FORMULACIÓN DEL PROBLEMA
Adondequiera que en el sueño me volvía,
dondequiera que la muerte ansiaba,
dondequiera que pisaba el suelo
en mi camino se sentaba a mi lado
un sujeto desdichado, de negras vestiduras,
en quien hallaba fraternal semejanza.
MUSSET
Por lo general, la técnica del psicoanálisis apunta a descubrir materiales psíquicos de importancia, muy enterrados, y en ocasiones procedentes de evidencias superficiales manifiestas. El psicoanálisis no tiene por qué rehuir siquiera algún tema casual y trivial, si el asunto exhibe problema psicológicos cuyas fuentes e inferencias no resultan evidentes. No debe surgir objeción ninguna, entonces, si tomamos como punto de partida un “drama romántico”, que no hace mucho circuló por nuestras salas cinematográficas. De tal manera podemos rastrear hacia atrás la historia del desarrollo y semántica de un antiguo concepto tradicional, popular, que estimuló a los escritores imaginativos y reflexivos a utilizarlo en sus obras. Aquellos que se ocupan de la literatura pueden quedar tranquilos, ya que el guionista de esta película, El estudiante de Praga, es un autor de moda en la actualidad y que adhirió a pautas destacadas, cuya eficacia ha sido puesta a prueba por el tiempo.
Cualquier aprensión en cuanto al verdadero valor de una película que apunta, en tan gran medida, a lograr efectos exteriores, puede postergarse hasta que hayamos visto en qué sentido un tema basado en una antigua tradición popular, y cuyo contenido es tan destacadamente psicológico, resulta modificado por las exigencias de las técnicas de expresión modernas. Quizás resulte que la cinematografía, que en muchos sentidos nos recuerda el trabajo de los sueños, pueda también expresar algunos hechos y relaciones psicológicos —que a menudo el escritor es incapaz de describir con claridad verbal—, con imágenes tan claras y patentes, que faciliten nuestra comprensión de ellos. La película llama tanto más nuestra atención, cuanto que hemos aprendido, en estudios similares, que muchas veces un tratamiento moderno consigue reaproximarse, de manera intuitiva, al significado real de un antiguo tema que se ha vuelto ininteligible, o que se ha entendido mal en su paso por la tradición.[1]
Ante todo tratamos de captar las escenas fugaces, veloces pero impresionantes del drama filmográfico de Hanns [sic] Heinz Ewers:
Balduino, el estudiante más arrojado y el mejor esgrimista de la Universidad de Praga, ha disipado su dinero y está hastiado de sus actividades libertinas. Irritado, se aparta de sus compinches y de sus diversiones con la bailarina Liduschka. Entonces un anciano siniestro, Scapinelli, se le acerca y le ofrece ayuda. Balduino vaga por el bosque con este extraño aventurero, conversa con él, y presencia un accidente de caza de la joven hija del conde von Schwarzenberg, a quien rescata antes que se ahogue. Se lo invita a su castillo, donde conoce a la prima de ella y a su novio, el barón Waldis-Schwarzenberg. Aunque se comporta con torpeza y debe irse frustrado, ha provocado tal impresión en la hija del conde, que en adelante ésta indica a su novio que debe guardar distancia.
En su vivienda, Balduino practica posiciones de esgrima delante de su gran espejo, y luego se hunde en desconsoladas reflexiones acerca de su desagradable situación. Scapinelli aparece y ofrece riquezas, y firma un contrato que le permite tomar de la habitación de Balduino todo lo que le plazca. Balduino ríe, señala las paredes desnudas y los muebles primitivos, y firma, dichoso, el documento. Scapinelli observa la habitación, en apariencia no encuentra nada que le agrade, hasta que al cabo señala la imagen del espejo de Balduino. El estudiante sigue la corriente de la supuesta broma, de buena gana, pero queda pasmado de asombro cuando ve que su alter ergo se separa del espejo y sigue al anciano a través de la puerta y hacia la calle.
El ex estudiante empobrecido, ahora un caballero elegante, ha logrado ingresar en círculos en que vuelve a ver a su tan admirada hija del conde. En un baile tiene la ocasión de confesarle su amor, en la terraza del castillo. Pero este idilio bañado por la luz de la luna es interrumpido por el novio de ella, y escuchado por Liduschka, quien ahora se cruza por el camino de Balduino como una muchacha-flor y lo sigue sin cesar por peligrosos caminos. Balduino se ve arrancado, en forma brusca, de sus dulces pensamientos acerca del primer éxito de su galanteo, por la presentación de su reflejo, que, apoyado contra una columna, aparece en el parapeto de la galería. Cree que su vista lo engaña, y sólo lo arranca de su semiconciencia la llegada de sus amigos. Cuando se va, Balduino desliza una nota en el pañuelo de su amada, que ésta ha dejado caer; la nota le pide que acuda al cementerio hebreo, a la noche siguiente. Liduschka sigue en forma furtiva a la hija del conde, hasta sus habitaciones, para enterarse del contenido de la nota, pero sólo descubre el pañuelo y el alfiler de Balduino, que ha usado para unir la nota al pañuelo.
A la noche siguiente la princesa [sic] corre a la cita, Liduschka, que la ve por casualidad, la sigue como una sombra. En el cementerio desierto los amantes se pasean bajo la espléndida luz de la luna. Se detienen en la cima de un pequeño otero, y Balduino está a punto de besar a su amada por primera vez, cuando se detiene y contempla, horrorizado, a su doble, que de pronto se revela detrás de una de las lápidas. En tanto, Margit huye aterrorizada ante la espantosa aparición, y en vano se esfuerza Balduino por capturar a su semejanza, que ha desaparecido tan de repente como apareció.
Mientras tanto, Liduschka ha llevado el pañuelo y el alfiler de corbata de Balduino al novio de Margit, quien decide desafiar a Balduino a un duelo de sable. Como Waldis-Schwarzenberg no presta atención a las advertencias acerca de la destreza de Balduino para la esgrima, el viejo conde de Schwarzenberg, quien ya se encuentra en deuda con Balduino por la salvación de su hija, decide pedir que se perdone la vida de su futuro yerno y único heredero. Un tanto a desgana, Balduino da su palabra de no matar a su contrincante. Pero en el bosque, camino al duelo, su yo anterior se acerca a él, le entrega un sable ensangrentado y lo limpia. Aun antes que Balduino llegue al lugar en que el duelo se llevará a cabo, ve, desde lejos, que su otro yo ya mató a su oponente.
Su desesperación crece aun más cuando ya no se le permite entrar en la casa del conde. Hace un inútil intento de olvidar su amor en el vino; mientras juega a los naipes, ve a su doble frente a él; y Liduschka trata de atraerlo, pero sin éxito. Tiene que volver a ver a su amada; y una noche —por el mismo camino que Liduschka usó antes— Balduino se introduce en el aposento de Margit, quien aún no lo ha olvidado. Él se arroja a sus pies, sollozando. Ella lo perdona y sus labios se encuentran en el primer beso. Y entonces, en un movimiento accidental, ella advierte en el espejo que la imagen de su amado no se refleja al lado de la propia. Aterrorizada, le pregunta el motivo, y él se cubre la cabeza, avergonzado, mientras su imagen del espejo aparece, sonriente, en la puerta. Margit se desmaya al verlo, y Balduino escapa aterrorizado, seguido a cada paso por la horrenda sombra. Así perseguido, huye por calles y callejas, sobre paredes y zanjas, a través de prados y bosques. Por último llega a un carruaje, se arroja dentro de él e insta al cochero a partir con la mayor velocidad. Después de un viaje bastante prolongado, a un ritmo furioso, Balduino cree estar a salvo, desciende y está a punto de pagar al cochero, cuando reconoce en éste a su reflejo. Frenético, sigue corriendo. Ve la figura espectral en todas las esquinas, y debe hundirse junto a ella, dentro de su casa, donde echa llave y cerrojo a todas las puertas y ventanas.
A punto de poner fin a su vida, deja a un lado la pistola cargada, ya preparada, y se dispone a escribir su última voluntad y testamento. Pero una vez más aparece su doble, sonriente, ante él. Carente de todo dominio de sus sentidos, Balduino se apodera del arma y dispara contra el fantasma, quien desaparece en el acto. Ríe con alivio, y en la creencia de que ahora se ha librado de todos sus tormentos, descubre su espejo de mano —antes envuelto con cuidado en una tela— y se contempla por primera vez en mucho tiempo. En ese mismo instante siente un agudo dolor en el lado izquierdo del pecho, advierte que tiene la camisa empapada en sangre y se da cuenta de que ha recibido un disparo. En el momento siguiente cae al suelo, muerto. Aparece el sonriente Scapinelli, para desgarrar el contrato sobre el cadáver.
La última escena muestra la tumba de Balduino al lado de una corriente de agua, sombreada por un enorme sauce llorón. Su doble se encuentra sentado en el montículo de la tumba, con la terrorífica ave negra [¿cuervo?], constante compañera de Scapinelli. Los hermosos versos de Musset (“Noche de diciembre”) aclaran:
Adonde vayas, siempre estaré yo,
hasta el último y postrero de tus días,
en que iré a sentarme sobre tu tumba.
El libreto no nos deja mucho tiempo en dudas en cuanto a la intención y significado de estos extraordinarios sucesos. Se supone que la “idea fundamental” es la de que el pasado de una persona se aferra inevitablemente a ésta, y que se convierte en su destino en cuanto trata de liberarse de él. Se entiende que esta vida pasada se encarna en el reflejo de Balduino, y también en el personaje enigmático de Lidushka, quien lo persigue desde su vida anterior de estudiante. Puede ser que este intento de explicación —antes que el acento en la idea fundamental, intrínseca del tema mismo— resulte suficiente en algunos aspectos; pero no cabe duda de que esta interpretación alegórica no puede llegar al fondo del contenido de la película ni justificar por entero la vivida impresión de su argumento. Pues aún quedan bastantes rasgos notables en ella, que exigen explicación, y sobre todos los hechos de que el fantasmagórico doble debe perturbar sólo “todas las horas de dulce compañía” de la pareja, y que sólo es visible para ellos. En rigor, sus intervenciones se vuelven más aterradoras en la medida en que las demostraciones de amor de ellos se hacen más fervorosas. Ante la confesión de amor de Balduino en la terraza, aparece su imagen del espejo, por decirlo así, como una silenciosa figura de advertencia; en el encuentro de los amantes durante la noche, en el cementerio, interrumpe la creciente intimidad de ambos al impedir su primer beso; y por último, en la decisiva reunión de reconciliación, sellada por un abrazo y un beso, separa por la fuerza, y para siempre, a los amantes. De modo que el protagonista resulta ser en verdad incapaz de amar, que parece encontrar su encarnación en la curiosa figura de Liduschka, a quien Balduino, cosa característica, no presta atención. Balduino está imposibilitado de amar a una mujer a consecuencia de su propio yo personificado; y así como su imagen del espejo lo sigue a las reuniones con su enamorada, así Liduschka sigue a la hija del conde como a una sombra. Estos dobles se entrometen entre los principales personajes, con el fin de separarlos.
Aparte de estas características, que la clave alegórica no explica, nos resulta imposible entender cuál puede haber sido el motivo de que el autor, o sus predecesores literarios, representasen el pasado en esa figura del reflejo engendrado en forma independiente. Tampoco podemos entender, con el pensamiento racional y nada más, los graves resultados psíquicos que acompañan a la pérdida de esa imagen, y menos que nada la extraña muerte del protagonista. Un sentimiento oscuro pero inevitable se apodera del espectador, y parece revelar que aquí se trata de profundos problemas humanos. La singularidad de la cinematografía al presentar de manera visible hechos psicológicos, llama nuestra atención, con exagerada claridad, hacia el hecho de que los interesantes y significativos problemas de la relación del hombre consigo mismo —y la fatídica perturbación de esa relación— encuentran aquí una representación imaginativa.
Debemos llegar al significado de estos problemas fundamentales, necesarios para entender la película, para lo cual es preciso estudiar las formas conexas del motivo en modelos y paralelos literarios, y comparar dichas formas con las correspondientes tradiciones populares, etnográficas y míticas. Entonces podremos ver con claridad la manera en que estos motivos, que se originan en el hombre primitivo y en sus conceptos, logran forma literaria gracias a los escritores dispuestos a aceptarlas. También veremos que dicha forma coincide en alto grado con el significado primitivo, más tarde oscurecido, de dichos motivos. En último análisis, se pueden buscar sus huellas en el problema esencial del yo, un problema que el intérprete moderno, apegado a una nueva técnica de representación, o impulsado por ella, ha destacado en forma prominente mediante el uso de un tan vívido lenguaje imaginativo.
II
II
EJEMPLOS DEL DOBLE EN LA LITERATURA
Imagino que mi yo es visto a través
de una lente: todas las formas que
se mueven en derredor son otros
yo; y hagan lo que hicieren o dejen
de hacer, todo ello me ofende.
E. T. A. HOFFMANN
No cabe mucha duda de que Ewers, quien ha sido denominado “el E. T. A. Hoffmann moderno”, obtuvo la inspiración para su película, ante todo de su predecesor y maestro literario, inclusive aunque existieran otras fuentes e influencias eficaces[1]. Hoffmann es el creador clásico de la proyección del doble, que figuró entre los motivos más populares de la literatura romántica. Casi ninguna de sus numerosas obras se encuentra libre por completo de referencias a este tema, y predomina en muchos de sus escritos de mayor importancia. El modelo inmediato para el tratamiento de Ewers aparece en la Sección III (“Aventuras de vísperas de Año Nuevo”), de la segunda parte de Cuentos fantásticos, intitulada “La historia del reflejo perdido” (I, 265-279)[2]. En una extraña relación con la imaginación y los sueños del “entusiasta viajero”, leemos que cierto Erasmus Spikher un honrado esposo y padre alemán, cae en las garras enamoradas de la irresistible Giuletta, durante una estadía en Florencia, y por su pedido deja detrás su reflejo, cuando huye luego de asesinar a un rival. Se encontraban de pie, delante del espejo, “que los reflejaba a él y Giuletta en un dulce abrazo”; ella “extendió los brazos, con ansias, hacia el espejo. Erasmus vio que su imagen surgía, con independencia de sus movimientos, se deSlizaba en brazos de Giulietta y desaparecía con ella en medio de un olor extrañamente dulzón” (I, 271).
De vuelta al hogar, Erasmus se convierte en objeto de ridículo cuando la gente advierte por casualidad su deficiencia. Por lo tanto, “adondequiera que fuese, exigía que todos los espejos fuesen cubiertos con rapidez, so pretexto de una aversión natural a cualquier reflejo; por lo cual la gente lo llamaba, en broma, ‘general Suvarov’, quien se comportaba de manera parecida” (I, 274). En el hogar, su esposa lo desprecia y su hijo se ríe de él. En su desesperación, el misterioso compañero de Giuletta, el doctor Dapertutto, acude a él y afirma que puede reconquistar el amor de la muchacha y su reflejo, siempre que sacrifique a su esposa e hijo con tal fin. La aparición de Giulietta lo hace volver a sentir la locura del amor. Ella saca la tela que cubre el espejo, y le muestra con cuánta fidelidad conservó su imagen del espejo. “Con embeleso, Erasmus vio que su imagen envolvía a Giuletta en sus brazos; pero con independencia de él no reflejaba ninguno de sus movimientos” (I, 277). Está a punto de firmar el pacto infernal, de entregarse y entregar su familia a poderes ultraterrenales, cuando logra exorcizar a los espíritus demoníacos gracias a la aparición repentina de advertencia de su esposa. Entonces, por consejo de ésta, parte hacia el ancho mundo para buscar su reflejo. Allí se encuentra con Peter Schlemihl, carente de sombra, quien ya apareció en la introducción del cuento de Hoffmann (El grupo del sótano, I, 257-261). Esta reunión indica que Hoffmann, en su fantástica narrativa; trató de presentar una contrapartida de la famosa “extraña historia” de Chamisso, cuyo argumento podemos suponer que conocía.
Con fines de pertinencia, indicaremos, en pocas palabras, nada más que las correspondencias y paralelos esenciales. Así como en el caso de Balduino y Spikher, en la venta de su sombra por Schlemihl también hay un caso de negociación del alma (pacto con el diablo); y también aquí el principal personaje es objeto de las burlas y desprecio del mundo. La extraña admiración del “hombre gris” por la sombra resulta en especial evidente como analogía de la admiración de la imagen del espejo[3], de la misma manera que la vanidad es una de las características más notables de Schlemihl (“este es el baldón de la humanidad, en que el ancla se aferra con más firmeza”). También aquí la catástrofe —como en los casos que ya hemos considerado— la provoca la relación con la mujer. La hermosa “Fanny” se siente aterrorizada por la falta de sombra de Schlemihl; y esta misma deficiencia lo hace dejar a un lado la felicidad de su vida con la afectuosa Mina. La insania que se hizo evidente en Balduino, a consecuencia de su catástrofe, sólo se sugiere de pasada en Spikher y Schlemihl, que al final logran escapar al mal. Después de su ruptura con Mina, Schlemihl vaga por “bosques y llanuras, sin meta fija. Un sudor frío caía de mi frente; un gemido hueco estallaba en mi pecho; la locura bramaba dentro de mí”.
Esta comparación demuestra la equivalencia del espejo y la sombra como imágenes, que se aparecen al yo como sus semejanzas más tarde confirmaremos esta equivalencia desde otro punto de vista. De las numerosas imitaciones de Peter Schlemihl[4], aquí sólo mencionamos el excelente cuento de Andersen, “La sombra”, que habla del estudioso cuya sombra se libera de su dueño en las zonas tórridas, y años más tarde se encuentra con él en persona. Al principio, la pérdida de su sombra no tiene malos resultados para el hombre —al modo del destino de Schlemihl—, pues una nueva sombra, aunque de modestas proporciones, aparece detrás de él. La primera sombra, que ha llegado a ser muy adinerada y destacada, consigue poco a poco utilizar a su dueño primitivo. Al principio le exige silencio respecto de su anterior existencia como sombra, ya que pretende desposarse. Pero muy pronto lleva su audacia hasta el punto de tratar a su antiguo amo como a su sombra, con lo cual atrae la atención de una princesa, quien al cabo lo desea como esposo. La sombra se esfuerza por convencer a su amo anterior, a cambio de un amplio estipendio, de que desempeñe el papel de sombra en toda ocasión. Como todos los elementos de la naturaleza del estudioso se oponen a esta proposición se dispone a traicionar a ese usurpador de sus derechos humanos. Pero la sombra se le adelanta y lo hace encarcelar. Como asegura a su amada que su “sombra” ha enloquecido y se considera una persona, la tarea resulta fácil. La noche previa a la boda, lleva a cabo la eliminación, en secreto, del hombre que tanto peligro ofrece para su amor, con lo cual se asegura la felicidad en el amor.
En contraste intencional con la historia de Peter Schlemihl, este relato vincula el argumento de los graves resultados de carecer de sombra con el tratamiento del motivo, tal como aparece en El estudiante de Praga. Porque también en el cuento de Andersen, no se trata sólo de carecer de algo (como en el caso de Chamisso); más bien se pone el acento en la persecución por el doble, que se ha convertido en una entidad independiente, y que siempre y en todas partes se yergue como un obstáculo contra el yo, pero, una vez más, con un efecto catastrófico en la relación de amor.
La pérdida de la propia sombra, por lo demás, se destaca con mayor claridad en “Anna”, poema de Lenau, cuya fuente es la leyenda suiza de una muchacha hermosa que teme la pérdida de su belleza en el parto[5]. Su deseo de seguir siendo tan joven y bella la lleva, antes de su boda, a visitar a una anciana misteriosa, quien en forma mágica la libera de los siete niños que daría a luz. Pasa siete años de matrimonio en belleza inmutable, hasta que una noche, a la luz de la luna, su esposo advierte que no arroja sombra. Cuando se le pide una explicación, confiesa su culpa y se convierte en una proscrita. Luego de otros siete años de dura penitencia e intensa desdicha, que han dejado sus profundas huellas, Anna queda absuelta por un ermitaño, y muere reconciliada con Dios, después que la sombra de sus siete hijos nonatos se le aparecen en una capilla.
Mencionaremos en pocas palabras las siguientes y menos explícitas apariciones del motivo de la sombra. El “Cuento de hadas” de Goethe describe a un gigante que vive a la orilla de un río. La sombra, al mediodía, es insignificante y débil, pero mucho más poderosa a la salida y puesta del sol. Si en esos momentos uno se sienta sobre el cuello de su sombra, es trasportado al otro lado del río al mismo tiempo que se mueve la sombra. Para evitar este método de trasporte, se construyó un puente en el lugar. Pero cuando, por la mañana, el gigante se frotó los ojos, la sombra de sus puños se movió con tanto vigor sobre hombres y animales, que todos ellos se derrumbaron. Luego, en el poema de Mörike, “La sombra”, un conde que viaja por la Tierra Santa arranca un juramento de lealtad a su esposa. El juramento es falso, pues su esposa se complace en la compañía de su amante y envía a su esposo una poción envenenada que lo mata. Pero a la misma hora también muere la esposa infiel; sólo queda su sombra, inextinguible, en el vestíbulo. Por último, el poemita de Richard Dehmel, “La sombra”, modelado según R. L. Stevenson, describe con suma delicadeza el intrigante carácter de la sombra para el niño que no sabe por qué su sombra es pequeña:
Lo más extraño en él es la forma en que gusta de crecer; no como los niños corrientes, que lo hacen muy de a poco; pues a veces se yergue más alto que una pelota de goma, y en ocasiones se empequeñece tanto, que ya no queda nada de él.[6]
Los modos de tratamiento de este tema que hemos considerado hasta ahora —en los cuales resulta claro que el misterioso doble es una visión independiente y visible del yo (sombra, reflejo)— son distintos de las figuras reales del doble que se enfrentan entre sí como personas reales y físicas, de similitud externa poco común, y cuyos senderos se cruzan. La primera novela de Hoffmann, Los elixires del diablo, 1815, depende para su efecto, de un parecido del monje Medardo con el conde Viktorin, ambos desconocedores de que son hijos del mismo padre. Este parecido lleva a extrañas complicaciones. El notable destino de estas dos personas es posible —y comprensible— sólo sobre la base de ese presupuesto místico. Como poseen una herencia patológica de su padre, los dos hombres se enferman mentalmente, estado cuya descripción maestra constituye el contenido principal de la novela[7]. Viktorin, que enloquece luego de una caída, cree que es Medardo, y así se identifica con todo. Su identificación con Medardo llega tan lejos (la licencia poética, sin duda, debe tenerse en cuenta), que emite los pensamientos de éste; Medardo cree que se oye hablar a sí mismo, y que sus pensamientos más íntimos son expresados por una voz interior a él[8]. Esta imagen paranoica tiene como complemento las ideas a las cuales se ve sometido en el monasterio, de ser vigilado y perseguido; la erotomanía vinculada con la imagen de su amada, que sólo ve por un momento; y su desconfianza y autoestima intensificadas en forma morbosa. Además lo domina la idea atormentadora de tener un doble enfermo, idea confirmada por la aparición del perturbado capuchino.
El tema principal de esta novela puede verse en un desarrollo posterior, en el relato Los dobles (XIV, 5-52), en clara vinculación con la rivalidad por la mujer amada. Una vez más, se trata de dos jóvenes indistingibles en su aspecto exterior, y que tienen estrecha vinculación debido a misteriosas circunstancias de familia. Como consecuencia de este destino singular, y gracias a su amor por la misma joven, se ven envueltos en las más incomprensibles aventuras, cuya solución sólo se encuentra cuando los dos rivales se enfrentan a su amada y renuncian, de modo involuntario, a toda pretensión sobre ella. En Opiniones sobre la vida de Tomicat Murr, el mismo parecido exterior vincula el destino de Kreisler, predispuesto a la enfermedad mental, con el del insano pintor Ettlinger, a quien Kreisler se parece tanto, según ki princesa Hedwiga, que podrían ser hermanos (X, 139). La situación llega al punto en que Kreisler cree que su reflejo en el agua es el pintor insano, y le dirige reproches; pero en seguida imagina que ve su propia persona y su parecido caminando juntos (X, 146 y sigs.). Presa del más intenso horror, se precipita a la habitación de Maese Abraham, y pide que este último elimine al molesto perseguidor con una daga (la complementación de un acto tan impulsivo costó la vida al estudiante de Praga).
Hoffmann, quien trató el problema del segundo yo en otras obras (La princesa Brambilla, El corazón de piedra, La elección de una novia, El arenero y otros), tenía, no cabe duda, ciertos motivos personales para esa elección del tema; pero no se puede subestimar la influencia que ejerció Jean Paul, quien introdujo el motivo del doble en la literatura romántica, y que en esa época se encontraba en el apogeo de su fama[9]. En las obras de Jean Paul este tema predomina en todas sus variantes psicológicas. Leibgeber y Siebenkäs son verdaderos dobles; se parecen con exactitud, y Siebenkäs inclusive intercambia su nombre con su amigo. En Siebenkäs, la constante confusión entre estas personas —motivo frecuente en otras partes en Jean Paul (por ejemplo en El viaje de Katzenberger al balneario)— es el punto central de interés; en Titán aparece en forma apenas episódica. Además de esta aparición del doble como una persona real —que Jean Paul también varía haciendo que alguien trate de seducir a la amada en la forma del amante (el motivo del Anfitrión)—, este escritor delineó una y otra vez, y hasta el extremo, el problema de la división y duplicación del yo, como nadie lo había hecho, antes o después de él.
“En Hesperus hace que su yo se yerga ante él como una aparición misteriosa” (Schneider, pág. 317). En su infancia, Viktor es sacudido en especial por los relatos en los cuales las personas se ven a sí mismas. “A menudo, antes de dormirse, por la noche, observa su cuerpo durante tanto tiempo, que lo separa de sí y lo ve de pie y gesticulando, a su lado. Luego se duerme con esa extraña figura” (Czerny, pág. 11). Viktor tenía además una violenta aversión hacia las figuras de cera, sentimiento que comparte con Ottomar (El pabellón invisible), quien en un rapto ve a su yo en el aire. Este horror a las figuras hechas de cera se vuelve comprensible en Titán, cuando Albano aplasta su propio busto de cera, en impotente cólera; pero al hacerlo siente “que toca y asesina a su yo” (Schneider, pág. 318). Schoppe y Albano se encuentran poseídos por el destructivo engaño de un doble que los persigue. El yo reflejo de Albano, que corre junto a él, lo hace huir, aterrorizado, del templo de sueño a que ha llegado en sus vagabundeos. “También Leibgeber, en Siebenkäs, se ve rodeado por un ejército de yos al comparar su yo, el suyo y de Firmian, el reflejo de su doble —tres yos— con el propio Firmian, el cuarto… Firmian se introduce en el espejo, y con un dedo se oprime un costado del globo del ojo, de modo que ve dos reflejos de sí mismo; luego, apiadado, se vuelve hacia su amigo con las palabras: ‘Pero en verdad no puedes ver aquí a la tercera persona’” (Schneider, pág. 318).
En Titán volvemos a encontrarnos con la tendencia a la despersonalización, que queda indicada en el nombre de “Leibgeber”. Roquairol, descrito como un tremendo egoísta, ansía una vez tener un amigo, y escribe a Albano: “Y entonces te vi, y quise convertirme en tu yo… pero eso no funciona, pues no puedo retroceder; pero tú puedes seguir adelante, y uno de estos días te convertirás en mi yo” (Schneider, pág. 32)[10]. “Al ejecutar su propia tragedia, al renegar de su propio yo, se mata” (Schneider, pág. 320). “La idea de Schoppe, de ser perseguido por sí mismo, se convierte en un tormento espantoso. Para él, la dicha reside en librarse para siempre de su yo. Si su mirada cae por casualidad en sus manos o piernas, ello basta para hacer que lo invada el miedo helado de que pueda aparecerse ante sí mismo y ver su yo. El espejo tiene que estar cubierto, pues tiembla de terror ante el espectáculo de su orangután del espejo” (Schneider, página 318).
Hay también espejos que producen rejuvenecimiento y envejecimiento, motivo que parece haberse trasferido a Spikher, cuyo rostro envejecido y deformado le sonrío en una ocasión (de la misma manera, hay cuadros cuyas líneas verdaderas sólo pueden reconocerse bajo una lente especial). Aquí también recordamos que Spikher, como Balduino, tiene cubiertos todos los espejos: “Pero por el motivo contrario, de que no puedan reflejar ya su yo” (Czerny, pág. 12). En el caso de Schoppe, este temor llega tan lejos, que inclusive hace trizas los odiados espejos, ya que hacen que su yo avance hacia él. Y tal como Kreisler y Balduino quieren matar a su segundo yo, Schoppe envía su bastón-estoque a Albano, con la exigencia de que éste mate a la misteriosa aparición en el sótano de Ratto. “Al cabo Schoppe perece por efecto de su ilusión, con la declaración de su identidad en los labios” (Schneider, página 319).
Se sabe que en Titán, Jean Paul expresó sus puntos de vista acerca de la filosofía de Fichte, y trató de mostrar cuál sería la consecuencia final del idealismo trascendental. "Los críticos han discutido respecto de si el poeta sólo quería presentar sus opiniones al filósofo o llevarlo ad absurdum. Comoquiera que sea, de cualquier manera resulta claro que ambos intentaron, cada uno a su manera, llegar a una comprensión del problema del yo, problema que les concernía a cada uno en persona.
De las figuras corpóreas del doble podemos pasar, por medio de algunos tratamientos aislados y originales, a las representaciones que nos permiten reconocer la limitación y significado subjetivos de la extraña actitud. Uno de ellos es la fábula romantico-cómica de Ferdinand Raimund, El rey de los Alpes y el misántropo, en la cual el doble del adinerado Rappelkopf se halla representado por el Espíritu de los Alpes, objetivado con auténtica ingenuidad por Raimund. Rappelkopf, quien aparece disfrazado como su cuñado, presencia una representación de sus propios defectos y debilidades ridículos por Astrálago, el rey de los Alpes, quien desempeña el papel del propio Rappelkopf. La acción hace que el protagonista se cure de su misantropía hipocondríaca, y de su desconfianza paranoica, al hacer que contemple su propio yo como en un “espejo del alma”. Gracias a esta visión, aprende a odiarse, y a amar el ambiente que antes tanto odiaba.
Vale la pena mencionar que algunos motivos típicos del fenómeno del doble parecen aquí elevados, de su tragedia inconsciente a la esfera cognoscitiva del humorismo. A la postre, el empecinado Rappelkopf acepta el intercambio de almas, como si fuese una broma; y el enfrentamiento de los dos dobles en las principales escenas de la obra lleva a múltiples confusiones y complicaciones. Por último, el protagonista no sabe dónde buscar su yo, y dice: “Tengo miedo de mí mismo”. Estos “malditos enredos con dobles” llevan al cabo a insultos mutuos y duelos.
El impulso de liberarse del extraño oponente en forma violenta corresponde, como vimos, a los rasgos esenciales del motivo; y cuando uno cede a ese impulso —como por ejemplo en El estudiante de Praga, y en otros tratamientos que aún debemos estudiar—, resulta claro que la vida del doble tiene una muy estrecha vinculación con la del propio individuo. En la obra de Raimund, esta misteriosa base del problema se convierte en un requisito consciente de la prueba. En el último momento, antes del duelo, Rappelkopf recuerda esa situación: “Los dos tenemos una sola vida. Si yo lo mato, me mataré a mi mismo”. Queda liberado del hechizo cuando Astrálago lo hunde en el agua; Rappelkopf, quien teme ahogarse, se desvanece y despierta curado. Resulta de especial interés un residuo del motivo del espejo, que apunta hacia la importancia interior del doble. En el apogeo de su engaño, poco antes de su huida del hogar y la familia, Rappelkopf se ve en el alto espejo de su habitación. Le resulta imposible soportar la visión de su rostro, y “destroza el espejo con el puño cerrado”. Pero en un alto espejo de la casa de Rappelkopf, se vuelve visible entonces el rey de los Alpes, y más tarde aparece como un doble.
Raimund trató el mismo tema, en forma distinta, en El avaro. El mendigo, que durante un año sigue a Flottwell a todas partes, resulta ser, veinte años más tarde, su doble, y lo salva de la ruina total, a la manera de un espíritu protector, como el rey de los Alpes. En rigor Flottwell cree que ese mendigo es el espíritu de su padre, hasta que, enseñado por su áspero destino, se reconoce, en la figura que le dirige advertencias, a sí mismo a la edad de cincuenta años. También aquí el perseguido trata de matar a su fastidioso compañero, pero es incapaz de atacarlo de manera alguna. La relación de este doble con el que aparece en El rey de los Alpes queda indicada por un motivo común, cuyo análisis psicológico es más pertinente en otro punto de este trabajo. Así como el mendigo le arranca tesoros a Flottwell para devolverlos al hombre totalmente empobrecido (“he mendigado a ti para ti”), así Rappelkopf, quien también es pobre en apariencia, y al final vuelve a enriquecerse, da un giro cómico a este motivo de los “fondos de propiedad conjunta”, al recoger el dinero que su doble deja a un lado, con la observación de que esa propiedad conjunta es un arbitrio mucho más conveniente que la indeseable propiedad mutua de la salud y la vida.
Aunque aquí existe una interesante vinculación entre el tema del envejecimiento y el complejo financiero, que no se tiene en cuenta, puede seguirse el rastro de tal o cual hilo de referencia al problema del doble. El hecho de que el mendigo se aparezca en la forma de Flottwell veinte años mayor nos recuerda la creencia de la muchacha, de que el mirar al rey de los Alpes la envejece a una en cuarenta años. Y cuando el rey aparece en el espejo, Lieschen cierra los ojos para no perder su belleza. En esto podemos advertir la relación con los espejos de Jean Paul, que pueden envejecerlo o rejuvenecerlo a uno, así como con los espejos deformantes de las obras de Hoffmann y otros escritores.
Este temor a envejecer, como uno de los problemas más profundos del yo, se trata en la novela de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray/, 1890 [1891]. Cuando el bello y vigoroso Dorian contempla su bien pintado retrato, expresa el presuntuoso deseo de seguir siendo tan joven y bello, y de poder trasladar al retrato toda huella de envejecimiento, deseo que se cumplirá en forma siniestra. Advierte por primera vez un cambio en el cuadro cuando Sibyl, quien lo ama por encima de todas las otras cosas, lo rechaza con crueldad y frialdad (tal como la mayoría de sus iguales, de destino similar, enloquecen de amor por una mujer). Desde entonces, el retrato, que envejece de manera constante y revela las señales del pecado, sigue siendo la conciencia visible de Dorian. Le enseña a él, quien se ama con exageración, a despreciar su propia alma. Cubre y guarda bajo llave el cuadro que le inspira miedo y terror, y sólo lo contempla en determinados momentos de su vida, y lo compara con su propia imagen del espejo, eternamente inmutable. Su anterior placer por su belleza deja paso, poco a poco, a la aversión hacia su propio yo. Por último, “…le repugnó su belleza, y arrojando el espejo al suelo, lo aplastó, bajo los tacones, en astillas de plata”. Una definida espectrofobia neurótica, relatada con gran efecto artístico, es el tema de una de las novelas favoritas de Dorian, cuyo principal personaje, muy en contraste con éste, había perdido su extraordinaria belleza en su primera juventud. Desde entonces tenía un “… grotesco temor a los espejos y a las superficies de metal bruñido, y a las aguas quietas”…
Después que Dorian asesina al pintor del cuadro fatídico y empuja a Sibyl a la muerte, ya no encuentra reposo: “Comenzó a dominarlo la conciencia de ser perseguido, de las trampas que se le tienden, del acoso”. Decide llevar las cosas a su final y destruir el cuadro, para liberarse de ese modo de su insoportable pasado. Apuñala el cuadro, y en el mismo momento, viejo y feo, cae muerto con el cuchillo en el corazón, en tanto que el cuadro lo muestra en su impecable belleza juvenil.[11]
Entre otros románticos que trataron el motivo del doble —y en una u otra forma lo usaron casi todos—[12], puede mencionarse a Heine en pocas palabras. El doble, que en opinión de los estudiosos es uno de sus motivos básicos, aparece también, no como contrapartida corpórea, sino en una forma más subjetiva[13]. “En Ratcliff intenta describir el destino de dos personas cuya vida está henchida de carencia de sentido, debido a que se ven obligadas a existir como dobles, como personas que deben asesinarse la una a la otra, aunque están enamoradas. Su existencia cotidiana está entrecruzada constantemente por sus vidas ancestrales, que se ven obligadas a vivir de nuevo. Esta compulsión provoca la división de sus personalidades”. [Rank no da la fuente de esta cita]. Ratcliff obedece a una voz interior que lo exhorta a asesinar a quien se acerque a Marie.
El motivo aparece en forma distinta en Noches en Florencia, como lo ejemplifica la doble existencia de Madame Laurencer. Su alegre vida durante el día alterna con éxtasis terpsicóreos por la noche, y de día habla de ellos con serenidad, como de algo ocurrido hace tiempo. Una narración similar se desarrolla en Atta Troll, acerca del muerto Laskaro, “cuya amante madre le frota todas las noches una vida mágica con el [¿un?] poderosísimo ungüento”. En Alcmania, un cuento invernal (Cap. VI), un raro individuo se le aparece siempre al poeta cuando se encuentra sentado ante su escritorio, por la noche. Al ser interrogada, esa persona reconoce: “Soy la acción de tus pensamientos”. También existen referencias parecidas en varios de los poemas de Heine. [Deutschland, Ein Wintermärchen, Cap. VII. Junge Leiden: “Im nächtgen Traum hab’ ich mich selbst geschaut”; “Im Traum sah ich ein Männchen klein und putzig”; Die Heimkehr: “Still ist die Nacht, es ruhen die Gassen”; “Gaben mir Rat und gute Lehren”].
Puede verse que uno de estos tratamientos del motivo se acerca a un extremo que sólo tiene una vinculación muy general con nuestro tema. Hasta este punto, se trató, o bien de un doble físico (que adopta una forma relacionada de modo más distante, en las comedias de identidades equivocadas)[14], o de una semejanza que se ha separado del yo y convertido en un individuo (sombra, reflejo, retrato). Y ahora llegamos a la forma de expresión representativamente opuesta de la misma constelación psíquica: la representación, por la misma persona, de dos seres distintos separados por la amnesia. Estos casos de doble conciencia también han sido observados en el plano clínico[15], y aparecen con suma frecuencia en obras literarias recientes[16], aunque no tienen por qué ser objeto de investigaciones posteriores por nuestra parte.[17]
De estos casos marginales volvemos otra vez a los temas más fructíferos para nuestro análisis. En ellos la figura de un doble tiene formas más o menos claras, pero al mismo tiempo aparece como la creación subjetiva, espontánea, de una imaginación morbosa y activa. Estos casos de doble conciencia, que aquí no consideramos —pero que en el plano psicológico aparecen como la base, y en el representativo como una especie de etapa preliminar, de la ilusión del doble, en pleno desarrollo—, incluyen el impresionante cuento de Maupassant El Horla, 1887, que sirve como tradición directa a la clasificación que nos interesa.
El personaje principal, cuyo diario leemos, sufre de reacciones de ansiedad que lo atormentan, en particular durante la noche, lo persiguen inclusive en sueños, y no pueden ser ahuyentadas de manera permanente por remedio alguno. Una noche descubre, para su terror, que su garrafa, llena al anochecer, está vacía por entero, aunque nadie habría podido entrar en el cuarto cerrado con llave. Desde ese momento en adelante todo su interés se concentra en el espíritu invisible —el Horla— que vive en él, o a su lado. Trata de escapar de él de todas las maneras posibles, pero en vano; se convence cada vez más de la existencia independiente de la misteriosa criatura. En todas partes siente que lo escucha, que lo vigila, que entra en sus pensamientos, que lo domina, lo persigue. A menudo se vuelve en una fracción de segundo para verlo por fin y aferrarlo. Muchas veces se precipita en la oscuridad vacía de su habitación, donde cree que se encuentra el Horla, con el fin de “tomarlo, para estrangularlo, para matarlo”.
Por último, este pensamiento de librarse del tirano invisible llega a adquirir predominio: hace que en las ventanas y puertas de su habitación se coloquen postigos de hierro que pueden cerrarse con firmeza, y una noche se desliza con cautela, para aprisionar al Horla, de manera inevitable, tras de sí. Luego pega luego a la casa, y desde lejos la ve destruirse junto con todas las criaturas vivientes, que se hallan en su interior. Pero a la postre se ve acosado de dudas respecto de si el Horla, al cual le estaba destinado todo eso, puede ser destruido en la práctica; y no ve otra forma de escapar de él, como no sea la de matarse[18]. Aquí, una vez más, la muerte destinada al yo como doble cae en cambio sobre la persona misma. El punto a que llega su desintegración lo muestra aquí una fantasía de espejo que ocurre antes de la catástrofe decisiva. El protagonista ha iluminado con muchas luces su habitación para esperar al Horla:
Detrás de mí hay un alto ropero con un espejo, que todos los días me ayuda a afeitarme y vestirme, y en el cual me miraba de pies a cabeza, cada vez que pasaba ante él. Fingía escribir para engañarlo, pues también él me vigilaba. Y de pronto sentí —supe muy bien qué hacía— que se inclinaba sobre mi hombro y leía, que estaba ahí, y me rozó el oído. Me incorporé, extendí los brazos y me volví con tanta rapidez, que casi caí. ¿Y ahora qué? Se podía ver allí con tanta claridad, como si brillara el sol, y no me vi en el espejo. El vidrio estaba vacío, claro, profundo, brillantemente iluminado, pero mi reflejo faltaba, aunque yo me encontraba donde podía proyectarse. Observé de arriba abajo la amplia superficie clara del espejo, ¡la observé con ojos horrorizados! Ya no me atrevía a adelantarme; no me atrevía a moverme; sentí que él estaba allí, pero que volvería a escapar de mí, él, cuyo cuerpo opaco impedía que me reflejase. Y —¡cuán terrible!— de pronto me vi en una bruma, en el centro del espejo a través de una especie de velo acuoso; y me pareció que esa agua corría de izquierda a derecha, con suma lentitud, de modo que mi imagen aparecía esbozada con más claridad de segundo en segundo… Por último pude reconocerme tan por entero como lo hago todos los días cuando me miro en el espejo. Lo había visto, y todavía ahora tiemblo de pavor".
En un breve esbozo, Él, que da la impresión de ser un bosquejo para El Horla, Maupassant hizo que algunos rasgos de interés para nosotros aparecieran en forma más destacada; por ejemplo, la relación de un hombre con una mujer. Toda la narración sobre el misterioso “él” —que inspira al personaje principal un temor espantoso hacia sí mismo— aparece como la confesión de un hombre que quiere casarse, que debe hacerlo, a pesar de su opinión en contrario, sólo porque ya no puede soportar el quedar a solas por la noche después que una vez, al regresar al hogar, lo ve “a él” ocupando su propio lugar acostumbrado en la butaca, junto al hogar[19]. “Me persigue sin cesar. ¡Es la locura! Y sin embargo es así. ¿Quién, él? Sé muy bien que no existe, que es irreal. ¡Sólo vive en mis recelos, en mis temores, en mi ansiedad! Pero cuando viva con alguien siento con claridad, sí, con mucha claridad, que ya no existirá. ¡Pues existe únicamente porque estoy solo, nada más que porque estoy solo!”.
El mismo ambiente encontró conmovedora expresión, sombreada de melancólica resignación, en “La noche de diciembre” (1835), de Musset. En un diálogo con la “visión”, el poeta nos dice que, desde su infancia, un doble sombrío, que se le parece como un hermano, lo sigue siempre y a todas partes. En los momentos decisivos de su vida aparece ese compañero, vestido de negro. No puede eludirlo, por más lejos que huya, y no le resulta posible conocer su naturaleza. Y así como una vez, como joven enamorado, se encontró a solas con su doble[20], así ahora, muchos años después, se re absorbido, una noche, en dulces recuerdos de esa época de amor, y la aparición vuelve a revelarse. El poeta trata de desentrañar su esencia. Se dirige a él como su mal destino, como su ángel bueno, y por último, cuando no puede desterrar los recuerdos del amor, como su propio reflejo:
Pero de pronto vi, en la tiniebla nocturna,
una forma deslizarse, sin ruido y rauda.
Vi una sombra en mi cortina erguirse,
su lugar en mi cama ocupó.
¿Quién eres, semblante tan pálido y horrendo,
sombría semejanza de negro color?
Triste pájaro fugaz, ¿por qué te me apareces?
¿Es un sueño hueco, mi imagen aquí,
que desde ese espejo aparece a mi visión?
Al final, la aparición se identifica como “soledad”. Aunque parezca extraño, a primera vista, que la soledad, como en el caso de Maupassant, se perciba y represente como la fatigosa compañía de un segundo ser, el acento recae —como también lo declaró Nietzsche— en la sociabilidad con el propio yo, objetivado como duplicación. Un monólogo similar con el propio yo personificado es la base de La confesión del diablo a un destacado funcionario, de Jean Paul[21]. El mismo motivo sigue un esbozo psicológico interesante en el relato de J. E. Poritzky intitulado Una noche[22]. Una noche, “un Doctor Fausto en edad y sabiduría” se une en apariencia al personaje principal de este magnífico esbozo para una seria conversación, abundante en recuerdos. La noche anterior, así relata el anciano, tuvo la experiencia, a medianoche, de verse presa, frente a su espejo, de un recuerdo de la infancia que contenía el temor supersticioso de mirar un espejo a medianoche. “Sonreí al recordarlo y me detuve ante el espejo, como con la intención de dar el mentís a las leyendas de la juventud y burlarme de ellas. Miré en él, pero como mi mente estaba henchida por entero de los pensamientos de mis años infantiles, y por dentro me veía como cuando era un niño —había olvidado por entero, por decirlo así, mi existencia actual—, miré con fijeza y desagrado el arrugado rostro del anciano que me observaba desde el espejo”. Este extraño estado mental llega al punto en que la figura que se encuentra ante el espejo pide ayuda a gritos, en sus anteriores tonos infantiles. El anciano desea proteger la visión que ha desaparecido de pronto. Trata de justificar la experiencia:
Conozco muy bien la división de nuestra conciencia. Todos las han sentido con mayor o menor intensidad —esa división en que uno ve a su propia persona que pasa de largo, como una sombra, en todas las formas en que existió alguna vez…[23] Pero también es posible que de vez en cuando veamos nuestros futuros modos de existencia… Esta visión de nuestro yo futuro es a veces tan vívida, que pensamos que vemos a personas extrañas como entidades independientes que se separan físicamente de nosotros, como un niño al nacer. Y entonces uno se encuentra con otras apariciones del futuro, conjuradas desde el propio yo, y las saluda con un movimiento de cabeza. Ese es mi descubrimiento secreto.[24] Estamos en deuda con el psicólogo francés Ribot por algunos ejemplos muy extraños de división psíquica que no pueden explicarse sólo como alucinaciones. Un hombre muy inteligente poseía la capacidad de conjurar a su doble y hacerlo aparecer ante sí. Solía reír a carcajadas ante esa visión, y su doble respondía con las mismas risotadas. Este peligroso entretenimiento lo divirtió durante mucho tiempo, pero al cabo llegó a un mal final. Se formó en él, poco a poco, la convicción de que era perseguido por sí mismo; y como su segundo yo lo atormentaba, acosaba y perseguía constantemente, decidió poner fin a esa triste existencia
Después de citar otro ejemplo, el anciano pregunta a su compañero si nunca se sintió viejo, a pesar de sus treinta y cinco años. Al recibir una respuesta negativa, el anciano se despide. Su compañero trata de estrecharle la mano, pero para su asombro, sólo encuentra el aire; no ve a nadie, ni cerca, ni lejos. “Me encontraba solo, y frente a mí había un espejo que me mantenía cautivo. Sólo entonces, cuando me liberó la mirada, vi que la vela se había quemado casi hasta el final… ¿Había hablado conmigo mismo? ¿Me había alejado de mi cuerpo y vuelto a él en ese momento? ¿Quién sabe…? ¿O me enfrenté a mí mismo, como Narciso y luego encontré las formas futuras de mi propio yo, y las saludé? ¿Quién sabe…?”.
En su cuento breve William Wilson, Edgar Allan Poe usó el tema del doble en una forma que se ha convertido en modelo para varios tratamientos posteriores. William Wilson, el principal personaje de esta narración en primera persona, se encuentra con un doble en su infancia en la escuela. El doble no sólo tiene el nombre y fecha de nacimiento de Wilson, sino que además se le parece tanto en el físico, en el modo de hablar, en la conducta y el porte, que se los considera hermanos, y en verdad, inclusive mellizos. Muy pronto, el extraño tocayo, que imita a Wilson en todo, se convierte en su fiel camarada, inseparable compañero, y por último en su rival más temido. Sólo por su voz, que no puede elevarse por encima de un susurro, se distingue el doble de su original; pero esa voz es idéntica en acento y pronunciación, hasta tal punto, que “…su singular susurro se convirtió en el eco mismo del mío”[25].
A pesar de esa pavorosa imitación, el personaje principal es incapaz de odiar a su contrapartida; ni puede rechazar el “consejo, no ofrecido en forma franca, sino sugerido o insinuado” [texto original], que él obedece, pero sólo con repugnancia. Esta tolerancia se justifica hasta cierto punto por el hecho de que la contrapartida la percibe, en apariencia, sólo el propio personaje principal, y no atrae mayor [sic] atención de sus compañeros. Una circunstancia —la mención de su nombre— irritaba a Wilson sin excepción: “Las palabras eran veneno en mis oídos; y cuando, el día de mi llegada, también llegó a la academia un segundo William Wilson, me sentí enfurecido con él por llevar el mismo nombre, enormemente disgustado con el nombre, porque lo usaba un desconocido, lo cual se haría causa de su doble repetición…”. Una noche el protagonista se introduce a hurtadillas en el dormitorio de su doble, para convencerse de que las facciones del durmiente no pueden ser el resultado de una simple imitación sarcástica.
Huye de la escuela, despavorido, y luego de algunos meses en su hogar va a estudiar a Eton, donde comienza una vida de libertinaje. Hace tiempo ha quedado olvidado el misterioso episodio de la academia, mas una noche de orgía su doble se le aparece en la misma vestimenta de moda que lleva él pero con rasgos faciales indistintos. El doble desaparece con las palabras susurradas en advertencia: “William Wilson”. Todos los intentos de descubrir la identidad y paradero de esta persona son inútiles, aparte de la información de que ha desaparecido de la academia el mismo día que su prototipo.
Muy pronto Wilson va a Oxford, donde continúa su vida de gran lujo y se hunde cada vez más en el plano moral, sin rehuir siquiera la estratagema de hacer trampas en los juegos de naipes. Una noche en que acaba de ganar enormes sumas, de ese modo, en una partida, su doble entra de repente y revela sus tretas. En confusión y deshonra, Wilson se ve obligado a salir, a la mañana siguiente, de su habitación y de Oxford. Como el poeta de Musset; huye sin descanso, de lugar en lugar, por toda Europa, pero en todas partes el doble se entromete en sus actividades, y siempre, por cierto, en formas destinadas a impedir daños.
La catástrofe ocurre por fin en un baile de máscaras en Roma, luego de que Wilson decide liberarse a cualquier costo de la opresiva tiranía del desconocido. En el preciso momento en que Wilson intenta acercarse a la encantadora esposa de su anciano anfitrión, una mano lo toma del hombro. Descubre a su doble por el traje idéntico, lo arrastra a una habitación vecina y lo desafía a un duelo. Luego de un breve lance de armas, hunde su espada en el corazón de aquél. Alguien mueve el picaporte de la puerta, y Wilson se aparta por un momento. Pero pronto la situación cambia en forma sorprendente:
Un gran espejo —así me pareció al comienzo, en mi confusión— se erguía ahora donde antes no se veía ninguno; y cuando me acerqué a él, en el extremo del terror, mi propia imagen, pero con facciones pálidas y manchadas de sangre, avanzó a mi encuentro con pasos débiles y tambaleantes. Tal pareció, digo, pero no lo era. Era mi antagonista, era Wilson quien entonces se encontraba ante mí, en la agonía de su disolución. Su máscara y capa yacían donde los había dejado caer, en el suelo. ¡Ni un solo hilo de toda su vestimenta —ni una línea de todas las destacadas y singulares facciones de su rostro— que no fuesen, aun en la más absoluta identidad, los míos propios! Era Wilson; pero ya no hablaba en un susurro, y habría podido imaginar que yo mismo hablaba cuando dijo: “Has vencido, y me rindo. ¡Pero en adelante también tú estás muerto… muerto para el Mundo, para el Cielo y para la Esperanza! ¡En mí existías; y en mi muerte puedes ver por esta imagen, que es la tuya propia, cuán por completo te has asesinado”.
El tratamiento más conmovedor y, en términos psicológicos, el más profundo de nuestro tema es tal vez una de las primeras novelas de Dostoievski, El doble (1846). La novela describe el comienzo de la enfermedad mental en una persona que no tiene conciencia de ella, ya que no puede reconocer sus síntomas y, de manera paranoica, ve en todas sus penosas experiencias las persecuciones de sus enemigos. Su gradual transición a un estado de ilusión, y de confusión con la realidad (el tema real de esta obra, en otros sentidos escasa en sucesos exteriores), se describe con destreza insuperable. Reconocemos aquí el gran logro artístico por las descripciones desde todo punto de vista objetivas; no sólo incluyen cada una de las características del cuadro clínico paranoico, sino que también hacen que las configuraciones de ilusión produzcan un efecto sobre el ambiente de la propia víctima. El desarrollo del relato hasta su catástrofe se encuentra comprimido en unos pocos días, y es casi imposible reproducirlo, como no sea volviendo a publicar toda la narración. Aquí sólo podemos recapitular, aunque en pocas palabras, los puntos esenciales.
El desdichado protagonista del relato, Titularrat Goliadkin, se viste una mañana con especial cuidado y elegancia. En lugar de ir a su oficina, tiene la intención de viajar a una cena en casa del consejero Berendéiev, su “benefactor desde tiempos inmemoriales, que en cierto sentido ha ocupado el lugar de mi padre”. Pero cuando se encuentra en camino le ocurren todo tipo de contratiempos que lo obligan a modificar su decisión. Desde su coche ve a dos jóvenes compañeros de oficina, uno de los cuales parece señalarlo, en tanto que el otro pronuncia su nombre en voz alta. Irritado por “esos jóvenes estúpidos”, se ve trastornado por una nueva experiencia, más penosa aún: ante su coche pasa el elegante carruaje del jefe de su departamento, Andrei Filippovich, quien, no cabe duda, se sorprende al ver a su subordinado en tales circunstancias. “En indescriptible ansiedad atormentadora”, Goliadkin se pregunta: “¿Debo reconocerlo, o tengo que actuar como si no fuese yo mismo, sino más bien otra persona, confusamente parecida a mí?”. “Sí, por cierto, eso es todo, no soy yo… Eso es todo, soy una persona distinta por entero, y nadie más”. Y no saluda a su superior.
Cuando reflexiona con tristeza acerca de esta tontería, y de la malicia de sus enemigos, que lo obligaron a cometerla, el señor Goliadkin experimenta “la necesidad imperiosa, para su propia paz espiritual, de decir algo muy importante a su médico Krestián Ivánovich”, aunque lo conoce de hace unos pocos días. Confía al médico en detalle, con la más aguda turbación y la característica vaguedad de los paranoicos, que los enemigos lo persiguen, “detestables enemigos se han conjurado para destruirme”. De pasada menciona que no se detendrán ante la posibilidad de usar veneno, pero que ante todo pretenden su muerte moral, en relación con lo cual la principal preocupación es su relación, misteriosamente insinuada, con una mujer. Esta persona, una cocinera alemana con quien se dice que mantiene una relación calumniosa, y Klara Olssufievna, la hija de su antiguo patrono, a quien pensaba visitar al comienzo del relato, dominan sus fantasías erotomaníacas, muy sutiles y de presentación característica. En la convicción de que “todo el poder de las fuerzas malignas se oculta en el nido de esos detestables alemanes”, confiesa con vergüenza al médico que tanto el jefe del departamento como su sobrino, que acaba de ser ascendido y que corteja a Klara, han estado infundiendo rumores acerca de Goliadkin. Dice que tuvo que entregar a la cocinera, en cuyo hogar vivía antes, una promesa escrita de matrimonio, en lugar del pago por su comida; y que por lo tanto “ya es el novio de otra”.
En el hogar del consejero, donde aparece un poco antes de la hora fijada, se le dice que no se le permitirá entrar. Turbado, debe irse, y ve entrar a los otros invitados, entre ellos al jefe de su departamento y su sobrino. Más tarde, y en circunstancias embarazosas, trata de introducirse en la celebración que se lleva a cabo en honor del cumpleaños de Klara. Con ocasión de las felicitaciones acerca de este suceso, su conducta, torpe en alto grado, ofende a todos. Luego, cuando trastabilla mientras baila con Klara, es expulsado del lugar por la fuerza.
A medianoche, “para ser salvado de sus enemigos”, se precipita sin rumbo por las calles desiertas de San Petersburgo, durante una terrible tormenta. Da la impresión “de que debe ocultarse de sí mismo, como si ante todo quisiese huir de sí”. Agotado y en indecible desesperación, se detiene por último al lado del canal y se apoya en su baranda. De pronto “le pareció que en ese momento alguien había estado muy cerca de él, también apoyado en la baranda, y —¡cosa extraña!— fue como si la persona hubiese llegado inclusive a decirle algo, con rapidez, brevedad y poca claridad, pero algo que le concernía muy de cerca, que tenía un significado personal para él”.
Después de esta extraña aparición, Goliadkin trata de recuperar su serenidad, pero cuando sigue caminando se le acerca un hombre a quien considera la cabeza de las intrigas dirigidas contra él. A medida que el hombre se aproxima, aterroriza a Goliadkin a consecuencia de un aspecto notablemente similar: “También él caminaba muy de prisa, estaba asimismo embozado… y, como el señor Goliadkin, marchaba con pasitos menudos, rápidos y trastabillantes…”. Para su ilimitado asombro, el mismo hombre desconocido lo encuentra por tercera vez. Golindkin corre tras él, lo llama, pero ve, al resplandor del farol callejero más cercano, que su impresión fue errónea. A pesar de ello, no duda de que conoce muy bien al hombre: Inclusive conocía el nombre, apodo y patronímico del individuo. Y sin embargo, ni por todos los tesoros del mundo habría podido llamarlo por su nombre".
Mientras reflexiona acerca del asunto, comienza a desear el misterioso encuentro que ahora parece inevitable, y cuanto antes, mejor. En rigor, poco después el hombre desconocido camina a breve distancia, delante de él. En ese momento nuestro protagonista se dirige hacia su casa, que el inconfundible doble parece conocer con exactitud. Entra en la casa del señor Goliadkin, sube con agilidad las empinadas escaleras y por último entra en el departamento, ya que el criado abre en el acto la puerta. Cuando el señor Goliadkin entra en su habitación, sin aliento, “el hombre desconocido se hallaba sentado ante él, en su cama, también con el sombrero y abrigo puestos”. Incapaz de dar rienda suelta a sus sentimientos, Goliadkin “se sentó, rígido de terror, al lado del otro… En seguida el señor Goliadkin reconoció a su amigo nocturno. Pero este amigo nocturno no era otro que él mismo… Sí, el propio señor Goliadkin, otro señor Goliadkin y sin embargo el mismo señor Goliadkin; en una palabra, y en todo sentido, era lo que se denomina un doble”.
La potente impresión de esta experiencia al final del día se refleja a la mañana siguiente por un aumento de las ideas de persecución. Estas ideas parecen emanar ahora, con mayor claridad, del doble, quien muy pronto adopta una forma física y ya no desaparece del centro de las imágenes ilusorias. En la oficina, donde debe recibir “una reprimenda por el descuido de sus obligaciones”, el protagonista encuentra a un nuevo empleado en el asiento vecino al suyo… nada menos que el segundo señor Goliadkin. Es un “señor Goliadkin distinto, muy diferente, y sin embargo, al mismo tiempo, se parece a la perfección al primero; tiene las misma estatura, el mismo físico y porte, lleva las mismas ropas, es igualmente calvo; en una palabra, nada, nada ha sido descuidado en esa semejanza total. Si los dos hubiesen sido ubicados uno al lado del otro, nadie, nadie en absoluto, habría podido decir quién era el verdadero señor Goliadkin y quién la imitación, quién el viejo y quién el nuevo, quién el original y la copia”. Pero el “reflejo” exacto, que inclusive lleva los mismos nombres y proviene del mismo pueblo, es la antítesis de su prototipo en lo que se refiere a rasgos de carácter. Aunque los dos son considerados mellizos, el doble es aventurero, hipócrita, lisonjero y ambicioso. Dado que sabe cómo lograr popularidad ante cualquiera, elimina muy pronto a su torpe rival, tímido y patológicamente cándido[26].
La relación del señor Golindkin con su doble, que se desarrolla entonces, y cuya descripción constiituye el contenido principal de la novela, sólo puede recibir aquí nuestra atención en sus aspectos más destacados. Al principio surge una amistad muy íntima. Inclusive hay una alianzacontra los enemigos del protagonista, quien cuenta a su nuevo amigo los secretos más importantes: “Amo, te amo, te amo como a un hermano, te digo. Pero juntos, Sasha, debemos hacerles una jugarreta”. Muy pronto, empero, Goliadkin sospecha que su imagen es su principal enemigo, y trata de protegerse contra esta amenaza, tanto en la oficina, donde su doble lo enemista con sus colaboradores y superiores, como en sus asuntos personales, en los cuales el doble parece conquistar el afecto de Klara.
El ofensivo individuo persigue inclusive al protagonista en sus sueños, en los cuales, cuando huye de su doble, se ve rodeado por una gran multitud de réplicas de él mismo, de las cuales no puede escapar[27]. Pero aun en sus horas de vigilia esa relación aterradora lo atormenta hasta el punto de que por último desafía a su rival a un duelo a pistola. Tampoco aquí, a parte de este motivo típico, faltan las escenas del espejo, cuya importancia parece acentuarse por el hecho de que la narración comienza con una de ellas. "Apenas había saltado de la cama, cuando lo primero que hizo fue precipitarse al espejito redondo que se encontraba sobre su tocador. “Y aunque el rostro adormilado, con los ojos miopes y el cabello un tanto escaso, en la coronilla, que lo miraban desde el espejo, eran tan ordinarios que decididamente no habrían podido detener la atención de ninguna otra persona, su dueño pareció sentirse muy satisfecho con lo que experimentaba”.
En el momento de la más incansable persecución por su doble —cuando Goliadkin come un pastelino en un restaurante—, le cobran diez veces el precio fijado, con explícita referencia al hecho de que ha comido demasiado. Su mudo asombro deja paso a la comprensión cuando levanta la mirada y reconoce al otro señor Goliadkin en la puerta, frente a él, “que nuestro protagonista antes había considerado un espejo”. Se lo confundió con su doble, quien de esa manera pretendía desenmascararlo. El protagonista se convierte en víctima de un engaño similar cuando, con gran desesperación, va a ver a su jefe principal para confiarse a su “protección paternal”. La incómoda conversación con Su Excelencia es interrumpida de pronto por “un invitado singular. En la puerta, que hasta ahora nuestro protagonista había confundido con un espejo, como ya le ocurrió en otras ocasiones, apareció aquel; ya sabemos quién: el conocido y amigo del señor Goliadkin”.
Debido a esta extraña conducta hacia sus colegas y superiores, Goliadkin consigue que lo despidan de su puesto. Pero la verdadera catástrofe, como la de todos los otros personajes principales que poseen dobles, se refiere a una mujer, a Klara Olssufievna. Dedicado a una correspondencia con su doble y con Vajraméiev, uno de los “defensores” de la “cocinera alemana”, Goliadkin recibe una carta entregada en secreto, que vuelve a encender sus fantasías erotomaníacas. En esta carta, Klara Olssufievna le pide que la proteja de un matrimonio que se le impone contra su voluntad. Quiere que huya con ella, que ya ha caído presa de las tretas del pillastre, y que ahora se confía a su noble salvador. "Luego de muchos pensamientos y reflexiones, el desconfiado Goliadkin decide aceptar esa súplica, y encontrarse en un coche, delante de la casa de Klara, a las nueve de la noche, como ella se lo pide.
Pero camino de su cita hace un último intento para poner las cosas en orden. Como ante un padre, quiere arrojarse a los pies de Su Excelencia, e implorarle que lo salve de su vil doble. Le dirá: “Es una persona diferente, Excelencia, ¡y yo también soy una persona diferente! Es único, y yo soy único; en realidad, soy muy único”. Pero cuando se encuentra ante el eminente hombre, se siente turbado y comienza a tartamudear y hablar de manera tan insensata, que Su Excelencia y sus invitados se muestran molestos. El médico que se encuentra presente, el mismo a quien había consultado Goliadkin, lo observa con especial atención. Su doble, que goza del favor de Su Excelencia, se encuentra también allí, por supuesto, y por último lo expulsa.
Después que Goliadkin esperó durante mucho tiempo, oculto en el patio de la casa de Klara, pesando una vez más los pro y contra de su plan, se lo descubre de pronto desde una ventana muy iluminada y se lo invita, con encantadores modales —por su doble, es claro—, a entrar en la casa. Como cree que su intención ha sido descubierta, se prepara para lo peor; pero muy por el contrario, todos lo reciben con bondad y cortesía. Se siente dichoso y henchido de afecto, no sólo hacia Olssuf Ivánovich, sino hacia todos los invitado, inclusive hacia su peligroso doble, quien ya no parece tan maligno, y ni siquiera parece el doble, sino más bien una persona desde todo punto de vista corriente y afable. Ello no obstante, el protagonista adquiere la impresión, por los invitados, de que algo especial debe de estar tramándose. Como piensa que ello se relaciona con una reconciliación con su doble, ofrece su mejilla para un beso. Pero le parece “como si algo maligno surgiese en el rostro innoble del señor Goliadkin el Joven… la mueca del beso de Judas… En los oídos del señor Goliadkin hubo un rugido, y todo se oscureció ante su vista. Le pareció que una interminable fila de imágenes de Goliadkin corrían ruidosamente a través de la puerta, y entraban en la habitación”. En verdad, un hombre aparece de manera inesperada en la puerta, y su visión provoca horror en nuestro protagonista, aunque “ya lo había sabido todo y presentido algo parecido”. Es el médico, le susurra con malicia el triunfante doble.
El médico se lleva al lastimoso Goliadkin, quien se esfuerza por justificarse ante las personas presentes, y que sube a un carruaje con él, que parte en seguida. “Gritos chillones, en todo sentido desenfrenados, de sus enemigos, lo siguieron a modo de despedida. Durante un instante, varias formas se mantuvieron junto al vehículo y miraron en su interior. Pero poco a poco fueron raleando, hasta que al final desaparecieron, y sólo quedó el descarado doble del señor Goliadkin”. El doble corre junto al coche, ora a la izquierda, ora a la derecha, y le sopla besos de despedida. También él desaparece por último, y Goliadkin queda inconsciente. Revive en la oscuridad de la noche, junto a su compañero, y por él se entera que recibirá libre alojamiento y alimentación, ya que viaja por cuenta del gobierno. “Nuestro protagonista lanzó un grito y se tomó la cabeza entre las manos… ¡De modo que era eso, y siempre lo había sospechado!”.
Aparte de la figura del doble, que adopta la forma de distintos tipos, todos estos relatos exhiben una serie de motivos coincidentes, tan perceptibles, que casi no parece necesario volver a llamar la atención hacia ellos en especial. Siempre encontramos una semejanza que se parece al personaje principal, hasta el menor detalle, tales como el nombre, la voz y la vestimenta… semejanza que, como “robada del espejo” (Hoffmann), en primer término se aparece ante el personaje principal como un reflejo. Y además, este doble siempre trabaja en pugna con su prototipo; y por regla general la catástrofe ocurre en relación con una mujer, y en su mayor parte termina en un suicidio por el camino del asesinato destinado al molesto perseguidor. En muchos casos esta situación se combina con una total ilusión persecutoria, o inclusive ésta la reemplaza, con lo cual forma el cuadro de un sistema de ilusiones paranoicas totales.
El hecho de tomar nota de estos rasgos típicos, que comparten una sucesión de escritores, se orienta, no tanto a demostrar su interdependencia literaria —en algunos casos tan positiva, como imposible en otros—, cuanto a llamar la atención hacia la estructura psíquica idéntica de dichos autores, que ahora pretendemos considerar un poco más de cerca.
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