1. El
hombre y su obra
El destino de Joseph
Sheridan Le Fanu ha consistido en ubicar su nombre a la zaga de otros autores
considerados más famosos o representativos. De tal forma, con extremada frecuencia
hallarnos la justificación de su prestigio apuntalada en presuntos vínculos de
índole muy diversa. Algunos comentaristas lo recuerdan en su relación con
Dickens y con las revistas que dirigió este celebrado novelista, en las que Le
Fanu colaboró. Otros nos advierten que fue sobrino bisnieto de Richard Brinsley
Sheridan, el eminente dramaturgo de fines del siglo XVIII. Tampoco faltan los
que lo asocian con Wilkie Collins, como ilustración “adicional” de los primeros
pasos en firme que daba la novela detectivesca. Por fin, hay quienes añaden una
incidental alusión suya junto al nombre de Charles James Lever, el más conocido
narrador irlandés de su tiempo.
De intento o por
accidente, todas estas conexiones minimizan u oscurecen la originalidad de uno
de los más singulares creadores de habla inglesa en la centuria pasada. Tal vez
esta situación haya sido consecuencia del carácter hosco que fue revelando su
temperamento con el transcurso de los años, a medida que llegaba a su ciclo
literario más fecundo. Acaso también deba atribuirse, al menos en parte, a la
marginalidad que le ha conferido la calificación de “angloirlandés” (como si
asimismo no lo fueran, entre otros, Swift, Sterne, Wilde, Shaw, Yeats, Synge y
Joyce). Por último, no tenernos que desechar la posibilidad de que su menor
relevancia esté enlazada al hecho de que no fue, en sentido estricto, un autor
“popular” en una época —como la era victoriana temprana— en que esta cualidad
poseía considerable peso (al margen de que ello se haya debido a una excesiva
minuciosidad y sutileza que lo tornaba exigente con sus lectores, en momentos
en que el público prefería lo torrentoso y vital más bien que la destreza
artesanal en el empleo de ciertos recursos narrativos).
Le Fanu nació en
Dublín el 28 de agosto de 1814 y murió en la misma ciudad el 7 de febrero de
1873. Su padre fue una conspicua figura de la iglesia protestante irlandesa y
su educación se completó en el Trinity College, de Dublín. En 1839 se incorporó
al ejercicio de la jurisprudencia, pero esta profesión rápidamente fue
desplazada por la actividad literaria. En 1836, el joven escritor ya había
obtenido cierta notoriedad con la publicación de baladas irlandesas, pero el
afianzamiento de su prestigio estuvo ligado a su labor subsiguiente en el Dublin University Magazine, revista en
la que dio a conocer en 1838 el primero de sus relatos sobre asunto
sobrenatural. Con el transcurso del tiempo. Le Fanu llegó a ser director de
esta publicación y más tarde se convirtió en su propietario. El principal derecho
a la fama que posee este autor radica en su infatigable tarea como cuentista de
horror y novelista de misterio, continuador de la tradición instaurada por la
novela “gótica” y, según el acreditado juicio de Montague Summers, heredero de
los atributos que habían conferido a Mrs. Radcliffe la máxima autoridad en el
género. Esta opinión es especialmente valedera en lo que concierne a las
novelas de Le Fanu, pero en sus piezas breves es sin lugar a dudas un verdadero
innovador, en la medida en que hizo posible el desenvolvimiento de la
inconfundible ghost story inglesa que
habrían de frecuentar R. L. Stevenson, Henry James, M. R. James y Algernon
Blackwood, si sólo hemos de señalar algunos de sus cultores más conspicuos.
Para llevar adelante esta empresa contó con el abundante caudal legendario que
le proveía Irlanda; pero la eficacia de sus relatos excede el mero
aprovechamiento del material disponible; había en el narrador una espontánea
disposición a lo macabro que ha sido subrayada reiteradamente por biógrafos y
críticos; por ejemplo Louis Vax, en Arte
y literatura fantásticas, propone al respecto cierta afinidad con
Maupassant, en virtud de que percibe en ambos una vocación por referir
“historias de carácter atroz” que, a su juicio, puede estar ligada a una salud
precaria y a un temperamento sombrío. Esa tendencia melancólica se agudizó en
los años postreros de Le Fanu, luego de la muerte de su mujer, en los que llevó
una vida de recluso, entregado por entero a las sutiles invenciones de su
fecunda imaginación. Sea cual fuere la causa, el hecho cierto consiste en que
la última década de existencia fue la más activa de su producción, con el
resultado de no menos de diez novelas y un voluminoso caudal de cuentos, la
mayoría de los cuales contribuyó a su perduración e influencia póstumas.
La obra de Le Fanu es
profusa y abarca, en su variedad, la poesía, el drama y la narrativa. En el
conjunto, sobresale de manera notoria el renombre de El misterioso tío Silas, novela publicada en 1864. Es la
composición que ha hecho de su autor el más destacado rival de Wilkie Collins
en el ejercicio del relato de misterio cultivado en la Inglaterra victoriana.
Se trata de la historia de una muchachita instalada en el condado de Derby, en
una vieja casona ruinosa. La protagonista sobrelleva una vida de terror en la
que intervienen el siniestro tío y el hijo de éste, dispuestos a eliminar a la
heroína. La trama presenta abundantes elementos ominosos, pero en definitiva
excluye todo ingrediente sobrenatural y se circunscribe a exponer una
maquinación delictiva. Sin embargo, en sentido estricto no desarrolla un asunto
policiaco pues —tal como puntualiza A. E. Murch— el acento no recae ni en la
acción de un investigador criminal ni en la indagación sistemática de la confabulación;
en todo caso, es “una anécdota de horror en transición hacia la moderna
aventura detectivesca”, según observa Walter Allen en The English Novel, quien agrega que presumiblemente debe ser
considerada “la primera novela que incluye el habitual enigma del asesinato
cometido en un cuarto cerrado”. Como quiera que sea, mucho más estricta con
respecto a la trama detectivesca es Checkmate,
narración que se difundió como folletín en el Cassell’s Magazine entre setiembre de 1870 y marzo de 1871. De
conformidad con las convenciones de la ficción actualmente encuadrada en esta
especie, se nos proporciona una minuciosa información de la pesquisa hasta
desembocar en una imprevista revelación del culpable, descubrimiento en el que
gravitan datos científicos que convierten el relato en un anticipo de los
procedimientos característicos de la novela de intriga contemporánea. Por
contraste, merece citarse The House by
the Churchyard (1863), composición de Le Fanu en la que se conjugan la
certera observación de las costumbres locales matizada con un humor pleno de
fantasía y el episodio terrorífico que se centra en una casa embrujada donde
hace su aparición una fantasmal mano blanca y regordeta. Pero no cabe duda de
que las historias mejor construidas son las más breves, en las que Le Fanu pudo
exhibir con mayor precisión su incomparable aptitud para el manejo de
situaciones tenues y linderas con la alucinación, lo cual determinó que S. M.
Ellis, M. R. James y Montague Summers, por igual, lo hayan considerado un
artífice inigualado en la presentación de sucesos escalofriantes, tanto por la
capacidad fascinadora de la anécdota horripilante cuanto por la persuasión con
que logra insertarla en esta vida nuestra de todos los días.
Por lo general, la
presencia de Le Fanu en la literatura ha sido considerada relevante pero menor.
Al examinar la recepción de este autor por parte del público de su época, Amy
Cruse, en The Victorians and Their Books,
puntualiza que el impacto más circunscripto de libros como The House by the Churchyard o El misterioso tío Silas no es válido
como fundamento para ubicarlo en una segunda fila entre los escritores que
fueron sus contemporáneos; por cierto, obras como La dama de blanco tenían mayor aceptación, lo cual sólo prueba que
los métodos de Wilkie Collins eran más directos, en tanto que la producción de
Le Fanu se destacaba por el empleo de una técnica más elaborada y minuciosa,
por una “cualidad muy extraña que podía suscitar la impresión de búsqueda con
el auxilio de un desarrollo gradual, a través de una queda sugestión y de una
exposición realista, hasta alcanzar efectos casi insoportables”. Este
procedimiento requería, tal vez, un lector dotado de cierta complacencia
estrictamente poética, dispuesto a gozar de la literatura por sí misma, del
sobrentendido y el claroscuro al nivel de las palabras que van revelándolos. No
es en absoluto casual que haya sido Henry James quien lo mencionó elogiosamente
en una de sus ficciones; en el comienzo de The
Liar, que se dio a conocer en 1888, uno de los invitados llega de visita a
una mansión rural y es conducido al dormitorio que le asignaron; allí, mientras
se viste para la cena, observa los detalles de la habitación y advierte que
“junto a la cabecera se hallaba la habitual novela de Mr. Le Fanu, lectura
ideal en una casa de campo para las horas que siguen a la medianoche; apenas
pudo contenerse de iniciar la lectura mientras se abotonaba la camisa”. Al
repasar muchas de las narraciones de Henry James que Leon Edel, su compilador,
califica de “sobrenaturales” a menudo uno se pregunta en qué medida el interés
exhibido por el personaje de esta pieza no es un indicio harto revelador de la
influencia que Le Fanu presumiblemente ejerció en el más diestro artesano
narrativo de la lengua inglesa. Por lo demás, Henry James no fue el único
escritor que se sintió atraído por el autor de El misterioso tío Silas. En el volumen XIII de la Cambridge History of English Literature
hallamos un breve y sugestivo apéndice al capítulo sobre las hermanas Brontë
que proporciona indicios muy interesantes. Resulta más que probable la
gravitación de algunos textos de Le Fanu en la imaginación de otros novelistas
victorianos; al menos, parece excesiva coincidencia que Jane Eyre, obra que Charlotte Brontë publicó en 1847, coincida en
su trama —acaso inadvertidamente— con un cuento que Le Fanu había difundido en
1839 con el título de “A Chapter in the History of a Tyrone Family”.
2. Los
archivos del doctor Hesselius
Entre los
especialistas en el moderno cuento de horror escrito en inglés resulta
axiomática la precedencia de Edgar Poe y de J. Sheridan Le Fanu. Ambos fundaron
el género y, lo que es mucho más importante, sobrevivieron a los cambios de
gusto sin perder un ápice de vigor y actualidad. Por cierto, el relato de este
tipo exige un equilibrio muy especial que sólo se ha ido definiendo con el paso
de los años. Las composiciones con ingrediente sobrenatural que hoy día suelen
considerarse apropiadas para lectores adultos remontan su origen al período
romántico y tienen su punto de partida en el Kunstmärchen alemán y, muy especialmente, en el aporte que hizo
Hoffmann. Sin embargo, a menudo los ejercicios tempranos de esta índole nos
parecen fallidos. En algunas ocasiones, los elementos maravillosos prevalecen
al punto de que la anécdota pierde contacto con el mundo cotidiano y tiende a
insertarse en el ámbito de pura fantasía que nos proponen los cuentos de hadas.
Otras veces, no ha sobrevivido ni siquiera este encanto y las invenciones que
se consideraban espeluznantes hace algo más de un siglo acaban por resultarnos
pueriles. En el prólogo a la segunda serie de Great Short Stories of Detection, Mystery and Horror que compiló
Dorothv Savers, la autora de la antología señaló con exactitud el problema: “las
primitivas historias de fantasmas quedan despojadas de su impacto al ingresar
en los oídos de los lectores actuales a causa de cierto innecesario énfasis que
ellas ponen en lo horrible; no emplean la sugerencia inquietante; dejan muy
poco a la imaginación”. En definitiva, cuanto más absorbente y autónomo se
muestra el ingrediente fabuloso más remotas e indiferentes nos resultan sus
manifestaciones artísticas. La excesiva insistencia en la pintura de lo
escalofriante, cuando no lo torna ridículo, acaba por desvincularlo de nuestra
experiencia secular, y justamente lo que da fuerza a las acechanzas de lo
desconocido —al menos, para el hombre moderno— es su posible irrupción en
nuestra existencia habitual. El atractivo de la narración terrorífica consiste
en que pueda estremecernos con la impresión de que lo improbable adquiere
rasgos persuasivos y, para utilizar las palabras de Coleridge, nos precipita en
una “suspensión de la incredulidad”. Tal es la presunción de Tzvetan Todorov
cuando insiste, en su Introducción a la
literatura fantástica, en que este tipo de narrativa sólo alcanza su pureza
ideal cuando la interpretación del lector vacila en la frontera misma de la
realidad inmediata y el suceso trasmundano. En consecuencia, nada se nos
presenta tan estremecedor como la incertidumbre, que cuestiona nuestra
convicción de formar parte de un orden sólido, regido por leyes inexorables y
libre de intromisiones que insinúen la acción de una dimensión “externa” o
“diferente”. Éste es el efecto que poseen los textos de Poe y de Le Fanu,
circunstancia que les confiere vigencia y fascinación actuales; nos sugieren sin
cesar aquella oportuna advertencia que Hamlet le formuló a su amigo Horatio: “en
la tierra y en el cielo hay más cosas que en los sueños de tu filosofía”.
Que Le Fanu se
encuentre entre los primeros que obtuvieron tan delicado equilibrio no es en
modo alguno accidental. Lo dicen muy a las claras el título y el contenido de
su más recordada colección de cuentos, In
a Glass Darkly, aparecida en el año anterior a la muerte del autor. La
denominación del volumen nos remite inequívocamente a un pasaje de San Pablo en
el capítulo XIII de la primera Epístola a los Corintios: “Al presente nuestro
conocimiento es imperfecto, y lo mismo la profecía; cuando llegue el fin
desaparecerá eso que es imperfecto. Cuando yo era niño hablaba como niño,
pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser hombre dejé como
inútiles las cosas de niño. Ahora vernos por
espejo y oscuramente, entonces veremos cara a cara. Al presente conozco
sólo en parte, entonces conoceré como soy conocido”. Por consiguiente,
observamos que el escritor no ha hecho una elección exenta de segundas
intenciones; su deseo es advertimos desde nuestro primer contacto con su libro
que se ha propuesto la manifestación de hechos descomunales que el hombre puede
provisionalmente intepretar con el auxilio de sus limitados instrumentos especulativos,
pero que quizá tengan un significado distinto, secreto e inaccesible para
nuestra actual capacidad de conocimiento.
Esta reflexión,
sugerida por el título de la obra, se proyecta asimismo en la estructura que
confiere unidad a lo que, de otro modo, hubiera consistido en una asamblea de
relatos dispersos. El imaginario compilador y prologuista de In a Glass Darkly nos informa que los
sucesivos episodios han sido seleccionados entre los “casos clínicos” hallados
en el archivo del doctor Martin Hesselius, supuesto especialista en “medicina
metafísica” cuya intención era hallar explicaciones naturales para ciertos
acontecimientos que parecían escapar al orden cotidiano. Hasta cierto punto, se
ha creído reconocer en las doctrinas del doctor Hesselius sobre las relaciones
entre mente y materia indicios del pensamiento religioso de Swedenborg, cuyos
escritos parecen haber suscitado considerable interés en Le Fanu. A la vez,
estas composiciones se hallan encaminadas a desentrañar en los sucesos
prodigiosos un nivel psicopatológico subyacente. De tal forma, se elabora una
compleja trama de relaciones en las que la intervención del doctor Hesselius
surge como un vínculo entre muy diversos planos de realidad y significación.
Por ello, Walter Allen apunta que las interpretaciones de este personaje ya no
poseen interés para el lector de nuestros días, familiarizado con los
procedimientos de la psicoterapia y con las doctrinas del psicoanálisis; sin
embargo, el mismo comentarista añade que el intento de Le Fanu no deja de ser
muy sugestivo pues la presencia de su investigador parece apuntar hacia una
posible acción del inconsciente en los sucesos referidos, circunstancia que
renueva en una dimensión inesperada la vigencia de este conjunto de anécdotas
fantásticas.
Al respecto, “Té
verde” es un cuento sumamente revelador pues su protagonista es el mismo doctor
Hesselius, quien expone sus reflexiones acerca de un caso del que tuvo
conocimiento detallado pero en el que no alcanzó a intervenir profesionalmente.
La narración describe la atmósfera de creciente angustia en la que se halla
aprisionado el reverendo Jennings, perseguido por un mono fantasmal que se
introduce en su vida como si fuera un trasgo o demonio familiar y termina por
precipitarlo en el suicidio. La hipótesis del doctor Hesselius consiste en que
habitualmente nos hallamos a cubierto de intromisiones sobrenaturales porque la
existencia material interpone una suerte de velo protector; pero, tal como lo
expresa Swedenborg en Arcana coelestia,
“cuando se abren los ojos interiores del hombre, los ojos del espíritu,
aparecen cosas de la otra vida que son imposibles de percibir en la existencia
física”. Esto parece conducir el relato por una vía netamente espiritualista,
pero en las últimas páginas el doctor Hesselius intenta una exégesis destinada
a reconciliar esa formulación con un estricto diagnóstico fisiológico. En
definitiva, se nos propone una constante interacción entre lo sobrenatural y lo
natural. Al margen de cualquier otra consideración, esto convierte al médico
imaginado por Le Fanu en antecedente directo del padre Brown y del doctor Fell
—en los cuentos de G. K. Chesterton y en las novelas de John Dickson Carr,
respectivamente—, quienes suelen especular con posibles intervenciones mágicas
antes de revelarnos sus explicaciones de este mundo. Por lo demás, la
suposición de que ciertos indicios ultramundanos penetran en el área de nuestra
percepción no parece desvinculada del residuo positivista que exhiben la
teosofía y otras corrientes afines cuando pretenden dar solución racional a
determinados hechos psíquicos, según quedó testimoniado en Madame Blavatsky,
Annie Besant, Ouspensky y J. W. Dunne. Algo similar se observa asimismo en
cuentistas de principios del siglo XX; Leopoldo Lugones proporciona un ejemplo
en relatos de Las fuerzas extrañas,
en tanto que Algernon Blackwood se negó explícitamente a considerar que las
suyas fueran meras “narraciones terroríficas” pues las vinculaba a una
“extensión de las facultades humanas”, giro que se muestra muy cercano a la
“visión interior” de Swedenborg, mencionada en las apreciaciones del doctor
Hesselius.
En otros relatos que
incorpora In a Glass Darkly la participación
directa del doctor Hesselius se halla excluida, si bien se trata asimismo de
historias procedentes de su extraño archivo de casos clínicos. “El juez
Harbottle” todavía proporciona algunas observaciones iniciales del especialista
en “medicina metafísica”, pero “Carmilia” no es más que una historia de
vampiros y en ningún momento ensaya una explicación “racional” o “científica”
de los hechos registrados, salvo una brevísima consideración —en su prólogo— a
algunos de “los arcanos más profundos de nuestra existencia dual y sus
intermediarios”. La primera de estas dos narraciones es una de las más acabadas
muestras de ghost story que concibió
Le Fanu y, hasta cierto punto, podría también derivarse de Swedenborg, pese a
que el visionario sueco no aparece citado; al respecto, es lícito sospechar la
gravitación de una idea muy característica de este pensador, según la cual cada
ser humano escoge su propio infierno,
tal como lo ilustra la estremecedora aventura del magistrado. Además del
interés que la anécdota posee por sí misma y del vigor creciente que transmite
el discurso, esta pieza incluye algunos de los momentos más logrados en la
producción de Le Fanu, los que por añadidura lo revelan como un verdadero
innovador que anticipa técnicas narrativas de gran impacto en época más
reciente. El manejo de los estados oníricos, en los capítulos VI y VII,
prefigura la representación de tales experiencias en artistas influidos por
Freud y Jung. También creernos razonable hablar de procedimientos
expresionistas en los que se objetivan angustias subyacentes en la conciencia
del personaje imaginario. En este sentido, es muy interesante el pasaje en que
el juez ve el inmenso patíbulo y su grotesco verdugo, así como la descripción
de los árboles que abrían brazos desnudos y tétricos para dar la bienvenida al
acusado. No menos intensa es la atmósfera de la sala de audiencias, cuyo
elemento reiterado lo constituye el brillo de pálidas y hostiles miradas en
medio de la penumbra que desdibuja la figura de los presentes en la sesión del
tribunal. En otro aspecto, resulta igualmente notable el episodio del capítulo
VIII en que se produce el encuentro de la niña y el fantasma: nos hallamos ante
un diestro alarde de ironía que examina la relación del testigo infantil con lo
sobrenatural y la deficiencia e inseguridad de los adultos en circunstancias
tan insólitas; aquí descubrirnos elaborada con extremada sutileza una situación
que está anunciando la minuciosidad de Otra
vuelta de tuerca, la más memorable de las “historias de fantasmas” que
escribió Henry James. Por último, corresponde hacer una mensión del prólogo de
“El juez Harbottle”, en el que se trasluce un singular sentido del humor que
juega con referencias y remisiones a libros y documentos inexistentes,
verdadera exhibición de pirotecnia literaria en un campo que Jorge Luis Borges
ha cultivado con especial habilidad y notoria complacencia.
3. Carmilla
y otros vampiros
Entre los relatos de In a Glass Darkly, “Carmilla” merece una
consideración independiente no sólo por su extensión y su fama sino también
porque en el ámbito del cuento de horror pertenece a una variedad con
características propias: la fábula de vampiros. De acuerdo con el diccionario
de Littré, clásico repertorio de la lengua francesa, el vampiro “es un individuo
que, según la superstición popular, sale de la tumba para extraer la sangre a
los seres vivientes”. Por lo tanto, su situación es bastante ambigua: los
fantasmas bien educados que acepta la tradición pueden introducirse en nuestro
mundo cotidiano, pero han perdido su condición corpórea; en cambio, los
personajes de esta especie han conservado sus cuerpos más allá de la muerte con
el auxilio del elemento vital que les proporcionan sus víctimas, a las que
desangran e incorporan en su horripilante merodeo nocturno. Afortunadamente, se
supone que su acción está circunscripta en determinadas zonas geográficas;
vagamente, se presume que en el peor —o el mejor— de los casos operan en el
Cercano Oriente y en algunas regiones del este de Europa que se extienden por
los montes Cárpatos y la meseta de Transilvania, en las proximidades del
Danubio, en el actual territorio de Austria, Checoeslovaquia, Yugoslavia,
Hungría y Rumania. Por obra de la literatura, han sido invitados a trasladarse
a la Europa occidental, pero al mismo tiempo se ha proporcionado amplia
información sobre una extensa nómina de antídotos, que incluye el ajo, la rosa
silvestre, ciertos símbolos religiosos, los cursos de agua, la luz del sol y
los espejos. Por su parte, los vampiros se defienden apelando a su capacidad
mimética, que les permite convertirse en murciélagos, en niebla, acaso en lobos
o perros (circunstancia que los vincula al folklore de la licantropía). En
inglés se los suele denominar undead,
lo cual parece significar que no están vivos pero tampoco pertenecen al mundo
de los muertos. En tal sentido, al margen del contagio por incisión de la
yugular, resulta incierto —en virtud de la naturaleza contradictoria de los
testimonios— determinar si los vampiros, en su origen, fueron muertos cuyo
castigo eterno consiste en esta actividad o, por lo contrario, son cadáveres
exentos de sus almas que fueron “ocupados” por demonios que procedían
directamente del infierno.
Quienes historiaron
la leyenda y sus ramificaciones artísticas a menudo propusieron una trayectoria
multisecular que buscaba emparentar los vampiros con otros habitantes del
ámbito sobrenatural. Al respecto, ya hicimos mención del licántropo; también se
puede hacer referencia a lamias, íncubos y súcubos; pero acaso con mejores razones
se han propuesto conexiones con los seres que se denominan ghoul, en inglés, o gouie,
en francés. Lo que justifica esta última relación es el hecho de que ambos
vocablos tienen origen árabe y se difundieron durante el siglo XVIII, período
en que el deslumbramiento del cuento oriental —producido por la traducción que
hizo Galland de las Mil y una noches—
impregna la cultura europea. Como quiera que sea, la palabra vampire —procedente del magiar vampyr— es introducida en Francia hacia
1717 por Joseph Pitton de Tournefort, en su Relation
d'un voyage du Levant. El asunto reaparece en las Lettres juives, del marqués d’Argens. Entre 1700 y 1730 se observó
una “epidemia” de vampirismo que abarcaba Quío, Belgrado y otros lugares de la
Europa oriental, lo cual estimuló en sus investigaciones a los infatigables
eruditos alemanes, entre quienes merece citarse a Heinrich Zopft, autor de una Dissertatio de vampiris serviensibus
(1733), en la que se ofrece una descripción considerada clásica: “Los vampiros
salen por la noche de sus tumbas, atacan a las personas que reposan
tranquilamente en sus lechos, les succionan toda la sangre y las aniquilan.
Acometen por igual a hombres, mujeres y niños, sin respetar edad o sexo.
Aquellos que sufren el influjo de su letal malignidad se quejan de sofocación y
de una absoluta caída anímica, luego de lo cual expiran en breve lapso”. Pero
nadie popularizó en tal grado a estos merodeadores como el docto benedictino
Augustin Calmet, quien hacia 1750 dio a conocer, con ánimo crítico, su Traité sur les apparitions des esprits et
sur les vampires ou revenants de Hongrie, Moravie, etc. Voltaire, en su Diccionario filosófico, consideró
oportuno arremeter contra la creciente difusión de la fábula, pero ésta ya
había arraigado profundamente y comenzaba a ganar adeptos en la literatura de
imaginación, al punto de que antes de 1800 varios autores muy significativos la
habían recogido en su producción: tal vez Gottfried August Bürger, en Leonore (1773) ; evidentemente Goethe,
en La novia de Corinto (1797) ;
también Williarn Beckford, en referencias incidentales de Vathek (1782), y Coleridge, en su inconclusa Christabel (escrita entre 1797 y 1800).
Sin embargo, la gran
invasión de vampiros en las letras europeas habría de corresponder al siglo
XIX. El factor desencadenante parece haber sido el inglés Robert Southey, quien
reunió datos de Tournefort, de Calmet y de una noticia aparecida en el London Journal en marzo de 1732 y los
amalgamó en el comentario para un pasaje de su extenso Thalaba the Destroyer (1801). Byron —interesado en la cuestión,
según se comprueba en The Giaour, de
1813— se apropió de la información e indujo a su médico, John William Polidori,
a redactar El vampiro, relato
publicado en 1819 en el New Monthly
Magazine. Charles Nodier utilizó el texto de Polidori para componer en
Francia un melodrama, cuya adaptación inglesa ya se representaba en Londres en
agosto de 1820. El éxito fue instantáneo: en la Navidad de 1821 el público de
París podía escoger entre casi una decena de piezas teatrales cuyas anécdotas y
títulos hacían referencia a los vampiros. A partir de esa fecha la
proliferación de tan inquietantes personajes resultó incontenible en la
ficción, la poesía y los escenarios; la fascinación del tema capturó a
escritores de toda especie, si bien rara vez los resultados sobrepasaban la
discreta mediocridad. En el continente europeo, cabe rescatar los ecos que se
perciben no sólo en la Infernaliana
de Nodier, editada en 1822, sino también en Hoffmann, Gautier, Merimée,
Baudelaire, Lautréarnont, Maupassant. En Leipzig, durante la temporada de 1823
se estrenó la ópera El vampiro, de Marschner
Wohlbrück. En los Estados Unidos, el irlandés Fitz-James O'Brien da a conocer
un cuento en el Atlantic Monthly, en
1858, y mucho después se difunde un relato de F. Marion Crawford, recogido en
su volumen póstumo Wandering Ghosts
(1911). En Inglaterra, la “industria de los vampiros” —como la designa
Christopher Frayling— alcanza uno de sus puntos culminantes en 1847, con Varney the Vampire, de Preskett Prest,
que ofrecía una tupida lectura de casi novecientas páginas a dos columnas, en
inconfundible estilo folletinesco. Pero las dos versiones más perdurables de la
leyenda, en el mismo país insular, son sin duda “Carmilla”, de J. Sheridan Le
Fanu (1872), y Drácula, de Brarn
Stoker (1897). Esta última es la que ha disfrutado de mayor popularidad en su
especie en virtud de que, a través de la adaptación escénica realizada en 1927
por Hamilton Deane y John Lloyd Balderstone, pasó al cinematógrafo y perpetuó
sus convenciones en un flujo incesante de reediciones fílmicas, en las que
jamás faltan el abominable y siniestro conde, las dos muchachitas
indispensables (una de las cuales resultará víctima del vampiro para que los
peligros que amenazan a la otra, heroína de la historia, ganen en patetismo) y,
por fin, el infalible experto en demonología que logra desembarazarse del
monstruo. Como quiera que sea, Drácula
es una novela hábilmente construida, cuyo autor no desdeñó cuantos recursos
útiles podían ofrecerle Varney, “Carmilla”
y Polidori. Con posterioridad, pueden mencionarse algunas piezas breves dignas
de tomar en cuenta: “Count Magnus”, de M. R. James (1905), y “The Room in the
Tower”, de E. F. Benson (1912), sin omitir además la renovación del asunto en contribuciones
a la revista Weird Tales (Clark
Ashton Smith, Everil Worrell. Carl Jacobi, H. P. Lovecraft). Especial
recomendación corresponde a la tensa, sugestiva y original novela de Richard
Matheson, Soy leyenda (1954).
El año en que Le Fanu
publica In a Glass Darkly reviste
singular importancia en el ciclo literario de los vampiros. El 15 de agosto de
1872 el Royal Strand Theatre, en Londres, estrenaba The Vampire, obra burlesca del dramaturgo Robert Reece en la que se
habían incorporado los materiales acumulados desde la aparición del relato de
Polidori, con el manifiesto propósito de clausurar una orientación que había
sido reiterada hasta su final agotamiento. El tema, gastado y adocenado, se
estaba volviendo ridículo. Para su posible subsistencia se requería un enfoque
totalmente original. “Carmilla” logró satisfacer esa misión. Si acaso se podía
trazar un antecedente, éste debía buscarse en la Christabel de Coleridge, no en la fuente que había sido habitual
por espacio de cincuenta años. El imprevisto encuentro de las dos muchachas, la
estrecha intimidad que las une de inmediato y la fascinación que llega a imponerse
en el ánimo de la figura principal son comunes al poema de Coleridge y al
relato de Le Fanu. En general, quienes habían seguido el modelo de Polidori
tendían a centrar el interés en la anécdota insólita, en la sorpresa del
desenlace y en la naturaleza aborrecible del vampiro; de tal forma, se
mostraban propensos a un desarrollo lineal de la historia, con abundancia de
ingredientes exóticos o terroríficos pero con una privación casi absoluta de
matices. Lo que hace de “Carmilla” un ejercicio narrativo de méritos relevantes
es la delicadeza del tratamiento de un asunto que, anteriormente, había
exhibido tal proclividad hacia lo superficial y chabacano. La verosimilitud del
ámbito en que trascurren los sucesos, la destreza psicológica con que es
elaborada la amistad de las jovencitas y la relación en primera persona que nos
ofrece el punto de vista de la víctima comunican de manera simultánea a la
composición notoria fuerza persuasiva, considerable sutileza y gran armonía
formal. Pero uno de los rasgos que tal vez sorprenda en mayor grado al lector
actual —acostumbrado a que le mencionen el lado rigorista, moralizante y aun
mojigato de la era victoriana— es la extraordinaria audacia con que ha sido
trabajado el erotismo. Por cierto, hoy día sabernos que los victorianos poseían
una abundante literautra erótica destinada a satisfacer la mentalidad escindida
del hombre de esa época, según quedó señalado de manera bastante rotunda en los
recientes estudios de Steven Marcus, The
Other Victorians (1966), y de Masao Miyoshi, The Divided Self (1969). Sin embargo, lo que resulta verdaderamente
asombroso es el absoluto equilibrio que posee Le Fanu en la presentación del
equívoco vínculo entre las dos muchachas, delineado a través de las reiteradas
y ambiguas expresiones de Carmilla, las que sin cesar sugieren escurridizas
conexiones entre amor y violencia. Por consiguiente, es lícito afirmar que una
de las cualidades más memorables de la composición es el intrincado juego de
atracción, odio y muerte que se establece entre las protagonistas, cuya
interacción se insinúa con una fuerza y, al mismo tiempo, con una tenuidad que
parecen anticipar observaciones ulteriormente desarrolladas por los surrealistas
y algunos de sus continuadores.
4. Observaciones
finales
Aparte de las tres
piezas ya examinadas que se vinculan al “archivo del doctor Hesselius” y han
sido extraídas de In a Glass Darkly,
el presente volumen incorpora otros tres cuentos de Le Fanu. Además del valor
intrínseco que poseen, estos relatos adicionales son ilustrativos de la
persistencia que ciertas anécdotas y motivos llegaron a tener en la imaginación
del autor, quien los reelaboró y combinó en diversas ocasiones, hasta lograr lo
que a su juicio era una articulación poética definitiva. El “Informe sobre
algunas extrañas perturbaciones en la calle Aungier”, por ejemplo, es una
prefiguración de “El juez Harbottle” y apareció en 1853 en el Dublín University Magazine. Algo similar
puede observarse en “El testamento de Toby Marston”, que también presenta una
acción culposa y la aparición onírica de mensajeros ultramundanos, encargados
de cumplir una sentencia capital con aspecto de suicidio; hay asimismo una casa
encantada e integrantes de la servidumbre que tienen visiones o audiciones
insólitas; por último, a semejanza de “Carmilla”, esta narración refiere episodios
de metamorfosis en los que, durante el sueño, los personajes hechizados se ven
acometidos en sus lechos por individuos que han tornado la forma de animales
terroríficos. Cabe añadir, por otra parte, que “El testamento de Toby Marston”
proporciona una cabal muestra de cuento rural inglés, con sus típicos
personajes hoscos y torturados, según una concepción que más tarde cultivaría
T. F. Powys, especialmente en su pequeña obra maestra, “El gong”. En cuanto a
la “Narración sobre el fantasma de una mano”, forma parte de la novela The House by the Churchyard y tal vez
constituya el mejor ejemplo que es posible hallar en Le Fanu de una historia
sobrenatural en estado puro.
En inglés, se pueden
mencionar dos ediciones confiables de Le Fanu que están entre las más
recientes, si bien se remontan a más de veinticinco años: In a Glass Darkly, prologada por V. S. Pritchett para The Chiltern
Library (Londres, 1948), y Uncle Silas,
prologada por Elizabeth Bowen para The Cresset Library (Londres, 1947). Cabe
remitir asimismo a la selección de Best
Ghost Stories of J. Sheridan Le Fanu, que preparó E. F. Bleiler para Dover
Publications, de Nueva York. “Camilla”, “Té verde” y algún otro cuento de In a Glass Darkly han sido vertidos al
español en diversas ocasiones, por lo general con escasa fortuna y poco respeto
por la integridad de los textos. La Biblioteca de Bolsillo que era publicada
por la editorial Hachette, de Buenos Aires, incluyó hace treinta años una
traducción de El misterioso tío Silas.
Roger Caillois, en su Antología del
cuento fantástico, recogió la “Narración sobre el fantasma de una mano” con
el título de “El asedio de la casa roja”.
No abundan los
estudios sobre la obra de Le Fanu. Los más recordados son el de S. M. Ellis, Wilkie Collins, Le Fanu and Others
(Londres, 1931), y el de Nelson Browne, Sheridan
Le Fanu (Londres, 1951). Información sobre Le Fanu en su condición de
cuentista victoriano se obtendrá en el amplio trabajo de Wendell V. Harris, “English
Short Story in the Nineteenth Century”, aparecido en 1968 en la revista Studies in Short Fiction. Breves pero eficaces
son los comentarios acerca del autor de “Carmilla” que proporcionan dos obras
panorámicas: Walter Allen, The English
Novel (Londres, 1954), págs. 201-204; y A. E.
Murch, The Development of the Detective
Novel (Londres, 1958), págs. 133-136.
Sobre la literatura
fantástica, la crítica francesa se ha mostrado muy activa en los últimos veinte
años: Pierre-Georges Castex, Le conte
fantastique en France de Nodier à Maupassant (Paris, 1951) Louis Vax, Arte y literatura fantásticas
(traducción española: Buenos Aires, Eudeba, 1965) ; Roger Caillois, “Prefacio”
a su Antología del cuento fantástico
(traducción española: Buenos Aires, Sudamericana, 1967) y trabajo inicial
incluido en su colección Imágenes,
imágenes (traducción española: Buenos Aires, Sudamericana, 1970); Tzvetan
Todorov, Introducción a la literatura
fantástica (traducción española: Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1972).
Muchos otros estudios pueden citarse: la introducción de M. R. James al libro
que preparó V. H. Collins, Ghosts and
Marvels (Londres. 1924); Supernatural
Horror in Literature, de H. P. Lovecraft (Nueva York, 1945); The Supernatural in Fiction, de P.
Pewzoldt (Londres, 1952); The
Supernatural in Modern English Fiction, de D. Scarborough (Londres, 1917) ;
la introducción de Montague Summers a su antología, The Supernatural Omnibus (Londres, 1931) ; el artículo de P. J.
Stead, “Supernatural Story”, en la obra que dirigió S. H. Steinberg, Cassell’s Encyclopaedia of Literature
(Londres, 1953), vol. I, págs. 526-530; la introducción de Adolfo Bioy Casares
a la selección que preparó junto con Jorge Luis Borges y Silvina Ocampo, Antología de la literatura fantástica
(Buenos Aires, Sudamericana, 1940 y reediciones). Freud se ha referido al
asunto en su ensayo sobre “lo siniestro”; al respecto, también es oportuno
registrar el trabajo de M. Richardson, “The Psychoanalysis of Ghost Stories”,
aparecido en el número correspondiente a diciembre de 1956 de la revista
inglesa Twentieth Century.
Sobre vampiros, son
clásicos —pero algo viejos y decididamente tendenciosos— los libros de Montague
Summers: The Vampire, his Kith and Kind
(Londres, 1928) y The Vampire in Europe
(Londres, 1929). Recientemente, en Inglaterra han aparecido varios estudios
sobre el vampiro en el arte y la literatura; en general no incorporan mayores
novedades, pero dieron oportunidad a Christopher Frayling para escribir una
brillante reseña en la entrega del London
Magazine correspondiente a junio y julio de 1974. Bastante difusión ha
tenido el ensayo de Ornella Volta, Le
vampire (París, 1962). Desde un punto de vista psicoanalítico, debe
recordarse el enfoque de Ernest Jones. Por su parte, Mario Praz encara el
aspecto poético en su muy informativa La
carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (traducción
española: Caracas, Monte Ávila, 1969). Falta un estudio serio —sí acaso es
posible escribirlo— sobre el vampiro en la cinematografía; esto tiene especial
relevancia con respecto a Le Fanu porque en época no lejana “Carmilla” fue
aprovechada para sendas películas: Et
mourir de plaisir, de Roger Vadim (1960), y The Vampire Lovers, de Roy Ward Baker, con la interpretación de
Peter Cushing (1970). Anteriormente, ya Carl-Theodor Dreyer se había inspirado
en Le Fanu para la realización fílmica de Vampyr,
también conocida como La extraña aventura
de David Gray (1931).
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