Stephen King
Carrie
Título
Original: Carrie
Edición
Original: Doubleday & Co., Inc.,
Nueva York, 1974
Traducción:
Gregorio Vlastelica
EDITORIAL POMAIRE
(C)
1974 by
Stephen King
(C)
1974 by EDITORIAL
POMAIRE, S.A.
ISBN:
0-385-08695-2 (edición USA)
ISBN:
84-286-0440-1 (tela)
ISBN:
84-286-0439-8 (rústica)
ISBN:
84-226-0101-1 (bolsillo)
Para Tabby, que me metió en esto
y luego me ayudó a salir.
Primera parte: Deporte sangriento
Noticia
publicada por el semanario Enterprise
de Westover, Maine, el día 19 de agosto de 1966:
Lluvia de piedras en Chamberlain
Fuentes fidedignas nos informan de que el 17 del presente se produjo
una lluvia de piedras en la calle Carlin, en circunstancias en que el
cielo se presentaba totalmente despejado. Las piedras se precipitaron
principalmente sobre el inmueble que habita la señora Margaret
White. Causaron considerables daños en el tejado y estropearon dos
canalones y un tubo de desagüe. Los destrozos fueron evaluados en 25
dólares. La señora White es viuda y vive con su hija, Carietta de
tres años de edad.
Nuestros esfuerzos para localizar a la señora White resultaron
infructuosos.
Nadie se sorprendió cuando ocurrió, no verdaderamente, no en ese
nivel subconsciente donde tienen lugar nuestras vivencias más
brutales. Aparentemente, todas las muchachas que estaban en las
duchas se sintieron anonadadas, estremecidas, avergonzadas o
simplemente felices porque esa cerda de la White había vuelto a
recibir una buena. Incluso algunas de ellas podrían haber alegado
que el hecho las había sorprendido, pero, por supuesto, esa
afirmación habría sido falsa. Carrie había asistido a la escuela
con algunas de ellas desde el primer año, y esto se había estado
gestando desde entonces, gestándose en forma lenta e inmutable,
según todas las leyes que gobiernan la naturaleza humana, gestándose
con la exacta regularidad de una reacción en cadena que se acerca a
la masa crítica.
Lo que nadie sabía, desde luego, era que Carrie White tenía poderes
telekinéticos.
Inscripción tallada en un banco de la escuela primaria de la calle
Barker, en Chamberlain:
Carrie White come mierda
Los
gritos, los ecos y el ruido subterráneo del chapoteo del agua de las
duchas sobre las baldosas llenaban el vestuario. Las muchachas habían
estado jugando a voleibol durante la primera hora, y había algo
apremiante en su ligero sudor matutino. Se estiraban y retorcían
bajo el agua caliente, chillando, lanzando agua y pasándose de mano
en mano las barras de jabón blanco. Carrie se hallaba en medio de
ellas, impasible, una rana entre los cisnes. Era una muchacha
robusta, con granos en el cuello, la espalda y las nalgas. Su cabello
mojado no parecía tener color alguno: se pegaba a su rostro con una
obstinación empapada y abatida. Estaba allí parada simplemente, con
la cabeza ligeramente inclinada, dejando que el agua se precipitara
sobre su cuerpo y cayera al suelo. Parecía la típica cabeza de
turco, el perpetuo blanco de las bromas, la chica capaz de tragarse
las historias más inverosímiles, objeto de todas las malas jugadas.
Y lo era. En forma desesperada y constante deseaba que la Escuela
Secundaria Ewen tuviera duchas individuales —y por lo tanto
privadas— como las escuelas de Andover y Bosford. Porque se
quedaban mirándola... Ellas siempre se quedaban
mirándola.
Las duchas se fueron cerrando una a una, mientras las chicas se
quitaban sus gorros de baño en tonos pastel, se secaban, se ponían
un spray desodorante y dirigían miradas al reloj que había sobre la
puerta. Se abrocharon los sujetadores y se ajustaron las bragas. El
vapor parecía suspendido en el aire y todo el lugar podría haber
sido un establecimiento de baños egipcios, a no ser por el ruido
sordo del estanque para baños de remolino, situado en un rincón.
Los gritos y los silbidos rebotaban en las paredes como el golpe seco
y vibrante de las bolas de billar.
—...entonces
Tommy me dijo que me veía horrible
con eso y yo...
—... voy a ir con mi hermana y su marido. A él le gusta hurgarse
la nariz, y a ella también, así que...
—...una ducha a la vuelta de la escuela y...
—...demasiado tacaño para gastarse un maldito centavo, de modo que
Cindi y yo...
La señorita Desjardin, la profesora de gimnasia de esbelta figura y
pecho plano, entró en el vestuario, estiró el cuello, echó una
rápida mirada en derredor y golpeó las manos vigorosamente.
—¿Qué esperas, Carrie? ¿El juicio final? La campana sonará
dentro de cinco minutos.
Sus
shorts eran de un color blanco
deslumbrante y sus piernas, quizá demasiado derechas, se destacaban
por su discreta musculatura. Un silbato de plata, que había ganado
en una competición de tiro con arco, colgaba de su cuello.
Las muchachas sofocaron una risita y Carrie levantó los ojos, la
mirada lenta, aturdida por el calor el ininterrumpido martilleo del
agua.
—¿Ah?
Fue un sonido extraño, parecido al croar de una rana, que resultó
grotescamente apropiado. Una vez más las chicas ahogaron la risa.
Sue Snell se había quitado la toalla de la cabeza con la velocidad
de un prestidigitador que va a realizar un truco y comenzó a
peinarse rápidamente. La señorita Desjardin hizo un irritado gesto
de impaciencia en dirección a Carrie y salió.
La muchacha cerró el grifo y la última ducha se extinguió con una
gota y un gorgoteo.
Antes de que diera el primer paso, nadie habla visto la sangre que le
corría por la pierna.
De
Explosión en las Sombras: Hechos comprobados y conclusiones
específicas obtenidas del caso de Carietta White,
por David R. Congress (Tulane University Press, 1981), pág. 34:
Es
indiscutible que la falta de fenómenos concretos de telekinesia
durante la infancia de Carietta White tiene su explicación en las
conclusiones presentadas por White y Stern en su ensayo
Telekinesia: Nuevo análisis de un extraño talento.
Es decir, que la capacidad para mover objetos mediante el uso
exclusivo de la
voluntad sólo se manifiesta en momento de extrema tensión. Esta
capacidad se encuentra, de hecho, perfectamente escondida; ¿de qué
otra manera, si no, podría haber permanecido sumergida durante
siglos dejando al descubierto solamente la cima del iceberg en medio
de un mar de charlatanería?
Las pruebas de que disponemos son escasas y se basan en rumores,
pero, aun así, bastan para señalar que Carrie White poseía un
potencial telekinético de inmensa magnitud. Lo trágico de la
situación es que no podemos dejar de pensar en toda la
experimentación que habríamos llevado a cabo si en su debido
tiempo...
—¡Re-gla!
Chris
Hargensen lanzó el primer grito, éste fue a estrellarse contra los
azulejos de la pared, rebotó y volvió a estrellarse. Sue Snell
ahogó la risa en la nariz y sintió una extraña e incómoda mezcla
de odio, repugnancia, exasperación y lástima. La chica tenía un
aspecto tan idiota
parada allí, sin saber lo que le estaba ocurriendo. Santo Dios,
cualquiera pensaría que nunca...
—¡RE-gla!
Se
estaba convirtiendo en una salmodia, en un conjuro. Alguien en el
fondo (quizás Hargensen otra vez, Sue no podía distinguirlo con
precisión en esa selva de gritos) chillaba con ronco desenfado:
¡Que se lo tape!
—¡RE-gla, RE-gla, RE-gla!
Aturdida, Carrie permanecía inmóvil en el centro del círculo que
empezaba a formarse, las gotas de agua se deslizaban por su cuerpo.
Se quedó parada como un buey paciente, sabiendo que la broma era a
su costa (como siempre), muda y desconcertada, pero no sorprendida.
Sue experimentó un asco creciente cuando las primeras oscuras gotas
de la sangre de la menstruación golpearon las baldosas del piso y
formaron círculos del tamaño de una moneda.
—¡Por el amor de Dios, Carrie, tienes el período! —gritó Sue—.
¡Límpiate!
—¿Ah?
Lanzó una mirada bovina en derredor suyo. El pelo pegado a sus
mejillas seguía una línea curva que le daba la forma de un casco.
Tenía una erupción de acné en un hombro. A los dieciséis años,
la huidiza marca de la persona que ha sido hondamente herida ya
aparecía claramente en sus ojos.
—¡Cree
que se usan para el lápiz labial! —gritó de repente Ruth Gogan
con enigmático regocijo y luego se echó a reír a carcajadas. Más
tarde, Sue recordó la exclamación y la incorporó al cuadro total,
pero, en ese momento, era sólo otro sonido sin sentido en medio de
la confusión. Tiene dieciséis años,
pensaba.
Tiene que saber qué es lo que le está sucediendo...
Más gotas de sangre. Carrie seguía parpadeando y mirando a sus
compañeras con lenta perplejidad.
Helen Shyres se dio vuelta y simuló que iba a vomitar.
—¡Estás
sangrando! —gritó de repente Sue,
furiosa—. ¡Estás sangrando,
mamarracho estúpido!
Carrie bajó la vista y se miró.
Dio un alarido.
El sonido se oyó con fuerza en el húmedo vestuario.
De repente, un tampón la golpeó en el pecho y cayó a sus pies con
un ruido sordo. Una mancha como una flor roja apareció en el algodón
y se expandió.
Entonces la risa, despectiva, horrorizada, asqueada, pareció alzarse
y estallar para convertirse en algo horrible, punzante. Las chicas
estaban bombardeándola con tampones y compresas higiénicas, algunos
sacados de sus bolsos, otros de la estropeada expendedora automática.
Caían como nieve. La salmodia se convirtió en: Que lo tape, que lo
tape, que lo tape, que lo...
Sue
también los lanzaba y repetía la salmodia junto con las demás, sin
saber muy bien qué estaba haciendo: una frase mágica había acudido
a su mente y resplandecía allí como un anuncio de neón: No
haces daño a nadie. Realmente no haces daño a nadie.
Las palabras todavía brillaban tranquilizadoras cuando,
repentinamente, Carrie comenzó a aullar, mientras retrocedía
agitando los brazos, gruñendo e hipando.
Las
muchachas se detuvieron al darse cuenta de que finalmente se había
llegado a la fisión y la explosión. Fue en este momento cuando,
según sus recuerdos, algunas de ellas manifestaron su sorpresa. Sin
embargo, ahí estaban todos esos años de “acortemos las sábanas
de la cama de Carrie” en el campamento de la Juventud Cristiana y
“encontré esta carta de amor de Carrie para Flash Bobby Pickett,
hagamos copias y repartámoslas” y “escóndele las bragas en
alguna parte” y “ponle esta culebra en el zapato” y “zambúllela
otra vez, zambúllela otra
vez”; todos esos años en que Carrie,
siempre lenta y rezagada, participaba con obstinación en los paseos
en bicicleta, un año conocida como “adefesio” y el siguiente
como “mamarracho”, oliendo siempre a sudor, incapaz de alcanzar a
las demás; esa vez que contrajo una afección a la piel por orinar
entre los matorrales junto a una hiedra urticante, sin poder impedir
que todo el mundo se diera cuenta (Oye, rascaculos, ¿te pica el
trasero?); la tarde que se quedó dormida en la sala de estudio y
Billy Preston le echó mantequilla de cacahuete en el pelo; los
pellizcones, las piernas estiradas en el pasillo entre los bancos
para hacerla tropezar, sus libros desparramados por el suelo, la
fotografía obscena metida en su bolso; ese día en la iglesia cuando
se arrodilló torpemente para rezar y la costura de su vieja falda de
madrás se abrió junto a la cremallera con el ruido de una vela que
se rompe; Carrie, la que era incapaz de coger la pelota en las manos
aunque se la lanzaran de una distancia mínima; la que se cayó de
bruces en la clase de danza moderna y se partió un diente, la que se
estrellaba contra la red en los partidos de voleibol, la chica que
usaba medias que siempre tenían una carrera o estaban a punto de
tenerla, la que mostraba siempre una mancha de sudor bajo las mangas
de sus blusas; la chica a quien Chris Hargensen llamó después de
las clases desde la “Kelly Fruit”, en el centro, y le preguntó
si sabía que “pedo de cerdo” se escribía C-A-R-R-I-E.
Repentinamente se alcanzó todo esto y la masa crítica. Se encontró
la definitiva y. largamente buscada humillación, la última burla:
la fisión.
Retrocedió chillando en ese nuevo silenció, con sus gruesos brazos
sobre el rostro y un tampón metido en medio del vello de su pubis.
Las muchachas la observaban con ojos brillantes y solemnes.
Carrie continuó hasta llegar al costado de uno de los cuatro grandes
compartimientos de las duchas y lentamente se desplomó hasta quedar
sentada. Gemidos lentos e impotentes la sacudían.
Sus ojos giraban mostrando su húmeda blancura, como los de un puerco
en el matadero.
—Creo que debe de ser la primera vez que... —comenzó Sue, de
manera lenta y vacilante.
En ese momento la puerta se abrió con un golpe rápido y terminante
y la señorita Desjardin penetró violentamente a ver qué ocurría.
De
Explosión en las Sombras, pág. 41:
Los médicos y psicólogos que han escrito sobre este tema están de
acuerdo con que esta tardía y traumática iniciación del ciclo
menstrual puede muy bien haber sido el elemento desencadenante de su
capacidad latente.
Parece increíble que Carrie hubiese llegado hasta el año 1979 sin
saber nada del ciclo menstrual de la mujer madura. Casi tan increíble
como que su madre le permitiera alcanzar casi los diecisiete años
sin consultar a un ginecólogo a causa de que no menstruaba.
Sin embargo, los hechos son incontrovertibles. Cuando Carrie White se
dio cuenta de que sangraba por el conducto vaginal, no sabía qué le
estaba sucediendo. Ignoraba completamente todo el concepto de
menstruación.
Ruth Gogan, una de las compañeras de curso que la sobrevivió,
cuenta que, un año antes de los sucesos, vio a Carrie White, en el
vestuario de la escuela Ewen, emplear un tampón para quitarse el
exceso de lápiz labial. En ese momento, la señorita Gogan le
preguntó: “¿Qué diablos estás haciendo?” Carrie White
replicó: “¿Qué tiene de malo?” La señorita Gogan contestó
entonces: “Nada, por supuesto”. Ruth Gogan contó esto a algunas
de sus amigas (más tarde manifestó en una entrevista que le hice
personalmente que le había parecido “como divertido”) y si en el
futuro alguien intentó informar a Carrie del verdadero propósito de
aquello que estaba usando para corregir su maquillaje, lo más
probable es que descartaron la explicación, pensando que intentaban
tomarles el pelo. Tenía una extrema cautela respecto de cualquier
tema que se relacionara con el sexo...
Cuando las muchachas hubieron desaparecido para asistir a su segunda
hora de clase y la campana dejó de sonar (algunas de ellas se
escabulleron silenciosamente por la puerta trasera, antes de que la
señorita Desjardin comenzara a anotar nombres), la profesora de
gimnasia empleó la táctica normal en los casos de ataque de
histeria: le propinó una vigorosa bofetada en la cara. Difícilmente
hubiese admitido el placer que esto le proporcionó y ciertamente
hubiese negado que consideraba a Carrie una bolsa de grasa, gorda y
quejumbrosa. En su primer año de profesora, todavía creía que
pensaba que todos los niños eran buenos.
Carrie la miró con expresión estúpida. Su rostro deformado no
dejaba de estremecerse.
—S-s-señorita D-D-Des-D...
—Levántate —la interrumpió la señorita Desjardin, con
frialdad—. Levántate y límpiate.
- ¡Me
estoy desangrando! —chilló Carrie .
Una
mano ciega se alzó a tientas, se aferró a los
shorts blancos de la profesora y dejó
una mancha de sangre.
—Voy
a... eres... —masculló la profesora con el rostro contraído en un
gesto de repulsión y repentinamente se abalanzó sobre Carrie y la
alzó de modo violento—. ¡Ponte de
pie!
La muchacha se quedó allí, oscilando entre las duchas y el muro en
el que estaba la máquina de paños higiénicos, encorvada sobre sí
misma, con los pechos apuntando hacia el cielo, y los brazos colgando
fláccidamente. Parecía un mono. Sus ojos brillaban sin expresión.
—Vamos —dijo la señorita Desjardin con tono sibilante,
agresivo—, coge uno de esos paños... No, no te preocupes de las
monedas, de todos modos está estropeada... Coge uno y... maldita
sea, vamos, ¡hazlo, estúpida! Parece como si nunca en tu vida
hubieses tenido una regla.
—¿Regla?
Su expresión de total incredulidad era demasiado auténtica, estaba
demasiado llena de estúpido y desesperado horror como para ser
ignorada o rechazada. Una idea negra y terrible se formó en la mente
de Rita Desjardin. Resultaba increíble, no podía ser. Ella había
tenido su primera menstruación poco después de cumplir once años y
se había acercado a la escalera para gritar a su madre, llena de
excitación: Oye, mamá, ya manché el paño.
—¿Carrie? —dijo, y avanzó hacia la muchacha—. ¿Carrie?
La
chica retrocedió asustada. En ese mismo momento, una repisa sobre la
que se amontonaban los bates para jugar
softball se precipitó al suelo con un
gran estruendo que resonó por el vestuario. Rodaron en todas
direcciones y Rita Desjardin no pudo evitar un sobresalto.
—Carrie, por favor, ¿es la primera vez que tienes la regla?
Pero ahora que la idea había penetrado en su mente, realmente no
necesitaba preguntar. La sangre tenía un color oscuro y fluía con
una terrible densidad. Las piernas de Carrie estaban manchadas como
si hubiese vadeado un río de sangre.
Me duele... —gimió Carrie—. El estómago me...
—Se te pasará —dijo la señorita Desjardin. En su mente, la
lástima y la vergüenza de sí misma se mezclaron con inquietud—.
Tienes que... eh, detener el flujo de la sangre. Tienes que...
Se produjo un brillante relampagueo sobre su cabeza seguido por lo
que pareció una ligera detonación mientras la bombilla crepitaba y
se apagaba. La señorita Desjardin dio un grito de sorpresa y pensó
(todo este maldito lugar se está viniendo abajo) que parecía que
ese tipo de cosas siempre ocurrían cerca de Carrie cuando estaba
alterada, como si la mala suerte siguiera obstinadamente sus pasos.
La idea desapareció con tanta rapidez como había llegado. Cogió
uno de los paños higiénicos de la máquina y lo desenvolvió.
—Mira — le dijo—, tienes que hacerlo así...
De
Explosión en las Sombras, pág. 54:
La madre de Carrie, Margaret White, dio a luz a su hija el 21 de
septiembre de 19 63, en circunstancias que sólo pueden ser descritas
como insólitas: De hecho, una revisión del caso de Carrie White
deja al investigador minucioso con una impresión que predomina sobre
las demás: Carrie era el único vástago de una de las familias más
extrañas que se han dado a conocer al público.
Como mencionábamos con anterioridad, Ralph White falleció en
febrero de 1963, víctima del golpe que recibió al caer una viga de
acero desde una correa transportadora, cuando desempeñaba su trabajo
en una construcción, en Portland. La señora White continuó
viviendo sola en su apartamento de las afueras de Chamberlain.
A causa del carácter casi fanático de sus creencias religiosas
fundamentalistas, la señora White no permitió que sus amigos la
visitaran durante su periodo de luto. Y cuando comenzaron los dolores
del parto, siete meses más tarde, se encontraba sola.
Aproximadamente a las 13.30 horas del 21 de septiembre, los vecinos
de la calle Carlin comenzaron a escuchar gritos que procedían del
apartamento de la señora White. Sin embargo, no se llamó a la
Policía antes de las seis de la tarde. Existen dos explicaciones
posibles y quizá poco plausibles para justificar ese retraso: o los
vecinos no querían verse implicados en una investigación policial o
la antipatía hacia ella se había hecho tan intensa que
deliberadamente decidieron esperar y ver. La señora Georgia
McLaughlin, la única de las tres actuales residentes que ya vivía
en la calle Carlin en esa época y que accedió a hablar conmigo,
manifestó que no había llamado a la Policía porque pensó que los
gritos tenían algo que ver con “prácticas religiosas”.
Cuando finalmente llegó la Policía, a las 18:22, los gritos se
habían hecho menos regulares. La señora White se hallaba en su cama
en el piso superior. El agente Thomas G. Mearton, encargado de la
investigación, pensó en un primer momento que la mujer había sido
víctima de una agresión. La cama estaba empapada en sangre y había
un cuchillo carnicero en el suelo. Sólo en ese momento vio al bebé,
todavía parcialmente cubierto por la placenta, sobre el pecho de la
señora White. Al parecer, había cortado el cordón umbilical con el
cuchillo.
Sería desafiar a la razón y a la imaginación sentar la hipótesis
de que la señora Margaret White no sabía que estaba embarazada y
que ni siquiera comprendía lo que suponía esta palabra.
Recientemente, algunos investigadores como J. W. Bankson y George
Fielding han presentado una serie de argumentos, que parecen más
razonables, en favor de la hipótesis según la cual el concepto,
unido irrevocablemente en su mente con el “Pecado” de la relación
sexual, había sido totalmente bloqueado en su cerebro. Es posible
que, sencillamente, se negara a creer que le podía ocurrir algo
parecido.
Tenemos noticia por lo menos de tres cartas que escribió a una amiga
en Kenosha, Wisconsin, que parecen probar en forma concluyente que la
señora White pensó, desde el quinto mes en adelante, que tenía
“cáncer en las partes femeninas” y que pronto se uniría a su
marido en el cielo...
Cuando la señorita Desjardin llevó a Carrie a la oficina, quince
minutos más tarde, los pasillos, gracias a Dios, estaban vacíos.
Las clases se desarrollaban monótonamente tras las puertas cerradas.
Finalmente, Carrie había dejado de gritar, pero seguía llorando con
imperturbable regularidad. La profesora había terminado poniéndole
el paño higiénico ella misma y la había limpiado con toallas de
papel mojadas y, por último, conseguido que se pusiera sus bragas de
algodón.
Dos veces intentó explicarle la prosaica realidad de la
menstruación, pero Carrie se tapó los oídos con las manos y siguió
llorando.
El señor Morton, el subdirector, salió al momento de su oficina
cuando se acercaron. Billy de Lois y Henry Trennant, dos muchachos
que esperaban la amonestación correspondiente por haberse escapado
de la clase de francés, giraron en sus sillas para seguir con ojos
desorbitados lo que ocurría.
—Pasen —dijo el señor Morton con energía—. Pasen de
inmediato.
Por encima del hombro de la señorita Desjardin, miró furioso a los
muchachos que se habían quedado examinando fijamente la mancha en
los shorts y añadió:
—¿Qué están mirando?
—Unas huellas de sangre —replicó Henry, y sonrió con una
especie de estúpida sorpresa.
—Dos horas de arresto — les lanzó Morton. Miró la mancha de
sangre y parpadeó.
Cerró la puerta y comenzó a buscar un formulario para accidentes en
el cajón superior de su fichero.
—¿Te sientes bien, eh...?
—Carrie —le informó la profesora—. Carrie White. —El señor
Morton había encontrado finalmente el formulario, mostraba una gran
mancha de café—. No lo va a necesitar, señor Morton.
—Supongo que fue en el trampolín. Vamos a tener que... ¿No lo voy
a necesitar?
—No. Pero creo que deberíamos mandar a Carrie a casa hasta mañana.
Ha sufrido una experiencia bastante espantosa.
Sus ojos le enviaron una señal que él captó, pero no comprendió.
—Sí, de acuerdo, si usted lo dice. Bien, muy bien.
Morton devolvió precipitadamente el formulario al cajón y lo cerró
olvidando quitar el dedo pulgar. Se escuchó un gruñido. Giró
airosamente hacia la puerta, la abrió de un tirón, lanzó una
despiadada mirada a Billy y Henry y dijo en voz alta:
—Señorita Fish, prepare un permiso para ausentarse, por favor: El
nombre es Carrie Wright
—White —dijo la señorita Desjardin.
—White —concedió el señor Morton.
Billy de Lois se rió disimuladamente.
—¡Una semana de arresto! —ladró el subdirector. Se le estaba
formando una ampolla de sangre bajo la uña del pulgar. Le dolía
como los demonios. El monótono llanto de Carrie parecía que no iba
a terminar nunca.
La señorita Fish trajo la papeleta amarilla y Morton garabateó sus
iniciales con el lápiz de plata. Hizo una mueca de dolor al ejercer
presión sobre el pulgar.
—¿Necesitas un coche, Cassie? —preguntó—. Podemos llamar a un
taxi si quieres.
Ella hizo un gesto negativo. Morton observó con desagrado que se le
había formado una burbuja de moco en una de las ventanillas de la
nariz; miró por encima de la cabeza de la chica hacia la señorita
Desjardin.
—Se pondrá bien, estoy segura. —dijo la profesora—. Carrie
sólo tiene que llegar hasta la callé Carlin. El aire fresco le hará
bien.
Morton entregó la papeleta amarilla a la muchacha y le dijo,
magnánimo:
Ya puedes irte, Cassie.
- Yo
no me llamo así —chilló
repentinamente la muchacha.
Morton
se echó hacia atrás y la señorita Desjardin saltó como si la
hubieran golpeado en la espalda. El pesado cenicero de cerámica que
estaba sobre la mesa de Morton (era
ElPensador de Rodin con la cabeza
inclinada sobre un receptáculo para las colillas) se precipitó
súbitamente sobre la alfombra como si hubiese querido ponerse a
salvo de la fuerza del chillido. Las colillas y los restos del tabaco
de pipa de Morton se desparramaron por la alfombra verde pálido.
—Escúchame bien —dijo Morton tratando de reunir algo de
severidad—. Sé que estás alterada, pero eso no quiere decir que
voy a soportar que...
—Por favor — murmuró la señorita Desjardin.
Morton parpadeó y luego asintió secamente. Él trataba de dar la
imagen de un John Wayne simpático mientras llevaba a cabo las
funciones disciplinarias que constituían la tarea principal del
subdirector, pero no le daba mucho resultado. La dirección
(generalmente representada en las cenas de la Cámara de Comercio, en
las funciones de la Asociación de Padres y Profesores y en las
ceremonias de entregas de premios de la Legión Americana, por el
director Henry Grayle) habitualmente lo llamaban “el simpático
Mort”. Los alumnos solían llamarlo más bien “ese culo charlatán
de la oficina”. Pero como muy pocos estudiantes del tipo de Billy
de Lois y Henry Trennant hacían uso de la palabra en las funciones
de la Asociación de Padres y Profesores o en las reuniones del
municipio, el punto de vista de la dirección tendía a imponerse.
Por eso en aquel momento el simpático Mort, que a escondidas
protegía cuidadosamente su dolorido dedo, sonrió a Carrie y le
dijo:
—Puede irse si quiere, señorita Wright. ¿O quizá prefiere
sentarse un momento hasta que se reponga?
—Prefiero irme —replicó entre dientes, y bruscamente se llevó
la mano a la cabeza para arreglarse el pelo. Se levantó y se volvió
para mirar a la profesora. Tenía los ojos desorbitados y oscuramente
conscientes—. Se rieron de mí. Me arrojaron cosas. Siempre se han
reído de mí.
La señorita Desjardin sólo pudo mirarla con una expresión de
impotencia.
Carrie se alejó.
Se produjo un silencio. El subdirector y la profesora la observaron
mientras salía. Luego, con un sonoro y extraño esfuerzo por
aclararse la garganta, el señor Morton se puso en cuclillas
cuidadosamente y comenzó a reunir en un punto los restos del
cenicero.
—¿Qué
fue lo que
pasó?
La profesora de gimnasia suspiró y miró con desagrado la huella
color marrón que empezaba a secarse sobre sus shorts.
—Le vino la regla. Su primera regla. En la ducha.
Morton se aclaró la voz una vez más y sus mejillas adquirieron un
tono rosado. La hoja de papel que utilizaba para reunir los trozos
comenzó a moverse con mayor rapidez.
—¿No es un poquito... eh?
—¿Mayor para que sea la primera vez? Sí, es cierto. Eso fue lo
que convirtió la experiencia en algo tan traumático. No logro
entender por qué su madre... —comenzó y luego la idea se
desvaneció, olvidada momentáneamente—. Creo que no dominé muy
bien la situación, Morty, pero no comprendí lo que estaba
sucediendo. Ella creyó que iba a morir desangrada.
El subdirector levantó la cabeza con brusquedad y la miró
fijamente.
—Creo que hasta hace media hora —continuó ella— esa chica no
sabia que existiese la menstruación.
—Páseme ese cepillo que está allí, señorita Desjardin, por
favor. Si, ése.
Le
entregó un cepillo pequeño sobre el que se leía
La Compañía de Maderas y Ferretería Chamberlain siempre
se encarga de usted.
Ayudándose con él, depositó el montón de cenizas sobre el papel.
—Supongo que, de todos modos, va a quedar algo para la aspiradora.
Esta alfombra con tanto pelo es un inconveniente. Me parecía que
había colocado el cenicero lejos del borde. Es curioso cómo se caen
las cosas. —Se golpeó la cabeza contra el escritorio y se irguió
bruscamente—. Me cuesta creer que una chica en esta u otra escuela
secundaria pueda pasar tres años sin enterarse en absoluto de que
existe la menstruación, señorita Desjardin.
—A mi me cuesta mucho más —replicó ella—. Pero no se me
ocurre otra manera de explicar su reacción. Además, siempre ha
hecho de cabeza de turco entre sus compañeros.
—Humm. —Dejó caer cuidadosamente las rolillas y cenizas en la
papelera y se sacudió las manos—. Creo que ya sé de quién se
trata. White. La hija de Margaret White. Tiene que ser ella; eso lo
hace un poco menos increíble. —Se sentó detrás de su escritorio,
sonrió y agregó como para disculparse—: Son tantos. Después de
unos cinco años, todos los rostros empiezan a parecerse. Uno termina
llamando a los chicos con los nombres de sus hermanos, y cosas así.
No es fácil.
—Por supuesto que no.
—Espere a que lleve veinte años de trabajo como yo —dijo
taciturno, mirándose la ampolla de sangre—. Uno se encuentra con
chicos que le parecen conocidos y descubre que dio clases a sus
padres el año que comenzó a enseñar. Margaret White es anterior a
mi época y estoy profundamente agradecido por eso, una vez le dijo a
la señora Bicente, que en paz descanse, que el Señor le estaba
reservando un lugar especial en el infierno porque dio a los chicos
un resumen de las ideas de Darwin sobre la evolución. Fue suspendida
dos veces mientras estuvo aquí: una de ellas por golpear a una
compañera con su bolso. Según la leyenda, Margaret la había visto
fumando un cigarrillo. Extrañas creencias religiosas. Muy extrañas.
—Adoptó su expresión a lo John Wayne y dijo bruscamente—: ¿Y
las otras chicas, estaban realmente riéndose de ella?
—Peor todavía. Cuando entré, le estaban gritando cosas y
arrojándole paños higiénicos. Se los tiraban como... como si
fueran cacahuetes.
—Oh. Vaya, vaya. —John Wayne desapareció. El señor Morton se
puso rojo—. ¿Pudo tomar algunos nombres?
—Sí. No todos, —pero creo que se acusarán entre ellas.
Christine Hargensen parecía ser la cabecilla..., como siempre.
—Chris y sus secuaces —murmuró Morton.
—Sí. Tina Blake, Rachel Spies, Helen Shyres, Donna Thibodeau y su
hermana Fern, Lila Grace, Jessica Upshaw. Y Sue Snell. —Frunció el
ceño—. No me habría esperado eso de Sue. Nunca me ha parecido el
tipo de persona capaz de hacer una cosa así.
—¿Les habló a las culpables?
La señorita Desjardin sonrió sintiéndose muy desgraciada.
Las hice salir de inmediato. Me puse demasiado nerviosa y Carrie
tenía un ataque de histeria.
—Humm. Juntó las puntas de los dedos de ambas manos—. ¿Piensa
hablarles?
—Sí —respondió con cierta reluctancia.
—Me parece advertir un tono de...
—Probablemente
—replicó ella con expresión abatida—. Pero tengo techo de
vidrio, ¿comprende? Sé cómo se sentían esas chicas. En medio de
la situación, yo sólo quería coger a la muchachay
sacudirla. Quizás exista algún
instinto relacionado con la menstruación que hace que las mujeres
sientan deseos de gruñir, no lo sé. No puedo olvidar el rostro de
Susan Snell y la expresión con que miraba.
—Hummm —repitió prudentemente el señor Morton. No comprendía a
las mujeres y no tenía ningún deseo de hablar sobre la
menstruación.
—Les hablaré mañana —prometió ella y se levantó—. Tendré
que hacerlas polvo por un lado y reconstruirlas por otro.
—Muy bien. Procure que el castigo corresponda a la falta que han
cometido. Y si estima que debe enviar a alguna de ellas a mi
despacho, no tenga...
—Lo tendré en cuenta —replicó ella con amabilidad—. A
propósito, una bombilla se apagó mientras estaba tratando de
calmarla. Fue el toque que faltaba.
—Enviaré un empleado de inmediato —dijo—. Y gracias por su
preocupación, señorita Desjardin. Por favor, dígale a la señorita
Fish que haga pasar a Billy y Henry.
—Por supuesto —dijo y salió.
Se echó hacia atrás, se apoyó en la silla y dejó que todo el
asunto resbalara de su mente. Cuando Billy de Lois y Henry Trennant,
expertos en escabullirse a ciertas horas, entraron cabizbajos,
Morton, feliz, los miró ceñudo y se preparó para hablar con
severidad.
Como le decía a menudo a Hank Grayle, a la hora del almuerzo
devoraba alumnos que habían escapado de clase.
Inscripción tallada en un banco de la escuela secundaria de
Chamberlain:
Las rosas son rojas, el cielo es azul, el azúcar es dulce, pero
Carrie White come mierda.
Bajó
por la avenida Ewin y cruzó hacia la calle Carlin, en el semáforo
de la esquina. Tenía la cabeza inclinada y trataba de no pensar en
nada. Los calambres aparecían y desaparecían en oscuras oleadas que
la oprimían y la hacían andar más despacio o apurarla marcha, como
un coche que tiene problemas con el carburador. Llevaba la mirada
clavada en el suelo: cuarzo que brillaba en el cemento, un rayado
para jugar a la pata coja con un espectral contorno de tiza deslavado
por la lluvia, bolitas de goma de mascar aplastadas contra el suelo,
trozos de papel de estaño, envoltorios de caramelos.
Todos odian y nunca dejan de hacerlo. Nunca se cansan de ello.
Una moneda metida en una grieta. Le dio una patada.
Imagínate a Chris Hargensen cubierta de sangre y clamando piedad.
Con ratones correteando por su rostro. Bien. Bien. Qué bueno sería.
El excremento de un perro con la huella de un zapato, tapas de
botellas que algún chico había aplastado con una piedra, colillas.
Estréllale la cabeza contra una piedra, contra una roca. Aplástales
el corazón a todos. Bien. Bien.
(Jesús nuestro salvador manso y humilde)
Eso estaba bien para mamá, muy apropiado para ella. No tenia que
andar entre lobos todos los días del año, en medio de un carnaval
de risas, de bromas, de dedos que te señalan, de sonrisas
despectivas. ¿Y no decía mamá que un día llegará el Juicio
Final?
(el hombre de esa estrella será hiel y amargura y ellos recibirán
el azote de los escorpiones)
y un ángel con una espada?
Ojala fuera hoy, y Jesús no viniera con un cordero y un cayado de
pastor, sino con una roca en cada mano para aplastar las risas y las
burlas, para arrancar el mal y destruirlo en medio de los alaridos:
un Jesús terrible cargado de sangre y de justicia.
Si ella pudiera ser su brazo y su espada.
Había tratado de ser como las demás. Había desafiado a su madre de
mil pequeñas maneras, había intentado deshacer el círculo que la
rodeaba como a una plaga desde el primer día que salió del
controlado ambiente de su pequeña casa de la calle Carlin para
dirigirse a la escuela primaria con su Biblia bajo el brazo. Todavía
recordaba el día, las miradas, el silencio espantoso y repentino que
se había producido cuando se hincó de rodillas antes de la comida,
en el comedor de la escuela; las risas habían comenzado ese día y
había seguido escuchando su eco a través de los años.
El
círculo que la rodeaba era como la sangre: podías limpiarla una y
otra vez y estaría siempre allí, indeleble, sucia. No había vuelto
a arrodillarse en un sitio público, aunque no se lo había dicho a
su madre. De todos modos, ella conservaba el recuerdo de la primera
vez y ellos
también. Había luchado encarnizadamente a propósito del campamento
de verano de la Iglesia Cristiana y ella misma había conseguido el
dinero haciendo trabajos de costura. Su madre le había dicho
gravemente que era Pecado, que era metodista y baptista y
congregacionista y que era Pecado y Reincidencia. Le prohibió
practicar natación en el campamento. Sin embargo, aunque
había nadado y
se había reído cuando la zambulleron
(hasta que ya no podía respirar y seguían manteniéndola bajo el
agua y se aterró y comenzó a gritar) y había intentado participar
en las actividades del campamento, le habían hecho cientos de bromas
pesadas y había vuelto a casa en el coche de línea, una semana
antes de lo previsto, con los ojos hundidos y enrojecidos de tanto
llorar. Mamá la había recogido en la terminal y le había dicho
sombríamente que debía conservar siempre el recuerdo de ese castigo
como una prueba de que su madre sabía, de que tenía razón, de que
la única posibilidad de salvación estaba dentro del círculo rojo.
Porque la puerta es estrecha, había dicho en el taxi. Al llegar a
casa había encerrado a Carrie durante seis horas en el armario.
Su madre, por supuesto, le había prohibido que se duchara con las
otras chicas; pero Carrie había escondido las cosas que necesitaba
en el cajón con llave que tenía en la escuela y lo había hecho de
todas maneras y había participado en pese ritual desnudo que le
resultaba incómodo y la llenaba de vergüenza, con la esperanza de
que el circulo se difuminara un poco, sólo un poco...
(pero hoy oh lo que había sucedido hoy)
Tommy Erbter, de cinco años, paseaba en su bicicleta por la acera de
enfrente, un niño pequeño de mirada intensa que montaba una
“Schwinn” de 50 centímetros con ruedas adicionales de un
brillante color rojo. Canturreaba en voz baja; cuando vio a Carrie su
rostro se iluminó y le sacó la lengua.
—¡Hola, santurrona cara de caca!
Carrie le lanzó una mirada feroz cargada de incontrolable furia. La
bicicleta se tambaleó sobre sus ruedas adicionales y súbitamente se
precipitó al suelo. Carrie sonrió y siguió caminando. El sonido
del llanto de Tommy era una música dulce y estridente para sus
oídos.
Si tan sólo pudiera hacer que ocurriera algo así cada vez que se le
antojara.
(acababa de suceder)
Se quedó totalmente inmóvil siete casas antes de llegar a la suya,
mirando el vacío sin comprender. Detrás, Tommy, lloroso, volvía a
subir a su bicicleta mientras se llevaba la mano a la rodilla que se
había lastimado. Gritó algo pero ella lo ignoró; había sido
insultada por expertos.
Había estado pensando:
(cáete
de esa bicicleta, chico, cáete y pártete tu maldita cabeza) y algo
había sucedido.
Su
mente se había... se había... buscó la palabra. Se había
doblado. No era eso exactamente, pero
se parecía. Se había producido una curiosa flexión mental, casi
como doblar una barra de acero con la fuerza del codo. Tampoco era
eso exactamente, pero no se le ocurría otra cosa. Un codo sin
fuerza. El débil músculo de un bebé.
Doblégate.
De pronto miró intensamente el gran ventanal de la casa de la señora
Yorraty. Pensó:
(vieja zorra espantajo estúpido ventana rómpete)
No ocurrió nada. El ventanal brilló sereno en el fresco resplandor
de las nueve de la mañana. Otro calambre oprimió el estómago de
Carrie y ella siguió caminando.
Pero...
La luz. Y el cenicero; no olvides el cenicero.
Dirigió su mirada.
(la vieja zorra odia a mi mamá)
por encima del hombro. De nuevo pareció como si algo se doblara...
pero muy débilmente. El flujo de sus pensamientos se sacudió, como
si se hubiese producido un burbujeo en un manantial profundo.
El
ventanal pareció ondear. Nada más. Podrían haberla engañado sus
ojos. Podría
haber sido eso.
Su mente empezaba a sentirse cansada, a nublarse, y notaba el
comienzo de un dolor de cabeza. Le ardían los ojos como si hubiera
leído el Apocalipsis de una sentada.
Siguió
caminando hacia la pequeña casa blanca con postigos azules. La
conocida sensación de odio-amor-temor comenzaba a agitarse dentro de
ella. La hiedra trepaba por el costado oeste del bungalow (siempre la
llamaban el bungalow porque decir la casa blanca sonaba como un
chiste político y mamá decía que todos los políticos eran
maleantes y pecadores y que, con el tiempo, entregarían el país en
manos de esos Rojos Ateos que mandarían al paredón a todos los que
creían en Cristo, incluso a los católicos) y la hiedra era
pintoresca y ella lo sabía,
pero a veces la odiaba. Algunas veces, como en ese momento, parecía
la grotesca mano de un gigante, recorrida por grandes venas, que
había brotado del suelo para asir firmemente la casa. Se acercó
arrastrando los pies.
Por supuesto, también estaba lo de las piedras.
Volvió a detenerse y parpadeó mirando de forma inexpresiva. Las
piedras. Mamá nunca hablaba, de eso. Carrie ni siquiera sabía si
recordaba todavía el día de las piedras. Ella era muy pequeña
entonces. ¿Qué edad tendría? ¿Tres años? ¿Cuatro? Recordaba esa
chica del traje de baño blanco y después habían caído las
piedras. Y, en la casa, algunas cosas se habían disparado en
distintas direcciones. En ese momento, el recuerdo se hizo
súbitamente claro y luminoso, como si hubiese estado todo el tiempo
allí, inmediatamente bajo la superficie, esperando una especie de
pubertad mental.
Esperando quizás el día de hoy.
De
Carrie: El negro amanecer de la Telekinesia,
por Jack Gaver (publicado por la revista
Esquire el 12 de setiembre de 1980):
Hace
doce años que Stella Horan vive en el impecable barrio de Parrish,
en San Diego y, a juzgar por las apariencias, es la típica
californiana evolucionada: lleva camisas estampadas de colores
brillantes y gafas de sol color ámbar, tiene el cabello rubio con
mechas oscuras, conduce un inmaculado Volkswagen Fórmula 5 color
marrón con una sonriente calcomanía en la tapa de la gasolina y un
eslogan ecológico en la ventanilla trasera. Su marido es un alto
ejecutivo de la sucursal del Banco de América en Parrish; su hijo y
su hija son destacados miembros del alegre grupo de amantes del sol y
la playa del sur de California, dos bronceadas criaturas marinas. Hay
un hibachi en el hermoso y cuidado jardín posterior y el carillón
que cuelga junto a la puerta hace oír una tintineante frase del
estribillo de Hey, Jude.
Pero Stella Horan todavía lleva dentro de sí la frágil y difusa
marca de su Nueva Inglaterra natal, y cuando habla de Carrie White su
rostro adquiere un aspecto pálido y singular que hace pensar más en
Lovecraft, en Arkham, que en un Kerouac del sur de California.
—Por supuesto, era extraña —me dice Stella encendiendo su
segundo Virginia Slim un momento después de haber apagado el
primero—; toda la familia era muy extraña. Ralph trabajaba en la
construcción, y la gente del vecindario decía que todos los días
llevaba su Biblia y una pistola del 38; la Biblia para leerla a la
hora del café y durante la comida, y la pistola por si se encontraba
con el Anticristo. Recuerdo haber visto la Biblia; lo del revólver...
¿quién sabe? Era un hombre alto, de piel olivácea y que llevaba el
cabello muy corto. Siempre me pareció un mal tipo. Y una jamás se
atrevía a mirarlo a los ojos; tenían una expresión tan intensa que
parecían echar chispas. Cuando una lo veía venir, se cambiaba de
acera y jamás le sacaba la lengua a sus espaldas, jamás. Ya se
puede imaginar el susto que nos causaba.
Hace una pausa y lanza nubes de humo hacia las vigas de imitación
secoya que cruzan el techo. Stella Horan vivió en la calle Carlin
hasta los veinte años y asistió al Instituto Comercial Lewin, en
Motton. Recuerda claramente el episodio de las piedras.
—Hay momentos en que me pregunto si no habré sido yo la causante
de todo. El patio trasero de ellos colindaba con el nuestro y la
señora White había plantado un seto vivo, pero todavía no había
crecido. Solía llamar a mi mamá docenas de veces a causa del
“espectáculo” que yo daba en el patio. Pero yo usaba un traje de
baño muy decente, incluso remilgado para lo que se lleva ahora, un
Jantzen muy sencillo de una pieza. La señora White hablaba durante
horas sobre el escándalo que eso era para su “bebé”. Mi
madre..., bueno, ella trata de ser amable, pero tiene un temperamento
tan explosivo... No sé qué fue lo que Margaret White dijo, el hecho
es que mi madre perdió el control (supongo que debió llamarme la
prostituta de Babilonia). En todo caso, mi madre le gritó que el
patio era nuestro y que si a ella le daba la gana yo podía bailar
desnuda la danza del vientre. Le dijo también que era una mujer de
mente sucia y que dentro de la cabeza sólo tenía un montón de
gusanos. También hubo otros gritos, pero el resultado final fue ése.
“Yo quería suspender de inmediato mi baño de sol. Odio las
complicaciones; me producen trastornos estomacales. Pero cuando mamá
decide luchar por una causa, hay que tenerle miedo. Un día volvió a
casa con un pequeño bikini blanco que había comprado en Jordan
Marsh. Me dijo que ahora podía tomar todo el sol que quisiera.
Después de todo, agregó, nuestro patio es un lugar privado.
Stella Horan esboza una sonrisa al recordar y apaga el cigarrillo.
—Intenté discutir con ella, hacerle ver que no quería más
problemas, que no deseaba que me utilizara en su pequeña guerra.
Pero no sirvió de nada. Tratar de detener a mi madre cuando se le
mete una idea en la cabeza es como intentar parar un camión Mack que
baja sin frenos por una cuesta. Además, eso, no era todo; yo le
tenía miedo a los White. No se puede andar con bromas con estos
fanáticos religiosos. Es cierto que Ralph había muerto, pero ¿y si
Margaret tenía todavía la pistola?
“Pero, con todo, ahí estaba yo un sábado por la tarde, tendida
sobre una manta, empapada de loción bronceadora y escuchando en la
radio un programa de los últimos éxitos musicales. Mi madre odiaba
ese tipo de música y normalmente, un par de veces por lo menos en
cada ocasión, me gritaba que bajara el volumen porque se estaba
volviendo loca. Pero, ese día, por el contrario, ella personalmente
lo subió dos veces. Yo ya empezaba a sentirme la prostituta de
Babilonia.
“Pero nadie salió de la casa de los White, ni siquiera la madre a
colgar la ropa. Eso es otra cosa: nunca colgaba ropa interior en el
patio, ni siquiera la de Carrie, que entonces sólo tenía tres años;
siempre dentro de la casa.
“Comencé a sentirme más relajada. Supongo que pensé que Margaret
había llevado a Carrie al parque para que pudiera adorar a Dios en
la Naturaleza, o algo así. En todo caso, después de un rato me
recosté de espaldas, me puse un brazo sobre los ojos y me quedé
dormida.
“Cuando desperté, Carrie estaba parada junto a mí y examinaba mi
cuerpo.
Se interrumpe y frunce el ceño mirando al vacío. Desde afuera llega
el ruido sibilante del interminable paso de los coches. Escucho el
sonido suave y regular de mi magnetófono. Pero todo parece demasiado
frágil, demasiado brillante, sólo una pátina barata que oculta un
mundo más tenebroso; un mundo real donde tienen lugar las
pesadillas.
—Era
una chica tan bonita
—continúa Stella Horan, encendiendo otro cigarrillo—. He visto
fotos de ella cuando estaba en la escuela secundaria y esa horrible y
borrosa foto en blanco y negro que apareció en la cubierta del
Newsweek. Las miro y no puedo dejar de
preguntarme qué le pasó en el camino. ¿Qué le hizo esa mujer? Y
luego me siento deprimida y me da lástima. Era tan bonita con sus
mejillas sonrosadas y sus brillantes ojos color castaño y su pelo de
ese tono rubio que uno sabe que se va a oscurecer y poner pardusco.
Tierna es la única palabra adecuada para describirla. Tierna,
despierta e inocente. Las locuras de su madre no la habían tocado
profundamente todavía.
“Me desperté con cierto sobresalto y traté de sonreír. No sabía
qué hacer; me sentía un poco atontada por el sol y mi mente
funcionaba con lentitud, con una torpeza increíble. "Hola",
dije. Carrie llevaba un vestidito amarillo, muy bonito, pero
terriblemente largo para una niñita en verano; le llegaba a media
pierna.
“Ella no me sonrió. Se limitó a apuntar con el dedo y decir.
“¿Qué son ésos?”
“Bajé la vista y vi que la parte superior de mi bikini se había
corrido mientras dormía. Lo puse en su lugar y respondí: “Son los
senos, Carrie”.
“Y ella dijo..., con mucha solemnidad: “Yo también quisiera
tenerlos”.
“Le dije: “Debes esperar, Carrie. No comenzarás a tenerlos hasta
dentro de unos... oh, ocho o nueve años”.
“No, no, yo no —respondió ella—; mamá dice que a las chicas
buenas no les salen”. Había algo extraño en esa niña de tres
años, una mezcla de tristeza y mojigatería.
“Apenas pude creer lo que oía, y lo primero que se me ocurrió fue
también lo primero que dije: “Bueno, yo también soy una chica
buena. ¿Y acaso tu madre no los tiene?”
“Bajó la cabeza y murmuró algo tan quedamente que no lo oí.
Cuando le pedí que lo repitiera, me miró desafiante y me dijo que
su madre había sido mala cuando la trajo al mundo y por eso los
tenía. Los llamó bultoscochinos, como si hubiese sido una sola
palabra.
“Yo no podía creer lo que había escuchado. Me quedé muda de
asombro. No sabía qué decir. Sólo nos miramos fijamente y lo único
que yo quería era coger a la pequeña y llevármela a alguna parte.
“Fue ése el momento en que Margaret White salió de su casa y nos
vio.
“Permaneció
allí un momento como si no pudiera dar crédito a sus desorbitados
ojos. Luego abrió la boca y dio un alarido, el sonido más horrible
que he oído en mi vida. Me pareció que era como el ruido que haría
un caimán en el pantano. Daba alaridos
de furia, una furia descontrolada, enloquecida. Se puso roja, con el
color de las bombas de incendios, dirigió sus puños al cielo y
siguió dando gritos. Tiritaba toda entera; pensé que sufría un
ataque. Su rostro estaba totalmente contraído y parecía una
gárgola.
“Pensé que Carrie se iba a desmayar... o a morirse ahí mismo. La
pobre aspiró todo su aliento y se puso blanca como el papel.
“Su madre chilló: "¡CAAAARRRIIIE!"
“Yo
me levanté de un salto y le lancé: “¡No le grite así! ¡Debería
darle vergüenza!” O alguna tontería parecida; no recuerdo. Carrie
comenzó a caminar en dirección a su casa, y se detuvo un momento y
luego continuó y justo antes de cruzar la línea que dividía los
patios, se volvió hacia mí y me dirigió una mirada... oh,
espantosa. No puedo explicarlo; llena de deseos, de odio, de
temor..., de desdicha.
Como si, a los tres años, la vida hubiese caído como una piedra
sobre ella.
“Mi madre salió a la escalinata de la entrada y su rostro
sencillamente se demudó al ver a la pequeña. Y Margaret... oh, ella
gritaba cosas de putas y rameras y de los pecados de los padres que
caerían sobre sus hijos hasta la séptima generación. Yo tenía la
sensación de que se me había secado la lengua.
“Durante
un segundo, Carrie osciló entre los dos patios y entonces Margaret
White levantó la vista y juro por Dios que esa mujer le
ladró al cielo. Y luego comenzó a...
a hacerse daño, a castigarse. Se arañaba el cuello y las mejillas
provocándose rasguños y manchones rojos. Se rasgó el vestido.
“Carrie chilló: ¡Mamá! Y corrió hacia ella.
“La señora White se puso en cuclillas... como una rana, y abrió
los brazos. Pensé que la iba a triturar y di un grito. La mujer
sonreía con una mueca, sonreía y la baba le corría por el mentón.
Yo tenía una sensación de asco, santo Dios, qué asco sentí.
“Cogió a la niña y entraron. Yo apagué la radio y pude oírla.
Cogía algunas palabras, pero no todas. Pero no necesitaba entender
todas las palabras para saber qué estaba sucediendo. Oraciones,
llantos, chirridos, sonidos estrafalarios. Y Margaret que le decía a
la pequeña que se metiera en el armario y rezara. La pobre lloraba y
gritaba que se arrepentía, que se había olvidado. Y luego nada. Mi
madre y yo nos quedamos mirando. Nunca la había visto tan alterada,
ni siquiera cuando murió mi padre. Dijo: La niña..., y eso fue
todo. Entramos en la casa.
Stella se levanta y se dirige a la ventana. Es una hermosa mujer con
su vestido de verano sin espaldas.
—Es como vivirlo todo de nuevo, ¿sabe? —me dice sin volverse—.
Interiormente vuelvo a sentirme trastornada por el suceso.
Sonríe un instante, cruza los brazos y lleva las palmas de las manos
hacia los codos.
—Era tan bonita. Uno no se la puede imaginar viendo esas
fotografías.
Afuera los coches van y vienen, y yo permanezco sentado y espero que
prosiga. En ese momento Stella me recuerda al atleta que va a hacer
un salto de pértiga y se pregunta si acaso el listón no está
demasiado alto.
—Mi madre preparó té; lo bebimos muy cargado, con leche y un poco
de whisky y tal como lo hacía cuando yo había estado jugando y
alguien me había empujado sobre una masa de ortigas o me había
caído de la bicicleta. Tenía un sabor horrible, pero lo bebimos de
todas maneras, sentadas frente a frente en un rincón de la cocina.
Ella llevaba alguna vieja bata de casa que tenía descosido el borde
inferior en la parte de atrás; yo seguía con mi traje de dos piezas
de prostituta de Babilonia. Yo quería llorar, pero no podía porque
todo era demasiado real, no como en las películas. Una vez que
estaba en Nueva York vi a un viejo borracho que llevaba de la mano a
una pequeña vestida con un trajecito azul. La chica había llorado
hasta que le sangraron las narices. El borracho padecía gota y su
cuello parecía la cámara de un neumático. Mostraba una hinchazón
roja en medio de la frente y una larga cuerda blanca en la chaqueta
de sarga azul que llevaba. Todo el mundo seguía yendo y viniendo
porque así muy pronto dejarían de verlos. Eso era real también.
“Quería decirle eso a mi madre e iba a abrir la boca en ese
momento cuando sucedió lo otro... supongo que eso es lo que a usted
le interesa. Se oyó un sordo estrépito que hizo vibrar la
cristalería en el armario. Fue una sensación y a la vez un sonido,
algo grueso y sólido, como si alguien acabara de sacar un caja
fuerte de encima del techo.
Enciende un nuevo cigarrillo y comienza a fumar con rápidas
bocanadas.
—Me
acerqué a mirar a la ventana, pero no vi nada. Luego, cuando ya iba
a retirarme, algo más cayó, algo que lanzó destellos al sol. Por
un segundo pensé que era un gran globo de vidrio. Luego se estrelló
sobre el borde del techo de los White y se partió en pedazos; no era
vidrio, sino un gran trozo de hielo. Iba a darme vuelta para
decírselo a mamá y en ese momento empezaron a caer como lluvia. Se
precipitaban sobre el techo de los White, sobre el patio trasero y el
delantero, golpeaban la puerta exterior que daba al subterráneo, un
mamparo hecho con una plancha de hojalata. Cuando el primero lo
golpeó y produjo un sordo estruendo
como el de la campana de una iglesia, mi madre y yo dimos un grito.
Estábamos aferradas la una a la otra como un par de chicas en medio
de una tormenta.
“De pronto se acabó. No se oía ningún ruido en la casa de los
White. Se veía cómo chorreaba por las tejas el agua del hielo que
se fundía al sol. Había un gran trozo de hielo metido en el ángulo
que formaba el techo de la chimenea. El brillo que despedía era tan
fuerte que me dolían los ojos al mirarlo.
“Mi madre empezaba a preguntarme si ya todo había terminado y en
ese momento Margaret dio un grito. El sonido nos llegó con mucha
claridad. En cierto modo era peor que el anterior, porque éste era
un alarido de terror. Luego se escucharon golpes y ruidos metálicos
como si le estuviera arrojando a la pequeña todas las cacerolas y
sartenes de la casa.
“La puerta trasera se abrió de un golpe y volvió a cerrarse de
igual manera. Nadie salió. Se escucharon nuevos gritos. Mi madre me
dijo que fuera a llamar a la Policía, pero yo no podía moverme; me
sentía clavada en el lugar. El señor Kirk y su esposa Virginia
salieron al patio a mirar. Los Smith también. Muy pronto todos los
vecinos que se encontraban en sus casas habían salido, incluso la
anciana señora Warwick que vivía más arriba y que era sorda de un
oído.
“Las cosas comenzaban a estrellarse, a tintinear y a romperse.
Botellas, vasos, qué sé yo. Y entonces la ventana lateral se partió
en pedazos y vimos aparecer un extremo de la mesa de la cocina. Dios
es testigo. Era un enorme mueble de caoba que arrancó la rejilla.
Debía pesar más de cien kilos. ¿Cómo podría una mujer, incluso
una mujer fuerte, arrojar eso con tanta facilidad?
—¿Qué quiere insinuar? —pregunto.
—Yo
sólo se lo estoy contando
—insiste ella, repentinamente turbada—. No le pido que me crea...
Parece recobrar el aliento y luego continúa en tono categórico:
—No sucedió nada por espacio de unos cinco minutos. El agua corría
por las canaletas de la casa. Y el césped de los White estaba
cubierto de hielo. Empezaba a derretirse rápidamente.
Se ríe en forma breve y cortante y apaga su cigarrillo.
—¿Por
qué no? Después de todo, recuerde que
estábamos en agosto.
Camina inciertamente hacia el sofá y luego se desvía.
—Y entonces las piedras. Salidas de un cielo azul, completamente
azul, silbando como bombas. Mi madre me gritó: ¿Qué es esto, en
nombre de Dios? y se cubrió la cabeza con las manos. Pero yo no pude
moverme. Lo vi todo y no pude moverme. En todo caso no importaba;
sólo caían en la propiedad de los White.
“Una de ellas golpeó un tubo de desagüe y lo hizo precipitarse al
suelo. Otras perforaron el techo y cayeron al desván. Con cada
golpe, el techo producía un enorme crujido y se alzaba una columna
de polvo. Las que golpeaban el suelo hacían vibrar todo. Uno sentía
el golpe en los pies.
“Nuestra porcelana tintineaba y nuestro elegante aparador de estilo
se sacudía. La taza de mi madre cayó al suelo y se rompió.
“Al estrellarse, hacían grandes hoyos en el césped. Cráteres. La
señora White contrató a un chatarrero del otro extremo del pueblo
para que se las llevara y Jerry Smith, que vivía un poco más
arriba, le pagó un dólar para que le dejara sacarle un pedazo a
una. La llevó a la Universidad, la examinaron y le dijeron que era
granito común y corriente.
“Una de las últimas golpeó una mesita que tenía en el patio
posterior y la hizo pedazos. Pero no alcanzaron nada, nada que
estuviera fuera de su propiedad.
Ella se interrumpe y se vuelve desde la ventana para mirarme y su
rostro muestra el cansancio de recordarlo todo. Una de sus manos
juega despreocupadamente con su cabello, cortado con descuidada
elegancia.
—Muy poco de todo esto salió en el periódico local. Cuando Billy
Harris apareció para dar un vistazo (era el encargado de las
noticias de la ciudad) ella ya había hecho arreglar el techo, y
cuando la gente le contó que las piedras lo habían atravesado, creo
que pensó que le estaban tomando el pelo.
“Todo el mundo se resiste a creerlo, incluso en este momento. Usted
y toda la gente que lea su artículo sólo querrá descartarlo con
una carcajada y pensar que soy una deschavetada más que ha
permanecido demasiado tiempo al sol. Pero ocurrió. Muchos de los que
vivían en la misma calle vieron cómo sucedía y era tan real como
el borracho que llevaba de la mano a la pequeña que tenía una
hemorragia nasal. Y ahora tenemos esta otra cosa. Nadie puede
desechar eso con una sonrisa; ha muerto demasiada gente. Y esta vez
no se limitó a la propiedad de los White.
Stella sonríe, pero sin un vestigio de humor. Agrega:
—Ralph Vhite estaba asegurado y Margaret recibió mucho dinero
cuando falleció... una doble indemnización. Él dejó la casa
asegurada también, pero ella nunca recibió un centavo por eso. El
daño fue causado por un acto divino. Justicia poética, ¿no le
parece?
Ríe brevemente, pero tampoco hay humor esta vez...
Frases que se encontraron escritas repetidas veces en una página de
un cuaderno de la Escuela Secundaria Ewen Consolidada y que
pertenecía a Carrie White:
Todo el mundo ha comprendido / que el bebé no puede ser bendecido /
hasta que finalmente haya visto / que es igual a los demás...
Carrie penetró en la casa y cerró la puerta tras ella. La brillante
luz del día se vio remplazada por oscuras sombras, una sensación de
frescura y el olor sofocante de los polvos de talco. Sólo escuchaba
el tictac del reloj de cucú de la selva Negra, que estaba en la
sala. Su madre lo había obtenido reuniendo los cupones que recibía
por cada una de sus compras. Una vez, cuando estaba en la sexta
primaria, Carrie se había propuesto preguntarle si acaso no era
pecado juntar esos cupones, pero le había faltado valor.
Atravesó
el vestíbulo y colgó su abrigo en el armario. Un cuadro luminoso,
colocado sobre los anchos para colgar la ropa, mostraba un Jesús
fantasmal suspendido inexorablemente sobre una familia sentada
alrededor de una mesa. En el borde inferior del cuadro se podía leer
la frase también en caracteres luminosos:
Elhuésped invisible.
Penetró en la sala y se detuvo en medio de la descolorida alfombra
que ya empezaba a verse raída. Cerró los ojos y contempló las
manchas que se destacaban en la oscuridad. Su dolor de cabeza latía
pesadamente en sus sienes.
Sola.
Su madre trabajaba en la sección de planchado de la lavandería Blue
Ribbon en Chamberlain Center. Trabajaba allí desde que Carrie tenía
cinco años, cuando se habían comenzado a terminar el subsidio y el
seguro que cobró por la muerte de su marido. Su horario era de siete
y media de la mañana hasta las cuatro de la tarde. La lavandería
era impía. Su mamá se lo había dicho muchas veces. El señor Elten
Mott, el encargado, era particularmente impío. Mamá decía que
Satán había reservado especialmente un azulado rincón del infierno
para Elt, como lo llamaban en la lavandería.
Sola.
Abrió los ojos. En la sala había dos sillas de respaldo recto, y
una mesa para costura con una lámpara. A veces, por las tardes,
Carrie cosía allí sus vestidos mientras su madre hacía pañitos de
encaje, y hablaba de La Venida. El cucú de la Selva Negra estaba
colocado en la pared más distante.
Había muchos cuadros religiosos, pero el preferido de Carrie estaba
colocado sobre su silla. Representaba a Jesús conduciendo los
corderos por una colina que era tan verde y suave como el campo de
golf de Riverside. Los otros no eran tan apacibles: Jesús expulsando
a los mercaderes del templo, Moisés arrojando las Tablas sobre los
adoradores del becerro de oro, Tomás el escéptico metiendo la mano
en la herida del costado de Cristo (!oh, qué horripilante
fascinación le producía ése y las pesadillas que le había
provocado cuando era pequeña!), el Arca de Noé flotando por encima
de los angustiados pescadores que se ahogaban, Lot y su familia
huyendo de la destrucción de Sodoma y Gomorra.
En
una pequeña mesita había una lámpara y un montón de folletos. El
panfleto de encima mostraba a un pecador (el estado de su alma
resultaba obvio a causa de la agonizante expresión de su rostro) que
se arrastraba intentando meterse debajo de una roca. El título
rezaba: ¡Ni la roca lo esconderá ESE
DIA!
Pero lo que realmente dominaba la habitación era un enorme crucifijo
de yeso de 1,20 m. Su madre lo había encargado especialmente a St.
Louis por correo. El Cristo clavado sobre él se veía petrificado en
un rictus de dolor grotesco y contraído, la mandíbula inferior
colgaba curvada en un gemido. La corona de espinas hacía que cayeran
chorros de sangre sobre la frente y las sienes. Los ojos estaban
vueltos hacia arriba con la inclinada expresión medieval de agonía.
Las manos estaban también empapadas de sangre y tenía los pies
clavados sobre una pequeña plataforma de yeso. Ese cuerpo también
había provocado a Carrie interminables pesadillas en las que el
malherido Cristo la perseguía por unos fantasmagóricos corredores,
con un martillo y unos clavos y le pedía que tomara su voz y lo
siguiera. Recientemente, esos sueños se habían convertido en algo
menos comprensible pero más siniestro. El propósito no parecía ser
el asesinato, sino algo más espantoso.
Sola.
El
dolor en las piernas, el estómago y sus partes había disminuido un
poco. Había dejado de pensar que iba a morir desangrada. La palabra
era menstruación,
y de inmediato pareció lógica e inevitable. Era su Día del Mes.
Sofocó una risita extraña y asustada en medio de la quietud de la
sala. Parecía el nombre de un concurso televisivo. Usted también
puede ganar un viaje a Bermudas con todos los gastos pagados en Su
Día del Mes. Como el recuerdo de las piedras, el conocimiento de la
menstruación parecía haber estado siempre allí, bloqueado pero a
la espera.
Se dirigió a la escalera y subió pesadamente.
El baño tenia un piso de madera que había sido fregado hasta
dejarlo casi blanco (la limpieza nos acerca a Dios). La bañera tenía
patas en forma de garras; había unas manchas de moho bajo la llave
de cromo, y no había instalación para la ducha. Su madre sostenía
que ducharse era pecado.
Carrie entro y abrió el armario de las toallas y comenzó a hurgar
en forma cuidadosa y decidida, sin dejar ninguna cosa fuera de su
sitio; a su madre no se le escapaba nada.
La caja azul estaba al fondo, detrás de las toallas viejas, que ya
no usaba. En un costado se veía la borrosa silueta de una mujer que
vestía una larga Bata transparente.
Sacó
uno de los pañitos y lo miró con curiosidad. Con eso se había
quitado el exceso de lápiz labial, que ocultaba en su cartera, a la
vista y ante el asombro de todo el mundo..., una vez en una esquina.
En ese momento recordaba (o se imaginaba que recordaba) miradas
burlonas, de sorpresa. Su rostro se encendió.
Ellas se lo habían dicho. El rubor se
desvanecido hasta convertirse en un pálido furor.
Penetró en su pequeño dormitorio. Allí había muchos más cuadros
religiosos, pero abundaban los corderos y había menos escenas de ira
divina. En la pared, sobre el tocador, había un banderín de Ewen
clavado con una chincheta. Encima del tocador había una Biblia y un
Cristo que brillaba en la oscuridad.
Se
desvistió: primero la blusa, luego esa odiada falda que le llegaba a
la rodilla, en seguida la enagua, la faja, las largas bragas, el
portaligas, las medias. Miró ese montón de ropa gruesa con sus
botones y sus elásticos, con una expresión de desdicha feroz. En la
biblioteca había montones de números atrasados de la revista
Seventeen y a menudo las hojeaba
poniendo en su rostro una expresión de estúpida despreocupación.
Las modelos se veían tan bien y tan cómodas con sus faldas cortas y
elegantes, sus pantys y su
ropa interior con vuelos y en telas de distintos diseños. Por
supuesto que incitante
era la palabra favorita de su madre para describir
esa ropa (sabía que ella lo diría, no
tenia ninguna posibilidad). La haría sentirse espantosamente
cohibida, lo sabía. Desnuda, perversa, manchada con el pecado de
exhibicionismo, y la brisa que subiría obscenamente por la parte
posterior de sus piernas incitando la lujuria. Y también sabia que
ellas se darían cuenta de cómo se sentía. Nunca se les escapaba.
Se las arreglarían para que se sintiera avergonzada, la empujarían
salvajemente para que volviera a ser el payaso. Así eran ellas.
Pero ella podría estar, sabia que podría estar
(qué)
en
otro lugar. Tenia la cintura gruesa sólo porque a veces se sentía
tan desgraciada, tan vacía y aburrida que la única manera de llenar
ese hueco ancho y anhelante era comer y comer y comer... pero el
resto del cuerpo no era tan
grueso; su organismo no le permitía pasar cierto limite y pensaba
que sus piernas eran realmente bonitas, casi tanto como las de Sue
Snell o las de Vicky Hanscom. Ella podría ser
(qué por favor qué)
podría
dejar de comer bombones y disminuirían sus granos; siempre ocurría.
Podría arreglarse el pelo. Comprar
pantys y pantalones ajustados verdes y
azules. Hacerse faldas cortas y vestidos según los modelos de
“Butterick” y “Simplicity”, por el precio de un billete de
autobús o de tren. Ella podría estar, podría estar, podría
estar...
Viva.
Desabrochó
su grueso sujetador de algodón y lo dejó caer. Sus pechos eran
blancos como la leche, suaves y firmes; los pezones tenían un color
marrón claro. Los acarició con sus manos, y un estremecimiento
recorrió todo su cuerpo. Malo, perverso, sí que lo era. Su mamá le
había dicho que había Algo. Ese algo era antiguo, peligroso,
indeciblemente maligno. Podría hacerte sentir débil.
Vigila, había dicho mamá.
Viene por la noche y te hará pensar en las cosas horribles que
suceden en los coches aparcados en sitios oscuros y en los albergues
de las carreteras.
Pero, aunque sólo eran las nueve de la mañana, Carrie pensó que
ese Algo había venido. Volvió a pasar las manos sobre sus pechos
(bultoscochinos)
y la piel estaba fresca, pero los pezones ardían y se habían
endurecido y cuando apretó uno sintió que se debilitaba, que se
disolvía. Sí, eso era el Algo.
Sus bragas estaban manchadas de sangre.
De pronto sintió que tenía que estallar en lágrimas, aullar o
arrancarse ese Algo del cuerpo y golpearlo, estrellarlo, matarlo.
El paño que le había colocado la señorita Desjardin empezaba a
humedecerse y se lo cambió cuidadosamente, sabiendo lo mala que era
ella y lo malas que eran ellas y cómo se odiaba y las odiaba. Sólo
mamá era buena. Mamá había luchado con el Hombre Negro y lo había
vencido. Carrie lo había visto en un sueño. Mamá lo había echado
por la puerta con una escoba y el Hombre Negro había huido por la
calle Carlin hasta perderse en la noche, sus patas hendidas sacaban
rojas chispas del pavimento. Su madre había arrancado de sí ese
Algo y se había purificado.
Carrie la odiaba.
Vislumbró su propio rostro en el pequeño espejo redondo que había
colgado detrás de la puerta, un espejo con un marco barato de
plástico verde y que sólo le servía para peinarse.
Odiaba su rostro, ese rostro insulso, estúpido y bovino, los ojos
sin expresión, los granos rojos y brillantes, las aglomeraciones de
puntos negros. Su rostro era lo que más odiaba.
Su reflejo se vio repentinamente partido por una grieta plateada e
irregular. El espejo cayó al suelo y se hizo pedazos a sus pies,
dejando sólo el marco de plástico que la miraba fijamente como un
ojo cegado.
Del
Diccionario de Fenómenos Psíquicos de
Ogilvie:
La
Telekinesia es la capacidad para mover
objetos o causar transformaciones en ellos mediante la fuerza de la
mente. Las manifestaciones de ese fenómeno que parecen más dignas
de crédito sé han dado en tiempos de crisis o bajo una extrema
tensión: la elevación de un coche para liberar un cuerpo
aprisionado, el movimiento de los escombros de un edificio
derrumbado, etc.
A
menudo se confunde este fenómeno con la actividad de los
poltergeists, que son espíritus
juguetones. Debemos decir que los
poltergeists son seres astrales de
discutible realidad, mientras que se estima que la
Telekinesia es una función empírica
de la mente, posiblemente de naturaleza electroquímica...
Cuando habían terminado de hacer el amor y ella se arreglaba la ropa
lentamente, en el asiento trasero del Ford 1963 de Tommy Ross, Sue
Snell se encontró con que sus pensamientos volvían a concentrarse
en Carrie White.
Era un viernes por la noche y Tommy (miraba pensativo por la ventana
trasera con los calzoncillos todavía en los talones; el efecto
resultaba cómico, pero a ella le despertaba una extraña ternura) la
había invitado a jugar a los bolos. Eso, por supuesto, fue una
excusa mutuamente aceptada. El acto sexual había estado en sus
mentes desde el comienzo.
Salía con Tommy, más o menos como su novia, desde octubre (ahora
era mayo) y sólo hacía dos semanas que eran amantes. Siete veces,
contó ella. Esa noche había sido la séptima. Todavía no había
visto fuegos artificiales, ni escuchado una banda de música, pero
había resultado un poquito mejor.
La primera vez sintió un dolor infernal. Sus amigas, Helen Shyres y
Jeanne Gault, lo habían hecho, y ambas le aseguraron que sólo dolía
durante un minuto —como una inyección de penicilina— y que luego
eso era el cielo. Sin embargo para Sue, la primera vez había tenido
la sensación de qua la atravesaban con el mango de un azadón. Más
tarde, Tommy le había confesado, con una sonrisita culpable, que
además se había puesto mal el preservativo.
Esa noche era la segunda vez que había comenzado a sentir algo
parecido al placer y, en ese momento, todo había acabado. Tommy
había aguantado todo lo que había podido, pero de repente...
simplemente todo había terminado. Parecía demasiada fricción para
sentir sólo cierto calor.
Después del acto se había sentido abatida y melancólica, y con ese
estado de ánimo pensó en Carrie. Una ola de remordimiento la cogió
con todas sus defensas bajas, y cuando Tommy apartó la vista de
Brickyard Hill, ella estaba llorando.
—Oye —exclamó alarmado—, oye, vamos. —La abrazó torpemente.
—Estoy bien —replicó ella sin dejar de llorar—. Tú no tienes
la culpa. Hoy hice algo que no estuvo muy bien. Me estaba acordando
de ello.
—¿Qué? —preguntó Tommy, acariciándole suavemente la parte de
atrás del cuello.
Se encontró de pronto embarcada en el relato de lo que había
sucedido por la mañana, y apenas podía creer que era su voz la que
escuchaba. Afrontando la situación con franqueza, se dio cuenta de
que la razón principal por la que se había entregado a él era que
estaba
(¿enamorada? ¿encaprichada? No tenía importancia, los resultados
eran los mismos)
de él, y ponerse en esa posición en ese momento participando en una
repelente broma en las duchas difícilmente era el método
establecido para enganchar a un tipo. Y Tommy era, por supuesto,
Popular. Como ella había sido una persona Popular toda su vida, casi
estaba escrito que encontrarla y se enamoraría de alguien que fuese
tan Popular como ella. Estaban casi seguros de que serían elegidos
rey y reina del baile de la primavera de la escuela, y en el último
curso ya los habían elegido la pareja del año para el anuario. Se
habían convertido en una estrella fija en el cambiante firmamento de
las relaciones humanas de la escuela, reconocidos como Romeo y
Julieta. Y supo con repentina repugnancia que en todas las escuelas
blancas suburbanas de los Estados Unidos había una pareja como
ellos.
Había conseguido lo que siempre había ansiado —una sensación de
seguridad, de que había un lugar para ella, de prestigio— y se
encontraba, sin embargo, con que todo ello llevaba consigo una
inquietud que la seguía como una hermana poco brillante. No era como
ella había pensado. Había cosas tenebrosas que se acumulaban
alrededor de su tibio círculo de luz. La idea de que ella le había
permitido metérselo
(tienes que decirlo de esa manera sí esta vez sí)
sencillamente
porque él era Popular, por ejemplo. El hecho de que se veían bien
caminando juntos, o que ella podía mirar su reflejo en un escaparate
y pensar: Una bonita pareja.
Estaba totalmente segura
(quizás sólo esperanzada)
de
que su debilidad no llegaba a ese punto, que no era capaz de caer
dócilmente víctima de las complicadas expectativas de sus padres,
sus amigos e incluso ella misma. Pero ahora había ocurrido eso de la
ducha, en lo que había participado y puesto manos a la obra con
salvaje regocijo. La frase que estaba tratando de evitar es
Ser como las Demás, en infinitivo, y
hacia surgir desdichadas imágenes de cabellos con rizadores, de
largas tardes ante la mesa de planchar mirando novelones televisados
mientras el marido explotaba a otras infelices en una anónima
oficina; de entrar en la Asociación de Padres y Profesores y más
tarde, cuando sus ingresos tuviesen cinco cifras, en el Club de
Campo; de píldoras en innumerables cajitas circulares amarillas para
asegurarse de que no tendría que abandonar las tallas juveniles
antes de que fuera estrictamente necesario y que impidieran la
intrusión de esos pequeños extraños repulsivos que se ensucian en
los pañales y chillan a las dos de la mañana; de luchas con
desesperado decoro para mantener a los negros fuera de Kleen Korners,
luchando hombro a hombro con Terri Smith (Miss Flor de Patata, 1975)
y Vicky Jones (Vicepresidenta de la Liga Femenina), armada con
letreros y solicitudes y con una sonrisa dulce y ligeramente
desesperada.
Carrie, la maldita Carrie; ella tenía la culpa. Quizás antes de ese
día hubiese escuchado pisadas distantes que giraban en torno de ese
lugar iluminado en que ambos vivían, pero esa noche, al escuchar su
propia sórdida y lamentable historia, vio realmente las siluetas de
todas esas cosas y los ojos amarillos que brillaban como linternas en
la noche.
Ella ya se había comprado el vestido para el baile de gala. Era muy
hermoso; de color azul.
—Tienes razón —dijo él cuando Sue hubo terminado—. Malas
noticias. Francamente, no te reconozco.
Se había puesto muy serio, y ella sintió que se le incrustaba un
helado fragmento de terror. Luego él sonrió —tenía una sonrisa
muy alegre— y las tinieblas se desvanecieron un poco.
—Una vez di una patada en las costillas a un chico que estaba
inconsciente. ¿Te lo he contado alguna vez?
Ella negó con la cabeza.
—Pues eso hice —dijo y se frotó la nariz pensando en el pasado.
Su mejilla se estremeció con un tic, de la misma manera que le
ocurrió cuando confesó que la primera vez se había puesto mal el
preservativo—. El chico se llamaba Danny Patrick. Una vez me arreó
cuando estábamos en la sexta primaria. Yo le odiaba, pero también
le tenía miedo. Le estaba acechando. Ya entiendes lo que quiero
decir.
No lo entendía, pero asintió de todos modos.
—Bueno, finalmente se metió en una pelea un año más tarde o así.
Una mala elección; Peter Taber era un tipo bajo, pero musculoso. No
recuerdo por qué fue la pelea, canicas o algo así, y finalmente
Peter se levantó justiciero y lo molió a puñetazos. Eso fue en el
patio de la vieja escuela Kennedy. Danny cayó, se golpeó la cabeza
y quedó inconsciente. Todos huyeron. Pensamos que podía estar
muerto. Yo también me largué, pero antes le di una buena patada en
las costillas. Luego me sentí muy mal por lo que había hecho. ¿Y
tú? ¿Le vas a pedir disculpas?
La pregunta pilló a Sue desarmada, y todo lo que pudo hacer fue
argumentar débilmente:
—¿Lo hiciste tú?
—¿Ah? ¡Diablos, no! No tenía ningún interés en pasar una
temporada en el Traumatológico. Pero hay una gran diferencia, Susie.
—¿Sí?
—Ya no estamos en el séptimo año. Y yo tenía alguna razón para
hacerlo, aunque era bastante pobre. ¿Te ha hecho algo alguna vez esa
pájara atontada?
No respondió porque no podía. En toda su vida no había
intercambiado más de cien palabras con Carrie y un tercio de ellas
las había pronunciado ese día. Educación Física era la única
clase que tenían en común desde que habían terminado los primeros
años de la secundaria. Carrie seguía los cursos de Secretariado.
Sue, por supuesto, se preparaba para la Universidad.
Repentinamente se encontró despreciable. Descubrió que no podía
soportarlo y se volvió contra él.
—¿Cuándo comenzaste a hacer estas grandes consideraciones
morales? ¿Después que empezaste a acostarte conmigo?
Vio que el buen humor desaparecía de su rostro y se arrepintió.
—Supongo que debí haberme quedado callado —dijo y se subió los
calzoncillos.
—No es culpa tuya, se trata de mí —replicó ella, y le puso la
mano en el brazo—. Estoy avergonzada, ¿comprendes?
—Lo sé —dijo—. Pero yo no debería estar dando consejos. No
sirvo para eso.
—Tommy, ¿detestas alguna vez ser tan... bueno, tan Popular?
—¿Yo? —preguntó con la sorpresa escrita en el rostro—. ¿Te
refieres al fútbol y a ser presidente del curso y esas cosas?
—Sí.
—No; no es muy importante. La escuela secundaria no es un lugar muy
importante. Cuando uno está asistiendo a ella se imagina que es una
gran cosa, pero, cuando termina, nadie cree que haya sido tan
formidable a no ser que tenga algunas cervezas de más en el cuerpo.
Por lo menos así son mi hermano y sus compinches.
No la tranquilizó; por el contrario, sus temores se intensificaron.
La pequeña Susie, Miss Escuela Secundaria Ewen, capitana del
contingente de universitarios novatos. Con el vestido que llevó en
la fiesta de gala guardado para siempre en el armario, protegido por
un envoltorio de plástico.
La oscuridad de la noche se pegaba a las ventanillas ligeramente
empañadas.
—Probablemente terminaré trabajando en el negocio de coches usados
de mi padre y pasaré las noches de los viernes y los sábados en el
“Uncle Billy” o “The Cavalier” bebiendo cerveza y hablando de
ese partido en que cogí ese lanzamiento a distancia de Saunders y
desbaratamos el juego del equipo de Dorchester. Casarme con alguna
mujer regañona, tener siempre el coche último modelo, votar por los
demócratas...
—No —interrumpió Sue, con la boca llena de un horror dulce y
oscuro. Lo atrajo hacia ella—. Ámame. Mi cabeza no funciona bien
esta noche. Ámame. Ámame.
Y él le hizo el amor, y esta vez fue distinto, esta vez pareció que
finalmente había espacio y no hubo una pesada fricción, sino un
roce delicioso que subía y bajaba. Él tuvo que detenerse dos veces,
jadeante, y aguantar; pero luego proseguía
(él era virgen antes de mí y lo reconoció yo le hubiese creído
una mentira)
y proseguía con fuerza, y su aliento le llegaba entrecortado y
penetrante y entonces comenzó a gritar y a aferrarse a su espalda,
incapaz de controlarse, transpirando, había desaparecido ese sabor
amargo, cada célula parecía alcanzar su propio clímax, el cuerpo
lleno de sol, música en sus oídos, mariposas detrás de la cabeza
en la jaula de su mente.
Más tarde, camino de casa, él la invitó formalmente al baile de
primavera. Ella aceptó. Tommy le preguntó si ya había decidido lo
que iba a hacer respecto a Carrie. Le respondió que no. El dijo que
daba lo mismo, pero a ella le pareció que no era así. Empezaba a
pensar que tenía una tremenda importancia.
De
Telekinesia, Análisis y Consecuencias,
por el Decano K. L. McGuffin (Science Yearbook de 1982):
Por supuesto que hoy todavía existen científicos —lamentablemente,
los investigadores de la Duke University están en la vanguardia de
ellos— que rechazan las aterradoras implicaciones subyacentes en el
caso de Carrie White. Como la “Flatlands Society”, los Rosacruces
y los Corlies de Arizona, que tienen la certeza de que la bomba
atómica no funciona, estos desdichados se pasean ante el rostro de
la Lógica con la cabeza metida en la arena. El lector me perdonará
esta mezcla de metáforas.
Por supuesto que uno comprende la consternación, las voces que se
alzan inquietas, las cartas indignadas y las discusiones en las
asambleas científicas. La idea de la telekinesia ha sido un trago
amargo para los hombres de ciencia debido a todos esos accesorios de
película de horror que la rodean: tableros de espiritismo, médiums,
golpes en las mesas y cuerpos astrales, pero la comprensión no
perdona la irresponsabilidad científica.
Las consecuencias del caso White suscitan graves y difíciles
interrogantes. Un terremoto ha estremecido nuestras ordenadas
nociones sobre la manera en que suponemos que el Universo funciona y
reacciona. ¿Se puede hacer responsable, incluso a un físico de
prestigio como Gerald Luponet, por alegar que todo el asunto era un
truco y un fraude, aun frente a las abrumadoras pruebas que presentó
la Comisión White? Porque si lo de Carrie White es la verdad,
entonces, ¿qué pasa con Newton...?
Carrie
y su madre estaban sentadas en la sala, escuchando a Tennessee Ernie
Ford cantar Let the Lower Lights Be
Burning en un fonógrafo Webcor (que
mamá llamaba “vitrola” o, cuando estaba de muy buen humor,
“vitro”). Carrie estaba instalada frente a la máquina de coser y
accionaba el pedal mientras cosía la manga de un nuevo vestido. La
señora White, sentada bajo el crucifijo de yeso, hacía un paño de
encaje y seguía con el pie el ritmo de la canción, que era una de
sus favoritas. El señor P.P. Bliss, que había escrito ese himno y
otros, aparentemente innumerables, era uno de los notables ejemplos
de la mano de Dios sobre la Tierra. Había sido marinero y pecador
(dos términos que eran sinónimos en el vocabulario de mamá), un
blasfemo, uno que se reía en la cara del Todopoderoso. Entonces se
había levantado una tremenda tormenta en el mar y el bote había
estado a punto de zozobrar y el señor P.P. Bliss había doblado sus
pecadoras rodillas ante una visión del infierno que se abría para
recibirlo bajo el lecho del océano y había elevado una plegaria. El
señor P.P. Bliss prometió a Dios que, si lo salvaba, le dedicaría
el resto de su vida a Él. La tormenta, por supuesto, se calmó de
inmediato.
La clemencia del Padre brilla
desde su elevado faro,
pero nos deja el cuidado
de las luces de la orilla...
Todos los himnos del señor P.P. Bliss tenían cierto sabor marinero.
El vestido que se estaba haciendo era, en realidad, muy bonito, de un
color vino oscuro —lo más cerca del rojo que le permitía su
madre—, y las mangas anchas. Trataba de mantener su mente
concentrada exclusivamente en la costura, pero, por supuesto, ésta
vagaba.
La luz que colgaba del techo era potente, intensa, amarilla, el
polvoriento sofá de felpa estaba por supuesto desierto (Carrie no
había recibido nunca la visita de un chico), y en la pared del
extremo dos figuras parecidas: el Cristo crucificado y, bajo Él, su
madre.
De la escuela había llamado a la lavandería y ella había venido a
casa a mediodía. Carrie la había observado mientras subía por el
sendero, y su estómago se había contraído.
Era una mujer alta y fuerte y siempre llevaba sombrero. Recientemente
se le habían comenzado a hinchar las piernas y parecía que sus pies
estaban siempre a punto de desbordar sus zapatos. Vestía un abrigo
de tela con un cuello de piel también negro. Sus ojos azules se
veían aumentados tras sus lentes bifocales sin montura. Acarreaba
siempre un enorme bolso en el que guardaba su monedero, su billetera
(ambos negros), una gran Biblia (también negra) con su nombre en
letras doradas y un montón de panfletos unidos por una tira
elástica. Generalmente, los panfletos eran anaranjados y la
impresión se veía llena de manchas.
Carrie sabía vagamente que su madre y su padre habían sido
baptistas en un tiempo, pero que había abandonado la Iglesia al
convencerse de que los baptistas estaban haciendo la labor del
Anticristo. Desde ese momento, todo el culto se había llevado a cabo
en casa. Su madre organizaba servicios religiosos los domingos, los
martes y los viernes. Ella los llamaba días santos. La señora White
era el ministro y Carrie los fieles. Las ceremonias duraban entre dos
y tres horas.
Su madre había abierto la puerta y penetrado en la casa con
expresión impasible. Carrie y ella se habían mirado, separadas por
las reducidas dimensiones del vestíbulo de entrada, como dos
pistoleros antes de un duelo. Fue uno de esos breves momentos que
parecen
(temor es posible que hubiese temor en los ojos de mamá)
mucho más largos cuando se los recuerda.
La madre cerró la puerta tras ella.
—Eres una mujer —dijo en voz baja.
Carrie sintió que su rostro se retorcía contraído y no pudo
evitarlo:
—¿Por
qué no me lo dijiste? —gritó—. ¡Oh, mamá, estaba tan
asustada! Y todas las chicas se rieron
de mí y me arrojaron cosas y...
Su madre se había estado acercando y en ese momento su mano se alzó
ágil y veloz, una mano dura, callosa, llena de músculos. La golpeó
en la mandíbula con el dorso y Carrie, llorando a gritos, cayó
sobre el suelo del vestíbulo.
—Y Dios hizo a Eva de la costilla de Adán —dijo la señora
White. Sus ojos se veían muy grandes a través de sus gafas, como
dos huevos escalfados. Golpeó a Carrie con el lado del zapato y ésta
dio un grito—. Levántate, mujer, vamos a rezar. Roguemos a Jesús
por nuestras almas de mujeres, débiles, perversas y pecadoras.
—Mamá...
Los sollozos eran demasiado violentos y no había lugar para más. La
histeria latente se había manifestado en medio de muecas y palabras
ininteligibles. No podía ponerse de pie. Sólo conseguía
arrastrarse hacia la sala con el cabello colgando sobre la cara
mientras profería su llanto estrepitoso y áspero. De vez en cuando,
su madre le daba una patada. Así cruzaron la sala en dirección al
altar, que se encontraba en una pequeña habitación que había
servido.de dormitorio.
—Y Eva fue débil y... dilo, mujer, ¡dilo!
—No, mamá, por favor, ayúdame...
El pie osciló. Carrie dio un grito.
—Y Eva fue débil y soltó el cuervo por el mundo —continuó la
madre— y el nombre del cuervo era Pecado y el primer pecado fue el
trato carnal. Y el Señor castigó a Eva con una maldición y ésa
fue la maldición de la sangre. Y Adán y Eva fueron expulsados del
Paraíso y penetraron en el mundo y Eva encontró que su vientre se
había hinchado, pues esperaba un hijo.
El
pie alcanzó las nalgas de Carrie y ésta dio de narices contra el
suelo de madera. Ya llegaban al cuarto en que se encontraba el altar.
Sobre una mesa cubierta con un paño de seda bordado había una cruz
y unas velas blancas a cada lado de ella. Detrás se veían varios
cuadros de Cristo con sus apóstoles, de esos que se han pintado por
miles. Y hacia la derecha estaba el peor lugar de todos, la cueva del
terror, la prisión en la que toda esperanza, toda resistencia a la
voluntad de Dios y a la de su mamá— se desvanecía. La puerta del
armario empotrado se abría con una mueca burlona. En su interior,
bajo una horripilante bombilla azul que permanecía siempre
encendida, estaba la versión de Darrault del famoso sermón
Pecadores en manos de un Dios airado,
de Jonathan Edward.
—Y hubo una segunda maldición, y ésa fue la maldición del parto,
y Eva dio a luz a Caín con sangre y sudor.
En ese momento, la madre la arrastró, medio en pie medio a gatas,
hasta el altar donde ambas cayeron de rodillas. La mujer agarró con
fuerza la muñeca de Carrie.
—Y después de Caín, Eva dio a luz a Abel, pues todavía no se
había arrepentido del pecado de trato carnal. Y fue así como el
Señor castigó a Eva con una tercera maldición y ésa fue la
maldición del homicidio. Caín se alzó y mató a Abel con una roca.
Y, con todo, Eva no se arrepintió, ni tampoco lo hicieron todas sus
hijas y la astuta serpiente fundó sobre Eva un reino de prostitución
y pestilencia.
- ¡Mamá!
—aulló—. ¡Mamá, por favor, escúchame!
¡No fue culpa mía!
—Inclina la cabeza. Oremos.
—¡Deberías haberme dicho!
La madre llevó la mano a la parte posterior del cuello de su hija y
con ella estaba toda la potencia muscular desarrollada durante once
años de lanzar pesadas bolsas de ropa y acarrear pilas de sábanas
mojadas. La cara de Carrie, con sus ojos desorbitados, se vio
impulsada hacia delante y su frente se fue a estrellar con fuerza
contra el altar; dejó una marca y las velas se tambalearon.
—Oremos —repitió la madre en voz baja, implacable.
Llorando y sorbiendo por la nariz, Carrie inclinó la cabeza. Un hilo
de moco le colgaba como un péndulo, y ella se lo limpió
(si hubiese recibido cinco centavos por cada vez que la había hecho
llorar allí)
con el dorso de la mano.
—¡Oh, Dios! —exclamó la madre con intensidad, lanzando la
cabeza hacia atrás—, ayuda a esta mujer pecadora que está junto a
mí para que vea el pecado en su vida y sus obras. Muéstrale que, si
se hubiese mantenido pura, la maldición de la sangre no habría
caído sobre ella. Quizás haya cometido el pecado del pensamiento
lujurioso, quizás haya escuchado música de rock'n roll en la radio,
quizá la haya tentado el Anticristo. Muéstrale que ésta es la obra
de tu mano bondadosa y vengativa y...
—¡No! ¡Déjame en paz!
Forcejeó para ponerse de pie, pero la mano de su madre, tan fuerte e
implacable como un grillete, la hizo volver a arrodillarse.
—... y tu señal de que, desde ahora, debe caminar por la senda
estrecha si quiere evitar la candente agonía del pozo eterno. Amén.
Volvió sus destellantes ojos hacia su hija.
—Ahora vete al armario.
—¡No! —gritó y sintió que su aliento se hacia denso de terror.
—Vete al armario. Ora en secreto. Pide perdón por tu pecado.
—Yo no pequé; mamá. Tú lo hiciste. No me lo dijiste y ellas se
rieron.
Nuevamente le pareció ver un destello de temor en los ojos de su
madre, pero desapareció tan rápida y silenciosamente como un
relámpago de verano. La madre comenzó a llevarla por la fuerza
hacia el resplandor azul del armario.
—Ruega a Dios para que lave tus pecados.
—Mamá, déjame.
—Reza, mujer.
—Voy a volver a hacer que caigan las piedras, mamá.
La mujer se detuvo.
Incluso pareció que la respiración se paralizaba en su garganta, y
luego la mano se cerró sobre el cuello de la muchacha, se cerró
hasta que Carrie vio unas horribles manchas rojas ante sus ojos y
sintió que su mente se ponía borrosa y como distante.
Los desmesurados ojos de su madre bailaban delante de ella.
—Engendro del demonio — murmuró la mujer—. ¿Por qué recibí
esta maldición?
La mente de Carrie giraba en un torbellino, buscando algo que fuera
lo bastante enorme como para expresar su agonía, su vergüenza, su
terror, su odio, su pánico. Parecía que toda su vida se había
reducido a ese derrotado momento de rebeldía. Sus ojos se
desorbitaron enloquecidos, su boca llena de saliva se abrió.
- ¡PUTA!
—chilló.
La madre hizo un ruido sibilante, como de un gato quemado.
—¡Pecado! —gritó—. ¡Oh, pecado!
Comenzó a golpear a Carrie en la espalda, el cuello, la cabeza.
Carrie, tambaleándose, se veía impulsada hacia el cerrado
resplandor azul del armario. Volvió a chillar:
—¡TE ACOSTASTE CON MI PADRE!
(eso eso salió por fin porque de qué otra manera podrías haber
nacido tú qué bien qué bien)
Fue lanzada de cabeza dentro del armario, se golpeó en la pared del
fondo y cayó al suelo medio aturdida. La puerta se cerró de un
portazo y la llave giró en la cerradura.
Había quedado sola con el airado Dios de su madre.
La luz azul iluminaba un cuadro de un inmenso Yahvé barbudo que
arrojaba multitudes de seres humanos, que aullaban desesperados, a
través de nubosas profundidades a un abismo de fuego. Más abajo,
horribles figuras negras luchaban entre las llamas mientras el Hombre
Negro permanecía sentado en un tronco enorme y llameante con un
tridente en la mano. Su cuerpo era el de un hombre, pero tenía una
cola erizada de púas y cabeza de chacal.
Esta vez ella no cedería.
Pero, por supuesto que lo hizo. Se necesitaron seis horas, pero cedió
y, llorando, llamó a su mamá para que le abriera la puerta y la
dejara salir. La necesidad de orinar era horrible. El Hombre Negro la
miraba con una mueca burlona en su cara de chacal y sus ojos color
escarlata conocían todos los secretos de la sangre de la mujer.
Una hora después de que empezó a llamar, su madre la dejó salir.
Carrie corrió desesperadamente hacia el baño.
Fue sólo en ese momento, tres horas más tarde, sentada allí con su
cabeza inclinada sobre la máquina de coser como un penitente, cuando
recordó el temor en los ojos de su madre y pensó que sabía la
razón.
Otras veces ella la había hecho permanecer en el armario días
enteros —cuando robó esa sortija de 49 centavos en “Shuber's
Five and Ten”, la vez que le encontró la fotografía de Flash
Bobby Pickett bajo su almohada— y una vez se había desmayado por
la falta de comida y el olor de sus propios excrementos. Y nunca
antes, nunca antes había contestado en la forma que lo había hecho
ese día. Incluso ese día había dicho aquella palabra con “p”.
Y, sin embargo, su madre la había dejado salir en cuanto se había
quebrantado.
Ya está, terminado el vestido. Quitó los pies del pedal y lo
levantó para examinarlo. Era largo. Y horrible. Lo odiaba.
Sabia por qué su madre la había dejado salir.
—Mamá, ¿puedo irme a acostar?
—Sí —replicó ella sin levantar la vista.
Dobló el vestido sobre su brazo. Bajó la mirada hacia la máquina
de coser. De inmediato, el pedal se hundió. La aguja comenzó a
subir y bajar, reflejando la luz con destellos acerados. El carrete
giró y se sacudió. La rueda lateral se puso a dar vueltas.
La madre irguió la cabeza bruscamente con los ojos muy abiertos. El
rizado encaje que con paciencia elaboraba en el borde del pañito,
maravillosamente intrincado y a la vez parejo y preciso, súbitamente
se había desordenado.
—Sólo estoy enrollando el hilo —dijo Carrie.
Vete a la cama —dijo secamente la madre, y el temor había vuelto a
sus ojos.
—Si,
(temía que arrancara de sus bisagras las puertas del armario)
mamá
(y creo que podría creo que podría sí creo que podría)
De
Explosión en las Sombras, pág. 58:
Margaret White nació y se crió en Motton, una pequeña ciudad
situada junto al límite de Chamberlain y que envía a sus alumnos a
las escuelas de Chamberlain. Sus padres tenían bastante dinero;
poseían un próspero albergue de carretera en las afueras de Motton,
que se llamaba “La alegría del camino”. John Brigham, el padre
de Margaret, murió en un tiroteo que se produjo en el bar, el verano
de 1959.
Margaret Brigham, que en esa época tenía alrededor de treinta años,
comenzó a asistir a reuniones litúrgicas de los fundamentalistas.
Su madre se había enredado con otro hombre (Harold Allison, con el
que más tarde se casó) y ambos querían ver a Margaret fuera de la
casa. Ella creía que Judith, su madre, y Harold Allison vivían en
pecado, y frecuentemente daba a conocer ese punto de vista. Judith
Brigham suponía que su hija se quedaría soltera para toda la vida.
Según la mordaz fraseología del que con el tiempo seria su
padrastro, “Margaret tenia la cara como el trasero de un camión de
—gasolina y un cuerpo que le hacía juego”. También la llamaba
“beata hipócrita”.
Margaret no quiso abandonar la casa hasta 1960, cuando conoció a
Ralph White en una asamblea para la renovación de la fe. En
septiembre de ese año se trasladó a un pequeño apartamento en
Chamberlain Center.
El noviazgo de Margaret Brigham y Ralph White terminó en matrimonio
el 23 de marzo de 19 62. El 3 de abril de 19 62, Margaret White
ingresó de forma misteriosa, por un corto período, en el hospital
de Westover.
—No, no quiso decirnos lo que le pasaba —comentó Harold
Allison—. La vez que fuimos a verla nos dijo que vivíamos en
adulterio, aunque estábamos casados, y que íbamos a ir a dar al
infierno. Dijo que Dios había puesto una marca invisible en nuestras
frentes, pero que ella podía verla. Parecía una loca, como un
murciélago en un gallinero, eso es lo que yo digo. Su madre trató
de ser amable con ella, de enterarse de lo que le pasaba. Pero se
puso histérica y comenzó a delirar acerca de un ángel con una
espada que pasaría por los patios de estacionamiento y los albergues
de carretera y descuartizaría a los malos. Nos fuimos.
Sin embargo, Judith Allison tenía cierta idea de lo que podría
haberle ocurrido a su hija; pensaba que Margaret había perdido un
bebé. De ser así, la criatura habría sido concebida fuera del
matrimonio. La confirmación de este punto arrojaría una nueva e
interesante luz sobre el carácter de la madre de Carrie White.
En una larga y algo histérica carta a su madre, fechada el 19 de
agosto de 19 62, Margaret le decía que ella y Ralph vivían sin
pecar, libres de trato carnal. Instaba a Harold y Judith a que
cerraran esa “morada de maldad” e hicieran como ellos. Es,
declaraba Margaret poco antes de terminar la carta, la única manera
en que tú y ese hombre podéis evitar la lluvia de sangre que está
por venir. Ralph y yo, como Marta y José, no conoceremos ni
ensuciaremos nuestros cuerpos. Si tenemos descendencia, que sea
voluntad divina.
Sin embargo, el calendario nos dice que Carrie fue concebida más
adelante ese mismo año...
Las muchachas se vistieron silenciosamente para su primera hora de
gimnasia del lunes. No hubo bromas ni chillidos y ninguna se mostró
muy sorprendida cuando la señorita Desjardin abrió de un golpe la
puerta y entró en el vestuario. El silbato de plata colgaba entre
sus pequeños pechos y si sus shorts eran los mismos que había usado
el viernes, no quedaba en ellos ninguna huella de sangre.
Las chicas siguieron vistiéndose hoscamente, sin mirarla.
—¿No son ustedes el grupo que vamos a graduar? —preguntó
suavemente la señorita Desjardin—. ¿Cuándo? ¿Dentro de un mes?
Y mucho antes tendremos el baile. La mayoría de ustedes ya tienen
sus parejas y sus trajes, me imagino. Sue irá con Tommy Ross; Helen,
con Roy Evarts. Chris, me imagino que puedes escoger. ¿Quién es el
afortunado?
—Billy Nolan —dijo Chris Hargensen, resentida.
—Vaya, ¡qué suerte! —comentó la profesora—. ¿Qué le vas a
dar como prenda de fiesta, Chris, un tampón ensangrentado o, tal
vez, un trozo de papel higiénico usado? Tengo entendido que son las
cosas que prefieres estos días.
Chris se puso roja.
—Me voy. No tengo por qué escuchar eso.
La señorita Desjardin no había conseguido quitarse la imagen de
Carrie durante todo el fin de semana. Carrie gritando, lloriqueando,
con un tampón empapado en el vello de su pubis... y la violencia de
su propia reacción.
Y, en ese momento, cuando Chris intentaba furiosa pasar junto a ella
para salir, tendió las manos y la empujó violentamente contra una
hilera de mellados armarios color verde oliva situados junto a la
puerta interior. Los ojos de Chris se desorbitaron con asombrada
incredulidad. Luego, una especie de furia demencial invadió su
rostro.
—¡No
puede golpearnos! —gritó—. ¡Esto le va a costar el puesto! ¡Ya
lo verá, tía cerda!
Las otras chicas se echaron hacia atrás, contuvieron la respiración
y se quedaron mirando fijamente el suelo. La situación parecía
descontrolada. Sue advirtió con el rabillo del ojo que Fern y Donna
Thibodeau se habían tomado de la mano.
—En realidad no me importa, Hargensen —replicó la señorita
Desjardin—. Si tú, o cualquiera de vosotras, cree que estoy
abusando de mi autoridad de profesora en este momento, están muy
equivocadas. Sólo quiero decirles que hicieron algo muy despreciable
el viernes, algo realmente despreciable. Sois unas buenas mierdas.
Chris Hargensen miraba el suelo con una sonrisita despectiva. Las
otras chicas se sentían muy desdichadas y trataban de evitar con la
vista a su profesora de gimnasia. Sue se encontró mirando el
compartimiento de la ducha, la escena del crimen, y sacudió la
cabeza para mirar a otra parte. Ninguna de ellas había escuchado
anteriormente a una profesora usar la palabra mierda.
—¿Pensaron, por un momento, que Carrie White tiene sentimientos?
¿Se les ha ocurrido pensar en eso alguna vez? ¿Sue? ¿Fern? ¿Helen?
¿Jessica? ¿Cualquiera de ustedes? La encuentran repelente. Pues
bien, les diré que las repelentes son ustedes. Me di cuenta el
viernes por la mañana.
Chris Hargensen comenzó a hablar entre dientes y decir que su padre
era abogado.
- ¡Te
callas! —le gritó la señorita
Desjardin en su cara.
Chris se echó atrás tan bruscamente que se golpeó contra los
armarios. Comenzó a gimotear y a frotarse la cabeza.
—Un comentario más —continuó suavemente la profesora—, y esta
vez vas a dar al otro extremo del vestuario. ¿Quieres averiguar si
te estoy diciendo la verdad?
Chris, que aparentemente había decidido que tenía que habérselas
con una loca, no dijo nada.
La señorita Desjardin puso los brazos en jarras.
—La dirección ha decidido el castigo que van a recibir. Siento
decirles que no es el que yo había propuesto. Mi idea era tres días
de suspensión y prohibición de asistir al baile.
Varias de las chicas se miraron entre sí y refunfuñaron sintiéndose
muy desgraciadas.
—Eso las hubiese golpeado donde les duele —continuó—.
Lamentablemente, la dirección de este establecimiento está
compuesta sólo por hombres. Creo que no son capaces de darse bien
cuenta de lo horrible que es lo que ustedes hicieron. De modo que
tienen una semana de arresto.
Espontáneos suspiros de alivio.
—Pero
yo me voy a encargar del arresto y lo
vamos a hacer en el gimnasio. Las voy a reventar.
—No pienso venir —dijo Christine, y sus labios se adelgazaron
sobre sus dientes.
—Eso es cosa tuya, Chris. Pueden hacer lo que quieran. Pero el
castigo por no presentarse a las horas de arresto será de tres días
de suspensión y prohibición de asistir al baile. ¿Nos entendemos?
Nadie dijo nada.
—Perfecto. Terminen de cambiarse y piensen en lo que les he dicho.
Salió.
Completo silencio durante un largo y apesadumbrado momento. Luego
Chris Hargensen dijo con histérica estridencia:
—¡No puede salirse con la suya! —Abrió un armario al azar, sacó
un par de zapatillas y las lanzó por el cuarto—. ¡Va a pagar por
esto! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Ya veremos! Si nos mantenemos
unidas, podremos...
—Cállate, Chris —dijo Sue y quedó perpleja al advertir en su
voz un tono adulto, desmayado y sin vida—. Cállate, por favor.
—Esto no va a terminar aquí, —dijo Chris Hargensen descorriendo
de un tirón la cremallera de su falda y cogiendo sus shorts verdes
deshilachados según la moda—. Falta mucho para que esto termine.
Y tenía razón.
De
Explosión en las Sombras, págs.
60-61:
Según la opinión de este investigador, muchas de las personas que
han estudiado el caso de Carrie White —ya sea con propósitos
científicos o de divulgación— han puesto un énfasis equivocado
en la búsqueda relativamente estéril, de hechos telekinéticos en
la infancia de la muchacha. Utilizando una comparación aproximada,
podríamos decir que es como pasar años investigando las primeras
masturbaciones en la infancia de un violador.
A este respecto, el espectacular suceso de las piedras sirve, más
bien, como una pista falsa. Muchos científicos han adoptado la
errónea creencia de que donde ha habido un incidente debe haber
otros. Empleando otra comparación, esto seria como enviar a un
equipo de observadores de meteoros al “Crater National Park” sólo
porque un enorme asteroide cayó ahí hace dos millones de años.
Según
las informaciones de que dispongo, no se han
registrado otros ejemplos de
telekinesia en la infancia de Carrie. Si no hubiese sido hija única,
posiblemente habríamos tenido conocimiento, aunque sólo fuese de
oídas, de docenas de incidentes menores.
En el caso de Andrea Kolintz (consulte el Apéndice II para una
información más completa), se dice que después de una paliza por
gatear sobre el techo “el botiquín se abrió violentamente, los
frascos cayeron al suelo y pareció que se disparaban por el baño,
las puertas se abrieron con fuerza y se cerraron de un golpe y, en el
clímax del suceso, un tocadiscos estéreo, que pesaba 130 kg, se
volcó y los discos volaron por toda la sala, bombardeando a sus
ocupantes y estrellándose contra las paredes”.
El
hecho de que este relato haya sido proporcionado por el hermano de
Andrea, según la cita que aparece en la revista
Life del 4 de setiembre de 19 55,
resulta significativo. No podemos decir que
Life sea la fuente más erudita y menos
discutible, pero existe una gran cantidad de documentación en este
mismo sentido y creo que se ha cumplido con el objetivo del
testimonio familiar.
En el caso de Carrie White, el único testigo de un posible prólogo
a los sucesos del clímax final fue Margaret White y ella, por
supuesto, está muerta...
Henry Grayle, el director de la Escuela Secundaria Ewen, lo había
estado esperando toda la semana, pero el padre de Chris Hargensen no
apareció hasta el viernes; el día anterior Chris no se había
presentado a su hora de arresto con la temible señorita Desjardin.
—¿Sí, señorita Fish? —dijo en dirección al intercomunicador,
aunque a través de la ventana alcanzaba a ver al hombre que estaba
en la oficina exterior y ciertamente había visto su rostro en el
periódico local.
—El señor John Hargensen, señor Grayle.
—Que pase, por favor.
Maldita sea, señorita Fish, no tiene por qué parecer tan
impresionada.
Henry Grayle era una de esas personas que en forma incontrolable
retuercen clips, destrozan sobres y doblan las puntas de los papeles.
Para la visita de John Hargensen, la más importante de las
luminarias legales del pueblo, preparaba su artillería pesada: una
caja llena de gruesos y resistentes clips colocada en medio del
secante de su escritorio.
Hargensen era un hombre alto e imponente, con una manera de
desplazarse que mostraba su confianza en sí mismo y que tenía el
tipo de rasgos móviles y seguros que señalaban a un hombre experto
en el juego de las relaciones sociales que consiste en colocarse en
un nivel superior.
Llevaba un traje de Savile Row con sutiles destellos de verde y oro
entrelazados en la tela, que superaba con mucho la ropa de confección
local que usaba Grayle. Su portadocumentos era delgado, de cuero
auténtico, con cierres de brillante acero inoxidable. La sonrisa
impecable mostraba muchas fundas en los dientes, una sonrisa para
hacer que el corazón de las mujeres del jurado se derritiera como
mantequilla. Su apretón de manos era profesional de punta a cabo:
largo, cálido, firme.
—Hace tiempo que deseaba conocerlo, señor Grayle.
—Siempre me alegro de ver padres interesados —dijo el director y
sonrió secamente—. Por eso siempre abrimos la escuela a los padres
en el mes de octubre.
—Por supuesto —dijo Hargensen sonriendo—. Me imagino que usted
es un hombre muy ocupado y yo tengo que estar en el juzgado dentro de
cuarenta y cinco minutos. ¿Le parece si vamos al grano?
—Naturalmente —replicó Grayle; metió la mano en la caja y
empezó a retorcer el primer clip—. Sospecho que ha venido a verme
en relación con las medidas disciplinarias tomadas contra su hija
Christine. Debo informarle al respecto que la escuela ya ha
determinado su política. Como hombre relacionado con la aplicación
de la justicia, usted debe darse cuenta de que difícilmente podemos
acomodar las normas...
Hargensen alzó la mano en un ademán de impaciencia.
—Tengo la impresión de que usted ha partido de una idea
equivocada, señor Grayle. Estoy aquí porque mi hija fue maltratada
por su profesora de gimnasia, la señorita Rita Desjardin. Y, además,
insultada verbalmente. Me temo que el término que la señorita
Desjardin utilizó en relación con mi hija fue “mierda”.
Grayle lanzó un suspiro interior.
—Ya le hemos llamado la atención al respecto.
La sonrisa de John Hargensen se enfrió diez grados.
—Me temo que eso no sea suficiente. Tengo entendido que éste es el
primer año que esta joven ejerce como profesora, ¿no es así?
—En efecto. Y su labor nos ha parecido eminentemente satisfactoria.
—En apariencia, su definición de “eminentemente satisfactoria”
incluye arrojar alumnos contra los armarios y emplear el vocabulario
de un marinero.
Grayle se defendió:
—Como
abogado debe de estar al tanto de que este Estado otorga a la escuela
el derecho al principio in loco
parentis: asumiendo la responsabilidad
total, tenemos todos los derechos de los padres durante las horas que
pasan en la escuela. Si no lo conoce, le aconsejo que revise el caso
Monondock Consolidated SchoolDistrict vs. Cranepool o...
—Conozco
muy bien ese principio —replicó Hargensen—. También sé que ni
el caso Cranepool, que ustedes los directores son tan aficionados a
citar, ni el caso Frick están remotamente relacionados con malos
tratos e insultos verbales. Sin embargo, tenemos el caso de
School District n.° 14 vs. David. ¿Lo
conoce?
Grayle lo conocía, George Kramer, el subdirector de la escuela en
cuestión, solía jugar al póquer con él. Pero George ya no jugaba
mucho. Estaba trabajando en una compañía de seguros después de
haber decidido cortarle el pelo a un alumno; el distrito escolar
había tenido que pagar siete mil dólares por daños, a unos mil por
tijeretazo.
Grayle cogió un nuevo clip.
—Pero dejemos de citarnos casos, señor Grayle. Somos dos hombres
muy ocupados. No quiero pasar un rato desagradable. No quiero un lío.
Mi hija está en casa y permanecerá allí el lunes y martes. Con eso
completará los tres días de su suspensión.
Con un gesto de la mano indicó que deseaba concluir el asunto.
(si pudiera atrapar un buen chico aquí tiene una estupenda chica)
—Esto es lo que quiero —continuó—. Primero, que se autorice a
mi hija para asistir al baile. La fiesta de término de estudios es
importante para una chica y Chris se siente muy desdichada. Segundo,
que no se renueve el contrato de la Desjardin. Eso lo pido para mí.
Creo que si quisiera llevar la escuela a los tribunales, podría
conseguir que la despidieran y recibir, además, una suculenta
cantidad por daños y perjuicios. Pero no soy vengativo.
—De modo que la alternativa que me ofrece si no acepto sus
exigencias son los tribunales.
—Tengo entendido que previamente habría una vista del Comité
Escolar, pero sólo como mero trámite. Pero sí, los tribunales
serían la alternativa. Malo para usted.
Otro clip.
—Por agresión física y verbal, ¿no es así?
—Básicamente.
—Señor Hargensen, ¿sabe usted que su hija y unas diez de sus
compañeras arrojaron paños higiénicos a una chica que
experimentaba en ese momento su primer período menstrual? Una
muchacha que estaba convencida de que iba a morir desangrada.
Un leve gesto arrugó el ceño de Hargensen, como si alguien hubiese
hablado en una habitación distante.
—Me parece que su afirmación no viene al caso. Yo me estoy
refiriendo a ciertas acciones...
—No se preocupe —dijo Grayle—. Esas acciones tienen muy poca
importancia. Además, a esa chica la llamaron mamarracho estúpido y
le dijeron que “se lo tapara” y debió soportar una serie de
gestos obscenos. No ha vuelto a venir en toda esta semana. ¿No le
parece a usted que ésa es una agresión física y verbal? Pues a mi
si.
—No pienso permanecer sentado aquí escuchando una sarta de
verdades a medias o sus discursos de director de escuela, señor
Grayle. Conozco a mi hija lo suficiente como para...
—Tome —dijo Grayle. Acercó la mano a una de las bandejas de
alambre que se hallaban junto al secante, cogió un fajo de tarjetas
color rosa y las lanzó sobre el escritorio—. Dudo que usted
conozca la mitad de lo que estas tarjetas revelan de su hija. De lo
contrario ya podría haberse dado cuenta de que ha llegado el momento
de hablarle seriamente. Tiene que controlarla de cerca antes de que
cause a alguien un perjuicio grave.
—¿Quién es usted para venir a decirme...?
—Cuatro
años en Ewen —comenzó Grayle sin hacerle caso—. Graduación
programada para junio del 79, el mes próximo. Cociente de
inteligencia: 83 como promedio en un test de 140 puntos. No obstante,
veo que ha sido aceptada en Oberlin. Diría que alguien,
probablemente usted mismo, señor Hargensen, ha estado moviendo
poderosas influencias. Ha recibido 72 arrestos.
Veinte de ellos por hostilizar a sus
compañeras, a las inadaptadas, a las de segunda fila, podríamos
agregar. Tengo entendido que la camarilla de Chris las llama
“sustitutas”. Lo encuentran sumamente gracioso. De esos arrestos
no se presentó a 51. En la escuela de Chamberlain, una suspensión
por poner un artificio pirotécnico en el zapato de una chica... En
la tarjeta hay una nota que dice que la broma estuvo a punto de
costarle los dedos del pie a la pequeña Irma Swope. Si no me
equivoco, esa chica tiene labio leporino. Le estoy hablando de su
hija, señor Hargensen. ¿Todo esto no
le dice nada?
—Sí —respondió Hargensen levantándose. Un leve rubor bañaba
sus rasgos—. Me dice que nos veremos en los tribunales. Y cuando
haya terminado con usted tendrá mucha suerte si consigue trabajo
vendiendo enciclopedias de puerta en puerta.
Grayle, colérico, se levantó también y los dos hombres se
enfrentaron a través del escritorio.
—Que sea el tribunal entonces —dijo Grayle.
Advirtió
un leve destello de sorpresa en el rostro de Hargensen; cruzó los
dedos y se lanzó en lo que esperaba que fuera un
knockout —por lo menos un
knockout técnico— que salvaría el
pellejo de la Desjardin y pondría a ese hijo de puta de culo
delicado en un aprieto.
—Al
parecer no se ha dado cuenta de todas las implicaciones de
in loco parentis en este asunto, señor
Hargensen. La misma ley que protege a su hija también protege a
Carrie White. Y en el momento en que usted entable un pleito por
agresión física y verbal, nosotros presentaremos una contrademanda,
basada exactamente en los mismos motivos, por parte de Carrie White y
contra su hija.
Hargensen se quedó boquiabierto durante un segundo.
—No se va a salir con la suya empleando ese truco barato; usted es
un...
—¿Un leguleyo tramposo? ¿Es ésta la frase que busca? preguntó
Grayle con una sonrisa inflexible—. Creo que ya sabe dónde está
la salida, señor Hargensen. Las medidas disciplinarias contra su
hija se mantienen. Si quiere llevar el asunto más allá, está en su
derecho.
Hargensen atravesó la habitación rígidamente, se detuvo como si
quisiera agregar algo y luego salió controlando apenas su deseo de
dar un portazo.
Grayle expulsó el aliento. No era difícil adivinar de dónde había
sacado Chris Hargensen su irreductible obstinación.
A.P. Morton entró un minuto más tarde.
—¿Cómo anduvo la cosa?
—El tiempo lo dirá, Morty —respondió Grayle. Con una mueca,
miró el montón de clips retorcidos—. En todo caso, me hizo doblar
siete clips. Casi un récord.
—¿Va a llevarlo a la justicia?
—No lo sé. Se sobresaltó cuando le dije que haríamos una
contrademanda.
—Me lo imagino —comentó Morton y dirigió una mirada al teléfono
que había sobre el escritorio de Grayle—. Me parece que ha llegado
el momento de informar al superintendente de todo esto, ¿no crees?
—Sí —dijo Grayle cogiendo el auricular—. Gracias a Dios, mi
seguro de desempleo está pagado.
—El mío también —dijo Morton con lealtad.
De
Explosión en las Sombras (Apéndice
III):
Carietta White presentó los versos siguientes como tarea de poesía
en séptimo año. El señor Edwin King, que fue su profesor de Inglés
en este curso, nos dice: “No sé por qué lo guardé. Ciertamente
que no la recuerdo como una alumna especialmente aventajada, y sus
versos no son buenos. Era muy tranquila y no creo que haya levantado
la mano en mi clase. Pero en esto había algo que parecía
desesperado”.
Cristo mira desde el muro
con su rostro impenetrable.
Y si me ama en su bondad,
como ella me asegura,
¿por qué estoy tan sola?
El borde del papel sobre el que escribió estas líneas está
decorado con una multitud de figuras en forma de cruz que casi
parecen bailar...
El
lunes por la tarde, Tommy estaba en su entrenamiento de béisbol y
Sue fue a esperarlo a la “Kelly Fruit Company” en
The Center. Este lugar era lo más
parecido a una guarida de estudiantes de que disponía la repantigada
colectividad escolar de Chamberlain desde que el sheriff Doyle había
cerrado el centro recreativo después de un asunto de drogas. Lo
manejaba un tipo gordo y taciturno llamado Hubert Kelly, que se teñía
el pelo color negro y se quejaba constantemente de que su marcapasos
electrónico estaba a punto de electrocutarlo.
El local era una combinación de tienda de comestibles, bar y
gasolinera; había una oxidada bomba de gasolina delante del
establecimiento, que Hubie nunca se había molestado en cambiar desde
que la compañía se fusionó. También vendía cerveza, vino barato,
libros pornográficos, y una amplia gama de raros cigarrillos como
Murads, King Sano y Marvel Straights.
El mesón estaba cubierto por una plancha de mármol auténtico y
había cuatro o cinco compartimientos para muchachos de muy mala
suerte o muy pocos amigos como para no tener donde ir a
emborracharse. Una antigua máquina tragaperras, que siempre se
inclinaba en la tercera bolita, encendía y apagaba sus luces desde
la pared del fondo junto al estante de los libros pornográficos.
Al
entrar, Sue vio de inmediato a Chris Hargensen. Estaba sentada en uno
de los compartimientos del fondo. Billy Nolan, su
amour de ese momento, hojeaba el último
número de Popular Mechanics
junto al estante de las revistas. Sue no sabía qué veía en Nolan
una chica rica y Popular como Chris; él parecía algún extraño
pasajero de la máquina del tiempo embarcado en la década de los
cincuenta y que usaba brillantina en el pelo, una chaqueta de cuero
negro con una vistosa cremallera y un cacharro Chevrolet con un
burbujeante colector de escape.
—¡Sue! —gritó Chris a modo de saludo—. ¡Ven!
Sue hizo una inclinación con la cabeza y alzó una mano, aunque una
oleada de antipatía subió por su garganta como una serpentina.
Mirar a Chris era como ver a través de una puerta entreabierta el
lugar donde Carrie se acurrucaba con las manos en la cabeza. Como era
de suponer, encontró que su propia hipocresía (indisolublemente
unida al gesto de la cabeza y la mano) le resultaba incomprensible y
repelente. ¿Por qué no se atrevía simplemente a ponerla en su
sitio?
—Un
vaso de root beer
—pidió. Hubie tenía una auténtica
root beer de barril y la servía en
enormes jarras heladas. Se había prometido tomarse una gran jarra
mientras leía una novela de bolsillo y esperaba a Tommy. A pesar de
los estragos que la bebida hacía en su cutis, se había convertido
en una adicta; pero no se sorprendió al comprobar que se le habían
quitado las ganas de beber.
—¿Cómo está tu corazón, Hubie? —preguntó.
—Ustedes —dijo Hubie, mientras cortaba la espuma de la bebida con
un cuchillo y llenaba nuevamente el jarro—, ustedes no entienden
nada. Esta mañana enchufé mi máquina de afeitar eléctrica y
recibí 110 voltios en mi marcapasos. Los jóvenes no saben lo que es
eso. Dígame si no tengo razón.
—Sí, por supuesto.
—Claro que tengo razón. Dios no quiera que tenga usted que
experimentarlo algún día. ¿Cuánto tiempo cree que va a soportarlo
este gastado corazón? Lo van a saber cuando me compre la granja y
esos imbéciles de la remodelación urbana conviertan este lugar en
un patio de estacionamiento. Son diez centavos.
Sue deslizó la moneda sobre el mármol.
—Cincuenta millones de voltios atravesando estos viejos tubos
—continuó Hubie sombríamente y se quedó mirando el pequeño
bulto que se adivinaba en el bolsillo de su camisa.
Sue se dirigió al compartimiento y se deslizó cuidadosamente al
lugar desocupado junto a Chris. Chris estaba particularmente
atractiva con su pelo negro cogido con una cinta verde trébol y una
ajustada blusa que destacaba sus senos firmes y erguidos.
—¿Cómo estás, Chris?
—Estupendamente bien —respondió ella, quizá con excesiva
alegría—. ¿Sabes las últimas noticias? Me dejaron fuera del
baile. Pero te apuesto que ese besaculos de Grayle pierde el trabajo.
Sue ya se haba enterado, junto con todos los alumnos de Ewen.
—Papá les va a poner un pleito —continuó Chris, y luego gritó
por encima del hombro—:!Billy! Ven a saludar a Sue.
Billy dejó caer la revista y se acercó con mucha calma. Llevaba los
pulgares enganchados en su cinturón militar abrochado a un costado,
con los dedos colgando en dirección a la prominencia que aparecía
entre las piernas de sus tejanos ajustados hacia los tobillos. Sue
sintió que la invadía una ola de irrealidad y luchó contra un
impulsivo deseo de cubrirse la cara con las manos y echarse a reír a
carcajadas.
—Hola, Suze —dijo Billy. Se instaló junto a Chris y comenzó de
inmediato a acariciarle el hombro. Su rostro estaba desprovisto de
toda expresión. Podría haber estado examinando una pierna de vaca.
—Creo que vamos a meternos en la fiesta de todas maneras —dijo
Chris—. Como una protesta por ese estúpido castigo.
—¿Realmente piensas hacerlo? —preguntó Sue alarmada.
—Bueno, no, no lo sé —replicó Chris y dejó de pensar en eso.
De pronto, su rostro se contrajo con una expresión de furia tan
brusca y sorprendente como la aparición de un tornado—. ¡Esa
maldita Carrie White! ¡Ojalá cogiera toda su beatería y se la
metiera por el culo!
—Pronto olvidarás todo el asunto —dijo Sue.
—Si ustedes me hubieran seguido... Demonios, Sue, ¿por qué no lo
hiciste? Los tendríamos cogidos de los huevos. Nunca me imaginé que
fueras un monigote de la dirección.
Sue comenzó a sentir un ardor en el rostro.
—De los demás no sé, pero yo no soy un monigote de nadie. Acepté
el castigo porque me pareció que lo merecía. Hicimos algo bastante
repulsivo. Eso es todo.
—Tonterías. Esa estúpida de Carrie anda diciendo que todo el
mundo se va a ir al infierno con excepción de ella y su santa madre.
Y tú la defiendes. Debimos hacerle tragar todos esos trapos.
—Sí, claro. Te veré uno de estos días, Chris. Adiós —dijo Sue
y se levantó.
Esta vez fue Chris la que se puso roja. La sangre se le subió al
rostro con repentino ímpetu, como si una nube roja hubiese cubierto
un sol interior.
—¡No te las des de Juana de Arco! Creo recordar que tú también
arrojabas cosas junto con todas nosotras.
—Sí —replicó Sue, temblando—, pero ya he dejado de hacerlo.
—Oh,
vaya, eres
fantástica —se maravilló Chris—. Sí que lo eres. Llévate tu
bebida; no vaya a ser que la toque y se convierta en oro.
Sue
no cogió su jarra de cerveza. Salió del local entre erguida y
tambaleante. Su turbación interior era demasiado grande, demasiado
grande todavía para que pudiera convertirse en furia o en lágrimas.
Ella era una muchacha que se llevaba bien con todo el mundo y éste
era el primer enfrentamiento, físico o verbal, desde que había
dejado de tirarse del pelo con sus compañeras de la escuela
primaria. Y era la primera vez en su vida en que había defendido
activamente un principio. Y por supuesto que Chris había dado en el
blanco, la había alcanzado en lo más vulnerable: se estaba portando
como una hipócrita, ya no podía dejar de admitirlo, y en lo más
hondo, incrustada y odiosa, estaba la conciencia de que una de las
razones por las que había asistido a la hora de arresto con la
señorita Desjardin y había sudado corriendo por el gimnasio no
tenía nada de noble. Sencillamente no se iba a perder el último
baile de su vida escolar por nada del mundo. Por
nada del mundo.
No se veía a Tommy por ninguna parte.
Comenzó a caminar en dirección a la escuela. Sentía el estómago
revuelto. Pequeña Miss Hermandad, Suzy Cremadequeso. La Chica
Decente que sólo lo hace con el chico con quien piensa casarse —con
el anuncio en el suplemento dominical como es debido, por supuesto—.
Dos hijos. Sácales la mierda si muestran alguna señal de
honestidad, es decir, si fornican, pelean, o se niegan a sonreír
cada vez que algún mítico macho cabrio chilla en la noche.
Baile de Gala de Fin de Curso. Vestido Azul. Las flores para prender
en el traje permanecerán toda la tarde en el frigorífico. Tommy con
un smoking blanco, faja en la cintura, pantalones y zapatos negros.
Padres que toman fotos junto al sofá de la sala con sus
deslumbrantes Kodak y sus impresionantes Polaroid. Papel crepé que
oculta las vigas del gimnasio. Dos orquestas: una de rock y otra
melancólica. Que no se presenten las de segunda fila. “Sustitutas”,
por favor, no se acerquen. Sólo para candidatos al Club de Campo y
futuros residentes de “Kleen Korners”.
Finalmente brotaron las lágrimas y se puso a correr.
De
Explosión en las Sombras, pág. 60:
El párrafo siguiente pertenece a una carta que Christine Hargensen
envió a Donna Kellogg. La señorita Kellogg abandonó Chamberlain
para trasladarse a Providence, Rhode Island, en el otoño de 1978.
Aparentemente, una de las pocas amigas íntimas de Chris Hargensen
era, además, su confidente. La carta está fechada el 17 de mayo de
1979:
“Así que me quedaré sin ir al baile y el gallina de mi padre dice
que no les dará lo que merecen. Pero no se van a salir con la suya.
Todavía no sé qué voy a hacer, pero te garantizo que todos se van
a llevar una gran sorpresa...”
Era el 17. El 17 de mayo. Rayó la fecha en el calendario de su
dormitorio en cuanto se hubo puesto su largo camisón blanco. Borraba
cada día que pasaba con un grueso rotulador negro, y se imaginaba
que eso revelaba una actitud muy negativa ante la vida. Pero, en
realidad, no le importaba. Lo único que la preocupaba era saber que
su madre la haría volver a la escuela al día siguiente y tendría
que enfrentarse a Todos.
Se sentó en la pequeña mecedora (pagada con su propio dinero) que
estaba junto a la ventana, cerró los ojos y los barrió a Todos de
su mente junto con sus confusos pensamientos conscientes. Fue como
barrer el suelo. Levanta la alfombra del subconsciente y mete toda la
basura debajo. Adiós.
Abrió los ojos. Miró el cepillo para el cabello que estaba sobre su
tocador.
Doblégate.
Estaba levantando el cepillo. Era pesado. Como alzar una pesa con
unos brazos muy débiles. Oh. Gemido.
El cepillo se deslizó hasta el borde del tocador y más allá del
punto en que la gravedad debería hacerlo caer, y luego osciló como
si colgara de una cuerda invisible.
Los
ojos de Carrie se habían cerrado hasta dejar sólo un resquicio. Las
venas latían en sus sienes. Un médico se habría interesado en lo
que su cuerpo realizaba en ese instante, pues no tenía explicación
racional. La respiración se había reducido a dieciséis
inspiraciones por minuto. La presión de la sangre había subido a
190/100. Los latidos habían llegado a 140 —más que en los
astronautas bajo la pesada masa g
en el despegue. La temperatura había bajado a 34°. Su cuerpo
quemaba una energía que no se sabia de dónde venía ni parecía ir
a ninguna parte. Un electroencefalograma no habría mostrado ondas
alfa, sino una gran masa erizada e irregular.
Cuidadosamente, hizo que el cepillo volviera a su lugar. Bien. La
noche anterior se le había caído. Pierde todos los puntos, va a la
cárcel.
Volvió a cerrar los ojos y se meció. Se empezó a normalizar el
funcionamiento de su organismo; su respiración se aceleró hasta
llegar casi a un jadeo. La mecedora producía un ligero crujido. Pero
no molestaba; resultaba tranquilizador. Mécete, mécete. Despeja la
mente.
—¿Carrie?
La voz de su madre subió ligeramente alterada.
(recibe interferencias como la radio cuando una hace funcionar la
batidora bien bien)
—¿Has dicho tus oraciones, Carrie?
—Las estoy diciendo —respondió.
Sí, claro que las estaba diciendo.
Miró su pequeño sofá-cama.
Doblégate.
Un peso tremendo. Enorme. Insoportable.
La cama se estremeció y luego un extremo se levantó, quizá cinco
centímetros.
Cayó de golpe. Se quedó esperando que su madre la llamara,
enfadada. Una sonrisa jugueteaba en sus labios. No lo hizo. Carrie se
levantó, se dirigió a su cama y se deslizó entre las frías
sábanas. Le dolía la cabeza y se sentía mareada, como le ocurría
siempre después de estas sesiones de ejercicio. El corazón le
martilleaba con una violencia que asustaba.
Alcanzó la luz, la apagó y se quedó de espaldas. Sin almohada. Su
mamá no le permitía usarla.
Pensó en los aparecidos, en los demonios y en las brujas
(soy una bruja mamá la prostituta del diablo)
que cabalgaban en la noche y cortan la leche, estropean la
mantequilla y arruinan las cosechas mientras Ellos se acurrucan en
sus camas tras los signos cabalísticos que han garabateado en sus
puertas.
Cerró los ojos, se durmió y soñó con enormes piedras vivientes
que se precipitaban en mitad de la noche buscando a su madre,
buscándolos a Ellos. Trataban de huir, de esconderse, pero la roca
no los ocultaría y el árbol seco no les daría refugio.
De
Me llamo Susan Snell , por Susan Snell
(Simon and Schuster, Nueva York, 1976), págs. I-IV:
Hay
algo que nadie ha entendido respecto de lo que sucedió en
Chamberlain la noche del baile de fin de curso. No lo ha entendido ni
la Prensa ni los investigadores de la Duke University ni David
Congress —aunque su libro Explosión
en las Sombras, es probablemente el
único medianamente decente que se ha escrito sobre el tema—. Y,
por cierto, que la Comisión White, que me utilizó como víctima
propiciatoria, tampoco lo entendió.
Y ese algo es un hecho fundamental: éramos adolescentes.
Carrie, Chris Hargensen y yo teníamos diecisiete años, Tommy Ross
tenía dieciocho, Billy Nolan (que tuvo que repetir el noveno curso,
posiblemente antes de que aprendiera a hacer trampas durante los
exámenes) diecinueve...
Los chicos mayores reaccionan de modos que socialmente resultan más
aceptables que los de los más pequeños, pero, de todos modos,
siguen siendo capaces de tomar decisiones erróneas, de actuar en
forma exagerada o de subestimar las cosas.
En el primer capítulo, que sigue a esta introducción, me propongo
mostrar estas tendencias en mí misma tan objetivamente como pueda.
Sin embargo, el asunto que voy a tratar está profundamente
relacionado con mi actitud respecto del baile de fin de curso, y si
lo que pretendo es rehabilitar mi nombre, debo comenzar recordando
escenas que me son particularmente dolorosas...
Ya he contado antes esta historia, principalmente ante la Comisión
White, que la escuchó con incredulidad. Cuando han muerto doscientas
personas y se ha destruido una ciudad, resulta fácil olvidar una
cosa: Sólo éramos unos adolescentes, unos chicos que tratábamos de
hacer las cosas lo mejor que podíamos...
—Debes de haberte vuelto loca.
La miró parpadeando, resistiéndose a creer lo que había oído. Se
encontraban en la casa de él y la televisión estaba encendida pero
olvidada. Su madre había salido a visitar a la señora Klein, que
vivía enfrente. Su padre trabajaba en el sótano; construía una
jaula.
Sue se veía disgustada pero decidida.
—Así es como quiero que sea, Tommy.
—Pero yo no lo quiero así. Creo que es la locura más completa que
he escuchado en mi vida. Algo que sólo haría si perdiera una
apuesta.
El rostro de Sue se puso tenso.
—Vaya, me pareció que eras tú el que hacia los grandes discursos
la otra noche. Pero cuando se trata de poner en práctica lo que tu
bocaza...
—Espera. No te pongas así —la interrumpió él con una sonrisa,
sin sentirse ofendido—. No he dicho que no, ¿verdad? Todavía no,
en todo caso.
—Eres un...
—Espera, espera. Déjame hablar. Quieres que invite a Carrie White
al baile de fin de curso. Bien, eso lo entendí. Pero hay un par de
cosas que no comprendo.
—Dímelas —dijo ella y se inclinó hacia delante.
—Primera: ¿de qué serviría? Y segunda: ¿qué te hace pensar que
va a aceptar la invitación?
—¡Que no va a aceptar! Vamos... —se detuvo sin saber qué
decir—. Tú... todo el mundo te encuentra simpático y...
—Sabemos perfectamente que Carrie no tiene ninguna razón para que
la gente simpática pueda interesarle.
—Contigo iría.
—¿Por qué?
Acosada, adoptó una actitud desafiante y orgullosa a la vez.
—Porque he visto la manera como te mira. Tú le gustas. Igual que a
la mitad de las chicas de la escuela.
Él hizo girar los ojos.
—Bueno, sólo estoy mencionando un hecho —dijo Sue, a la
defensiva—. No podrá rechazarte.
—Supongamos que te creo —concedió él—. ¿Qué hay de la otra
cosa?
—¿Te refieres a de qué le va a servir? Bueno..., la sacará de su
caparazón, por supuesto. La hará... —empezó a decir, pero su voz
se desvaneció.
—¿Participar? Vamos, Suze. Tú no crees esa tontería.
—De acuerdo —replicó ella—. Puede que tengas razón. Pero
todavía creo que quizá debo pagar algo.
—¿Te refieres a lo de las duchas?
—Es mucho más que eso. De no ser así, quizá lo habría dejado
pasar, pero las bromas pesadas no han parado desde la primaria. Hubo
muchas de ellas en las que no participé, pero en algunas sí lo
hice. Y si hubiese estado en el grupo de Carrie, te aseguro que
habría tomado parte en muchas más. Parecía... bueno, un enorme
chiste. Las chicas somos capaces de un ensañamiento que los
muchachos no entienden realmente. Los chicos molestaban a Carrie a
ratos y después la olvidaban, pero ellas... no paraban nunca y ni
siquiera recuerdo cuándo comenzó. Si yo estuviera en lugar de
Carrie, no me atrevería a mostrarme al mundo. Buscaría una gran
roca para esconderme.
—Erais pequeñas —dijo él—. Los niños no saben lo que hacen,
ni siquiera saben que realmente pueden herir los sentimientos de otra
persona. No tienen, digamos, radar. ¿Comprendes?
Ella sintió que luchaba por expresar las ideas que todo esto hacía
surgir en ella porque, de pronto, le pareció que eso era lo
fundamental y que iba más allá del incidente de las duchas como el
cielo va más allá de las montañas.
—¡Pero,
en la práctica, nadie
se entera nunca de que sus actos hieren realmente a otras personas!
La gente no mejora, sólo se hace más lista. Y cuando uno es más
listo no deja de arrancar las alas a las moscas, lo que ocurre es
que, en ese momento, busca mejores razones para hacerlo. Muchos dicen
que sienten lástima por Carrie White —chicas en su mayoríay
eso es para morirse de risa—, pero te
apuesto a que ninguna sospecha lo que significa
ser Carrie White veinticuatro horas al
día. Realmente no les importa.
—¿Te importa a ti?
—No lo sé —gritó—. Pero alguien debería tratar de
compadecerla de alguna manera correcta..., de alguna manera que
signifique algo.
—De acuerdo. La invitaré.
—¿Lo harás? —preguntó Sue, con sorprendida incredulidad. No
había pensado que él accedería.
—Sí. Pero creo que me va a decir que no. Creo que sobreestimas mi
atractivo. Eso de la popularidad son tonterías. Es una obsesión que
tú tienes.
—Gracias —dijo ella y sonó extraño, como si acabara de dar las
gracias a un inquisidor que la había torturado.
—Te amo —dijo él.
Ella lo miró sobresaltada. Era la primera vez que lo decía.
De
Me llamo Susan Snell, pág. 6:
Hay mucha gente —hombres en su mayoría— a la que no sorprende
que yo pidiera a Tommy que invitara a Carrie al baile de fin de
curso. Pero si los sorprende que él lo hiciera, lo cual muestra que
la mente masculina espera muy poco de los miembros de su mismo sexo
en lo que se refiere a altruismo.
Tommy la llevó porque me amaba y porque eso era lo que yo deseaba.
¿Cómo, pregunta el escéptico desde la platea, sabía usted que él
la amaba? Porque me lo dijo, señor. Y si lo hubiese conocido, esto
también habría sido suficiente para usted...
La invitó un jueves, después del almuerzo, y se dio cuenta de que
se sentía tan nervioso como un chico que asiste a su primera fiesta.
Estaba sentada cuatro hileras más allá de donde él se encontraba
en la hora de estudio y, cuando hubo terminado, se dirigió hacia
ella atravesando la gran cantidad de cuerpos que se precipitaban
hacia la salida. Junto al escritorio del profesor, el señor
Stephens, un hombre alto que empezaba a engordar, doblaba sus papeles
y los guardaba en un maletín color marrón pardusco.
—¿Carrie?
—¿Ah?
Levantó la vista y se echó hacia atrás con un gesto alarmado, como
si esperara un golpe. El día estaba cubierto y las luces
fluorescentes del techo no favorecían, particularmente su pálido
rostro. Pero él vio por primera vez (porque, en realidad, era la
primera vez que la miraba) que estaba muy lejos de parecer repelente.
Su cara era más bien redonda y sus ojos eran tan oscuros que
parecían proyectar una sombra bajo los párpados, como dos
magulladuras. Llevaba el cabello, rubio pardusco, peinado hacia atrás
y prendido en un moño que no le favorecía. Los labios eran gruesos,
casi exuberantes, los dientes de un tono blanco natural. Su cuerpo
resultaba en gran parte difícil de determinar. Un amplio jersey
ocultaba su pecho, con excepción de dos pequeñas protuberancias
simbólicas. Llevaba una falda de bonitos colores, pero, de todos
modos, su aspecto era horrible: le caía hasta la mitad de la pierna
en el estilo del año 1958 y se abría hacia los lados en una extraña
y desgarbada forma de «A». Tenía bonitas pantorrillas, fuertes y
redondeadas (el intento de ocultarlas bajo unos gruesos calcetines
largos resultaba estrafalario y no conseguía su objetivo).
Miraba con una expresión que era levemente temerosa y levemente algo
más. El comprendió; estaba seguro de que sabía qué era ese algo
más. Sue tenía razón, y este hecho le hizo pensar, por un momento,
si estaba haciendo algo amable o sólo empeorando las cosas.
—Si no te has comprometido para el baile, ¿querrías ir conmigo?
Ella parpadeó y, al hacerlo, sucedió algo extraño. Su duración
pudo no haber sido más que una fracción de segundo, pero después
lo recordó con toda claridad, como sucede con los sueños o la
sensación de haber vivido antes un determinado momento. Sintió un
mareo, como si su mente ya no controlara su cuerpo; la desagradable
sensación de descontrol que asociaba con el exceso en la bebida
hasta sentir el deseo de vomitar.
Luego desapareció.
—¿Qué? ¿Qué?
Por lo menos no estaba enfadada. Él había esperado una breve ráfaga
de furia y, en seguida, un cambio radical. Pero ella no se había
enfadado; parecía incapaz de hacer frente a lo que él le había
dicho. En ese momento habían quedado solos en la sala de estudio,
perfectamente colocados entre el flujo de los estudiantes que se iban
y el reflujo de los que llegaban.
—El baile de fin de curso —dijo él, un poco desconcertado—. Es
el próximo viernes y sé que es un poco tarde para...
—No me gusta que me hagan bromas —replicó ella con suavidad y
bajó la cabeza. Vaciló sólo un segundo y luego pasó junto a él.
Se detuvo, giró y, de pronto, él se dio cuenta de que había
dignidad en ella, una dignidad tan desprovista de afectación que él
dudó de que ella se diera cuenta de que la tenia—. ¿Creéis que
me vais a tomar el pelo toda la vida? Sé con qué chica sales tú.
—Nunca salgo con quien no deseo hacerlo —dijo Tommy
pacientemente—. Te estoy invitando porque quiero hacerlo.
Sabía que, en último término, ésa era la verdad. Sue estaba
haciendo un gesto de expiación, pero sólo en forma indirecta.
Comenzaron a entrar los alumnos que asistían a la hora siguiente, y
algunos los observaban con curiosidad. Dale Ullman dijo algo a un
muchacho que Tommy no conocía y ambos se rieron disimuladamente.
—Ven —dijo Tommy. Salieron al vestíbulo.
Habían realizado la mitad del trayecto hacia el Ala IV —en
dirección contraria al aula de él caminando juntos, aunque quizá
sólo por casualidad, cuando ella dijo en una voz muy baja que casi
no se le oía.
—Me encantaría ir. Me encantaría.
El era bastante perspicaz como para darse cuenta de que no se trataba
de una aceptación y, una vez más, le asaltó la duda. En todo caso,
ya lo había comenzado.
—Hazlo entonces. Será bueno. Para los dos. Nos encargaremos de
eso.
—No —replicó ella. Viendo su expresión triste y pensativa,
alguien podría haber pensado equivocadamente que era hermosa—.
Será una pesadilla.
—No he comprado las entradas —dijo él como si no hubiese
escuchado—. Hoy es el último día que las venden.
—Oye, Tommy. —gritó Brent Gillian—, vas equivocado; el aula
está al otro lado.
Ella se detuvo.
—Vas a llegar retrasado.
—¿Irás?
—Tu clase —dijo ella, llena de inquietud—. Tu clase. Va a sonar
el timbre.
—¿Irás?
—Sí —respondió ella con desanimada ira—. Sabías que yo lo
haría.
Bruscamente se pasó el dorso de la mano por los ojos.
—No —replicó él—, pero ahora lo sé. Pasaré a buscarte a las
siete y media.
—De acuerdo —murmuró—. Gracias.
Pareció que se iba a desmayar.
Y entonces, con una tremenda incertidumbre, él le tocó la mano.
De
Explosión en las Sombras, págs.
74-76:
Es probable que ningún otro aspecto de este episodio de la historia
de Carrie White haya sido tan mal interpretado, tan analizado a la
luz de impresiones tardías y tan rodeado de misterio como la parte
que le correspondió a Thomas Everett Ross, el malogrado estudiante
que acompañó a Carrie al baile de la escuela.
Morton Cratzchbarken, en una conferencia reconocidamente
sensacionalista que pronunció el año pasado durante el Coloquio
Nacional sobre Fenómenos Psíquicos, manifestó que los dos sucesos
más anonadantes del siglo XX han sido al asesinato de John F.
Kennedy, en 1963, y la destrucción de Chamberlain, Maine, en mayo de
1979. Cratzchbarken señala que ambos hechos llegaron directamente al
público a través de medios de comunicación de gran alcance y ambos
habían casi gritado el hecho aterrador de que mientras algo había
terminado, otra cosa se había puesto en marcha en forma irrevocable,
para bien o para mal. Si se me permite hacer la comparación,
entonces, Thomas Ross desempeñó el papel de Lee Harvey Oswald: el
elemento desencadenante en una catástrofe. Nos queda preguntarnos:
¿lo hizo a sabiendas?
Susan Snell, según propia confesión, debía haber asistido al baile
anual acompañada por Ross. Ella afirma que insinuó a Ross que
llevara a Carrie como acto reparador por su participación en el
incidente de las duchas. Los que rechazaban esta historia,
encabezados recientemente por George Jerome, de Harvard, afirman que
se trata de una distorsión sumamente romántica o de una abierta
mentira. Jerome sostiene en forma enfática y elocuente que
difícilmente podemos considerar típico de un adolescente el deseo
de “expiar” por algo, particularmente por una ofensa contra uno
de sus iguales que ha sido condenado al ostracismo por un grupo.
“Resultaría
muy edificante para todos si pudiéramos creer que la naturaleza
humana en su adolescencia es capaz de salvar, con un gesto de ese
tipo, el orgullo y la propia consideración del pájaro que está
situado más abajo en la escala ornitológica —ha dicho Jerome en
un reciente número de The Atlantic
Monthly—, pero nosotros tenemos otro
punto de vista. El pájaro que cae nunca se ha visto tiernamente
auxiliado por sus congéneres; más bien, por el contrario, se lo
despacha en forma rápida y despiadada”.
Jerome, por supuesto, tiene toda la razón —en todo caso en lo que
se refiere a los pájaros— y es indudable que su elocuencia es en
gran parte responsable del auge de la teoría del “bromista” que
la Comisión White analizó pero no llegó a formular. Según esta
teoría, Ross y Christine Hargensen (ver págs. 10-18) eran los
responsables de una vaga conspiración para llevar a Carrie White al
baile y, una vez allí, completar su humillación. Algunos teóricos
(escritores de novelas policíacas en su mayoría) también afirman
que Susan Snell participó activamente en esta maquinación. Eso da
al señor Ross el peor de los papeles, el del autor de bromas pesadas
que lleva deliberadamente a una chica inestable a una situación de
extrema tensión.
Por lo que se sabe de la personalidad del señor Ross, este autor no
cree que eso sea probable. Ésta es una faceta que ha permanecido en
gran medida sin ser explorada por sus detractores, que lo han
descrito como un atleta anodino que afirmaba su personalidad en su
camarilla; la expresión “cretino en forma” resume perfectamente
este punto de vista sobre Tommy Ross.
Es cierto que Ross era un atleta dotado de una capacidad superior a
la del promedio. Entre todos, se distinguía en el béisbol y
pertenecía al equipo seleccionado de Ewen desde su segundo año.
Dick O'Connell, director general de los “Boston Red Sox”, ha
señalado que se habría ofrecido a Ross una importante prima para
que firmara un contrato, de haber vivido, por supuesto.
Pero
Ross también era un estudiante que obtenía las más altas
calificaciones (lo que difícilmente concuerda con la imagen del
“cretino en forma”) y sus padres han dicho que había decidido
que el béisbol profesional tendría que esperar hasta el término de
sus estudios universitarios; esperaba obtener un título en Inglés.
Entre sus intereses estaba la poesía: un poema suyo, escrito seis
meses antes de su muerte, fue publicado en una prestigiosa
“revistita” llamada Everleaf.
Aparece incluido en el Apéndice V.
Los compañeros de curso que le sobrevivieron también hablan de él
en forma muy elogiosa, y esto no deja de ser significativo. Sólo
hubo doce sobrevivientes de lo que la Prensa popular ha dado en
llamar “la noche funesta”. Los que no asistieron fueron en gran
parte los estudiantes menos populares de la escuela. Si estos
“proscritos” lo recuerdan como una persona amistosa y afable
(algunos lo describieron como “un tío fabuloso”), ¿no parece
que la tesis que sostiene el profesor Jerome pierde consistencia?
Los antecedentes escolares de Ross —que no pueden ser fotocopiados
aquí, respetando una ley estatal que lo prohíbe— reunidos gracias
a los recuerdos de sus compañeros de curso y de los comentarios de
parientes, vecinos y profesores, forman la imagen de un joven
extraordinario. Este es un hecho que difiere por completo del cuadro
que nos presenta el profesor Jerome: un perdonavidas astuto con una
gran dependencia de sus compañeros de pandilla. Parece que tenía
una notable tolerancia en relación con los insultos verbales y la
suficiente independencia del grupo como para invitar a Carrie, en
primer lugar. De hecho, Tommy Ross parece haber sido un caso algo
insólito: un joven con conciencia social.
No trataremos aquí de decir que fue un santo, no hay por qué
hacerlo. Pero mis intensas investigaciones me han convencido en el
sentido de que no era una gallina en el corral de una escuela
pública, que contribuía estúpidamente a la ruina de un ser más
débil...
Yacía
(no le tengo miedo a ella no le tengo miedo)
en su cama con un brazo colocado sobre sus ojos. Era el sábado por
la noche. Si iba a hacerse el vestido que había pensado tendría que
empezar al día siguiente
(no tengo miedo mamá)
a más tardar. Ya tenía el género; lo había comprado en “John's”,
en Westover. Su pesada suntuosidad de terciopelo plegado la asustaba.
El precio también la había asustado y asimismo se había sentido
intimidada por las dimensiones del local, las elegantes damas que
circulaban por todos lados con sus delgados vestidos primaverales y
que examinaban piezas de tela. Había algo extraño en la atmósfera,
y su eco se sentía por todos lados, algo que estaba a un mundo de
distancia del “Woolworth's” de Chamberlain donde normalmente
compraba sus telas.
Se sentía intimidada, pero no paralizada. Porque, si quisiera,
podría arrojarlas a todas chillando a la calle. Maniquíes que se
caían, instalaciones eléctricas que se desprendían, rollos de tela
lanzados por el aire desenrollándose como serpentinas. Al igual que
Sansón en el templo, podía hacer llover la destrucción sobre sus
cabezas, si quería.
(no tengo miedo)
El paquete estaba escondido en un estante en el sótano. Lo iba a
sacar. Esa noche.
Abrió los ojos.
Doblégate.
El escritorio se elevó en el aire, se estremeció un momento y luego
se alzó casi hasta tocar el techo. Lo bajó. Lo subió. Lo bajó.
Luego la cama, incluyendo su propio peso. Arriba. Abajo. Arriba.
Abajo. Como un ascensor.
Casi no experimentaba ningún cansancio. Bueno, un poco. No
demasiado. La capacidad, casi perdida dos semanas atrás, estaba en
plena forma. Había progresado a una velocidad que era...
Bueno, casi aterradora.
Y en ese momento, aparentemente sin ser llamados —como el
conocimiento de la menstruación— habían acudido una serie de
recuerdos, como si se hubiese derrumbado una represa mental para que
extrañas aguas pudieran salir a borbotones. Eran los recuerdos vagos
y distorsionados de una pequeña, pero de todos modos muy reales. Los
cuadros que bailaban en las paredes, las llaves que abrían desde el
otro extremo del cuarto; su madre que le pedía
(Carrie, cierra las ventanas que va a llover)
que hiciera algo y las ventanas que se cerraban con un golpe en toda
la casa; el día que desinfló simultáneamente las cuatro ruedas del
“Volkswagen” de la señora Macaferry; las piedras...
(¡¡¡¡¡¡no no no no!!!!!!)
pero
ya no podía apartar de su memoria el recuerdo, como tampoco podía
rechazar el flujo menstrual, y ese recuerdo no es difuso, no,
ése no; ése se muestra con brillante
crudeza, como el contorno anguloso de un rayo: la pequeña
(mamá suéltame mamá no puedo respirar mi garganta oh mamá me
arrepiento de haber mirado oh mi lengua sangre en mi boca)
la pobre pequeña
(chillando: puerca ya sé cómo eres ya sé lo que tengo que hacer
contigo)
la pobre pequeña tendida en el umbral del armario, con la mitad del
cuerpo fuera de él, viendo estrellas negras que bailaban sobre las
cosas, con un dulce y lejano zumbido, la lengua hinchada asomada
entre los labios, el cuello ceñido con un anillo de piel abultada y
escocida donde su madre había intentado estrangularla y que luego
volvía, que volvía por ella, mamá tenía el cuchillo carnicero de
papá
(arrancarlo tengo que arrancar el mal la indecencia pecados de la
carne sé lo que es eso los ojos arrancarte los ojos)
en su mano derecha, la cara de mamá contraída, agitándose, el
mentón cubierto de baba, con la Biblia de papá en la izquierda
(nunca volverás a mirar esa desnudez perversa)
y
algo se desencadenó, no se desencadenó sino se
DESENCADENÓ algo enorme, sin forma,
titánico, un manantial de poder que ya no era suyo en ese momento y
nunca volvería a serlo, y entonces algo se estrelló contra el techo
y mamá dio un grito y la Biblia de papá cayó al suelo y eso fue
bueno y luego más golpes y ruidos y
entonces los muebles de la casa empezaron a volar en todas
direcciones y mamá dejó caer el cuchillo y se hincó y comenzó a
rezar, levantando los brazos al cielo y balanceándose sobre las
rodillas, mientras las sillas se disparaban por el vestíbulo y en el
piso superior se volcaban las camas y la mesa del comedor que se
atascaba al intentar pasar por una ventana y luego los ojos de mamá
que se agrandaban enloquecidos, desbordantes y su dedo apuntaba a la
pequeña
(eres tú eres tú engendro del diablo bruja endemoniada tú lo estás
haciendo)
y entonces cayeron las piedras y mamá se había desmayado con el
crujido y el estrépito que era como las pisadas de Dios y después...
Después ella también se había desmayado. No había más recuerdos.
Mamá no habló de eso. El cuchillo volvió a su lugar en el cajón.
Mamá curó las azuladas magulladuras de su cuello y Carrie pareció
recordar que le había preguntado a su madre cómo se las había
hecho y que su madre había apretado los labios sin decir nada. Poco
a poco, todo se olvidó. El ojo de la memoria sólo se abría en
algunos sueños. Los cuadros ya no bailaron en las paredes. Las
ventanas no se cerraban solas. Carrie no recordaba que las cosas
pudiesen haber sido diferentes. No, hasta ese momento.
Estaba tendida en la cama, mirando el techo, sudaba.
—¡Carrie! ¡La cena!
—Gracias,
(no tengo miedo)
mamá.
Se levantó y se puso una cinta color azul oscuro en el pelo. Luego
bajó.
De
Explosión en las Sombras, pág. 59:
¿Hasta qué punto se manifestaba este “fantástico talento” y
qué pensó de él, según su exagerada ética cristiana, Margaret
White? Probablemente nunca lo sabremos. Pero uno se siente inclinado
a pensar que la reacción de la señora White debió de ser
extrema...
—No has probado la tarta, Carrie —dijo la madre, levantando la
vista del panfleto que había estado examinando mientras bebía su
taza de té “Constant Comment”—. Está hecha en casa.
—Me hace salir granos, mamá.
—Tus granos son una manera que tiene el Señor de castigarte.
Vamos, cómete la tarta.
—¿Mamá?
—¿Sí?
Carrie se lanzó al vacío.
—Tommy Ross me ha invitado al baile de fin de año...
El panfleto quedó olvidado. Su madre la miraba con ojos desmesurados
cuya expresión decía claramente: Mis oídos me engañan. Las
ventanillas de la nariz se le dilataron como las de un caballo que ha
oído el, seco castañeteo de una serpiente de cascabel.
Carrie trató de tragar algo que le obstruía la garganta y sólo
(no tengo miedo oh sí lo tengo)
lo consiguió en parte.
—... y él es muy buen chico. Me prometió que pasaría a saludarte
antes de irnos y...
—No.
—... traerme de vuelta a las once. Yo he...
—¡No,
no, y no!
—... aceptado. Mamá, por favor, comprende que tengo que empezar
a... a tratar de habérmelas con el mundo. Yo no soy como tú. Yo soy
rara. Quiero decir que los chicos piensan así. No quiero serlo.
Quiero tratar de ser persona antes de que sea demasiado tarde para...
La señora White arrojó el té en la cara de Carrie.
Sólo estaba tibio, pero no podría haber interrumpido las palabras
de Carrie con mayor rapidez si hubiese estado caliente. Se quedó
petrificada mientras el líquido ambarino chorreaba por sus mejillas
y el mentón, y caía sobre su blusa blanca formando manchas que se
agrandaban. Era pegajoso y tenía olor a canela.
La señora White temblaba. En su rostro paralizado sólo se movían
las ventanillas dé la nariz. Bruscamente echó la cabeza hacia atrás
y gritó hacia el cielo:
—¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!
Parecía morder ferozmente las sílabas. Carrie permanecía inmóvil.
La señora White se levantó y se acercó, rodeando la mesa. Sus
dedos se estremecían y se encorvaban formando garras. Su rostro
mostraba una expresión de locura en la que la compasión se mezclaba
con el odio.
—Al armario —dijo—. Vete al armario y reza.
—No, mamá.
—Chicos. Sí, eso es lo que viene después. Después de la sangre
vienen los chicos. Olfateando como perros, mostrando los dientes y
babeando, tratando de descubrir de dónde viene el olor. ¡Ese...
olor!
Alzó todo el brazo para dar la bofetada y el sonido de la palma de
su mano contra el rostro de Carrie
(oh Dios tengo un miedo horrible)
vibró como el chasquido de una correa. Carrie permaneció sentada,
aunque la parte superior de su cuerpo se tambaleó. La mancha sobre
su mejilla fue primero blanca y luego rojo sangre.
—La marca —dijo la señora White. Sus ojos eran enormes, pero sin
expresión. Respiraba con movimientos rápidos y desesperados.
Parecía hablar consigo misma mientras la garra bajaba hacia el
hombro de Carrie y la empujaba fuera de la silla—. La he visto,
claro que la he visto. Oh, sí. Pero. Yo. Nunca. Lo hice. Sólo él.
Él. Me obligó... —se detuvo. Sus ojos se dirigían hacia el techo
con una mirada vaga. Carrie estaba aterrada. Su madre parecía en
medio de la agonía de una gran revelación que podría destruirla.
—Mamá...
—En
los coches. Oh, sé dónde te abrazan. Las afueras de la ciudad. Los
albergues-de carretera. El whisky. Olfatean...
¡oh, lo huelen en ti! —exclamó y su
voz se convirtió en un grito. Los músculos se le hinchaban en el
cuello y su cabeza giraba hacia arriba en una búsqueda.
—Mamá, es mejor que te calmes.
Eso pareció devolverla bruscamente a alguna difusa realidad. Sus
labios temblaron con una especie de sorpresa rudimentaria y se
detuvo, como si tratara de orientarse en un mundo desconocido.
—Al armario — murmuró—. Vete al armario y reza.
—No.
Su madre levantó la mano para golpearla.
- ¡No!
La mano se detuvo en el aire. La señora White levantó la vista para
mirarla, como para comprobar si todavía la tenía.
El plato de la tarta se separó súbitamente de la bandeja, voló por
la habitación y se fue a estrellar junto a la puerta del living.
—Voy
a ir al
baile, mamá.
La taza vacía se alzó, pasó junto a la señora White y se hizo
pedazos contra la cocina. Ella dio un chillido y cayó de rodillas
con las manos sobre la cabeza.
—Hija del diablo —gimió—. Hija del diablo, engendró de
Satán...
—Mamá, levántate,
—Lascivia y libertinaje, los deseos de la carne...
—¡Levántate!
La voz desfalleció, pero ella se levantó manteniendo las manos
sobre la cabeza, como un prisionero de guerra. Sus labios se movían.
A Carrie le pareció que estaba rezando el Padrenuestro.
—No quiero luchar contra ti, mamá —dijo, y pareció como si su
voz estuviese a punto de disolverse. Se esforzó por recuperar el
control—. Sólo deseo que me dejen vivir mi propia vida. Yo... a mí
no me gusta la tuya.
Se detuvo y no pudo dominar su sensación de horror; había lanzado
la blasfemia capital, mil veces peor que la palabra con “p”.
—Bruja —murmuró su madre—. El libro del Señor dice: “No
permitirás que una bruja viva”. Tu padre continuó la obra del
Señor...
—No
quiero hablar de eso —la interrumpió Carrie. Siempre se inquietaba
cuando su madre se refería a él—. Sólo pretendo que entiendas
que las cosas van a cambiar, mamá. —Sus ojos brillaron—. Será
mejor que Ellos
lo entiendan también.
Pero la señora White volvía a hablar en un susurro, como consigo
misma.
Insatisfecha, con una sensación de anticlímax en la garganta y una
sorda cólera en el estómago, Carrie bajó al sótano a buscar la
tela de su vestido.
Se estaba mejor que en el armario. Eso era cierto. Cualquier cosa era
mejor que el armario con su luz azul y el sofocante olor a
transpiración y su propio pecado. Cualquier cosa. Todo.
Permaneció de pie con el paquete apretado contra el pecho y cerró
los ojos, excluyendo así el débil resplandor de la desnuda bombilla
del sótano cubierta con telarañas. Tommy Ross no sentía nada por
ella; lo sabía. Esa era alguna extraña expiación y podía
comprenderla, podía responder a ella. Desde que tenía uso de razón
había convivido con la idea de la penitencia.
Él
había dicho que sería bueno, que se encargaría de ello. Bien,
ella se encargaría de ello. Y que se
cuiden de no hacer nada. Será mejor que no lo hagan. No sabía si su
capacidad provenía del dios de la luz o del de las tinieblas y en
ese momento, al descubrir finalmente que no le importaba, se sintió
invadida por un alivio casi indescriptible, como si un peso enorme,
arrastrado durante mucho tiempo, hubiese resbalado de sus hombros.
Arriba, la señora White seguía susurrando. No rezaba el
Padrenuestro; era el Exorcismo del Deuteronomio.
De
Me llamo Susan Snell, pág. 23:
Y, por último, incluso hicieron la película. La vi en el mes de
abril. Cuando salí, sentí verdadero asco. Cada vez que sucede algo
importante en los Estados Unidos tenemos que colorearlo y ponerlo en
un marco. De ese modo, uno ya puede olvidarlo. Y olvidarse de Carrie
White puede ser un error gravísimo; nadie parece darse cuenta...
Lunes por la mañana; el director Grayle y el señor Peter Morton el
subdirector, estaban bebiendo café en la oficina del primero.
—¿No se ha sabido nada de Hargensen todavía? —preguntó Morty.
Sus labios se curvaron en una sonrisa maliciosa al estilo John Wayne,
que parecía un poco asustada hacia los bordes.
—Nada. No ha dicho ni pío. Y Christine Hargensen ha dejado de
presumir con eso de que su padre nos iba a poner de patitas en la
calle —contestó Grayle con la cara larga, y sopló su café.
—No parece que estuvieras muy satisfecho.
—No; no lo estoy. ¿Sabías que Carrie White va a asistir al baile?
Morty parpadeó.
—¿Con quién? ¿Con la Urraca?
La Urraca era Freddy Holt, otro de los desplazados de la escuela.
Empapado hasta los huesos, quizá llegara a pesar 45 kg, de los
cuales el observador desprevenido adjudicaría la mitad a su nariz.
—No —respondió Grayle—. Con Tommy Ross.
Morty se atragantó con el café y sufrió un ataque de tos.
—Yo tuve la misma impresión —comentó Grayle.
—¿Y qué pasa con su novia, la chica Snell?
—Creo que ella lo metió en esto —dijo Grayle—. Ciertamente que
parecía sentirse muy culpable por lo de Carrie White cuando hablé
con ella. Ahora está trabajando con el comité de decoración,
parece realizada, como si no asistir al baile de fin de curso de su
último año de escuela no fuera nada.
—Oh —dijo Morty prudentemente.
—En cuanto a Hargensen... Creo que debe de haber hablado con
algunas personas y descubierto que, en realidad, podíamos demandarlo
en nombre de Carrie White si queríamos. Creo que decidió cortar por
lo sano. La hija es lo que me preocupa.
—¿Crees que va a ocurrir algo el viernes por la noche?
—No lo sé. Lo que sé es que Chris tiene un montón de amigos que
van a estar allí. Además, ella sale con Billy Nolan y ese chico ya
es un lío; tiene amigos como para llenar un zoológico. De los que
se especializan en asustar a señoras embarazadas. Por lo que he
oído, Chris Hargensen lo tiene cogido por las narices.
—¿Temes algo en concreto?
Grayle hizo un gesto de inquietud.
—¿Concreto? No. Pero conozco demasiado este juego como para no
darme cuenta de que la cosa se presenta mal. ¿Te acuerdas del
partido con el equipo de Stadler en 1976?
Morty asintió. Se necesitaban más de tres años para borrar el
recuerdo del partido Ewen vs. Stadler. Bruce Trevor había sido un
alumno regular, pero era un jugador de baloncesto realmente
fantástico. Gaines, el entrenador, no le tenía simpatía, pero
gracias a Trevor, Ewen iba a ser seleccionado para el torneo del área
por primera vez en diez años. Fue expulsado del equipo una semana
antes del último partido que debía ganar Ewen para clasificarse.
Una inspección rutinaria de los armarios había permitido descubrir
un kilo de marihuana detrás de sus libros de educación cívica.
Ewen perdió el partido y su participación en el torneo por 104-48.
Pero nadie se acordaba de todo eso; lo que todo el mundo recordaba
era el motín que había interrumpido el juego en el cuarto tiempo.
El tumulto, dirigido por Bruce Trevor, quien con toda razón afirmaba
que le habían hecho una mala jugada, terminó, en definitiva, con
cuatro personas en el hospital. Una de ellas fue el entrenador del
equipo de Stadler, quien había sido golpeado en la cabeza con un
botiquín.
—Tengo esa sensación —dijo Grayle—. Un presentimiento. Alguien
se va a presentar con un montón de manzanas podridas o algo
parecido.
—A lo mejor tienes poderes extrasensoriales —dijo Morty.
De
Explosión en las Sombras, págs.
92-93:
Actualmente,
casi todo el mundo está de acuerdo con que el fenómeno de la
telekinesia tiene caracteres genéticos recesivos. Pero es lo opuesto
de una enfermedad como la hemofilia, que se hace manifiesta sólo en
los varones. En esta enfermedad, llamada en un tiempo “el mal de
los reyes”, el gen tiene carácter recesivo en la mujer, y ella no
sufre ningún daño. Los descendientes varones, en cambio, son
“hemorrágicos”. Esta enfermedad se propaga sólo si un hombre
que la padece se casa con una mujer que sea portadora del gen
recesivo. Si el vástago de esa unión es varón, será un niño
hemofílico; si es mujer, será portadora del gen. Debemos insistir
en que el gen de la hemofilia puede
existir en forma recesiva en un hombre como parte de su constitución
genética. Pero, si se casa con una mujer que porte el mismo gen
proscrito, se puede producir un caso de hemofilia si el vástago es
hombre.
En las familias reales, donde los matrimonios entre parientes eran
comunes, existían muchas posibilidades de que el gen se propagara
una vez que entraba en el árbol genealógico; de ahí el nombre “Mal
de los reyes”. La hemofilia se dio también, en proporción
significativa, en los Apalaches, durante la primera parte del siglo,
y se la advierte con frecuencia en aquellas culturas en las que el
incesto y el matrimonio entre primos son corrientes.
En la telekinesia, el varón aparece como portador; el gen también
puede encontrarse en forma recesiva en la mujer, pero el dominante se
da sólo en las mujeres. Parece que Ralph White era portador del gen.
Margaret Brigham, por pura coincidencia, llevaba también el signo
genético proscrito, pero podemos tener la seguridad de que era
recesivo, puesto que no se ha encontrado ningún dato que indique que
tenía poderes telekinésicos parecidos a los de su hija. Actualmente
se están haciendo investigaciones sobre la vida de la abuela de
Margaret Brigham, Sadie Cochran. Porque si la pauta de genes
dominantes y recesivos rige para la telekinesia en la misma forma que
para la hemofilia, la señora Cochran debe de haber tenido el gen
telekinético dominante.
Si el descendiente del matrimonio White hubiese sido hombre,
habríamos tenido otro portador. Existen grandes posibilidades de que
la mutación hubiese desaparecido con él, puesto que ni Ralph White
ni Margaret Brigham tenían primos de una edad apropiada como para
que se casara con el teórico hijo varón del matrimonio. Y las
posibilidades de casarse al azar con una mujer que tuviese el gen son
mínimas. Ninguno de los equipos que estudian este problema ha podido
aislar el gen.
No cabe duda de que, a la luz del holocausto de Maine, aislar el gen
debe convertirse en la primera prioridad de la investigación médica.
La hemofilia o gen H, produce un descendiente varón que padece una
insuficiencia de plaquetas en la sangre. La telekinesia o gen TK,
produce verdaderos tifones femeninos capaces de destruir casi a
voluntad...
Miércoles por la tarde.
Susan
y catorce alumnos más —el comité de decoración, nada menos—
estaban trabajando en el enorme mural que sería colgado detrás de
las dos plataformas idénticas instaladas para las orquestas. El tema
era Primavera en Venecia. (Sue se preguntaba quién elegiría esos
temas tan falsos y rebuscados. Hacía cuatro años que era alumna de
Ewen, había asistido a dos bailes y todavía no lo sabia. Y por
último, ¿para qué necesitaban
un maldito tema? ¿Por qué simplemente no hacer un baile sin tanta
etiqueta y acabar de una vez?) George Chizmar, el alumno de más
talento artístico de Ewen, había realizado un pequeño bosquejo con
tiza, que mostraba unas góndolas en un canal al atardecer y un
gondolero con un enorme sombrero de paja apoyado sobre la caña del
timón, mientras un magnífico resplandor en tonos rojos, anaranjados
y rosa brillaba en el cielo y en el agua.
Era muy hermoso, sin duda. Había
repetido el contorno del dibujo sobre un gran lienzo de 6 x 4 m. y
numerado las distintas secciones correspondientes a los diversos
matices de color. Y, en ese momento, el comité estaba pacientemente
dedicado a colorearlo, como niños a gatas sobre una página enorme
de un gigantesco libro para pintar. Con todo —pensó Sue mientras
se miraba las manos y los brazos cubiertos de tiza color rosa—, iba
a ser el más hermoso de los bailes que se habían realizado.
Helen Shyres, que trabajaba a su lado, se sentó en cuclillas, se
estiró y cuando su espalda produjo un leve crujido, lanzó un
gemido. Se apartó un mechón de pelo de la frente con el dorso de la
mano y se dejó una mancha rosa.
—No
sé cómo
diablos me convenciste para que me metiera en esto.
—Quieres
que todo sea muy bonito, ¿verdad? —dijo Sue imitando a la señorita
Geer, la solterona que dirigía el comité de decoración (también
conocida como la señorita Bigotes).
—Sí, pero ¿por qué no el comité de bebidas o el de festejos? Se
usa más la mente y una no tiene que romperse las espaldas; la mente
es mi especialidad. Además, tú ni siquiera vas a... —comenzó,
pero se tragó las últimas palabras.
—¿Asistir? —completó Susan, y encogiéndose de hombros, volvió
a coger la tiza. Sentía un monstruoso calambre en la mano—. No,
pero, de todos modos, quiero que salga bien. —Añadió
tímidamente—: Tommy va a asistir.
Siguieron trabajando en silencio durante un rato y luego Helen se
detuvo nuevamente. No había nadie cerca de ellas; la próxima era
Holly Marshall, que coloreaba la quilla de la góndola en el otro
extremo del mural.
—¿Puedo preguntarte una cosa, Sue? preguntó finalmente Helen—.
Santo Dios, todo el mundo habla de eso.
—Por supuesto —respondió Sue. Dejó de pintar y dobló la mano—.
Quizá debería contárselo a alguien para que la historia quede
clara. Yo le pedí a Tommy que llevara a Carrie. Espero que eso la
haga salir un poco de sí misma..., que eche abajo algunas de las
barreras. Creo que se lo debo.
—Después de eso, ¿dónde quedamos todas las demás? —preguntó
Helen sin rencor.
Sue se encogió de hombros.
—Cada una tiene que decir qué actitud va a tomar respecto a lo que
hicimos, Helen. Yo no puedo tirar piedras. Pero no quiero que la
gente crea que me estoy, eh...
—¿Haciendo de mártir?
—Algo así.
—¿Y Tommy aceptó? —preguntó Helen. Ésa era la parte que más
le fascinaba.
—Sí —respondió Sue sin dar más detalles. Después de una
pausa, agregó—: Supongo que los otros chicos piensan que soy
presumida.
Helen reflexionó un momento.
—Bueno... todos hablan de eso. Pero la mayoría todavía piensa que
no hay nada malo contigo. Como tú misma me decías, tomas tus
propias decisiones. Sin embargo, existe una pequeña facción
disidente. —Sonrió con tristeza.
—¿El grupo de Christine Hargensen?
—Y el de Billy Nolan.
—No me tiene mucha simpatía —dijo Sue, y la afirmación era, al
mismo tiempo, una pregunta.
—Susie, te odia a muerte.
Susan asintió, sorprendida al descubrir que la idea la angustiaba y
la provocaba al mismo tiempo.
—Oí decir que su padre iba a poner un pleito a la escuela, y luego
había cambiado de parecer —dijo.
Helen se encogió de hombros.
—No se ha hecho de muchos amigos con todo eso —comentó—. No sé
qué nos pasó, no sé qué le pasó a cada una de nosotras. Ya no sé
ni lo que quiero.
Siguieron trabajando en silencio. En el otro extremo de la sala, Don
Barret instalaba una escalera y se preparaba para adornar con papel
crepé las vigas de acero que cruzaban el techo.
—¡Mira! —exclamó Helen—. Ahí va Chris.
Susan levantó la vista justo a tiempo para verla entrar en el
cuchitril que servía de oficina, junto a la entrada del gimnasio.
Llevaba unos ceñidos pantalones de terciopelo color vino y una blusa
blanca que parecía de seda —sin sujetador, a juzgar por la manera
en que las cosas se movían en la parte delantera—, el sueño de un
viejo verde, pensó agriamente Sue, y luego se preguntó qué podría
estar haciendo Chris en el lugar en que el comité del baile había
instalado su tienda. Por supuesto que Tina Blake estaba en el comité
y ambas eran uña y carne. Basta ya, se reprendió a sí misma.
¿Acaso quieres verla vestida de penitente y con cenizas en la
cabeza? Reconoció que sí. Una parte de ella quería exactamente
eso.
—¿Helen?
—¿Hummm?
—¿Estás planeando algo?
En el rostro de Helen apareció una máscara de reserva.
—No lo sé —dijo, y su voz sonó ligera, con una inocencia
exagerada.
—Ah —dijo Sue con tono neutro.
(sabes algo: reconócelo, maldita sea, y ten el valor de actuar por
ti misma)
Siguieron pintando y ninguna volvió a hablar. Sabía que las cosas
no andaban tan bien como Helen afirmaba. No podía ser; a los ojos de
sus compañeros ya nunca volvería a ser la misma chica que
admiraban. Había hecho algo irrefrenable y peligroso: había roto la
apariencia y mostrado la cara.
El último sol de la tarde, tibio como aceite y dulce como la
infancia, penetró oblicuo por las altas y brillantes ventanas del
gimnasio.
De
Me llamo Susan Snell, pág. 40 .
Puedo comprender algunos de los elementos que deben de haber
preparado la situación que se produjo en el baile. Aunque resulte
horrible, comprendo que una persona como Billy Nolan, por ejemplo,
haya podido entrar en el juego. Chris Hargensen lo tenía cogido de
las narices —por lo menos la mayor parte del tiempo—. Y Billy
arrastraba a sus amigos con la misma facilidad. Kenny Garson, que
abandonó la escuela a los dieciocho años, tenía un nivel de
lectura de tercer año de primaria, comprobado. En sentido clínico,
Steve Deighan era un poco menos que un retrasado mental. Algunos de
los otros estaban fichados por la Policía; uno de ellos, Jackie
Talbot, fue detenido por primera vez a los nueve años por robar
tapacubos de los coches: Si uno tiene la mentalidad de un asistente
social, puede incluso considerar a esta gente como víctimas
lamentables.
Pero... ¿qué podemos decir de la actitud de Chris Hargensen?
Me parece que, en todo momento, su primer y único objetivo fue la
destrucción completa y total de Carrie White...
—No debo hacerlo —dijo Tina Blake sintiéndose incómoda. Era una
chica pequeña, bonita, con una cascada de pelo rojizo. Un lápiz que
llevaba metido entre el cabello le daba un aire de importancia—. Si
Norma vuelve y se entera, se lo contará a las demás.
—Está en el water —dijo Chris—. Vamos.
Un poco sobresaltada, Tina no pudo controlar una risita. De todos
modos, opuso una resistencia simbólica.
—En todo caso, ¿por qué quieres verlo? Tú no puedes asistir.
—Eso no te importa —replicó. Como siempre, parecía desbordante
de mal humor.
—Ahí lo tienes —dijo Tina, y deslizó por el escritorio una hoja
envuelta en plásticos—. Voy a salir a beber una Coca-Cola. Si la
intrusa de Norma Watson vuelve y te sorprende, yo no te he visto.
—De acuerdo —murmuró Chris, ya absorta en el plano del gimnasio
que contenía la distribución para la fiesta. No oyó cuando se
cerró la puerta.
George Chizmar también había dibujado el plano, de modo que era
perfecto. La pista de baile estaba claramente indicada. Dos
plataformas. El estrado donde se coronaría al rey y a la reina,
(me gustaría coronar a esa maldita zorra de Carrie también)
hacia el final de la fiesta. Alineadas a los tres costados de la
pista se encontraban las mesas de los asistentes. Mesas para jugar a
las cartas en realidad, pero cubiertas de papel crepé y cintas; en
cada una había recuerdos de la fiesta, programas de baile y votos
para la elección de rey y reina.
Deslizó una aguzada uña barnizada por las mesas de la derecha,
luego por las de la izquierda. Allí estaban: Tommy R. y Carrie W. De
modo que estaban decididos a hacerlo. Apenas podía creerlo. La
indignación la hizo estremecerse. ¿Creyeron, realmente, que iban a
salirse con la suya? Sus labios se pusieron tensos con un gesto duro.
Miró por encima del hombro. Norma Watson todavía no aparecía por
ninguna parte.
Chris volvió a poner el plano en su lugar y examinó rápidamente el
resto de los papeles que había sido la cubierta, llena de hoyos e
iniciales, del escritorio. Facturas (la mayor parte por el papel
crepé y los clavos), una lista de los padres que habían prestado
las mesas, vales por gastos pequeños, una cuenta de “Star
Printers”, que había impreso los billetes para el baile, una
muestra del voto que se emplearía en la elección de rey y reina.
¡Una papeleta! La cogió bruscamente.
Nadie debía ver la papeleta antes del viernes, cuando todos los
alumnos escucharan los nombres de los candidatos anunciados por los
altavoces. El rey y la reina serían elegidos por los que asistieran
al baile, pero las papeletas en blanco para elegir candidatos habían
circulado por la escuela con casi un mes de antelación. Se suponía
que los resultados eran secretos de Estado.
Existía entre los estudiantes un creciente movimiento que pretendía
eliminar toda esa historia del rey y la reina —algunas de las
chicas afirmaban que era degradante para la mujer, los chicos
pensaban simplemente que era una idiotez y que, además, resultaba
incómodo—. Había muchas posibilidades de que ése fuera el último
año en que el baile sería de etiqueta y con todas sus
características tradicionales.
Pero, para Chris, ése era el único año que le importaba. Miró
fijamente la papeleta con ávida intensidad.
George
y Frieda. Deninguna manera. Frieda
Jackson era judía.
Peter
y Myra. Tampoco. Myra pertenecía al
grupo de mujeres ideal para suplantar a la raza caballar. No serviría
ni aunque la eligieran. Además, era tan atractiva como el trasero de
una yegua.
Frank
y Jessica. Muyposible. Frank había
logrado participar en el equipo de fútbol “All New England” ese
año, pero Jessica era otro de esos pedos de canario con más granos
que seso.
Don
y Helen. Ni pensarlo. A Helen Shyres no
la elegirían ni para sacar a pasear los perros.
Y
la última pareja: Tommy y Sue.
Sólo que, por supuesto, habían rayado el nombre de Sue y habían
escrito el de Carrie. ¡Esa era una pareja con la que se podía hacer
algo! Una risa extraña la invadió y se puso la mano en la boca para
que no se manifestara.
Tina entró a toda prisa.
—¿Demonios, Chris, todavía estás aquí? ¡Que ya viene!
—No te acalores, chica —dijo Chris y volvió a poner los papeles
sobre el escritorio. Todavía sonreía cuando salió y se detuvo a
hacer un burlón saludo a Sue Snell, que movía su esquelético culo
sobre ese estúpido mural.
En el vestíbulo exterior, revolvió en su bolso en busca de una
moneda, la puso en el teléfono y llamó a Billy Nolan.
De
Explosión en las Sombras , págs.
100-101:
Uno se preguntaba hasta qué punto se planificó la ruina de Carrie
White: ¿hubo un plan cuidadosamente preparado, ensayado y revisado
muchas veces, o fue sólo algo que ocurrió de un modo más bien
improvisado?
...Me inclino por la segunda idea. Sospecho que Chris Hargensen era
el cerebro del asunto, pero, al mismo tiempo, creo que tenia una idea
muy nebulosa sobre cómo se podía cargar a una chica como Carrie.
Sospecho que fue ella quien sugirió a William Nolan y sus amigos que
hicieran el viaje a la granja de Irwin Henty en North Chamberlain. La
imagen del resultado de ese viaje debió de ser muy atractiva para
una persona con un distorsionado sentido de la justicia poética,
estoy seguro...
El coche subió chirriando por el Stack End Road, en North
Chamberlain, a una velocidad de 100 Km. por hora que resultaba
sumamente peligrosa en ese resbaladizo camino sin pavimentar. De vez
en cuando, una rama que colgaba muy baja, cubierta de hojas
primaverales, rozaba el techo del “Biscayne” 1961, que estaba
oxidado, tenía los parachoques abollados, levantado en la parte
trasera y equipado con extraños amortiguadores. Uno de los faros no
funcionaba y el otro parpadeaba en la oscuridad de la medianoche cada
vez que el coche se encontraba con un bache muy hondo.
Billy Nolan iba al volante, recubierto con un forro de pelusa color
rosa. Jackie Talbot, Henry Blacke, Steve Deighan y los hermanos
Garson, Kenny y Lou, también se apretujaban dentro. Tres cigarrillos
de marihuana circulaban atravesando la oscuridad interior, como los
lentos e incandescentes ojos de un cancerbero.
—¿Estás seguro de que Henty no está en la granja? —preguntó
Henry—. No tengo ningún deseo de volver a la cárcel. Te hacen
comer mierda.
Kenny Garson que estaba idiotizado hasta la quinta potencia, lo
encontró indescriptiblemente divertido y lanzó una ráfaga de
agudas risitas sofocadas.
—No está —dijo Billy. Incluso esas pocas palabras parecieron
escapársele de mala gana, contra su, voluntad—. Funeral.
Chris había descubierto eso por casualidad. El viejo Henty trabajaba
una de las pocas granjas florecientes en la comarca. A diferencia del
granjero gruñón que tiene un corazón de oro, que es la materia
prima de gran parte de la literatura pastoril, el viejo Henty era tan
despreciable como un mojón de gato. No cargaba la carabina con sal
gema en la época de las manzanas, sino con perdigones. También
había hecho procesar a varios tipos por rateros. Uno de ellos había
sido amigo de estos muchachos, un tío sin suerte que se llamaba
Freddy Overlock. Freddy había sido sorprendido con las manos en la
masa en el gallinero del viejo Henty y había recibido una doble
dosis de perdigones del n° 6 allí donde la espalda pierde su
nombre. Fred había pasado cuatro horas de bruces en una sala de
urgencia maldiciendo como loco, mientras un jovial interno le
arrancaba pequeños perdigones del trasero y los dejaba caer en un
recipiente de acero. Para completar su desgracia se le impuso una
multa de doscientos dólares por robo e intrusión ilegal. La
pandilla de los mugrientos de Chamberlain no sentía ninguna simpatía
por Irwin Henty.
—¿Y dónde está Red? —preguntó Steve.
—Está tratando de meterse en la cama con alguna de las nuevas
camareras de The Cavalier —dijo Billy. Hizo un rápido viraje y,
con un estremecimiento de las ruedas de un lado, el “Biscayne”
tomó veloz el camino que llevaba a la granja de Henty. Red
Trelawney, el ayudante del viejo Henty, era un bebedor empedernido y
manejaba los perdigones tan bien como su patrón—. No volverá
antes de que cierren.
—Maldito riesgo el que corremos sólo por una broma —refunfuñó
Jackie Talbot.
La expresión de Billy se endureció.
—Te puedes ir, si quieres.
—No, no —replicó Jackie apresuradamente. Billy había hecho
aparecer una onza de marihuana para repartir entre los cinco; además,
estaban a 14 kilómetros del pueblo—. Es una broma muy buena,
Billy.
Kenny abrió la guantera, sacó un pequeño y adornado utensilio para
sujetar colillas (de Chris) y colocó allí la de un cigarrillo de
marihuana. Esta operación le pareció sumamente divertida y soltó
una vez más su aguda risita.
Empezaba a pasar velozmente frente a cercos de alambres de púas,
campos recién labrados y letreros que decían “Prohibido el paso”
a ambos lados del camino. En el tibio aire de mayo, el olor de la
tierra fresca se sentía intenso, grávido, dulce.
Al llegar a la cima de una colina, Billy apagó las luces, puso la
palanca de cambio en punto muerto y cerró el contacto. Rodaron, como
un silencioso bulto de metal, hacia la entrada de la granja. Billy
hizo un viraje sin ninguna dificultad, pero perdieron gran parte de
la velocidad al pasar por una pequeña elevación frente a la casa
oscura y vacía. Ya podían ver el enorme establo y, más allá, la
luz de la luna, que brillaba soñadora en la charca para las vacas y
el huerto de manzanos.
En la pocilga, dos puercos introducían sus aplastados hocicos entre
los barrotes. En el establo, una vaca mugió suavemente, quizás en
medio del sueño.
Billy detuvo el coche con el freno de mano —lo cual no era
realmente necesario, puesto que el contacto estaba cerrado, pero le
daba una adecuada apariencia de dominio— y se bajó.
Lou Garson se estiró por encima del hombro de Kenny y sacó algo de
la guantera. Billy y Henry se dirigieron al portaequipajes y lo
abrieron.
—Ese tío desgraciado se va a cagar en los pantalones cuando vuelva
—dijo Steve con silencioso regocijo.
—Por Freddy —dijo Henry mientras sacaba un martillo de
lanzamiento.
Billy no dijo nada, pero por supuesto que no lo hacia por Freddy, que
era un imbécil. Era por Chris Hargensen, tal como todo lo demás, y
había sido desde el día en que ella había bajado majestuosamente
del Olimpo de sus cursos preuniversitarios para acercarse a él y
convertirse en una mujer vulnerable. Por ella habría sido capaz de
asesinar.
Henry probaba el martillo de 5 kilos balanceándolo en una mano. La
pesada masa redonda del extremo producía un sonido sibilante que
tenía un eco siniestro en el aire de la noche. Los otros se
reunieron alrededor de Billy, mientras éste levantaba la tapa de la
nevera portátil y sacaba los dos baldes de acero galvanizado. Los
dedos se entumecían al tocarlos y en algunas partes estaban
cubiertos por una delgada capa de escarcha.
—Listos —dijo.
Los seis se acercaron rápidamente a la pocilga. Su respiración se
hacía más corta con la excitación. Las puercas eran mansas y
dóciles como gatitos y el puerco dormía tumbado en un extremo.
Henry alzó una vez más el martillo, pero esta vea sin convicción.
Se lo entregó a Billy.
—No puedo —dijo con repugnancia—. Hazlo tú.
Billy lo cogió y lanzó una mirada inquisidora a Lou, que tenía el
ancho cuchillo carnicero que había sacado de la guantera.
—Tú tranquilo —dijo Lou y tocó el filo del cuchillo con la yema
del pulgar.
—En el cogote — le recordó Billy.
Lo sé.
Kenny canturreaba y sonreía mientras daba a los animales los restos
de una arrugada bolsa de patatas fritas.
—No se preocupen, cerditos, no se preocupen de nada. Bill les va a
partir la cabeza y ya no tendrán que preocuparse por la bomba
atómica.
Les rascó la erizada barbilla y los animales gruñeron y siguieron
mascando contentos.
Aquí voy —advirtió Billy, y el martillo cayó veloz.
El sonido le recordó la vez en que él y Henry habían lanzado una
calabaza desde el paso superior de Claridge Road, que cruza la
carretera 495 al oeste de la ciudad. Una de las puercas cayó muerta
con la lengua fuera, los ojos todavía abiertos y restos de patatas
fritas en el hocico.
Kenny soltó una risita.
—Ni siquiera alcanzó a eructar.
—Vamos, date prisa Lou —dijo Billy.
El hermano de Kenny se deslizó entre las tablas, levantó la cabeza
de la puerca hacia la Luna —los vidriosos ojos le miraron con negra
atención— y le hizo un tajo. El flujo de sangre fue inmediato y
sorprendente; salpicó a varios de los muchachos y éstos saltaron
hacia atrás dando gritos de repugnancia.
Billy se inclinó, introdujo uno de los baldes y lo colocó bajo el
chorro: Una vez lleno, lo dejó a un lado. El segundo se había
llenado hasta la mitad cuando el flujo disminuyó, goteó un momento
y se extinguió.
—El otro —dijo.
—¡Hombre! —gimió Jackie—. No te basta lo...
—El otro —repitió Billy.
—Eeeeh, marrana — llamó Kenny, sonriendo mientras hacía sonar
la bolsa de patatas vacía.
Después de un momento, la puerca volvió a la verja. El martillo
relampagueó. Se llenó el segundo balde y el resto de la sangre se
derramó por el suelo. Un olor cuproso, fétido, flotó en el aire,
Billy descubrió que se había ensuciado hasta los codos con sangre
de puerco.
Mientras llevaba los baldes hacia el portaequipajes, su mente hizo
una vaga relación simbólica. Sangre de puerco. Eso estaba bien.
Chris tenía razón. Era una buena idea. Todo adquiría cierta
solidez.
Sangre de puerco para los puercos.
Acomodó los baldes en el hielo picado y cerró la tapa de la nevera
portátil.
—Vamos —dijo.
Billy se colocó al volante y soltó el freno de mano. Los cinco
muchachos se reunieron detrás del coche, se apoyaron con el hombro y
el vehículo giró en un estrecho y silencioso círculo; lo llevaron
más allá del establo hacia la cima de la colina, frente a la casa
de Henty.
Cuando, el coche comenzó a rodar solo, corrieron hacia las puertas y
se subieron jadeantes.
El vehículo cogió bastante velocidad como para deslizarse un poco
en el momento en que Billy lo sacaba de la entrada de la granja hacia
el camino. En la base de la colina, puso tercera y soltó el
embrague. El motor dio un tirón, hizo un ruido y empezó a
funcionar.
Sangre de puerco para los puercos. Sí, eso estaba bien. Eso estaba
muy bien. Sonrió y Lou Garson tuvo un sobresalto de sorpresa y
temor. No recordaba haber visto nunca sonreír a Billy Nolan. Tampoco
recordaba que hubiese habido rumores al respecto.
—¿De quién era el funeral al que fue el viejo? —preguntó
Steve.
—De su madre —respondió Billy.
—¿Su madre? —preguntó sorprendido Jackie Talbot. Vaya, debía
ser más vieja que Matusalén.
El agudo cacareo de Kenny quedó flotando en la perfumada oscuridad
que temblaba al borde del verano.
Segunda parte: Noche de fiesta
Se puso el vestido por primera vez la mañana del 27 de mayo, en su
habitación. Había comprado un sujetador especialmente para usarlo
con él; levantaba sus pechos en la forma adecuada (aunque no lo
necesitaban realmente), pero dejaba descubiertas las mitades
superiores. Llevarlo le producía una sensación extraña, irreal,
que era mitad vergüenza, mitad desafiante excitación.
Era un vestido de falda amplia, pero ajustado en la cintura. Sentía
contra su piel la tela pesada y desconocida; se había acostumbrado a
llevar sólo algodón y lana.
La caída del vestido parecía adecuada —o lo sería con los
zapatos nuevos—. Se los puso, se ajustó el escote y se dirigió a
la ventana. Sólo podía ver un irritante reflejo casi fantasmal,
pero parecía que estaba bien. Quizá más tarde pudiera... La puerta
se abrió bruscamente detrás de ella, pero sólo escuchó el golpe
seco y apagado de la cerradura. Se dio vuelta para enfrentarse a su
madre.
Estaba vestida para ir a trabajar; llevaba su jersey blanco, y en una
mano sostenía su bolso negro y en la otra la Biblia de su marido.
Se miraron.
Casi sin darse cuenta, Carrie sintió que su espalda se erguía hasta
quedar muy derecha en medio del temprano sol de primavera que
penetraba por la ventana.
—Rojo —murmuró la señora White—. Debí haberme imaginado que
seria rojo.
Carrie no dijo nada.
—Alcanzo a verte los bultoscochinos. Todo el mundo los verá.
Mirarán tu cuerpo. La Biblia dice...
—Son mis senos, mamá. Toda mujer los tiene.
—Quítate el vestido.
—No.
—Quítatelo, Carrie. Bajaremos juntas y lo quemaremos en el
incinerador y luego rezaremos pidiendo perdón. Haremos penitencia.
—Sus ojos comenzaron a brillar con ese extraño e inconexo celo que
se apoderaba de ella ante sucesos que consideraba como pruebas de
fe—. Yo no iré a trabajar y tú no irás a la escuela. Nos
quedaremos en casa y rezaremos. Pediremos un signo. Nos
arrodillaremos y pediremos el fuego de Pentecostés.
—No, mamá.
Su madre levantó la mano y se pellizcó la cara. Le quedó una marca
roja. Miró a Carrie en busca de una reacción, no encontró ninguna;
curvó la mano derecha hasta formar una garra y se arañó la
mejilla, aparecieron algunos hilos de sangre. Gimoteó y se balanceó
hacia atrás sobre los talones. Sus ojos ardían de exaltación.
—Deja de hacerte daño, mamá. Eso tampoco me va a detener.
Su madre dio un alarido. Empuñó la mano derecha y se golpeó en la
boca. La sangre le manchó los dedos, la miró aturdida y pasó un
dedo ensangrentado por la cubierta de la Biblia.
—Lavados en la sangre del Cordero —susurró—. Muchas veces.
Muchas veces él y yo...
—Vete, mamá.
Levantó, la vista y miró a Carrie con sus ojos refulgentes. Había
una aterradora expresión de ira justiciera grabada en su rostro.
—Nadie
se burla del Señor —murmuró—. Ten la seguridad de que tu pecado
te descubrirá. ¡Quémalo, Carrie! ¡Arranca de tu cuerpo el color
del demonio y quémalo! ¡Quémalo! ¡Quémalo!
¡Quémalo!
La puerta se abrió sola, de un golpe.
—Vete, mamá.
La señora White sonrió. Su boca ensangrentada hizo que su sonrisa
se viera grotesca, torcida.
—Como Jezabel cayó de la torre, así sucederá contigo —dijo—.
Y vinieron los perros y lamieron la sangre. ¡Lo dice la Biblia! Lo
dice...
Sus pies comenzaron a deslizarse por el suelo y los miró perpleja.
Paria como si la madera fuese ahora hielo.
—¡Detén eso! —aulló.
Ya estaba en el vestíbulo. Se aferró a uno de los lados de la
puerta y aguantó un momento; luego sus dedos se soltaron,
aparentemente por sí solos.
—Te quiero, mamá —dijo Carrie con firmeza—. Lo siento.
Se imaginó que la puerta se cerraba y la puerta hizo exactamente
eso, como movida por una ligera brisa. Cuidadosamente, para no
hacerle daño, desasió las manos mentales con las que habla empujado
a su madre.
Momentos después, Margaret daba fuertes golpes en la puerta. Carrie
la mantuvo cerrada; sus labios temblaban.
—¡Llegará el Juicio Final! —deliraba—. ¡Yo me lavo las
manos! ¡Hice lo posible!
—Eso lo dijo Pilatos —murmuró Carrie.
Su madre se alejó. Un minuto después, Carrie la vio bajar por el
sendero y cruzar la calle camino de su trabajo.
—Mamá —dijo suavemente y apoyó la frente en el vidrio.
De Explosión en las Sombras, pág. 129:
Antes de comenzar un análisis detallado de lo que ocurrió la misma
noche de la fiesta, valdría la pena resumir lo que sabemos de Carrie
White como persona.
Sabemos que era víctima de la obsesión religiosa de su madre.
Sabemos que tenía una capacidad telekinética latente, comúnmente
de signada con las iniciales TK. Sabemos que este así llamado
“talento insólito” es, en realidad, un rasgo hereditario
producido por un gen normalmente recesivo y que rara vez se lo
encuentra. Se sospecha que la capacidad telekinética pueda tener
naturaleza glandular. Sabemos que Carrie hizo por lo menos una
demostración de su capacidad cuando era una pequeña, al encontrarse
en una situación extrema de culpa y tensión. Sabemos que una
segunda situación de este tipo se originó en un confuso incidente
en las duchas de la escuela. Algunos han presentado la teoría
(especialmente William G. Throneberry y Julia Givens, de la
Universidad de Berkeley) de que el resurgimiento de la capacidad
telekinética en ese momento tuvo su origen tanto en factores
psicológicos (la reacción de las otras chicas y la de la misma
Carrie ante su primer periodo menstrual) y fisiológico (la llegada
de la pubertad).
Y, finalmente, sabemos que la noche del baile de fin de curso, se
produjo una tercera situación de tensión que originó los terribles
sucesos que empezaremos a analizar ahora. Comenzaremos con...
(no me siento nerviosa no me siento nerviosa en lo más mínimo)
Tommy había pasado más temprano a dejarle las flores para su
vestido y en ese momento las estaba prendiendo ella misma en el
hombro de su traje. No estaba su madre, por supuesto, para hacerlo
por ella y cerciorarse de que quedaban bien colocadas. Su madre se
había encerrado en la capilla y había permanecido allí durante las
últimas dos horas, rezando en forma histérica. Su voz subía y
bajaba en ciclos aterradores, incoherentes.
(lo siento mamá pero no lo lamento)
Cuando quedó satisfecha con la forma en que habían quedado las
flores, dejó caer los brazos y permaneció un momento inmóvil con
los ojos cerrados. No había ningún espejo de cuerpo entero en la
casa,
(vanidad de vanidades todo vanidad)
pero pensó que todo estaba bien. Tenia que estarlo. Tenía...
Abrió los ojos. El reloj de cuco de la Selva Negra, comprado con
cupones, indicaba las siete y diez.
(vendrá dentro de veinte minutos)
¿Vendría?
Quizá todo fuera sólo una complicada broma, la última burla, el
chiste definitivo. Dejarla sentada allí la mitad de la noche con su
vestido de gala de terciopelo labrado de corte de princesa, mangas
julieta y una sencilla falda recta... y las rosas de té prendidas a
su hombro izquierdo.
En la otra habitación, la voz subía en ese momento:
—... en la tierra santificada. Sabemos que tú envías el ojo que
vigila, el horrible ojo trilobulado y el sonido de las negras
trompetas. Nos arrepentimos de todo corazón...
Carrie sabia que nadie podría comprender el coraje brutal que había
necesitado para aceptar eso, hacerse vulnerable a cualquiera de las
cosas espantosas que podía traerle la noche. Definitivamente, que la
dejaran plantada no era lo peor. De hecho, casi con un deseo furtivo
pensó que tal vez seria mejor que...
(no basta de eso)
Por supuesto que le resultaría más fácil quedarse allí con su
madre. Estaría a salvo. Sabía lo qué Ellos pensaban de su madre.
Bueno, quizá fuera una fanática, una anormal, pero, por lo menos,
una sabía a qué atenerse. Lo mismo ocurría con la casa; allí
nunca se había encontrado con un montón de chicas que se rieran,
gritaran y le arrojaran cosas.
¿Y si él no venia y si ella se echaba atrás y abandonaba la idea?
Terminaría sus estudios dentro de un mes. ¿Y después qué? Una
existencia subterránea arrastrada y monótona en esa casa, mantenida
por su madre; los encuentros deportivos y los novelones de la
televisión que vería en casa de la señora Harrison cuando fuera a
visitarla (la señora Harrison tenía ochenta y seis años); las
caminatas hasta el Centro después de la cena para beberse un batido
en el “Kelly Fruit” cuando estuviera vacío; engordar, perder las
esperanzas, ¿perder incluso la capacidad de pensar?
No. Oh Dios mío, por favor no.
(por favor, que haya un final feliz)
—...
protégenos de aquél
que tiene la pata hendida y que espera en los callejones y en los
patios de estacionamiento de los albergues de carreteras, Oh
Salvador...
Las siete y veinticinco.
Inquieta, sin pensarlo, comenzó a levantar cosas con la mente y a
volver a ponerlas en su lugar, del mismo modo que una mujer que
espera nerviosa en un restaurante doblaría y desdoblaría una
servilleta. Podía balancear en el espacio medía docena de objetos a
la vez sin sentir cansancio ni dolor de cabeza. Se quedó esperando
que el poder disminuyera, pero éste se mantuvo con toda su fuerza
sin dar señales de debilitamiento. Una noche al volver a casa de la
escuela
(dios mío por favor que no sea una broma)
había empujado un coche que estaba aparcado en la calle principal y
lo había hecho rodar seis metros junto al borde de la acera sin
ningún esfuerzo. Los ociosos que había frente al Palacio de
Justicia se quedaron mirándolo con los ojos a punto de salírseles
de las órbitas y ella, por supuesto, había hecho lo mismo, pero
sonreía para sus adentros.
El cuco se asomó de repente y cantó una vez. Las siete y media.
Había empezado a usar su poder con cautela a causa del tremendo
esfuerzo que parecía exigir a su corazón, sus pulmones y su
termostato interno. Sospechaba que seria muy posible que su corazón
literalmente reventara con la tensión. Era como estar, en otro
cuerpo al que se obliga a correr, a correr y correr y correr. Uno no
pagaría las consecuencias, pero el cuerpo sí. Comenzaba a darse
cuenta de que tal vez su poder no fuese tan distinto del que posee el
fakir indio que camina sobre carbones encendidos, se clava agujas en
los ojos o se entierra alegremente durante seis semanas. Cualquier
forma de control de la mente sobre la materia acarrea consigo un
tremendo desgaste de los recursos del organismo.
Las siete y treinta y dos minutos.
(no va a venir)
(no pienses en eso no por mucho madrugar amanece más temprano
vendrá)
(no no vendrá en este momento se está riendo de ti con sus amigos y
dentro de poco pasarán por aquí en uno de sus ruidosos y veloces
coches y escucharás bocinazos gritos y risotadas)
Tristemente comenzó a hacer subir y bajar la máquina de coser y la
balanceó en el aire en arcos cada vez más grandes.
—... y protégenos de las hijas rebeldes imbuidas con la testarudez
del Malvado...
- ¡Cállate!
—gritó bruscamente Carrie.
Se produjo un silencio de sorpresa durante un momento y luego el
murmullo de la salmodia se inició de nuevo.
Las siete y treinta y tres minutos.
No viene.
(entonces lo destrozaré todo)
La idea se le ocurrió con toda naturalidad y mucha nitidez. Primero
lanzaría la máquina de coser contra una de las paredes de la sala.
El sofá desaparecerla por una ventana, volarían las mesas, las
sillas, los libros y los panfletos. Las cañerías se agitarían al
descubierto como arterias liberadas de la carne. En el techo, si
estuviera dentro del alcance de su poder, las tejas volarían en un
estallido hasta perderse en la noche como palomas— asustadas...
Una luz paseó su brillante reflejo por la ventana.
Habían pasado otros coches que habían hecho que su corazón diera
un vuelco, pero éste avanzaba con mayor lentitud.
(oh)
Corrió hacia la ventana, incapaz de contenerse; era él, Tommy, que
en ese momento se bajaba de su coche y que incluso bajo la
iluminación de la calle se vela hermoso y vivo y casi... crujiente.
La extraña palabra la hizo querer soltar una risita.
Su madre había dejado de rezar.
Cogió el delgado chal de seda que había dejado sobre el respaldo de
la silla y se lo puso sobre sus hombros desnudos. Se mordió el
labio, se tocó el cabello y hubiese dado su alma por un espejo. En
el vestíbulo el timbre hizo oír su sonido discordante.
Se obligó a esperar la segunda llamada. Controló los nerviosos
movimientos de sus manos y acudió lentamente, con un suave crujido
de seda.
Abrió la puerta y ahí estaba él, deslumbrante en su smoking blanco
y sus pantalones negros. Se miraron y ninguno dijo una palabra.
Ella sintió que se le rompería el corazón si él llegaba a
producir siquiera un sonido de desaprobación, y si se reía, ella se
moriría. Sintió —en forma real, física— que toda su desdichada
vida se estrechaba hasta llegar a un punto que podía ser el final o
el comienzo de un rayo de luz.
Finalmente, impotente, preguntó:
—¿Te gusto?
—Eres muy bella.
Y lo era.
De
Explosión en las Sombras, pág. 131:
Mientras los que asistían al baile de gala empezaban a llegar a la
escuela o acababan de abandonar alguna de las cenas frías que se
habían ofrecido antes de la fiesta, Christine Hargensen y William
Nolan se reunían en una habitación en el piso superior de una
taberna, situada en los límites de la ciudad, llamada “The
Cavalier”. Sabemos que hacía ya algún tiempo se reunían allí;
está señalado en los informes de la Comisión White. Lo que no
sabemos es si acaso sus planes habían sido preparados en forma
irrevocable o si los llevaron a cabo por un capricho momentáneo...
—¿Es la hora ya? preguntó ella en la oscuridad.
Él consultó su reloj.
—No.
A través del piso de madera llegaba débilmente el estrépito del
tocadiscos automático. Ray Price cantaba She's Got to Be a Saint.
“The Cavalier”, pensó Chris, no había cambiado sus discos desde
la primera vez que ella estuvo allí con una tarjeta de identidad
falsificada, hacía dos años. Por supuesto, entonces ella había
estado en el bar, no en uno de los “cuartos especiales” de Sam
Deveaux.
El cigarrillo de Billy parpadeaba a intervalos en la oscuridad, como
el ojo de un demonio inquieto. Ella lo observó pensativa. No le
había dejado acostarse con ella hasta el lunes anterior, cuando le
prometió que él y algunos de sus sucios amigos la ayudarían a
darle su merecido a Carrie, si realmente se atrevía a asistir al
baile con Tommy Ross. Pero ellos ya habían estado allí antes y
habían tenido unas ardientes sesiones de besuqueo (lo que ella
describía como amor a la escocesa y que él, con su inagotable
capacidad para señalar precisamente lo vulgar, llamaba joderse en
seco).
Ella había pensado hacerlo esperar hasta que hubiese hecho algo
concreto.
(claro que había hecho algo tenía la sangre)
pero todo el asunto había empezado a escapársele de las manos, y
eso la preocupaba. Si ella no hubiese cedido de buena gana el lunes,
él la habría poseído por la fuerza.
Billy no había sido su primer amante, pero era el primero que no
conseguía manejar a su antojo. Los muchachos anteriores habían sido
marionetas inteligentes sin granos en la cara y con padres bien
relacionados y tarjetas del Club de Campo. Conducían sus propios
Volkswagens o Javelins o Dodge Chargers. Iban a la Universidad de
Massachusetts o al Boston College. Llevaban chaquetas cortas en otoño
y camisetas sin mangas, a rayas de colores brillantes, en el verano.
Fumaban marihuana con mucha frecuencia y hablaban de las extrañas
cosas que les ocurrían cuando estaban “volando”. Comenzaban
tratándola con un compañerismo protector (todas las chicas de
secundaria, por muy bonitas que fuesen, eran consideradas unas nalgas
locas) y siempre terminaban trotando detrás de ella con una jadeante
lujuria canina. Si trotaban bastante y gastaban lo suficiente en el
proceso, normalmente los dejaba acostarse con ella. Con frecuencia
adoptaba una actitud pasiva durante el acto, sin ayudar ni entorpecer
el desarrollo, hasta que todo había terminado. Más tarde, ella
llegaba sola al clímax mientras veía el incidente como un episodio
aislado, incrustado en su memoria.
Se había encontrado con Billy Nolan poco después de un allanamiento
en un apartamento de Cambridge. Cuatro estudiantes, incluyendo el
muchacho que acompañaba a Chris esa noche, habían sido detenidos
por posesión ilegal de drogas. Chris y las otras chicas fueron
acusadas de participación ilícita. Su padre se hizo cargo del
asunto con discreta eficacia y le preguntó si sabía qué le
ocurriría a su prestigio y al ejercicio de su profesión si una hija
suya se veía implicada judicialmente en un asunto de drogas. Ella le
respondió que dudaba de que hubiese algo que pudiera causarle daño
en esos aspectos, y él le quitó el coche..
Una semana después, una tarde a la salida de la escuela, Billy le
ofreció llevarla a casa, y ella aceptó.
É1 era lo que los otros chicos llamaban un zángano, un grasiento de
medio pelo. Sin embargo, algo en él la había atraído y en ese
momento, en que yacía soñolienta en esa cama ilícita (aunque, al
mismo tiempo, sentía que se despertaba en ella cierta excitación y
un temor que le resultaba agradable), pensó que podría haber sido
su coche... por lo menos al comienzo.
Estaba a kilómetros de distancia de los anónimos vehículos
fabricados en serie que conducían sus acompañantes y que tenían
ventanas de una sola pieza, volantes plegables y un olor a forros de
plástico y disolvente para el parabrisas vagamente desagradable.
El coche de Billy era viejo, oscuro, en cierto modo siniestro. El
parabrisas tenía un aspecto lechoso en los bordes, como si empezara
a formar una catarata. Los desvencijados asientos no estaban fijos en
ninguna parte. Botellas de cerveza vacías entrechocaban y rodaban en
la parte de atrás (sus acompañantes de los clubes estudiantiles
bebían la marca Budweiser; Billy y sus amigos, Rheingold), y ella
tenia que colocar los pies a los lados de, una enorme caja de
herramientas cubierta de grasa y sin tapa. Las herramientas que
contenía eran de distintas marcas, y sospechaba que muchas de ellas
eran robadas. El coche olía a aceite y gasolina. El ruido de los
tubos llegaba estrepitoso y estimulante a través de las delgadas
tablas del piso. Una hilera de esferas colgadas bajo el tablero
indicaban: “amperios”, “presión de aceite”, “tacómetro”
(sea eso lo que fuere). Las ruedas traseras estaban medio salidas y
el capó parecía llegar hasta el suelo.
Y, por supuesto, conducía a gran velocidad.
La tercera vez que la llevó a casa, uno de los gastados neumáticos
delanteros reventó cuando iba a cien kilómetros por hora. El coche
dio un chirriante resbalón y ella gritó, súbitamente segura de que
iba a morir. Una imagen cruzó por su mente: su cuerpo quebrado y
cubierto de sangre que había sido lanzado contra la base de un poste
de teléfonos, la fotografía en un periódico mostraba sus restos y
parecían un montón de trapos. Billy soltó una palabrota y llevó
rápidamente el volante hacia uno y otro lado.
Finalmente, el coche se detuvo en el borde izquierdo de la carretera.
Ella se bajó y sus rodillas amenazaban doblarse a cada paso. Habían
dejado una serpenteante huella de goma quemada a lo largo de veinte
metros.
Billy ya abría el portaequipajes y sacaba el gato mientras
refunfuñaba para sus adentros. No se le había movido un pelo.
Pasó junto a ella. Un cigarrillo le colgaba del extremo de la boca.
—Tráeme la caja de las herramientas, ricura.
Ella quedó estupefacta. Abrió y cerró la boca dos veces, como un
pescado fuera del agua, antes de que le salieran las palabras.
—¡No...,
no pienso hacerlo! Casi me... eres un... casi... ¡bestia! ¡Y además
está sucio!
El sé dio vuelta y la miró de manera inexpresiva.
—La traes, o mañana no te llevo a las peleas.
—¡Me revientan las peleas!
Nunca había estado en una, pero su indignación le exigía
pronunciar frases terminantes. Sus otros acompañantes la llevaban a
conciertos de música rock, que ella odiaba. Siempre terminaban
sentados junto a alguien que no se había bañado hacía varias
semanas.
Él se encogió de hombros, se dirigió hacia la parte delantera del
coche y comenzó a elevarlo.
Ella le llevó el cajón de las herramientas, con lo cual cubrió de
grasa su jersey nuevo. El gruñó sin darse vuelta. La camiseta se
había salido del pantalón tejano. La piel de su espalda era lisa,
bronceada, había vida en sus músculos. Se sintió fascinada y
advirtió que su lengua se deslizaba hacia un extremo de su boca. Le
ayudó a sacar la rueda y le quedaron las manos negras. El coche se
balanceó peligrosamente sobre el gato. La rueda de repuesto estaba
gastada y dejaba ver la tela en dos partes.
Cuando volvió a subirse al coche, una vez terminada la operación,
tenía grandes manchas de grasa en el jersey y en la falda roja que
llevaba.
—Si te imaginas... —comenzó ella, en cuanto él se puso al
volante.
Billy se acercó y la besó mientras movía pesadamente sus manos
sobre sus pechos y su cintura. Su aliento olía a tabaco, también
sintió olor a sudor y a brillantina. Ella finalmente apartó el
rostro y bajó la vista mientras trataba de recuperar el aliento. Las
manchas del jersey eran ahora de tierra y grasa de la carretera. Le
había costado veintisiete dólares con cincuenta centavos en “Jordan
Marshy”, y ahora ya no iba a servir sino para tirarlo a la basura.
Sentía una excitación intensa, casi dolorosa.
—¿Cómo vas a explicar eso? —le preguntó, y volvió a besarla.
Chris sintió el contacto de su boca y le pareció que sonreía.
—Tócame le dijo al oído—. Tócame entera. Ensúciame.
Él lo hizo. Una de sus medias se rajó con un ruido semejante al
crujido de una mandíbula. Billy le subió violentamente la falda
hasta la cintura. La manoseó vorazmente, sin delicadeza alguna. Y
algo —quizás eso, quizás porque había visto la muerte muy cerca—
le provocó un orgasmo repentino, estremecedor. Había ido a las
peleas con él.
—Las ocho menos cuarto —dijo Billy. Se sentó en la cama,
encendió la lámpara y comenzó a vestirse.
Su cuerpo todavía la fascinaba. Pensó en la noche del lunes
anterior y cómo había sido. El había...
(no)
Habría tiempo suficiente para pensar en eso más adelante, quizá
cuando hiciera por ella algo más que causar excitaciones inútiles.
Lanzó las piernas por encima del borde de la cama y se colocó unas
delgadísimas bragas.
—Tal vez sea una mala idea —dijo ella, sin saber si lo estaba
poniendo a prueba a él o a sí misma—. Quizá lo que deberíamos
hacer es volver a la cama y...
—La idea es buena —replicó él, y una sombra de humor cruzó su
rostro—. Sangre de puerco para dos puercos.
—¿Qué?
—Nada. Vamos, vístete.
Se vistió y, cuando salieron por la escalera trasera, sintió una
enorme excitación que crecía en su vientre como una vid nocturna y
rapaz.
De
Me llamo Susan Snell, pág. 45:
No lamento tanto todo lo que pasó, como la gente parece pensar que
debería hacerlo. No es que me lo digan directamente; ellos son los
que siempre me están diciendo cuánto lo sienten. Lo que
generalmente hacen un poco antes de pedirme un autógrafo. Pero
esperan que una lo sienta. Esperan que una llore por cualquier cosa,
que se vista con muchos trapos negros, que beba un poquito más de la
cuenta o que consuma drogas. Dicen cosas como: Oh, eso fue una pena.
Pero ustedes saben lo que le pasó... etc., etc.
Pero ese “lo siento” es la gaseosa desvaída de las emociones
humanas: lo que uno dice cuando derrama una taza de café o cuando da
el mazo jugando a la canasta en el club. El pesar auténtico es tan
escaso como el amor auténtico. Ya no siento dolor por la muerte de
Tommy. Para mí se parece, cada vez más, a algo que soñé despierta
alguna vez. Probablemente, piensan que eso es cruel, pero mucho ha
llovido desde aquella noche del baile de gala. Y no me arrepiento de
lo que dije ante la Comisión White; era la verdad... toda la parte
de verdad que yo sabía.
Pero lo siento por Carrie.
La han olvidado, ¿saben? La han convertido, en alguna especie de
símbolo y olvidado que era un ser humano, tan real como tú, lector,
que lees estas líneas, con esperanzas sueños, etc., etc. Supongo
que será inútil decirte estas cosas. Nada puede hacer ahora que
algo que fue una creación de la prensa vuelva a convertirse en una
persona. Pero ella existió y sufrió, probablemente mucho más de lo
que sabemos.
Y por eso lo siento y espero que ese baile haya sido una experiencia
positiva para ella. Antes de que comenzara el horror, espero que haya
sido bueno, hermoso, maravilloso, mágico...
Tommy se detuvo en el patio de estacionamiento junto a la nueva ala
de la escuela, dejó marchar el motor un segundo y luego cerró el
contacto. Carrie permaneció en su asiento. Sus manos sostenían el
chal que le cubría los hombros. De pronto le pareció que estaba
viviendo una pesadilla de intenciones ocultas y que acababa de darse
cuenta de ello. ¿Qué podía estar haciendo allí? Había dejado
sola a su madre.
—¿Nerviosa? —preguntó él, y ella dio un salto.
—Sí.
Él se, rió y se bajó. Ella iba a abrir su puerta cuando se la
abrió él.
No tienes por qué estar nerviosa. Eres como Galatea.
—¿Quién?
—Galatea. Leímos algo sobre ella en el curso del señor Evers. Una
chica desdichada que se convirtió en una hermosa mujer y nadie la
reconoció.
Ella pensó un momento.
—Quiero que me reconozcan —dijo finalmente.
—Te comprendo. Vamos.
George Dawson y Frieda Jackson estaban junto a la expendedora de
Coca-Cola. Frieda llevaba una curiosa invención de tul anaranjado y
parecía una tuba. Donna Thibodeau junto con David Bracken recogían
las entradas. Ambos eran miembros de la “National Honor Society”,
formaban parte de la Gestapo personal de la señorita Geer y estaban
vestidos con pantalones blancos y chaquetas deportivas rojas —los
colores de la escuela—. Tina Blake y Norma Watson repartían los
programas y sentaban a la gente según la distribución que aparecía
en el plano. Ambas estaban vestidas de negro, y Carrie supuso que se
creerían muy chic, pero para ella parecían dos vendedoras de
cigarrillos de una vieja película de gángsteres.
Todos se volvieron a mirar a Tommy y Carrie cuando entraron y por un
momento se produjo un silencio denso, incómodo: Carrie sintió un
intenso deseo de humedecerse los labios, pero se controló. En ese
momento, George Dawson dijo:
—Vaya, qué aspecto tienes, Ross.
Tommy sonrió.
—¿Por qué abandonaste las copas de los árboles, Bomba?
Dawson avanzó tambaleándose con los puños en alto y, por un
momento, Carrie fue presa del terror. Sobresaltada, estuvo a punto de
cogerlo y lanzarlo por el vestíbulo. Luego se dio cuenta de que para
ellos era sólo un antiguo juego, practicado a menudo, recordado con
afecto.
Ambos fintearon girando en un círculo y gruñendo. Luego, George,
que había sido alcanzado dos veces en las costillas, comenzó a
lanzar chillidos y a gritar:
—¡Maten a los Congs! ¡Que no se escapen, Gooks! ¡Atraviésenlos
con las lanzas! ¡A la jaula de los tigres!
Tommy se rió y bajó la guardia.
—No te espantes —dijo Frieda, mientras inclinaba su nariz de
abridor de cartas y se acercaba—. Si se matan, yo bailaré contigo.
—Parecen demasiado tontos como para eso —aventuró Carrie—.
Como dos dinosaurios.
Y cuando Frieda sonrió, sintió que algo muy antiguo y enmohecido se
aflojaba dentro de ella. Y con ello sintió cierto calor. Alivio.
Tranquilidad.
—¿Dónde compraste el vestido? —preguntó Frieda—. Me encanta.
—Lo hice yo.
—¿Lo hiciste tú misma? —exclamó Frieda. Sus ojos se abrieron
con sorpresa desprovista de afectación—. ¡Anda!
Carrie sintió que enrojecía violentamente.
—Si, lo hice yo. Yo... me gusta coser. Compré la tela en “John's”,
en Westover. Realmente es un modelo muy fácil de hacer.
Vamos —dijo George, dirigiéndose al grupo—. La orquesta va a
empezar. —Hizo girar los ojos y comenzó una ágil y jocosa danza
tribal—. Vibra, vibra, vibra. A nosotros, los Gooks, nos encantan
las vi-i-ibraciones.
Mientras entraban, George imitaba a Flash Bobby Pickett y hacía
fintas, Carrie le hablaba a Frieda de su vestido y Tommy sonreía con
las manos metidas en los bolsillos. Vas a arrugar tu smoking, le
habría dicho Sue en ese momento, pero al diablo, parecía que la
cosa iba, a salir bien. Hasta ese momento, todo iba muy bien.
A él, a George y a Frieda les quedaban menos de dos horas de vida.
De
Explosión en las Sombras, pág. 132:
La posición de la Comisión White respecto al elemento
desencadenante del suceso —dos baldes de sangre de cerdo colocados
en una viga sobre el escenario— parece ser sumamente débil y
vacilante, incluso a la luz de las escasas pruebas concretas de que
dispone. Si uno decide aceptar el testimonio verbal del circulo de
amigos más íntimos de Nolan (para decirlo con despiadada franqueza,
no parecen tener la inteligencia suficiente como para mentir en forma
tan convincente), entonces Nolan se hizo cargo de esta parte de la
conspiración y dejó totalmente fuera de ella a Chris Hargensen;
actuó según su propia iniciativa...
No hablaba cuando conducía; le gustaba conducir. Esa actividad le
daba una sensación de poder que nada era capaz de superar, ni
siquiera hacer el amor.
El camino pasaba ante ellos como una serie de fotografías en blanco
y negro y el velocímetro indicaba con un temblor que superaban los
cien kilómetros.
Él procedía de lo que las asistentes sociales llaman un hogar
deshecho. Su padre había desaparecido cuando Billy tenía doce años,
después de fracasar en una empresa relacionada con una gasolinera
mal administrada, y su madre tenía cuatro amantes la última vez que
los había contado. Brucie era el favorito en ese momento. Un hombre
dedicado al “Seagram's 7”. Ella también se estaba convirtiendo
en un mamarracho horrible.
Pero
el coche, el coche le transmitía gloria y poder de sus propias
místicas líneas de fuerza. Lo convertía en alguien a quien había
que tener en cuenta, alguien con mana.
No era una casualidad que la mayoría de las veces que se acostaba
con una chica lo hiciera en el asiento de atrás. El coche era su
esclavo y su dios. Otorgaba, pero también podía arrebatar. Muchas
veces, Billy lo había utilizado para arrebatar. En largas noches de
insomnio en que su madre y Brucie se peleaban, Billy se preparaba
palomitas de maíz y salía a perseguir perros extraviados. Algunas
mañanas guardaba el coche —lo hacía rodar con el motor apagado—
en el garaje que había construido detrás de la casa, con el
parachoques delantero chorreando sangre.
A esas alturas, ella conocía bien sus costumbres y no se molestó en
iniciar una conversación que, de todos modos, hubiese sido ignorada.
Se había sentado sobre una pierna y se mordisqueaba los nudillos.
Las luces de los coches que los adelantaban a gran velocidad en la
302 destellaban suavemente en su cabello y le daban visos plateados.
Él se preguntaba cuánto duraría su historia con ella. Quizá no
más allá de esa noche. En cierto modo, todo había conducido a eso,
incluso el comienzo, y, cuando todo hubiese terminado, aquello que
los había mantenido unidos podría debilitarse y disolverse; y se
preguntarían cómo había llegado a suceder todo eso. Pensó que
ella empezaría a dejar de parecerse a una diosa y a asemejarse a la
típica zorra de sociedad, y eso lo incitaría a vapulearla un poco.
O quizá mucho. Restregárselo por las narices.
Pasaron Brickyard Hill y divisaron la escuela allá abajo, los patios
de estacionamiento repletos de los brillantes y aparatosos coches de
los papás. Sintió que el asco y el odio subían por su garganta.
Les daremos algo
(una noche para el recuerdo)
que no olvidarán. Nos encargaremos de eso.
Las alas de las salas de clases estaban oscuras, desiertas, en
silencio; en el vestíbulo había la luz amarilla de siempre. El lado
este del gimnasio era una pared de vidrio que brillaba con una suave
luz anaranjada, etérea y casi fantasmal. Le acometió nuevamente su
hondo resentimiento y la necesidad de arrojar piedras.
—Ya se ven las luces —murmuró—, las luces de la fiesta.
Ella se volvió hacia él, arrancada con un sobresalto de sus propios
pensamientos.
—¿Qué?
—Nada —dijo él, y le acarició la nuca—. Creo que te voy a
dejar tirar de la cuerda.
Billy lo hizo solo, porque sabia perfectamente que no podía confiar
en nadie. Era una lección que le había costado aprender, mucho más
que las que le enseñaban en la escuela, pero la había rendido bien.
Los muchachos que lo habían acompañado a la granja de Henty la
noche anterior ni siquiera sabían para qué quería la sangre.
Probablemente sospechaban que tenía algo que ver con Chris, pero
tampoco estaban seguros de eso.
Se había dirigido a la escuela pocos minutos después de que la
noche del jueves se convirtiera en mañana del viernes. Pasó dos
veces delante de ella en el coche para cerciorarse de que no había
nadie y de que ninguno de los dos vehículos de la Policía se
encontraba en el sector.
Entró en el patio de estacionamiento con las luces apagadas y giró
hasta colocarse detrás del edificio. Más atrás, el campo de fútbol
brillaba con una luz tenue bajo la delgada capa de niebla que se
arrastraba sobre la superficie.
Abrió el portaequipajes y quitó el pestillo a la congeladora. La
sangre era una masa helada y sólida, pero estaba bien; tendría
veinticuatro horas para derretirse.
Puso los baldes en el suelo y sacó algunas herramientas del cajón,
se las metió en el bolsillo trasero y cogió una bolsa de papel del
asiento. Los tornillos produjeron un ruido seco en el interior.
Trabajaba sin prisa, con la tranquila concentración del que es
incapaz de concebir una interrupción. El gimnasio en el que se iba a
realizar el baile era también el auditorio de la escuela, y la
pequeña hilera de ventanas que daban al lugar en que había aparcado
el coche correspondían a la sección de almacenaje situada detrás
del escenario.
Eligió una herramienta plana que tenía un extremo en forma de
espátula y la deslizó por una pequeña grieta entre los vidrios
superior e inferior de una de las ventanas de guillotina. Era una
buena herramienta; la había hecho él mismo en el taller de
fundición de Chamberlain. La movió rápidamente hasta que descorrió
el pestillo. Subió la ventana y se deslizó hacia el interior.
Estaba muy oscuro. Predominaba el olor a pintura de los bastidores
del Club de Arte Dramático. Las delgadas siluetas de los atriles y
las cajas de los instrumentos se erguían como centinelas. El piano
del señor Downer estaba en un rincón.
Billy sacó de la bolsa una pequeña linterna, se dirigió hacia el
escenario y pasó entre las cortinas de terciopelo rojo. El piso del
gimnasio, con su rayado para la práctica del baloncesto y su
superficie barnizada, brilló ante él como una laguna de ámbar.
Paseó la luz por el escenario, frente a la cortina. Allí, con
fantasmales líneas de tiza, alguien había señalado la ubicación
de los tronos del rey y la reina para el día siguiente. Todo el
escenario estaría sembrado de flores de papel... vaya, sólo Dios
sabia.
Echó la cabeza hacia atrás y dirigió el rayo de luz hacia las
tinieblas de la parte superior. Arriba, las vigas entrelazaban sus
difusos contornos. Las que quedaban sobre la pista de baile habían
sido cubiertas con papel crepé, pero no habían decorado las que
estaban directamente sobre el escenario. Una pequeña cortina
ocultaba esas vigas, y no se las podía ver desde el piso del
gimnasio.
La cortina también escondía un haz de luces que iluminarían el
mural veneciano.
Billy apagó la linterna, se dirigió hacia el lado Izquierdo del
escenario y subió por una escalera de peldaños de acero que estaba
atornillada a la pared. El contenido de su bolsa de papel, que había
metido en su camisa para asegurarla, tintineó con sordo y extraño
regocijo en el gimnasio desierto.
En
el extremo superior de la escalera había una pequeña plataforma. Al
volverse hacia el escenario, las bambalinas quedaron a su derecha y
el gimnasio a la izquierda. En la parte superior se amontonaba el
atrezo, parte del cual se conservaba allí desde los años veinte. Un
busto de Palas, utilizado en alguna antigua versión dramática de
El cuervo, de Poe, lo miraba con ojos
ciegos, huidizos, desde un enmohecido somier. Delante de él había
una viga de acero que cruzaba el escenario. Las luces que iluminarían
el mural estaban atornilladas en su parte inferior. Con un paso
estuvo sobre ella y se desplazó sin mayor esfuerzo y sin ningún
temor sobre el escenario. En voz baja tarareaba una melodía de moda.
La viga estaba cubierta por una gruesa capa de polvo, y dejó largas
huellas al arrastrar los pies. A mitad de camino se detuvo, se
arrodilló y miró hacia abajo. Sí. Con ayuda de la linterna podía
distinguir el dibujo de tiza exactamente debajo de donde se
encontraba. Soltó un silbido apagado.
(lancen las bombas)
Hizo una marca sobre el polvo en el lugar preciso y luego volvió a
la plataforma. Nadie subiría a ese lugar entre ese momento y el
baile; la iluminación del mural y la del lugar del escenario donde
se coronaría
(ésa sí que iba a ser coronación)
al rey y la reina se controlaban desde un cubículo en la parte
posterior del escenario. Esas mismas luces cegarían a quien mirara
desde abajo ocultándolo todo. Sólo verían sus preparativos si
alguien subía a la parte superior a buscar algo. No creía que
pudiera ocurrir. Era un riesgo aceptable.
Abrió la bolsa y sacó un par de guantes, se los puso y luego cogió
una de las dos poleas que había comprado el día anterior. Por
precaución, las había adquirido en una ferretería de Boxford. Con
un gesto rápido se colocó algunos clavos en la boca, como si fueran
cigarrillos, y cogió el martillo. Sin dejar de tararear, a pesar de
que tenía la boca llena de clavos, fijó la polea cuidadosamente en
el rincón a unos 30 cm de la plataforma. Junto a ella colocó un
pequeño tornillo de ojo.
Bajó hasta el escenario, lo atravesó y subió por otra escalera, no
lejos del lugar por donde había entrado. Se encontró en el desván
de la escuela, una especie de ático donde iban a parar los trastos.
Allí había pilas de viejos anuarios, uniformes deportivos comidos
por las polillas y antiguos textos escolares roídos por los ratones.
Se volvió hacia la izquierda, dirigió el rayo de luz hacia las
bambalinas y localizó la polea que acababa de instalar. Desde la
derecha le llegaba el fresco aire de la noche que penetraba por un
respiradero. Sin dejar de tararear, sacó la segunda polea y la clavó
en la pared.
Volvió a bajar, salió por la ventana que había forzado y examinó
los dos baldes de sangre; a pesar de que había transcurrido una
media hora desde el comienzo de la operación no daba señales de que
fuera a deshelarse. Cogió los recipientes y volvió en dirección
hacia la ventana; su silueta parecía la de un granjero que vuelve de
ordeñar sus primeras vacas. Los colocó en el interior y luego se
introdujo por el hueco.
Resultaba más fácil caminar por la viga con un balde en cada mano;
se conseguía un mejor equilibrio. Cuando llegó a la X que había
marcado sobre el polvo, colocó los baldes sobre la viga, volvió a
examinar las marcas de tiza en el escenario, hizo un gesto de
asentimiento y volvió a la plataforma. Había pensado limpiar los
baldes cuando tuviese que volver hasta ellos por última vez —tenían
las huellas digitales de Kenny y también las de Don y Steve—, pero
era mejor no hacerlo. Quizá se llevaran una pequeña sorpresa el
sábado por la mañana.
El último artículo que contenía la bolsa era un rollo de cuerda de
yute. Volvió junto a los baldes y ató las asas de ambos con un nudo
corredizo. Hizo pasar la cuerda por el ojo del tornillo y por la
polea, luego arrojó el resto del rollo hacia el desván e hizo lo
mismo con el tornillo y la polea de ese lado. Probablemente no le
hubiese resultado divertido saber que, en las tinieblas de la parte
superior del auditorio, cubierta con el polvo de sucesivas décadas,
y rodeado de pequeñas mariposillas que volaban imprecisas en torno
de su desordenado caballo, parecía un Rube Goldberg jorobado y medio
loco, absorto en la creación de la mejor de las trampas para
ratones.
Amontonó lo que quedaba de la cuerda sobre una pila de cajones, de
modo para que se pudiera alcanzar desde el respiradero. Bajó por
última vez y se sacudió las manos. Ya estaba hecho.
Miró por la ventana, luego se deslizó por el alféizar y cayó al
suelo con un ruido sordo. Cerró la ventana, volvió a introducir la
palanqueta y cerró el pestillo hasta donde pudo. Volvió a su coche.
Chris decía que había muchas posibilidades de que Tommy Ross y la
zorra de la White se encontraran bajo esos baldes; había llevado a
cabo una discreta promoción entre sus amigos. Sería bueno, si
llegara a suceder. Pero para Billy cualquiera daría lo mismo. Estaba
comenzando a pensar que incluso le daría igual que fuese la misma
Chris.
Hizo andar el coche y se alejó.
De
Me llamo Susan Snell, pág. 48:
Carrie habló con Tommy el día anterior al baile. Lo esperó a la
salida de una de sus clases y, según él, se sentía realmente
desgraciada, como si pensara que él le iba a gritar que dejara de
molestarlo y que desapareciera de una vez.
Le dijo que tenía que estar de vuelta a más tardar a las once, o de
lo contrario su madre estaría preocupada. Agregó que no quería
estropearle la fiesta ni nada parecido, pero no sería justo
inquietar a su madre.
Tommy sugirió que a la salida pasarían por el “Kelly Fruit”
para tomar una root beer y una hamburguesa. Todos los demás chicos
irían a Westover o a Lewinston, y tendrían todo el lugar para ellos
solos. El rostro de Carrie se iluminó por lo que dijo Tommy. Ella le
contestó que le parecía estupendo, sencillamente estupendo.
Ésta
es la chica que todo el mundo sigue considerando un monstruo. Quiero
que graben eso en sus mentes. La chica que se contentaba con una
hamburguesa y una root beer
de veinte centavos después del único baile estudiantil de su vida
para que su madre no se inquietara...
Lo primero que impresionó a Carrie cuando entraron fue el Glamour.
No el glamour, sino el Glamour. Hermosas figuras se paseaban de un
lado a otro vestidas de gasa, encaje, seda, raso. El roce de sus
vestidos producía un suave crujido. Se sentía en el aire el perfume
de las flores; el olfato se asombraba constantemente. Las muchachas
llevaban vestidos de espaldas rebajadas, corpiños ajustados que
mostraban una verdadera hendidura, trajes estilo Imperio, faldas
largas, elegantes zapatos de fiesta, deslumbrantes smokings blancos,
fajas, zapatos negros que brillaban como espejos.
Había unas pocas personas en la pista de baile, no muchas todavía,
y en la suave y cambiante oscuridad parecían espectros. Ella no
quería realmente verlos como sus compañeros de curso; quería que
todos fueran bellos desconocidos.
Sentía la mano de Tommy firme sobre su hombro.
—El mural está bastante logrado —comentó él.
—Sí —asintió ella con voz débil.
Una suave luz se desprendía de los lugares en que había sido
pintado color naranja mientras el gondolero se apoyaba con eterna
indolencia en la caña del timón. El crepúsculo resplandecía a su
alrededor y los edificios conspiraban sobre las aguas. Ella
comprendió en forma súbita y tranquila que ese momento la
acompañaría siembre al alcance de la mano en su memoria. Se
preguntó si los demás tendrían una sensación parecida —ellos
eran gente de mundo— pero incluso George se quedó en silencio
durante un minuto mientras miraban y la escena, los perfumes, incluso
el sonido de la orquesta que tocaba una melodía de una película en
una versión que apenas permitía reconocerla, todo eso quedó para
siempre dentro de ella y se sintió en paz consigo misma. Su alma
experimentó un momento de calma, como si hubiera sido estirada bajo
una plancha y quedado suave y tersa.
—Viiibraciones —gritó de repente George, y arrastró a Frieda a
la pista de baile. Comenzó a hacer una burlona imitación de un
charlestón siguiendo el ritmo de estilo antiguo que marcaba la
orquesta, y alguien lo silbó. George lloriqueó, sonrió
maliciosamente y, cruzando dos brazos, se lanzó en un breve y
desaforado baile cosaco que estuvo a punto de dejarlo sentado en el
suelo.
Carrie sonrió.
—Ese George es un tipo simpático —dijo.
—Sí que lo es, una buena persona. Hay muchas buenas personas aquí.
¿Quieres que nos sentemos? —dijo Tommy con suavidad.
—Si —respondió ella, agradecida.
Se dirigió a la puerta y volvió con Norma Watson, que para esa
ocasión se había cardado el:pelo, de modo que formaba una especie
de enorme explosión sobre su cabeza.
—Vosotros estáis al OTRO lado —les informó, y sus ojos
brillantes y codiciosos examinaron a Carrie de arriba abajo en busca
de algún tirante fuera de lugar, una erupción de granos, cualquier
noticia qué pudiese llevar de vuelta a la puerta, una vez terminada
su misión—. Ese vestido es PRECIOSO, Carrie. ¿De DÓNDE lo
sacaste?
Carrie se lo explicó mientras rodeaban la pista en dirección a la
mesa. Norma exudaba olor a jabón Avon, perfume de “Woolworth's”
y goma de mascar Juicy Fruit.
La mesa estaba adornada con el inevitable papel crepé, de los
colores de la escuela, y las sillas, plegables, tenían cintas y
lazos del mismo material. Sobre la cubierta había una vela colocada
en una botella, un ejemplar del programa de la fiesta y dos recuerdos
del baile de gala; dos góndolas llenas con almendras.
—Todavía no me REPONGO —decía Norma—. Estás tan DIFERENTE.
—Le dirigió una extraña mirada furtiva que hizo que Carrie se
pusiera nerviosa—. Estás ESTUPENDA. ¿Cuál es tu SECRETO, Carrie?
—Soy la amante secreta de Don MacLean.
Tommy se rió con disimulo, pero rápidamente se contuvo. La
mandíbula de Norma bajó un centímetro, y Carrie quedó asombrada
de su propio ingenio y de su audacia. De modo que ése era el aspecto
que tenía una cuando era víctima de una broma, como si una abeja le
hubiese picado el trasero. Carrie descubrió que le gustaba que Norma
tuviera esa expresión. Era muy poco cristiano.
—Bueno, tengo que volver a mi puesto —dijo ella—. Tommy, ¿no
es EMOCIONANTE?
Su
sonrisita era compasiva: ¿No
sería más emocionante si...?
—Ríos de sudor helado corren por mis muslos —dijo Tommy
solemnemente.
Norma se alejó con una curiosa sonrisa de perplejidad. Las cosas no
habían salido como esperaba. Todo el mundo sabía cómo debían
salir las cosas con Carrie.
Tommy volvió a sonreír y preguntó:
—¿Bailamos?
Ella no sabía bailar, pero no estaba preparada para confesar eso
todavía.
—¿Por qué no nos quedamos sentados un momento?
Mientras él le retiraba la silla, vio la vela y le pidió que la
encendiera. Así lo hizo. Sus ojos se encontraron por encima de la
llama. Él alargó el brazo y le cogió la mano. La orquesta seguía
tocando.
De
Explosión en las Sombras, págs.
133-134:
Quizás algún día lleve a cabo un estudio exhaustivo de la
personalidad de Margaret White, un día en que Carrie se haya
convertido en un tema más académico. Quizá yo mismo lo intente,
aunque sólo fuese para poder investigar el árbol genealógico de la
familia Brigham. Resultaría sumamente interesante descubrir los
fenómenos extraños que podrían haberse dado en dos o tres
generaciones...
Y sabemos, por supuesto, que Carrie volvió a casa la noche del
baile. ¿Por qué? Es difícil determinar el grado de cordura de los
motivos de Carrie en ese momento. Puede que fuera en busca de
absolución y perdón, o con el propósito expreso de cometer un
matricidio. En todo caso, parece desprenderse del informe forense que
Margaret White la estaba esperando...
En la casa, el silencio era completo.
Se había ido.
De noche.
No estaba.
Margaret White salió lentamente de su cuarto en dirección a la
sala. Lo primero había sido el flujo de la sangre y las sucias
fantasías que el demonio despierta con ella. Luego ese Poder
infernal que el Diablo le había dado. Había venido junto con la
sangre y junto con el vello en el cuerpo, por supuesto. Oh, ella
conocía el Poder del Demonio. Su propia abuela lo había tenido.
Ella podía encender el fuego de la chimenea sin moverse de su
mecedora. Hacía que sus ojos centellearan con
(no permitirás que una bruja viva)
una especie de luz maléfica. Y a veces, durante la cena, el
azucarero se ponía a girar locamente como un poseído. Cuando
sucedía, la abuela lanzaba unas risotadas agudas como una demente y
babeaba y hacía la señal contra el Mal de Ojo a su alrededor.
Algunas veces jadeaba como un perro en un día de calor. Cuando murió
de un ataque al corazón a los sesenta y seis años, incluso a esa
temprana edad la vejez la había debilitado hasta convertirla en una
idiota. Carrie ni siquiera tenía un año. No habían pasado cuatro
semanas después del funeral de la abuela cuando Margaret había
encontrado a su pequeña hija tendida en su cuna, entre risas y
gorjeos, entretenida mirando una botella que oscilaba en el aire
sobre su cabeza.
Margaret había estado a punto de matarla en ese momento. Su madre la
había detenido.
No debería haberle permitido impedírselo.
Margaret se había quedado inmóvil en medio de la sala. El Cristo en
el Calvario la miraba con ojos heridos, sufrientes, acusadores. La
manecilla del reloj de la Selva Negra se movió. Eran las ocho y
diez.
Había sentido, había sentido realmente el Poder del Demonio que
actuaba en Carrie. Había recorrido todo su cuerpo, la había
levantado y empujado en medio del cosquilleo diabólico de unos dedos
invisibles. Nuevamente había intentado cumplir su deber cuando
Carrie tenía tres años y la había sorprendido pecando con la vista
al mirar a la zorra del Demonio en el patio vecino. Luego habían
caído las piedras y había flaqueado. Y el poder había surgido de
nuevo después de trece años. Nadie puede burlarse de Dios.
Primero la sangre, luego el poder
(escribe tu nombre, escríbelo con sangre)
y ahora un muchacho y un baile la llevaría después a un albergue de
carreteras y al patio de estacionamiento y al asiento trasero y...
Sangre, sangre fresca. La sangre estaba en la raíz de todo aquello,
y sólo la sangre podía expiarlo.
Era una mujer alta y fuerte, con brazos macizos que habían
convertido sus codos en dos hoyuelos, pero su cabeza se veía
curiosamente pequeña en el extremo de su poderoso cuello. Había
sido un rostro hermoso alguna vez. Conservaba todavía una belleza
extraña, apasionada. Pero sus ojos habían adquirido una curiosa
expresión distraída y las arrugas se habían ahondado cruelmente
alrededor de su boca, firme aunque extrañamente débil. Su cabello,
casi completamente negro un año atrás, aparecía ahora casi blanco.
La única manera de matar el pecado, el verdadero y negro pecado, es
ahogarlo en la sangre de
(tiene que ser sacrificada)
un corazón que se arrepiente. Sin duda era eso lo que Dios quería y
la había señalado con el dedo. ¿No había sido el mismo Dios el
que había pedido a Abraham que quitara la vida a su hijo sobre la
montaña?
Se dirigió a la cocina arrastrando sus viejas y deformadas
zapatillas. Abrió el cajón de los utensilios. El cuchillo carnicero
era largo y aguzado, y en el centro mostraba la curva que le había
producido el constante afilado. Se sentó en un taburete junto a la
mesa, sacó el trozo de piedra de afilar de su pequeño envase de
aluminio y comenzó a restregarlo por el centelleante filo de la
hoja, con la atención concentrada y apática de los condenados.
El tictac del cucú de la Selva Negra continuó imperturbable hasta
que, finalmente, el pájaro salió impulsado hacia delante para dar
un solo gritito y anunciar que eran las ocho y media.
Margaret sintió en la boca un sabor a aceitunas.
LOS ALUMNOS DEL ÚLTIMO CURSO PRESENTAN EL BAILE DE GALA 1979
27 de mayo de 1979
Música a cargo de la Orquesta de Billy Bosnan y de Josie y sus
Lunáticos
ESPECTÁCULO
Cabaret
Piruetas con bastón ejecutadas por Sandra Stenchfield.
500 millas
El limonero
Mr. Tambourine Man
Canciones folklóricas a cargo de John Swithen y Maureen-Cowan
La calle donde vives
Gotas de lluvia sobre mi cabeza
Puente sobre aguas turbulentas
Coro de la escuela
PROFESORES INVITADOS
Mr. Stephens, Miss Geer, Mr. y Mrs. Lublin y Miss Desjardin.
Coronación a las 10 P. M.
Recuerda que es TU fiesta. ¡Contribuye a hacerla digna de
recordar!
Cuando la invitó por tercera vez, Carrie tuvo que confesar que no
sabia bailar. No añadió que ahora que la orquesta de rock se había
hecho cargo de la música por la media hora siguiente, se sintiera
fuera de lugar girando por la pista,
(y cometiendo un pecado)
sí, cometiendo un pecado.
Tommy hizo un gesto de asentimiento y sonrió. Se inclinó hacia ella
y le dijo que detestaba bailar. ¿Le gustaría dar una vuelta para
saludar a los que estaban en las otras mesas? Sintió una turbación
que subía rápidamente por su garganta, pero aceptó con una
inclinación de cabeza. Sí, seria una buena idea. Él se encargaba
de ella. Ella debería encargarse de él (incluso si él realmente no
lo esperaba); era parte del trato. Y se sintió envuelta por la magia
de la fiesta. Y, repentinamente, tuvo la esperanza de que nadie
estiraría un pie a su paso ni le pegaría disimuladamente en la
espalda un cartel que dijera “patee fuerte”, que nadie le
lanzaría un chorro de agua la cara desde un clavel para luego
retroceder corriendo mientras se escuchaban las carcajadas y los
silbidos de los demás.
Y, si había magia, no era divina, sino pagana.
(mamá no puedo seguir cosida a tus faldas, he crecido)
Y así era como ella quería que fuese.
—Mira — le dijo Tommy cuando se levantaba.
Dos o tres de los alumnos deslizaban los tronos del rey y de la reina
desde las bambalinas, mientras el señor Lavoie, el encargado, hacia
gestos para indicarles el lugar exacto previamente señalado sobre el
escenario, Carrie pensó que los tronos parecían sacados de algún
castillo del rey Arturo; estaban forrados en un blanco deslumbrante y
sembrados de flores naturales y adornados con unas enormes banderas
de papel crepé.
—Soy muy bonitos —comentó Carrie.
- Tú
eres muy bonita —dijo Tommy, y ella tuvo la seguridad de que esa
noche no le podía ocurrir nada malo... Quizás incluso los eligieran
rey y reina del baile. Una idea disparatada, pensó, y sonrió.
Eran las nueve.
—¿Carrie? —preguntó una voz ligeramente indecisa.
Había estado tan absorta contemplando la orquesta, la pista de baile
y las otras mesas, que no había visto acercarse a nadie. Tommy había
ido a buscar unos vasos de ponche.
Se volvió y vio a la señorita Desjardin. Durante un momento sólo
se miraron y el recuerdo recorrió el espacio que las separaba, se
comunicaron
(me vio desnuda me vio desnuda gritando cubierta de sangre)
sin palabras ni pensamientos. Todo estaba en los ojos.
Luego Carrie dijo finalmente:
—Está usted muy atractiva, señorita Desjardin.
Era cierto. Vestía un traje ajustado de un brillante color plateado,
el complemento perfecto para su cabello rubio, que llevaba recogido
en un peinado alto. Un medallón muy sencillo colgaba de su cuello.
Se veía muy joven, tan joven como para ser una alumna y no una de
las profesoras acompañantes.
—Gracias —dijo. Vaciló y luego puso una mano enguantada sobre el
brazo de Carrie—. Eres una chica muy bonita —añadió, y dio a
cada palabra un énfasis peculiar.
Carrie sintió que se ponía colorada y bajó los ojos.
—Ha sido muy amable al decir eso. Sé que no lo soy... no
realmente... Pero gracias de todas maneras.
—Es verdad —dijo la señorita Desjardin—. Carrie, lo que
ocurrió antes... bueno, todo ha sido olvidado. Quería que lo
supieras.
—Yo
no puedo olvidarlo —replicó Carrie. Las palabras que acudieron a
sus labios fueron: Ya no culpo a nadie.
Pero se mordió los labios y no dijo nada. Era una mentira. Los
culpaba a todos y siempre lo haría y lo que más quería era ser
honesta consigo misma—. Pero ya pasó, ya pasó.
La señorita Desjardin sonrió, y sus ojos parecieron capturar la
suave mezcla de luces en un centelleo casi líquido. Miró hacia la
pista de baile y Carrie siguió la dirección de su mirada.
—Recuerdo muy bien mi propio baile de fin de curso —dijo
suavemente la señorita Desjardin—. Con mis tacones, yo era cinco
centímetros más alta que el chico que me acompañaba. Me regaló un
ramillete que no combinaba con mi vestido. Al coche se le había
estropeado el tubo de escape y el motor hacia... bueno, un ruido
infernal. Pero fue maravilloso. No sé por qué. Nunca he vuelto a
experimentar lo mismo al salir con un chico. —Miró a Carrie—.
¿Te está ocurriendo eso a ti?
—Es muy agradable —dijo Carrie.
—¿Sólo eso?
—No; es más. Pero no podría decirlo, no podría decírselo a
nadie.
La señorita Desjardin sonrió y le apretó el brazo.
—Nunca lo olvidarás. Nunca.
—Creo que tiene razón.
—Que te diviertas, Carrie.
—Gracias.
Tommy llegó con dos vasos de ponche en el momento en que la señorita
Desjardin se alejaba rodeando la pista de baile, en dirección a la
mesa de los profesores.
—¿Qué quería? —preguntó Tommy, mientras depositaba
cuidadosamente los vasos de papel sobre la mesa.
Carrie, que la seguía con la mirada, respondió:
—Creo que quería decirme que lo lamentaba.
Sentada en la sala de su casa, Susan Snell cosía tranquilamente el
borde de un vestido mientras escuchaba Long John Silver por el
conjunto Jefferson Airplane. Era un disco antiguo y muy rayado, pero
resultaba tranquilizador.
Sus padres habían salido aquella noche. Sabían lo que ocurría,
estaba segura, pero habían querido evitarle las jactanciosas
alusiones respecto a lo orgullosos que se sentían de Su Hija y de lo
felices que estaban porque, finalmente, estaba Madurando. Se alegraba
de que hubiesen decidido dejarla sola porque todavía no tenía
claros sus propios motivos y temía analizarlos en profundidad por
miedo de descubrir un fulgor de egoísmo parpadeando allá en la
oscuridad de su subconsciente.
Lo había hecho; era suficiente. Se sentía satisfecha.
(a lo mejor se enamora de ella)
Levantó la cabeza como si alguien le hubiese hablado desde el
pasillo; una sonrisa sobresaltada curvaba sus labios. Ése sí que
sería un final de cuento de hadas. El Príncipe se inclina sobre la
Bella Durmiente y besa sus labios.
Sue, no sé cómo decírtelo, pero...
La sonrisa se desvaneció.
Su período se había atrasado. Llevaba ya casi una semana. Y ella
había sido siempre tan exacta como un calendario.
Se oyó un ruido seco, y luego cayó un nuevo disco. Durante el breve
y repentino silencio, sintió que algo en su interior daba un vuelco.
Quizá fuese sólo su alma.
Eran las nueve y quince.
Billy condujo el coche hasta el final del patio de estacionamiento y
aparcó en uno de los sitios que quedaban frente a la rampa de
asfalto que desembocaba en la carretera. Chris comenzó a bajarse,
pero él la volvió bruscamente a su lugar. Los ojos de Billy
brillaban feroces en la oscuridad.
—¿Qué pasa? —preguntó ella con enfadado nerviosismo.
—Hay toda una ceremonia para anunciar los nombres del rey y la
reina —dijo—. Luego, una de las orquestas tocará el himno de la
escuela. Eso quiere decir que están sentados en el trono, justo en
el blanco.
—Ya sé todo eso. Suéltame, me haces daño.
Le apretó la muñeca con mayor fuerza, y sintió que los huesos más
pequeños se rozaban. Le producía un implacable placer. Con todo,
ella no gritó. Lo estaba aguantando muy bien.
—Y, ahora, escúchame. Quiero que sepas en qué te estás metiendo.
Tira con fuerza. La parte entre las poleas estará un poco floja,
pero no demasiado. Cuando sientas que los baldes caen, corre. No te
quedes por ahí para escuchar los gritos ni nada parecido. Esto ya no
es una broma de colegio; estamos cometiendo una agresión criminal,
¿te enteras? Por eso no te ponen una multa; te meten en la cárcel y
hacen desaparecer la llave.
Había sido un tremendo discurso para él.
Los ojos de Chris brillaban con una furia desafiante.
- ¿Captas?
—Sí —respondió ella.
—Bien. Cuando los baldes caigan, yo voy a correr y cuando llegue al
coche lo voy a poner en marcha y desapareceré de aquí. Si estás
aquí puedes venir conmigo; si no, te dejaré. Si te dejo y alguien
se entera de esto, te mato. ¿Me crees?
—Sí. Y quítame esa maldita mano de encima.
Le soltó el brazo y la sombra de una involuntaria sonrisa cruzó su
rostro.
—De acuerdo. Esto va a resultar bien.
Se bajaron del coche.
Ya eran casi las nueve y media.
Vic Mooney, el presidente del último curso, decía con entusiasmo
por el micrófono:
—Bien, señoras y señores. Tomen asiento, por favor. Ha llegado el
momento de la votación. Elegiremos al rey y la reina.
—¡Esta elección es un insulto para la mujer! —gritó Myra
Crewes con inquieto buen humor.
—¡También es un insulto para los hombres! —replicó George
Dawson, y todo el mundo se rió.
Myra se quedó callada; ya había manifestado su protesta simbólica.
—Tomen asiento, por favor —continuó Vic y sonrió, sonrió y se
puso intensamente colorado mientras se tocaba un grano que tenía en
el mentón. El enorme gondolero veneciano miraba soñadoramente por
encima del hombro de Vic—. Ha llegado el momento de votar.
Carrie y Tommy se sentaron. Tina Blake y Norma Watson repartían
papeletas xerocopiadas, y cuando Norma dejó caer una sobre la mesa y
susurró: ¡SUERTE!, Carrie la cogió y la examinó. Se quedó
boquiabierta.
—¡Tommy, estamos entre los candidatos!
—Sí; ya me di cuenta. Por lo visto, a uno lo embarcan sin
preguntarle nada. Bienvenida a bordo. ¿Rechazamos la nominación?
Ella se mordió el labio y lo miró.
—¿Tú quieres hacerlo?
—Vaya, no —replicó de buen humor—. Si ganas, todo lo que
tienes que hacer es quedarte sentado allí arriba mientras tocan el
himno de la escuela, bailar una vez, agitar un cetro y poner cara de
imbécil, vamos. Te toman una fotografía para el anuario a fin de
que todo el mundo pueda ver la cara de imbécil que tenias.
—¿Por quién votamos? —preguntó, mientras su vista iba dudosa
dé la papeleta al lápiz que se encontraba junto a la góndola llena
de almendras—. Son más de tu grupo que del mío. —Soltó una
risita—. En realidad, no tengo grupo.
El se encogió de hombros.
—Votemos por nosotros mismos. Al diablo con la falsa modestia.
Ella lanzó una carcajada y luego se cubrió la boca con las manos.
El sonido le resultó casi totalmente desconocido. Sin pensarlo
siquiera, hizo un círculo alrededor de sus nombres, el tercer lugar
desde arriba. El pequeño lápiz se quebró entre sus dedos y sofocó
un grito. Una astilla le había hecho daño en un dedo y se había
formado una pequeña gota de sangre.
—¿Te has hecho daño?
—No —respondió ella sonriendo, pero, de pronto, ya no era fácil
sonreír. La vista de la sangre le desagradaba. La secó y la cubrió
con la servilleta—. Pero rompí el lápiz y era un recuerdo. Qué
tonta soy.
—Todavía tienes la góndola —dijo él, y la empujó hacia ella,
imitando el ruido de una bocina.
La garganta se le cerró y sintió que iba a llorar y que después se
iba a sentir avergonzada. Se contuvo, pero sus ojos brillaron como
prismas y ella bajó los ojos para que él no lo notara.
La orquesta tocaba una pegadiza música de fondo mientras los
encargados de la “Honor Society” recogían las papeletas,
previamente dobladas. Las llevaron a la mesa de los profesores que
estaban junto a la puerta y allí Vic, el señor Stephens y los
Lublin las contaron. La señorita Geer lo supervisaba todo con mirada
penetrante e inexorable.
Carrie sintió que una involuntaria tensión comenzaba a apoderarse
de ella y apretaba los músculos de su estómago y su espalda.
Estrechó con fuerza la mano de Tommy. Era absurdo, por supuesto.
Nadie iba a votar por ellos. Por el potro quizá, pero no si estaba
enganchado junto a una vaca. Elegirían a Frank y Jessica o, tal vez,
a Don Farnham y Helen Shyres o... ¡al diablo!
Dos de los montones aumentaban más que los demás. Cuando el señor
Stephens hubo terminado de separar las papeletas, los cuatro por
turno contaron los montones más grandes, que parecían tener la
misma altura. Las cabezas se juntaron, se produjo un breve
conciliábulo y volvieron a contar. El señor Stephens hizo un gesto
de asentimiento, revisó las papeletas una vez más, como un hombre
que va a repartir las cartas en una partida de póquer y se las
devolvió a Vic. Éste volvió a subir al escenario y se acercó al
micrófono. La orquesta de Billy Bosman ejecutó una fanfarria. Vic
sonrió nervioso, se aclaró la garganta junto al micrófono. El
sonido le llegó a través de los altavoces y cerró un momento los
ojos. Estuvo a punto de dejar caer las papeletas al suelo, que estaba
cubierto de gruesos cables eléctricos, y alguien soltó una risita.
—Hemos tropezado con una dificultad —anunció Vic, sin mayor
preámbulo—. El señor Lublin dice que ésta es la primera vez en
la historia de nuestros bailes de gala de fin de año...
—¿Desde cuándo está asistiendo él? —murmuró alguien detrás
de Tommy—. ¿El siglo pasado?
—Hay un empate.
Se produjo un murmullo entre los asistentes.
—¿De qué tamaño? —gritó George Dawson, y se escucharon
algunas risas. Vic mostró una sonrisita nerviosa y, una vez más,
estuvo a punto de dejar caer las papeletas.
—Sesenta y tres votos para Frank Grier y Jessica MacLean, y sesenta
y tres votos para Thomas Ross y Carrie White.
El anuncio fue seguido por un momento de silencio, y luego se produjo
repentinamente un estruendoso aplauso. Tommy miró a su pareja. Ella
había bajado la cabeza como si estuviese avergonzada, pero él tuvo
una súbita sensación
(carrie carrie carrie)
que no se diferenciaba de la que había sentido al invitarla al
baile. Sentía que algo ajeno a él mismo se movía en su mente, algo
que pronunciaba el nombre de Carrie una y otra vez. Como si...
—¡Atención! —decía la voz de Vic por los altavoces—. Tengan
la bondad de prestar atención, por favor. —Los aplausos se
acallaron—. Vamos a hacer una votación de desempate. Por favor,
escriban los nombres de la pareja que prefieren, en las hojas de
papel que les serán entregadas.
Se alejó del micrófono con expresión de alivio.
Se repartieron las papeletas; eran hojas de papel que habían
arrancado rápidamente de algunos programas sobrantes. La orquesta
seguía tocando, aunque nadie le prestaba atención; todo el mundo
conversaba excitadamente.
—No nos estaban aplaudiendo a nosotros —dijo Carrie y levantó la
vista. Aquello que él había sentido (o que le pareció haber
sentido) había desaparecido—. No podría haber sido para nosotros.
—Quizá te estaban aplaudiendo a ti.
Ella lo miró enmudecida.
—¿Por qué tardan tanto? —susurró ella—. Los escuché
aplaudir. Quizás ése fuera el momento. Si lo has estropeado...
La cuerda de yute colgaba entre ellos. No había sido tocada porque
Billy la había sacado por el respiradero empleando un
destornillador.
—No te preocupes —dijo él calmadamente—. Tocarán el himno de
la escuela; siempre lo hacen.
—Pero...
—Cállate de una vez. Hablas demasiado.
El extremo de su cigarrillo osciló en la oscuridad.
Ella se calló. Pero
(oh cuando esto haya terminado me las vas a pagar, chico, a lo mejor
esta noche te acuestas con un nudo en los huevos)
su mente repitió furiosamente las palabras que había escuchado y
las almacenó. La gente no le hablaba así. Su padre era abogado.
Faltaban siete minutos para las diez.
Tommy tenía el lápiz partido entre los dedos, listo para escribir,
cuando ella le tocó la muñeca en forma ligera, insegura.
—No...
—No, ¿qué?
—No votes por nosotros —dijo finalmente.
El levantó las cejas, burlón.
—¿Por qué no? Cuando uno se mete en algo, hay que llegar hasta el
fin. Es lo que siempre dice mi madre.
(madre)
Al instante se presentó una imagen en su memoria: su madre recitaba
monótonamente unas plegarias interminables ante un Dios inmenso, sin
rostro, pétreo, que rondaba por los patios de estacionamiento de los
albergues de carreteras con una espada de fuego en la mano. Un terror
negro la invadió y tuvo que luchar con toda su alma para rechazarlo.
Se sentía incapaz de explicarse su terror, su sensación de
premonición. Sólo pudo sonreír impotente y repetir:
—No. Por favor.
Los encargados de la “Honor Society” estaban recogiendo las hojas
dobladas y ya avanzaban en dirección a ellos. El vaciló un momento,
luego, repentinamente, garabateó en la hoja de papel: Tommy y
Carrie.
—Para ti —dijo—. Esta noche tiene que ocurrirte todo lo mejor.
No pudo responder porque el presentimiento no la abandonaba: el
rostro de su madre.
El cuchillo resbaló de la piedra de afilar y, al instante, le hizo
un corte en la palma de la mano junto al pulgar.
Miró la herida. La sangre salía lenta y espesa de entre los labios
de la misma. Rodó por la mano y fue a manchar el gastado linóleo de
la cocina. Eso estaba bien, era bueno; la hoja había vertido sangre
y conocía su sabor. No vendó la herida, sino que dirigió el flujo
hacia el filo del cuchillo, para que la sangre oscureciera el afilado
destello de la hoja. Luego comenzó a afilarlo de nuevo sin prestar
atención a las gotas de sangre que salpicaban su vestido.
Si tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo
lejos de ti.
Las palabras de la Escritura eran severas, pero también dulces y
buenas. Una cita apropiada para aquellos que acechan en los sombríos
umbrales de los hoteles de una noche y en los arbustos detrás de las
boleras.
Sácatelo
(oh y la asquerosa música que tocan)
Arrójalo lejos
(las chicas muestran la ropa interior cómo suda cómo suda sangre)
de ti.
El reloj de cucú comenzó a dar las diez y
(córtale las entrañas y desparrámalas por el suelo)
si tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo
lejos de ti.
Había terminado de coser el vestido y no se sentía capaz de mirar
la televisión, leer un libro o llamar por teléfono a Nancy. No
había nada que pudiera hacer, excepto permanecer sentada en el sofá,
frente a la oscuridad de la ventana de la cocina, y sentir una
especie de miedo indecible que crecía en ella como una criatura que
llega a un espantoso término.
Suspiró y comenzó a frotarse los brazos distraídamente. Los sintió
fríos y ásperos. Eran las diez y doce minutos y no había ninguna
razón para pensar que el mundo se acababa.
Los montones eran más altos esta vez, pero se veían exactamente
iguales. Nuevamente, hubo que contarlos tres veces para cerciorarse.
Luego Vic Mooney se acercó al micrófono. Hizo una pausa mientras
saboreaba la tensión suspendida en el aire azulado, y anunció
simplemente:
—Tommy y Carrie ganan por un voto.
Se produjo un silencio de muerte durante un segundo. Luego los
aplausos volvieron a llenar el gimnasio, pero algunos de ellos tenían
un tono satírico. Carrie, sobresaltada, contuvo un grito ahogado y
Tommy sintió nuevamente (pero sólo durante un segundo) ese extraño
vértigo
(carrie carrie carrie carrie)
que parecía expulsar de su mente todo pensamiento excepto el nombre
y la imagen de esa extraña muchacha con la que se encontraba. Por el
fugaz espacio de un segundo se sintió presa del pánico.
Algo cayó al suelo con un sonido metálico y en el mismo instante la
vela se apagó.
Josie
y sus Lunáticos ya tocaban una versión rock de
Pompa y Circunstancia. Los encargados
aparecieron junto a su mesa (casi por arte de magia; todo había sido
meticulosamente ensayado por la señorita Geer quien, según los
rumores, devoraba encargados lentos y torpes para almuerzo) y
pusieron en la mano un cetro envuelto en papel de aluminio y
colocaron una capa con un exuberante cuello de piel de perro sobre
los hombros de Carrie, y un chico y una chica vestidos con chaquetas
blancas los condujeron por el pasillo central. La música de la
orquesta se convirtió en un estruendo. Los asistentes aplaudían. La
señorita Geer sentía justificada su existencia. Tommy Ross sonreía
aturdido.
Fueron conducidos por los escalones hasta el escenario, llevados
hasta los tronos y, finalmente, sentados. Los aplausos atronaban.
Había desaparecido el sarcasmo; eran francos, profundos, un poco
aterradores. Carrie se alegró de poder sentarse. Todo estaba
ocurriendo demasiado rápido. Le temblaban las piernas y, de pronto,
incluso bajo el escote relativamente subido de su vestido, sus senos
(bultoscochinos)
parecían terriblemente expuestos. El sonido de los aplausos en sus
oídos la hizo sentirse atontada, casi borracha. Una parte de ella
estaba realmente convencida de que todo eso no era sino un sueño,
del que despertaría muy pronto con contradictorias sensaciones de
pérdida y alivio.
Vic tronó ante el micrófono:
—¡El rey y la reina del baile de gala de 1979! ¡Tommy ROSS y
Carrie WHITE!
Los aplausos continuaban atronadores como disparos. Tommy Ross, que
en ese instante vivía uno de los momentos borrosos, imprecisos de su
vida, cogió la mano de Carrie y le sonrió mientras pensaba que la
intuición de Suzie no había fallado. Ella se las arregló para
devolverle la sonrisa. Tommy
(tenía razón ella y la amo y amo a esta chica también a esta
Carrie es bella y está bien y las amo a todas la luz la luz de sus
ojos)
y Carrie
(no puedo verlos me ciegan las luces los oigo pero no puedo verlos
las duchas recuerda las duchas oh mamá he subido demasiado quiero
bajar oh es que se están riendo y se preparan para lanzarme cosas
para señalarme y estallar de risa no los puedo ver no los puedo ver
hay demasiada luz)
y la viga encima de ellos.
Ambas orquestas, en una súbita y vibrante coalición de rock y
bronces, se lanzaron en la interpretación del himno de la escuela.
El público se puso en pie y comenzó a cantar sin dejar de aplaudir.
Eran las diez y siete minutos.
Billy acababa de flexionar las rodillas hasta hacer sonar las
articulaciones. Chris Hargensen permanecía junto a él, dando
señales de creciente nerviosismo. Sus manos recorrían las costuras
de sus tejanos y se mordía el labio inferior, apretándolo y
magullándolo un poco.
—¿Crees que van a votar por ellos? —preguntó Billy en voz baja.
—Lo harán —dijo ella—. Dejé todo preparado. Ganarán por
mucho. ¿Por qué siguen aplaudiendo? ¿Qué pasa por ahí dentro?
—No me preguntes, chica, yo no...
El himno de la escuela se escuchó como un rugido fuerte y compacto
en el suave aire de mayo y Chris dio un salto como si la hubiera
picado un insecto. Se le escapó un grito de sorpresa.
Con la frente altaaaaaaa, de nuestra Escuela Ewen...
—Adelante —dijo él—. Ya está allí.
Sus ojos brillaron suavemente en la oscuridad. Una extraña
semisonrisa había cruzado sus facciones.
Ella humedeció sus labios. Siguieron con la vista el largo de la
cuerda.
Llevaremos la bandera hasta el cielooooo...
—Silencio —susurró Chris.
Estaba temblando, y él pensó que su cuerpo nunca le había parecido
tan deseable, tan excitante. Cuando eso terminara le iba a hacer el
amor de tal manera que todas sus experiencias anteriores le iban a
parecer cosquillas hechas con el dedo de un marica. La iba a
penetrar.
—¿Te faltan agallas, ricura?
El se inclinó hacia delante.
—No lo voy a hacer por ti, amiguita. Pueden quedarse donde están
hasta que se congele el infierno.
Alzaremos con orgullo el blanco y el rojoooo...
Repentinamente de su boca salió un sonido ahogado que podría haber
sido una especie de grito, se inclinó hacia delante y tiró de la
cuerda con ambas manos. Durante un momento se deslizó en falso y
ella pensó que Billy le había estado tomando el pelo todo ese
tiempo, que la cuerda no estaba atada en ninguna parte, que colgaba
en el aire. Luego se tensó, aguantó un segundo y después subió
ásperamente entre las palmas de sus manos, dejando una delgada
raspadura.
—Yo... —comenzó.
En el interior, la música se detuvo en forma discordante. Durante un
momento, algunas ásperas voces continuaron sin darse cuenta, y luego
se acallaron. Hubo un compás de silencio y, acto seguido, alguien
gritó. Nuevo silencio.
Quedaron mirándose en la oscuridad, paralizados por la realidad del
hecho; no habían imaginado el impacto que les produciría. Chris
sintió que el aliento se convertía en vidrio en su garganta.
Entonces comenzó la risa en el gimnasio.
Eran las diez y veinticinco y la sensación se hacía cada vez peor.
Sue estaba frente a la cocina, parada sobre una pierna, esperando que
la leche comenzara a hervir para echarle el cacao. Dos veces había
intentado subir a ponerse la camisa de dormir, y en ambas ocasiones
se había detenido, atraída sin razón aparente a la ventana de la
cocina desde la que se veía Brickyard Hall y la espiral de la ruta n
° 6, que llevaba a la ciudad.
Pero, en ese momento, cuando la sirena instalada en la torre del
Ayuntamiento, en la calle principal, comenzó súbitamente a aullar
en mitad de la noche, subiendo y bajando en oleadas de pánico, no se
volvió de inmediato hacia la ventana, sino que sólo se limitó a
apagar el fuego para que no se derramara la leche.
Todos los días a mediodía sonaba la sirena del Ayuntamiento, y eso
era todo, excepto cuando llamaba a los voluntarios de la compañía
de bomberos durante la época de verano en que se producían
incendios en los pastizales. Sólo sonaba en caso de grandes
desastres. Y en ese momento, en medio de la casa vacía, su aullido
resultaba aterrador, irreal.
Se dirigió hacia la ventana, pero con gran lentitud. El ulular de la
sirena subía y bajaba, subía y bajaba. En alguna parte se empezaba
a oír sonar unos bocinazos, como si se tratara de una boda. Veía su
imagen en el vidrio oscuro: los labios separados, los ojos muy
abiertos y, casi inmediatamente, la condensación de su aliento la
oscureció.
Un recuerdo semiolvidado se hizo presente. De niña, en la escuela
secundaria, había participado en un entrenamiento para un supuesto
ataque aéreo. Cuando la profesora golpeaba con las manos y decía:
“Está sonando la sirena”, una tenía que meterse a gatas debajo
del banco, ponerse las manos sobre la cabeza y esperar, ya fuera la
señal de que había pasado el peligro, o los proyectiles enemigos
que las harían polvo. En ese momento, con la claridad de una hoja
conservada en un envoltorio de plástico
(está sonando la sirena)
sintió que las palabras se adherían a su mente.
Allá abajo, hacia la izquierda, donde se encontraba el patio de
estacionamiento —el círculo de luces de sodio lo convertía en un
lugar fácil de localizar, aunque el edificio de la escuela no se
veía en la oscuridad—, brilló una chispa, como si Dios hubiese
hecho funcionar un encendedor.
(ése es el lugar donde se encuentran los estanques de combustible)
La chispa vaciló y luego se convirtió en un estallido anaranjado.
Ahora podía ver la escuela y se estaba incendiando.
Ya se dirigía al armario para coger su abrigo cuando el estampido
sordo de la primera explosión sacudió el suelo bajo sus pies e hizo
tintinear la vajilla en los armarios.
De
Soy una sobreviviente de la fiesta macabra,
por Norma Watson (publicado en el número de agosto de 1980 de The
Reader's Digest, en la sección “Un drama de la vida real”:
... y todo fue tan rápido que nadie se dio cuenta realmente de lo
que estaba sucediendo. Estábamos todos de pie, aplaudiendo y
cantando el himno de la escuela. Y entonces —yo estaba situada en
la mesa de las acomodadoras, junto a la entrada principal, y miraba
hacia el escenario— se vio un destello producido por un objeto
metálico que reflejaba la intensa iluminación del escenario. Yo me
encontraba al lado de Tina Blake y Stella Houghton, y creo que ellas
lo vieron también.
De inmediato se produjo lo que pareció una enorme salpicadura de
rojo en el aire. Parte de ella se estrelló contra el mural y chorreó
en espesas gotas. Supe de inmediato, incluso antes de que los tocara
a ellos; que era sangre. Stella pensó que era pintura, pero yo tuve
un presentimiento, igual que esa vez que mi hermano fue atropellado
por un remolque cargado de heno.
Quedaron empapados. Carrie fue la que recibió más. Se veía
exactamente como si hubiese sido sumergida en un balde de pintura
roja. Permaneció allí inmóvil. No hizo un solo movimiento. La
orquesta de Josie y sus Lunáticos, que estaba más cerca del
escenario, recibió una rociada. El primer guitarrista tenía un
instrumento color blanco, y quedó cubierto de sangre.
—¡Dios mío, si es sangre! —exclamé.
Cuando dije eso, Tina dio un grito. Fue muy fuerte y se, escuchó en
todo el gimnasio.
La gente había dejado de cantar y reinó el silencio. Yo no podía
moverme; estaba clavada en el lugar. Levanté la vista y vi dos
baldes que se balanceaban y entrechocaban sobre los troncos. Todavía
goteaban. De repente cayeron, seguidos por una larga cuerda floja.
Uno de ellos golpeó a Tommy Ross en la cabeza. Produjo un sonido
fuerte, vibrante, como un gong.
Con eso alguien se rió. No sé quién fue, pero no era la risa de
una persona que ha visto algo divertido. El sonido era áspero,
histérico, horrible.
En ese mismo instante, Carrie abrió los ojos y pareció que se le
iban a desorbitar.
Ese fue el momento en que todos se pusieron a reír. Yo también, que
Dios me perdone. Resultaba tan... tan estrafalario.
Cuando
yo era pequeña tenía un libro de cuentos de Walt Disney que se
llamaba Canción del Sur
y traía esa historia del tío Remus sobre el niño de alquitrán.
Había un dibujo del niño sentado en medio de un camino y parecía
uno de esos cómicos antiguos que se pintaban la cara de negro y
mostraban unos grandes ojos blancos. Cuando Carrie abrió los ojos,
tuve la misma impresión. Era la única parte de ella que no estaba
completamente roja. Y como les daba la luz, tenían un aspecto
vidrioso. Que Dios me perdone, pero se veía igual a Eddie Cantor
haciendo ese número de los ojos saltones.
Eso fue lo que hizo que la gente se riera. No pudimos evitarlo. Era
una de esas situaciones en las que o una se ríe o se vuelve loca.
Carrie había sido siempre el blanco de todas las bromas, y esa noche
todos sentíamos que éramos parte de algo especial, como si
estuviéramos viendo a una persona reincorporándose a la raza
humana, y yo fui una de las que dio gracias a Dios por eso. Y luego
ocurrió eso. Ese horror.
De modo que no había nada más que hacer. Se trataba de reír o
llorar, ¿y quién iba a llorar por Carrie después de todos esos
años?
Simplemente se quedó sentada allí, mirándonos a todos fijamente
mientras la risa aumentaba y se hacía cada vez más estrepitosa. La
gente ya empezaba a llevarse las manos al vientre y a doblarse en dos
mientras la señalaban. Tommy era el único que no la miraba. Se
había desplomado sobre la silla, como si se hubiese quedado dormido.
Claro que no se podía saber si estaba herido; estaba cubierto de
sangre.
Y luego el rostro de Carrie... se desencajó. No se me ocurre otra
manera de describirlo. Se llevó las manos a la cara y, casi
tambaleándose, se puso de pie. Estuvo a punto de enredarse en sus
propios pies y caerse, y eso hizo qué la gente se riera más. Luego
abandonó el escenario con una especie de... salto. Fue como ver a
una gran rana roja que se precipitaba en una charca. Nuevamente
estuvo a punto de caerse, pero se mantuvo de pie.
La señorita Desjardin salió corriendo en dirección a Carrie. Ya
había dejado de reírse y extendía los brazos hacia ella. Pero, de
repente, giró bruscamente y fue a dar contra una pared al lado del
escenario. Fue la cosa más rara del mundo. No había tropezado ni
nada parecido. Fue como si alguien la hubiese empujado, pero no había
nadie allí para hacerlo.
Carrie corrió en dirección a la salida, cubriéndose la cara con
las manos, y alguien le puso una zancadilla. No sé quién sería,
pero el hecho es que Carrie se fue de bruces al suelo y dejó una
larga huella roja. Recuerdo que exclamó: “¡Uf!” Y la manera
como lo dijo nos hizo reír mucho más. Comenzó a andar a gatas por
el suelo, y luego se levantó y salió corriendo. Pasó junto a mí.
Se le sentía el olor de la sangre, un olor a vómito y putrefacción.
Bajó los escalones de dos en dos y después desapareció por la
puerta.
La risa empezó a disminuir. Algunos todavía se estremecían y se
reían por las narices. Lennie Brock había sacado un gran pañuelo
blanco y se enjugaba los ojos. Sally McManus estaba muy pálida, como
si fuera a vomitar, pero se sacudía con una risita tonta y no
parecía poder controlarla. Billy Bosnan se limitaba —a permanecer
en su lugar con su batuta en la mano mientras movía la cabeza con un
gesto negativo. El señor Lublin estaba junto a la señorita
Desjardin y pedía un Kleenex. Le sangraban las narices.
Tienen que comprender que todo esto sucedió en menos de dos minutos.
Nadie lograba entender nada. Estábamos aturdidos. Algunos recorrían
los grupos y hablaban un poco, pero no demasiado. Helen Shyres
estalló en llanto, y eso hizo que algunas de las otras la imitaran.
Luego, alguien gritó:
—¡Llamen un médico! ¡Un médico! ¡Pronto!
Era Josie Vreck. Estaba sobre el escenario, arrodillado junto a Tommy
Ross, y tenía la cara blanca como papel. Trató de levantarlo y el
trono se volcó y Tommy rodó por el suelo.
Nadie se movió; todos miraban fijamente. Yo me sentía petrificada.
Dios mío, era todo lo que podía pensar. Dios mío. Dios mío. Dios
mío. Y luego ese otro pensamiento penetró en mi mente, y me pareció
como si no fuese mío en realidad. Pensaba en Carrie. Y en Dios. Todo
se mezclaba confusamente y era horrible. Stella miró hacia donde yo
estaba, y dijo:
—Carrie ha vuelto.
—Sí, tienes razón —repliqué.
Todas las puertas del vestíbulo se cerraron de un golpe. Sonaron
como manos que se golpean. Alguien en el fondo dio un grito y eso
desencadenó la fuga precipitada. Todo el mundo corrió
desordenadamente hacia las puertas. Yo me quedé allí sola, inmóvil,
sin poder dar crédito a mis ojos. Y, cuando miré, un momento antes
de que llegaran los primeros y comenzaran a empujar, vi a Carrie
mirar hacia adentro, con el rostro manchado, como un indio pintado
para la guerra.
Estaba sonriendo.
Empujaban las puertas, las golpeaban, pero no se movían. Como
aumentaba el número de los que presionaban contra ellas, alcancé a
ver que los primeros que habían llegado eran aplastados contra
ellas, y jadeaban y gruñían. Pero; no se abrían. Y esas puertas
jamás habían estado cerradas. La ley lo prohíbe.
El señor Stephens y el señor Lublin arremetieron contra el grupo y
comenzaron a tirarlos hacia atrás, cogiendo chaquetas, faldas, lo
que fuera.; Todos chillaban y se escurrían como ganado. El señor
Stephens abofeteó a un par de chicas y dio un puñetazo en un ojo a
Vic Mooney. Les gritaban que salieran por la puerta de emergencia de
la parte de atrás. Algunos lo hicieron. Esos fueron los únicos que
sobrevivieron.
Fue entonces cuando comenzó a llover..., por lo menos eso fue lo
primero que pensé. Caía agua por todas partes. Levanté la vista y
vi que todos los irrigadores estaban abiertos. El agua caía sobre la
cancha de baloncesto y salpicaba en todas direcciones. Josie Vreck
gritaba a los muchachos de su orquesta que apagaran los
amplificadores eléctricos y los micrófonos, pero todos habían
desaparecido. Bajó del escenario de un salto.
Cesó el pánico frente a las puertas. La gente empezó a retroceder
mirando hacia el techo. Oí que alguien —creo que Don Farnham—
decía:
—Esto va a arruinar la cancha.
Otras personas se acercaron a ver a Tommy Ross. Me di cuenta en el
acto de que lo único que quería era salir de allí. Cogí la mano
de Tina Blake y le dije:
—Corramos. De prisa.
Para llegar a la salida de emergencia, había que atravesar un corto
corredor a la izquierda del escenario. Allí también había
irrigadores, pero no estaban funcionando. Y las puertas estaban
abiertas; alcanzaba a ver algunas personas que salían corriendo.
Pero la mayoría de los asistentes permanecían de pie en pequeños
grupos, mirándose y parpadeando. Algunos observaban la huella de
sangre que había quedado en el lugar en que Carrie se había caído.
El agua empezaba a borrarla.
Cogí el brazo de Tina y comencé a empujarla hacia la salida. En ese
mismo instante se produjo un enorme destello de luz, un alarido y un
ruido espantoso por los altavoces. Me volví y vi a Josie Vreck
aferrado al pie de uno de los micrófonos. No podía soltarlo.
Parecía que se le iban a saltar los ojos, tenía el pelo erizado y
daba la impresión de que estaba bailando. Sus pies resbalaban por el
agua y comenzaba a salir humo de su camisa.
Se desplomó sobre uno de los amplificadores —eran grandes, quizá
de un metro y medio o más— y cayó al agua. El ruido a través de
los altavoces subió hasta convertirse en un grito desgarrador y
luego se produjo otro crepitante destello y cesó el estrépito. La
camisa de Josie estaba ardiendo.
—¡Corre!
—me gritó Tina—. Ven, Norma. ¡Por
favor!
Salimos corriendo hacia el vestíbulo y algo estalló detrás del
escenario —supongo que serían los conmutadores centrales—. Volví
la vista durante un segundo. Alcancé a divisar el lugar donde se
encontraba Tommy, porque habían descorrido la cortina. Todos esos
gruesos cables se ondulaban en el aire, sacudiéndose y retorciéndose
como serpientes escapadas del canasto de un faquir. Luego, uno de
ellos se partió en dos. Se produjo un fogonazo color violeta cuando
tocó el agua y, en ese momento, todo el mundo gritó al mismo
tiempo.
Y luego ya estábamos fuera, corriendo por el aparcamiento. Creo que
yo iba gritando, no lo recuerdo muy bien. No recuerdo con claridad
nada de lo que ocurrió después de que comenzaron a gritar, después
de que esos cables de alto voltaje cayeran sobre el piso cubierto de
agua...
Para Tommy Ross, que sólo tenía dieciocho años, el fin llegó
rápida y misericordiosamente, y casi sin dolor. En ningún momento
pudo darse cuenta de que ocurría algo de importancia. Se produjo un
ruido metálico que él asoció momentáneamente con
(se cayeron los baldes de la leche)
un recuerdo de infancia ocurrido en la granja de su tío Galen y
luego con
(alguien dejó caer algo)
la orquesta que se encontraba más abajo. Alcanzó a vislumbrar el
rostro de Josie Vreck que miraba un punto sobre su cabeza
(qué pasa tengo una aureola)
y, en ese momento, lo golpeó el balde que contenía todavía la
cuarta parte de la sangre. El borde exterior del fondo lo golpeó en
la cabeza y
(eh eso me dolió)
perdió rápidamente el conocimiento. Todavía estaba tumbado sobre
el escenario cuando el fuego, que comenzó en el equipo eléctrico de
Josie y sus Lunáticos, alcanzó el mural y luego se extendió por
esa madriguera de ratones llena de viejos uniformes, libros y
papeles, que se encontraba detrás del escenario, en la parte
superior.
Ya estaba muerto cuando estalló el depósito de combustible, media
hora más tarde.
Del
indicador eléctrico automático de la
Associated Press de New England, a las
10:46 P.M.:
CHAMBERLAIN, MAINE (AP)
SE HA DECLARADO UN INCENDIO EN LA ESCUELA SECUNDARIA EWEN. HASTA EL
MOMENTO NO SE HA PODIDO CONTROLAR EL FUEGO. AL INICIARSE EL
SINIESTRO, SE REALIZABA UN BAILE ESCOLAR EN EL ESTABLECIMIENTO. SE
ESTIMA QUE LA CONFLAGRACIÓN TUVO SU ORIGEN EN UN FALLO DE LAS
INSTALACIONES ELÉCTRICAS. TESTIGOS AFIRMAN QUE EL SISTEMA DE
IRRIGACIÓN CONTRA INCENDIOS DE LA ESCUELA COMENZÓ A FUNCIONAR
INESPERADAMENTE, ORIGINANDO UN CORTOCIRCUITO EN EL EQUIPO DE UNA
ORQUESTA DE ROCK. OTROS TESTIGOS INFORMAN QUE SE PRODUJERON DESTROZOS
EN LOS CABLES ELÉCTRICOS CENTRALES. SE CREE QUE UNAS CIENTO DIEZ
PERSONAS PUEDEN ESTAR ATRAPADAS EN EL GIMNASIO EN LLAMAS. LOS CUERPOS
DE BOMBEROS DE LOS VECINOS PUEBLOS DE WESTOVER, MOTTON Y LEWISTON
COMUNICAN QUE HAN RECIBIDO PETICIONES DE AYUDAS Y SE ENCUENTRAN, O LO
ESTARÁN DENTRO DE POCO, EN CAMINO. POR EL MOMENTO NO SABEMOS QUE
HAYA VÍCTIMAS. FIN.
27 de mayo, 10:46 P.M. 69041 D AP.
Del
indicador eléctrico automático de la
Associated Press de New England, a las
11:22 P.M.:
URGENTE
CHAMBERLAIN, MAINE (AP)
UNA TREMENDA EXPLOSIÓN HA SACUDIDO LA ESCUELA SECUNDARIA THOMAS EWEN
EN LA PEQUEÑA CIUDAD DE CHAMBERLAIN, EN EL ESTADO DE MAINE. TRES
BOMBAS DE INCENDIOS QUE HABIAN SALIDO ANTERIORMENTE PARA COMBATIR EL
FUEGO QUE SE HABÍA DECLARADO EN EL GIMNASIO MIENTRAS SE REALIZABA UN
BAILE, VIERON FRUSTRADOS SUS ESFUERZOS PORQUE TODAS LAS BOCAS DE
INCENDIOS HABÍAN SIDO ESTROPEADAS. NOS INFORMAN QUE LA PRESIÓN DEL
AGUA EN LA CAÑERÍA CENTRAL DEL SECTOR QUE VA DESDE LA CALLE SPRING
HASTA LA PLAZA GRASS ES NULA. UN OFICIAL DE BOMBEROS DIJO: “LES
ARRANCARON LAS BOQUILLAS Y FUE IMPOSIBLE CONECTAR LAS MANGUERAS. EL
AGUA DEBE DE HABER BROTADO COMO EN SURTIDORES MIENTRAS TODOS ESOS
CHICOS ARDÍAN”. HASTA EL MOMENTO SE HAN RECUPERADO TRES CADÁVERES.
UNO DE ELLOS HA SIDO IDENTIFICADO COMO THOMAS B. MEARS, UN BOMBERO DE
LA LOCALIDAD. APARENTEMENTE, LOS OTROS DOS PERTENECEN A ALUMNOS QUE
ASISTÍAN A LA FIESTA. TRES BOMBEROS HAN SIDO LLEVADOS AL HOSPITAL DE
MOTTON A CAUSA DE LAS QUEMADURAS RECIBIDAS Y DE UN PRINCIPIO DE
ASFIXIA. SE CREE QUE LA EXPLOSIÓN TUVO LUGAR CUANDO EL FUEGO LLEGÓ
A LOS TANQUES DE COMBUSTIBLE DE LA ESCUELA, QUE ESTABAN SITUADOS
CERCA DEL GIMNASIO. TODO HACE PENSAR QUE EL INCENDIO TUVO ORIGEN EN
UN EQUIPO ELÉCTRICO INSUFICIENTEMENTE AISLADO. DESPUÉS DE
PRODUCIRSE UN FALLO EN EL SISTEMA DE IRRIGACIÓN CONTRA INCENDIOS.
FIN.
27 de mayo, 11,22 P.M. 70119E AP.
Sue sólo tenía un permiso de conducir para principiantes, pero
cogió las llaves del coche de su madre, que colgaban junto al
frigorífico, y corrió al garaje. El reloj de la cocina indicaba
exactamente las once.
Ahogó el motor en el primer intento y tuvo que forzarse a esperar
antes de probar de nuevo. Esta vez, el coche hizo un ruido y partió.
Sue salió estrepitosamente del garaje y abolló un guardabarros,
pero no se dio cuenta. Giró, y las ruedas traseras hicieron saltar
las piedrecillas del camino. El Plymouth 77 torció bruscamente y
salió al camino. Estuvo a punto de estrellar la parte de atrás
contra el pretil de la carretera, y eso le produjo una sensación de
asco en el estómago. Sólo en ese momento se dio cuenta de que
estaba gimiendo desde el fondo de su ser, como un animal atrapado.
No se detuvo en el stop que señalaba la intersección de la ruta 6 y
el Back Chamberlain Road. Las sirenas de incendios llenaban la noche
desde el Este, donde Chamberlain lindaba con Westover y desde Motton,
al Sur, a sus espaldas.
Estaba a punto de llegar a la base de la colina cuando explotó la
escuela.
Apretó el freno con ambos pies y se vio lanzada contra el volante,
como una muñeca de trapo. Los neumáticos produjeron un ruido
chirriante sobre el pavimento. Torpemente, consiguió abrir la puerta
y salió protegiéndose la vista con las manos a causa del
resplandor.
Un estallido de fuego se había disparado hacia el cielo, arrastrando
un nimbo de escombros en el que revoloteaban estructuras metálicas,
madera y papeles. Había un fuerte olor a combustible. La calle
principal parecía iluminada por un fogonazo. Vio que toda el ala de
la escuela que correspondía al gimnasio era una ruina que se
desplomaba llameante.
La explosión se produjo un momento más tarde y la empujó hacia
atrás. La basura del camino pasó junto a ella en una ráfaga enorme
y repentina y sintió una corriente de aire tibio que le recordó
fugazmente
(el olor en los metros)
un viaje que había hecho a Boston el año anterior. Las ventanas del
“Bill's Home Drugstore” y de la “Kelly Fruit Company”
tintinearon y cayeron hacia dentro.
Había caído sobre un costado. El fuego iluminaba la calle con un
mediodía infernal. Lo siguiente ocurrió como si hubiese sido
proyectado a cámara lenta mientras su mente seguía funcionando
(muertos están todos muertos carrie por qué pensar en carrie)
a su propio ritmo. Los coches pasaban a gran velocidad hacia el lugar
del siniestro. Algunas personas corrían en pijamas, camisones o
batas. Vio a un hombre que salía de la comisaría de Policía de
Chamberlain, que también servía de tribunal. Se movía con
lentitud. Los coches avanzaban lentamente. Incluso la gente que
corría lo hacía lentamente. Vio que el hombre colocaba las manos
alrededor de la boca y gritaba algo; no se oyó con claridad en medio
del ulular de la sirena del Ayuntamiento, de las bombas y el crujir
de la monstruosa boca de fuego. Parecía decir:
—Oiga, currillo, no lo tire a la cocina.
La calle estaba mojada en ese sector. La luz bailaba en el agua,
junto a la gasolinera Amoco.
—... currillo...
Y luego el mundo voló en pedazos.
Del testimonio bajo juramento presentado por Thomas K. Quillan ante
la Comisión Investigadora del Estado de Maine, en relación con los
sucesos ocurridos la noche del 27 al 28 de mayo en Chamberlain, Maine
(la versión resumida que presentamos pertenece al libro Baile para
un holocausto, El informe de la Comisión White, Signet Books, Nueva
York, 1980):
P. Señor Quillan, ¿tiene usted su domicilio en Chamberlain?
R. Sí, señor.
P. ¿Cuál es su dirección?
R. Tengo una habitación encima del salón de billar. Yo trabajo ahí.
Friego los pisos, limpio las mesas, trabajo en las máquinas...,
máquinas de ésas para entretenerse marcando puntos, ya sabe.
P. ¿Dónde se encontraba usted la noche del 27 de mayo a las 22:30,
señor Quillan?
R. Bueno... en realidad estaba en una celda, en la comisaría. A mí
me pagan los jueves, comprende. Y siempre salgo y me emborracho. Voy
al “Cavalier”, bebo algo de cerveza, juego un poco al póquer en
la parte de atrás. Pero, cuando bebo, me salen todos los malos
instintos. Siento como si tuviera una carrera de coches metida en la
cabeza. Ocioso, ¿no cree? Una vez le di a un tío en la cabeza con
una silla y...
P. ¿Tenia la costumbre de irse a la comisaría cuando sentía que
iba a tener uno de esos ataques?
R. Sí, el gordo Otis es amigo mío.
P. ¿Se refiere usted al sheriff Otis Doyle?
R. Sí, claro. Me dijo que fuera a verlo cada vez que sintiera esos
instintos. La noche anterior al baile yo había estado jugando al
póquer chino con unos amigos en el cuarto trasero del “Cavalier”
y me dio por pensar que Marcel Dubay estaba haciendo trampas. No
habría pensado eso de haber estado sobrio, porque cuando un francés
le quiere jugar una mala pasada a uno le basta con mirar sus propias
cartas, pero ese me descontroló. Me había bebido un par de
cervezas, sabe, así que tiré las cartas y me fui a la comisaría.
Plessy estaba de guardia y me encerró de inmediato en la celda
número 1. Plessy es un buen tipo. Yo conocí a su madre, pero ya
hace mucho de eso.
P. ¿Señor Quillan, cree que podemos hablar de lo que pasó la noche
del 27 a las 22:30?
R. ¿No lo estamos haciendo?
P. Así lo espero. Continúe.
R. Bueno, Plessy me encerró alrededor de las dos de la mañana del
viernes y me quedé dormido ahí mismo. Aturdido, podríamos decir.
Desperté alrededor de las cuatro de la tarde del día siguiente, me
tomé tres Alka-Seltzers y me volví a dormir. Tengo maña para eso.
Puedo dormir hasta que la mona ha desaparecido completamente. El
gordo Otis dice que debería patentarlo, que ayudaría a mucha gente.
P. No me cabe duda, señor Quillan. Pero veamos, ¿cuándo volvió a
despertar?
R. El viernes por la noche, como a las diez. Estaba muerto de hambre,
así que decidí bajar al bar a comer algo.
P. ¿Lo dejaron solo en una celda abierta?
R. Por supuesto. Soy un tipo fantástico cuando estoy sobrio. De
hecho, una vez...
P. Limítese a referir al comité lo que sucedió cuando abandonó la
celda.
R. Empezó a sonar la sirena de incendios, eso fue lo que sucedió.
Me llevé un susto que... vaya... No había escuchado esa sirena
desde que terminó la guerra de Vietnam. Así que subo corriendo y,
maldita sea, no hay nadie en la oficina. Me digo: Mierda, a Plessy le
va a llegar por esto. Siempre tiene que haber alguien de guardia por
si hay alguna llamada. Así que me fui a mirar por la ventana.
P. ¿Podía ver la escuela desde allí?
R. Por supuesto. Está al otro lado de la manzana, a una calle y
media de distancia. La gente gritaba y corría de un lado a otro. Y
entonces fue cuando vi a Carrie White.
P. ¿La había visto antes alguna vez?
R. No.
P. Y, entonces, ¿cómo supo que era ella?
R. No sé; no lo puedo explicar.
P. ¿Alcanzaba a verla con claridad?
R. Estaba parada bajo un farol, junto a la boca de incendios que hay
en la esquina de la calle Spring con Main.
P. ¿Ocurrió algo?
R. Ya lo creo. Toda la cabeza de la boca voló en tres direcciones: a
la izquierda, a la derecha y derecho hacia el cielo.
P. ¿A qué hora ocurrió este... eh... este desperfecto?
R. Como a las once menos veinte. No sería más tarde.
P. ¿Qué pasó después?
R. Avanzó hacia el centro. Tenía un aspecto horrible, señor.
Llevaba una especie de traje de fiesta, o lo que quedaba del traje, y
se había empapado con el agua de la toma y estaba cubierta de
sangre. Parecía como si acabara de salir arrastrándose de un
accidente de coche. Pero estaba sonriendo. Nunca había visto una
sonrisa así. Era como de una calavera. Y todo el tiempo estaba
mirándose las manos y tratando de limpiárselas en el vestido,
intentando quitarse la sangre mientras pensaba que nunca lo
conseguiría y cómo iba a hacer correr sangre por toda la ciudad y
cómo los haría pagar a todos. Era algo espantoso.
P. ¿Cómo podía sospechar usted lo que ella estaba pensando?
R. No lo sé. No logro explicármelo.
P. Durante el resto de su declaración preferiría que se limitara a
describir solamente lo que vio, señor Quillan.
R.
Muy bien. Había una boca en la esquina de la plaza Grass y también
estalló. Eso lo pude ver mejor. Las tuercas de los costados se
estaban desatornillando solas. Con mis propios ojos
vi cómo sucedía. Estalló igual que
el otro. Y ella estaba feliz. Se estaba diciendo: “Ahí tienen para
ducharse, ahí...” oh, perdón. Empezaron a pasar las bombas y la
perdí de vista. Se detuvieron cerca de las bocas y vieron que no
iban a conseguir agua. El oficial Burton comenzó a dar voces y en
ese momento voló la escuela. ¡Dios mío!
P. ¿Abandonó la comisaría?
R. Sí; quería encontrar a Plessy y contarle lo de esa loca y las
bocas de incendio. Miré hacia la gasolinera Amoco y vi algo que me
heló la sangre. Las mangueras de las bombas estaban desenganchadas.
Teddy Duchamp murió en 1968 y Dios lo tenga en su Santo Reino, pero
su hijo ponía candado a esas bombas todas las noches tal como lo
hacía su padre. Todos los candados Yale estaban rotos y colgaban del
pasador. Los pitones estaban tirados sobre el asfalto y en todos
ellos funcionaba el mecanismo automático. La gasolina salía a
chorros y corría por la acera hacia la calle. Por los mil demonios,
cuando vi eso se me encogieron los huevos. Luego apareció ese tipo
que iba corriendo con un cigarrillo encendido.
P. ¿Qué hizo entonces?
R. Me puse a gritarle. Le dije algo como ¡Oiga, cuidado con ese
cigarrillo! ¡No lo tire, que es gasolina! No me oyó. Con las
sirenas de las bombas y la sirena del Ayuntamiento y los coches que
subían y bajaban como locos, no me extraña. Vi que lo iba a tirar y
yo corrí hacia el interior del edificio para protegerme.
P. ¿Qué pasó después?
R. ¿Después? Bueno, eso ya es obra del Demonio...
Cuando cayeron los baldes, en un primer momento sólo oyó un fuerte
ruido metálico que se abría paso a través de la música y luego
sintió que la bañaba una tibia humedad. Cerró los ojos
instintivamente. Escuchó un gemido junto a ella y en la parte de su
mente que hacía tan poco tiempo se había despertado percibió un
breve dolor.
(tommy)
La música se detuvo con un estrépito discordante y unas pocas voces
quedaron en el aire como cuerdas rotas. En la súbita inercia de la
expectación, que llenaba el vacío entre el hecho y la realización,
como una condena a muerte, oyó claramente que alguien decía:
—¡Dios mío, si es sangre!
Un momento después, como para revelar la verdad en toda su
dimensión, para señalarla con horrible claridad, alguien dio un
alarido.
Carrie permaneció sentada con los ojos cerrados y sintió la masa
negra del terror que crecía en su mente. Su madre tenía razón,
después de todo. Habían vuelto a burlarse, la habían engañado,
una vez más era la víctima de la broma. El horror de la situación
debería haber sido algo conocido para ella, pero no lo era; se
habían burlado allí, delante de todos, y habían repetido la escena
de la ducha... sólo que la voz había dicho
(dios mío si es sangre)
algo demasiado horrible como para atreverse a contemplarlo. Si abría
los ojos.y era verdad, ¿qué haría entonces? ¿Qué haría?
Alguien
comenzó a reír, el sonido solitario y asustado de una hiena, y ella
abrió los ojos, los abrió para ver quién era, y
era cierto, la pesadilla definitiva,
estaba cubierta y chorreaba, la habían empapado con el velado
secreto de la sangre ante todos ellos y su pensamiento
(oh... me han... CUBIERTO)
tenía
el horrible color púrpura de su repulsión y su vergüenza. Podía
sentir su olor y era el hedor de la sangre, ese espantoso olor húmedo
y metálico. En un vacilante caleidoscopio de imágenes vio la sangre
que corría espesa por sus muslos desnudos, oyó el incesante
golpeteo de las duchas sobre las baldosas, sintió el suave roce de
los tapones, y los paños contra su piel mientras unas voces la
urgían diciéndole que se lo TAPE,
saboreó la espesa e inagotable amargura del horror. Finalmente,
habían conseguido darle la ducha que ellas tanto deseaban.
Una segunda voz se unió a la primera, y luego se oyó una tercera
—la aguda risita de soprano de una chica—, una cuarta, una
quinta, seis, una docena, todos, todos se reían. Vic Mooney se reía.
Podía verlo. Tenía el rostro paralizado por la impresión, pero la
risa salía de todas maneras.
Permaneció inmóvil dejando que el ruido le llegara en oleadas.
Todavía eran hermosos y había encanto y magia, pero ello había ido
más allá y el cuento de hadas tenía el color verdoso de la
putrefacción y el mal. Y, en esa última historia, ella mordería la
manzana envenenada, recibiría el ataque de los duendes y moriría
devorada por los tigres.
Una vez más se estaban riendo de ella.
Y de pronto vio con claridad. Se apoderó de ella la conciencia de
que había sido cruelmente burlada y un horrible grito sin ruido
(me están MIRANDO)
luchó por salir de su garganta. Se cubrió el rostro con las manos
para ocultarlo y, tambaleándose, se levantó de la silla. Su único
pensamiento era correr, salir de la luz, dejar que se la tragaran las
tinieblas y la ocultaran.
Pero era como tratar de correr con el agua hasta la cintura. Su mente
traidora había retardado el tiempo y parecía que todo se
arrastraba, como si Dios hubiese cambiado la velocidad de la escena
de 78 revoluciones a 33 1/3. Incluso la risa parecía tener un sonido
más profundo y se había reducido a un rumor sordo, lento y
siniestro.
Sus pies se enredaron, y estuvo a punto de caerse del escenario.
Recobró el equilibrio, se inclinó y saltó al suelo. Subió el
volumen de esa risa rechinante. Parecía que restregaban piedras unas
contra otras.
No quería ver, pero no pudo evitarlo; las luces eran demasiado
brillantes y alcanzó a ver todos sus rostros: las bocas, los
dientes, los ojos. Podía ver sus propias manos ensangrentadas ante
sus ojos.
La señorita Desjardin corría hacia ella y su cara estaba inundada
de falsa compasión. Bajo la superficie Carrie podía ver cómo la
verdadera señorita Desjardin sofocaba una risita obscena. La
señorita Desjardín abrió la boca y su voz se escuchó lenta,
profunda, horrible:
—Déjame ayudarte, querida. Lo siento tant...
Concentró en ella su fuerza
(doblégate)
y la señorita Desjardin se precipitó contra la pared del costado
del escenario, cayó al suelo y quedó allí hecha un montón
informe.
Carrie se lanzó a correr. Corrió por en medio de ellos. Tenía las
manos sobre la cara, pero podía ver a través de la prisión de sus
dedos, podía verlos a ellos, ver que eran hermosos y estaban
envueltos en la luminosa vestimenta de la Aceptación. Los zapatos
brillantes, las pieles tersas, los complicados peinados, los
fulgurantes vestidos. Se apartaban de ella como si llevara la plaga,
pero no dejaban de reír. Luego, disimuladamente, alguien estiró un
pie
(sí claro eso es lo que viene ahora claro)
y cayó hacia delante; quedó apoyada en las manos y las rodillas y
comenzó a andar a gatas con el pelo ensangrentado colgando ante sus
ojos, a arrastrarse como san Pablo en el camino de Damasco, cuando
sus ojos habían sido cegados por la luz. Ahora tenía que esperar
que alguien le diera una patada en el trasero.
Pero nadie lo hizo y, torpemente, se puso de pie. Se empezó a
acelerar el ritmo de las cosas. Había salido al vestíbulo y ya
bajaba las escaleras por las que ella y Tommy habían subido
elegantemente dos horas atrás.
(tommy está muerto ése es el precio ése es el precio por traer la
plaga al lugar de la luz)
Bajó con torpes zancadas mientras sentía que las risas revoloteaban
como pájaros alrededor de su cabeza.
Luego la oscuridad.
Cruzó el ancho césped que había frente a la escuela, perdió los
zapatos y siguió corriendo descalza. El cuidado césped era como
terciopelo, ligeramente cubierto de rocío. La risa había quedado
atrás y comenzó a calmarse un poco.
Esta vez sus piernas sí que se enredaron y cayó de bruces cerca del
asta de la bandera. Permaneció quieta, respirando entrecortadamente,
con su rostro ardiendo enterrado en la frescura del césped. Lágrimas
de vergüenza rodaron por sus mejillas, calientes y espesas como el
primer flujo de sangre menstrual. La habían vencido, había perdido
de una vez para siempre. Todo había terminado.
Se recuperaría dentro de un momento y se iría furtivamente a su
casa, atravesando calles alejadas, pegadas a las sombras por si
alguien salía a buscarla, se encontraría con su madre y reconocería
que se había equivocado...
(¡¡NO!!)
Su valor —que era bastante— la hizo rebelarse súbitamente y
gritar la palabra con fuerza. ¿El armario? ¿Las interminables y
delirantes oraciones? ¿Los panfletos y la cruz y sólo el pájaro
mecánico del reloj de cucú para medir el resto de las horas, días,
años y décadas de su vida?
De pronto, como si hubiese comenzado la proyección de un vídeo en
su mente, vio que la señorita Desjardin corría hacia ella y luego
era lanzada contra la pared como una muñeca de trapo cuando empleó
su mente contra ella, sin siquiera pensarlo conscientemente.
Se volvió de espaldas. En su rostro pintado sus ojos enloquecidos
miraban las estrellas. Se había olvidado de
(¡¡EL PODER!!)
Era el momento de darles una lección, el momento de poner las cosas
en su lugar. Rió en forma histérica. Era una de las frases
favoritas de su madre.
(mamá vuelve a casa deja su bolso sobre la mesa y dice con un
destello de sus gafas bueno ese tipo se metió conmigo pero yo puse
las cosas en su lugar)
Allí estaba el sistema de irrigación. Ella podía abrirlo, podría
hacerlo fácilmente. Lanzó una risita aguda y se levantó, caminó
descalza hasta las puertas del vestíbulo. Hacer funcionar el sistema
contra incendios y cerrar todas las puertas. Mirar hacia adentro y
dejar que ellos vieran que los estaba mirando y riéndose de ellos
mientras el agua estropeaba sus vestidos y sus peinados y le quitaba
el brillo a los zapatos. Sólo sentía que no pudiese ser sangre.
El vestíbulo estaba desierto. Se detuvo un momento cuando subía las
gradas y DOBLÉGATE, las puertas se cerraron con un golpe bajo la
concentrada fuerza que dirigió hacia ellas y se desprendieron los
mecanismos neumáticos para mantenerlas cerradas. Oyó que algunos
gritaban, Y para ella fue como una música, una dulce música soul.
Durante un instante todo siguió igual y luego pudo sentir cómo las
empujaban queriendo abrirlas. La presión era mínima. Estaban
atrapados
(atrapados)
y la palabra resonó en su mente con un eco enloquecedor. Los tenía
en un puño, en su poder. ¡Poder! ¡Qué palabra ésa!
Recorrió el resto del trayecto y miró hacía adentro. George Dawson
estaba pegado al vidrio y luchaba y empujaba con el rostro
distorsionado por el esfuerzo. Había otros detrás de él, y todos
parecían peces en un acuario.
Levantó la vista y sí, ahí estaban las cañerías de los
irrigadores con sus pequeñas llaves de paso como margaritas de
metal. Las cañerías atravesaban las verdes paredes de hormigón por
unos pequeños orificios. Había muchas en el interior, recordaba.
Una ley para la prevención de incendios o algo así.
Incendios. En un instante, su mente recordó
(gruesos cables negros como serpientes)
los cables eléctricos que se extendían sobre el escenario. Los
asistentes no los alcanzaban a ver porque estaban ocultos por las
candilejas, pero ella había tenido que pasar cuidadosamente sobre
ellos cuando se dirigía al trono. Tommy la sostenía del brazo.
(fuego y agua)
Llevó su mente hacia arriba, sintió las cañerías, siguió su
contorno. Frías, llenas de agua. Sintió un sabor a hierro en su
boca, a metal mojado y frío, como el sabor del agua que uno bebe del
pitón de una manguera.
Doblégate.
Durante un momento no sucedió nada. Luego comenzaron a apartarse de
las puertas y a mirar en torno. Se acercó al pequeño rectángulo de
vidrio que había en la puerta central y miró hacia adentro.
Estaba lloviendo en el gimnasio.
Carrie comenzó a sonreír.
Sólo había abierto algunos. Pero descubrió que, mirando
directamente a los irrigadores, podía seguir con mayor facilidad su
curso en la mente. Empezó a abrir más y más. Sin embargo, no era
suficiente. Todavía no estaban llorando, así que no era bastante.
(hazles daño entonces hazles daño)
Había un chico junto a Tommy; hacía gestos desesperados y gritaba
algo. Mientras ella lo miraba, bajó del escenario y corrió hacia el
equipo de la orquesta de rock. Agarró el pie de uno de los
micrófonos y quedó paralizado. Carrie lo observó perpleja mientras
su cuerpo iniciaba una danza estremecida, casi sin movimiento. Sus
pies resbalaban en el agua, sus cabellos se habían erizado como púas
y la boca se le abría por impulsos, como si fuera la de un pez. Se
veía cómico. Carrie comenzó a reír.
(vamos que todos se vean cómicos)
Y, en un impulso ciego y repentino, reunió todo el poder que podía
sentir.
Algunas de las luces empezaron a echar humo. Hubo un destello
deslumbrante en alguna parte cuando un cable eléctrico cayó sobre
un charco de agua. Se producían sordos golpes en su mente cuando los
cortocircuitos operaban inútilmente. El muchacho que estaba aferrado
al pie del micrófono cayó sobre.uno de los amplificadores y se
produjo un estallido de chispas color morado y luego el empavesado
del papel crepé que cruzaba el escenario empezó a arder.
Justo bajo los tronos, un cable eléctrico de 220 voltios crepitaba
en el suelo. Junto a él, Rhonda Simard, vestida con su traje de gala
de tul verde, ejecutaba el espasmódico baile de un títere.
Repentinamente, su traje ardió en llamas y ella cayó hacia delante
sin dejar de moverse.
Quizás ése fue el momento en que Carrie perdió el control. Se
apoyó contra las puertas. Su corazón latía frenéticamente, pero
su cuerpo estaba helado como un témpano. En su rostro lívido se
destacaban dos afiebradas manchas rojas que coloreaban sus mejillas.
Su cabeza palpitaba intensamente y había desaparecido todo
pensamiento consciente.
Se alejó de las puertas, tambaleante, y las mantuvo cerradas, aunque
sin propósito ni plan alguno. En el interior las llamaradas se
hacían más brillantes y se dio cuenta borrosamente de que el umbral
había sido alcanzado por el fuego.
Se dejó caer sobre el escalón superior y puso la cabeza entre las
rodillas, tratando de reducir el ritmo de su respiración. Nuevamente
estaban tratando de salir por las puertas, pero podía mantenerlas
cerradas fácilmente: eso solo no le exigía ningún esfuerzo. Un
oscuro sentido le indicó que algunos de ellos se estaban escapando
por la salida de emergencia, pero los dejó hacer. Ya se los
encontraría más tarde. No se le escaparía ninguno, ni uno solo.
Bajó las gradas lentamente y atravesó las puertas exteriores sin
dejar de mantener cerradas las del gimnasio. Resultaba fácil. Todo
lo que tenia que hacer era verlas en su mente.
La sirena aulló de repente y le hizo dar un grito y llevarse las
manos a la cara,
(la sirena es sólo la sirena de incendios)
por un momento. Su mente perdió de vista las puertas del gimnasio y
algunos de ellos casi 1ograron salir. No, no. Soy una chica traviesa.
Las cerró de un portazo y alguien quedó con la mano cogida, tuvo la
sensación de que era Dale Norbert, la presión le cortó uno de los
dedos.
Tambaleándose, cual un espantapájaros de ojos desorbitados, cruzó
el césped en dirección a la calle Main. A su derecha estaba el
centro de la ciudad, los grandes almacenes, la “Kelly Fruit”, el
salón de belleza y peluquería, las gasolineras, la comisarla, el
cuerpo de bomberos...
(apagarán mi incendio)
Pero no lo conseguirían. Lanzó una risita aguda y el sonido tenía
algo de demencial, algo triunfante, perdido, victorioso, aterrado.
Llegó a la primera boca de incendios y trató de hacer girar la
enorme tuerca pintada de uno de los costados
(vaya)
Era pesada. Era muy pesada. Un metal apretado con fuerza para hacerla
desistir. No importaba.
Lo torció con mayor fuerza y sintió que cedía. Luego el otro lado.
Después la parte superior. En seguida retrocedió un poco e hizo
girar los tres al mismo tiempo. Se desatornillaron en un instante. Se
produjo un estallido de agua, una parte del chorro caía hacia los
lados y la otra era lanzada hacia arriba. Una de las tuercas pasó
volando a mortífera velocidad a un metro de ella. Golpeó el
pavimento y desapareció haciendo una carambola. El poderoso chorro,
blanco por la presión del agua, surgía en forma de cruz.
Sonriendo, a tropezones, con el corazón dando más de doscientos
latidos por minuto, empezó a andar hacia Grass Plaza. No se daba
cuenta de que restregaba sus ensangrentadas manos contra su vestido,
como Lady Macbeth, o que estaba llorando incluso cuando se reía o
que una oculta parte de su mente buscaba ansiosamente la total y
definitiva autodestrucción.
Porque se los iba a llevar con ella e iba a haber una gran hoguera
hasta que toda la Tierra estuviera impregnada de su hedor.
Abrió la boca de incendios de Grass Plaza y luego empezó a bajar
hacia la gasolinera Amoco. Casualmente fue la primera que encontró,
pero no iba a ser la última.
Del
testimonio bajo juramento presentado por el sheriff Otis Doyle ante
la Comisión Investigadora del Estado de Maine (de
El informe de la Comisión White),
págs. 29-31:
P. Sheriff, ¿dónde se encontraba usted la noche del 27 de mayo?
R. Estaba en la ruta 179, conocida como el Old Benton Road,
investigando un accidente de coche. En realidad, se encontraba fuera
de los límites de Chamberlain y correspondía a Durham, pero yo
estaba ayudando a Mel Crager, el jefe de Policía de Durham.
P. ¿En qué momento recibió las primeras informaciones respecto de
los sucesos que ocurrían en la Escuela Ewen?
R. El agente Jacob Plessy me lo comunicó por radio a las 22,21
horas.
P. ¿Cuál fue el contenido de la comunicación?
R. El agente Plessy me informó que había problemas en la escuela,
pero que no sabía si era algo serio. Dijo que se escuchaba un
griterío y que alguien había hecho funcionar la alarma contra
incendios. Agregó que se dirigía al lugar para investigar los
hechos.
P. ¿Dijo que se había declarado un incendio en la escuela?
R. No, señor.
P. ¿Le pidió que volviera a informarle?
R. Sí.
P. ¿Cumplió sus instrucciones?
R. No; murió en la explosión de la gasolinera Amoco, situada en la
esquina de Main y Summer.
P. ¿Volvió a recibir una comunicación radiofónica relacionada con
Chamberlain?
R. Sí; a las 22:42. En ese momento volvía a Chamberlain con un
sospechoso en el asiento trasero de mi coche —un conductor
borracho—. Como ya he dicho, el caso correspondía a Mel Crager,
pero Durham no tiene cárcel. Cuando llegué con él a Chamberlain no
quedaba mucho de la nuestra.
P. ¿Qué comunicación recibió a las 22:42?
R. Recibí una llamada de la Policía estatal, que había sido
retransmitida desde el cuerpo de bomberos de Morton. El despacho
decía que había un incendio y, aparentemente, algunos disturbios en
la Escuela Secundaria Ewen, y probablemente una explosión. En ese
momento nadie estaba seguro de nada. Recuerde que todo sucedió en un
espacio de cuarenta minutos.
P. Estamos al tanto de eso, sheriff. ¿Qué sucedió a continuación?
R. Volví a Chamberlain haciendo funcionar la sirena y la luz
intermitente. Trataba de comunicarme con Jake Plessy, pero no obtenía
respuesta. Fue en ese momento cuando escuché la voz de Tom Quillan
por la radio. Me decía confusamente que toda la ciudad estaba en
llamas y que no había agua.
P. ¿Sabe a qué hora fue eso?
R. Sí, señor. A esa altura ya había empezado a llevar control del
tiempo. Eran las 22:58.
P. Quillan afirma que la gasolinera Amoco estalló a las 23:00.
R. Yo me decidiría por un momento intermedio. Digamos las 22:59.
P. ¿A qué hora llegó a Chamberlain?
R. A las 23 horas.
P. ¿Cuál fue su primera impresión, sheriff Doyle?
R. Me sentí aturdido. No podía creer lo que estaba viendo.
P. ¿Y qué estaba viendo exactamente?
R. Toda la mitad superior del sector comercial de la ciudad estaba en
llamas. La gasolinera Amoco había desaparecido. Los almacenes
Woolworth's eran sólo una estructura llameante. El fuego se había
extendido hacia las fachadas de madera de tres negocios que estaban
cerca: el Duffy's Bar, la Kelly Fruit Company y el salón de billar.
El calor era atroz. Las chispas caían sobre los techos de la Agencia
de Propiedades Maitland y el negocio de automóviles de Doug Brann.
Seguían llegando camiones de bomberos, pero era muy poco lo que
podían hacer. Todas las bocas de esa calle habían sido destrozadas.
Las únicas que podían hacer algo eran dos viejas bombas cisterna
del cuerpo de Bomberos Voluntarios de Westover, y prácticamente
tenían que limitarse a mojar los techos de los edificios más
próximos. Y por supuesto que la escuela, bueno, sencillamente..., ya
no estaba allí. Claro que se hallaba bastante aislada y no había
nada cerca que se pudiese quemar, pero Dios mío, todos esos chicos
allí dentro..., todos esos chicos...
P. ¿Encontró a Susan Snell. cuando entraba en la ciudad?
R. Sí, señor. Me hizo señales para que me detuviera.
P. ¿A qué hora ocurrió eso?
R. Justo en el momento que entraba... No más de las 23:12.
P. ¿Qué le dijo ella?
R. Estaba deshecha. Había tenido un pequeño accidente, su coche
había patinado, y hablaba en forma incoherente. Quería saber si
Tommy había muerto. La pregunté quién era Tommy, pero no me
respondió. Me preguntó si ya habíamos cogido a Carrie.
P. La Comisión tiene un especial interés en esta parte de su
declaración, sheriff Doyle.
R. Sí, señor. Lo sé.
P. ¿Cómo respondió a esa pregunta?
R. Bueno, que yo supiera, sólo había una Carrie en el pueblo, y ésa
era la hija de Margaret White. Le pregunté si Carrie tenía algo que
ver con los incendios. La señorita Snell me contestó que Carrie los
había provocado. Sus palabras fueron: “Carrie provocó el
incendio. Carrie provocó el incendio”. Lo dijo dos veces.
P. ¿Agregó algo más?
R. Sí, señor. Dijo: “Se burlaron de Carrie por última vez”.
P. Sheriff, ¿está seguro de que no dijo: “nos burlamos de Carrie
por última vez”?
R. Estoy completamente seguro.
P. ¿Ciento por ciento? ¿Sin ninguna duda?
R. Señor, estábamos rodeados por una ciudad que se incendiaba.
Yo...
P. ¿Había estado bebiendo?
R. ¿Cómo?
P. Le pregunto si la señorita Snell había estado bebiendo. Usted
dijo que había chocado.
R. Creo que dije que su coche había patinado.
P. ¿Y no está completamente seguro de que no dijo “nos burlamos”
en vez de “se burlaron”?
R. Supongo que podría haberlo dicho, pero...
P. ¿Qué hizo entonces la señorita Snell?
R. Se echó a llorar. Le di una bofetada.
P. ¿Por qué lo hizo?
R. Me pareció que tenía un ataque de histeria.
P. ¿Llegó a tranquilizarse?
R. Sí, señor. Se calmó y recuperó el control bastante bien al
enterarse de que, probablemente, su novio había muerto.
P. ¿La interrogó?
R. Bueno, no como uno interrogaría a un criminal, si se refiere a
eso. Le pregunté si sabía algo sobre lo que había sucedido.
Repitió lo que ya había dicho, pero con más calma. Le pregunté
dónde se encontraba cuando comenzaron los disturbios, y me respondió
que se hallaba en su casa.
P. ¿Continuó el interrogatorio?
R. No, señor.
P. ¿Le dijo algo más?
R. Sí, señor. Me pidió, me rogó que encontrara a Carrie White.
P. ¿Cómo reaccionó usted ante esa petición?
R. Le dije que se volviera a su casa.
P. Gracias, sheriff Doyle.
Vic Mooney emergió tambaleándose de las sombras, cerca del
autobanco del Banker Trust. Había una sonrisa dibujada en su rostro,
una sonrisa enorme, espantosa, casi siniestra, una sonrisa que
flotaba ausente en la llameante oscuridad como un esquivo rasgo de
locura. Su cabello, que había sido cuidadosamente alisado para
desempeñar sus funciones de maestro de ceremonias, estaba ahora
erizado, revuelto como un nido. Pequeñas gotas de sangre, originadas
por alguna caída que ya no recordaba, durante su enloquecida fuga
del gimnasio, marcaban su frente. Tenía un ojo amoratado y cerrado,
como si se lo hubiesen atornillado. Se acercó al coche patrulla del
sheriff Doyle, chocó contra él, rebotó como una bola de billar y
sonrió al borracho que dormitaba en el asiento trasero. Luego se
volvió hacia Doyle, quien acababa de despedirse de Susan Snell. El
fuego lo cubría todo con vacilantes sombras de luz y daba a las
cosas el tono marrón de la sangre seca.
Cuando Doyle se volvió, Vic Mooney se aferró a él. Lo abrazó como
un enamorado, lo rodeó con ambos brazos y lo apretó, mientras lo
miraba con sus ojos desorbitados y su sonrisa extraviada.
Vic... —comenzó Doyle.
—Cortó todos los cables —dijo Vic y sonrió con aire ausente—.
Cortó todos los cables y abrió el agua y paf, paf, paf...
—Vic...
—No
podemos dejarlos. Oh, no. NoNoNo. Nopodemos. Carrie cortó los
cables. Rhonda Simard se quemó. ¡Oh
Dios míííííoooooo...!
Doyle le dio un par de bofetadas. La callosa palma de su mano produjo
un chasquido sordo al golpear la cara del muchacho. El grito se
extinguió con un repentino sobresalto, pero la sonrisa permaneció,
como un eco maligno, una sonrisa incierta, horrenda.
—¿Qué sucedió? —preguntó Doyle con aspereza—. ¿Qué
sucedió en la escuela?
—Carrie — murmuró Vic—. Carrie fue lo que sucedió en la
escuela. Ella...
Su voz se desvaneció y se quedó mirando estúpidamente el suelo.
Doyle lo sacudió bruscamente. Los dientes de Vic entrechocaron con
un ruido de castañuelas.
—¿Qué pasa con Carrie?
—La reina del baile —dijo Vic entre dientes—. La empaparon de
sangre, a ella y a Tommy.
—¿Qué?
Eran las 23:15. La gasolinera Citgo, en la calle Summer, estalló con
bronco estruendo. La calle se iluminó como un mediodía, y ambos se
apoyaron vacilantes en el coche, protegiéndose los ojos con las
manos. Una enorme nube de fuego rojo apareció sobre los olmos de
Courthouse Park e iluminó con un color escarlata el estanque de los
patos y el campo de béisbol para niños. En medio de la voraz
crepitación que siguió, Doyle pudo distinguir el repiqueteo de los
trozos de vidrio, las tablas y los pedazos de hormigón de la
gasolinera que volvían al suelo. Una segunda explosión los hizo
nuevamente echarse hacia atrás. Todavía no lograba entender
(mi ciudad todo está sucediendo en mi ciudad)
que eso estaba ocurriendo en Chamberlain, en Chamberlain, por el amor
de Dios, donde bebía limonada en la soleada terraza de su madre y
hacía de árbitro en los encuentros amistosos de baloncesto y donde
todas las noches hacía un último recorrido por la ruta 6, hasta
llegar más allá de “The Cavalier”, antes de acostarse a las
2:30 todas las madrugadas. Su ciudad estaba en llamas.
Tom Quillan salió precipitadamente de la comisaría y corrió hasta
el coche de Doyle. Su cabello erizado apuntaba en todas direcciones,
vestía unos pantalones de trabajo de un verde sucio, una camiseta y
llevaba los zapatos cambiados, pero Doyle pensó que nunca en su vida
se había alegrado tanto de ver a alguien. Tom Quillan era parte de
Chamberlain como todos los demás y ahí estaba... intacto.
—Santo
Dios —dijo jadeando—. ¿Viste eso?
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Doyle bruscamente.
—Me he hecho cargo de la radio —dijo Quillan—. De Motton y
Westover querían saber si debían mandar ambulancias y les dije que
por Dios sí, que mandaran de todo. Incluso coches fúnebres. ¿Hice
bien?
—Sí —respondió Doyle, y se alisó los cabellos—, ¿Has visto
a Harry Block?
Block era el Comisario de los Servicios Públicos y eso incluía el
agua.
—No; pero el agente Deighan dice que consiguieron agua en el viejo
Rennet Block, al otro lado de la ciudad. Están extendiendo las
mangueras ahora. Reuní a algunos chicos y están instalando un
hospital en la comisaría. Son buenos muchachos, pero el piso se te
va a llenar de sangre.
Otis
Doyle sintió que lo invadía una sensación de irrealidad. Esa
conversación no tenía lugar en Chamberlain. No
podía ser.
—Está bien, Tommy. Era lo que tenias que hacer. Vuelve allí y
comienza a llamar a todos los médicos que encuentres en la guía
telefónica. Yo voy a la calle Summer.
—De acuerdo, Otis. Si te encuentras con la loca esa, ten cuidado.
—¿Con quién? —preguntó Doyle. No era un hombre violento, pero
en ese momento estaba ladrando.
Tom Quillan se echó hacia atrás.
—Carrie. Carrie White.
—¿Quién? ¿Cómo lo sabes?
Quillan parpadeó lentamente.
—No sé. Sólo que... se me vino a la cabeza.
Del
indicador eléctrico automático nacional de la
Associated Press, a las 23:46 horas:
CHAMBERLAIN, MAINE (AP)
UN DESASTRE DE GRANDES PROPORCIONES SE HA ABATIDO SOBRE LA CIUDAD DE
CHAMBERLAIN, MAINE, ESTA NOCHE. UN INCENDIO QUE, SEGÚN SE CREE, SE
ORIGINÓ EN LA ESCUELA SECUNDARIA EWEN DURANTE UNA FIESTA ESCOLAR, SE
HA EXTENDIDO HACIA EL CENTRO DE LA CIUDAD, CAUSANDO MÚLTIPLES
EXPLOSIONES QUE HAN ARRASADO GRAN PARTE DEL SECTOR, NOS INFORMAN QUE
UN BARRIO RESIDENCIAL SITUADO AL OESTE DEL CENTRO TAMBIÉN SE
ENCUENTRA EN LLAMAS, SIN EMBARGO, EN ESTE MOMENTO LA MAYOR INQUIETUD
ESTÁ CENTRADA EN LA ESCUELA, DONDE SE EFECTUABA UN BAILE DE FIN DE
CURSO. SE CREE QUE MUCHOS DE LOS ASISTENTES QUEDARON ATRAPADOS EN EL
INTERIOR, UN OFICIAL DE BOMBEROS DE WESTOVER, QUE ACUDIÓ AL LUGAR,
DIJO QUE HASTA EL MOMENTO HABÍA 67 MUERTOS, LA MAYORÍA DE ELLOS
ALUMNOS DE LA ESCUELA. CUANDO SE LE PREGUNTÓ A CUÁNTO PODÍA
ASCENDER EL TOTAL, RESPONDIÓ: “NO LO SABEMOS, NOS DA MIEDO
CALCULARLO. ESTO VA A SER PEOR QUE LO DEL COCONUT GROVE”. SEGÚN
ÚLTIMAS INFORMACIONES, EN ESTE MOMENTO HAY TRES INCENDIOS QUE SE
EXTIENDEN SIN CONTROL. LOS RUMORES EN EL SENTIDO DE QUE ESTOS
SINIESTROS HAN SIDO PROVOCADOS INTENCIONADAMENTE NO HAN SIDO
CONFIRMADOS. FIN.
27 de mayo, 11:46 P. M. 8943F AP.
No
hubo más informaciones desde la
Associated Press de Chamberlain. A las
00:06, se abrió la cañería central del gas, en Jackson Avenue. A
las 00:17, el auxiliar de una ambulancia de Motton lanzó una colilla
cuando el vehículo se dirigía a toda velocidad hacia la calle
Summer. La explosión destruyó casi la mitad de una manzana de un
golpe, incluyendo las oficinas del periódico The Chamberlain
Clarion. A las 00:18, Chamberlain quedaba aislado del resto del país,
que dormía plácidamente.
A las 00:10, siete minutos antes de la explosión de la cañería de
gas, la central telefónica sufrió una pequeña catástrofe: el
bloqueo de todas las líneas telefónicas de la ciudad que todavía
funcionaban. Las tres atareadas muchachas que estaban de guardia
permanecieron en sus puestos, pero eran totalmente incapaces de
controlar la situación. Con una expresión de horror reprimido en
los rostros, intentaban establecer comunicaciones que no recibían
respuesta.
Y así fue cómo Chamberlain se lanzó a las calles.
Aparecieron como una invasión salida del cementerio situado en el
recodo que formaba la intersección de Bellsqueeze Road y la ruta 6;
aparecieron en camisones blancos y en batas, como si estuviesen
envueltos en mortajas; salieron con pijamas y con rizadores (la
señora Dawson, la madre del muchacho, ya fallecido, que era un tipo
tan divertido, llevaba una mascarilla de barro como si se dirigiera a
tomar parte en algún espectáculo cómico); salieron a ver qué
había sucedido con su ciudad, a ver si estaba en realidad arrasada
por el fuego, a ver si sangraba. Muchos de ellos también salieron a
encontrar la muerte.
Cuando Carrie salió de la iglesia Congregacional, donde había
estado rezando, Carlin Street estaba atestada; una marea de gente se
movía en dirección al centro de la ciudad a la luz de la febril
iluminación del cielo.
Sólo hacía cinco minutos que había entrado, después de abrir la
cañería de gas (había sido fácil; en cuanto se la imaginó
tendida allí bajo la calle había sido fácil), pero le habían
parecido horas. Había orado larga y profundamente, primero en voz
alta, luego en silencio. Su corazón latía penosamente, con golpes
sordos. Se le habían hinchado las venas de la cara y el cuello. Su
mente estaba llena con el tremendo conocimiento de los PODERES y de
un ABISMO. Oró arrodillada frente al altar, con su ensangrentado
vestido mojado y hecho jirones y sus pies descalzos que sangraban
después de haber pisado una botella rota. Su respiración se agitaba
en un sollozo, y la— iglesia estaba llena del sonido de las cosas
que crujían, oscilaban, se rasgaban a causa de la energía psíquica
que surgía de ella. Caían los reclinatorios, volaban los himnarios
y un cáliz y una patena de plata surcaban silenciosos el aire, en
medio de la abovedada oscuridad de la nave, para ir a estrellarse
contra una pared distante. Rezaba y no recibía respuesta. Allí no
había nadie..., o si había alguien, Él/Eso no se atrevía a
responder a su plegaria. Dios le había vuelto el rostro y, ¿por qué
no?, ese horror también era obra de él. De modo que abandonó la
iglesia, la abandonó para irse a casa y encontrarse con su madre y
hacer que la destrucción fuese completa.
Se detuvo en la última de las gradas y miró el tropel de gente que
fluía hacia el centro de la ciudad. Animales. Que se quemen
entonces. Que las calles se llenen con el olor del sacrificio. Que el
nombre de este lugar sea llamado raca, hiel.
Doblégate.
Y los transformadores de corriente sobre los postes del alumbrado
estallaron con una luz púrpura, nacarada, y escupieron chispas como
una rueda de fuegos artificiales. Los cables de alta tensión cayeron
sobre el pavimento y se amontonaron desordenadamente. Algunos
corrieron y fue malo para ellos, porque en ese momento toda la calle
estaba sembrada de cables y comenzó el olor y comenzó la quemazón.
La gente empezó a gritar y a retroceder y tocó los alambres y se
vio presa de una espasmódica danza eléctrica. Algunos ya estaban
tumbados sobre la calzada con sus batas y sus pijamas ardiendo
lentamente.
Carrie se dio media vuelta y miró fijamente la iglesia que acababa
de abandonar. La pesada puerta se cerró con súbita violencia, como
impulsada por un huracán.
Se volvió y caminó en dirección a su casa.
Del
testimonio bajo juramento presentado por la señora Cora Simard ante
la Comisión Investigadora del Estado (de
El informe de la Comisión White),
págs. 217-218:
P. Señora Simard, tenemos entendido que usted perdió a su hija la
noche del baile, y lo sentimos profundamente. Trataremos de que esto
sea lo más breve posible.
R. Gracias. Quiero ayudar si puedo, por supuesto.
P. ¿Se encontraba usted en la calle Carlin, aproximadamente a las
00,12, cuando Carietta White salió de la iglesia Congregacional que
se encuentra en esa calle?
R. Sí.
P. ¿Qué hacía usted allí?
R. Mi marido se había ido a Boston a pasar el fin de semana, un
asunto de negocios, y Rhonda estaba en el baile de la escuela. Yo me
había quedado sola en casa, viendo la televisión, mientras la
esperaba. Estaba viendo la película que dan los viernes cuando sonó
la sirena del Ayuntamiento, mas no lo relacioné con la fiesta. Pero
luego la explosión... No sabía qué hacer. Traté de llamar a la
Policía, pero la línea estaba comunicando. Yo..., yo...,
entonces...
P. Cálmese, señora Simard. Tiene todo el tiempo que quiera.
R. Empecé a ponerme frenética. Hubo una segunda explosión, la de
la gasolinera Amoco, ahora lo sé, y decidí bajar al centro a ver
qué ocurría. Había un resplandor en el cielo, un resplandor
horrible. En ese momento, la señora. Shyres comenzó a dar golpes en
mi puerta.
P. ¿La señora Georgette Shyres?
R. Sí; ellos viven a la vuelta de la esquina, en la calle Willow
217, muy cerca de la calle Carlin. Golpeaba y gritaba: “¿Coca,
estás ahí? ¿Estás ahí?” Abrí la puerta. Ella llevaba una bata
de baño y zapatillas. Parecía tener los pies helados. Me dijo que
habían llamado a Auburn para averiguar si sabían algo y le habían
dicho que había un incendio en la escuela. Yo dije: “Dios mío,
Rhonda está en el baile”.
P. ¿Fue ése el momento en que decidió ir al centro de la ciudad
con la señora Shyres?
R. No decidimos nada. Sencillamente fuimos. Me puse un par de
zapatillas... Unas de Rhonda, creo. Tenían unos pomponcitos blancos.
Debí haberme puesto mis zapatos, pero, en ese momento, era incapaz
de pensar. Creo que tampoco lo estoy haciendo ahora. ¿Qué puede
interesarle esta historia de los zapatos?
P. Dígalo a su modo, señora Simard.
R. Gracias. Saqué una chaqueta vieja de alguna parte, se la pasé a
la señora Shyres y salimos.
P. ¿Había mucha gente bajando por la calle Carlin?
R. No sé. Estaba demasiado alterada. Quizás unas treinta personas.
A lo mejor más.
P. ¿Qué sucedió?
R. Georgette y yo caminábamos hacia la calle Main tomadas de la mano
como dos pequeñas que tienen que cruzar un campo de noche. A
Georgette le castañeteaban los dientes, lo recuerdo. Quería pedirle
que dejara de hacerlo, pero me pareció que sería de mala educación.
Una calle y media antes de llegar a la iglesia Congregacional, vi la
puerta abierta y me dije a mí misma: Alguien ha entrado a pedir
ayuda a Dios. Pero, un segundo más tarde, comprendí que no era así.
P. ¿Cómo lo supo? Lo más lógico sería suponer lo primero, ¿no
le parece?
R. Lo supe, simplemente.
P. ¿Conocía usted a la persona que salía de la iglesia?
R. Sí. Era Carrie White.
P. ¿Había visto a Carrie White alguna vez en su vida?
R. No. No era amiga de mi hija.
P. ¿Había visto alguna vez una fotografía de ella?
R. No.
P. Y en todo caso estaba oscuro y usted se encontraba a una calle y
media de la iglesia.
R. Sí, señor.
P. Señora Simard, ¿cómo supo que era Carrie White?
R. Lo supe simplemente.
P. Este saber, señora Simard, ¿fue como una luz que se encendía en
su mente?
R. No, señor.
P. ¿Cómo fue?
R. No puedo describirlo. Se desvaneció como desaparece un sueño.
Una hora después de levantarse, usted ya no recuerda lo que ha
soñado. Pero lo supe.
P. ¿Se vio acompañado este conocimiento de alguna reacción
emocional?
R. Sí. Horror.
P. ¿Qué hizo entonces?
R.
Me volví a Georgette y le dije: “Ahí está”. Georgette me
respondió: “Sí, es ella”. Empezó a decir algo más y entonces
toda la calle se iluminó con un brillante resplandor, pareció que
todo crujía y luego empezaron a caer los cables sobre la calzada,
algunos de ellos echaban chispas eléctricas. Uno de ellos alcanzó a
un hombre que estaba frente a nosotros y se consumió en llamas. Otro
hombre comenzó a correr y pisó uno de ellos y su cuerpo
simplemente... se arqueó hacia atrás como si hubiese tenido la
espalda de goma. Y luego se desplomó. Había otras personas que
gritaban y corrían a ciegas, y los cables seguían cayendo. Estaban
tirados por todos lados, como serpientes. Y ella estaba feliz.
¡Feliz! Podía sentir lo feliz que estaba. Supe que tenía que
conservar la calma. La gente que corría moría electrocutada.
Georgette me dijo: “Rápido, Cora. Oh, Dios mío, no quiero morir
quemada viva”. Le dije: “Nada de eso. Tenemos que usar la cabeza,
Georgette, de lo contrario nunca volveremos a usarla”. O alguna
tontería por el estilo. Pero no me hizo caso. Me soltó la mano y se
puso a correr por la acera. Le grité que se detuviera, había uno de
esos cables más gruesos tirado delante de nosotras, pero no me hizo
caso. Y ella... ella... Oh, sentí el olor cuando empezó a quemarse.
Sus ropas parecieron reventar con el humo y yo pensé: así debe de
ser cuando electrocutan a alguien. El olor era dulce, como de cerdo.
¿Lo han sentido alguna vez? A veces yo lo huelo en sueños. Me quedé
petrificada mirando cómo Georgette Shyres se ponía negra. Hubo una
gran explosión en el West End, la de la cañería del gas, supongo,
pero apenas me di cuenta. Miré a mi alrededor y vi que me encontraba
sola. Todos los demás habían huido o estaban ardiendo. Debo de
haber visto unos seis cadáveres. Parecían montones de trapos
viejos. Uno de los cables había caído en el portal de una casa, a
mi izquierda, y empezaba a arder. Podía oír cómo las anticuadas
tejas de madera reventaban como palomitas de maíz. Tengo la
impresión de que permanecí mucho rato allí sin dejar de decirme
que debía conservar la calma. Parecieron horas. Empecé a temer que
me diera un desmayo y cayera sobre uno de los cables o que el pánico
me hiciera correr. Como... como... Georgette. Así que comencé a
caminar. Paso a paso. La calle se vio más iluminada a causa de la
casa que se estaba incendiando. Pasé por encima de los cables y
rodeé un cadáver que no era más que un charco. Yo... yo... yo
tenía que mirar por dónde iba. Ese cuerpo tenía una sortija de
matrimonio en la mano y estaba completamente negra. Completamente
negra. Jesús, repetía en mi mente, oh Dios mío. Pasé sobre otro
cable y luego había tres seguidos. Me quedé parada allí
mirándolos. Pensaba que si saltaba sobre ésos estaría a salvo,
pero... Ido me atrevía. ¿Saben en qué estaba pensando? En ese
juego de niños: el paso de gigante. Dentro de mí misma, una voz me
decía: Cora, da un paso de gigante sobre esos cables. Yo pensaba:
¿podré? ¿podré? Uno de ellos
todavía echaba chispas, pero los otros dos parecían estar sin
corriente. Pero nunca se sabe. Con mirarlos una no se entera de nada.
Así que me quedé parada allí, esperando que viniera alguien, pero
no apareció nadie. La casa seguía ardiendo y las llamas se habían
extendido al césped, a los árboles y al seto vivo que la rodeaba.
Pero no llegaba ningún camión de bomberos. Por supuesto que no
llegaban. Todo el lado oeste se estaba quemando en ese momento. Y yo
me sentía tan débil. Y finalmente comprendí que si no daba el paso
de gigante me iba a desmayar, así que di el paso, el paso de gigante
más grande que pude y el tacón de mi zapatilla quedó a un
centímetro del cable. Me repuse, rodeé el extremo de un último
cable y comencé a correr. Y eso es todo lo que recuerdo. A la mañana
siguiente me encontré envuelta en una manta, en la comisaría, con
mucha otra gente. Algunos de ellos, unos pocos, eran chicos que
habían estado en la fiesta y comencé a preguntarles si habían
visto a Rhonda. Y me dijeron... me di-di-jeron...
(se suspende brevemente el interrogatorio)
P. Personalmente, ¿está segura de que Carrie White lo hizo?
R. Sí.
P. Gracias, señora Simard.
R. Me gustaría hacerle una pregunta, si me lo permite.
P. Por supuesto.
R. ¿Qué pasa si existen otras como ella? ¿Qué va a ser del mundo?
De
Explosión en las Sombras, pág. 151:
A las 00:45 de la noche del 28 de mayo la situación en Chamberlain
era desastrosa. La escuela se había quemado hasta los cimientos en
un lugar aislado, pero todo el centro de la ciudad estaba en llamas.
Casi toda el agua del sector se había perdido, pero se podía
conseguir la suficiente (a baja presión) de las cañerías de la
calle Deghan para salvar los edificios comerciales situados más
abajo de la intersección de las calles Main y Oak.
La explosión de la gasolinera Citgo en la parte superior de la calle
Summer provocó un voraz incendio que no pudo ser controlado hasta
cerca de las diez de la mañana siguiente. En la calle Summer había
agua; sólo que no había bomberos ni equipo para usarla. En ese
momento el auxilio venía en camino desde Lewiston, Auburn, Lisboa y
Brunswick, pero no llegó antes de la una de la madrugada.
En la calle Carlin había comenzado un incendio de origen eléctrico,
causado por unos cables que se habían desprendido. En cuestión de
horas se iba a extender y arrasar toda la parte norte de la calle,
incluyendo el bungalow en el que Margaret White dio a luz a su hija.
En el sector oeste de la ciudad, un poco más abajo del lugar
comúnmente llamado Brickyard Hill, tuvo lugar el peor de los
desastres: la explosión de una cañería central de gas y el
consiguiente incendio, que estuvo sin control durante la mayor parte
del día siguiente.
Si examinamos los lugares incendiados, en un mapa de la ciudad,
podemos trazar la ruta de Carrie: un serpenteante sendero de
destrucción a través de la ciudad, que lleva claramente a un
destino: su casa...
Algo se volcó en la sala, y Margaret White se enderezó y ladeó la
cabeza. El cuchillo carnicero lanzó un reflejo apagado a la luz de
las llamas. Ya hacía un buen rato que se había cortado la
electricidad y la única luz que había en la casa llegaba desde el
incendio que había en la calle.
Uno de los cuadros se desprendió de la pared y cayó con un golpe
sordo. Un momento después, el reloj de cucú se precipitó al suelo.
El pájaro mecánico dio un pequeño chillido estrangulado y se quedó
inmóvil.
Desde el centro de la ciudad llegaba el incesante ulular de las
sirenas, pero pudo oír los pasos que subían por el sendero.
La puerta se abrió con violencia. Pasos en el vestíbulo.
Oyó cómo los cuadros de yeso (CRISTO, EL HUÉSPED INVISIBLE; QUÉ
HARTA JESÚS EN TU LUGAR; LA HORA SE ACERCA: SI EL JUICIO FINAL
LLEGARA ESTA NOCHE, ¿ESTARÍAS PREPARADO?) explotaban uno tras otro,
como pájaros de yeso en el tiro al blanco de una feria.
(oh he estado allí y he visto a las rameras sacudiendo las nalgas en
un tinglado de madera)
Se irguió en su taburete con la actitud del alumno inteligente que
se prepara para hablar con el profesor. Pero sus ojos tenían una
mirada extraviada.
Las ventanas de la sala volaron impulsadas hacia fuera.
La puerta de la cocina se abrió de un portazo y Carrie entró.
Su cuerpo parecía haberse encogido y encorvado como el de una vieja.
Su traje de fiesta colgaba hecho jirones y la sangre de cerdo se
había comenzado a coagular y formaba estrías. Tenía una mancha de
grasa en la frente y ambas rodillas raspadas y en carne viva.
—Mamá — susurró. Sus ojos tenían un brillo preternatural, como
de halcón, pero su boca temblaba. Si alguien las hubiese estado
observando, le habría impresionado el parecido que había entre
ellas.
Margaret White permaneció sentada en el taburete con el cuchillo
escondido entre los pliegues del vestido.
—Debí haberme matado cuando me lo introdujo —dijo con voz
clara—. Después de esa primera vez antes de que nos casáramos,
prometió que nunca más. Dijo que sólo habíamos sido... débiles.
Yo le creí. Me caí y perdí el bebé y ése fue el juicio de Dios.
Sentí que había expiado mi pecado. Por la sangre. Pero el pecado
nunca muere. El pecado... nunca... muere. —Los ojos le brillaban.
—Mamá, yo...
—En
el comienzo, todo anduvo bien. Vivíamos sin pecar. Dormíamos en la
misma cama, a veces vientre contra vientre y oh, podía sentir la
presencia de la Serpiente, pero nunca.
lo. hicimos. hasta. —En su rostro
comenzó a dibujarse una sonrisa dura y terrible—. Y esa noche me
di cuenta de que miraba de Ese Modo. Nos arrodillamos para rezar
pidiendo fuerza y él... me tocó. En ese lugar. Ese lugar de la
mujer. Y lo eché de la casa. Desapareció durante horas y yo recé
por él. Lo veía en mi mente caminando por las calles en plena
noche, luchando con el Demonio como Jacob con el Ángel del Señor. Y
cuando volvió, mi alma estaba llena de agradecimiento.
Hizo una pausa y entreabrió su boca seca y sonrió mirando las
cambiantes sombras en la habitación.
—¡Mamá, no quiero escucharlo!
Los platos comenzaron a estallar en los armarios, como pequeñas
granadas.
—Sólo cuando entró en la habitación olí el whisky en su
aliento. Y él me poseyó. ¡Me poseyó! Con el apestoso olor en su
boca del sucio whisky de los albergues de carretera me poseyó... ¡y
a mí me gustó! —Gritó las últimas palabras en dirección al
cielo—. ¡Gocé con toda esa asquerosa fornicación y sus manos que
me recorrían el cuerpo POR TODAS PARTES!
—¡MAMÁ!
(¡¡MAMÁ!!)
Se interrumpió, como si hubiese recibido una bofetada, y parpadeó
mirando a su hija.
—Estuve a punto de matarme —continuó en un tono de voz más
normal—. Y Ralph lloró y dijo que debíamos expiar y no lo hice y
luego él se murió y entonces pensé que Dios me había castigado
con el cáncer, que estaba convirtiendo mis partes femeninas en algo
tan negro y podrido como mi alma pecadora. Pero eso hubiese sido
demasiado fácil. Los caminos del Señor son misteriosos y su poder
ilimitado. Ahora lo veo claro. Cuando comenzaron los dolores fui a
buscar un cuchillo, este cuchillo —exclamó, alzándolo de entre
los pliegues de su falda—, y esperé que tú llegaras para poder
realizar mi sacrificio. Pero fui débil y reincidente. Cogí el
cuchillo nuevamente cuando tenías tres años y otra vez mi flaqueza
pudo más. Y ahora el demonio ha llegado a casa.
Mantuvo el cuchillo en alto con los ojos hipnóticamente fijos en la
destellante curva de la hoja.
Carrie dio un lento y torpe paso adelante.
—Vine a matarte, mamá. Y tú estabas aquí esperándome para
matarme a mí, mamá, yo... No está bien, mamá. No está...
—Recemos —dijo la madre en voz baja. Sus ojos estaban fijos en
los de Carrie y había en ellos una expresión espantosa, demencial.
La luz que proyectaba el incendio se hacía más brillante y bailaba
sobre las paredes como un demonio—. Por última vez, recemos.
—¡Mamá, ayúdame! —gritó Carrie, y cayó de rodillas con la
cabeza inclinada y las manos levantadas en una súplica.
Su madre se inclinó hacia delante y el cuchillo bajó describiendo
un arco centelleante.
Carrie, que quizás alcanzó a verlo por el rabillo del ojo, se echó
hacia atrás violentamente y en vez de introducirse en su espalda, el
cuchillo se le hundió en el hombro hasta la empuñadura. Los pies de
la señora White se enredaron en el taburete, cayó y quedó sentada
en el suelo.
Permanecieron mirándose como en un cuadro silencioso.
La sangre empezó a juntarse alrededor de la empuñadura del cuchillo
y a gotear sobre el suelo.
Luego Carrie dijo suavemente:
—Te voy a hacer un regalo, mamá.
Margaret trató de levantarse, resbaló y cayó con las manos y las
rodillas en el suelo. —¿Qué vas a hacer? —gruñó ásperamente.
—Me estoy imaginando tu corazón, mamá —dijo Carrie—. Resulta
más fácil cuando una ve las cosas en la mente. Tu corazón es un
gran músculo rojo. El mío late con más fuerza cuando uso mi poder.
El tuyo va un poquito más despacio ahora. Un poquito más despacio.
Margaret intentó levantarse, no lo consiguió y agitó la mano ante
su hija haciendo un gesto contra el mal de ojo.
—Un poco más despacio, mamá. ¿Sabes cuál es el regalo, mamá?
Lo que siempre has querido. Las tinieblas. Y el Dios que vive allí,
cualquiera que sea.
Margaret White susurró —Padre nuestro, que estás en los cielos...
—Más lento, mamá, más lento.
—... santificado sea tu nombre...
—Siento cómo la sangre se aleja de tu corazón. Más lento.
—... venga a nosotros tu reino...
—Tienes los pies y las manos como el mármol, como el alabastro.
Blancos.
—... hágase tu voluntad...
—Mi voluntad, mamá: Más lento.
—... así en la Tierra...
—Más lento.
—... como... como... en...
Se desplomó hacia delante retorciéndose las manos.
—... en el cielo.
Carrie susurró:
—Punto final.
Se miró y empuñó débilmente el mango del cuchillo.
(no oh no qué dolor me duele demasiado)
Trató de levantarse, pero no pudo; finalmente se incorporó
apoyándose en el taburete. Sintió un mareo y la invadió una
sensación de náusea. Podía sentir el sabor de la sangre, roja y
viscosa, en la parte de atrás de su garganta. El humo acre y
sofocante, arrastrado por el viento, comenzaba a entrar por las
ventanas. Las llamas habían alcanzado la casa vecina; incluso en ese
momento, algunas chispas estarían encendiendo pequeñas llamas en el
techo.
Carrie salió por la puerta trasera, cruzó el césped tambaleándose
y se apoyó
(dónde está mi mamá)
en un árbol. Había algo que tenía que saber. Algo relacionado con
(patios de estacionamiento en los albergues de carretera)
el Ángel de la Espada. La Espada Ardiente.
No importaba. Ya se acordaría.
Cruzó los patios traseros en dirección a Willow Street y luego,
arrastrándose, subió al terraplén que llevaba a la ruta 6. Era la
1:15.
Eran las 23:20 cuando Christine Hargensen y Billy Nolan llegaron de
vuelta a “The Cavalier”. Subieron por la escalera de servicio,
cruzaron el vestíbulo y antes de que ella alcanzara a hacer algo más
que encender la luz, Billy le estaba dando tirones a la blusa.
—Por amor de Dios, déjame desabotonarla...
—Al diablo con eso.
La rasgó bruscamente en la parte de atrás. La tela se abrió con un
ruido seco. Un botón salió disparado y cayó con un destello sobre
el desnudo suelo de madera. La chabacana música llegó débilmente
hasta ellos y el edificio vibró imperceptiblemente con el baile
torpe y entusiasta de los granjeros, los conductores de camiones, los
obreros de la fábrica de tejidos, las camareras y las peluqueras: de
los grasientos de Westover y Motton que bailaban con sus chicas de la
ciudad.
—Oye...
—Calla —dijo Billy, y le dio una bofetada que le lanzó la cabeza
hacia atrás.
Los ojos de Chris adquirieron un brillo inexpresivo, mortal.
—Esto se acabó, Billy —dijo ella, y se apartó de él. Sus
pechos llenaban el sujetador, su vientre liso latía y sus largas
piernas dejaban ver sus contornos en los tejanos. Pero retrocedió
hacia la cama—. Se acabó.
—Por supuesto —dijo él.
Se abalanzó sobre su cuerpo y ella le lanzó un puñetazo
sorprendentemente fuerte que le dio en la mejilla.
Se enderezó y sacudió la cabeza.
—Me vas a dejar un ojo morado, zorra.
—No será lo único.
—Claro que no.
Se quedaron mirándose jadeantes, con expresión de ferocidad. Luego
él comenzó a desabotonar su camisa, una sonrisita empezaba a
formarse en su cara.
—Lo hicimos, Charlie. Vaya si lo hicimos.
Billy la llamaba Charlie cuando estaba contento. Parecía, pensó
ella con un frío destello de humor, un término genérico para una
buena vagina. Sintió que en sus labios aparecía una pequeña
sonrisa y se relajó un poco. En ese momento él le azotó la cara
con la camisa, se agachó y la golpeó en el vientre con la cabeza,
como un macho cabrío. Cayó sobre la cama con un crujido de
resortes. Impotente, lo golpeó furiosa con los puños en la espalda.
—¡Quítate de encima! ¡Quítate! ¡Suéltame, cerdo grasiento!
¡Déjame!
Él la miraba sin dejar de sonreír y con un rápido tirón abrió la
cremallera y desnudó sus caderas.
—¿Vas a llamar a tu papito? —gruñía—. ¿Eso es lo que vas a
hacer? ¿Ah? ¿Ah? ¿Es eso, tía zorra? ¿Llamar al cerdo leguleyo
de tu padre? ¿Ah? Te lo habría hecho a ti, ¿sabes eso? Lo habría
lanzado todo sobre tu maldita cabeza. ¿Sabías eso? ¿Ah? ¿Lo
sabías? Sangre de cerdo para los cerdos, ¿verdad? Derecho sobre tu
maldita cabeza. Eres...
Súbitamente ella había dejado de resistir. El se detuvo y la miró.
Había una extraña sonrisa en el rostro de Chris.
—Siempre quisiste que las cosas fueran así, ¿no es cierto, vago
de mierda? Siempre lo quisiste, ¿verdad?, verga remojada, asno
castrado, deficiente mental.
Billy mostró los dientes en una lenta sonrisa enloquecida.
—No importa —dijo.
—No —replicó ella—. No importa.
La sonrisa se desvaneció súbitamente del rostro de Chris. Los
músculos se destacaron en su cuello cuando impulsó la cabeza hacia
atrás para luego escupirle a la cara.
Se revolcaron en una profunda y roja inconsciencia.
En los labios, la música latía con ritmo jadeante (“Trago
píldoras blancas y tengo los ojos muy abiertos. Seis días en el
camino y esta noche dormiré en casa”) a voz en cuello, estridente,
un conjunto de cinco tíos que llevaban camisas dé cowboy con
lentejuelas y tejanos con brillantes remaches, que de vez en cuando
se pasaban el dorso de la mano por la frente para enjugar el sudor
mezclado con brillantina. Había un primer guitarrista, un rítmico,
un bronce, un segundo guitarrista y un batería: nadie escuchó la
sirena de la ciudad ni la primera explosión ni la segunda; y cuando
estalló la cañería de gas y la música se detuvo y un coche llegó
hasta el aparcamiento y alguien empezó a gritar, Chris y Billy
estaban dormidos.
Chris despertó repentinamente. Sobre la mesita de noche, el reloj
indicaba la una menos cinco y alguien daba fuertes golpes en la
puerta.
—¡Billy! —gritaba la voz—. Levántate! ¡Billy!
Billy se agitó, se dio vuelta y volcó el despertador.
—¿Qué mierda pasa? —dijo con voz apagada, y se incorporó.
Sintió un escozor en la espalda. La zorra lo había cubierto de
arañazos. Apenas se había dado cuenta en el momento, pero ahora iba
a tener que mandarla a casa con las piernas abiertas. Así iba a
saber quién era él...
El silencio fue como un impacto. Silencio. “The Cavalier” no
cerraba antes de las dos; de hecho, alcanzaba a ver el anuncio de
neón que se encendía y se apagaba al otro lado del polvoriento
cristal de la ventana. Aparte los incesantes golpes en la puerta
(algo ocurría)
ese lugar se había convertido en un cementerio.
—Oye, Billy, ¿estás ahí?
—¿Quién es? —susurró Chris. Sus ojos brillaban vigilantes a la
luz interminable del neón.
—Jackie Talbot —dijo con expresión ausente, y luego alzó la
voz—. ¿Qué pasa?
—Déjame entrar, Billy. ¡Tengo que hablar contigo!
Billy se levantó y, desnudo, se dirigió a la puerta sin hacer
ruido. Levantó el gancho del anticuado cerrojo y la abrió.
Jackie Talbot entró precipitadamente. Había en sus ojos una
expresión perturbada y tenía la cara.manchada con hollín. Estaba
bebiendo con Steve y Henry cuando se supo la noticia, a las doce
menos diez. Habían vuelto a la ciudad en el viejo Dodge descapotable
de Henry y habían visto la explosión de la cañería de gas de
Jackson Avenue con toda claridad desde la altura de Brickyard Hill.
Cuando Jackie le pidió el Dodge a Henry, a las 00:30, y partió de
vuelta a “The Cavalier”, en la ciudad sólo había pánico y
escombros.
—Se está incendiando Chamberlain —le dijo a Billy—. Toda la
maldita ciudad. La escuela ya desapareció, del Centro no queda nada,
voló todo el West End y la calle Carlin está en llamas. ¡Y dicen
que lo hizo Carrie White!
—Dios mío —dijo Chris. Comenzó a salir de la cama y a buscar a
tientas su ropa—. ¿Qué hizo...?
—Cállate —le dijo Billy con calma—, o te doy una patada en el
culo.
Miró a Jackie y le hizo un gesto para que continuara.
—La han visto. Mucha gente la ha visto. Billy, dicen que va
cubierta de sangre. Ella estuvo en esa maldita fiesta de la
escuela... Steve y Henry no lo relacionaron pero... Billy, tú... esa
sangre de cerdo... era para...
—Sí —dijo Billy.
—Oh, no —exclamó Jackie. Retrocedió dando un traspié y quedó
apoyado en el marco de la puerta. Su rostro tenía una lividez
enfermiza a la luz de la bombilla del vestíbulo—. Santo Dios,
Billy, toda la ciudad...
—¿Carrie arrasó toda la ciudad? ¿Carrie White? Vamos, no digas
tonterías —replicó con voz tranquila, casi serena.
Detrás de él, Chris se vestía rápidamente.
—Ve a mirar por la ventana —dijo Jackie.
Billy se acercó y contempló el horizonte; toda la parte Este se
había vuelto escarlata e iluminaba el cielo. En ese momento tres
camiones de bomberos pasaron ululando. A la luz del farol que
señalaba el aparcamiento de “The Cavalier” pudo leer lo que
llevaban escrito.
—¡Mierda! —exclamó—. Esos camiones vienen de Brunswick.
—¿Brunswick? —preguntó Chris—. Eso está a sesenta kilómetros
de aquí. Tiene que ser...
Billy se volvió hacia Jackie Talbot.
—Bueno, ¿qué fue lo que pasó?
—Nadie lo sabe, nadie lo sabe todavía. Comenzó en la escuela.
Tommy Ross y Carrie fueron elegidos rey y reina, y luego alguien les
lanzó un par de baldes de sangre encima, y ella salió corriendo.
Después, la escuela comenzó a incendiarse y dicen que nadie pudo
salir. Luego estalló la gasolinera Amoco y después la gasolinera
Bobil de la calle Summer...
—Citgo —le corrigó Billy—. Es una Citgo.
—¿A quién mierda le importa? —chilló Jackie—. ¡Fue ella,
ella estaba en todos los lugares donde sucedió algo! Y esos
baldes... Ninguno de nosotros usó guantes...
—Ya me encargaré de eso —dijo Billy.
—No te das cuenta, Billy. Carrie está...
—Fuera.
—Billy...
—Vete o te rompo un brazo y te lo hago tragar.
Jackie retrocedió con cautela y se detuvo al otro lado de la puerta.
—Vete a tu casa. No hables con nadie. Yo me encargaré de todo..
—Está bien —dijo Jackie—, de acuerdo. Sólo pensé que...
Billy cerró la puerta con violencia.
En un segundo, Chris estuvo junto a él.
—Billy, qué vamos a hacer con esa cerda de Carrie. ¡Oh, Dios mío,
qué vamos a hacer...
Billy le dio una bofetada con toda la fuerza de su brazo, y ella fue
a dar al suelo. Se sentó con las piernas separadas en aturdido
silencio durante un momento y luego se llevó las manos a la cara y
comenzó a sollozar.
Billy se puso los pantalones, la camiseta y las botas. Luego se
dirigió al desconchado lavabo que había en un rincón, encendió la
luz, se mojó el pelo y comenzó a peinarse con la cabeza inclinada
para ver su reflejo en el viejo y manchado espejo. Detrás de él,
estremecida y con rostro distorsionado, Chris, sentada en el suelo,
se limpiaba la sangre que corría de su labio partido.
—Te diré lo que vamos a hacer —comenzó Billy—. Vamos a ir a
la ciudad a ver los incendios y luego volveremos a nuestras casas. Le
vas a decir a tu querido papito que estabas bebiendo cerveza en “The
Cavalier” cuando todo ocurrió. Yo voy a decirle lo mismo a la
vieja de mi madre. ¿Comprendes?
—Billy, tus huellas digitales —dijo ella, con voz apagada en la
que había cierto respeto.
—Las de ellos —replicó—; yo usé guantes.
—¿Te delatarían? —preguntó Chris—. Si la policía los coge y
los interroga...
—Por supuesto que hablarían.
Los rizos y los remolinos estaban casi en su lugar. Brillaban a la
mortecina luz de un globo manchado por las moscas, como torbellinos
en aguas profundas. En su rostro había una expresión de calma, de
reposo. El peine que usaba era un viejo y gastado Acem en el que
rebosaba la grasa. Su padre se lo había regalado al cumplir los once
años y no se le había quebrado ni un solo diente. Ni uno solo.
—A lo mejor nunca llegan a encontrar los baldes —dijo—. Y, si
lo hacen, quizá las huellas hayan desaparecido quemadas. No sé.
Pero si Doyle agarra a alguno de ellos, yo me largo a California. Tú
haz lo que te parezca.
—¿Me llevarías contigo? —preguntó Chris.
Le miró desde el suelo, el labio había adquirido dimensiones
negroides, había una súplica en sus ojos.
—Quizá —respondió él y sonrió. Pero no lo haría. Nunca más—.
Ven. Vamos a la ciudad.
Bajaron y cruzaron el vacío salón de baile. Las desvaídas cervezas
todavía estaban sobre las mesas y las sillas conservaban la posición
en la que las habían dejado los que las abandonaron.
Cuando salían por la puerta trasera, Billy dijo:
—Este sitio apesta.
Se metieron en el coche y él lo puso en marcha. Cuando encendió las
luces, Chris comenzó a gritar y se llevó las manos cerradas a las
mejillas.
Billy lo sintió al mismo tiempo: Algo en su mente,
(carrie carrie carrie carrie)
una presencia.
Carrie estaba de pie frente a ellos, quizás a unos veinte metros.
Las luces altas destacaron su figura con el espectral blanco y negro
de las viejas películas de terror. Estaba cubierta de sangre
coagulada, pero en algunas partes chorreaba; en gran cantidad, la
sangre era ahora la suya. El mango del cuchillo sobresalía todavía
de su hombro y su vestido estaba manchado de tierra y grasa. Había
recorrido apenas la distancia desde Carlin Street y a veces había
estado a punto de desmayarse, pero tenía que destruir ese albergue
de carreteras... Quizá precisamente el mismo en que la condenación
de su propio destino había comenzado.
Permanecía de pie, oscilando, con las manos hacia delante como un
hipnotizador. Comenzó a avanzar trastabillando.
Ocurrió en menos de un segundo. Chris no alcanzó a dar un grito.
Billy tenia muy buenos reflejos y su reacción fue instantánea. Puso
primera, soltó el embrague y aceleró.
Los neumáticos del Chevrolet chirriaron en el asfalto y el coche
saltó hacia delante como un viejo y feroz tigre. La figura se
agrandó en el parabrisas y al mismo tiempo la presencia se hizo más
intensa
(CARRIE CARRIE CARRIE)
y más fuerte
(CARRIE CARRIE CARRIE)
como una radio a la que se ha dado todo el volumen. El tiempo pareció
cerrarse alrededor de ellos y, por un momento, quedaron paralizados
incluso dentro del movimiento: Billy.
(CARRIE tal como a los perros CARRIE como a los malditos perros
CARRIE brucie ojalá CARRIE fueras tú CARRIIE)
y Chris
(CARRIE Dios no pensé matarla CARRIE no era mi intención CARRIE
Billy no CARRIE quiero CARRIE verlo CARRIE)
y Carrie.
(veo la rueda del coche la rueda el acelerador veo la RUEDA oh dios
mi corazón la RUEDA mi corazón mi corazón)
Y Billy sintió, de pronto, que su coche lo traicionaba, que adquiría
vida propia y resbalaba de sus manos. El Chevrolet giró en un
humeante semicírculo, en medio de un estruendo de latas, y de súbito
las tablas del costado de “The Cavalier” se agrandaron y se
agrandaron y se agrandaron y
(esto es)
y se estrellaron contra ellos a 60 Km. por hora, sin dejar de
acelerar, y la madera voló en una detonación teñida por la luz del
anuncio de neón. El cuerpo de Billy fue impulsado hacia adelante y
quedó atravesado por la columna de la dirección. Chris se golpeó
contra el tablero.
El depósito de la gasolina se partió, y el combustible empezó a
formar un charco en la parte trasera del coche. Parte de una tubería
cayó sobre él y la gasolina ardió en llamas.
Carrie estaba tirada en el suelo, apoyada en un costado, con los ojos
cerrados; jadeaba pesadamente. Sentía que tenía fuego en el pecho.
Comenzó a arrastrarse por el aparcamiento en dirección a ninguna
parte.
(mamá siento que todo haya fallado oh mamá oh por favor me duele
tanto mamá qué hago)
Y, de repente, ya nada pareció importar, nada importaba si sólo
conseguía darse vuelta, darse vuelta, darse vuelta y mirar las
estrellas, darse vuelta, mirar una vez y morir.
En ese estado la encontró Sue a las dos de la mañana. Después de
hablar con el sheriff Doyle, Sue bajó por la callé y se sentó en
los escalones de la lavandería automática. Miraba el cielo en
llamas sin verlo. Tommy estaba muerto. Sabía que era cierto y lo
aceptaba con una tranquilidad que resultaba espantosa.
Y Carrie era la culpable.
No se podía imaginar cómo lo sabía, pero su convicción era tan
clara y precisa como una operación aritmética.
El tiempo pasaba. No importaba. Macbeth había asesinado el sueño y
Carrie había asesinado el tiempo. No estaba mal. Una buena
comparación. Sue sonrió tristemente. ¿Sería ése el fin de
nuestra heroína, la dulce Miss Graduada de dieciséis años? Se
acabarían sus preocupaciones por el Club de Campo y Kleen Korners.
No más. Todo eso había desaparecido, extinguido por el fuego.
Alguien pasó corriendo y dijo algo de que la calle Carlin se estaba
incendiando. Mejor para la calle Carlin. Tommy había muerto y Carrie
había ido a asesinar a su madre.
(????????????????)
Se irguió tensa y miró las sombras.
(???????????????)
Ignoraba cómo lo sabia. No tenía ninguna relación con lo que había
leído sobre la telepatía. No vio imágenes, en su mente no hubo
destellos reveladores, sólo el prosaico conocimiento; de la misma
manera que uno sabe que el verano sigue a la primavera, que puedes
morir de cáncer, que la madre de Carrie ya había muerto que...
(!!!!!!!)
El corazón latió agitadamente en su pecho. ¿Muerto? Examinó su
conocimiento del suceso, tratando de ignorar el hecho insólito e
insistente de que su conocimiento no se originaba en nada.
Sí. Margaret White había muerto. Algo relacionado con el corazón.
Pero ella había dado una cuchillada a Carrie. Carrie estaba muy
malherida y había sangrado. Estaba...
No había más.
Se levantó y volvió corriendo al coche de su madre. Diez minutos
más tarde aparcaba en la esquina de las calles Branch y Carlin,
donde tenía lugar el incendio. No habían llegado los camiones
todavía para combatir el fuego, pero habían puesto vallas en los
extremos de la calle y unas lamparillas grasientas y humeantes
iluminaban un letrero que decía:
¡PELIGRO! ¡CABLES DE ALTA TENSION!
Sue hizo un rodeo, cruzó dos patios traseros y atravesó un alto
seto vivo que la arañó con sus ramitas rígidas. Salió a un patio
más allá de la casa de los White y cruzó hacia ella.
El apartamento estaba en llamas, el techo era una brasa. No se podía
ni siquiera pensar en acercarse lo suficiente para mirar hacia
dentro. Pero, a la intensa luz de las llamas, vio algo mejor: las
salpicaduras de sangre que señalaban las huellas de Carrie. Las
siguió con la cabeza inclinada, más allá de las manchas más
grandes junto al sitio donde Carrie había descansado, a través de
un nuevo seto, cruzando el patio posterior de una casa de la calle
Willow y luego una maraña de pequeños pinos y robles. Más allá,
un corto camino sin pavimentar, casi un sendero, subía serpenteando
por el terraplén de la derecha.
Se detuvo bruscamente porque una duda la asaltó con una fuerza
corrosiva y cruel. ¿Y si la encontraba? ¿Qué ocurriría entonces?
¿Un ataque al corazón? ¿Moriría quemada? ¿Controlarla su mente y
la obligaría a lanzarse al paso de un coche o de una bomba de
incendios? Su extraño conocimiento le dijo que Carrie era capaz de
todo eso.
(busca a un policía)
Soltó una risita ante la idea y se sentó en el césped cubierto de
rocío. Ya había encontrado un policía. E incluso suponiendo que
Otis Doyle le hubiese creído, ¿de qué habría servido? A su mente
acudió una imagen en la que cien cazadores desesperados rodeaban a
Carrie y le pedían que entregara sus armas y se rindiera. Carrie
obedecía y levantando las manos se quitaba la cabeza de los hombros.
El sheriff Doyle la recibía solemnemente y la colocaba en un canasto
de mimbre sobre el que se leía Zoológico Humano.
(y Tommy está muerto)
¿Qué hacer? Comenzó a llorar y se cubrió la cara con las manos.
Una suave brisa se filtró entre los enebros de la cumbre de la
colina. Nuevos camiones de incendio pasaron aullando por la ruta 6,
como enormes sabuesos rojos en la mitad de la noche.
(la ciudad se está incendiando vaya)
No sabía cuánto tiempo había estado sentada allí, en un
intranquilo semisueño. Ni siquiera sabía que estaba siguiendo los
pasos que llevaban a Carrie a “The Cavalier”, como tampoco se
daba cuenta de que estaba respirando, a menos que pensara en ello.
Carrie estaba muy malherida y en ese momento una determinación
animal la forzaba a seguir. Estaba a cuatro kilómetros de “The
Cavalier”, incluso yendo a campo traviesa, como lo estaba haciendo
Carrie, Sue
(¿vio? ¿sintió? no importa)
cómo Carrie caía en un arroyo y luego salía arrastrándose, helada
y temblorosa. Era asombroso cómo seguía su camino. Pero, por
supuesto, lo hacía por su madre. Su madre quería que ella fuera la
Ardiente Espada del ángel para la destrucción...
(va a destruir esto también)
Sue se levantó y echó a correr torpemente, sin preocuparse de
seguir el rastro de sangre. Ya no lo necesitaba.
De
Explosión en las Sombras, págs.
164-165:
Pensemos
lo que pensemos, la historia de Carrie White pertenece al pasado. Ha
llegado la, hora de que miremos al futuro. Como señala Dean McGuffin
en su excelente artículo del Science Yearbook, sirehusamos hacer
esto, es casi un hecho que tendremos que buscar y pagar un
flautista... y es muy posible que el precio sea muy alto.
Se
nos presenta un espinoso problema moral. El avance de la ciencia se
halla en camino hacia el completo aislamiento del gen TK. Existe
cierto consenso en el mundo científico (consulte, por ejemplo, el
artículo Puntos de vista sobre el
aislamiento del gen TK con recomendaciones específicas respecto de
sus parámetros de control, de Bourke y
Hannegan, aparecido en el Microbiology Annual, Universidad de
Berkeley, 1982) en el sentido de que cuando se establezca un test
para detectar su presencia, todos los niños en edad escolar serán
sometidos a ese test del mismo modo que actualmente todos se someten
al test de la tuberculina. Sin embargo, el TK no es un germen ni un
virus; es un elemento constitutivo de la persona que lo posee igual
que el color de sus ojos.
Si el potencial telekinético se manifiesta como parte de la pubertad
y si este hipotético test se aplica a los niños que van por primera
vez a la escuela, ciertamente que podremos estar prevenidos. Pero, en
este caso, ¿podemos decir que un hombre prevenido vale por dos? Si
el test de la TB resulta positivo, el niño puede ser tratado o
aislado. Si el test TK resulta positivo, no disponemos de ningún
tratamiento, excepto dispararle un tiro en la cabeza. Porque, ¿cómo
vamos a encerrar a una persona que, con el tiempo, adquirirá un
poder que le permitirá derribar todas las paredes?
Incluso si encontráramos un sistema de aislamiento perfecto,
¿permitiría el pueblo de los Estados Unidos que una hermosa chica
fuese separada de sus padres a los primeros signos de la pubertad
para ser encerrada en una bóveda por el resto de su vida? Lo dudo.
Especialmente si consideramos que la Comisión White se ha esforzado
por convencer al público de que la pesadilla de Chamberlain fue algo
absolutamente fortuito.
En realidad, da la impresión de que hemos vuelto al punto de
partida...
Del
testimonio bajo juramento presentado por Susan Snell ante la Comisión
Investigadora del Estado de Maine (de El
informe de la Comisión White), págs.
306-472:
P. Señorita Snell, la Comisión quisiera oír su testimonio
referente a su pretendido encuentro con Carrie White en el
aparcamiento de “The Cavalier”...
R. ¿Por qué me hace las mismas preguntas una y otra vez? Ya se lo
he dicho dos veces.
P. Queremos cerciorarnos de que hemos registrado exactamente...
R. Quiere cogerme en una mentira, ¿no es eso lo que me quiere decir?
Usted no cree que esté diciendo la verdad, ¿no es cierto?
P. Usted decía que se encontró con Carrie...
R. ¿Podría responderme?
P. a las dos de la mañana del 28 de mayo. ¿Es eso, verdad?
R. No responderé más preguntas hasta que usted me responda la que
le acabo de hacer.
P. Señorita Snell, este organismo tiene atribuciones, para hacerla
comparecer por desacato si rehúsa responder por cualquier motivo
ajeno a los que contempla la Constitución.
R. No me importan las atribuciones que tenga. He perdido a alguien a
quien amaba. Mándeme a la cárcel. No me importa. Yo... yo... Oh,
váyanse al diablo. Váyanse al diablo. Están tratando de... de...
no sé, crucificarme o algo así. ¡Déjenme en paz!
(Se suspende brevemente el interrogatorio)
P. Señorita Snell, ¿desea continuar su declaración en este
momento?
R. Sí. Pero no permitiré que me presionen, señor presidente.
P. Por supuesto que no, jovencita. Nadie quiere presionarla. Veamos,
usted afirma que se encontró con Carrie en el aparcamiento de este
bar a las dos de la mañana. ¿Es eso?
R. Sí.
P. ¿Sabía que eran las dos?
R. Llevaba el mismo reloj que ahora ve en mi muñeca derecha.
P. Muy bien. ¿”The Cavalier” no está situado a más de nueve
kilómetros de donde dejó el coche de su madre?
R. Sí, por la carretera. Pero está a menos de cinco en línea
recta.
P. ¿Recorrió esa distancia a pie?
R. Sí.
P. Ahora bien, en su testimonio anterior usted declaró que “sabía
que se estaba acercando a Carrie”. ¿Puede explicar eso?
R. No.
P. ¿Podía olerla?
R. ¿Qué?
P. ¿Se guió por el olfato?
(Risas en la tribuna)
R. ¿Se están riendo de mí?
P. Responda a la pregunta, por favor.
R. No, no me guié por mi olfato.
P. ¿Podía verla?
R. No.
P. ¿Oírla?
R. No.
P. Entonces, ¿cómo es posible que supiera que se encontraba allí?
R. ¿Cómo lo supo Tom Quillam? ¿o Cora Simard? ¿o el pobre Vic
Mooney? ¿Cómo lo supieron ellos?
P. Responda a mi pregunta, señorita. No es el momento ni el lugar
para ponerse impertinente.
R. Pero ellos sí dijeron que lo habían “sabido simplemente”,
¿no es cierto? ¡Leí las declaraciones de la señora Simard en el
periódico! ¿Y qué pasa con las bocas de incendios que se abrieron
solas?, ¿y las mangueras de la bomba de gasolina que empezaron a
funcionar solas? ¿Y los cables que se desprendieron de los postes?
¿Y...?
P. Señorita Snell, por favor...
R. ¡Todas esas cosas figuran en las actas de esta Comisión!
P. No es ése el punto que estamos tratando de esclarecer en este
momento.
R. ¿Entonces cuál es? ¿Están buscando la verdad, o sólo una
cabeza de turco?
P. ¿Niega haber tenido un conocimiento previo del lugar donde se
encontraba Carrie White?
R. Por supuesto que si. La idea es absurda.
P. ¿Sí? ¿Y por qué es absurda?
R. Bueno, si está sugiriendo que hubo alguna especie de
conspiración, es absurdo, porque Carrie estaba agonizando cuando la
encontré. No podemos decir que eso fue una manera fácil de morir.
P. Si no tenía un conocimiento previo de su paradero, ¿cómo pudo
dirigirse exactamente hacia donde se encontraba?
R. ¡Pero qué pregunta más estúpida! ¿No ha escuchado todo lo que
se ha dicho aquí? ¡Todo el mundo sabía que era Carrie! Cualquiera
podría haberla encontrado si lo hubiese intentado mentalmente.
P. Pero no la encontró cualquiera. Fue usted. ¿Puede decirnos por
qué la gente no apareció de todos lados como limaduras de hierro
atraídas por un imán?
R. Se estaba debilitando rápidamente. Supongo que tal vez... la zona
de su influencia estaba disminuyendo.
P. Creo que estará de acuerdo con que su suposición tiene una base
muy débil.
R. Por supuesto que sí. Sobre el tema de Carrie White, todas
nuestras suposiciones tienen una base muy débil.
P. Como usted quiera, señorita Snell. Hablemos ahora de...
En el primer momento, cuando subió al terraplén que está situado
entre el prado de Henry Drain y el aparcamiento de “The Cavalier”,
pensó que Carrie estaba muerta. Su cuerpo yacía en medio del patio
y se veía extrañamente encogido. Sue se acordó de los animales
muertos que había visto en la carretera 495; marmotas y mofetas que
habían sido aplastadas por camiones que pasaban a gran velocidad.
Pero la presencia seguía en su mente, vibrando obstinadamente,
repitiendo una y otra vez los signos claves de la personalidad de
Carrie White. La esencia de Carrie, una gestalt. A veces muda, a
veces estridente, sin anunciarse con trompetas, sino creciendo y
menguando en oscilaciones constantes.
Inconsciente.
Cruzó el cerco que rodeaba el patio de estacionamiento, sintiendo el
calor del incendio contra su rostro. “The Caválier” era una
construcción de madera y se quemaba rápidamente. Los carbonizados
restos del coche mostraban su contorno en llamas a la derecha de la
puerta posterior. Entonces Carrie había hecho eso también. No se
acercó a mirar si había habido alguien dentro. En todo caso, en ese
momento ya no importaba.
Se acercó hacia donde se encontraba Carrie tendida de costado. No
podía escuchar sus propios pasos en medio del feroz crepitar del
fuego. Miró la retorcida figura con una piedad amarga, confusa. El
mango del cuchillo se destacaba cruelmente en el cuello y estaba
tendida, en un pequeño charco de sangre; parte de ella brotaba de su
boca. Parecía que la inconsciencia la había sorprendido en el
momento en que intentaba darse vuelta. Había sido capaz de provocar
incendios, derribar cables eléctricos, matar casi con el solo
pensamiento y ahí estaba, tirada sin poder darse vuelta.
Sue se arrodilló, la cogió de un brazo y del hombro sano y la puso
suavemente de espaldas.
Carrie gimió pesadamente y sus ojos parpadearon. En la mente de Sue
la percepción se hizo más intensa, como una imagen desenfocada que
empieza a aclararse.
(quién está ahí).
Y Sue, sin pensarlo, respondió de la misma manera:
(yo sue snell)
Aunque no necesitaba pensar en su nombre. La idea de ella como sí
misma no correspondía a palabras ni a imágenes. La comprensión de
este hecho hizo que todo se aproximara, se convirtiera en algo real,
y la compasión por Carrie atravesó el aturdimiento que le había
provocado la impresión.
Y Carrie, con un lejano y mudo reproche:
(se burlaron de mí todos se burlaron de mí)
(carrie ni siquiera sé lo que ocurrió a tommy)
(se burlaron de mí eso es lo que ocurrió se burlaron se burlaron
suciamente)
La mezcla de imagen y emoción resultaba pasmosa, indescriptible.
Sangre. Tristeza. Temor. La última de las bromas de una larga serie:
todas pasaron velozmente, en un recuento vertiginoso que hizo que la
mente de Sue diera vueltas y vueltas sin esperanza, sin esperanza.
Compartían la espantosa totalidad del conocimiento perfecto.
(carrie no no que me hace daño)
Ahora las chicas arrojaban paños higiénicos en medio de risas y
burla. El rostro de Sue se reflejaba en su propia mente: feo,
caricaturizado con una boca desproporcionada, cruelmente hermoso.
(mira las sucias bromas mira toda mi vida una larga sucia broma)
(mira carrie mira dentro de mi)
Y Carrie miró.
La sensación fue aterradora. Su mente y su sistema nervioso se
habían convertido en una biblioteca. Alguien la recorría con una
necesidad desesperada, con los dedos deslizándose suavemente sobre
los estantes de libros. Sacaba alguno, lo hojeaba, lo volvía a su
lugar, dejaba caer otros y hacia que las páginas se agitaran
enloquecidas
(escenas vislumbradas yo cuando pequeña le odio papá mamá labios
gruesos oh los dientes bobby me empujó oh mi rodilla el coche quiero
ir en el coche vamos a visitar a la tía cecilia mamá ven hice pis)
en el viento de la memoria; incansable hasta llegar finalmente hasta
un estante que tiene como titulo TOMMY y como subtitulo BAILE DE
GALA. Libros que se abren con violencia, experiencias vislumbradas,
anotaciones al margen con todos los jeroglíficos de las emociones,
más complejos que la piedra Rosetta.
Examinaba. Encontraba más de lo que la misma Sue sospechaba, amor
por Tommy, celos, egoísmo, necesidad de subyugarlo y obligarlo a
invitar a Carrie, repulsión por Carrie,
(podría cuidarse un poco más realmente que parece una MALDITA RANA)
odio por la señorita Desjardin, odio hacia sí misma. Pero no había
malas intenciones respecto de Carrie, no había planeado avergonzarla
delante de todos.
La febril sensación que le provocaba esta violación de sus más
secretos escondrijos comenzó a extinguirse. Sintió que Carrie se
retiraba, debilitada y exhausta.
(por qué simplemente no me dejaste en paz)
(carrie yo)
(mamá viviría la maté y la necesito oh qué dolor me duele el
pecho el hombro oh que venga mi madre)
(carrie yo)
No sabía cómo terminar ese pensamiento, nada con que completarlo.
Sue se sintió de pronto abrumada por el terror, el peor de todos
porque no sabia qué nombre darle: ese ser estrafalario que sangraba
sobre el sucio y grasiento asfalto parecía de pronto insignificante
y horrible en su dolor y su agonía.
(oh mamá tengo miedo mamá MAMÁ)
Sue intentó retirarse, desasir su mente, permitir a Carrie por lo
menos la intimidad de su propia muerte, pero no pudo. Sintió que
moría ella misma y no quería ver esa anticipación de su propia
agonía.
(carrie DÉJAME)
(Mamá
Mamá Mamá aaaaaaaa AAAAAA)
El alarido mental logró un crescendo de un arranque increíble y
luego de pronto se desvaneció. Durante un momento, Sue sintió como
si estuviese viendo desaparecer una llama por un túnel largo y
oscuro a una vertiginosa velocidad.
(se muere dios mío estoy sintiendo cómo se muere)
Y luego la luz había desaparecido y su último pensamiento
consciente fue
(mamá lo siento dónde)
y se extinguió y Sue quedó conectada con la vacía frecuencia de
las terminaciones nerviosas que tardarían horas en morir.
Tambaleándose, se alejó del lugar con las manos extendidas hacia
delante, como una ciega, en dirección al borde del aparcamiento.
Tropezó con la valla y cayó sobre el terraplén. Se incorporó y
avanzó vacilante por el campo, que empezaba a llenar baches con
místicos charcos de niebla. Los grillos cantaron tontamente y un
papahígo
(papahígo alguien se está muriendo)
lanzó un chillido en la quietud de la mañana.
Echó a correr. Respiraba hondo. Corría para huir de Tommy, de los
incendios y las explosiones, de Carrie, pero sobre todo huía del
horror, final; la luz del último pensamiento arrastrada velozmente
hacia el negro túnel de la eternidad, seguido por el vacío y
estúpido zumbido de la prosaica electricidad.
A pesar de que se resistía, la imagen comenzó a desvanecerse y dejó
en su mente una oscuridad fresca y bendita, se detuvo y se dio cuenta
de que algo había comenzado a suceder. Estaba allí, en la mitad del
campo, esperando la revelación.
Su agitada respiración se hizo más lenta, más lenta, como si de
pronto hubiese quedado cogida en una espina...
Y súbitamente se desbordó en un alarido, el grito del que ha sido
burlado.
Y sintió el lento flujo de la sangre menstrual que corría por sus
muslos.
Tercera parte: Después del naufragio
CERTIFICADO DE DEFUNCIÓN
Nombre: White, Carietta
Dirección: Carlin 47
Chamberlain, Maine 02249
Sala de Urgencia N.°: —
Ambulancia N.°: 16
Tratamiento: —
Ingresó cadáver: sí
Fecha de fallecimiento: 28-5-1979, 2a.m. (aprox.)
Causa del fallecimiento: Hemorragia, estado de shock, oclusión
coronaria y/o trombosis coronaria (posiblemente)
Identificó el cadáver: Susan D. Snell
Back Chamberlain Road 19
Chamberlain, Maine 02249
Parientes más próximos: No tiene
El cadáver fue entregado a: Estado de Maine
Médico encargado:
Patólogo:
Del
indicador eléctrico automático nacional de la
Associated Press, viernes 5 de junio de
1979:
CHAMBERLAIN, MAINE (AP)
FUENTES OFICIALES NOS INFORMAN DESDE CHAMBERLAIN QUE LAS VÍCTIMAS
ASCIENDEN A 4OO Y QUE HAY 49 PERSONAS DESAPARECIDAS. CONTINÚAN LAS
INVESTIGACIONES RELACIONADAS CON CARIETTA WHITE Y EL LLAMADO FENÓMENO
“TK”. CIRCULAN INSISTENTES RUMORES EN EL SENTIDO DE QUE LA
AUTOPSIA DE LA CHICA WHITE HABRÍA REVELADO CIERTAS INSÓLITAS
FORMACIONES EN EL CEREBELO. EL GOBERNADOR DEL ESTADO HA NOMBRADO UNA
JUNTA DE ESPECIALISTAS PARA QUE ESTUDIEN EL PROCESO QUE ORIGINÓ ESTA
TRAGEDIA. FIN.
5 de junio, último despacho. 303N AP.
De
The Lewiston Daily Sun, domingo 7 de
setiembre, pág. 3:
El legado de la Telekinesia: Tierras devastadas, corazones abrasados
CHAMBERLAIN. El baile de fin de curso ya pertenece a la historia.
Durante siglos los sabios han dicho que el tiempo cura todas las
heridas, pero el golpe que recibió esta pequeña ciudad del oeste de
Maine puede ser mortal. Los barrios residenciales todavía están
allí, custodiados por hermosos robles de doscientos años. Las
construcciones de— líneas modernas y las que conservan el antiguo
estilo de Nueva Inglaterra, de la calle Morin y de Brickyard Hill, no
han sufrido daños y se ven tan cuidados como siempre. Pero todo ese
idílico paisaje está situado junto a un campo ennegrecido y
arrasado, y en muchas de estas elegantes casas hay un letrero que
dice SE VENDE, colocado sobre el césped. Sobre la puerta de las que
todavía están ocupadas cuelga una corona negra. Los vecinos de la
ciudad ya se han acostumbrado a ver todo tipo de camiones de mudanza
circular por sus calles.
La principal industria de la ciudad, la Fábrica de Tejidos
Chamberlain, no fue tocada por el incendio que arrasó gran parte de
la población durante esos dos días de mayo. Pero ha estado
trabajando con un solo turno desde el 4 de julio y, según afirma el
señor William A. Chamblis, director de la fábrica, es muy posible
que se produzcan mayores reducciones. “Tenemos pedidos —manifestó
el señor Chamblis—, pero no se puede hacer funcionar una industria
sin obreros que echen a andar las máquinas. No los tenemos. Desde el
15 de agosto, se han retirado treinta y cuatro hombres. Lo único que
podemos hacer, por el momento, es cerrar la sección de teñidos y
enviar el material a otra industria. No quisiéramos despedir a
nuestros obreros, pero se trata de un problema de supervivencia
económica”.
Roger Fearon vive en Chamberlain desde hace veintidós años, y ha
trabajado en la fábrica de tejidos durante dieciocho de esos años.
Comenzó como ensacador y ganaba setenta y tres centavos por hora.
Actualmente es encargado de la sección de teñidos y, sin embargo,
no parece impresionado por la posibilidad de quedarse sin trabajo.
“Perdería un buen salario —dijo Fearon—. No es para tomarlo a
la ligera. Ya lo he conversado con mi mujer. Podríamos vender la
casa, vale fácilmente unos veinte mil dólares, y aunque
probablemente no nos den ni la mitad de eso, lo más seguro es que la
pongamos en venta. No nos importa. En realidad, no queremos seguir
viviendo en Chamberlain. Llámelo como quiera, pero la ciudad ya no
es buena para nosotros”.
Fearon no es el único. Henry Kelly, propietario de una cigarrería y
cafetería llamada “Kelly Fruit”, que la noche del baile quedó
destruida por el fuego, no piensa volver a edificar. “Los chicos
han desaparecido —dice con un encogimiento de hombros—. Si la
abriera otra vez, me encontraría con demasiados fantasmas en los
rincones. Voy a retirar el dinero del seguro y me voy a ir a vivir a
St. Petersburg”.
Una semana después de que el tornado del 54 pasara por Worcester,
dejando su huella de destrucción y muerte, el aire se vio invadido
por el ruido de los martillos, el olor de la madera nueva y una
sensación de optimismo y de fe en la capacidad del hombre para
recuperarse. No existe nada de eso en Chamberlain este otoño.
Solamente han quitado los escombros de la carretera principal. Los
rostros que uno encuentra están llenos de una sombría desesperanza.
En el “Frank's Bar”, en la esquina de la calle Sullivan, los
hombres beben cerveza en silencio, y en los patios de las casas las
mujeres se cuentan historias de horror y sufrimiento. Chamberlain ha
sido declarada zona catastrófica y existen fondos destinados a
levantar la ciudad y reconstruir el sector comercial.
Pero, durante estos últimos cuatro meses, la principal actividad de
Chamberlain han sido los funerales.
Los muertos ya son 440 y todavía quedan dieciocho personas
desaparecidas. De las víctimas, 67 pertenecían al último curso de
la Escuela Ewen y estaban a punto de graduarse. Quizá, más que
otras consideraciones, sea esto último lo que ha quitado valor moral
a sus habitantes.
Fueron enterrados el 1 y el 2 de junio en tres ceremonias masivas. El
día 3 se efectuó en la plaza un acto religioso en memoria de los
desaparecidos. Fue la ceremonia más emotiva que le ha tocado
presenciar a este periodista. Asistieron miles de personas y toda la
asamblea escuchó con conmovido silencio a la banda de la escuela,
con dieciséis componentes menos, ejecutar el himno de Ewen.
Hubo una sombría ceremonia de graduación a la semana siguiente, en
la vecina Motton Academy. Pero sólo quedaban 52 alumnos del último
curso. Henry Stampel, el encargado del discurso de despedida,
prorrumpió en lágrimas en la mitad de la lectura y no pudo
continuar. No hubo fiesta después de la ceremonia; los alumnos
simplemente cogieron sus diplomas y después se marcharon en silencio
a casa.
A pesar de todo, a medida que transcurría el verano, los coches
fúnebres recorrían la ciudad para ir a enterrar los últimos
cadáveres que se iban descubriendo. Para algunos de sus habitantes
parecía que cada día les arrancaban la costra para que la herida
sangrara de nuevo.
Si usted es uno de los muchos curiosos que aparecieron en Chamberlain
la semana pasada, ha visto una ciudad que puede estar sufriendo un
mortal cáncer del espíritu. Unas pocas personas, que parecen
extraviadas, vagan por los pasillos del supermercado. La iglesia
Congregacional de la calle Carlin fue devastada por el fuego y no
queda nada de ella, la iglesia Católica de la calle Elm no ha
sufrido daños y la cuidada iglesia Metodista en un extremo de la
calle Main, aunque chamuscada por el fuego, se encuentra en perfecto
estado. Sin embargo, la asistencia ha sido escasa. Los ancianos aún
se sientan en los bancos de la plaza de los Tribunales, pero ya no
tienen interés en echar una partida de damas o entablar una
conversación.
La impresión general hace pensar en un pueblo que espera la muerte.
En estos días, no basta decir que Chamberlain no volverá a ser el
mismo. Decir simplemente que no volverá puede estar más cerca de la
verdad.
Extracto de una carta del 9 de junio, enviada por el señor Henry
Grayle, rector de la Escuela Ewen, al señor Peter Philpott,
Superintendente de Educación:
...y, por lo tanto, creo que no puedo continuar en mi cargo,
sintiendo que esa tragedia se podría haber impedido si yo hubiese
tenido un poco más de previsión. Me permito rogarle que acepte mi
renuncia a partir del 1 de julio, si usted lo tiene a bien...
Extracto de una carta del 11 de junio, enviada por Rita Desjardin,
profesora de Educación Física, al señor Henry Grayle:
...y no renovaré el contrato. Creo que preferiría suicidarme antes
que volver a enseñar. Por las noches me quedo pensando: Si sólo me
hubiese acercado a esa chica, si sólo, si sólo...
Frases que aparecieron pintadas sobre el césped del sitio donde
estuvo el apartamento de la familia White:
CARRIE WHITE ARDE EN EL INFIERNO POR SUS PECADOS.
CRISTO NUNCA FALLA
De
Telekinesia: Análisis y Consecuencias,
por el decano D. L. McGuffin (publicado por Science Yearbook, 1981):
Para concluir, quisiera señalar el grave riesgo que están corriendo
las autoridades al enterrar el caso de Carrie White bajo una montaña
de papeleo burocrático, y me estoy refiriendo específicamente a la
llamada Comisión White. El deseo de algunos políticos, de
considerar la telekinesia como un fenómeno aislado e irrepetible, me
parece comprensible pero no aceptable. En términos genéticos, la
posibilidad de un nuevo caso es de un 99 por ciento. Ha llegado el
momento de planificar y prepararse para lo que...
De
Expresiones idiomáticas explicadas: Una guía para los padres,
por John R. Coombs (Nueva York, The Lighthouse Press, 1985), pág.
73:
Soltar
a Carrie: causar violencia o
destrucción; confusión, carnicería (2) provocar incendios (de
Carrie White, 1963-1979).
De
Explosión en las Sombras, pág. 201:
En otra parte de este libro se ha hablado de una página de un
cuaderno de Carrie White en el que unos versos de Bob Dylan, el
famoso poeta del rock de los años sesenta, aparecían escritos
repetidas veces, casi con desesperación.
Podría resultar apropiado terminar este libro con unos versos de
otra canción de Dylan, versos que podrían servir de epitafio a
Carrie: Quisiera escribirte una melodía tan simple / que te
impidiera, querida amiga, enloquecer / que te tranquilizara y
extinguiera el dolor / de tu conocimiento inútil y sin sentido...
De
Me llamo Susan Snell, pág. 98:
El libro ya está terminado. Espero que se venda bien para poder irme
a un lugar donde nadie me conozca. Quiero revisar todo lo ocurrido,
decidir qué voy a hacer entre este momento y la hora en que mi luz
se aleje por un largo túnel hacia la oscuridad...
De las conclusiones de la Comisión investigadora del Estado de
Maine, en relación con los sucesos ocurridos el 27 y 28 de mayo, en
Chamberlain, Maine:
...y, por lo tanto, debemos concluir que, aunque la autopsia
practicada reveló algunos cambios celulares que pueden indicar la
presencia de algún poder paranormal, no existe ninguna razón para
creer en la posibilidad de que el caso se repita...
Fragmento de una carta del 3 de mayo de 1988, enviada por Amelia
Jenks, Royal Knob, Tennessee, a Sandra Jenks, Maiken, Georgia:
...y tu sobrinita crece cuarta por noche y para tener dos años está
muy grande y tiene los ojos azules como su papi y el pelito rubio mío
pero seguramente se le ba poner oscuro pero de todos modos es muy
bonita y cuando está durmiendo aveces cuanto se parece a nuestra
mama.
El otro dia la tenia sentada en la tierra al lado de la casa yo
measomé y vi la cosa mas rara estaba jugando con las volitas de su
hermano pero se estaban mobiendo solas ella semoria de risa pero yo
estaba un poco asusta algunas de las volitas subian y bajaban. Me izo
acordarme de la abuela te acuerdas cuando vino la policia buscando a
Pete y las pistolas les salieron volando de las manos y la abuela no
paraba de reirse y podia hacer que la mecedora se mobiera sola aunque
no estuviera senta. Me quedao muy preocupa ojala que la niña no
sufra esos ataques que le daba a la abuela te acuerdas?
Bueno tengo mucho que labar a si que dale saludos a Rich y mandanos
algunas fotos cuando puedas. Como te decia la niña es muy bonita y
tienes unos ojitos de lista... Estoy segura de que ba allegar a ser
alguien cuando grande.
Un abrazo,
Melia
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26/09/2011
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