscaba uno nuevo, y más profundo.
Éstas son las palabras de mi reconciliación. No con mi padre, eso ya es imposible, sino con las palabras, con el que escribe las palabras, con ese que nunca pude ser y que sin embargo es el que más que ninguna otra cosa soy. Son eso, palabras; que algún día, tal vez, formen parte de un libro. Del único libro de un hombre que escribe.
Parado frente a la hornalla encendida recorro la casa con la mirada. Es una casa antigua, de esas que todavía se pueden encontrar en algunos barrios de Buenos Aires. Pienso en la ciudad, en los que levantaron estos refugios. En cada rincón de esta casa está mi padre. El día en que lo traje para mostrársela y lo vi sonreír. Una casa completamente estropeada. Había que restaurar. Pisos, puertas, paredes, techos. Había que construir un cuarto para el futuro, para cuando mis hijos quisieran venirse a vivir, traer una novia. Todo eso me habrá querido decir mi padre, lo supongo porque todo eso le hubiera querido decir yo. Ninguno de los dos abrió la boca. Al otro día, con un ayudante y un amigo mío, siguiendo los consejos de un arquitecto que fue como un hermano para mí, ya estaba en proceso la recuperación de las carpinterías.
En cada rincón de esta casa está mi padre, escribo y es así. Está lo mejor de él, lo que él daba sin esperar nada a cambio. La biblioteca que construyó con casi nada de dinero y en la que entran mil quinientos libros. La escalera, los pisos que recuperó tablón por tablón tratando a la pinotea como a una madera preciosa. Mi padre parecía más un luthier que un carpintero. Manejaba los tiempos del trabajo a la antigua, es decir, que el tiempo se lo dictaba la esencia del trabajo, no el compromiso ni el ansia de terminar. Por eso hacía rato que estaba fuera de la realidad, que no pertenecía al mundo porque no se movía a la velocidad con que se mueve el mundo.
La madrugada está húmeda. Las napas altas llegan hasta los cimientos de las casas. Vivir en este barrio es como vivir sobre un pantano asfaltado. Con el Nescafé listo voy de la cocina al estudio de adelante. Estoy cómodo. Me sobran los lugares. Estoy solo también. No sé bien qué sentido exacto le quiero dar a estas palabras. Estoy solo y no es una queja, tampoco es una situación de la cual me sienta particularmente orgulloso. Lo importante es que es la soledad y no otra cosa quien me dicta la escritura. Poco a poco, tomándose todo el tiempo para comprobar que no voy a traicionarla. Un último recuerdo tiene algo que ver acá. Y aunque fue lo primero que escribí, encuentra su lugar ahora, tras haber escrito tanto. Lo escribí mucho tiempo antes de dejar la empresa, de internarme, de que mi padre me contara la historia de Rojitas. Increíblemente es el recuerdo más antiguo que soy capaz de reconstruir, y es lo primero que escribí en la vieja máquina de tinta roja que había sido antes de mi abuelo.
Fue para la víspera de Reyes de mis seis años. Mi padre todavía tenía el taller en el galpón de la terraza. Arreglaba los secadores de pelo de casi todas las peluquerías de la zona Sur, unos secadores de pie, enormes, que había por docenas en la terraza, ordenados en fila, y que yo pensaba que eran cascos marcianos destinados a lavar los cerebros de los terrícolas. Mi padre pasaba el día entero en el taller y bajaba sólo lo indispensable para comer o para ir al baño. Cuando tenía poco trabajo, aprovechaba el tiempo libre para hacerles favores a los vecinos, o para irse al club a jugar al mus o a la generala. A mí me tenían prohibido subir porque la escalera estaba sin terminar y la parte de arriba no tenía baranda y si uno venía distraído, podía caerse con facilidad. La escalera se había hecho esquivando obstáculos, como el tanque de agua y la cabina de los tubos de gas que habían sido construidos antes, y estaba sin terminar tal vez porque desde que el desmoronamiento del balcón aplastó la cabeza de mi abuelo toda la casa se había dejado sin terminar. Pero ese 5 de enero yo iba a subir igual, a la mañana temprano, para espiar a mi padre porque me fascinaba verlo trabajar. Y subí, y lo espié por uno de los innumerables agujeros que tenían las paredes de chapa oxidada del galpón. Mi padre me descubrió, no recuerdo con claridad cómo, me hizo entrar y me sentó sobre el banco de trabajo. Me dijo que él no podía trabajar tranquilo si yo andaba subiendo las escaleras sin permiso. Me di cuenta de que mi presencia lo había desconcertado un poco. Le pregunté si lo podía ayudar y me dijo que no, que le arreglaba la bicicleta al hijo de un peluquero. Era una bicicleta para un chico de mi edad y ahí me di cuenta de que lo que estaba en la morsa era el cuadro recién pelado. Sentí que ese chico tenía una suerte que yo no tenía, porque mi padre trabajaba para él. La bicicleta estaba destruida, pero el manubrio y las llantas recién cromadas ya estaban en el pequeño horno de secado. También mi padre había puesto las partes chicas oxidadas en un tacho con nafta para que comenzaran a aflojarse. Me dijo que me quedara quieto, sentado ahí, que no tocara nada, que bajaba al baño y volvía enseguida. Yo aproveché ese instante de soledad y, lo recuerdo con claridad, de la bronca que tenía metí la llave francesa chica (la preferida de mi padre) dentro del tacho de grasa colorada. Bien al fondo. Después, con un destornillador, le hice una marca profunda al cromado del manubrio, abajo, para que no se notase a primera vista.
Esa noche me fui a dormir enojado con el mundo: con mi padre. No quise ponerle ni pasto ni agua a los Reyes y tuvieron que hacerlo mi madre y mi hermano Alejandro. Al otro día, cuando desperté, en el árbol de Navidad no había nada. Mientras que mi hermano saltaba y preguntaba en dónde estaban los regalos, yo fingía ignorar mi tristeza. Entonces mi madre dijo que los Reyes lo habían dejado en la puerta, porque era un regalo demasiado grande para ponerlo en un par de zapatos. Salimos y ahí estaba la bicicleta. No la que yo había visto, sino otra: la más hermosa del mundo. Celeste y roja, de Arsenal, con cromados y cintas de colores; con un timbre y una dínamo que encendía dos violeteros enormes, iguales a los del colectivo de mi abuelo Reyes. La bicicleta olía a nuevo por todos lados y no fue sino hasta la sexta o séptima vuelta manzana (nos turnábamos una cada uno mi hermano y yo) que me di cuenta. Toqué bajo el manubrio, sin querer, y ahí estaba la marca: la que yo había hecho con el destornillador. Primero no entendí bien, después lo entendí todo. Volví y le dejé la bicicleta a mi hermano, me escabullí hasta el galpón, saqué la llave francesa del tacho de la grasa, la limpié con kerosene y la puse en su lugar. Cuando mi madre vio como me había quedado la remera nueva, roja de grasa, me dio un cachetazo y me dijo que conmigo era siempre igual, porque nunca me conformaba con nada.
No recuerdo nada más atrás en el tiempo que este recuerdo. Tal vez por eso sienta que en él está el origen del desencuentro que mantuve toda mi vida con mi padre. Un desencuentro que había nacido antes de que mi vida fuera una vida, o sea, antes de haber vivido lo suficiente como para poder juzgar, juzgarlo, juzgarme.
Sobre el final de su vida él intentó acercarse, dio los primeros pasos pero yo no quise, o no pude dejarlo llegar. No entendía, ahora lo veo con claridad, el peso enorme que doblaba sus espaldas, la culpa que necesitaba descargar para morirse en paz. Muy mal de salud, con poca vista, una sombra del hombre que había sido, llegó casi al final de la reconstrucción de esta casa. Y tuve que decirle basta. Porque si no, no me habría mudado nunca. Tal era el grado de perfección con el que quería hacer las cosas. Justo él, que siempre había dejado todo lo nuestro por la mitad. Yo me quería mudar, y una tarde le dije que la obra se había terminado, que quería mudarme de una vez por todas con las cosas como estaban. Él no dijo nada: nunca decía nada. Y me mudé.
Ojalá no se lo hubiera dicho nunca. Yo le dije basta de trabajar en la casa y fue como si le hubiese dicho basta a su vida. Ni una vez llegó a visitarme en la casa nueva. Encendió la radio (como hacía todas las noches), saludó con un beso a mi madre (como hizo durante los últimos años todas las noches) y eligió algún momento o un lugar del sueño para morirse.
A veces pienso en ese último sueño de mi padre. ¿Cómo habrá sido? ¿Habré estado yo?, no lo creo. Seguro habrá estado su hermano, y su padre, y su madre. También mi madre. Supongo ese orden. Mi padre se moría y yo de espaldas, se llevaba esa luna que era su ser, su lado oscuro y también esa tenue luz. En sus manos, en sus ganas de disfrutar de la vida, en su sonrisa tan pocas veces derramada sobre nosotros, en el contraste de sus ojos claros contra la piel negra y curtida de la cara. Tropezando siempre contra la descomunal muralla de su miedo a amar.
El patriota
Es casi la hora de despertar a Bruno. Voy a la terraza. Respirar el aire húmedo de este otoño tardío. La madrugada clarea y sé que éste va a ser el día, que algo va a pasar, que algo me va a dictar lo que falta.
Elijo otra vez la niebla (como a veces elijo la lluvia: mentiras piadosas, refugios piadosos), entonces que haya niebla, que sea la niebla el puente que una todos los tiempos en los que no puedo dejar de vivir. Todos mis presentes. Y en medio de ese vapor inventado vuelvo a la cocina. Arreglo el mate que siempre se enfría y voy al baño. Me toco la cara. Es increíble lo que puede crecer la barba de un hombre durante una noche en vela. Cuatro veces más que lo normal. Me recorté la barba ayer a la noche y ahora soy el hombre lobo. Me miro en el espejo. No mucho tiempo. Me recorto la barba. Pelos rubios, negros y blancos. Yo también me voy muriendo.
Bruno golpea su cuchara sobre el vaso de agua que le dejo todas las noches. No puedo verlo, sólo oírlo jugar al juego que jugamos todas las mañanas: el rey y el mayordomo. El rey reclama su desayuno que ya está listo. Entro en su pieza, apago el televisor que estuvo toda la noche encendido, se lo sirvo y le digo que le voy a preparar un baño.
—El rey no quiere bañarse —me dice.
—El rey va a recibir un horroroso baño de su horroroso mayordomo —digo, y salgo tras una lluvia de protestas.
Más de cinco años pasaron desde que mi madre llevó las cenizas al destino final, más de cinco años pasaron para que yo me decidiera a tratar de habitar esta casa, mis hijos, mi mundo, de la manera en que intento hacerlo ahora.
Bruno desayuna. Tarda mucho, busca esquivar el baño. Finalmente se baña, se cambia. Es sólo estar. Lo hace todo solo. Se pone todo al revés. Los pantalones, la remera, el suéter, las zapatillas. Es increíble, se puso todo al revés.
Enderezo a Bruno.
Por fin salimos y bajo el sol de las once de la mañana el frío parece mucho más crudo. Nunca entendí por qué pasa eso. Bruno se suelta de mi mano, carga una mochila roja, gorro y guantes. Salta, parece una cabra. En San Martín tomamos el 24 y nos bajamos en el Centro. Durante el viaje Bruno se quedó dormido, ahora revivió y camina metiéndose en cuanto lugar de discos está abierto. Mira, escucha, habla con los empleados. No hay música que no le guste. Tiene un criterio claro: le gusta toda la música. Así lo dice y le creo, todo el tiempo con los palitos de la batería, todo el tiempo golpeando, tocando o haciendo que toca, una canción que tiene en la cabeza.
Segundo café del día. Medialunas para mí, churros para Bruno. La calle Corrientes, La Giralda. Me siento bien en este lugar. Mi hijo mayor seguramente todavía duerme. Me parece mentira haber hecho todo lo que hice, haber dejado todo lo que dejé. Tengo dinero para vivir un año. Pero ya tengo miedo por el año que va a venir después. Sigo igual que siempre, de alguna manera eso me tranquiliza.
—¿Vamos, pa? —dice Bruno.
—Vamos —pago y salimos.
Corrientes, Diagonal, cafés, librerías. Una chica me acerca una de esas tarjetas y al ver a Bruno no me la da y se retira. Mujeres. Nunca dejan de ser madres, ni antes de serlo dejan de serlo. Creo que son la única posibilidad.
Nunca más volví a ver a Roxana.
Nunca más volví a ver a Claudia Rausch.
Nunca más a Vivi.
Nunca más a la mujer del italiano del departamento de avenida San Martín.
Hace dos meses mataron a Andrea. Su novio, el dueño del prostíbulo, el gordo, ese infeliz. Una botella rota en la garganta. Me lo dijo el mismo patovica pero en otro prostíbulo, me costó menos de cien pesos que me lo dijera. Imagino a Andrea desangrándose, pensando en su hija, pidiéndole a la vida que no fuera verdad lo que estaba viviendo, que esa herida, que esa sangre fueran sólo una fantasía, una alucinación perversa, una pesadilla de la cual iba a terminar por despertarse. Esa mujer me dio mucho y yo no le devolví nada. Entonces lo que puse en cero ya está en menos uno. Es vaciarse sólo para volver a empezar. Sólo para eso.
El día de la caravana y las cenizas caminaba por el Viaducto sin pensar en nada, bajo un sol que no llegaba a calentar ni un poco la soledad en la cual me sentía. Pasé por la casa Traum y dejé varios sobres con dinero, se los dejé al portero Robocop. Uno para el chofer Bob Esponja, otro para el embalsamador homosexual, y otros para cada uno de los que estuvieron esas dos noches. A Citrus le dejé los diez euros que me dio el tío siciliano. Después me fui, el corazón agotado. Sin haber podido llorar.
Caminé algunas cuadras siguiendo el zigzagueo del viaducto, debajo de él, a su amparo. Un auto giró y la persona me tocó bocina. Yo pensé que me la iban a dar, que iba a terminar por pagar mis faltas con un tiro, con una puñalada que me lastimara para siempre, o que me matara. Yo sabía que toda mi familia había vuelto ya del cementerio. Pero me desvié y me desvié, más y más hasta volver, no recuerdo cómo, a esta casa. La ropa abandonada en la pensión. El auto estacionado por semanas en la puerta de Alpargata Rosa. Decidí salirme de la historia como siempre me salgo de las historias: de la peor manera posible, generando esa desconfianza que genero, alejándome cada vez más de los que deberían quererme.
Pero eso, como dije, pasó hace más de cinco años. Y ahora, hace tan sólo unos días, después de haber escrito tanto, agotado de sacar sombras a la luz, camino con Bruno por la calle Corrientes. Me detengo en un teléfono público. Pongo una moneda de veinticinco. Llamo a mi madre.
—Voy a almorzar —le digo.
—Está bien, querido —dice mi madre.
Cuelgo. Respiro con dificultad. No cambié demasiado, sólo hago un esfuerzo, dejo cosas de lado.
Colectivo. Riachuelo. El Viaducto. Bruno me pregunta sobre los trenes que pasan por ahí. Me pregunta por qué no tenemos más auto. Le cuento, entonces, que no tengo más empresa, que no quiero más ser el jefe de nadie ni trabajar para nadie. Nos trepamos a la vía del tren y le muestro una chimenea, la cancha de Arsenal, el Riachuelo. Bajamos a una cortada. Caminamos de la mano. Él no se suelta.
—En este lugar le di el primer beso a mi primera novia, ¿sabés?
—¿Era mi mamá?
—No.
—Ya sé, la mamá de Cristian.
—No, no era la mamá de ninguno de los dos.
—¿Tuviste muchas novias, papi?
—Sí, creo que fueron muchas.
—Sos un capo.
—Mirá, ese árbol ya estaba acá cuando yo tenía tu edad y está ahora.
—Los árboles son eternos, ¿no, papi?
—Creo que sí, son más eternos que nosotros.
Bruno ahora se suelta, salta un banquito de madera que hay frente a una fábrica de medias. Corre hasta la esquina, vuelve hacia mí, vuelve a saltar el banquito. Es un volcán inagotable.
—¿Cristian viene? —me pregunta.
—Sí, en un rato.
—¿Comemos en lo de la abuela?
—Sí —le contesto y me quedo callado, lo miro, parece como si nunca antes lo hubiera mirado. Él me abraza la pierna derecha, intenta levantarme. Me mueve.
—Ayer cumplió años el patriota —me dice de golpe Bruno.
—No entiendo.
—El abuelo.
No termino de caer. Habla de mi padre como si mi padre estuviera vivo, él tenía tres años cuando murió, no puede acordarse tan bien. Es 26 de mayo y yo no me había dado cuenta de eso: mi padre hubiera cumplido años ayer.
—Es verdad —le digo—, me había olvidado.
—Y claro, si cumple el 25 de mayo deberíamos llamarlo el patriota.
—Tenés razón —digo, y es en este momento en que me doy cuenta de que algo más se viene, algo que trae Bruno, que Bruno y sólo Bruno tiene guardado y que me lo va a tirar justo ahora.
—El drama es que no estuvo en 1810 —me dice.
Y cuando intento tomarlo del brazo corre, y el mediodía de luz se corta un instante por una nube gris que acaba de aparecer en el cielo del Viaducto. La nube tarda en atravesar el sol la misma nada que la carrera de Bruno hacia la esquina de una vieja casa de chapa, de esas que hay que ir pensando en reconstruir. Yo tardo mucho más en alcanzarlo, y aunque no sé por qué y pueda parecer una tontería, siento que eso es algo bueno. Tal vez porque ahora la lentitud no me atormenta, tal vez porque algo me dice que al menos dos de los fragmentos perdidos se juntaron de una vez y para siempre. Entonces llego, le doy la mano para cruzar la calle, y sin mirarlo es que se lo digo.
—Tenés razón, Bruno —le digo—, el drama es que no estuvo. En 1810.

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