En Aura de Carlos Fuentes es posible encontrar una doble dimensión de la palabra y lo femenino que, aprovechando la oscuridad reinante en la antigua casa de la calle Donceles, se mezclan proyectando un barroco juego de reflejos y simulacros. Teatro de sombras que, fatalmente, termina por eliminar lo real en beneficio de una realidad totalmente fantástica. Dice Bachelard que, a un tiempo, la casa brinda imágenes dispersas y un cuerpo de imágenes, de modo que “la imaginación aumenta los valores de la realidad”. Si esto resulta cierto para toda casa, en el caso de Felipe y su estancia en la casa de Consuelo hay un incremento de la imaginación por la falta de luz. Partiendo de lo anterior, en este artículo se desarrollarán las siguientes ideas principales: la bidimensionalidad de la palabra, la bidimensionalidad de lo femenino, los juegos de alteridad y la función del traductor en un proceso fantástico de síntesis del pasado y el presente.
I.
El relato como casa
Aura
es un espacio lleno de reverberaciones y ecos. El ejercicio de la
palabra en la narración produce reflejos que, aunque lentos, no
dejan de ser inesperados, así como respiraciones contenidas
y murmullos que le indican al lector que se encuentra en un espacio
donde prima la oscuridad. Como la casa de la anciana Consuelo
Llorente—viuda del General Llorente, cuyas memorias desea
publicar y para lo cual contrata al joven historiador Felipe
Montero—pequeña y sumida entre construcciones que, elevándose, la
han ido ahogando, la prosa de Fuentes se condensa y se vuelve obscura
aquí: escritura más para el olfato y el tacto que para los ojos.
Aunque en toda casa, como lo afirma Bachelard, prima una voluntad de
verticalidad, aquí nos encontramos más bien con la casa como
sótano, como sitio de la catástrofe. “El sótano es entonces
locura enterrada, drama emparedado” (Bachelard 50). A eso se
arriesga Felipe, a una locura de espacios interiores, cuando se
entera del drama añejo y cíclico que se halla aherrojado entre esos
muros.
Después
de tres páginas, el campo de visión es destruido no más cruzar el
zaguán marcado con el número “815, antes 69” (Fuentes 14) y
adentrarse Felipe Montero, torpe y afanosamente, con la lentitud
propia de quien acaba de perder la vista, en un patio oscuro donde la
vista es cancelada en beneficio del olfato.
A
partir de ese momento se provoca una ralentización que dominará las
palabras, las imágenes y la forma de respirar del texto, texto
orgánico: “El olor de la humedad, de las plantas podridas te
envolverá
mientras marcas los pasos, primero sobre las baldosas de piedra,
enseguida sobre esa madera crujiente” (Fuentes 14).
Uno
mismo, como lector, acusa ese retardo.
Orgánico,
el texto respira y tiembla, se agita. No es un espacio que
brinde seguridad; más bien la sustrae, pues, al igual que Felipe, uno
como lector no tiene la seguridad de lo que ve. Surge, entonces,
producto
de esta escritura orgánica, un régimen escópico que nos
permitirá mirar lo oculto, lo obsceno, aquello que no puede ni debe
verse. Fuentes se refiere a la luz de la casa de Consuelo como
a una nueva luz: grisácea, filtrada, opalina, que en los pocos lugares
donde está presente apenas permite apreciar ciertos contornos de los
objetos. Frente a esta luz, basta la luz del crepúsculo para cegar a
Felipe. La casa le impone, muy pronto, nuevas costumbres.
Ser femenino, Felipe se obliga a conocerla, como lo hará con Aura,
mediante el tacto.
El
tacto impone un mirar sin ojos, muy semejante al que describe Peter
Sloterdijk:
Lo
negro en el ojo ha de ampliarse si es que se quiere que la visión
siga en lo oscuro. Si lo oscuro se hace tan profundo como
en la noche elegida, sería de ayuda que la pupila pudiera volverse
tan grande como el ojo mismo. Quizá un ojo esférico así
estaría preparado para aquello que queda hora entre
nosotros:
para el viaje a través de una monocromía negra. Si el
sujeto en lo oscuro se hubiera convertido todo él en pupila, y la
pupila toda ella en órgano del tacto, el órgano del tacto
todo
él en cuerpos sonoros, la macicez compacta del globo negro
podría desplegarse en paisajes imaginados. De improvisto
comenzaría a insinuarse un mundo ante el mundo; se
iría perfilando un vago universo de imágenes, semejante a un
hálito, prediscreto. (313)
El
nuevo espectador se verá forzado, como Felipe Montero, a ver,
mediante otra luz, con otra mirada, de modo enigmático, una realidad
obscena, abyecta y aterradora.
Aunque
de entrada pudiera parecernos breve, nada más tenerla
en las manos y la mirada, Aura es una novela que, como todo
espacio privado de luz, muy pronto se desborda, se torna múltiple
al punto que, como afirma Aura, “El cielo no es alto ni bajo.
Está encima y debajo de nosotros al mismo tiempo” (Fuentes48).
Se despliega el espacio construido en la narración por unas palabras
que, en su acomodo preciso, hacen surgir rincones múltiples
donde el sonido choca y nos hace dudar de la dimensión real
de la casa y algo oculto, en la analogía establecida aquí, de la novela.
La brevedad, como todo lo demás en este caso, es una trampa.
II.
Palabra y mujer.
En
el juego de proyecciones, dominado por reflejos y ecos, propio
de esta novela, a la palabra le corresponde una doble función
y un doble espacio. Hay una palabra externa y una interna.
La
palabra externa, actual, es producto de una escritura maquinal, reproducida
en offset es múltiple porque necesita dirigirse hacia incontables
lectores para que sólo llegue a uno. Como dispositivo
de
seducción es exterior y pública: se trata del anuncio en el diario que
parece dirigido exclusivamente al joven historiador Felipe Montero.
Lees
ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos
los días: Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie
más [...]. Sólo falta tu nombre. Sólo falta que las letras más
negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero.
Se
solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador
cargado de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles
amarillentos, profesor auxiliar en escuelas particulares,
novecientos
pesos mensuales. (Fuentes 11)
Por
otro lado, palabra interior, oculta, encerrada en un arcón y
resguardada por un vigilante, palabra encubierta que precisa ser
exhumada mediante el trabajo minucioso de un historiador habituado
a manejar documentos antiguos, frágiles, para revelarla mediante
el ardid de la traducción como invocación y conjuro.
Cual
conjuro: ésta es una de las hipótesis principales de este artículo:
la palabra descansa en un espacio interior y su poder consistiría,
precisamente, en una naturaleza secreta que se activará con
el trabajo de traducción. Son las memorias del general Llorente: en
tanto aristocrática la palabra es única, producto de una
escritura manual.
Palabra secreta que testimonia una historia de amor con un
epílogo aterrador, la creación por medios mágicos del doble por
parte de la amada del General: una joven que reluce una
belleza
extraordinaria. En este sentido, recordando las palabras de
Peter Sloterdijk, podríamos afirmar que a la cita de la calle de Donceles
acuden Consuelo y Felipe, cada quien con su doble, ella
con Aura y él con el General Llorente:
Todos
los partos son partos de mellizos; nadie viene al mundo sin
compañía y sin anexo. A todo el que sube a la luz del mundo
le sigue una Euridice anónima, muda, no creada para verse.
Lo
que quedará, el individuo, lo no-más-divisible, es el resultado
de un corte de separación que disgrega en niño y resto lo
antes inseparable. (Sloterdijk 375)
En
este sentido se ocultan los personajes. La
primera y tercera sección de la novela inicia con la misma
palabra:
“lees.” La selección de este verbo en la primera palabra del
relato tiene un efecto de mise en abyme que situará al lector junto
al personaje Felipe Montero dentro de la novela; él lee, como
el personaje. Esta puesta en abismo produciría una pequeña fractura
por donde el lector se filtra en el texto, enganchándolo.
Provoca,
también, un pliegue en el espacio narrativo que, a pesar de
ir del inicio de la sección tres a la uno (pues hay que haber llegado
a la sección tres para darse cuenta del subterfugio), es secundado
por otras repeticiones semejantes que pliegan el texto aquí
y allá. En el decir situado en la oscuridad que oculta tanto, donde
domina la oralidad, el texto se ajusta una y otra vez poniendo
en
duda la idea de un texto desplegado como un campo escópico total.
Nos encontramos, auditivamente, con ecos y, espacialmente, con
ángulos y rincones.
“Lees
esa misma noche los papeles amarillos, escritos con una
tinta color mostaza; a veces, horadados por el descuido de una
ceniza de tabaco, manchados por moscas” (Fuentes 30). La del
General Llorente es una escritura compleja por dos razones.
En
primer lugar, porque la tinta y el papel son de un color semejante,
lo cual implica una confusión pues no resulta sencillo leer aquellas
letras del mismo color del papel en que han sido escritas.
Sin
embargo, es un trabajo asequible para el historiador experimentado
en la exhumación de tales documentos. Sobre papeles amarillentos
el historiador se enfrenta a palabras escritas con una
tinta
amarilla también: ataúd de ámbar para conservar en su interior
un organismo proveniente de un pasado remoto para que el entorno
actual no pueda destruirlo. ¿De qué organismo se trata?
Es
el significado oculto de un fenómeno que escapa a toda lógica y
comprensión bajo el riesgo de dislocar a quien ose desentrañarlo.
El
significado de algo atroz, aunque después del haber leído el primer
folio el historiador, acostumbrado a hurgar en documentos valiosos,
considere insignificante. Muy pronto, porque en aquella casa
el espacio y el tiempo están descompuestos, muy pronto comprenderá
que se ha equivocado, como en cada uno de los supuestos
que se hizo al llegar a esta casa y aceptar el trabajo.
Como
conjuro, la palabra secreta actúa en un espacio interior
y su poder descansaría, precisamente, en su naturaleza secreta, oculta.
Las memorias del general Llorente toman una desviación de
los acontecimientos comunes y corrientes del momento histórico,
pues frente al secreto guardado todo lo demás resultará insignificante,
para adentrarse súbitamente en el bosque umbroso del
amor donde lo siniestro no tarda en manifestarse: recuerdos de
una historia de amor con un epílogo aterrador, la creación por medios
mágicos, necesariamente sobrenaturales, del doble, que conserva
la belleza y la juventud por parte de la amada. “—Yo le informaré
de todo. Usted aprenderá a redactar en el estilo de mi esposo.
Le bastará ordenar y leer los papeles para sentirse fascinado
por esa prosa, por esa transparencia, esa, esa” (Fuentes18).
Claro que habrá fascinación, pero obedecerá a otros motivos, no
al ejercicio de escritura del General Llorente sino al resultado de
las prácticas mágicas de su esposa. Fascina lo que aquellas palabras
encierran y resultan, en su naturaleza enigmática, capaces de
explicar: explican lo inexplicable, lo oculto, aquello que Felipe presenciará
en su corta estancia en aquel domicilio.
Como
se ha visto, a las figuras masculinas les corresponde en su
doble proyección un ejercicio de la palabra escrita. Es el General Llorente
el responsable de una escritura que sirve de testimonio,
a un
tiempo, de un momento histórico y de un fenómeno paranormal.
El racionalismo francés, simbolizado por la escritura y la estrategia
militar, choca contra el exotismo de la joven Consuelo,
representado
por la práctica de la brujería, poniendo de manifiesto una
ambigüedad presente en la cultura francesa de finales de siglo XIX:
la unión de la mujer salvaje y la prostituta. A Felipe Montero
le
corresponderá traducir el texto, tarea que, en sus propias palabras,
no exige mucho de alguien como él, antiguo becario en la
Sorbona. Si lo propio de lo masculino es el ejercicio de la palabra,
a lo femenino le corresponde, en cambio, su atesoramiento
y transmisión.
Como
en el caso de la palabra, en términos corporales encontramos
una proyección bidimensional de lo femenino. Una parte exterior,
visible, atractiva y seductora que, como la palabra expuesta,
busca atraer al joven traductor: Aura. La parte interior, por oposición,
resulta obscena, oculta, repulsiva y abyecta: la señora Consuelo.
Su aspecto repugnante, como uno más de los signos de
degradación de la vieja casa que vio su esplendor en el siglo XIX,
no provocaría la estancia de Felipe por más elevada que
fuera
la paga para realizar el trabajo.
Para
Pedro Cruz Sánchez (Cruz) la visión arquitectónica del cuerpo
se opone categórica y frontalmente a la visión abyecta—propia
del desprendimiento. Estas visiones corresponden, en la novela,
a Aura y Consuelo. Si aquella nos brinda un cuerpo unitario y
estable, hermoso, la visión que nos brinda la última es
fragmentaria
e inestable. En el proceso de descomposición fisiológica y
formal, el cuerpo de la anciana y el cuerpo de la casa no encuentran
acomodo ni arreglo.
Doña
Consuelo, parte nuclear de lo femenino, proviene de un pasado
remoto, tan lejano que pareciera imposible su existencia actual.
“Hay un momento en el cual ya no es posible distinguir el
paso
de los años: la señora Consuelo, desde hace tiempo, pasó esa
frontera” (Fuentes 30). Se trata de un ser cuya existencia, continua,
en oposición a la existencia discreta de Aura, ha superado
por mucho el tiempo de sus congéneres. Aunque pareciera haber
escapado del tiempo, lleva inscrito en su cuerpo todos los efectos
de su paso: la carne sin temperatura, arrugada, colgante, la
mirada vidriosa, la piel seca, la espalda doblada.
Aura,
la Aura de Felipe Montero, por su parte corresponde a un
presente que ha iniciado justo en el momento en que él puso un pie
en la casa. Su existencia no está sujeta al transcurso del tiempo
ordinario.
Ser de excepción, frente a la piel reseca de Consuelo, la
suya es lisa: “Tienes, al fin, el valor de acercarte a ella, tomar
su mano,
abrirla y colocar el llavero, la prenda, sobre esa palma
lisa”
(Fuentes 26).
Mano lisa como un guante, sin líneas, para queFelipe
haga de ella escritura: la escritura de un deseo como nunca había
conocido.
Si a
lo masculino le corresponde el dominio escrito, lo femenino
se desenvuelve en la dimensión auditiva. Felipe lee, escribe, traduce.
Consuelo habla, murmura, canturrea; Aura toca una campana.
Apenas habla la muchacha. “Te dará la espalda, se irá tocando
esa campana, como los leprosos que con ella pregonan su
cercanía” (Fuentes 54). Su voz, en la mayoría de los casos, como
cada uno de sus actos, no es más que la copia de los de la anciana.
A pesar de funcionar en la dimensión espectacular frente a
Felipe en ciertos momentos, la existencia de Aura es más bien adivinada
a partir del sonido de la campana que la precede en la casa
donde la oscuridad se ha quedado suspendida. Tal vez por eso
el estudio de Felipe, inundado de luz, detente el simbolismo del
presente y la razón. Y la renuncia por parte suya a este espacio, que
podría entenderse como renuncia a la luz natural y a la razón, al
logos, ocurra una vez que ha hecho el amor con Aura en su habitación.
III.
Doble y espejo.
Esta
bidimensionalidad de la palabra y lo femenino se manifiesta en
los personajes en un complejo juego de alteridad. Dos escenas resultan
claves para entender la manifestación del doble en Aura.
Una
es la que corresponde al intercambio de llaves. “La vieja se llevará
las manos al cuello, lo desabotonará, bajará la cabeza para
quitarse ese listón morado, luido, que ahora te entrega: pe-
sado,
porque una llave de cobre cuelga de la cinta” (Fuentes 29).
Este
acto de entrega de la llave encierra un simbolismo poderoso y
tiene una importancia enorme para el desarrollo del relato por tres
razones. En primer lugar, por el gesto de bajar la cabeza, que puede
interpretarse como un gesto de sumisión y mansedumbre inicial
de parte de un personaje tan central y poderoso en la historia.
En segundo lugar, porque, siendo la palabra clave en esta historia—una
palabra que para ser debe traducirse, es decir, volverse
reflejo mediante el espejo que es el traductor—la llave que permita
el acceso a ella tiene una importancia capital, en tanto permite
el acceso a estos hechos ocultos. Por último, mucho hay de
cuerpo en ese pedazo de metal, a pesar de que muy poco cuerpo
tenga ya la señora Consuelo. Se adivina la temperatura, aunque
sea poca, de la llave que antes de ser extraída se encontraba
resguardada entre las ropas y la poca carne de aquel cuerpo, muy
cerca del pecho, latiendo como otro corazón. O tal vez sea el
único corazón que le queda a la mujer que ha traspasado ya, por
mucho, el período de vida permitido a todo ser humano.
Brindar
la llave implicaría, necesariamente, brindar el cuerpo, el corazón
o aquello que queda de ellos.
Por
su parte, Felipe, en un acto que podría entenderse como reflejo
especular de éste, le brinda a Aura en la cocina la llave que resguarda
sus documentos, el llavín que abre el cajón de su mesa de
trabajo. Lo descubre súbitamente en el bolsillo del saco. Y la entrega
de este objeto simboliza, como en la otra entrega, compromisos
capitales: por un lado, su renuncia a salir de la casa, la
pérdida de la libertad y del exterior debido a la existencia de ese
cuerpo que está frente al suyo; por otro lado, y como consecuencia
de lo anterior, inicia un intercambio carnal pues aprovecha la
ocasión para acariciar—verbo tan importante en aquella casa donde
si se desea conocer algo debe ser por el tacto—su mano,
esa
piel lisa. Cuerpo nuevo para el visitante. Una piel lisa para escribir
en ella, las líneas que hablan de esa historia de amor total y
fatal. No habría traducción sin este intercambio, pues la
traducción
total
no será ir de un texto a otro, ni de un tiempo a otro, sino transitar
de un cuerpo a otro cumpliendo cabalmente los deberes de
una práctica erótica total, dialéctica, radical, que recorra las
dos
proyecciones de lo femenino que habitan aquella oscuridad.
La
otra escena corresponde a un hecho oculto en el cual Felipe,
como en el caso de los textos de Llorente, sirve sólo de testigo.
En
la cocina encuentra a Aura degollando un macho cabrío. No es
la Aura dulce y recatada, modesta, que él ha visto. Va mal vestida,
con el cabello revuelto, y suda copiosamente por el esfuerzo de
carnicero. No es la Aura que conoce, sino un ser hasta entonces oculto,
y ella lo mira sin conocerlo. Este hecho basta para que él, sintiendo
que su obligación es salvarla del encierro y la servidumbre
impuesta
por la vieja, acuda a la alcoba de Consuelo para reclamarle.
Allí presencia algo extraordinario, de significado oculto: a la
vieja la encuentra “detrás del velo de luces, de pie, cumpliendo
su
oficio de aire,” y entonces la ve con
las manos en movimiento, extendidas en el aire: una mano extendida
y apretada, como si realizara un esfuerzo para detener
algo, la otra apretada en torno a un objeto de aire, clavada
una y otra vez en el mismo lugar. En seguida, la vieja
se
restregará las manos contra el pecho, suspirará, volverá a cortar
en el aire, como si—sí, lo verás claramente: como si despellejara
una bestia. (Fuentes 43)
Desesperado,
Felipe corre de la cocina a la alcoba y de vuelta, presenciando
aquel doble espectáculo complementario y aterrador. Se
siente atrapado en una realidad oculta, especular e insustancial.
Seres
de aire, sin consistencia, se mueven en aquella casa proyectándose
espectralmente. Ya no es historiador ni real pues ha perdido
los puntos de referencia, principalmente el del tiempo: no
vive
ya él en un presente desde el que pueda apoyarse para ver, sino
que se ha perdido en el espacio laberíntico de aquella casa donde
el tiempo, pervertido por la magia, hierra sin sentido. Él
mismo
se siente irreal, símil, de aire.
Dos
hechos nos hablan del proceso de desdoblamiento de Felipe
en cuanto habla con Consuelo. En primer lugar, la señora le
pide ponerse de perfil para verlo. El perfil es un símbolo del
desdoblamiento.
El otro signo es la conversación en francés: un hombre
que habla otro idioma es un hombre doble. Con respecto al
desdoblamiento de Consuelo en Aura, en un principio Felipe
cree
que los actos de la vieja eran una copia de los de la joven. En
la segunda ocasión que presencia a ambos cuerpos reunidos en
la cocina, se da cuenta que los movimientos autómatas de
Aura
son, en realidad, una copia de los de Consuelo. Cada vez que
está frente a las dos mujeres presencia lo mismo, quedando atónito.
Y si no actúa como doble de la señora Consuelo, copiando
sus
movimientos con un retardo apenas apreciable, los movimientos
de la muchacha tienen un componente onírico evidente, dando
cuenta de una realidad oculta que acontece más allá de la
realidad
ordinaria.
Las
dos se levantarán a un tiempo. Consuelo de la silla, Aura
del piso. Las dos te darán la espalda, caminarán pausadamente
hacia la puerta que comunica con la recámara de la
anciana,
pasarán juntas al cuarto donde tiemblan las luces colocadas
frente a las imágenes, cerrarán la puerta detrás de ellas,
te dejarán dormir en la cama de Aura. (Fuentes 50)
Por
último, cuando termina de hacer el amor con Aura, comprende que
Consuelo ha estado siempre allí, junto a ellos. Con este encuentro
erótico se cierra la sección IV. Antes Felipe ocupó el
lugar
de Aura, la silla en la cocina, ahora la cama. Fuentes insiste en
esto, en que Felipe Montero deviene, como Aura, un símil más de
Consuelo, una más de las proyecciones que se antojan muchas,
a lo
largo de una historia de vuelta incesante hacia una juventud
que
se escapa vertiginosamente. En este proceso el papel del historiador/traductor
resultaría imprescindible, me parece, por dos razones:
porque cuenta con una conciencia histórica y es capaz
de
brindarle a los fenómenos del pasado una dimensión que un simple
traductor sería incapaz de realizar. Por primera vez en la vida
del joven ex-becario la realidad histórica no es un fenómeno
discursivo,
la belleza de Consuelo a los 15-20 años, sino que se trata
de algo que puede constatar con el tacto, el aliento y los besos.
Por otro lado, porque resulta capaz de decir la historia, mientras
la lee y la traduce, para que pueda ocurrir nuevamente, como
invocación mágica, como conjuro.
Bibliografía:
Bachelard,
Gaston. La poética del espacio. México: FCE, 1986.
Impreso.
Fuentes,
Carlos. Aura. 48a reimpresión. México: Era, 2007. (1a
edición,
1962). Impreso.
Sloterdijk,
Peter. Esferas I. Madrid: Siruela, 2003. Impreso.
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