I
El talismán
Hacia fines del mes de octubre último, entró un joven en el Palacio Real, en el momento en que se abrían las casas de juego, conforme a la ley que protege una pasión esencialmente imponible. Sin titubear apenas, subió la escalera del garito señalado con el número 36.
—¡Caballero! ¿me hace usted el favor del sombrero? ——requirió en voz seca y gruñona un viejecillo paliducho, acurrucado en la sombra, resguardado por una barricada, y que se levantó súbitamente, mostrando un rostro vaciado en un tipo innoble.
Cuando en tras en una casa de juego, la ley comienza por despojarte de tu sombrero. ¿Será ello una parábola evangélica y providencial? ¿Será más bien una manera de cerrar un contrato infernal contigo, exigiéndote no sé qué prenda? ¿Será quizá para obligarte a guardar actitud respetuosa para con aquellos que van a ganarte el dinero? ¿Será por ventura, que la policía, agazapada en todos los bajos fondos sociales, tiene afán de averiguar el nombre de tu sombrerero o el tuyo, si es que le has estampado en el forro? ¿Será, en fin, para tomar la medida de tu cráneo y confeccionar una instructiva estadística, relativa a la capacidad cerebral de los jugadores?
En este punto, el silencio de la Administración es absoluto. Pero, sábelo bien; apenas avances un paso hacia el tapete verde, ya no te pertenece tu sombrero, como tampoco te perteneces tú mismo; tanto tú, como tu fortuna, tus prendas de vestuario, hasta tu bastón, todo es del juego. A tu salida, el juego te demostrará, mediante un atroz epigrama en acción, que te ha dejado algo, devolviéndote tu indumentaria. No obstante, si en alguna ocasión llevas sombrero nuevo, aprenderás, a tu costa, que conviene hacerse un traje de jugador.
El asombro manifestado por el joven al recibir una ficha numerada a cambio de su sombrero, cuyos bordes, por fortuna, estaban ligeramente pelados, reveló bastante a las claras un alma todavía inocente. Así, el viejecillo, encenagado sin duda, desde su mocedad en los ardientes placeres de la vida del jugador, le lanzó una mirada de compasiva ternura, en lo que un filósofo hubiera leído las miserias del hospital, la vagabundez del arruinado, los sumarios y procesos, los trabajos forzados a perpetuidad, las expatriaciones al Guazacoalco.
Aquel hombre, cuya escuálida y exangüe faz denotaba la deficiencia de alimentos, presentaba la pálida imagen del vicio reducida a su más mínima expresión. Sus arrugas delataban las huellas de antiguas torturas, y debía jugarse sus menguados emolumentos el día mismo en que los cobraba. Semejante a esos rocines en los que no producen mella los palos, no había nada que le inmutara; los sordos gemidos de los jugadores que salían arruinados, sus mudas imprecaciones, sus estúpidas miradas, no causaban en él la más ligera impresión. Era la encarnación del juego. Si el joven hubiera contemplado al triste Cerbero, quizá se habría dicho:
——¡Ese hombre es una baraja ambulante!
El desconocido desatendió el consejo viviente instalado allí sin duda por la Providencia como ha situado la repulsión a la puerta de todos los lugares de vicio, y entró resueltamente en la sala, donde el sonido del oro ejercía deslumbradora fascinación sobre los sentidos, en plena codicia. Era probable que aquel joven fuese impulsado allí por la más lógica de todas las elocuentes frases de J. J. Rousseau, que, a mi juicio, encierra este triste pensamiento «Sí, concibo que un hombre recurra al juego; pero sólo en el caso extremo de no ver más que su último escudo entre él y la muerte».
Por la tarde, las casas de juego sólo tienen una poesía vulgar, pero de un efecto tan seguro como un drama sangriento. Las salas están repletas de «mirones» y de jugadores, de ancianos indigentes, que se arrastran por allí para entrar en calor, de fisonomías agitadas, de orgías comenzadas en el vino y prestas a acabar en el Sena. Si la pasión abunda, el excesivo número de actores impide contemplar frente a frente al demonio del juego. La velada es un verdadero trozo de conjunto, en el que toda la compañía canta, en el que cada instrumento de la orquesta modula su frase. Allí se ven numerosas personas respetables, que van en busca de solaz y lo pagan, como pagarían el placer del espectáculo o la satisfacción de un capricho gastronómico.
¿Pero alcanzaríais a comprender todo el delirio y el vigor encerrados en el alma de un hombre que espera con impaciencia la apertura de un tugurio? Entre el jugador de la madrugada y el jugador de la tarde, existe la diferencia que separa al marido indolente del amante embobado bajo los balcones de su beldad. Sólo durante la madrugada se muestran la pasión palpitante y la necesidad, en toda su horrible desnudez. En aquel momento podríais admirar a un verdadero jugador, a un jugador que no ha comido, dormido, vivido ni pensado mientras ha sido flagelado por el látigo de su martingala, mientras ha sufrido, asediado por la comezón de un golpe de «treinta y cuarenta».
A aquella hora maldita, encontraríais ojos cuya calma espanta, rostros que fascinan, miradas que remueven las cartas y las devoran. Así, las casas de juego no son sublimes más que a la apertura de sus sesiones. Si España tiene sus corridas de toros, si Roma tuvo sus gladiadores, París puede vanagloriarse de su Palacio Real, cuyas provocativas ruletas proporcionan el placer de ver correr la sangre a oleadas, sin el temor de que resbalen los pies. Intentad lanzar una mirada furtiva sobre aquella palestra, entrad… ¡Qué desnudez! Los muros, cubiertos de un papel mugriento hasta la altura de una persona, no ofrecen una sola imagen capaz de refrigerar el alma. Ni siquiera se encuentra un clavo para facilitar el suicidio. El entarimado está carcomido y sucio. Una mesa oblonga ocupa el centro de la sala. La modestia de las sillas de paja agrupadas en torno de aquel tapete gastado por el roce del oro, denuncia una curiosa indiferencia por el lujo, entre los hombres que van a sucumbir allí por el afán de la fortuna y del fausto.
Esta antítesis humana se descubre dondequiera que el alma reacciona poderosamente sobre sí misma. El galán desearía ver a su amada reposando sobre mullidos cojines de seda, envuelta en vaporosos tisúes orientales, y la mayor parte del tiempo la posee sobre un camastro. El ambicioso se imagina en la cumbre del poder, sin dejar de rastrear por el fango del servilismo. El traficante vegeta en el fondo de un tenducho húmedo y malsano, levantando un vasto palacio de donde su hijo, heredero precoz, será arrojado por una licitación fraternal. En fin, ¿existe algo más repulsivo que una casa de placer? ¡Problema singular! En constante oposición consigo mismo, midiendo sus esperanzas por sus males presentes y sus males por un porvenir que no le pertenece, el hombre imprime a todos sus actos el carácter de la inconsciencia y de la debilidad. Aquí abajo, no hay nada completo más que la desgracia.
Cuando el joven entró en el salón, había ya en él varios jugadores. Tres ancianos calvos estaban sentados indolentemente alrededor del tapete verde: sus rostros marmóreos, impasibles, como los de los diplomáticos, revelaban almas estragadas, corazones que hacía mucho tiempo que se habían olvidado de palpitar, ni aun arriesgando los bienes parafernales de una esposa.
Un joven italiano, de negra cabellera y tez cetrina, acodado tranquilamente al extremo de la mesa, parecía escuchar esos presentimientos secretos que gritan fatalmente al jugador: «¡Sí! ¡No!». Aquella cabeza meridional respiraba oro y fuego. Siete u ocho mirones, en pie, alineados formando galería, aguardaban las escenas que les preparaban los vaivenes de la suerte, las fisonomías de los actores, el movimiento del dinero y el de las raquetas. Aquellos desocupados se estacionaban allí, silenciosos, inmóviles, atentos como el pueblo al cadalso, cuando el verdugo cercena una cabeza.
Un hombre alto y flaco, raído de ropa, con una tarjeta en una mano y un lapicero en la otra, marcaba los pases del encarnado y del negro. Era uno de esos Tántalos modernos, que viven al borde de todos los goces de su siglo, uno de esos avaros sin tesoro, que atraviesan una puesta imaginaria; especie de loco razonable, que se consolaba de sus miserias acariciando una quimera, que actuaba, en fin, con el vicio y el peligro como los recién ordenados con la Eucaristía, cuando dicen misas blancas. Frente a la banca, un par de esos ladinos especuladores, expertos en lances de juego y semejantes a antiguos forzados, a quienes ya no asustan las galeras, permanecían en acecho, para aventurar tres golpes y llevarse inmediatamente la incierta ganancia de que vivían. Dos viejos criados se paseaban perezosamente con los brazos cruzados, mirando de vez en cuando al jardín, por detrás de las vidrieras, como para mostrar a los transeúntes sus anchas faces, a guisa de enseña.
El banquero acababa de lanzar su inexpresiva mirada circular sobre los puntos y de pronunciar el monótono «¡Hagan juego!», cuando el joven abrió la puerta. El silencio se hizo más profundo y las cabezas se volvieron al recién llegado, por curiosidad. ¡Cosa inaudita! Los embotados viejos, los pétreos empleados, los «mirones» y hasta el fanático italiano, experimentaron cierta impresión de espanto, al ver al desconocido. ¿No se ha de ser bien desgraciado para obtener piedad, bien débil para inspirar simpatía, de bien siniestro aspecto para estremecer las almas, en un lugar en que los dolores deben ser mudos, donde la miseria es alegre y la desesperación mesurada? Pues bien; de todo ello hubo en la sensación nueva que removió aquellos corazones helados, en el momento de entrar el joven. ¿Acaso no lloraron también alguna vez los verdugos, ante las vírgenes cuyas blondas cabezas debían ser segadas a una señal de la Revolución?
A la primera ojeada, los jugadores leyeron en el semblante del novicio algún horrible misterio. Sus juveniles facciones estaban impregnadas de una gracia nebulosa; sus miradas denunciaban esfuerzos fracasados, mil esperanzas defraudadas. La hosca impasibilidad del suicidio daba a aquella frente una palidez mate y enfermiza: una amarga sonrisa plegaba ligeramente las comisuras de los labios, y la fisonomía expresaba una resignación, que impresionaba desagradablemente. Algún secreto genio centelleaba en el fondo de aquellas pupilas, veladas quizá por las fatigas del placer. ¿Era que los estragos de una vida licenciosa empañaban el brillo de aquel noble rostro, en otro tiempo puro y rozagante, ahora degradado? Los médicos habrían atribuido indudablemente a lesiones cardíacas o pulmonares el círculo amarillento que rodeaba los párpados y el tinte rojizo de las mejillas, en tanto que los poetas hubieran pretendido reconocer en aquellos síntomas los estragos de la vigilia, las huellas de noches de estudio pasadas al resplandor de un quinqué. Pero era una pasión más mortal que la enfermedad, una enfermedad más implacable que la fiebre del estudio, la que alteraba aquel cerebro mozo, la que contraía aquellos músculos vivaces, la que hacía retorcer aquel corazón, apenas desflorado por las orgías, el estudio y la enfermedad. Así como cuando llega un célebre criminal al presidio, los penados le acogen con respeto, así todos aquellos demonios humanos, duchos en torturas, saludaron un dolor insólito, una herida profunda que sondeaba su mirada, y reconocieron uno de sus príncipes en la majestad de su muda ironía, en la elegante miseria de sus ropas. El joven vestía un frac de buen gusto, pero los bordes del chaleco y de la corbata estaban concienzudamente unidos, para que se le supusiera camisa. La limpieza de sus manos, pulidas como manos femeninas, era bastante dudosa; en fin, ¡hacía dos días que no llevaba guantes!
Si el banquero y los propios criados de la sala se estremecieron, fue porque aun se observaban los rastros de una encantadora inocencia en aquellas formas gráciles y delicadas, en aquella blonda y rala cabellera, ensortijada naturalmente. El sujeto en cuestión no contaba más de veinticinco años, y el vicio parecía ser en él tan sólo un accidente. La lozanía de la juventud seguía luchando con los estragos de una impotente lascivia. Las tinieblas y la luz, la nada y la existencia combatían entre sí, produciendo a la vez atracción y horror. El joven se presentaba allí como un ángel sin aureola, extraviado en su camino. Así, todos aquellos profesores eméritos de vicio y de infamia, semejantes a una repugnante Celestina, acometida por la piedad a la vista de una hermosa doncella que se ofrece a la corrupción, estuvieron a punto de gritar al novato:
——¡Vete!
El recién llegado marchó derecho a la mesa, se quedó en pie, tiró al azar sobre el tapete una moneda de oro que tenía en la mano, y que fue, rodando, al negro; luego, a fuer de corazón esforzado, que abomina de trapaceras incertidumbres, lanzó al tallador una mirada, entre turbulenta y tranquila.
El interés de aquel golpe fue tal, que los viejos hicieron postura; pero el italiano, asaltado por una luminosa idea que cruzó su mente, con el fanatismo de la pasión, apuntó su montón de oro en contra del juego del desconocido. El banquero se olvidó de pronunciar esas frases que, a la larga, se convierten en un murmullo ronco e ininteligible:
——¡Hagan juego!… ¿Está hecho?… ¡No va más!
Al extender las cartas sobre la mesa, el tallador, indiferente siempre a la pérdida o a la ganancia de los aficionados a aquellos sombríos placeres, pareció mostrarse deseoso de que la suerte favoreciese al advenedizo. A cada espectador se le antojó ver un drama y la última escena de una noble vida en la suerte de aquella moneda de oro; sus pupilas, clavadas en las fatídicas cartulinas, chispeaban; pero, a pesar de la atención con que miraron alternativamente al joven y a las cartas, no pudieron sorprender el menor síntoma de emoción en su fisonomía fría y resignada.
——Encarnado gana, color pierde ——cantó el banquero con solemnidad.
Una especie de sordo estertor salió del pecho del italiano, al ver caer, uno a uno, los billetes doblados que le arrojó el pagador. En cuanto al joven, no se dio cuenta de su ruina hasta el momento en que se alargó la raqueta para recoger su última moneda. El marfil produjo un ruido seco al chocar con el metal, y la moneda, rápida como una flecha, fue a reunirse al montón de oro apilado delante de la caja.
El desconocido cerró los ojos dulcemente y sus labios blanquearon; pero casi en el acto descorrió los párpados, su boca recobró un rojo coralino, y afectando el aire de un inglés para quien la vida carece ya de misterios, desapareció sin mendigar consuelo con una de esas miradas desgarradoras que los jugadores, en su desesperación, suelen lanzar con harta frecuencia a la galería. ¡Cuántos acontecimientos se agolpan en el espacio de un segundo y qué de cosas en un golpe de dados!
——Debe ser su último cartucho ——observó sonriendo el raquetero, después de un instante de silencio, durante el cual retuvo la moneda de oro entre el pulgar y el índice, para exhibirla a la concurrencia.
——¡Ese tarambana es capaz de tirarse de cabeza al río! ——contestó uno de los asiduos, circulando una mirada en torno de la mesa, en la que todos se conocían.
——¡Bah! ——exclamó uno de los libreados servidores, aspirando una toma de rapé.
——¡Si hubiéramos imitado al señor! ——dijo uno de los viejos a sus colegas, señalando al italiano.
Todos los presentes miraron al afortunado jugador, cuyas manos temblaban al contar los billetes de Banco.
——En aquel momento ——declaró el italiano—— me pareció percibir una voz que murmuraba a mi oído: ¡El juego hará entrar en razón a ese desesperado muchacho!
——¡Ese hombre no es jugador! ——replicó el banquero——; si lo fuese, hubiera distribuido su dinero en tres posturas, para contar con más probabilidades.
El joven pasó por delante de la portería, sin reclamar su sombrero; pero el viejo mastín, después de observar el mal estado de aquel guiñapo, se lo entregó sin proferir palabra. El jugador restituyó maquinalmente la contraseña y descendió las escaleras tarareando «Di tanti palpiti», en tono tan quedo, que apenas oiría él mismo las deliciosas notas.
Una vez bajo las arcadas del Palacio Real, siguió hasta la calle de San Honorato, tomó el camino de las Tullerías y atravesó el jardín, con paso vacilante. Caminaba como por un despoblado, empujado por los transeúntes, a quienes no veía, sin escuchar a través de los clamores populares más que una sola voz; la de la muerte; perdido, en fin, en un ensimismamiento semejante al que invadía, en otro tiempo, a los acusados a quienes se conducía en una carreta desde el Palacio a la Gréve, hacia el cadalso tinto en la sangre vertida desde 1793.
Existe algo de grande y de horrible en el suicidio. Hay muchos cuyas caídas carecen de peligro, porque, como las de los niños, son desde muy bajo para lastimarse; pero, cuando un hombre se estrella, debe venir de muy alto, haberse elevado hasta los cielos, haber vislumbrado algún paraíso inaccesible. Implacables deben ser los huracanes que le fuerzan a demandar la paz del alma al cañón de una pistola. ¡Cuántos jóvenes talentos, confinados en una buhardilla, se marchitan y perecen por falta de un amigo, por falta del consuelo de una mujer, en el seno de un millón de seres, en presencia de una multitud harta de oro y que se aburre! Ante semejante idea, el suicidio adquiere proporciones gigantescas. Entre una muerte voluntaria y la fecunda esperanza cuya voz llamara a un joven a París, sólo Dios sabe el cúmulo de concepciones encontradas, de poesías abandonadas, de lamentos y de gritos ahogados, de tentativas inútiles y de méritos abortados. Cada suicidio es un sublime poema de melancolía. ¿Dónde encontraréis, en el océano de las literaturas, un libro flotante que pueda luchar en genio con esta gacetilla: «Ayer, a las cuatro, una muchacha se arrojó al Sena desde lo alto del Puente de las Artes»?
Ante tal laconismo parisino, todo palidece; los dramas, las novelas, hasta la vieja portada: «Las lamentaciones del glorioso rey de Kaérnavan, reducido a prisión por sus hijos»; último fragmento de un libro perdido, cuya sola lectura enternecía a Sterne, sin perjuicio de abandonar a su mujer y a sus hijos.
El desconocido fue asaltado por mil pensamientos semejantes, que pasaban en jirones por su alma, como desgarradas banderas ondeantes en el fragor de una batalla. Si depositaba durante un momento el fardo de su inteligencia y de sus recuerdos, para detenerse ante algunas flores cuyas corolas balanceaba muellemente la brisa entre los macizos de verdura, se sentía bruscamente embargado por una convulsión de la vida, que respingaba todavía bajo la abrumadora idea del suicidio, y elevaba los ojos al cielo; pero los grises nubarrones, las bocanadas de viento, cargadas de tristeza, la pesadez de la atmósfera, seguían aconsejándole morir.
Se encaminó hacia el puente Real, pensando en los últimos caprichos de sus predecesores. Sonrió al recordar que lord Castlereagh satisfizo la más humilde necesidad física antes de cortarse el cuello, y que el académico Auger fue a buscar su caja de rapé, aspirando el acre polvillo al avanzar hacia la muerte. Analizando estas extravagancias, hubo de interrogarse a sí mismo, cuando al estrecharse contra el parapeto del puente, para dejar pasar a un mozo del mercado, rozó ligeramente con la manga el yeso de la pared y se sorprendió sacudiéndose cuidadosamente el polvo. Llegado al punto culminante de la bóveda, miró al agua con aire siniestro.
——¡Mal tiempo para zambullirse! ——le dijo riendo una vieja, envuelta en andrajos——. El Sena está turbio y frío.
El contestó con una sonrisa llena de ingenuidad, que denotaba su delirante ardimiento; pero se estremeció de pronto, al ver a lo lejos, sobre el malecón de las Tullerías, la caseta rematada por el cartelón, con el siguiente rótulo, en letras de un pie de altura: «Salvamento de náufragos». Se le apareció el buen Dacheux, armado de su filantropía, requiriendo y utilizando aquellos bienhechores remos, que rompen la cabeza a los ahogados, cuando tienen la desgracia de remontarse a la superficie: le vio exhortando a los curiosos, reclamando un médico, disponiendo las inhalaciones; leyó los pésames de los periodistas, escritos entre la broma de un festín y la sonrisa de una bailarina; oyó el chocar de las monedas asignadas a los barqueros, por su cabeza, por el prefecto del Sena. Muerto, valdría cincuenta francos, mientras que vivo no era sino un hombre de talento sin protectores, sin amigos, sin casa ni hogar, un verdadero cero social, inútil al Estado, que para nada se preocupaba de él. Pareciéndole innoble una muerte en pleno día, resolvió morir de noche, a fin de entregar un cadáver indescifrable a aquella sociedad, que desconocía la grandeza de su vida.
Continuó, pues, su camino y se dirigió al muelle Voltaire, adoptando el andar indolente de un desocupado que desea matar el tiempo. Al descender los peldaños que terminan la acera del puente, en el ángulo del malecón, atrajeron sus miradas unos librotes extendidos sobre el parapeto. En poco estuvo que ajustase algunos. Sonrió, metió filosóficamente las manos en los bolsillos, y ya se disponía a reanudar su interrumpida marcha, en la que se notaba cierto dejo de frío desdén, cuando quedó admirado al oír resonar unas monedas en el fondo de su faltriquera, de un modo verdaderamente fantástico. Una sonrisa de esperanza iluminó su rostro, deslizándose de sus labios a sus facciones y a su frente y haciendo brillar de alegría sus pupilas y sus sombrías mejillas. Aquel destello de felicidad se asemejaba a los chispazos que recorren los restos de un papel consumido ya por las llamas; y cupo al semblante la propia suerte de las negras cenizas, tornándose triste cuando el desconocido, después de retirar apresuradamente la mano de su bolsillo, vio tan sólo tres monedas de diez céntimos.
——¡Signorino! ¡Per carita!… ¡Una limosna para pan!
Un muchachuelo de rostro sucio y abotagado, mal cubierto de harapos, tendió la mano al personaje, para arrancarle sus últimos recursos.
A dos pasos del saboyanito, un anciano vergonzante, de aspecto achacoso y miserable, envuelto en un mantón agujereado, le dijo en bronca voz velada:
——¡Caballero! ¡Una voluntad, por el amor de Dios!…
——Pero, cuando el joven miró al anciano, éste calló y cesó en su súplica, reconociendo quizá en aquel fúnebre semblante la divisa de una miseria más acerba que la suya.
——¡Per carita! ¡Per carita!
El desconocido distribuyó su capital entre el chicuelo y el anciano, abandonando la acera y cruzando a la parte edificada, por no poder soportar la punzante vista del Sena.
——¡Dios se lo pague y se lo aumente! ——dijeron a la vez ambos mendigos.
Al llegar al escaparate de una estampería, el moribundo tropezó con una joven que descendía de un lujoso tren. Contempló con fruición a la encantadora mujer, cuyo blanco rostro iba encuadrado armónicamente en la seda de un elegante sombrero, y quedó seducido por su esbelto talle, por la gracia de sus movimientos. La falda, ligeramente levantada por el estribo, dejó al descubierto los delicados contornos de una bien moldeada pantorrilla, encerrada en una tersa media blanca.
La joven entró en el establecimiento regateó y ajustó varios álbumes y colecciones de litografías y compró por valor de algunas monedas de oro, que relucieron y tintinearon sobre el mostrador. Nuestro personaje, aparentemente abstraído en examinar los grabados expuestos en el aparador, cambió vivamente con la hermosa desconocida la más penetrante de las miradas que pueda lanzar un hombre, contra una de esas indiferentes ojeadas dirigidas al azar a los transeúntes. Era, por parte del hombre, un adiós al amor, a la mujer; pero esta última y poderosa interrogación no fue comprendida, no conmovió aquel corazón de mujer frívola, no la ruborizó, no la hizo bajar los ojos.
¿Qué significaba aquello para ella? Una admiración más, un deseo inspirado, que le sugeriría por la noche esta grata reflexión: «¡La verdad es que hoy estaba bien!».
El joven se trasladó seguidamente de sitio, sin volver siquiera la cabeza cuando la desconocida ocupó de nuevo su carruaje. Los caballos arrancaron, y aquella postrera imagen del lujo y de la elegancia se eclipsó, como pronto se eclipsaría su vida. Avanzó melancólicamente a lo largo de los almacenes, examinando sin gran interés las muestras de mercancías. Cuando acabaron las tiendas, estudió el Louvre, el Instituto, las torres de Nuestra Señora, las del Palacio, el puente de las Artes. Aquellos monumentos parecían tomar una fisonomía triste al reflejar los grisáceos matices del cielo, cuyos escasos claros prestaban un aire amenazador a París, que semejante a una mujer bonita, está sometiendo a inexplicables caprichos de fealdad y de belleza. Hasta la propia Naturaleza conspiraba para sumir al moribundo en un éxtasis doloroso. Presa de aquel poder maléfico, cuya acción disolvente encuentra un vehículo en el fluido que circula por nuestros nervios, sentía llegar insensiblemente su organismo a los fenómenos de la fluidez. Las borrascas de aquella agonía le imprimían un movimiento semejante al de las olas, y le hacían ver edificios y hombres a través de una bruma, en la que todo ondulaba.
Trató de substraerse a las titulaciones que producían en su alma las relaciones de la naturaleza física, y se dirigió a un almacén de antigüedades, con el propósito de dar pasto a sus sentidos, o de aguardar allí la noche, simulando el deseo de adquirir objetos de arte. Era, por decirlo así, reunir ánimos y pedir un cordial, como los condenados que desconfían de sus fuerzas al ir al patíbulo; pero la conciencia de su próximo fin infundió, por un momento, en el joven la entereza de una duquesa con dos amantes, y entró en la tienda del anticuario con aire desenvuelto, dejando ver en sus labios una sonrisa fija, como la de un beodo. ¿Acaso no estaba embriagado de la vida, o quizá de la muerte?
No tardó en recaer en sus vértigos, y continuó viendo las cosas bajo extraños colores o animadas de un ligero movimiento, cuya causa era, sin duda, una irregular circulación de su sangre, tan pronto turbulenta, como una cascada, tan pronto tranquila y blanda, como el agua tibia. Solicitó simplemente visitar los almacenes, para ver si encerraba alguna curiosidad que le conviniera. Un mocetón de cara fresca y mofletuda, cabellera roja, cubierto con una gorra de nutria, encomendó la vigilancia del establecimiento a una anciana lugareña, especie de Caliban femenino, ocupada en limpiar una estufa, cuyas maravillas eran debidas al genio de Bernardo de Palissy. Luego, dijo al presunto parroquiano, con aire indiferente:
——¡Verá usted, caballero!… Aquí abajo, en la tienda, sólo tenemos lo más corriente; pero, si quiere usted tomarse la molestia de subir al primer piso, podré enseñarle magníficas momias del Cairo, varias artísticas incrustaciones, algunos ébanos tallados, «auténtico Renacimiento», recientemente llegados y que son verdaderas preciosidades.
En la horrible situación en que se hallaba el desconocido, aquella charla de cicerone, aquellas frases neciamente mercantiles, fueron para él como las ruines tacañerías con que ciertos espíritus mezquinos asesinan a un hombre de genio. Llevando su cruz hasta el fin, pareció escuchar a su guía y le contestó con gestos o con monosílabos; pero, insensiblemente, supo conquistar el derecho de permanecer silencioso y pudo entregarse libremente a sus últimas meditaciones, que fueron terribles. Era poeta, y su alma encontró fortuitamente inmenso campo; debía ver, anticipadamente, los restos de veinte mundos.
A primera vista, los almacenes le ofrecieron un cuadro confuso, en el que se amontonaba lo divino y lo humano. Cocodrilos, boas, monos disecados, sonreían a los ventanales de iglesia, parecían querer morder los bustos, correr tras las lacas, trepar a las pendientes arañas. Un jarrón de Sévres, en el que madame Jacotot pintó a Napoleón, se hallaba junto a una esfinge dedicada a Sesostris. El comienzo del mundo y los acontecimientos de la víspera se asociaban en grotesco maridaje. Un asador se hallaba colocado junto a un viril, un sable republicano sobre un mandoble de la Edad Media. Madame Dubarry, pintada al pastel por Latour, con una estrella en la frente, desnuda y entre nubes, parecía contemplar concupiscentemente un braserillo indio, como pretendiendo investigar la utilidad de las espirales que serpenteaban hacia ella.
Los instrumentos de muerte, puñales, pistolas curiosas, armas de secreto, arrojadas en revuelta confusión con instrumentos de vida; soperas de porcelana, platos de Sajonia, tazas transparentes, procedentes de China, saleros antiguos, bomboneras feudales. Un bajel de marfil bogaba a toda vela sobre el caparazón de una inmóvil tortuga. Una máquina neumática, dejaba tuerto al emperador Augusto, majestuosamente impasible.
Varios retratos de regidores franceses, de burgomaestres holandeses, insensibles entonces como durante su vida, se destacaban entre aquel caos de antigüedades, lanzándoles una mirada indiferente y fría. Todos los ámbitos de la tierra parecían haber aportado allí algún resto de su ciencia, alguna muestra de su arte.
Era una especie de vertedero filosófico, en el que nada faltaba; ni la pipa del salvaje, ni la pantufla verde y oro del serrallo, ni el yatagán morisco, ni el ídolo tártaro. Allí se veía, desde la cantimplora del soldado, hasta el cáliz del sacerdote, hasta las galas de un trono. Y aun todos aquellos monstruosos residuos estaban sujetos a mil accidentes de luz, por lo estrambótico de los reflejos debidos a la confusión de matices, al brusco contraste de claros y obscuros.
El oído parecía percibir gritos continuados, la imaginación sorprender dramas incompletos, la pupila vislumbrar resplandores mal velados. Por añadidura, un polvillo pertinaz tendía su manto sobre aquellos objetos, cuyos múltiples ángulos y cuyas numerosas sinuosidades producían los más pintorescos efectos.
El desconocido comparó a primera vista aquellas tres salas abarrotadas de civilización, de cultos, de divinidades, de obras maestras, de realezas, de ruinas, de sensatez y de locura, a un espejo lleno de facetas, de las que cada cual representara un mundo. Después de aquella impresión brumosa, intentó escoger donde distraerse; pero a fuerza de mirar, de pensar, de soñar, cayó bajo el imperio de una fiebre, debida tal vez al hambre que rugía en sus entrañas. La contemplación de tantas existencias colectivas o individuales, contrastadas por aquellos testimonios supervivientes; acabó de ofuscar los sentidos del joven; el deseo que le impelió al almacén, estaba colmado: salió de la realidad, ascendió gradualmente a un mundo ideal, llegó a los palacios encantados del Éxtasis, donde se le apareció el Universo, por residuos y en trazos de fuego, como en otros tiempos pasó flameando el porvenir ante los ojos de San Juan en Pathmos.
Una multitud de imágenes doloridas, atractivas y pavorosas, opacas y diáfanas, remotas y próximas, se elevó por masas, por miríadas, por generaciones. Egipto, rígido, misterioso, se alzó de sus arenales representado por una momia envuelta en negros vendajes; después, fueron los Faraones, sepultando pueblos para construirse una tumba, y Moisés, y los hebreos, y el desierto. Vislumbró todo un mundo antiguo y solemne. Fresca y apacible, una estatua de mármol, asentada sobre una columna truncada y radiante de blancura, le habló de los ritos voluptuosos de Grecia y de jonia. ¡Ah! ¿Quién no hubiera sonreído, como él, al ver, destacándose del fondo rojo a la morena doncella, danzando en el fino barro de un vaso etrusco ante el dios Príapo, que la saludaba jubilosamente? Frente por frente, una reina latina acariciaba su quimera con amor. Allí respiraban a sus anchas los caprichos de la Roma imperial, revelando el baño, el lecho, el tocado de una Julia indolente, soñadora, esperando a su Tíbulo. Armada con el poder de los talismanes árabes, la cabeza de Cicerón evocaba los recuerdos de Roma libre y le desarrollaba las páginas de Tito Livio.
El joven contempló «Senatus populusque romanus»: el cónsul, los lictores, las togas bordadas de púrpura, las contiendas del Foro, el pueblo airado, desfilaron ante él, como las vaporosas figuras de un sueño. Por fin, la Roma cristiana dominaba aquellas imágenes. Un lienzo abría los cielos, en los que aparecían la Virgen María nimbada por áurea nube, en el seno de los ángeles, eclipsando el fulgor del sol, escuchando las quejas de los desventurados, a los que aquella Eva regenerada sonreía con dulzura.
Al reparar en un mosaico hecho con las distintas lavas del Vesubio y del Etna, su alma saltó a la fogosa y bravía Italia; asistió a las orgías de los Borgia, corrió a los Abruzzos, aspiró los amores italianos, se apasionó por la blancura mate de los rostros y la avasalladora negrura de los ojos. Tembló ante las aventuras nocturnas interrumpidas por la fría espada de un marido, al ver una daga de la Edad Media, cuya empuñadura estaba cincelada con la finura de un encaje y cuyo moho tenía las apariencias de manchas de sangre.
La India y sus religiones revivieron de un ídolo cubierto con el puntiagudo casquete de facetas romboidales, adornado con campanillas y ataviado de seda y oro. Junto al figurón, una esterilla, preciosa como la bayadera que había girado sobre ella, exhalaba todavía las aromas del sándalo. Un monstruo chino, con sus ojos oblicuos, su boca torcida, sus miembros torturados, traían al ánimo los inventos de un pueblo que, harto de la monotonía de la belleza, encuentra inefable placer en prodigar las fealdades. Un salero, salido de los talleres de Benvenuto Cellini, le transportó al seno del Renacimiento, al tiempo en que florecieron las artes y la licencia, en que los soberanos se distraían con suplicio, en que los concilios, echados en los brazos de las cortesanas, decretaban la castidad para los simples clérigos. Vio las conquistas de Alejandro en un camafeo, las matanzas de Pizarro en un arcabuz de mecha, las guerras religiosas, desenfrenadas, ardientes, crueles, en el fondo de un casco. Luego, surgieron las rientes imágenes de la caballería, de una armadura de Milán, primorosamente damasquinada, bien acicalada y bajo cuya visera brillaban aún las pupilas de un paladín.
Aquel océano de muebles, de inventos, de innovaciones, de obras, de ruinas, constituía para él un poema sin fin. Formas, colores, pensamientos; todo revivía allí; pero no se ofrecía nada completo al alma. El poeta debía terminar los croquis del gran pintor que había compuesto aquella inmensa paleta, en la que se habían arrojado profusamente y al desdén los innumerables accidentes de la vida humana. Después de haberse adueñado del mundo, después de haber contemplado países, edades, reinos, el joven volvió a las existencias individuales. Se personificó de nuevo y se fijó en detalles, rechazando la vida de las nacionalidades, como demasiado abrumadora para un hombre solo.
Allá dormía un niño de cera, salvado del estudio de Ruysch, y aquella encantadora criatura le recordó las alegrías de sus infantiles años. Ante la ilusión causada por el virginal faldellín de una doncella de Taiti, su ardiente imaginación le pintó la sencilla vida de la naturaleza, la casta desnudez del verdadero pudor, las delicias de la pereza, tan inherente al hombre, todo un sino tranquilo, al borde de un arroyo límpido y rumoroso, bajo un plátano que dispensara un sabroso maná, sin necesidad de cultivo.
Pero, súbitamente, se convirtió en corsario y revistió la terrible poesía impresa en el papel de Lara, vivamente inspirado por los matices nacarados de mil conchas, exaltado por la vista de algunas madréporas que trascendían al várec, a las algas y a los huracanes atlánticos.
Admirando más allá las delicadas miniaturas, los arabescos de azul y de oro que enriquecían algún precioso códice, olvidaba los tumultos del mar. Muellemente balanceado en una idea de paz, se desposaba nuevamente con el estudio y con la ciencia, apetecía la poltrona vida de los monjes, sin pena ni gloria, y se tendía en el fondo de una celda, contemplando por su ventana en ojiva las praderas, el arbolado, los viñedos de su monasterio. Ante algunos Teniers, se endosaba la bordada casaca del funcionario o la mísera blusa del obrero; ansiaba calarse la pringosa gorrilla de los flamencos, embriagarse de cerveza, jugar a los naipes con ellos, y sonreía a una rechoncha y garrida lugareña. Tiritaba, al contemplar un paisaje nevado de Mieris, o se batía mirando una batalla de Salvador Rossa. Acariciaba un «tomahawk» americano y sentía el escalpelo de un cheroki, que le arrancaba la piel del cráneo. Maravillado a la vista de una guzla, la confiaba a la mano de una castellana, saboreando la melodiosa romanza y declarándola su amor, junto a una chimenea gótica, entre la penumbra del atardecer, en la que se perdía una mirada de consentimiento. Se aferraba a todas las alegrías, se sobrecogía por todos los dolores, se apropiaba todas las formas de existencia, esparciendo tan generosamente su vida y sus sentimientos entre los simulacros de aquella naturaleza plástica y vacía, que el ruido de pasos repercutía en su alma como el sonido lejano de otro mundo, como el rumor de París llega a las torres de Nuestra Señora.
Al subir la escalera interior que conducía a las salas del primer piso, vio escudos votivos, panoplias, tabernáculos esculpidos, figuras de madera pendientes de los muros, depositadas sobre cada escalón. Perseguido por las más extrañas formas, por maravillosas creaciones asentadas en los confines de la muerte y de la vida, caminaba bajo los hechizos de un sueño. Dudando, en fin, de su existencia, estaba como aquellos curiosos objetos, ni muerto del todo, ni vivo en absoluto.
Cuando entró en los nuevos almacenes, comenzaba a palidecer el día; pero la luz parecía innecesaria a las resplandecientes riquezas de oro y de plata allí amontonadas. Los más costosos caprichos de disipadores muertos bajo un miserable abuhardillado, después de haber poseído varios millones, se hallaban en aquel vasto bazar de los locuras humanas. Una papelera, comprada a peso de oro y vendida por un pedazo de pan, yacía junto a una cerradura de secreto, cuyo coste hubiera bastado, en sus tiempos, al rescate de un rey. El genio humano aparecía en todas las pompas de su miseria, en toda la gloria de sus gigantescas pequeñeces. Una mesa de ébano, verdadero ídolo de artista, labrada con arreglo a los dibujos de Juan Goujon, cuya confección costaría seguramente varios años de trabajo, se adquirió tal vez a precio de leña. Cofrecillos preciosos, muebles construidos por manos de hadas, estaban allí desdeñosamente hacinados.
——¡Aquí tienen ustedes encerrados millones! ——exclamó el joven, al llegar al saloncillo que terminaba una larga tirada de habitaciones, doradas y molduradas por artífices de la pasada centuria.
——¡Ya lo creo! ——asintió el mofletudo dependiente——. ¡Millones a granel! Pero esto no es nada; ¡suba usted al tercer piso y verá cosa buena!
El desconocido siguió a su conductor, llegando a una cuarta galería, en la que desfilaron sucesivamente ante sus fatigados ojos varios cuadros de Poussin, una soberbia estatua de Miguel Angel, algunos encantadores paisajes de Claudio Lorrain, un Gerardo Dow, semejante a una página de Sterne, lienzos de Rembrandt, de Murillo, de Velázquez, sombreados y matizados como un poema de lord Byron; además bajos relieves antiguos, cálices de ágata, ónices maravillosos… En fin, era tal el cúmulo de trabajos, de obras maestras acumuladas a porfía, que llegaban a producir hastío, a concitar odio contra las artes y a matar el entusiasmo. Llegó ante una Virgen de Rafael, pero ya estaba harto de Rafael. Un retrato de Correggio, que demandaba una mirada, ni siquiera logró alcanzarla. Un inestimable jarrón de pórfido antiguo, cuyas esculturas circulares representaban la más grotescamente licenciosa de todas las obscenidades romanas, delicia de alguna Cocina, obtuvo apenas una sonrisa. Se ahogaba entre los despojos de cincuenta siglos desvanecidos, se sentía indispuesto bajo el peso de todas aquellas ideas humanas, atacado alevosamente por el lujo y por las artes, oprimido bajo aquellas formas renacientes, que, semejantes a monstruos creados bajo sus plantas por un genio maligno, le libraban un interminable combate.
¿Es que el alma, parecida en sus caprichos a la química moderna, que condensa la creación en un gas, no compone tósigos terribles, por la rápida concentración de sus goces, de sus energías o de sus ideas? ¿No perecen muchos hombres bajo la fulminación de un ácido moral, súbitamente esparcido por lo más hondo de su ser?
——¿Qué contiene esa caja? ——preguntó al entrar en un amplio gabinete, último amontonamiento de gloria, de esfuerzos humanos, de originalidades, de riquezas, entre las que señaló con el índice un gran armazón cerrado, construido de caoba y suspendido de un clavo por una cadena de plata.
——¡Ah! Tiene la llave el amo ——contestó el mocetón con aire misterioso——. Si desea usted ver el retrato, me aventuraré gustosamente a prevenírselo.
——¡Aventurarse! ——replicó el joven——. ¡Pues qué! ¿Acaso es algún personaje su principal?
——No lo sé ——contestó el mancebo.
Y ambos se miraron durante un momento, dando mutuas muestras de asombro. Después de interpretar el silencio del desconocido como un deseo, el dependiente le dejó solo en el gabinete.
¿No os habéis lanzado nunca a la inmensidad del espacio y del tiempo, leyendo las obras geológicas de Cuvier? ¿No os habéis cernido, en alas de su genio, sobre el abismo sin límite del pasado, como sostenidos por la mano de un mago? Al descubrir de estrato en estrato, de capa en capa, bajo las canteras de Montmartre o en los esquistos del Ural, esos animales, cuyos restos fosilizados pertenecen a civilizaciones antediluvianas, se asusta el ánimo al considerar los millones de siglos, los millones de pueblos que la frágil memoria humana, que la indestructible tradición divina han olvidado, y cuyas cenizas, acumuladas en la superficie de nuestro globo, constituyen los dos palmos de tierra que nos suministran el pan y las flores.
¿No resulta Cuvier el poeta más grande de su siglo? Lord Byron ha reproducido, en palabras, algunas agitaciones morales; pero el inmortal naturalista ha reconstituido mundos con huesos calcinados; ha reedificado ciudades sobre dientes, cual nuevo Cadmo; ha repoblado millares de selvas de todos los misterios de la zoología, con unos cuantos fragmentos de hulla; ha encontrado poblaciones gigantescas en el casco de un mamut. Estas figuras se alzan, se agrandan y pueblan regiones proporcionadas a sus colosales tamaños. Es un poeta matemático; es sublime agregando un cero al siete. Despierta a la nada, sin pronunciar palabras artificialmente mágicas; escudriña en una partícula de yeso, descubre un vestigio y grita:
——¡Mirad!
Y a su evocación, los mármoles se animalizan, la muerte se vivifica, el mundo se despliega. Después de innumerables dinastías de seres gigantescos, después de razas de peces y de tribus de moluscos, llega por fin el género humano, producto degenerado de un tipo grandioso, quebrantado quizá por el Creador. Enardecidos por su mirada retrospectiva, esos hombres mezquinos, nacidos ayer, pueden franquear el caos; en tonar un himno sin fin y configurarse el pasado del Universo en una especie de Apocalipsis retrógrado. En presencia de esta maravillosa resurrección, debida a la voz de un solo hombre, la migaja cuyo usufructo nos está concedido en ese infinito sin nombre, común a todas las esferas, al que llamamos Tiempo, ese minuto de vida, nos inspira piedad. Nos preguntamos, agobiados bajo tanto universo en ruina, a qué conducen nuestras glorias, nuestros odios, nuestros amores, y si para convertirnos en un punto intangible para el porvenir vale la pena conservar la vida. Desarraigados del presente, permanecemos muertos hasta que el ayuda de cámara entra para decirnos:
——La señora condesa ha contestado que esperaba al señor.
Las maravillas cuya vista acababa de presentar al joven toda la creación conocida, causaron en su alma el abatimiento que produce en el filósofo la contemplación científica de las creaciones desconocidas. Anheló morir, más vivamente que nunca, y se desplomó sobre una silla curul, dejando errar sus miradas a través de las fantasmagorías de aquel panorama del pasado. Los cuadros se iluminaron, las cabezas de vírgenes le sonrieron y las estatuas parecieron animarse de una vida ficticia. A favor de la sombra, y removidas por el delirio febril que fermentaba en su perturbado cerebro, aquellos objetos se agitaron y se arremolinaron ante él. Cada figurón le lanzó su mueca: los párpados de los personajes representados en los lienzos se entornaron sobre las pupilas, para proporcionarles descanso. Cada una de aquellas formas, se estremeció, saltó, se separó de su sitio, gravemente, ligeramente, con finura o con brusquedad, según sus costumbres, su carácter y su contextura. Aquello fue un sábado misterioso, digno de las fantasías vislumbradas por el doctor Fausto en el Brocken.
Pero estos fenómenos de óptica, engendrados por la fatiga, por la tensión de las fuerzas oculares o por los caprichos del crepúsculo, no podían espantar al desconocido. Los terrores de la vida eran impotentes contra un alma familiarizada con los terrores de la muerte. Hasta favoreció con una especie de zumbona complicidad las extravagancias de aquel galvanismo moral, cuyos prodigios se acoplaban a las últimas ideas que le daban aún el sentimiento de la existencia. El silencio reinaba tan profundamente a su alrededor, que no tardó en caer en un apacible desvarío, cuyas impresiones, gradualmente sombrías, siguieron de matiz en matiz y como por magia las lentas degradaciones de la luz. Un vivo destello, destacado del horizonte, lo envolvió todo con un último reflejo rojizo luchando contra la noche. El joven levantó la cabeza, y vio un esqueleto, apenas iluminado, que movía dubitativamente su cráneo de izquierda a derecha, como diciéndole:
——¡Aun no te quieren los muertos!
Y al pasarse la mano por la frente, para ahuyentar el sueño, nuestro desconocido experimentó distintamente una sensación de viento fresco producida por un aleteo que le rozó las mejillas, haciéndole estremecer; y como a la vez retemblaran los vidrios con un sordo chasquido, pensó que la fría caricia, propia de los misterios de la tumba, procedía de algún murciélago. Durante un momento más, los vagos reflejos del ocaso del sol le permitieron apreciar indistintamente los fantasmas que le rodeaban; después, toda aquella naturaleza muerta quedó anulada en un mismo tinte sombrío. La noche, la hora de morir, había llegado súbitamente. A partir de aquel instante, transcurrió cierto lapso de tiempo, durante el cual no se dio clara cuenta de las cosas terrenas, ya por hallarse absorto en profunda meditación, ya por ceder a la somnolencia provocada por la fatiga y por la multitud de pensamientos que desgarraban su corazón.
De pronto creyó ser llamado por una voz terrible, y se estremeció, como cuando en medio de una tremenda pesadilla nos sentimos precipitados de golpe a las profundidades de un abismo. Una deslumbradora claridad le hizo cerrar los ojos. Acababa de surgir del seno de las tinieblas una esfera rojiza, cuyo centro estaba ocupado por un viejecillo que se mantenía en pie, enfocando hacia él la viva claridad de una lámpara. Había llegado sigilosamente, sin hablar, ni moverse. Su aparición tuvo algo de fantástico.
El hombre más intrépido, sorprendido así en su sueño, habría temblado indudablemente ante aquel personaje, que parecía salido de un sarcófago próximo. El fulgor juvenil que animaba las pupilas inmóviles de aquella especie de fantasma, impidió a nuestro desconocido sospechar la existencia de un fenómeno sobrenatural; sin embargo, en el rápido intervalo que separó su vida somnambúlica de su vida real, permaneció en la duda filosófica recomendada por Descartes, quedando sometido, a su pesar, a la influencia de esas inexplicables alucinaciones, cuyos misterios condena nuestra vanidad o trata en vano de analizar nuestra impotente ciencia.
Figuraos un vejete desmirriado y enteco, vestido con un ropón de terciopelo negro, sujeto a la cintura, por un recio cordón de seda, y cubierto con un casquete, también de terciopelo del mismo color, bajo el cual escapaban los largos mechones de sus cabellos blancos, ajustando rígidamente su frente. La túnica envolvía el cuerpo como un vasto sudario, sin permitir ver otra cosa que la cara enjuta y pálida.
A no ser por el brazo descarnado, semejante a un palo del cual se hubiera colgado una tela, y que el anciano levantaba para proyectar sobre el joven toda la claridad de la lámpara, aquel rostro habría parecido flotar en el espacio. Una barba gris, cortada en punta, daba al estrambótico personaje la apariencia de una de esas cabezas judaicas que sirven de modelo a los artistas para representar a Moisés. Los labios de aquel hombre eran tan descoloridos, tan delgados, que precisaba fijarse con gran atención para columbrar la línea trazada por la boca en el lívido rostro. Su ancha frente surcada de arrugas, sus mejillas hundidas, el rigor implacable de sus ojillos verdes, desprovistos de pestañas y de cejas, hubieran podido hacer creer al desconocido que se había desprendido de su marco el «Pescador de oro», de Gerardo Dow. Una sagacidad inquisitorial, revelada por las sinuosidades de las arrugas y por los pliegues circulares dibujados en sus sienes, denotaba un conocimiento profundo de las cosas de la vida.
Hubiera sido imposible engañar a aquel hombre, que parecía poseer el don de sorprender los pensamientos en el fondo de los corazones más discretos. Las costumbres y la ciencia de todas las nacionalidades se resumían en aquella fisonomía glacial, de igual manera que se acumulaban los productos del mundo entero en sus polvorientos almacenes. En aquella faz, se transparentaba la estoica tranquilidad de un dios que todo lo ve o la seguridad altiva del hombre que todo lo ha visto. Con dos expresiones diferentes y en un par de pinceladas, un pintor habría hecho de aquella cara una hermosa imagen del Padre Eterno o la máscara sarcástica de Mefistófeles, porque en ella corrían parejas la suprema inteligencia de la frente y la mueca burlona de la boca. Al pulverizar todas las penas humanas bajo un poder inmenso, aquel hombre debió matar las alegrías terrenas.
El moribundo joven se sobre, saltó, presintiendo que aquel viejo genio moraba en una esfera extraña al mundo, en la que vivía aislado, sin goces, porque ya no tenía ilusión; sin dolor, porque ya no conocía placeres. El anciano continuaba en pie, inmóvil, inconmovible, como una estrella nimbada de luz. Sus verdosos ojos, impregnados de cierta maliciosa calma, parecían alumbrar al mundo moral como su lámpara iluminaba el misterioso gabinete.
Tal fue el singular espectáculo que sorprendió el joven en el instante de abrir los ojos, después de haberse mecido en ideas de muerte y entre fantásticas visiones. Si permaneció como aturdido, si se dejó dominar momentáneamente por una candidez propia de un parvulillo, a quien se embauca con cuentos de hadas, hay que atribuir tal error al velo extendido sobre su vida y sobre su entendimiento por sus meditaciones, a la excitación de sus crispados nervios, al drama violento cuyas escenas acababan de prodigarle las horribles delicias contenidas en una píldora de opio. La visión tenía efecto en París, en el muelle Voltaire, en pleno siglo décimonono, tiempo y lugar en que la magia debía ser imposible. Vecino de la casa en que expiró el dios de la incredulidad francesa, discípulo de Gay-Lussac y de Arago, menospreciador de los cubileteos de los poderosos, el desconocido no obedecía, sin duda, sino a esas fascinaciones poéticas a las cuales nos prestamos frecuentemente, como para huir de desesperantes verdades, como para tentar el poder de Dios.
Tembló, pues, ante aquella luz y ante aquel viejo, agitado por el inexplicable presentimiento de algún extraño influjo, pero la emoción era semejante a la que todos experimentaríamos ante un Napoleón o en presencia de otro grande hombre brillante de genio y cubierto de gloria.
——¿Desea usted ver la imagen de Jesucristo pintada por Rafael? ——le preguntó cortésmente el anciano, en voz cuya sonoridad clara y breve tenía algo de metálica.
Y depositó la lámpara sobre el fuste de una columna rota, de manera que la caja de caoba recibiese de lleno la luz.
A los sagrados nombres de Jesucristo y de Rafael, el joven no pudo reprimir un gesto de curiosidad, esperado sin duda por el mercader, que oprimió un resorte. El tablero de caoba se deslizó rápidamente por una ranura y cayó sin ruido, exponiendo el lienzo a la admiración del desconocido. Al contemplar la inmortal creación, éste olvidó las fantasías del almacén, los desvaríos de su sueño; recobró su ser y estado, reconoció en el anciano un hombre de carne y hueso, completamente vivo, nada fantástico, y tornó a la realidad. La tierna solicitud, la dulce serenidad del divino rostro produjeron en él inmediata influencia. Cierto perfume emanado de los cielos disipó las torturas infernales que le abrasaban la médula de los huesos. La cabeza del Salvador de los hombres se destacaba de las tinieblas del fondo. Una aureola luminosa fulguraba vivamente en torno de su cabellera; de su frente, de sus carnes, rebosaba la convicción, cual penetrante efluvio. Los carmíneos labios acababan de pronunciar la palabra de vida, y el espectador buscaba el sagrado eco en los aires, demandaba al silencio las sublimes parábolas, escuchaba la divina voz en el porvenir y la rememoraba en las enseñanzas del pasado. El Evangelio se reflejaba en la tranquila simplicidad de aquellos ojos adorables, refugio de las almas conturbadas. Toda la religión católica se leía en una dulcísima y magnífica sonrisa, que parecía expresar el precepto en que se resume «Amaos los unos a los otros».
Aquella pintura inspiraba una plegaria, recomendaba el perdón, ahogaba el egoísmo, despertaba todas las virtudes adormecidas. Participando del privilegio de los encantos de la música, la obra de Rafael infundía imperiosamente el atractivo de los recuerdos y su triunfo era completo se olvidaba al pintor. El efecto de la luz actuaba también sobre aquella maravilla; por momentos, parecía que la cabeza se movía en lontananza, en el seno de una nube.
——Este lienzo está enterrado en oro ——dijo con frialdad el mercader.
——¡Vaya! ¡Es preciso disponerse a morir! ——exclamó el joven, como saliendo de un sueño, cuyo último pensamiento le llevaba hacia su fatal destino, haciéndole desistir, por insensibles deducciones, de una postrera esperanza a la cual se había aferrado.
——¡Ah! ¡Razón tenía yo en desconfiar de ti! ——replicó el viejo, asiendo las dos manos del joven y apretándole las muñecas como con unas tenazas.
El desconocido sonrió tristemente al advertir la equivocación, y dijo en tono suave:
——¡No tema usted nada, señor mío! Se trata de mi vida y no de la suya.
Y después de mirar al viejo, que continuaba receloso, agregó:
——¿Por qué no confesar una inocente superchería? Esperando la noche, para poder ahogarme sin escándalo, he entrado a contemplar sus tesoros ¿Quién no perdonaría este último gusto a un hombre de ciencia y poeta?
El suspicaz mercader examinó con mirada sagaz el melancólico rostro de su fingido parroquiano mientras éste le hablaba. Tranquilizado prontamente por el acento de aquella voz doliente, o leyendo quizás en aquellas descoloridas facciones el siniestro hado que tanto impresionó poco antes a los jugadores, le soltó las manos; pero su rostro de recelo, que revelaba una experiencia por lo menos centenaria, extendió como al descuido el brazo hacia un aparador, como para apoyarse en él, y preguntó, cogiendo un verduguillo.
——¿Hace mucho tiempo que le dejaron cesante?
El desconocido no pudo menos de sonreír, contestando con un gesto negativo.
——¿Ha tenido usted algún altercado con su familia, o ha cometido algún acto deshonroso?
——Si quisiera cometerlo, viviría.
——¿Le han silbado en el circo o le han obligado a componer bufonadas para pagar el entierro de su amante? ¿O es que padece usted la fiebre del oro? ¿Quiere usted desterrar el tedio? ¿Qué mal pensamiento, en fin, le impulsa al suicidio?
——No busque usted el móvil de mi resolución en los motivos vulgares a que obedecen la mayor parte de los suicidios. Para dispensarme de revelarle penalidades inauditas, difíciles de traducir en palabras, me limitaré a manifestarle que me encuentro en la más profunda, en la más innoble, en la más horrenda de todas las miserias… y no quiero mendigar socorros ni consuelos.
Esta última frase fue pronunciada en un tono cuya salvaje arrogancia desmentía las palabras anteriores.
——¡Je! ¡Je! ——se concretó a replicar el viejo desde luego, con áspera vocecilla semejante al ruido de una carraca.
Y después de una breve pausa, prosiguió diciendo:
——Sin obligar a usted a implorar nada de mí, sin avergonzarle, sin darle un céntimo francés, un parat levantino, un tarino siciliano, un kreutzer alemán, un copeck ruso, un farthing escocés, un solo sextercio ni óbolo de la antigüedad, ni un peso ni piastra de los actuales tiempos, sin ofrecerle absolutamente nada en oro, plata, vellón, papel o billete, pretendo hacerle más opulento, más poderoso y más considerado que un rey constitucional.
El joven creyó que su interlocutor chocheaba, y quedó perplejo, sin atreverse a replicar.
——Vuelva la cara ——dijo el mercader, tomando con presteza la lámpara y dirigiendo sus rayos al muro frontero al retrato——, y fíjese en esa piel de zapa.
El joven se levantó bruscamente, mostrándose algo sorprendido al ver sobre la silla que ocupaba un trozo de zapa, adosado a la pared, cuyas dimensiones no excederían de las de una piel de zorro; pero, por un fenómeno inexplicable al pronto, aquella piel proyectaba en la profunda obscuridad que reinaba en el almacén una porción de rayos luminosos, que le comunicaban el aspecto de un cometa en miniatura.
El incrédulo joven se acercó al supuesto talismán, que debía preservarle de la desgracia, mofándose mentalmente de su virtud; pero, impulsado por una curiosidad bien legítima, se inclinó para examinar minuciosamente la piel, no tardando en descubrir la causa naturalísima de aquellos resplandores. Los negros granillos de la zapa estaban tan esmeradamente pulidos y bruñidos, sus caprichosas rayas se destacaban con tanta limpieza, que las asperezas del cuero oriental, semejantes a facetas de granate, constituían otros tantos pequeños focos, que reflejaban vivamente la luz. Demostró palpablemente la causa del fenómeno al anciano, quien, por toda respuesta, sonrió maliciosamente. Aquel aire de superioridad hizo sospechar al joven erudito que era víctima, en aquel momento, de la charlatanería de su interlocutor; y no queriendo llevarse un nuevo enigma a la tumba, comenzó a dar vueltas entre sus manos a la piel, como chiquillo impaciente por conocer los secretos de su nuevo juguete.
——¡Ah! ——exclamó——, aquí hay señales de la marca que los orientales conocen con el nombre de sello de Salomón.
——¿Luego la conocía usted? ——inquirió el mercader, lanzando por las narices tres o cuatro resoplidos, mucho más significativos y elocuentes que lo hubieran sido las más enérgicas palabras.
——¿Pero hay en el mundo alguien tan cándido que pueda prestar crédito a semejante patraña? ——replicó el joven, amoscado al observar aquella risita muda y sardónica——. ¿Ignora usted que las supersticiones orientales han consagrado la forma mística y los falaces caracteres de ese emblema, que representa un poderío fabuloso? Tan necio sería tomando en serio semejante sandez, como hablando de esfinges o de grifos, cuya existencia está en cierto modo admitida, siquiera sea mitológicamente.
——Siendo, como es usted, orientalista ——manifestó el anciano——, probablemente sabrá leer esta sentencia.
Y acercando la lámpara al talismán, que el joven tenía invertido, le mostró unos caracteres grabados en el tejido celular de la maravillosa piel, como si los hubiera producido el animal a que perteneció en otros tiempos.
——Confieso ——declaró el desconocido—— que no atino con el procedimiento que puede haberse utilizado para grabar tan profundamente estas letras en la piel de un onagro.
Y, volviéndose vivamente hacia las mesas cargadas de curiosidades, pareció buscar algo con la vista.
——¿Qué quiere usted? ——le preguntó el viejo.
——Una herramienta para cortar la piel, a fin de comprobar si las letras son impresas o grabadas.
El anciano alargó su verduguillo al desconocido, que raspó la piel, en el sitio en que las palabras estaban escritas; pero después de quitar una ligera capa de cuero, las letras reaparecieron tan claras y tan idénticas a las estampadas en la superficie, como si no se hubiera quitado nada.
——La industria oriental posee secretos que le son peculiares ——dijo el joven, fijándose detenidamente en la sentencia, con una especie de inquietud.
——Sí ——contestó el anciano——. ¡Vale más achacárselo a los hombres que a Dios!
Las palabras cabalísticas estaban dispuestas en la siguiente forma:
Lo cual significaba en español:
Si me posees, lo poseerás todo.Pero tu vida me pertenecerá.Dios lo ha querido así.Desea, y se realizarán tus deseos.Pero acomoda tus aspiraciones a tu vida.Aquí está encerrada.A cada anhelo, menguaré como tus días.¿Me quieres? ¡Tómame!Dios te oirá.¡Así sea!
——Veo que lee usted de corrido el sánscrito ——dijo el anciano——. ¿Acaso ha viajado por Persia o por Bengala?
——No, señor ——contestó el joven, palpando con curiosidad la simbólica piel, bastante parecida a una lámina de metal, por su escasa flexibilidad.
El mercader volvió a dejar la lámpara sobre la columna de donde la tomó, lanzando al joven una mirada de glacial ironía, que parecía significar:
——¡Ya no piensa en morir!
——¿Es una broma o un verdadero misterio? ——preguntó el joven desconocido.
El viejo balanceó la cabeza y contestó en tono solemne:
——No puedo afirmarlo categóricamente. He ofrecido el terrible poder que confiere ese talismán a hombres dotados de más energía de la que aparenta usted tener; y, a pesar de haberse burlado de la problemática influencia que debía ejercer sobre sus futuros destinos, ninguno ha querido arriesgarse a formalizar ese contrato tan fatalmente propuesto por no sé qué poder oculto. Les alabo el gusto; yo he dudado, me he abstenido y…
——¿Pero no ha probado usted siquiera? ——interrumpió el joven.
——¡Probar! ——exclamó el anciano——. Si estuviera usted en lo alto de la columna de la plaza de Vendôme, ¿probaría a lanzarse al espacio? ¿Es posible detener el curso de la vida? ¿Ha logrado alguien fraccionar la muerte? Antes de entrar en este gabinete, había usted resuelto suicidarse; pero, de pronto, le preocupa un secreto y le distrae de su propósito. ¡Criatura! ¿Acaso no se le ofrecerá, diariamente, un enigma mucho más interesante que éste? ¡Escúcheme!
»Yo he conocido la corte licenciosa del Regente. Como ahora usted, estaba entonces en la indigencia; tenía que mendigar mi sustento; sin embargo, he llegado a la edad de ciento dos años y me he convertido en millonario. La desgracia me ha proporcionado la fortuna; la ignorancia me ha instruído. Voy a revelar a usted, en pocas palabras, un gran misterio de la vida humana. El hombre se consume a causa de dos actos instintivamente realizados, que agotan las fuentes de su existencia. Dos verbos expresan todas las formas que toman estas dos causas de muerte: «Querer y Poder». Entre estos dos términos y la acción humana, existe otra fórmula de la cual se apoderan los sabios y a la qué yo debo la suerte de mi longevidad. «Querer» nos abrasa y «Poder» nos destruye; pero «Saber» constituye a nuestro débil organismo en un perpetuo estado de calma. Así, el deseo, o el querer, ha fenecido en mí, muerto por el pensamiento; el movimiento, o el poder, se ha resuelto por el funcionamiento natural de mis órganos. En dos palabras: he situado mi vida, no en el corazón, que se quebranta, ni en los sentidos, que se embotan, sino en el cerebro, que no se desgasta y que sobrevive a todo.
»Ningún exceso ha menoscabado mi alma ni mi cuerpo, y eso que he visto el mundo entero. Mis plantas han hollado las más altas montañas de Asia y América, he aprendido todos los idiomas humanos, he vivido bajo todos los regímenes. He prestado dinero a un chino, aceptando como garantía el cuerpo de su padre; he dormido bajo la tienda de un árabe, fiado en su palabra; he firmado contratos en todas las capitales europeas, he dejado sin temor mi oro en la cabaña del salvaje: lo he conseguido todo, en fin, por haber sabido desdeñarlo todo.
»Mi única ambición ha consistido en ver. Ver, ¿no es, acaso, saber? Y saber, ¿no es gozar instintivamente? ¿no es descubrir la substancia misma del hecho y apropiársela esencialmente? ¿Qué queda de una posesión material? Una idea, juzgue, pues, cuán deliciosa ha de ser la vida del hombre que, pudiendo grabar todas las realidades en su mente, transporta en su alma las fuentes de la dicha, extrayendo de ella mil voluptuosidades ideales, exentas de las mancillas terrenas. La imaginación es la llave de todos los tesoros; procura las satisfacciones del avaro, sin proporcionar las preocupaciones. Por eso me he cernido sobre el mundo, en el que todos mis placeres fueron siempre goces intelectuales. Mis excesos se han condensado en la contemplación de mares, de pueblos, de selvas, de montañas. Lo he visto todo; pero tranquilamente, sin cansancio, jamás he ambicionado nada, esperándolo todo. Me he paseado por el Universo, como por el jardín de una vivienda de mi propiedad. Lo que los demás califican de penas, amores, ambiciones, reveses, tristezas, se convierte para mí en ideas, que, trueco en ensueños; en vez de sentirlas, las expreso, las traduzco; en lugar de dejar que devoren mi vida, las dramatizo, las desarrollo, me distraigo como con novelas que leyera mediante una visión interior. Como nunca he desgastado mi organismo, disfruto aún de perfecta salud; y como mi alma conserva todas las energías que no he disipado, mi cabeza está mucho mejor surtida que mis almacenes.
»¡Aquí ——prosiguió, dándose, una palmada en la frente——, aquí está el verdadero capital! Paso días deliciosos dirigiendo una mirada inteligente al pasado, evoco países enteros, parajes, vistas del Océano, figuras hermosas de la historia. Tengo un serrallo imaginario, en el que poseo a todas las mujeres que no he conocido. Con frecuencia, contemplo vuestras guerras, vuestras revoluciones, y las juzgo. ¡Ah! ¿cómo preferir febriles, fugaces admiraciones por unas carnes más o menos sonrosadas, más o menos mórbidas? ¿cómo preferir todos los desastres de vuestras erradas voluntades a la facultad sublime de llamar ante sí al Universo, al placer inmenso de moverse libremente, sin estar agarrotado por las ligaduras del tiempo ni por las trabas del espacio, al placer de abarcarlo todo, de verlo todo, de inclinarse sobre el borde del mundo para interrogar a las otras esferas, para oír a Dios?». Aquí ——agregó en voz vibrante, mostrando la piel de zapa——, en este pedazo de piel, se encuentran reunidos el «poder» y el «querer». En él están resumidas vuestras ideas sociales, vuestras desmedidas ambiciones, vuestras intemperancias, vuestras alegrías que matan, vuestros dolores que alargan la vida, porque quizá el mal no sea más que un violento placer. ¿Quién será capaz de determinar el punto en que la voluptuosidad se convierte en mal, y el en que el mal continúa siendo voluptuosidad? ¿No acarician la vista los más vivos fulgores del mundo ideal, al paso que siempre la hieren las más suaves tinieblas del mundo físico? ¿No se deriva de saberla palabra sabiduría? ¿Y en qué consiste la locura, sino en el exceso de un querer o de un poder?
——¡Pues bien! ¡sí, quiero vivir con exceso! ——exclamó el desconocido, apoderándose de la pie! de zapa.
——¡Cuidado, joven! ——exclamó a su vez el anciano, con increíble vivacidad.
——Había consagrado mi existencia al estudio y a la meditación que ni siquiera me han servido para subvenir a mis necesidades ——replicó el desconocido——. No quiero ser juguete de un sermón digno de Swedenborg, ni de ese amuleto oriental, ni de los caritativos esfuerzos que hace usted para retenerme en una sociedad, en la que mi existencia se ha convertido en imposible. ¡Vamos a ver! ——añadió, apretando el talismán con mano convulsa y mirando al anciano——. ¡Quiero una comida regiamente espléndida, una bacanal digna del siglo en que, según dicen, todo está perfeccionado! ¡qué mis comensales sean jóvenes espirituales y sin prejuicios, alegres hasta la locura! ¡qué los vinos se vayan sucediendo, cada vez más incisivos, más espumosos, con fuerza suficiente para que la embriaguez nos dure tres días! ¡qué den realce a la fiesta las más fogosas hermosuras! ¡Quiero que la Licencia delirante, rugiente, nos arrastre en su carro tirado por cuatro corceles más allá de los confines del mundo, para volcarnos en playas ignoradas! ¡qué las almas asciendan a los cielos o se hundan en el fango, poco me importa! ¡Exijo, por tanto, a ese poder siniestro, que me refunda todos los goces en uno solo! ¡Sí! ¡Necesito estrechar a los placeres del cielo y de la tierra en un postrer abrazo, para que me maten! Ansío, después de beber, antiguas priapas, canciones que despierten a los muertos, besos interminables, cuyo clamor pase sobre París como el estallido de un incendio, desvelando a los esposos, infundiéndoles un ardor irresistible que rejuvenezca a todos, ¡hasta a los septuagenarios!
Una estridente carcajada del vejete resonó en los oídos del enloquecido joven como un eco infernal, imponiéndose tan despóticamente, que le hizo enmudecer.
——¿Cree usted ——repuso el mercader que va a abrirse de pronto el pavimento, para dar paso a mesas suntuosamente ser, vidas y a comensales del otro mundo? ¡No, joven aturdido! ¡No! Ha firmado usted el pacto, y no hay más que hablar. Ahora, sus aspiraciones quedarán escrupulosamente satisfechas, pero a costa de su vida. El círculo de sus días, representado por esa piel, se irá reduciendo en relación con la cantidad y calidad de sus deseos, desde el más modesto al más exorbitante. El brahmín que me proporcionó ese talismán me indicó que existiría una concordancia misteriosa entre los destinos y los deseos de su poseedor. El primer deseo de usted es vulgar; yo mismo podría realizarlo; pero lo dejo a cuenta de los acontecimientos de su vida futura. Después de todo, ¿no quería usted morir? ¡Pues bien! el suicidio queda simplemente aplazado.
El desconocido, sorprendido y casi enojado de ser el blanco constante de las burlas de aquel anciano singular, cuya intención semifilantrópica le pareció claramente demostrada en este último sarcasmo, contestó:
——Ya veré, señor mío, si cambia mi suerte durante el tiempo que invierta en cruzar la calle. Pero si no se burla usted de la desgracia, le deseo, para vengarme de tan fatal servicio, que se enamore perdidamente de una bailarina. Entonces comprenderá usted la satisfacción que proporciona una orgía, y prodigará quizá todas las riquezas que tan filosóficamente ha ido economizando.
Y saliendo, sin oír un hondo suspiro lanzado por el anciano, atravesó las salas y descendió la escalera de la casa, seguido por el mofletudo mocetón que trataba en vano de alumbrarle, pues corría con la ligereza de un ladrón sorprendido en flagrante delito. Cegado por una especie de delirio, ni siquiera se dio cuenta de la increíble ductilidad de la piel de zapa, que habiendo adquirido la flexibilidad de un guante, se arrolló entre sus crispados dedos y se deslizó en el bolsillo de su frac, donde la guardó casi maquinalmente.
Al precipitarse del almacén a la calle, tropezó con tres jóvenes que iban cogidos del brazo.
——¡Animal!
——¡Imbécil!
Tales fueron las corteses interpelaciones que cambiaron.
——¡Calla! ¡si es Rafael!
——¡Es verdad! te buscábamos.
——¡Ah! ¿sois vosotros?
Estas tres frases amistosas siguieron a las injurias, tan pronto como la luz de un farol iluminó las caras del asombrado grupo.
——¡Chico! es preciso que vengas con nosotros ——dijo a Rafael el joven a quien estuvo a punto de derribar.
——¿De qué se trata?
——¡Vamos andando! ya te lo contaré por el camino.
De grado o por fuerza, Rafael se vio rodeado de sus amigos que, secuestrándole y agregándole al gozoso grupo, le arrastraron hacia el puente de las Artes.
——¡Amigo mío! ——continuó el que había tomado la palabra——, hace ya cerca de una semana que andamos buscándote. En tu respetable hotel de San Quintín, que, entre paréntesis, sigue ostentando una invariable muestra con letras alternativamente negras y rojas, como en tiempo de Juan Jacobo Rousseau, la simpática Leonarda nos dijo que habías marchado al campo. ¡Y eso que no tenemos traza de acreedores, de gente de curia, ni de proveedores!
»Pero ¡ni por esas! Rastignac te había visto en los Bufos la noche anterior, y todos hicimos cuestión de amor propio averiguar si vivías encaramado en algún árbol de los Campos Elíseos, si pasabas la noche en una de esas filantrópicas casas, en las que, por diez céntimos, duermen los pordioseros apoyados en una cuerda tirante, o si, más afortunado, habías establecido tu vivac en el tocador de alguna dama. No te hemos encontrado en ninguna parte; ni en los registros de Santa Pelagia, ni en los de la Fuerza. Hemos explorado concienzudamente los ministerios, la Opera, las casas conventuales, cafés, bibliotecas, comisarías de policía, redacciones de periódicos, casas de comida, saloncillos de teatros, en una palabra, cuantos lugares buenos y malos existen en París, y ya llorábamos la pérdida de un hombre dotado de genio suficiente para hacerse buscar lo mismo en la Corte que en las cárceles. Hasta nos proponíamos canonizarte, como a un héroe de julio, y ¡palabra de honor! te echábamos de menos.
En aquel momento, Rafael cruzaba con sus amigos el puente de las Artes, desde donde, sin prestarles atención, contempló el Sena, cuyas mugientes aguas reflejaban las luces de París. Sobre aquella corriente, en la que pocas horas antes intentó precipitarse quedaban cumplidas las predicciones del anciano; la hora de su muerte se retrasaba ya fatalmente.
——¡Te añorábamos, verdaderamente! ——continuó su amigo, sin abandonar el tema iniciado——. Se trata de una combinación, en la que te hemos incluido en tu calidad de hombre superior, es decir, de hombre que sabe sobreponerse a todo. El escamoteo de la bolilla constitucional bajo el cubilete real, se hace hoy, amigo mío, con más desfachatez que nunca. La infame Monarquía, derrocada por el heroísmo popular, con la que se podía reír y banquetear; pero la Patria es una cónyuge arisca y virtuosa, con cuyas metódicas y mesuradas caricias hemos de conformarnos. Como sabes muy bien, el poder se ha trasladado de las Tullerías a los periódicos, de igual modo que el presupuesto ha cambiado de distrito, pasando del Arrabal de San Germán a la Calzada de Antín.
»Pero hay algo que tal vez ignoras. El gobierno, es decir, la aristocracia del dinero y del talento, que se sirve actualmente de la patria, como antes el clero de la monarquía, ha experimentado la necesidad de engañar al buen pueblo francés con palabras nuevas e ideas rancias, ni más ni menos que los filósofos de todas las escuelas y los poderosos de todos los tiempos. Trátase, por tanto, de inculcarnos una opinión regiamente nacional, demostrándonos las enormes ventajas de pagar mil doscientos millones y treinta y tres céntimos a la patria, representada por tales o cuales señores, en vez de satisfacer mil ciento y nueve céntimos a un rey, que decía «yo», en lugar de decir «nosotros».
»En una palabra, acaba de fundarse un periódico, pertrechado con doscientos o trescientos mil francos efectivos, con el objeto de hacer una oposición que calme a los descontentos, sin perjudicar al gobierno nacional del rey democrático.
»Ahora bien; como a nosotros nos tiene tan sin cuidado la libertad como el despotismo, la religión como la incredulidad; como, para nosotros, la patria es una capital en la que las ideas se cambian y se venden a tanto la línea, en la que todos los días hay suculentas comidas y numerosos espectáculos, en la que hormiguean disolutas meretrices y no terminan las cenas hasta el día siguiente, en la que los amores se alquilan por horas como los «simones», París será siempre la más adorable de las patrias, la patria de la alegría, de la libertad, del genio, de las mujeres bonitas, de los hombres calaveras, del buen vino, y en la que jamás se dejará sentir la férula del poder, por estar cerca de los que la empuñan… Nosotros, verdaderos sectarios de Mefistófeles, hemos emprendido la tarea de revocar el espíritu público, de caracterizar a los actores, de apuntalar la barraca gubernamental, de medicinar a los doctrinarios, de reconocer a los viejos republicanos, de pintar a dos colores a los bonapartistas y de avituallar al centro, con tal que se nos permita reírnos para nuestro coleto de reyes y de pueblos, tener por la noche otra opinión que por la mañana, pasar alegremente la vida a la Panurga o a usanza oriental, reclinados en mullidos almohadones. Te reservamos las riendas de ese imperio macarrónico y burlesco, y aprovechamos la coyuntura para llevarte a la comida que da el fundador del susodicho periódico, un banquero retirado, que no sabiendo qué hacer de su dinero quiere cambiarlo por talento. ¡Serás acogido como un hermano, te aclamaremos rey de los espíritus levantiscos que no se asustan de nada y cuya perspicacia descubre los propósitos de Austria, Inglaterra o Rusia, antes que Rusia, Inglaterra o Austria los hayan concebido!
»¡Sí! te instituiremos soberano de esas autoridades intelectuales que proporcionan al mundo los Mirabeau, los Talleyrand, los Pitt, los Metternich, en una palabra, todos esos audaces Crispines que se juegan entre sí los destinos de un imperio, como los hombres vulgares se juegan su doble de cerveza al dominó. Te hemos presentado como el más intrépido de cuantos compañeros han abrazado estrechamente el libertinaje, ese admirable monstruo con el que quieren luchar todos los ánimos esforzados y hasta hemos afirmado que todavía no te ha vencido. Espero que no desmentirás nuestros elogios. Taillefer, nuestro anfitrión, nos ha prometido rebasar las mezquinas saturnales de nuestros pequeños Lúculos modernos. Es suficientemente rico para comunicar grandeza a las pequeñeces y gracia y distinción al vicio… Pero, ¿no me oyes, Rafael? ——preguntó a éste el orador, interrumpiéndose.
——Sí ——contestó el interpelado, menos maravillado de la realización de sus deseos que sorprendido de la manera natural en que se desarrollaban los acontecimientos; pues, aunque le fuera imposible creer en una influencia mágica, admiraba los azares del destino humano.
——Has dicho que sí, como si estuvieras pensando en las musarañas ——replicó uno de los amigos.
——¡Ah! ——repuso Rafael, con un acento de candidez que hizo reír a aquellos escritores, esperanza de la regenerada Francia—— ¡pensaba, mis buenos amigos, en que no estamos lejos de convertirnos en unos consumados bribones! Hasta ahora, hemos blasonado de impiedad, entre dos vinos; hemos pasado la vida en estado de embriaguez; hemos valorado a los hombres y a las cosas en plena digestión. Vírgenes de hechos, éramos osados en la palabra; pero en estos momentos, marcados por el hierro candente de la política, vamos a entrar en ese presidio suelto y a perder en él nuestras ilusiones. Cuando ya sólo se cree en el diablo, es permitido echar de menos el paraíso de la niñez, el tiempo inocente en que sacábamos la lengua ante un buen sacerdote, para recibir en ella el sagrado cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. Si hemos disfrutado tanto al cometer nuestros primeros pecados, ha sido por, que sentíamos remordimientos para embellecerlos y darles un sabor agridulce, mientras que ahora…
——¡Oh! ——interrumpió el primer interlocutor——. Ahora nos queda…
——¿Qué? ——preguntó uno de los otros.
——¡El crimen!…
——He ahí una palabra que tiene toda la elevación de una horca y toda la profundidad del Sena ——replicó Rafael.
——No me has entendido. Me refiero a los crímenes políticos. Desde esta mañana, tan sólo envidio una existencia: la de los conspiradores. No sé si mañana durará este capricho; pero, esta noche, la vida incolora de nuestra civilización lisa como un riel de camino de hierro me produce náuseas. Estoy enamorado apasionadamente de la derrota de Moscú, de las emociones del «Corsario Rojo» y de la vida de los contrabandistas. Puesto que ya no hay cartujos en Francia, quisiera por lo menos un Botany-Bay, un asilo, una especie de enfermería para los pequeños lords Byron que, después de haber estrujado la vida como una servilleta al terminar la comida, no tienen otros recursos que incendiar su país, levantarse la tapa de los sesos, conspirar en favor de la República o abogar por la guerra…
——¡Mira, Emilio! ——interrumpió con vehemencia el amigo más inmediato a Rafael——, te aseguro que, a no ser por la revolución de julio, hubiera vestido el hábito sacerdotal para irme a vegetar en el fondo de una campiña; pero…
——¿Y hubieras leído el breviario todos los días?
——Sí.
——¡Valiente ridiculez!
——¡Bien leemos los periódicos!
——¡Vaya un periodista! Pero, cállate, porque marchamos entre un núcleo de suscriptores… Quedamos, pues, en que el periodismo es la religión de las sociedades modernas y una prueba patente de progreso.
——¿Cómo?
——Los pontífices no vienen obligados a creer, ni el pueblo tampoco…
Departiendo así, como pacíficos ciudadanos que sabían el «De Viris Illustribus» desde muchos años antes, llegaron a un hotel de la calle Joubert.
Emilio era un periodista que había conquistado más gloria, sin hacer nada, que la que otros cosechan a fuerza de éxitos. Osado en su crítica, ocurrente y mordaz, poseía, todas las buenas cualidades que permitían sus defectos. Franco y burlón soltaba en su cara mil epigramas a un amigo, al que defendía luego, en su ausencia, con denuedo y lealtad. Se mofaba de todo, hasta de su porvenir. Falto constantemente de dinero, apático en extremo, como todos los hombres de cierta capacidad, lanzaba un libro, en una frase, a las narices de los que no sabían escribir una frase en sus libros. Pródigo en promesas, jamás cumplidas, había hecho almohada de su fortuna y de su gloria, a riesgo de despertar viejo en un hospital. Al propio tiempo, amigo hasta el sacrificio, cínico descarado y sencillo como un niño, no trabajaba más que impulsado por propio arranque o apremiado por la necesidad.
——¡Ya siembran de flores nuestro camino! ——dijo a Rafael, indicándole las macetas que embalsamaban el ambiente y recreaban la vista.
——Me encantan los vestíbulos bien caldeados y ricamente alfombrados ——contestó Rafael——. Aquí me siento renacer.
——¡Y arriba nos espera una bacanal, amigo Rafael! ¡Ah! ——continuó diciendo por la escalera——, confío en que triunfaremos y pasaremos sobre todas esas cabezas.
Y señaló con ademán burlón a los comensales congregados en una vasta sala, resplandeciente de oro y luz, donde fueron presurosamente acogidos, al entrar, por la juventud más distinguida de París. Uno acababa de revelar su incipiente talento, emulando, con su primer cuadro, las glorias de la pintura imperial. Otro había aventurado a la publicación, la víspera, un libro lleno de lozanía, impregnado de una especie de desdén literario y que marcaba nuevas orientaciones a la escuela moderna. Más allá, un escultor, cuyo rudo semblante acusaba el vigor de su genio, conversaba con uno de esos guasones impenitentes, que, según los casos, o no admiten superioridad en nada, o la reconocen en todo. Aquí, el más chispeante de los caricaturistas, de maliciosa mirada y risa diabólica, acechaba los epigramas, para traducirlos a rasgos de lápiz. Acullá, un joven y atrevido escritor, que destilaba mejor que nadie la quinta esencia de las ideas políticas, o condenaba, como si tal cosa, el espíritu de un escritor fecundo, departía con un poeta, cuyas estrofas habrían anulado todas las obras de la época, si su talento hubiera tenido la intensidad de su odio. Ambos procuraban no decir la verdad ni mentir, dirigiéndose gratas lisonjas. Un músico notable consolaba en «si bemol» y en voz zumbona a cierto joven político, recientemente caído de la tribuna, sin producirse daño alguno. Noveles autores sin estilo se codeaban con otros sin ideas, y prosistas llenos de poesía con poetas prosaicos.
Al ver a aquellos seres incompletos, un pobre sansimoniano, bastante cándido para profesar de buena fe su doctrina, los acoplaba caritativamente, queriendo, sin duda, transformarlos en religiosos de su orden. Por último, se encontraban presentes dos o tres de esos eruditos destinados a suministrar ázoe a la conversación, y varios saineteros dispuestos a mezclar en ella esos fulgores efímeros, que, como los destellos del diamante, no dan calor ni luz. Algunas paradojas vivientes, riendo para su capote, a fuer de gentes que amalgaman sus admiraciones o sus desprecios a hombres y cosas, utilizaban esa política de doble filo para conspirar contra todos los sistemas, sin tomar partido por ninguno. El crítico que no se asombra de nada, que tose en lo más culminante de una cavatina, que grita ¡bravo! antes que nadie, y contradice a los que anticipan su parecer, figuraba también entre los reunidos, procurando apropiarse las ocurrencias de las personas ingeniosas.
Entre aquellos comensales, cinco tenían porvenir, unos cuantos debían alcanzar alguna gloria vitalicia; los restantes, podían aplicarse, como todas las medianías la famosa mentira de Luis XVIII: «Unión y olvido».
El anfitrión mostraba la cavilosa alegría del hombre que gasta dos mil escudos. De vez en cuando, sus ojos se dirigían impacientemente hacia la puerta del salón, como si llamase al comensal que se hacía esperar. No tardó en presentarse un sujeto rechonchete, que fue saludado con un lisonjero rumor: era el notario que aquella mañana misma había autorizado la escritura de fundación del periódico. Un servidor, vestido de rigurosa etiqueta, abrió de par en par las puertas de un espacioso comedor, en el que cada cual fue a ocupar su sitio, sin cumplidos, en torno de una inmensa mesa.
Antes de abandonar los salones, Rafael los abarcó de una última ojeada. Realmente, su deseo se había realizado por completo. Las estancias estaban tapizadas de seda y oro; lujosos candelabros soportaban innumerables bujías, que hacían resaltar los más insignificantes detalles de los artísticos frisos, el delicado cincelado de los bronces y los suntuosos colores del mobiliario. Las flores raras de varias jardineras artísticamente confeccionadas con bambúes, esparcían suaves aromas. Todo, hasta los cortinajes, respiraba una elegancia sin pretensiones; había, en suma, en aquel conjunta cierta gracia poética, cuyo prestigio debía influir en la imaginación de un hombre sin dinero.
——La verdad es ——dijo suspirando—— que cien mil libras de renta son un bonito comentario del Catecismo y nos ayudan maravillosamente a poner la «moral en acciones». ¡Oh! ¡sí! mi virtud no se ha hecho para caminar a pie. Para mí, el vicio consiste en una buhardilla, un traje raído, un sombrero gris en invierno y las deudas al conserje. ¡Quiero vivir en el seno de este lujo un año, seis meses, lo que sea! Después, no me importa morir. Por lo menos, habré consumido, conocido, devorado mil existencias.
——¡Oye, oye! ——contestó Emilio——, me parece que has confundido la berlina de un agente de cambio con la felicidad. ¡Bien pronto te aburrirías de la fortuna, si vieras que te arrebataba la probabilidad de ser un hombre superior! Entre las pobrezas de la riqueza y las riquezas de la pobreza, ¿ha titubeado alguna vez el artista? ¿No necesitamos luchar constantemente? ¡Vaya! ¡prepara tu estómago y fíjate! ——añadió, indicando con un gesto heroico el majestuoso, el tres veces beatífico y tranquilizador aspecto que ofrecía el comedor del bienaventurado capitalista——. En realidad, ese hombre no se ha tomado el trabajo de amasar su dinero sino para nosotros. ¿Acaso no es una especie de esponja olvidada por los naturalistas en el orden de los políperos, y que se trata de exprimir con delicadeza, antes de dejar que los herederos le saquen el jugo? ¿No encuentras de buen gusto los bajos relieves que adornan las paredes? ¿Y las arañas? ¿y los cuadros? ¡Qué lujo tan bien entendido! Si hemos de creer a los envidiosos y a los que se precian de ver los registros de la vida, ese hombre dio muerte, durante la Revolución, a un alemán, y a algunas personas más, entre las que figuraban, según dicen, su mejor amigo y la madre de ese amigo. ¿Quién sospecharía que ha podido albergarse el crimen bajo las canas de ese venerable Taillefer? Su aspecto es el de un hombre sin tacha. Al ver el brillo de la plata, ¿no será para él una puñalada cada uno de sus reflejos?… ¡Bah! ¡bah! ¡tanto valdría creer en Mahoma! Si el público tuviera razón, aquí hay treinta hombres de corazón y de talento, que se aprestarían a devorar las entrañas y a beberse la sangre de una familia. Y nosotros dos, jóvenes, llenos de candor, de entusiasmo, ¿habríamos de ser cómplices de tal desafuero? ¡Ganas me dan de preguntar a nuestro capitalista si es hombre honrado!
——¡Ahora no! ——exclamó Rafael——; pero, cuando esté borracho perdido, habremos comido.
Los dos amigos se sentaron, riendo. Desde luego, y con una mirada más rápida que la palabra, cada comensal pagó su tributo de admiración al suntuoso golpe de vista que ofrecía una larga mesa, blanca como capa de nieve recién caída y sobre la cual se alineaban simétricamente los cubiertos, coronados por dorados panecillos. La cristalería reproducía los colores del iris en sus reflejos estrellados, las bujías cruzaban hasta el infinito sus luminosos destellos, los manjares, colocados bajo campanas de plata, aguzaban el apetito y la curiosidad. Se hablaba poco, limitándose a mirarse los comensales próximos. Circuló el vino de Madera, y apareció el primer servicio en todo su esplendor; habría hecho honor al difunto Cambacérés y sido encomiado por Brillat-Savarin. A continuación, fueron servidos, con profusión regia, los vinos blancos y tintos de Burdeos y de Borgoña.
La primera parte del festín podía compararse, por todos conceptos, a la exposición de una tragedia clásica. El segundo acto resultó un poco más locuaz. Cada comensal había bebido razonablemente, cambiando indistintamente de marca, y al retirar los restos del magnífico plato, comenzaron a entablarse tempestuosas discusiones; las frentes pálidas enrojecieron, algunas narices se tiñeron de púrpura; los rostros se encendieron y las pupilas chispearon. Durante esta aurora de la embriaguez, la discusión no rebasó los límites de la cortesía; pero las bromas, las ocurrencias, fueron brotando poco a poco de todas las bocas; luego asomó la calumnia su cabecilla de serpiente, hablando en tono meloso; entre los grupos algunos cazurros escuchaban atentamente, confiados en conservar su serenidad.
En resumen: el segundo plato, encontró los ánimos bastante caldeados. Cada cual comió hablando, habló comiendo, bebió sin cuidarse de la afluencia de líquidos, tales eran de transparentes y olorosos y tan contagioso resultaba el ejemplo. Taillefer tomó a empeño animar a sus invitados, haciéndoles escanciar los terribles vinos del Ródano, el cálido Tokay, el rancio y espirituoso Rosellón. Desbocados, como caballos de coche-correo que parten de una parada de posta, aquellos hombres, aguijoneados por las burbujas del vino de Champaña, impacientemente aguardado, pero abundantemente vertido, dejando ya galopar su imaginación por el vacío de esos razonamientos que nadie escucha, emprendieron el relato de historias sin auditorio, repitiendo cien veces interpelaciones que quedaban invariablemente sin respuesta. Únicamente la orgía desplegó su potente voz, voz formada por cien clamores confusos que engrosaban, como los «crescendo» de Rossini. Después, llegaron los brindis insidiosos, las fanfarronadas, los retos. Todos renunciaron a ensalzar su capacidad intelectual, para reivindicar la de los toneles, pipas y cubas. Parecía que cada cual tuviera dos voces.
Hubo un momento en que todos los señores hablaron a la vez, entre las sonrisas de los criados. Pero aquella baraúnda de frases, en la que chocaban entre sí, a través de los gritos, las paradojas de dudosa claridad y las verdades grotescamente disfrazadas, con los juicios interlocutorios, las decisiones soberanas y las sandeces de todo género, como en lo recio de un combate se cruzan las granadas, las balas y la metralla, hubiera interesado indudablemente a más de un filósofo, por la singularidad de las ideas, o sorprendido a cualquier político por lo extravagante de los sistemas. Era un libro y un cuadro, todo en una pieza. Las filosofías, las religiones, las morales, tan diferentes de una latitud a otra, los gobiernos, en una palabra, todas las grandes manifestaciones de la inteligencia humana, cayeron bajo una guadaña tan larga como la del tiempo, y quizá hubiera sido difícil aclarar si la manejaba la Cordura ebria o la Embriaguez convertida en cuerda y clarividente.
Arrastrados por una especie de tempestad, aquellos cerebros parecían querer socavar, como las encrespadas olas socavan el acantilado de la costa, todas las leyes entre las cuales flotan las civilizaciones, satisfaciendo así, sin saberlo, la voluntad de Dios, que deja en la Naturaleza el bien y el mal, reservando exclusivamente para sí el secreto de su lucha perpetua. La discusión, furiosa y burlesca, fue, en cierto modo, un aquelarre de las inteligencias. Entre las acerbas chuscadas dedicadas por aquellos hijos de la Revolución al nacimiento de un periódico y las ocurrencias prodigadas por alegres bebedores al nacimiento de Gargantúa, mediaba todo el abismo que separa al siglo décimonono del decimosexto. Este preparaba una destrucción, riendo; aquél, reía entre las ruinas.
——¿Cómo se llama ese joven, sentado al otro lado de usted? ——preguntó el notario, designando a Rafael——. Me parece haberle oído nombrar Valentín.
——¿Qué significa eso de Valentín a secas? ——contestó Emilio riendo——. ¡Rafael de Valentín, si no lo toma usted a mal! Ostentamos un águila de oro en campo negro, coronada de plata, con pico y garras de gules y la hermosa divisa «¡Non cecidit animus!». No somos incluseros, sino descendientes del emperador «Valente», del tronco de los «Valentinois», fundador de las ciudades de «Valencia», en España y en Francia, heredero legítimo del imperio de Oriente. Si dejamos reinar a Mahmud en Constantinopla, es por pura condescendencia, y por falta de dinero y de soldados.
Y Emilio trazó una corona en el aire, con su tenedor, sobre la cabeza de Rafael. El notario reflexionó unos instantes y apuró su copa, exteriorizando un gesto significativo, con el que pareció confesar la imposibilidad de relacionar con su clientela las ciudades de Valencia y de Constantinopla, Mahmud, el emperador Valente y la familia de los Valentinois.
——La destrucción de esos hormigueros llamados Babilonia, Tiro, Cartago y Venecia, siempre aplastados bajo las plantas de un gigante que pasa, ¿no es, por ventura, un aviso dado al hombre por una potestad burlona? ——repuso Claudio Vignon, especie de esclavo comprado para imitar a Bossuet a cincuenta céntimos línea.
——Y Moisés, Sila, Luis XI, Richelieu, Robespierre y Napoleón, son quizá un mismo hombre, que reaparece a través de las civilizaciones, como un cometa en el firmamento ——contestó un sabiondo.
——¿Para qué sondear los arcanos de la Providencia? ——observó el fabricante de baladas, Canalis.
——¡Adiós! ¡ya pareció la Providencia! ——exclamó el crítico interrumpiéndole——. No conozco nada más elástico.
——Pero, señor mío, Luis XIV ha hecho perecer más hombres para construir los acueductos de Maintenon, que la Convención para fijar equitativamente los impuestos, para unificar la ley, nacionalizar a Francia y hacer que se distribuyan con igualdad las herencias ——arguyó Massol, un jovenzuelo hecho republicano, por carecer de una partícula delante de su apellido.
——¡Caballerito! ——le replicó el pacífico propietario Moreau de I'Oise——, supongo que no tomará usted el vino por sangre y dejará reposar nuestras cabezas sobre los respectivos hombros.
——¡Quién sabe! ¿Acaso los principios del orden social no merecen algunos sacrificios?
——¡Oye, Bixiou! ——advirtió un joven a su vecino de mesa——. Ese titulado republicano supone que la cabeza de ese propietario sería un sacrificio.
——Los hombres y los acontecimientos no significan nada ——declaró el republicano, continuando la exposición de su teoría entre flatulentas expansiones——. En política y en filosofía, sólo existen fundamentos e ideas.
——¡Qué horror! ¿no se arrepentiría de haber matado a sus amigos, por un quítame allá esas pajas?
——¡Alto, señor mío! El hombre que siente remordimientos es el verdadero malvado, porque tiene alguna idea dela virtud, mientras que Pedro el Grande, el duque de Alba, eran sistemas, y el corsario Mambard, una organización…
——¿Y no es libre la sociedad de prescindir de sus sistemas y de sus organizaciones? ——preguntó Canalis.
——¡Ciertamente! ——contestó el republicano.
——¡Bah! esa estúpida república, tan calurosamente patrocinada por usted, me produce náuseas: no podríamos trinchar tranquilamente un capón, sin tropezar en él con la ley agraria.
——Tus máximas son excelentes, ¡mi pequeño Bruto relleno de trufas!, pero te comparo con mi ayuda de cámara. El truhán está de tal modo poseído por la manía de la limpieza, que si le dejara cepillar mis ropas a su gusto, iría en cueros.
——¡Son ustedes unos majaderos! ——replicó el ferviente republicano——. ¿Acaso pretenden ustedes limpiar una nación con mondadientes? A su juicio, la justicia es más peligrosa que los ladrones.
——¡Hola! ¿qué es eso? ——exclamó el abogado Desroches.
——¡Qué cargantes se ponen con su política! ——repuso a su vez el notario Cardot——. ¡Echad la llave! No hay ciencia ni virtud que valga una gota de sangre. Si nos propusiéramos practicar la liquidación de la verdad, probablemente la encontraríamos en quiebra.
——Es indudable que nos hubiera costado menos divertirnos en el mal que disputarnos en el bien. Por mi parte, daría todos los discursos pronunciados en la tribuna, desde hace cuarenta años, por una trucha, por un cuento de Perrault o un croquis de Charlet.
——¡Tiene usted razón!… Acérqueme los espárragos… Porque, bien mirado, la libertad engendra la anarquía, la anarquía conduce el despotismo y el despotismo retrotrae a la libertad. Han perecido millones de seres, sin haber logrado el triunfo definitivo de ningún ideal. ¿No es ése el círculo vicioso, en cuyo torno girará constantemente el mundo moral? Cuando el hombre cree haber perfeccionado, no ha hecho más que cambiar la situación de las cosas.
——En ese caso ——exclamó el sainetero Cursy——, ¡brindo por Carlos X, padre de la libertad!
——¿Y por qué no? ——dijo Emilio——. Cuando el despotismo está en las leyes, la libertad se alberga en las costumbres y viceversa——.
——¡Brindemos, pues, por la imbecilidad del poder, que nos da tanto poder sobre los imbéciles! ——propuso el banquero.
——¡Amigo mío, cuando menos, Napoleón nos ha legado gloria! ——afirmó un oficial de marina, que jamás había salido de Brest.
——¡Gloria! ¡triste mercancía! Se paga cara y no se conserva. ¿No es, por ventura, el egoísmo de los grandes hombres, como la felicidad es el de los tontos?
——¡Qué feliz debe ser usted!
——El inventor de las zanjas hubo de ser necesariamente un hombre débil, porque la sociedad no aprovecha más que a las gentes ruines. Situados en los dos extremos del mundo moral, el salvaje y el pensador aborrecen igualmente la propiedad.
——¡Magnífico! ——exclamó Cardot——. ¡Si no hubiera propiedades, no se otorgarían escrituras!
——¡Esos guisantes son un manjar de dioses!
——Y al siguiente día encontraron al párroco muerto en su lecho…
——¿Quién habla de muertos? ¡No os bromeéis, porque tengo un tío…!
——¿A cuya pérdida se resignaría usted indudablemente?
——Eso no se pregunta.
——¡Atención, señores! «¡Procedimiento para matar a los tíos!».
——¡Chist! ¡Oigamos! ¡oigamos!
——Ante todo, supongamos un tío sanóte y rollizo, septuagenario por lo menos… Estos son los mejores tíos. Se le hace comer, con cualquier pretexto, un pastel de «foie gran»…
——Mi tío es alto, enjuto de carnes, avaro y sobrio. ——Esos tíos son monstruos que abusan de la vida.
——Y se le anuncia durante la digestión ——continuó el «matatíos»—— la quiebra de su banquero.
——¿Y si resiste?
——¡Se le suelta una chica guapa!
——¿Y si dice que…? ——insistió el otro, haciendo un gesto negativo.
——Entonces, eso no es un tío, porque los tíos son esencialmente alegrillos.
——La voz de la Malibran ha perdido dos notas.
——¿Qué ha de perder?
——Le digo a usted que sí.
——Sí y no. Es la historia eterna de todas las disertaciones religiosas, políticas y literarias. ¡El hombre es un funámbulo, que se arriesga constantemente al borde del precipicio!
——Si continuara escuchándole, me acreditaría de tonto.
——Al contrario; si acaso, será por no escucharme.
——La instrucción… ¡Valiente tontería! Heineffettermach hace ascender a más de mil millones el número de volúmenes impresos, y la vida de un hombre apenas alcanzará para leer ciento cincuenta mil. Ahora, ¡explíqueme usted lo que significa la palabra «instrucción»! Para unos, consiste en saber cuatro vulgaridades estúpidas, sin estar al tanto del movimiento en ningún orden de la actividad humana. Otros, han utilizado sus conocimientos para escamotear un testamento y conquistarse fama de honrados, disfrutando de la estimación y del respeto de los demás, como hubieran podido ser sorprendidos en flagrante delito de robo con reincidencia, con todas las agravantes del código, yendo a morir aborrecidos y deshonrados, a un presidio.
——¿Se sostendrá Nathan?
——Sus colaboradores tienen mucho talento.
——¿Y Canalis?
——De ése no hay que hablar: es un gran hombre.
——¡Estáis beodos!
——La consecuencia inmediata de una constitución es el aplanamiento de las inteligencias. Artes, ciencias, monumentos, todo lo devora un espantoso sentimiento de egoísmo, lepra de nuestra época. Vuestros trescientos burgueses, sentados en sus escaños, únicamente pensarán en plantar chopos. El despotismo realiza grandes cosas, ilegalmente la libertad ni aun se toma el trabajo de realizar legalmente las más insignificantes.
——Vuestra enseñanza mutua fabrica monedas de carne humana ——dijo un absolutista, interrumpiendo——. En un pueblo nivelado por la instrucción, desaparecen las personalidades.
——Sin embargo, ¿no es el objeto de la sociedad proporcionar el bienestar a todos? ——preguntó el sansimoniano.
——¡Si tuviera usted cincuenta mil libras de renta, ni siquiera se acordaría del pueblo! ¿Está usted tan verdaderamente apasionado por la humanidad? ¡Pues váyase a Madagascar! Allí encontrará un pueblo nuevecito que sansimonizar, clasificar y embotellar; pero aquí cada cual entra naturalmente en su alvéolo, como una clavija en su agujero. Los porteros y los necios son bestias que no se precisa que sean promovidos a tales por un colegio de religiosos. ¡Ja! ¡Ja!
——¡Es usted un carlista!
——¿Por qué negarlo? Me gusta el despotismo, porque indica cierto desprecio a la raza humana. No aborrezco a los reyes. ¡Son tan amenos! ¿Le parece a usted poco elevarse a un trono, a treinta millones de leguas del sol?
——Pero resumamos este amplio concepto de la civilización ——decía entretanto el sabio, que para instrucción del distraído escultor había entablado una discusión acerca del comienzo de las sociedades y de los pueblos autóctonos——. En los orígenes de las naciones la fuerza fue, en cierto modo, material, uniforme, grosera; luego al aumentar las agregaciones, los gobiernos procedieron a descomposiciones más o menos hábiles, del poder primitivo. Así, en los tiempos remotos la fuerza residía en la teocracia; el sacerdote manejaba el acero y el incensario. Más adelante, hubo dos sacerdocios: el pontífice y el rey. Hoy, nuestra sociedad, último término de la civilización, ha distribuido el poder con arreglo al número de combinaciones y hemos llegado a las fuerzas denominadas industria, cultura, capital, oratoria. Como el poder carece ya de unidad, camina incesantemente hacia una disolución social, para la que no existe otro valladar que el interés; por consiguiente, no nos apoyamos en la religión ni en la fuerza material, sino en la inteligencia. Ahora bien; ¿podrá reemplazar el libro al acero, la discusión al hecho? Ese es el problema.
——La inteligencia lo ha matado ——replicó el carlista——. La libertad absoluta conduce al suicidio a las naciones, que se hastían en el triunfo, como un inglés millonario.
——¿Qué nos dirá usted de nuevo? Hoy se ridiculizan todos los poderes, y hasta es cosa corriente negar a Dios. Ya no existen creencias, y este siglo es como un sultán caduco, víctima de sus excesos. En fin, el celebrado lord Byron, en una suprema desesperación poética, ha cantado las pasiones del crimen.
——¿No sabe usted ——objetó Bianchon, completamente beodo—— que una dosis de fósforo, de más o de menos, hace al hombre inteligente o idiota, valeroso o tímido, virtuoso o criminal?
——¿Es posible que se trate de tal modo a la virtud? ——exclamó Cursy——. ¿La virtud, tema de todas las producciones teatrales, desenlace de todos los dramas, base de toda justicia?
——¡Cállate, animal! ——contestó Bixiou——. Tu virtud es Aquiles sin talón.
——¡Bebamos!
——¿Quieres apostar a que me bebo de un trago una botella de Champaña?
——¡Qué rasgo de ingenio! ——exclamó Bixiou.
——¡Están borrachos como carreteros! ——observó un mozalbete, que daba de beber concienzudamente a su chaleco.
——¡Sí, señor! el gobierno de los tiempos actuales es el arte de hacer reinar a la opinión pública.
——¿La opinión? ¡Si es la más viciosa de todas las rameras! A dar oídos a las predicaciones moralizadoras de los que os consagráis a la política, habría que preferir vuestras leyes a la Naturaleza, la opinión a la conciencia. ¡Todo es verdad y todo es mentira! Si la sociedad nos ha proporcionado el plumón de las almohadas, ha compensado el beneficio con la gota, así como ha ideado el procedimiento para atemperar a la justicia y ha puesto los resfriados a continuación de los chales de cachemira.
——¡Monstruo! ——exclamó Emilio, interrumpiendo al misántropo——, ¿cómo es posible que murmures de la civilización, ante tantos y tan deliciosos vinos y manjares? ¡Muerde las patas y hasta las doradas astas de ese corzo, pero no muerdas a tu madre!
——¿Qué culpa tengo yo de que el catolicismo llegue a meter un millón de dioses en un saco de harina, de que la República venga siempre a parar en un Robespierre, de que la realeza se encuentre siempre entre el asesinato de Enrique IV y el proceso de Luis XVI, y de que el liberalismo se reduzca a La Fayette?
——¿Le abrazó usted en julio?
——No.
——Entonces, calle usted, ¡escéptico!
——Los escépticos son los hombres más concienzudos.
——¡Si no tienen conciencia!
——¿Qué dice usted? Tienen lo menos dos.
——¡Descontar el Cielo! Es el colmo del mercantilismo. Las religiones antiguas se reducían a un afortunado desarrollo del placer físico; pero nosotros hemos desarrollado el alma y la esperanza. El progreso es evidente.
——¿Qué puede esperarse, amigos míos, de un siglo nutrido de política? ——repuso Nathan——. ¿Cuál ha sido la suerte del «Rey de Bohemia y de sus siete castillos», la más arrebatadora concepción…?
——¡Hola! ¡hola! ——gritó el crítico, de extremo a extremo de la mesa——. Esas son frases barajadas al azar en un sombrero, verdadera obra escrita para Charenton.
——¡Es usted un estúpido!
——¡Y usted un canalla!
——¡Vamos! ¡vamos!
——¡Calma, señores!
——Habrán de batirse.
——¡Ca!
——Mañana nos veremos.
——Ahora mismo ——contestó Nathan.
——Decididamente, son ustedes dos bravos.
——¡Y usted otro! ——replicó el provocador.
——¡Ni siquiera pueden tenerse en pie!
——¿Cómo que no? ——contestó el belicoso Nathan, cabeceando, al levantarse, como una cometa sin contrapeso.
Y después de lanzar en derredor una mirada imbécil, cayó desplomado sobre su asiento, como extenuado por el esfuerzo, inclinó la cabeza y permaneció mudo.
——¡Tendría gracia ——dijo el crítico a su vecino—— que me batiera por una obra que no he leído ni visto siquiera!
——¡Emilio! ¡ten cuidado de tu indumentaria, porque tu vecino palidece! ——advirtió Bixiou.
——¿Kant? ¡Un globo más, lanzado para embaucar a los tontos! ¡El materialismo y el espiritualismo son dos vistosas raquetas, con las que los charlatanes togados despiden el mismo volante! ¿Qué más da que Dios esté en todo, según Spinosa, o que todo proceda de Dios, según San Pablo?… ¡Imbéciles! ¿No es idéntico el movimiento para cerrar que para abrir una puerta? ¿Ha salido el huevo de la gallina o la gallina del huevo? En eso estriba todo.
——¡Inocente! ——objetó el erudito——, el problema que planteas, está ya resuelto por un hecho.
——¿Cuál?
——El de que las cátedras no se han creado para explicar filosofía, sino más bien la filosofía para justificar las cátedras. ¡Cálate los lentes y lee el presupuesto!
——Ladrones!
——¡Imbéciles!
——¡Tunantes!
——¡Embusteros!
——¿En dónde, sino en París, encontraréis un cambio tan vivo, tan rápido de ideas? ——preguntó Bixiou, ahuecando la voz.
——¡Anda, Bixiou! ¡Represéntanos una farsa clásica! ¡Una crítica burlesca!
——¿Queréis que os represente el siglo diez y nueve?
——¡Atención!
——¡Silencio!
——¡Ponedle carátula!
——¿Callarás alguna vez?
——¡Tapadle la boca con vino!
——¡Venga, Bixiou!
El artista se abotonó hasta el cuello, se calzó sus guantes amarillos y bizcó los ojos, empezando su relación; pero el ruido apagó su voz, siendo imposible oír una sola palabra de su sátira.
Los postres aparecieron como por encanto. La mesa fue adornada con un gran centro salido de los talleres de Thomire. Esbeltas figuras, a las que un célebre artista había comunicado las formas convenidas en Europa para la belleza ideal, sostenían y llevaban canastillas de fresas, de ananás, dátiles frescos, doradas uvas, rubios melocotones, naranjas llegadas de Setúbal en un vapor, granadas, frutas de la China; en una palabra, todas las sorpresas del lujo, los milagros de la repostería los más apetitosos bocados, las más delicadas golosinas. El brillo de la porcelana, las líneas resplandecientes de los dorados, el tallado de la cristalería, realzaban los colores de aquellos cuadros gastronómicos. Grácil como las líquidas franjas del Océano, flexible y ligera, la espuma coronaba los paisajes del Poussin, reproducidos en Sévres.
El territorio de un príncipe alemán no hubiera bastado a sufragar aquella insolente esplendidez. La plata, el nácar, el oro, el cristal, fueron prodigados nuevamente y bajo nuevas formas; pero el abotagamiento de los ojos y la fiebre locuaz de la embriaguez apenas permitieron a los comensales adquirir una vaga intuición de aquel mágico espectáculo, digno de un cuento oriental.
Los vinos de postre aportaron sus aromas y sus ardores, deliciosos vapores que engendran una especie de espejismo intelectual y cuyos potentes lazos encadenan los pies y apesantan las manos. Las pirámides de frutas fueron saqueadas, las voces aumentaron y redobló el tumulto. Ya no hubo medio de percibir distintamente las palabras; las copas volaron en añicos y los labios todos prorrumpieron en risotadas, ruidosas como cohetes. Cursy cogió una trompa y tocó llamada, que fue como una señal dada por el diablo.
La delirante reunión aulló, silbó, cantó, gritó, rugió, gruñó. Habríase sonreído al ver aquellas gentes, joviales por temperamento, tornarse sombrías como los desenlaces de Crébillon, o meditabundas, como marinos en coche. Los discretos confiaban sus intimidades a curiosos que no les escuchaban. Los melancólicos sonreían, como bailarinas al terminar sus piruetas. Claudio Vignon se contoneaba como un oso enjaulado. Los amigos íntimos disputaban. Las semejanzas animales inscritas en los rostros humanos y tan curiosamente demostradas por los fisiólogos, reaparecían vagamente en los gestos, en las actitudes. Aquello era un libro abierto para cualquier observador.
El anfitrión, sintiéndose beodo, no se atrevía a levantarse; pero aprobaba las extravagancias de sus invitados con una mueca fija, tratando de conservar un aire decoroso y hospitalario. Su ancha faz, roja y azul, casi amoratada, repulsiva, se asociaba al movimiento general por medio de esfuerzos semejantes a los cabeceos y bandazos de un bergantín.
——¿Los asesinó usted? ——le preguntó Emilio.
——Dicen que la pena de muerte va a ser abolida, en favor de los revolucionarios de julio ——contestó Taillefer, enarcando las cejas con un aire mezcla de malicia y de estupidez.
——Pero, ¿no los suele usted ver en sueños? ——inquirió Rafael.
——¡Hay prescripción! ——dijo el asesino enriquecido.
——¡Es claro! ——exclamó Emilio, en tono sardónico——. Y luego, el marmolista grabará sobre la losa de su tumba: «¡Transeúntes, derramad una lágrima a su memoria!». ¡Oh! ——añadió——, ¡de qué buena gana daría cinco francos al matemático que demostrara por medio de una ecuación algebraica la existencia del infierno!
Y arrojó una moneda al aire, gritando:
——¡Cara por Dios!
——¡No me mire usted! ——dijo Rafael, recogiendo la moneda ¿Quién sabe? ¡El azar es tan guasón!…
——¡¡Ah!! ——repuso Emilio, con acento tristemente burlón——, no veo dónde poner los pies entre la geometría del incrédulo y el «Pater noster» del papa. ¡Bah! ¡bebamos! «Trinc» es, a mi juicio, el oráculo de la divina botella y sirve de conclusión al Pantagruel.
——Al «Pater noster» debemos ——contestó Rafael—— nuestras artes, nuestros monumentos, nuestras ciencias quizá y un beneficio mucho mayor aún, nuestros modernos gobiernos, en los cuales está maravillosamente representada una sociedad vasta y fecunda por quinientas inteligencias, cuyas fuerzas opuestas entre sí se neutralizan, dejando todo poder a la «civilización», reina gigantesca que reemplaza al «Rey», esa antigua y terrible figura, especie de falso destino interpuesto por el hombre entre el cielo y él. En presencia de tantas obras realizadas, el ateísmo aparece como un esqueleto infecundo. ¿Qué te parece?
——Pienso en las oleadas de sangre derramadas por el catolicismo ——replicó fríamente Emilio——. El ha tomado nuestras venas y nuestros corazones para hacer un remedio del diluvio. Pero, ¡no importa! Todo hombre sensato debe marchar bajo la bandera de Cristo. El tan sólo ha consagrado el triunfo del espíritu sobre la materia; él tan sólo nos ha revelado poéticamente el mundo intermedio que nos separa de Dios.
——¿Lo crees así? ——preguntó Rafael, lanzando a su amigo una indefinible sonrisa de embriaguez——. ¡Pues bien! para no comprometemos, pronunciemos el famoso brindis: «¡Deo ignoto!».
Y vaciaron sus cálices de ciencia, de ácido carbónico, de fragancias, de poesía y de incredulidad.
——Si los señores gustan pasar al otro salón, está servido el café ——dijo el maestresala.
En aquel momento, casi todos los comensales se revolcaban en el seno de esos limbos deliciosos en los que, apagadas las luces del espíritu, el cuerpo, desligado de su tirano, se abandona a los delirantes goces de la libertad. Unos, llegados al apogeo de la embriaguez, permanecían melancólicamente cavilosos, buscando afanosamente una idea que les atestiguara su propia existencia; otros, sumidos en el marasmo producido por una laboriosa digestión, negaban el movimiento. Algunos intrépidos oradores seguían pronunciando vagas frases, cuyo sentido no alcanzaban a comprender ellos mismos. Los estribillos se repetían como los golpes de un aparato mecánico, que desenvuelve su vida ficticia y sin alma. El silencio y el tumulto se acoplaban de modo extraño.
Sin embargo, al oír la sonora voz del criado que, a falta de un amo, les anunciaba nuevos placeres, los congregados se levantaron, arrastrados, sostenidos o llevados unos por otros. La turba entera permaneció, durante un instante, inmóvil y embelesada en el umbral de la puerta. Las excesivas delicias del festín palidecieron ante el seductor espectáculo que el anfitrión ofrecía al más voluptuoso de los sentidos de sus huéspedes. Bajo las centelleantes bujías de dorada lucerna, en torno de una mesa cuajada de servicio de plata, surgió súbitamente un grupo de mujeres ante los atolondrados comensales, cuyas pupilas brillaron como otros tantos diamantes. Espléndidos eran los atavíos, pero mucho más espléndidas resultaban aquellas hermosuras deslumbradoras, ante las cuales desaparecían todas las maravillas de aquel palacio. Los apasionados ojos de aquellas jóvenes, tentadoras como hadas, refulgían más que los torrentes de luz que hacían resplandecer los vivos matices del raso de los cortinajes, la blancura de los mármoles y los delicados contornos de los bronces.
El corazón ardía en deseo al contemplar los contrastes de sus vistosos adornos y de sus actitudes y ademanes, todos distintos en atractivo y en carácter. Era un ramo de flores salpicado de rubíes, zafiros y corales; un cinturón de negros collares ciñendo níveos cuellos. Las vaporosas gasas, flotando como destellos de un faro, los caprichosos turbantes, las túnicas modestamente provocativas…
Aquel serrallo encerraba seducciones para todos los ojos, voluptuosidades para todos los gustos. Lánguidamente abandonada, una bailarina parecía despojada de velos bajo los ondulantes pliegues de la cachemira. Aquí un tul diáfano, allá los tornasoles de la seda ocultaban o revelaban perfecciones misteriosas. Diminutos pies brindaban amores, que reservaban las bocas frescas y sonrosadas. Tiernas y candorosas doncellas, vírgenes aparentes, cuyas hermosas cabelleras respiraban religiosa inocencia, se ofrecían a las miradas como apariciones que un soplo podía disipar. Beldades aristocráticas, de altivo mirar, pero indolentes, endebles, delgadas y graciosas, inclinaban la cabeza como si aún aspirasen a regias protecciones. Una inglesa, una especie de alba y casta sombra, descendida de las nubes de Osián, semejaba un ángel de melancolía, un remordimiento huyendo del crimen. La parisina, cuya belleza, en con, junto, estriba en una gracia indescriptible, engreída de su elegancia y de su ingenio, armada de su omnipotente debilidad, flexible y dura, sirena sin corazón y sin sentimientos, pero que sabe crear artificiosamente los tesoros de la pasión, así como imitar los acentos del alma, no faltaba en aquella peligrosa asamblea, en la que figuraban asimismo italianas tranquilas en apariencia y concienzudas en su dicha, opulentas normandas de formas exuberantes, mujeres meridionales de negros cabellos y rasgados ojos.
Hubiéraseles tomado por cortesanas versallescas convocadas por Lebel, que hubieran tendido todos sus lazos, de madrugada, llegando como una banda de esclavas orientales despiertas por la voz del traficante, para partir al rayar la aurora. Permanecían confusas, avergonzadas, y se agolpaban, solícitas, en torno de la mesa, como abejas que zumban en el interior de una colmena. Aquella tímida cortedad, reproche y coquetería a la vez, era seducción calculada o pudor involuntario. Quizá cierto sentimiento, del que la mujer no se desprende nunca en absoluto, les ordenaba envolverse en el manto de la virtud, para dar más encanto y mayor incentivo a las prodigalidades del vicio.
Por ello, la conspiración urdida por el taimado Taifeller estuvo a punto de fracasar. Al pronto, aquellos hombres desenfrenados se sintieron subyugados por el majestuoso poder de que la mujer se halla investida. Un murmullo de admiración resonó como la más dulce de las melodías. El amor no había navegado de conserva con la embriaguez: en lugar de un huracán de pasiones, los comensales, sorprendidos en un momento de debilidad, se abandonaron a las delicias de un éxtasis voluptuoso. Los artistas, a la voz de la poesía, que constantemente predomina en ellos, estudiaron con fruición los delicados matices que distinguían entre sí a las selectas beldades. Reanimado por una idea, inspirada quizá por alguna emanación de ácido carbónico desprendida del vino de Champaña, un filósofo se enterneció, al pensar en las desventuras que habían conducido a semejante lugar a aquellas mujeres, dignas probablemente, en otros tiempos, de los más puros homenajes. Indudablemente, todas ellas habían sido protagonistas de un drama sangriento. Casi todas llevaban consigo infernales torturas, y arrastraban en pos hombres descreídos, promesas burladas, alegrías rescatadas por la miseria.
Los comensales se acercaron a ellas cortésmente, entablándose conversaciones tan diversas como los caracteres.
Formáronse grupos y la estancia tomó aspecto de un salón honesto, en el que solteras y casadas ofrecieran a los invitados, después de la comida, los auxilios que el café, los licores y el azúcar prestan a los gastrónomos que luchan con una digestión recalcitrante. Pero no tardaron en estallar las risas, creciendo el murmullo y arreciando las voces. La orgía, domada durante un momento, amenazó a intervalos con despertarse. Las alternativas de silencio y de ruido ofrecían cierta vaga semejanza con una sinfonía de Beethoven.
Sentados en un mullido diván, los dos amigos vieron llegar hacia ellos a una joven alta, bien proporcionada, de soberbio porte y de fisonomía bastante regular, pero perspicaz, impetuosa y que impresionaba al alma con vigorosos contrastes. Su cabellera negra, lascivamente ondulada, parecía haber soportado ya los combates del amor, y caía en ligeras guedejas sobre los anchos hombros, que ofrecían a la contemplación atrayentes perspectivas. Largos bucles envolvían a medias un soberbio cuello, por el que se deslizaba la luz, de rato en rato, revelando la delicadeza de sus primorosos contornos. La piel, de un blanco mate, hacía resaltar los tonos cálidos y animados de sus vivos colores. Los ojos, provistos de largas pestañas, despedían atrevidas llamaradas, chispazos de amor. La boca, roja, húmeda, entreabierta, pedía besos.
Era de talle robusto, pero amorosamente elástico: su seno y sus brazos ostentaban amplio desarrollo como los de las hermosas figuras de Carraccio; sin embargo, parecía ligera, flexible, y su vigor delataba la agilidad de una pantera, como la varonil elegancia de sus formas prometía insaciables voluptuosidades. Aunque aquella muchacha debió ser risueña y retozona, su mirada y su sonrisa ponían pavor en la mente. Semejante a las profetisas agitadas por un genio maléfico, admiraba más bien que gustaba. Todas las expresiones pasaban en tropel y como relámpagos por su inquieto rostro. Quizá hubiera entusiasmado a gentes estragadas, pero un joven la hubiera temido. Era una estatua colosal caída de lo alto de algún templo griego, sublime a distancia, pero tosca, mirada de cerca. Con todo, su radiante belleza debía despertar a los impotentes; su voz, encantar a los sordos; su mirada, reanimar vetustas osamentas.
Así, Emilio la comparó vagamente con una tragedia de Shakespeare, especie de arabesco admirable en que la alegría aúlla, el amor tiene algo de salvaje, la gracia de la magia y el fuego de la dicha suceden a los sangrientos tumultos de la cólera; monstruo que sabe morder y acariciar, reír como un demonio, llorar como los ángeles, improvisar en un solo abrazo todas las seducciones femeninas, excepto los suspiros de la melancolía y las inefables modestias de una virgen; y luego, en un momento, rugir, desgarrarse las entrañas, aniquilar a su pasión y a su amante; destrozarse, en fin, a sí misma, como se destroza un pueblo amotinado. Ataviada con un vestido de terciopelo rojo, pisoteaba indolentemente varias flores desprendidas ya de las cabezas de sus compañeras, mientras tendía desdeñosamente a los dos amigos una bandeja de plata.
Orgullosa de su belleza, y quizá de sus vicios, mostraba un brazo blanco que se destacaba vivamente sobre el terciopelo. Allí estaba erguida como la reina del placer, como una imagen de la alegría humana, de esa alegría que disipa los tesoros acumulados por tres generaciones, que ríe sobre cadáveres, se mofa de los antepasados, disuelve perlas y tronos, transforma a los jóvenes en ancianos, y muchas veces a los ancianos en jóvenes; de esa alegría únicamente permitida a los colosos fatigados del poder, quebrantados de pensamiento o para los cuales la guerra ha venido a ser como un juguete.
——¿Cómo te llamas? ——le preguntó Rafael.
——Aquilina.
——¡Ah! ——exclamó Emilio——, ¿procedes de «Venecia salvada»?
——Sí ——contestó ella——. Así como los papas adoptan nombres nuevos al remontarse sobre los demás hombres, yo he variado el mío al elevarme sobre todas las mujeres.
——¿Y tienes, como tu patrona, un noble y terrible conspirador que te ame y sepa morir por ti? ——preguntó con viveza Emilio, reanimado por aquella apariencia de poesía.
——Le tuve ——respondió la muchacha——; pero la guillotina se declaró mi rival. Por eso llevo siempre algún trapajo rojo en mi indumentaria, para que mi alegría no se desborde.
——¡Oh! ¡si la dejan ustedes contar la historia de los cuatro sargentos de la Rochela, para rato hay! ¡Cállate, pues, Aquilina! No todas las mujeres tienen un amante a quien llorar, pero tampoco tienen todas, como tú, la satisfacción de haberle perdido en un cadalso. ¡Por mi parte, preferiría saber que el mío reposaba en una fosa, en Clamart, que en el lecho de una rival!
Estas frases fueron pronunciadas en voz dulce y melodiosa, por la más inocente, más linda y más gentil de cuantas criaturas hayan podido salir de un huevo encantado, bajo el mágico poder de la varita de un hada. Había llegado sigilosamente y mostraba un rostro delicado, talle cenceño, ojos azules de sugestiva modestia, frente pura y lozana. Una náyade ingenua escapada de su fuente, no es más tímida, más blanca ni más candorosa que aquella muchachuela, que representaba unos diez y seis años y parecía ignorar el mal y el amor, desconocer las tempestades de la vida y venir de una iglesia, donde hubiera implorado, por mediación de los ángeles, la merced de ser llamada prematuramente a los cielos.
Sólo en París se encuentran esas criaturas de rostro cándido, que ocultan la depravación más profunda, los vicios más refinados bajo una frente tan dulce, tan tierna como la flor de una margarita. Engañados a primera vista por las celestiales promesas escritas en los suaves atractivos de aquella chicuela, Emilio y Rafael aceptaron el café que les vertió en las tazas presentadas por Aquilina y comenzaron a dirigirle preguntas. Ella acabó por transfigurar, a los ojos de los dos poetas, por una siniestra alegría, no sé qué faz de la vida humana, oponiendo a la expresión ruda y apasionada de su imponente compañera el retrato de esa corrupción fría, voluptuosamente cruel, bastante aturdida para cometer un crimen y bastante fuerte para reírse de él; especie de demonio descorazonado, que castiga a las almas generosas y leales a experimentar las emociones de que él está privado, que encuentra siempre un mohín amoroso que vender, lágrimas para el entierro de su víctima, y júbilo por la noche, para leer su testamento.
Un poeta hubiese admirado a la hermosa Aquilina; el mundo entero debía huir de la sugestiva Eufrasia: una era el alma del vicio; la otra era el vicio sin alma.
——Desearía saber ——dijo Emilio a la linda criatura—— sí piensas alguna vez en el porvenir.
——¿En el porvenir? ——contestó riendo la interpelada——. ¿Qué entiende usted por porvenir? ¿A qué pensar en lo que aún no existe? Yo no miro nunca ni atrás ni adelante. ¿Acaso no es más que suficiente ocuparme del día en que vivo? Además, nuestro porvenir le conocemos de sobra; es el hospital.
——¿Y cómo, viendo el hospital en perspectiva, no procuras evitar ir a parar allí? ——preguntó Rafael.
——¿Pues qué tiene de pavoroso el hospital? ——interrogó a su vez la terrible Aquilina——. No siendo madres ni esposas, ¿qué podremos necesitar cuando la vejez debilite nuestros cuerpos y arrugue nuestras frentes; cuando el tiempo marchite nuestros encantos y seque la alegría en las miradas de nuestros amigos? Entonces, ya no ven ustedes en nosotras, de todas nuestras galas, de todos nuestros hechizos, más que la abyección primitiva, que avanzó fría, seca, descompuesta, produciendo chasquidos semejantes al de las hojas caídas. Los más preciosos atavíos se nos convierten en andrajos; el ámbar que aromatizaba el tocador, trasciende a muerte y presiente el esqueleto; y si por acaso se encuentra un corazón en ese fango, todos le insultan ustedes, sin permitirnos siquiera un recuerdo. Así pues, ya nos encontremos en esa época de la vida cuidando perros en un hotel suntuoso, ya en un hospital, escogiendo guiñapos, ¿dejará de ser idéntica nuestra existencia? ¿Qué diferencia media entre ocultar nuestras canas bajo un pañuelo a cuadros encarnados y azules o bajo encajes, barrer las calles con escobón o los peldaños de las Tullerías con colas de raso, sentarse ante doradas chimeneas o calentarse al rescoldo de un barreño de barro, asistir al espectáculo de la Gréve o a la representación de la Opera?
——Aquilina mía ——declaró Eufrasia——, jamás estuviste tan atinada en tus desesperaciones. ¡Sí! Los cachemires, las blondas los perfumes, el oro, la seda, el lujo, todo cuanto brilla y todo cuanto agrada, sólo sienta bien a la juventud. El tiempo es el único capaz de poner coto a nuestras locuras, pero la dicha nos absuelve. Ríanse ustedes cuanto quieran de lo que digo ——agregó, lanzando a los dos amigos una sonrisa venenosa——; pero, ¿verdad que tengo razón? Prefiero morir de placer que de enfermedad. No tengo ni la manía de la perpetuidad ni gran respeto por la especie humana, al ver cómo la trata Dios. ¡Dadme millones, y me los comeré! No quiero que sobre un céntimo para el año próximo. Vivir para gustar y reinar: tal es el fallo que pronuncia cada latido de mi corazón. La sociedad está de acuerdo conmigo, proveyendo incesantemente a mis disipaciones. ¿Por qué me proporciona todas las mañanas, la bondad divina, la renta necesaria para mis despilfarros nocturnos? ¿Por qué no construyen ustedes hospitales? Como no se nos ha colocado entre el bien y el mal para escoger lo que nos mortifique o nos hastíe, sería una necedad no divertirme.
——¿Y los demás? ——interrogó Emilio.
——¿Los demás? ¡Allá se las arreglen! Prefiero reírme de sus sufrimientos a llorar los míos. Desafío a cualquier hombre a que me cause la más ligera pena.
——¿Tanto has sufrido, para pensar así? ——preguntó Rafael.
——Aquí donde me ve usted, he sido abandonada por una herencia ——contestó la muchacha, adoptando una postura que hizo resaltar todas sus seducciones——. ¡Y eso que me pasaba día y noche trabajando para que él comiera! No quiero dejarme embaucar por sonrisas ni promesas, y me propongo convertir mi vida en una prolongada partida de placer.
——Pero, ¿es que la dicha no procede del alma? ——exclamó Rafael.
——¿Y qué? ——replicó Aquilina——. ¿Por ventura es poco verse admirada, lisonjeada, triunfar de todas las mujeres, hasta de las más virtuosas, abrumándolas con nuestra hermosura y con nuestro fausto? Además, vivimos más en un día que una buena burguesa en diez años, y con eso está dicho todo.
——¿Pero no es odiosa una mujer sin virtud? ——preguntó Emilio a Rafael.
Eufrasia les lanzó una mirada viperina y contestó con inimitable acento de ironía:
——¡La virtud! Eso queda para las feas y contrahechas. ¿Qué sería, sin ella, de esas infelices?
——¡Calla! ¡Calla! ——exclamó Emilio——, no hables de lo que no sabes.
——¿No he de saberlo? ——replicó Eufrasia——. Entregarse durante toda la vida a un ser odiado, saber criar hijos que nos abandonen, y haber de darles las gracias cuando desgarren nuestro corazón. Esas son las virtudes que exigen ustedes a la mujer; y aun para recompensar su abnegación, acaban por imponerla sufrimientos, tratando de seducirla, y si resiste la comprometen. ¡Bonita vida! Vale más conservar la libertad, amar a quien se quiera y morir jóvenes.
——¿No temes que llegue un día, en el que pagues todos esos excesos?
——Si llegara, en lugar de haber mezclado mis alegrías con sinsabores, habría dividido mi vida en dos partes: una juventud positivamente gozosa, y una vejez incierta, durante la cual lo sufriré todo a gusto.
——Esta no ha querido de veras ——arguyó Aquilina, en tono sentencioso——, no ha corrido nunca cien leguas para ir a devorar con fruición una mirada y un desaire; no ha tenido su vida pendiente de un cabello ni ha intentado acuchillar a varios hombres, por salvar a su soberano, a su señor, a su dios. Para ella, el amor ha sido un gallardo coronel.
——¡Oye! ¡Oye, la Rochela! ——contestó Eufrasia——, el amor es como el viento, que no sabemos de dónde viene. Además, si hubieras sido verdaderamente amada por un bruto, tendrías aversión a las gentes de talento.
——El código nos prohíbe amar a los brutos ——replicó la arrogante Aquilina, en tono irónico.
——Te creía más indulgente con los militares ——dijo Eufrasia riendo.
——¡Qué felices sois, pudiendo abdicar así de vuestra razón! ——exclamó Rafael.
——¡Felices! ——repitió Aquilina, con una sonrisa de conmiseración, de espanto, lanzando a los dos amigos una iracunda mirada——. ¡Cómo se conoce que ignoran ustedes lo que significa verse obligada al placer, con un muerto en el corazón!
La contemplación de los salones, en aquel momento, constituía una vista anticipada del Pandemonio de Milton. Las azuladas llamas del ponche coloreaban de un matiz infernal los rostros de los que aun podían beber. Insensatas danzas, animadas por una energía salvaje, excitaban risas y gritos, que estallaban como detonaciones de un fuego de artificio. El tocador y un saloncillo contiguo, sembrados de muertos y de moribundos, ofrecían el aspecto de un campo de batalla. La atmósfera estaba caldeada de vino, de placeres y de palabras. La embriaguez, el amor, el delirio, el olvido del mundo, se reflejaban en las caras, en los corazones, aparecían estampados en las alfombras, expresados por el desorden, y tendían ante todas las miradas tenues velos, que producían las más halagadoras ilusiones. Agitado en el aire, como en los haces luminosos de un rayo de sol, flotaba un brillante polvillo, a través del cual se dibujaban las más caprichosas formas, las más grotescas luchas. Diseminadas por todas partes, las enlazadas parejas se confundían con los blancos mármoles, obras maestras de la escultura, que adornaban las habitaciones.
Aunque los dos amigos conservasen todavía una especie de lucidez engañosa en sus ideas y de agilidad en su organismo, un postrer sacudimiento, simulacro imperfecto de la vida, les era imposible determinar lo que había de real en las extrañas fantasías, en los cuadros sobrenaturales que desfilaban de continuo ante sus fatigados ojos. El cielo asfixiante de nuestros sueños, la suavidad ardiente que adquieren las imágenes en nuestras visiones, los más inusitados fenómenos letárgicos, les asaltaron tan vivamente, que tomaron aquella baraúnda por las quimeras (le una pesadilla, en la que el movimiento fuera silencioso y los gritos perdidos para el oído. En aquel momento, un criado de confianza logró, no sin trabajo, atraer a su señor a la antesala, y le dijo en voz baja:
——¡Señor! Todos los vecinos están asomados a los balcones, quejándose de este escándalo.
——Si les molesta el ruido, ¡qué atrincheren los huecos con paja! ——exclamó Taillefer.
Rafael soltó una carcajada tan intempestiva y ruidosa, que su amigo le pidió la explicación de aquella brutal alegría.
——Difícilmente me comprenderías ——contestó Rafael——. Ante todo, habría de confesarte que me detuvisteis en el malecón Voltaire, en el momento preciso en que intentaba arrojarme al Sena, lo cual provocaría el deseo, por tu parte, de conocer los móviles de mi resolución. Pero si te agregara que, por un azar casi fabuloso, acababan de resumirse a mis ojos las ruinas más poéticas del mundo material, en una traducción simbólica de la sabiduría humana, mientras que ahora, los restos de todos los tesoros intelectuales de que hemos echado mano en la mesa se han concentrado en estas dos mujeres, originales personificaciones de la locura, y que nuestra profunda indiferencia por hombres y cosas ha servido de transición a los cuadros, tan fuertemente matizados, de dos sistemas de existencia tan diametralmente opuesto, ¿qué me dirías? Si no estuvieras a medios pelos, quizá vieras en ello un tratado de filosofía.
——Si no te apoyaras en esa hechicera Aquilina, cuyos ronquidos tienen cierta analogía con el bramido de una tempestad próxima a desencadenarse ——replicó Emilio, entretenido a su vez en arrollar y desarrollar los cabellos de Eufrasia, sin darse cuenta de la inocente ocupación——, te avergonzarías de tu embriaguez y de tu charla. Tus dos sistemas pueden compendiarse en una sola frase y reducirse a una idea. La vida sencilla y mecánica conduce a una discreción rutinaria, ahogando nuestra inteligencia con el trabajo, mientras que la vida pasaba en el vació de las abstracciones o en el abismo del mundo moral, lleva una sabiduría loca. En una palabra, matar los sentimientos para vivir viejos, o morir jóvenes, aceptando el martirio de las pasiones; a eso estamos condenados. Y aun así, esta sentencia lucha con los temperamentos de que nos ha dotado el guasón a quien debemos el patrón de todas las criaturas.
——¡Majadero! ——exclamó Rafael, interrumpiéndole——. Continúa compendiándote a ti mismo, en esa forma, y formarás volúmenes. Si yo hubiera tenido la pretensión de formular propiamente esas dos ideas, te habría dicho que el hombre se corrompe por el ejercicio de la razón y se purifica por la ignorancia. ¡Eso es hacer el proceso de las sociedades! Pero, vivamos con los prudentes o perezcamos con los locos, ¿dejará de ser el mismo el resultado, más tarde o más temprano? Por eso, el gran abstractor y quintaesenciador, ha condensado ya estos dos sistemas antes de ahora en estas dos palabras: «Carymari», «Carymara».
——Me haces dudar del poder de Dios, porque eres más necio que El poderoso ——contestó Emilio——. Nuestro querido Rabelais ha resuelto esta filosofía con una palabra más breve que «Carymari, Carymara»; esta palabra es la de «quizá», de la que Montaigne sacó su «¿Qué sé yo?». Y aun estas últimas palabras de la ciencia moral, apenas son otra cosa que la exclamación de Pyrrhon al quedarse entre el bien y el mal, como el asno de Buridán entre dos piensos. Pero dejemos aquí esta eterna discusión, que hoy se reduce a «sí y no». ¿Qué experimento pretendías realizar, arrojándote al Sena? ¿Sentías envidia de la bomba hidráulica del puente de Nuestra Señora?
——¡Ah! ¡Si conocieses mi vida!
——¡Chico! ¡No te creía tan vulgar! ——exclamó Emilio——. La frasecilla está ya muy gastada. ¿No sabes que todos tenemos la, pretensión de sufrir mucho más que los otros?
——¡Oh! ——repuso Rafael.
——¡Me hacen gracia tus exclamaciones! ¡Vamos a ver! ¿Padeces alguna enfermedad, corpórea o anímica, que te obligue todas las mañanas, por una contracción de tus músculos, a adiestrar los caballos que han de descuartizarte por la noche, como lo hiciera en otro tiempo Damiens? ¿Te has comido a tu perro, en crudo y sin sal, en tu mísera buhardilla? ¿Te piden pan tus hijos? ¿Has vendido la cabellera de tu querida para ir a jugar? ¿Has ido a pagar a un domicilio supuesto una letra de cambio falsa, girada contra un tío imaginario, con el temor d llegar demasiado tarde? ¡Habla, que ya te escucho! Si te arrojabas al agua por una mujer, por un protesto, o por hastío de la vida, ¡reniego de ti! ¡Confiésamelo todo, pero sin mentir! No reclamo de ti memorias históricas. Sobre todo, sé tan breve como te lo permita tu embriaguez. Soy exigente como un lector, y estoy a punto de dormirme, como mujer que lee las vísperas en su breviario.
——¡Qué tontería! ——replicó Rafael——. ¿De cuándo acá no están los dolores en razón directa de la sensibilidad? Cuando lleguemos al grado de ciencia que nos permita formar la historia natural de los corazones, denominarlos, clasificarlos en géneros, subgéneros y familias, en crustáceos, en fósiles, en saurios, en microscópicos… en ¿qué sé yo?, entonces se demostrará que los hay sensibles, delicados como flores, que deben quebrarse, como ellas al más ligero roce, y que resistirían, sin conmoverse, ciertos corazones pétreos.
——¡Por favor, ahórrame el prefacio! ——suplicó Emilio, entre risueño y compasivo, estrechando la mano de Rafael.
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