Doña Flor y sus dos maridos (segunda parte), Jorge Amado

II .

Del tiempo inicial de la viudez, tiempo de duelo de luto cerrado,

con las memorias de las ambiciones y los engaños, del enamoramiento y las bodas,

de la vida matrimonial de Vadinho y doña Flor,

y de las fichas y dados y la dura espera ahora sin esperanza (y la molesta presencia de doña Rozilda)

(con Edgar Coco en el violín, Cayrnmi en la guitarra y el doctor Walter de Silveyra con su flauta encantada)

ESCUELA DE COCINA «SABOR Y ARTE»


Receta de doña Flor:
Cazuela de cangrejos
Clase teórica:
INGREDIENTES (para 8 personas): Una jícara de leche de coco pura, sin agua; una jicara de aceite de palma; un kilo de cangrejos tiernos. Para la salsa: 3 dientes de ajo; sal a gusto; el jugo de un limón; cilantro; perejil; cebollita de verdeo; dos cebollas; media jicara de aceite suave; un pimiento; medio kilo de tomate. Agregar después: 4 tomates, una cebolla y un pimiento.
Clase práctica:
Rallen 2 cebollas, machaquen el ajo en el mortero.
La cebolla y el ajo no apestan, no señoras,
son frutos de la tierra, perfumados.
Piquen el cilantro bien picado, así como el perejil, algunos tomates, la cebollita y medio pimiento.
Mezclen todo en aceite suave y aparte pongan esa salsa de tan rico aroma.
(«A estas locas les parece que huelen mal las cebollas, ¿qué saben ellas de los olores puros?
A Vadinho le gustaba comer cebolla cruda,
y sus besos eran ardientes.»)
Laven los cangrejos enteros en agua de limón,
hay que lavarlos bien, un poco más todavía,
para quitarles la suciedad, pero tratando de que no pierdan el perfume marino.
Y ahora, a condimentarlos; uno por uno,
sumergiéndolos en la salsa; después, a la sartén,
echándolos uno a uno, cada cangrejo con su condimento.
Con la salsa restante, rociar los cangrejos
con sumo cuidado, que este plato es muy delicado.
(«¡Ay, era el plato preferido de Vadinho!»)
Elijan ahora cuatro tomates, un pimiento
y una cebolla. Córtenlos en rodajas y pónganlos encima para dar un toque de belleza. Ponerlos en adobe durante dos horas hasta que se sazonen.
Después pongan al fuego la sartén.
(«Iba él mismo a comprar los cangrejos,
en el Mercado tenía un antiguo compinche...»)
Cuando estuviere casi cocido, y sólo entonces,
agregar la leche de coco, y, en el último instante,
el aceite de palma, poco antes de retirar del fuego.
(«Probaba la salsa a cada rato,
nadie tenía un gusto más exigente.»)
Y ahí está este plato fino, exquisito, de la mejor cocina;
quien lo hiciere puede alabarse con razón
de ser una cocinera de buena mano.
Pero, si no fuese competente, es mejor que no se meta,
no todo el mundo nace artista del fogón.
(«Era el plato predilecto de Vadinho,
nunca más lo he de servir en mi mesa.
Sus dientes mordían el tierno cangrejo,
el aceite de palma doraba sus dientes.
¡Ay, nunca más sus labios, su lengua;
nunca más su boca abrasada de cebolla cruda!»)
1
Ahora bien, en la misa del séptimo día, oficiada por don Clemente Nigra en la iglesia de Santa Teresa — envuelta la nave en la espléndida luz matinal, azulada y transparente, que venía del mar cercano, como si el templo fuera un navío dispuesto a zarpar—, la simpatía y la solidaridad manifestadas en los susurrados comentarios estaban dedicadas a doña Flor, arrodillada en primera fila, ante el altar, toda de negro, con una mantilla de encaje prestada por doña Norma, con la que ocultaba los cabellos y las lágrimas, y un tercio del rosario entre los dedos. Pero en los cuchicheos no se la compadecía por haber perdido al marido, sino por haberlo tenido. De rodillas en el reclinatorio, doña Flor nada escuchaba, como si no hubiera nadie en el santuario más que ella, el sacerdote y la ausencia de Vadinho.
Un rumor de beatas, viejas ratas de sacristía, rencorosas enemigas de la gracia y la risa, se elevaba junto con el incienso en enconado murmullo:
—No valía ni un centavo de rezos, el renegado.
—Si ella no fuese una santa, en vez de misa lo que daba era una fiesta. Con baile y todo...
—Para ella su muerte es como una carta de emancipación...
En el altar, celebrando misa por el alma de Vadinho, la tez macerada por las vigilias pasadas sobre antiguos libros, don Clemente sentía en la atmósfera mágica de la mañana, que apenas despuntaba, ciertas perturbaciones, maléficas auras, como si algún demonio, Lucifer o Exu, más probablemente Exu, anduviese suelto por la nave. ¿Por qué no dejaban en paz a Vadinho, por qué no le dejaban descansar? Don Clemente lo había conocido bien: a Vadinho le gustaba ir al patio del convento a charlar con él; se sentaba sobre el cerco y contaba historias que no siempre armonizaban con aquellas venerables paredes, pero que el fraile oía con atención, curioso y comprensivo ante cualquier experiencia humana.
Había en el corredor, entre la nave y la sacristía, una especie de altar, y en él un ángel tallado en madera, escultura anónima y popular, tal vez del siglo XVII, y parecía como si el artista hubiera tomado a Vadinho de modelo; la misma fisonomía inocente y desvergonzada, la misma insolencia, idéntica ternura. Estaba el ángel arrodillado ante la imagen, mucho más reciente y barroca, de Santa Clara, y extendía hacia ella las manos. En cierta ocasión don Clemente llevó a Vadinho hasta allí, para mostrarle el altar y el ángel, curioso por saber si el bohemio se daría cuenta del parecido. Éste se echó a reír en cuanto vio las imágenes.
—¿Por qué se ríe? — preguntó el fraile.
—Que Dios me perdone, padre... Pero ¿no parece como si el ángel estuviese engatusando a la santa?
—¿Estuviese qué? ¿Qué términos son ésos, Vadinho?
—Discúlpeme, don Clemente, pero es que ese ángel tiene una cara clavada de gigoló... Ni siquiera parece ángel..., observe la mirada..., es una mirada de cachondo...
Volviéndose hacia los fieles para dar la bendición, las manos alzadas, el sacerdote vio cómo refunfuñaban las beatas: allí estaba la perturbación, el maligno, ¡ah!, bocas de lodo y maldad, ¡ah!, hedientes y ácidas doncelleces, mezquinas y ávidas solteronas, bajo el comando de doña Rozilda... «¡Que Dios las perdone, en su infinita bondad!»
—Él incluso le bajó la mano a la pobrecita. Pasó las de Caín...
—Porque quiso. No porque le faltara mi consejo... Si no fuese tan calentona me hubiera hecho caso... Hice lo que estaba en mis manos...
Así peroraba doña Rozilda, madre de doña Flor, nacida para madrastra, intentando con denuedo cumplir su vocación.
—Pero a ella la había picado la tarántula..., le ardían las entrepiernas... Dios me libre..., no quiso oírme nada, se rebeló... Y encontró quien la apoyase..., casa donde esconderse...
Al decir esto miró hacia donde estaba arrodillada, rezando, doña Lita, su hermana, y agregó:
—Mandar decir una misa por ese inútil es tirar el dinero, es algo que sólo sirve para llenar la barriga del fraile...
Don Clemente tomó el turíbulo y echó incienso contra el fétido aliento del demonio, que salía por la boca de las beatas. Después descendió del altar, se detuvo ante doña Flor, puso afectuosamente una mano sobre su hombro y le dijo, para que lo oyeran las viejas ponzoñosas de aquel coro siniestro:
—Los ángeles extraviados también se sientan junto a Dios, en su gloria.
—Ángel... ¡Cruz Diablo!... Era un demonio del infierno... — rezongó doña Rozilda.
Don Clemente, la espalda algo encorvada, cruzó la nave, camino de la sacristía. En el corredor se detuvo a contemplar aquella extraña imagen en la que el artista anónimo había fijado a un tiempo la gracia y el cinismo. ¿Qué sentimientos lo habrían llevado a hacerlo, qué especie de mensaje había querido transmitir? Dominado por las pasiones humanas, el ángel devoraba con ojos lascivos a la pobre santa. Ojos de cachondo, como dijera Vadinho en su pintoresco lenguaje, y una sonrisa indecente una cara desvergonzada, alguien que no tenía arreglo. Igual a Vadinho, nunca se había visto tanto parecido. ¿No habría exagerado él, don Clemente; no habría hecho una afirmación precipitada, al poner a Vadinho junto a Dios, en su gloria?
Se aproximó a la ventana practicada en la piedra y contempló el patio del convento. Allí acostumbraba a sentarse Vadinho, sobre el muro, con el mar a sus pies, cortado por los saveiros. Una vez le dijo:
—Padre, si Dios quisiera mostrar su poder haría que el diecisiete se diera doce veces seguidas. Ése sí que sería un milagro famoso. Si ocurriera yo iba y cubría de flores toda la iglesia...
—Dios no se mete en el juego, hijo mío...
—Entonces no sabe lo que es bueno y lo que es malo. La emoción de ver la bolilla girando y girando en la ruleta y uno arriesgando la última ficha, con el corazón sobresaltado...
Y en tono de confidencia, como un secreto entre él y el sacerdote:
—¿Cómo no va a saber eso Dios, padre? En el atrio, doña Rozilda elevaba la voz:
—Dinero tirado... No hay misa que salve a ese desgraciado. ¡Dios es justo!
Doña Flor, escondida la cara dolorosa bajo el chal, surgió en el fondo, apoyada en doña Gisa y en doña Norma. En la claridad azul de la mañana, la iglesia parecía un barco de piedra navegando.
2
Hasta el martes de carnaval por la noche no llegó la noticia de la muerte de Vadinho a Nazareth das Farinhas, en donde residía doña Rozilda en compañía del hijo casado, funcionario del Ferrocarril. Allí estaba amargándole la vida a la nuera, esclava de su mando dictatorial. Sin pérdida de tiempo, se fue a Bahía el miércoles de ceniza, día semejante a ella si se ha de creer a otro yerno suyo, Antonio Moráis: «Ésa no es una mujer, es un miércoles de ceniza, le quita la alegría a cualquiera.» El deseo de poner la mayor distancia posible entre su casa y la de la suegra fue sin duda uno de los motivos por el cual este Moráis vivía desde hacía varios años en los suburbios de Río de Janeiro. Hábil mecánico, aceptó la invitación de un amigo y allá se fue a probar suerte en el Sur, en donde prosperó. Se negaba a volver a Bahía, incluso de paseo, mientras «la arpía apestase el ambiente». Doña Rozilda, en cambio, no detestaba a Antonio Moráis, ni tampoco a su nuera. Pero sí detestaba a Vadinho, y jamás le perdonaría a doña Flor ese casamiento, resultado de una vil conspiración contra su autoridad y sus decisiones. En cuanto al casamiento de Moráis con Rosalía, la hija mayor, aunque no era lo que a ella le hubiera gustado, no se había opuesto al noviazgo ni había objetado el compromiso. No se llevaba bien ni con él ni con la nuera porque el carácter de doña Rosalía hacía que se consagrase a convertir la vida del prójimo en un infierno. Cuando no estaba llevándole la contraria a alguien, se sentía inútil y desdichada.
Con Vadinho era diferente: le tenía aversión desde los tiempos en que festejaba a doña Flor, cuando descubrió la red de engaños y trampas en que la enredara el indeseable pretendiente. Le había tomado odio para siempre, no podía siquiera oír su nombre. «Si en este país hubiera justicia ese canalla estaría en la cárcel», repetía, si le hablaban del yerno, si le pedían noticias del atorrante o le mandaban recuerdos para él.
Cuando visitaba a doña Flor, muy de cuando en cuando, era para estropearle el día, no hablando de otra cosa que de las trampas del mozo, su vida libertina, sus actos vergonzosos, sus escándalos cotidianos y permanentes.
Todavía estaba en la cubierta del barco y ya su boca había comenzado a despotricar, gritándole a doña Norma, que la esperaba en el muelle de la Bahiana a pedido de doña Flor:
—¡Al fin estiró la pata el excomulgado!
El vapor estaba atracando, repleto de una impaciente multitud de viajeros sobrecargados de bultos, cestos, bolsos y los más diversos envoltorios con frutas, harina de mandioca, ñame y batata, charque, xuxu y zapallos. Doña Rozilda desembarcó vociferando:
—Le dio un ataque, ¿en?..., ¡ya debía haber reventado hace mucho tiempo!
Doña Norma se sentía derrotada; doña Rozilda tenía la virtud de dejarla sin fuerzas para reaccionar, en completo desánimo. La servicial vecina había amanecido en el pequeño muelle; su rostro bondadoso traslucía su afán de dar consuelo, de dar ánimo a una suegra enlutada y llorosa, estando dispuesta a lamentar a dúo la precariedad de las cosas de este mundo: hoy se está vivo y coleando y mañana en un cajón de difunto. Escucharía las lamentaciones de doña Rozilda, le ofrecería el consuelo de la resignación ante la voluntad de Dios, ¡Él sabe lo que hace!; y, juntas la madre y la amiga, conversarían sobre la nueva situación de doña Flor, viuda, sola en el mundo y tan joven todavía. Doña Norma iba preparada para eso: gestos, palabras, actitudes, todo sincero y sentido, nunca hubo en su modo de ser la menor parcela de hipocresía. Doña Norma se sentía un poco responsable por todo el mundo, era la providencia del barrio, una especie de socorro de urgencia de los alrededores. De toda la vecindad acudían a la puerta de su casa (la mejor casa de la calle: sólo la de los argentinos de la fábrica de cerámica, los Bernabós, podía compararse con ella y ser quizá algo más lujosa); todas venían a pedir algo en préstamo, desde la sal y la pimienta hasta la loza para los almuerzos y cenas y las prendas de vestir para las fiestas.
—Doña Norma, mamá me mandó a preguntar si usted podía prestarnos una jicara de harina de trigo, que es para una tarta que está haciendo. Después se la paga...
Era Anita, la hija menor del doctor Ives, un vecino cuya esposa, doña Emina, cantaba canciones árabes acompañándose al piano.
—Pero, nena, ¿tu mamá no fue ayer al mercado? ¡Hum...! ¡Qué mujer más olvidadiza...! ¿Una jicara basta? Dile que si quiere más que mande a buscarla.
O si no, era el negrito de la residencia de doña Amelia, con su voz chillona:
—Doña Norma, la patrona me mandó a pedir la corbata negra de don Sampaio, la del lazo de mariposa, que a la del señor Ruas se la comió la polilla...
Eso cuando no aparecía doña Risoleta, dramática, siempre con su aire de mortificada:
—Normita, acuda por el amor de Dios...
—¿Qué pasa, mujer?
—Un borracho se plantó a la puerta de casa, no hay modo de hacerlo salir, ¿qué hago?
Allá se fue doña Norma, y cuando reconoció al hombre se echó a reír:
—Pero si es Bastiáo Cachaca, queridos... Vete, Bastiáo, sal de ahí, vete a echar un sueño en el garaje de casa...
Y así el día entero: cartas pidiendo dinero prestado, llamados urgentes para socorrer a un enfermo, y los parroquianos reclamando las inyecciones. Doña Norma les hacía competencia gratuita a los médicos y a las farmacias, para no hablar de los veterinarios, pues todas las gatas de los alrededores venían a dar a luz a los fondos de la casa, sin que allí les faltara jamás asistencia y alimento. Distribuía muestras de remedios, suministrados por el doctor Ives; cortaba vestidos y moldes (estaba diplomada en Corte y Confección); redactaba las cartas del personal doméstico, daba consejos, oía lamentaciones, secundaba proyectos matrimoniales, incubaba amores, resolvía los más diferentes problemas, y siempre alborozada. Por todo lo cual Zé Sampaio la definía así:
—Es una caga— volando, no tiene paciencia ni para sentarse en el artefacto... — y metía en la boca el dedo grande, resignado.
La buena vecina se había hecho a la idea de ir a recibir a una doña Rozilda apenada, a la que consolaría amparándola en su pecho. Y la otra le salía con esa absurda insensatez, como si la muerte del yerno fuese una noticia festiva. Ahí venía ahora, descendiendo por la escala, en una mano el clásico envoltorio de harina de Nazareth, bien tostada y olorosa, además de una cesta en la que se movían con impaciencia una sarta de cangrejos comprados a bordo, y en la otra una sombrilla y la maleta. Felizmente, pensó doña Norma, no se trataba de una maleta grande, de esas que anuncian la intención de quedarse, sino una pequeña, de madera, de las que se usan en las visitas breves, por unos pocos días — y— hasta— otra— vez. Se adelantó para ayudarla y darle el ceremonioso abrazo de los pésames; por nada del mundo hubiera dejado de cumplir el penoso deber de las condolencias.
—Mis condolencias...
—¿Pésames? ¿A mí? No, querida mía, no desperdicie su cortesía. Por mí, ya podía haber espichado hace mucho tiempo, no lo echo de menos. Ahora puedo golpearme el pecho y decir de nuevo que en mi familia no hay ningún descastado. Y qué vergüenza, ¿eh?, eligió morir en medio del carnaval, disfrazado... a propósito...
Se detuvo junto a doña Norma y puso en el suelo la maleta, la cesta y el envoltorio para observar mejor a la otra, la midió de arriba abajo y le hizo un elogio intencionado:
—Pues sí señor..., no es por adularla, pero usted engordó una pizquita..., está lindaza, mozota, gordita, apetitosa, que Dios la bendiga y la libre del mal de ojo...
Arregló la cesta, de la que intentaban huir los cangrejos, e insistió con terquedad:
—Así me gusta: una mujer que no presta oídos a las estupideces de moda..., como ésas que andan por ahí haciendo régimen para adelgazar y que terminan tísicas... Señora mía...
—No diga eso, doña Rozilda. Y yo que pensé que estaba más delgada... Sepa que estoy siguiendo un régimen de los más severos. Suprimí la cena y hace un mes que no sé lo que es el gusto de los frijoles...
Doña Rozilda volvió a examinarla con ojo crítico:
—Pues no lo parece...
Con la ayuda de doña Norma volvió a hacerse cargo de los envoltorios, y ambas se encaminaron hacia el Elevador Lacerda mientras doña Rozilda ametrallaba:
—¿Y don Sampaio? ¿Siempre metido en cama? Nunca vi un hombre con menos chispa. Parece un perro viejo...
A doña Norma no le gustó la comparación y sonrió con aire de reprobación:
—Es su carácter, él es así..., apagado... Doña Rozilda no era mujer capaz de disculpar las flaquezas humanas:
—Válgame Dios..., un marido tan encerrado en sí mismo como el suyo debe ser un castigo. El mío..., el finado Gil..., bueno, no voy a decir que valiese gran cosa, no era ningún santo..., pero, en comparación con el suyo..., un hombre que no sale, que no va a ninguna parte, siempre malhumorado, siempre en casa...
Doña Norma intentaba cambiar de conversación, llevarla por un camino lógico: después de todo, doña Rozilda había perdido un yerno y por eso venía a la capital; era sobre tan palpitante y dramático asunto de lo que debían hablar, y ésa había sido la intención de doña Norma cuando fue a buscarla al puerto:
—Flor anda muy triste y abatida. Lo sintió mucho.
—Porque es una pasmosa, una tonta. Siempre lo fue, no parece hija mía. Salió a su padre, señora mía, usted no conoció al finado Gil. No lo digo por alabarme, no, pero el hombre de la casa era yo. Él no decía ni pío, quien resolvía todo era esta servidora de usted. Flor tiró a él, salió floja, sin voluntad; si no, ¿cómo pudo aguantar tanto tiempo un marido tal como el que se consiguió?
Doña Norma pensó para sí que si el finado Gil no hubiese sido también una papilla, un flojo sin voluntad, ciertamente no hubiera soportado mucho tiempo a semejante esposa, y lamentó la suerte que le tocó al padre de doña Flor. Y también la de doña Flor, ahora amenazada por las constantes visitas de su madre, que incluso era capaz — ¿quién sabe?— de venir a residir con la hija viuda y corromper la atmósfera cordial del Sodré y sus alrededores.
En los tiempos de Vadinho, cuando doña Rozilda aparecía, lo hacía a la disparada, en rápidas visitas de paso, el tiempo indispensable para hablar mal del yerno y emprender el camino de vuelta antes de que el maldito apareciera con sus chacotas de mal gusto. Porque con Vadinho doña Rozilda nunca lograba ventaja; jamás lo había dominado, y ni siquiera había conseguido ponerlo alguna vez nervioso e irritarlo. Apenas la veía, generalmente murmurando, le daba un ataque de risa y el granuja se mostraba muy satisfecho, como si la suegra fuese su visita preferida.
—Pero miren quién está aquí: mi santa suegrecita, mi segunda madre, este corazón de oro, esta candida paloma. Y esa lengüita, ¿cómo está?, ¿bien afilada? Siéntese aquí, mi santa, junto a su yernecito querido, y pongamos al sol todos los trapos sucios de Bahía...
Y se reía, con aquella risa tan suya, sonora y alegre, de hombre astuto y satisfecho de la vida: si los vencimientos de tantos documentos, si tanta deuda por todas partes, tantos aprietos de dinero y tanta urgencia de efectivos no habían conseguido entristecerlo y exasperarlo, ¿qué esperanzas podría alimentar doña Rozilda de conseguirlo? Por eso lo odiaba, y por lo que él le hiciera en los primeros tiempos de las relaciones amorosas con su hija.
Entonces, en un rapto de ira, abandonaba el campo de batalla, y, espoleada por la risa del yerno, se vengaba en doña Flor, acusándola en plena calle, ante agitadas asambleas:
—Nunca más volveré a poner los pies en esta casa, ¡hija maldita! Quédate con tu perro marido, déjalo que insulte a tu madre, olvida la leche que mamaste... Me voy antes de que me pegue... No soy como tú, que te gusta la leña. — La risotada de Vadinho la perseguía por las esquinas y restallaba en las callejuelas como una carcajada burlona, y doña Rozilda perdía la cabeza. Cierta vez la perdió completamente, al punto de olvidarse de su condición de señora viuda y recatada: deteniéndose en la calle abarrotada de gente y volviéndose hacia la ventana, en la que su yerno se desternillaba de risa, con el brazo desnudo hizo el gesto de pelarle todo un racimo si no todo un cacho de bananas. Acompañaba el grosero gesto con maldiciones e insultos, desgañitándose:
—Tome, puerco, tome y métaselo en el... Los que pasaban se escandalizaron, entre ellos el grave profesor Epaminondas y la pulcra doña Gisa.
—Qué mujer más desaforada... — comentó el profesor.
—Es una histérica... — sentenció la profesora.
A pesar de conocer bien a doña Rozilda, pues había sido testigo de ése y de otros furores suyos; a pesar de estar familiarizada con su difícil carácter, aun así, mientras hacían cola para entrar al Elevador, volvía doña Norma a sorprenderse. Nunca pudo imaginar que pudiese persistir la inquina entre la suegra y el yerno más allá de la muerte, y que doña Rozilda no concediera al finado ni siquiera una palabra de aflicción, aunque fuese sin sentirla, sólo para guardar la forma, de labios afuera. Ni eso:
—Hasta el aire que se respira aquí es más suave desde que el desgraciado estiró la pata...
Doña Norma no pudo contenerse:
—¡Ave María! Señora, qué rabia le tenía usted a Vadinho, ¿eh?
—¡Vaya! ¿Acaso no era para tenérsela? Un atorrante que no poseía nada; ni para un remedio; una esponja, un jugador, no valía para nada... Y se metió en mi familia, la mareó a mi hija, sacó a la infeliz de la casa para vivir a costa de ella...
Jugador, borrachín, mal marido... Todo era verdad, reflexionó doña Norma. Pero ¿cómo se puede odiar más allá de la muerte? ¿Acaso en las exequias de los difuntos no se deben barrer y enterrar resentimientos y discordias? Mas no era ésa la opinión de doña Rozilda:
—Me llamaba vieja chismosa, nunca me respetó, se reía de mí en mis narices... Me engañó cuando me conoció, me tomó por idiota, me hizo pasar las de Caín... ¿Por qué voy a olvidarme? ¿Solamente porque está muerto, en el cementerio? ¿Sólo por eso?
3
Cuando el recordado Gil pasó a mejor vida, aquel papilla carente de energía dejó a la familia en medio de serias apreturas, en muy precaria situación. En este caso no se trata sólo de una frase hecha — «pasó a mejor vida»—, no se trata de un lugar común; es una expresión que refleja con exactitud la realidad. Fuese lo que fuere lo que lo esperara en los misterios del más allá, un paraíso de luz, de música, de ángeles luminosos, o un tenebroso infierno con calderas hirviendo; o un húmedo limbo; o peregrinaciones por los círculos siderales, o nada, sólo el no ser, cualquier cosa sería mejor si se la compara a la vida en común con doña Rozilda.
Flaco y silencioso, cada día más flaco y más silencioso, don Gil sustentaba su tribu con lo que le dejaban unas modestas representaciones comerciales, de productos de reducida aceptación, que le proporcionaban discretas ganancias, apenas lo suficiente para los gastos: los diarios garbanzos, el alquiler del primer piso en la Ladeira do Alvo, la ropa de los chicos, las pretensiones burguesas de doña Rozilda con sus manías de grandeza, su ambición de relacionarse con familias importantes y de penetrar en los círculos de gente bien forrada de dinero. Doña Rozilda no se daba con la mayoría de los vecinos, a los que no había favorecido la suerte: empleados de tiendas, almacenes, escritorios, cajeros y costureras. Despreciaba a esa gentuza incapaz de ocultar su pobreza; ella se daba aires, llena de jactancia, y sólo se trataba con algunos de los habitantes de la Ladeira, con las «familias representativas», como le insistía al finado Gil cuando lo pescaba en flagrante delito, sorbiendo una cervecita en la poca recomendable compañía de Cazuza Embudo, quinielero y sableador metido a filósofo, uno de los más discutibles locatarios del Alvo. ¿Será necesario aclarar que Embudo no era su apellido? No era más que un apodo significativo, que aludía a su gaznate siempre abierto, a su sed insaciable.
¿Por qué no frecuentaba Gil, en cambio, al doctor Carlos Passos, médico reputado; al ingeniero Vale, capo en la secretaría de Vialidad; al telegrafista Peixoto, señor entrado en años, en vísperas de ser jubilado, habiendo alcanzado la cumbre de la carrera postal; al periodista Nacife, todavía joven, pero que ya juntaba algún dinerito con El Tendero Moderno, publicación consagrada que podía acreditar en su haber «la defensa intransigente del comercio bahiano»? Todos ellos eran vecinos también de la Ladeira, y todos «representativos». El tonto del marido ni siquiera sabía elegir sus amistades; cuando no estaba con Embudo se metía en la casa de Antenor Lima para jugar al chaquete o a las damas, tal vez la única alegría verdadera de su vida. Antenor Lima, comerciante establecido en el Taboáo, era uno de los más destacados amigos de Gil, y merecería incluirse en la lista de los vecinos representativos si no fuese público y notorio su amancebamiento con la negra Juventina, que había comenzado siendo su cocinera. Ahora ella se instalaba en la ventana de la casa, propiedad del comerciante, y con criada para todo servicio, se había vuelto insolente y respondona; sus agarradas con doña Rozilda hicieron época en la Ladeira do Alvo. Pues bien: a la puerta de calle de esa basura se sentaba Gil, muy zalamero, tratando a esa ordinaria como si fuese una señora casada por el juez y el sacerdote.
De nada valían los esfuerzos de doña Rozilda para encaminarlo hacia amistades influyentes: la familia Costa, descendiente de un antiguo político, poseedora de un campo inmenso en el Matatu; el político hasta llegó a tener una calle con su nombre, y su nieto, Nelson, era banquero e industrial; los Marinho Falcáo, de Feira de Sant'Ana, en cuya tienda había hecho de joven su aprendizaje Gil (don Joáo Marinho fue quien le prestó dinero para iniciarse en la capital); el doctor Luis Henrique Dias Tavares, director de repartición — una cabeza privilegiada, que firmaba artículos en los diarios—, a doña Rozilda se le llenaba la boca cuando pronunciaba su sonoro apellido, sintiendo al hacerlo cierto sabor a parentesco: «es compadre mío, bautizó a mi Héctor».
Cuando citaba esas relaciones de categoría se ensañaba con las de Gil, y preguntaba teatralmente a los interlocutores, a la vecindad, a toda la Ladeira, a la ciudad y al mundo, qué mal le habría hecho ella a Dios para merecer el castigo de tener ese marido, incapaz de darle un nivel de vida digno, a la altura de su linaje y de su medio. Los otros representantes comerciales prosperaban, ampliaban la clientela y la oficina, aumentaban la cantidad de las ventas mensuales, obtenían nuevos y valiosos corretajes. Muchos de ellos llegaban a tener casa propia, y si no un terreno en el que más tarde la construirían. Algunos hasta se daban el lujo de poseer automóvil, como un conocido de ellos, Rosalvo Medeiros, alagoano llegado de Maceió hacía pocos años, con una mano delante y otra atrás, y ahora tenía las dos al volante de un Studebaker. Tan viva la Virgen se había vuelto este Rosalvo que llegó al punto de no reconocer a doña Rozilda cierto día en que casi la atropella, cuando ésta, peatona y amable, se puso delante del auto para saludar al próspero colega de su marido. El sujeto no sólo le dio un susto de todos los diablos con la explosión del bocinazo, sino que encima la insultó, gritándole atrocidades:
—¿Quiere morir, piojo de víbora?
En tres o cuatro años, con productos farmacéuticos, labia y simpatía, aquel groserote había conseguido automóvil, era socio del Bahiano de Tenis, íntimo de políticos y ricachos, lo que se dice un hidalgo, señores míos, lleno de engreimiento, y con una barriga de rey. Doña Rozilda crujía los dientes y se preguntaba: ¿y en cambio el tarambana de Gil qué hace?
¡Ah! Gil vegetaba, yendo a pie o en tranvía, con sus muestras de géneros, suspensorios, cuellos y puños duros; era especialista en productos fuera de moda, y estaba reducido a una pequeña clientela de tiendas de barrio, de anticuadas mercerías. No salía de eso, marcando el paso la vida entera. Nadie creía en su capacidad, ni él mismo.
Un día se cansó de tanta queja y reclamación, de tanto esforzarse sin resultado ni alegría. Porto, cuñado de su mujer, marido de Lita, la hermana de Rozilda, también vivía a los apurones, enseñando dibujo y matemáticas a los chicos de un establecimiento provincial para artesanos, en las lejanías de Paripé. Se levantaba todas las mañanas, tempranito con el sol, regresando al caer la tarde. Pero los domingos salía por las calles de la ciudad con una caja de colores y pinceles a pintar los coloridos caseríos, y esa ocupación le daba tanta alegría que jamás se lo había visto de mal humor o melancólico. Claro que se había casado con Lita y no con Rozilda, y Lita, todo lo opuesto a su hermana, era una santa mujer cuyos labios jamás se abrieron para hablar mal de ninguna criatura o ser viviente alguno.
Gil no progresaba ni siquiera en el juego del chaquete o de las damas, y Antenor Lima sólo lo aceptaba como compañero cuando no aparecía otro más fuerte. Pero Zeca Serra, campeón de la Ladeira, ni siquiera en ese caso lo aceptaba, ni aun para matar el tiempo: no tenía gracia jugar contra un rival tan mediocre, descuidado y distraído. Y para colmo, doña Rozilda le exigió su ruptura definitiva con Cazuza Embudo, cuando el amigo — muy caído, recién salido de la gayola, perseguido y procesado por quinielero— más solidaridad necesitaba. Y Gil, un gallina, cruzaba la calle para no encontrarse con él, obediente a las órdenes de la esposa.
Finalmente sacó la conclusión de que nada adelantaba con su sacrificada faena y aprovechó unos días de invierno muy húmedos para contraer una vulgar pulmonía, «ni siquiera una pulmonía doble» — ironizó el doctor Carlos Passos—, emigrando a lo astral. Silenciosamente, con una tos discreta y tímida. Otro hubiera podido salvarse, haber vencido la enfermedad, que era poco más que una gripe. Pero Gil estaba cansado, ¡tan cansado!, y no quiso esperar una enfermedad seria y grave. Por lo demás, no tenía ilusiones: nunca tendría una enfermedad brillante, importante, de moda, cara, de la que hablasen los diarios: lo mejor era, sin más, contentarse con una mezquina pulmonía. Así fue, y desapareció sin despedirse. Descanso.
4
Hacía mucho tiempo que doña Rozilda venía controlando con mano de hierro el escaso dinero de las comisiones, entregándole semanalmente al representante comercial sólo los centavos, estrictamente contados, para el tranvía y el paquete de cigarrillos «Aromáticos» — un atado cada dos días—. Y, aun así, el dinero economizado apenas alcanzó para los gastos del entierro, el luto, los días de duelo. Casi no había comisiones a cobrar por las últimas ventas — una cifra ridícula—, y doña Rozilda se encontró con un hijo mozalbete, que seguía el bachillerato, y las dos hijas mocitas — Flor acababa de entrar en la adolescencia— y sin ninguna renta.
No por ser ella como era — agria y desabrida—, de trato desagradable y difícil, se deben negar u ocultar sus cualidades positivas, su decisión, su fuerza de voluntad y todo cuanto hizo para criar a los hijos y mantenerse por lo menos en la posición en que quedara a la muerte del marido, sin rodar por la Ladeira do Alvo abajo hacia cualquier rincón de la calle o hacia las sórdidas viviendas del Pelourinho.
Se agarró a la casa de altos con toda su violenta obstinación. Mudarse a una vivienda más barata significaba la terminación de todas sus esperanzas de ascenso social. Era necesario que Héctor continuara estudiando hasta terminar el bachillerato y buscarle después un empleo, y casar, a las chicas, casarlas bien. Para eso era preciso no descender, no dejarse arrastrar por la pobreza sin disfraz, franca y descarada, sin pudor ni vergüenza, como de un delito que mereciera castigo.
Tenía que seguir en el piso de la Ladeira do Alvo, costase lo que costase. Así se lo explicó al cuñado cuando éste vino a prestarle los ahorros de doña Lita (que doña Rozilda pagó luego centavo por centavo, dígase esto en su honor). Ni una casa de alquiler razonable en el fin del mundo, en la Plataforma, ni un sótano en la Lapinha, ni cuarto y sala subalquilados en las Portas do Carmo: se mantuvo plantada en la Ladeira do Alvo, en la casa de altos, de alquiler relativamente elevado, sobre todo para quien como ella no disponía de bienes, ni muchos ni pocos.
Desde allí, desde los amplios balcones del primer piso, podía mirar el futuro con confianza: no todo estaba perdido. Modificaría los planes anteriores, sin desistir de sus pretensiones. Si cedía de inmediato, abandonando aquella casa bien puesta, amueblada, con alfombras y cortinas, y se iba a un conventillo cualquiera, ya no le estarían permitidas ni siquiera las esperanzas y las ilusiones. Si hacía eso no tardaría en ver a Héctor detrás de un mostrador de boliche, o cuando mucho, de una tienda, convertido en un empleaducho para toda la vida; y a las nenas las esperaría un destino igual, si es que no terminaban siendo camareras de bares o cafés, a disposición de los patronos y de los clientes, camino directo a «la zona», siendo causa de escándalo en las calles de mujeres honradas. Desde allí, desde la casa de altos, podía enfrentar todas esas amenazas. Abandonarla era rendirse sin lucha.
Por eso rechazó la oferta de un empleo en una tienda que Antenor Lima había encontrado para Héctor. Así como tampoco quiso ni siquiera hablar con Rosalía cuando la hija se le presentó dispuesta a trabajar como una especie de recepcionista y secretaria en «La Foto Elegante», floreciente establecimiento de la Bajada de los Zapateros, en donde Andrés Gutiérrez, español moreno y de bigotito recortado, explotaba el arte fotográfico en sus más diversas modalidades; desde las instantáneas de tres por cuatro, para documentos de identidad y profesionales («entrega en veinticuatro horas»), hasta las «incomparables ampliaciones a todo color, verdaderas maravillas», pasando por los retratos de los más diversos tamaños y por los de las tomas de bautizos, matrimonios, primeras comuniones y otros acontecimientos festivos dignos de la amarillenta eternidad de los álbunes familiares. Dondequiera que fuese necesario hacer una fotografía allí surgía Andrés Gutiérrez con su máquina y su ayudante, un chino que de tan viejo no tenía edad, arrugado y sospechoso. Circulaban rumores, que habían llegado a oídos de doña Rozilda, siempre receptivos a las habladurías, sobre Andrés, su «Foto Elegante», su ayudante y la amplitud del negocio. Se decía que era obra suya ciertas postales vendidas por el chino en sobres cerrados, cumbre suprema del arte naturalista, «desnudos artísticos» de éxito garantizado. Para tales fotos, según las comadres, posaban muchachas pobres y fáciles, a cambio de unos pocos centavos. De paso, las usufructuaba Andrés y, quizá, el chino; las beatas contaban horrores acerca del estudio fotográfico. No hay que asombrarse de que doña Rozilda haya corrido a la hija cuando ésta, entusiasmada e ingenua, le comunicó la oferta del español:
—Si me vuelves a hablar de eso otra vez te despellejo, te doy una paliza que te van a salir ronchas...
A Andrés lo amenazó con la cárcel, tirándole a la cara todas sus relaciones influyentes: que se metiera con su hija y ya vería las consecuencias, gallego de m..., con sus inmundicias y su pornografía; ella, doña Rozilda, llamaría a la policía...
Andrés, que tampoco tenía pelos en la lengua, siendo español de mal hígado, retrucó en el mismo tono. Comenzó por decir que gallego sería el cornudo del padre de doña Rozilda. ¿Así que él, condolido por la situación de la familia después de la muerte de don Gil, hombre educado y bueno, merecedor de mejor esposa, le ofrecía un empleo a la muchacha, a quien apenas si conocía, con el único propósito de ayudarla, y toda la recompensa que obtenía era que esa vaca histérica se pusiera a gritar a la puerta de su establecimiento, amenazando a toda la corte celestial, inventando un montón de historias, de miserables calumnias? Si ella no cerraba esa letrina que tenía por boca que se fuese a reventar a los infiernos, y aprisa, que si no quien llamaría a las autoridades iba a ser él, un ciudadano establecido, respetuoso de las leyes y al día con los impuestos; él, un andaluz de buena cepa, iy aquella bruja lo motejaba de gallego...! El chino, indiferente a la disputa, se limpiaba con un fósforo las uñas, largas como garras; unas uñas que, según las malas lenguas...
Fuesen verdaderas o no aquellas excitantes historias, doña Rozilda no había criado a sus hijas, no las había educado, regaladas y gentiles, para capricho de ningún Andrés Gutiérrez, andaluz, gallego o chino, le daba lo mismo... Las hijas eran ahora su palanca para cambiar el rumbo del destino, su escalera para ascender, para elevarse. También rechazó otros empleos, éstos bien intencionados, para Rosalía y Flor; no quería que las chicas estuvieran expuestas al público y al peligro. El lugar de una doncella está en el hogar, su meta es el casamiento, pensaba doña Rozilda. Mandar las hijas a que estuviesen tras el mostrador de una tienducha, o a una boletería de cine, o a la sala de espera de un consultorio médico o dental, era entregarse, confesar la pobreza, ¡exhibir la llaga más repulsiva y purulenta! Haría trabajar a las muchachas, sí, pero en casa, para que perfeccionasen las virtudes domésticas que iban acumulando, pensando en el novio en el marido. Si antes las virtudes y el matrimonio ya eran detalles importantes en los proyectos de doña Rozilda, ahora se transformaban en la pieza fundamental de sus planes.
Mientras Gil vivía, doña Rozilda había proyectado que el hijo se recibiera, que fuese médico, abogado o ingeniero, y entonces ella, apoyada en el canudo de doctor, en el diploma de la Facultad, ascendería al lugar de los elegidos, brillaría entre los poderosos del mundo. El anillo de graduado, resplandeciendo en el dedo de Héctor, sería la llave que le iba a abrir las puertas de la gente de la «alta», de ese mundo cerrado y distante de la Vitoria, del Canela, de la Gracia, y junto con eso, como consecuencia, el casamiento conveniente de las hijas con colegas del hijo, doctores con linaje y futuro.
La muerte de Gil hacia imposible ese proyecto a largo plazo: Héctor estaba todavía en el bachillerato, faltándole dos años para terminar, pues estaba atrasado, lo habían aplazado en los exámenes. ¿Cómo iba a poder sostenerlo durante cinco o seis años en la Facultad, siguiendo una carrera larga y costosa? Con esfuerzo y sacrificio podía mantenerlo en el secundario — que cursaba en el Instituto de Bahía, un centro estatal y gratuito— hasta concluir el bachillerato. Poseyendo los estudios secundarios completos le sería posible librarse de los empleos miserables en el comercio, toda la vida marcando el paso, metro en mano. Tal vez consiguiera un puesto en algún banco, o, ¿por qué no?, alguna sinecura oficial, de empleado público, con garantías y derechos, gratificaciones y aumentos, promociones, anticipos y otros beneficios adicionales. Doña Rozilda contaba para conseguirlo con sus relaciones influyentes.
Pero ya no contaba más con el título de doctor — el anillo de graduado brillando, con una esmeralda o un rubí o un zafiro— para escalar las soñadas alturas. Era una lástima, pero nada se podía hacer; una vez más, el bosta del marido había arruinado sus proyectos con aquella muerte idiota.
Mas ahora ya no podría él arruinar sus nuevos proyectos, madurados en los días de duelo. En ellos, la llave maestra que abriría las puertas del confort y del bienestar era el casamiento, el de Rosalía y el de Flor. Casarlas («colocarlas», decía doña Rozilda) lo mejor posible, con jóvenes de apellido, vástagos de familias distinguidas, hijos de coroneles, hacendados o señores del comercio — de preferencia mayoristas—, establecidos, con dinero, con crédito en los bancos. Si ésta era la meta a lograr, ¿cómo iba a mostrar a las nenas en empleos mendicantes, exhibirlas como unas pobretonas mal vestidas, cuya gracia y juventud despertarían en los ricos e importantes sólo bajos instintos, pecaminosos deseos, que ciertamente les granjearían proposiciones, pero muy distintas a las del noviazgo y el matrimonio?
Doña Rozilda quería a las hijas en casa, recatadas, ayudándola, con su trabajo y comportamiento, a mantener la apariencia de bienestar y adornar esa ficción de gentes si no opulentas, por lo menos bien provistas y de esmerada educación. Cuando las muchachas salían a visitar a familias conocidas, o a una matinée dominical, o a alguna fiestita en casa de una familia conocida, iban siempre de punta en blanco, bien vestidas, con el ilusorio aspecto de herederas, con buenas maneras... Doña Rozilda era económica y contaba los centavos procurando equilibrar las finanzas domésticas y seguir adelante, pero no toleraba nada que desluciera el arreglo de las hijas, ni siquiera en la intimidad del hogar. Exigía que estuvieran impecables, dignas de recibir en cualquier momento al príncipe encantado cuando éste surgiera de repente. Para lograrlo, doña Rozilda no escatimaba sacrificios.
Cierta vez, Rosalía fue invitada a un bailecito, con motivo del cumpleaños de la hija mayor del doctor Joáo Falcáo, un potentado: palacete, arañas de cristal, cubiertos de plata, mucamos de etiqueta. Los otros invitados, todos gentes distinguida, podridos de dinero, de la mejor sociedad, un señorío que había que ver. Pues bien, Rosalía causó sensación; era la de mejor presencia, la más chic, a tal punto que mereció el elogio de la bondadosa anfitriona, doña Detinha:
—Es la más linda de todas... Esta Rosalía es un amor, una muñeca...
Parecía, sí, la más rica y aristocrática. Y sin embargo allí estaban las chicas de más fortuna y más aristocráticas de la nobleza local, sangre azul de bachilleres y médicos, de funcionarios y banqueros, de tenderos y comerciantes. Con su tez mate de mestiza negro— india, suave y pálida, era la blanca más auténtica entre todas aquellas finísimas blancas bahianas, que agotaban todos los tonos de la morenez. (Aquí entre nosotros, ¡que nadie nos oiga!, mestizas de la más fina y bella mulatería.)
Nadie, al verla tan elegante, diría que su vestido, el más elogiado de la fiesta, era obra propia y de doña Rozilda; el vestido y todo lo demás, incluso la transformación de un viejo par de zapatos en una obra maestra de satén. Entre las labores de Rosalía — cortaba y cosía, bordaba y tejía—, la costura era su punto más alto.
Sí, eran ellas, las muchachas, con sus labores, y bajo la férrea dirección de doña Rozilda, las autoras de aquel milagro de supervivencia: Héctor en el Instituto, terminando el bachillerato; al día con el alquiler del primer piso y con los plazos de la radio y de la nueva cocina, y hasta unos pequeños ahorros destinados a la terminación de los ajuares, los vestidos de bodas, los velos y las guirnaldas, las sábanas y fundas, los camisones y combinaciones que se iban poco a poco acumulando en los baúles.
Eran ellas, las nenas, Rosalía pedaleando en la máquina, cosiendo para afuera, cortando vestidos, bordando blusas finas, y Flor, al principio, preparando bandejas de dulces y salados para fiestitas familiares y pequeñas conmemoraciones: cumpleaños, primeras comuniones. Si la costura era el fuerte de Rosalía, en la cocina se destacaba la nena menor: había nacido con la ciencia del punto exacto, con el don de los condimentos. Desde pequeñita había hecho tartas y manjares, siempre rondando la cocina, aprendiendo los misterios del arte supremo con la tía Lita, tan exigente. Tío Porto no tenía otro vicio, aparte de la pintura dominical, que el de los buenos platos. Era un frecuentador de carurus y sarapateis, se volvía loco por una feijoada o un matambre con mucha verdura. De los encargos de bandejas de pasteles y empanadas, así como de almuerzos, pasó Flor a dar recetas y lecciones, y, finalmente, a la Escuela de Cocina.
Una en la máquina, en el corte y en la costura, otra en la cocina, en el horno y en el fogón, y doña Rozilda al timón, iban tirando. Modestamente, mediocremente, a la espera de que surgiesen los caballeros andantes durante alguna fiesta o paseo, envueltos en títulos o en dinero. Uno arrebatando a Rosalía, otro conduciendo a Flor — ambos al son de la marcha nupcial— hacia el altar y el alegre mundo de los poderosos. Primero Rosalía, que era la mayor.
Doña Rozilda se fijaba al doblar cada esquina, obstinadamente, esperando encontrarse con ese yerno de oro y plata, claveteado de diamantes. A veces la invadía el desánimo: ¿Y si no apareciese el príncipe encantado? Ya era tiempo de que se presentara, no se podía esperar toda la vida, las muchachas estaban alcanzado la inquieta edad en que las atraían los hombres. Rosalía, con sus veinte años desplegados en suspiros desde la ventana, hartos del pedal de la máquina de coser, reclamaba con urgencia ese esperado duque, ese conde, ese barón, ¿cuándo la iba a rescatar? Tan larga se hacía la demora, tan cansadora la espera... Con tal de que pronto Rosalía no se viera en el fondo del pozo, solterona, doncella empedernida, con ese hedor a rancio de las vírgenes exasperadas a que se refería, sonriendo, el buen tío Porto, burlándose de los pruritos aristocráticos de la cuñada.
De cuando en cuando Rosalía entreveía al ansiado pretendiente: en las espaciadas fiestas danzantes; en los viajes hasta la casa de la tía, en Río Vermelho; en las funciones de las matinée: al volante de un autito, todo vestido de blanco en un domingo de regatas, o un universitario burlón, o un estudioso con grandes libros de ciencia bajo el brazo o encorvándose en los malabarismos de un caprichoso tango argentino, o si no un romántico al son de una serenata nocturna.
Doña Rozilda también esperaba, y su impaciencia iba en aumento: ¿Cuándo, cuándo surgiría el anunciado yerno, ese millonario, ese viva la Virgen, ese hidalgo, ese doctor de borla y birrete, ese mayorista de la Cidade Baixa, ese hacendado del cacao o del tabaco, ese dueño de tienda o incluso de boliche, y en último caso, ese sudoroso gringo de almacén de ultramarinos? ¿Cuándo?
5
Mucho tiempo esperaron así, compuestas y arregladas — semanas, meses, años—, pero ningún hidalgo apareció; ni un joven aristócrata de la Barra o de la Graca, ni el hijo de un coronel del Cacao; ningún señor del comercio al por mayor y ni siquiera un gallego enriquecido en la dura labor de los almacenes y panaderías. El que llegó fue Antonio Moráis, con su taller de mecánico, su competencia de autodidacta, su honrado overall, negro de grasa. Llegó en el momento oportuno y por eso fue bien recibido. Rosalía ya había llorado lágrimas de célibe condenada a la soledad y a la beatería y doña Rozilda no tuvo fuerzas para oponerse. No era el yerno previsto en las largas vigilias pasadas trabajando en el pedal de la máquina o al calor del fogón. Pero ya no podía entrar en más consideraciones y argumentos o enfrentar la ira amenazadora, la obstinada impetuosidad de Rosalía, cuyos veinte (y tantos) años saludables clamaban por un marido.
Por lo demás, si bien Antonio Moráis no era rico ni importante, al menos no dependía de ningún patrono; tenía un pequeño y acreditado taller que le daba lo suficiente para sustentar mujer e hijos. Doña Rozilda se inclinó ante el destino, un poco a la fuerza, pero se inclinó, ¿qué podía hacer?
Por aquel entonces Héctor había conseguido un puesto en el Ferrocarril de Nazareth por intermedio de su padrino, el doctor Luis Henrique, y se había ido a vivir a la ciudad de Recóncavo, yendo a la capital muy pocas veces. Era un empleo con futuro, doña Rozilda no necesitaba preocuparse más por él. Por su parte, Flor había comenzado a dar clases de cocina a muchachas y señoras, ganando dinero y fama de profesora competente. Ahora era ella quien cargaba con la mayor parte de los gastos de la casa debido a que Rosalía, atemorizada con el correr de los años, gastaba sus ganancias en acicalarse, en vestidos y zapatos, perfumes y encajes.
Antonio Moráis se había fijado en Rosalía durante la matines del Cinema Olimpia, un día de función mixta en que además de las dos películas y de los episodios, don Mota, el empresario, había contratado unos artistas de paso por Bahía, restos de conjuntos, que fueron desmembrándose en las giras por el interior, hambrientas estrellas de empañada luz. Mientras «Mirabel, el sueño sensual de Varsovia», una polaca venerable, cansada de guerrear y de las candilejas y las camas de las casas de citas, meneaba sus viejas nalgas marchitas haciendo delirar a los chicos — que iban allí a instruirse—, Antonio Moráis divisó a doña Rozilda y sus dos hijas en las plateas: Rosalía tensa y expectante, y Flor con un vestido que parecía reventar a la altura de los pechos y de las caderas.
Y el mecánico no volvió ya a contemplar el pobre bamboleo del «Sueño de Varsovia». La petulante mirada de Rosalía se cruzó con su mirada suplicante. A la salida el mozo siguió a la madre y a las hijas a prudente distancia, hasta localizar la morada burguesa de la Ladeira do Alvo. Rosalía apareció por un instante en el balcón y dejó revoloteando una sonrisa.
Al día siguiente, después de la cena, se vio sufrir a Antonio Moráis, ladera arriba, ladera abajo, deteniéndose en la vereda opuesta cuando pasaba frente a la casa. Desde la ventana, Rosalía estaba en acecho, insinuante. El mecánico subía y bajaba, puestos los ojos en el alto balcón, silbando modinhas. Al rato, escoltada por Flor, Rosalía surgió al pie de la escalera. Dando unos pasos de gavilán canchero, Moráis se puso a su lado. Doña Rozilda, siempre alerta, ya había notado el jueguito en la matinée. Y, al ver a Rosalía tan ansiosa y rebelde, salió en busca de informaciones sobre el sujeto; Antenor Lima lo conocía y le dio datos concretos y favorables: mecánico, con buena mano, taller propio en Gales, un monstruo para el trabajo. Antonio Moráis había perdido al padre y a la madre cuando tenía nueve años en un choque de ómnibus y se había criado en la calle, pero, en vez de juntarse con los atorrantes y dedicarse a las aventuras del vagabundaje y a la mala vida, había entrado en el taller de Pé de Pilao, un negro más grande que la catedral, mecánico y buen tipo. En el taller del negrazo hacía de todo, servía tanto para un roto como para un descosido, era hábil como él solo. No tenía sueldo fijo, pero dormía allí y solía recibir propinas, algunas de ellas grandes. Aprendió a leer y a escribir sólito; con Pé de Pilao aprendió el oficio, y, siendo aún muchacho, comenzó a trabajar por su cuenta y riesgo, cobrando una miseria; era de manos hábiles y de cabeza despierta: los motores de los automóviles no tenían secreto para su curiosidad. Es verdad que no era un doctor, ni un joven con posibles, pero pocos mecánicos podían competir con él. Sus entradas eran seguras, y sería un marido de primera, ¿cómo diablos podía pretender Rosalía algo mejor si no era ninguna princesa ni poseía un campo de cacao?, preguntaba el mal educado Lima a la engreída y rezongona vecina.
Otros conocidos confirmaron las amplias referencias del comerciante, y doña Rozilda, después de aconsejarse con su compadre, el doctor Luis Henrique, un Ruy Barbosa de sabiduría que le dio consejos inestimables, y de mucho pesar los pros y los contras, se decidió a favor del mecánico. No era éste, repetía, el yerno de sus sueños, el príncipe de sangre noble y arcas de oro. Moráis sólo tenía sangre noble por parte de un lejano pariente ancestral, Obitikó, príncipe de una tribu africana traído a Bahía como esclavo; sangre azul que había de mezclarse más tarde con la sangre plebeya de villanos portugueses y holandeses mercenarios. De la mezcla resultó un pardo claro, de espontánea sonrisa, un simpático moreno. En cuanto a las arcas de oro, los ahorros en el colchón del mecánico no alcanzaban ni para poner casa en ese momento. Pero Rosalía se había atrancado en su babosa pasión y se negaba a considerar los oscuros orígenes, el modesto oficio y las pocas monedas del muchacho. Y frente a una Rosalía agresiva, de respuestas insolentes y de pocas cosquillas, doña Rozilda bajó la cabeza. Así que doña Rozilda, a la quinta o sexta aparición nocturna de Moráis, todo de blanco y muy almidonado, el sombrero ladeado, zapatos de dos colores, ¡irresistible!, lo enfrentó. Estaban los dos enamorados en pleno embeleso, los ojos en los ojos, las manos entrelazadas, hablando boberías, cuando desde las sombras de la escalera irrumpió doña Rozilda, inesperada e inquisidora, con voz severa, amenazante:
—Rosalía, hija mía, ¿quieres presentarme al caballero?
Hechas las presentaciones — Rosalía embarullándose al hablar, Moráis sin saber qué hacer—, doña Rozilda arremetió de inmediato, sin ninguna ceremonia ni consideración:
—Una hija mía no ennovia al pie de la escalera, sobre la calle, ni sale sola a pasear con su festejante; yo no crié una hija para que se divierta ningún pícaro...
—Pero yo...
—El que quiera conversar con mi hija tiene que declarar antes sus intenciones.
Antonio Moráis afirmó la pureza matrimonial de sus más recónditas intenciones; él no era un mulato que abusara de las hijas de los otros. Y respondió con presteza y modestia al minucioso interrogatorio, comprobando doña Rozilda sus informes propios, sobre todo los referentes a los ingresos del taller.
El mecánico fue aprobado y su presencia admitida oficialmente a la puerta de la casa, junto a la cual, a partir de aquella conferencia, Rosalía lo esperaba sentada en una silla. Desde la ventana, doña Rozilda vigilaba la moral de la familia: una hija suya no iba a ser disfrutada por ningún atorrante. Así, cuando Moráis se aprestaba a poner su tierna mano en la tierna mano de la muchacha, se oía el reprensivo carraspeo de doña Rozilda, cayendo desde arriba.
—¡Rosalía!
Esto apresuró el noviazgo, pues Moráis estaba ansioso de gozar de más libertad, de una intimidad menos observada. Siendo ya novio oficial, pasó a frecuentar la casa, a salir con Rosalía los domingos para ir a la matinée, llevando a Flor de chaperón, con órdenes terminantes de vigilar y controlar a los enamorados e impedir los besos y las caricias: doña Rozilda exigía el máximo respeto. Flor no había nacido para soplón de la policía; comprensiva y solitaria, miraba para otro lado, se concentraba en la película, masticando confites y dejando en paz a la pareja con su ansiedad, con sus labios y manos atareados.
Durante el cortejo y el noviazgo doña Rozilda se mostró tan amable como le era posible, ocultando los rasgos más salientes de su carácter. Necesitaba casar a sus hijas y Rosalía había llegado al límite de la edad. Lo que sobraban eran mozas en busca de un marido, y en cambio escaseaban los jóvenes dispuestos a casarse. Ardua batalla ésa de casar las hijas, bien lo sabía doña Rozilda. Casi todas sus conocidas consideraban que el mecánico era un buen partido. Una de ellas, cierta doña Elvira, madre de tres mugrientas y legañosas doncellas, destinadas a una soltería definitiva, incluso había puesto a los tres pellejos en asedio de Moráis, deshaciéndose las tres en sonrisas y miradas prometedoras: sólo les faltaba arrastrarlo a la cama a esas relamidas, esqueléticas y atrevidas. Además, Moráis era trabajador y sobrio, y a la suegra no le sería difícil domarlo, dirigirlo a su voluntad en cuanto se casara. En esto se engañó: el yerno iba a darle una sorpresa.
De este modo, el artesano, sólo después de casado, conoció la verdad completa en lo que atañe a doña Rozilda. Decidieron vivir todos juntos en el primer piso de la Ladeira do Alvo, solución económica y sentimental, pues gastarían menos y continuarían unidos, ya que tanto doña Rozilda como Moráis no parecían desear otra cosa sino continuar juntos para siempre. Rosalía era opuesta a estos planes temerarios; «el casado casa quiere», recordaba ella, pero ¿cómo enfrentar esa luna de miel entre su madre y su novio?
Todavía no se habían cumplido seis meses de esa luna de miel cuando la combinación se deshizo, pues, como informó el yerno a los conocidos: «Sólo Cristo aguantaría vivir con doña Rozilda, y eso todavía no es seguro; tendría que hacerse la prueba para ver si el Nazareno tiene la resistencia necesaria. Pues quizá ni él mismo la soportaría.»
Y se mudaron al fin del mundo, allá por Cabula, zona casi rural. Moráis prefería aguantar aquel tranvía repleto y lento, en un viaje de nunca acabar, descarrilando a cada rato y siempre atrasado; prefería salir a la madrugada para llegar a tiempo al taller, situado en las inmediaciones de la Ladeira dos Gales; prefería, en fin, meterse entre aquella selva tupida en la que silbaban venenosas víboras de cascabel y en donde los exus de los muchos candomblés de los alrededores andaban sueltos por los caminos haciendo destrozos antes que tolerar la vida en común con la suegra. Eran preferibles los cascabeles y los exus.
En el primer piso de la Ladeira do Alvo quedaron, solas, la adolescente Flor, que ya comenzaba a ser una linda muchacha de delicado rostro, senos altos y arrogantes caderas, y doña Rozilda; una doña Rozilda cada vez más agria, limitada ahora a las gracias y a las labores de aquella hija, su última carta de triunfo en la batalla por el ascenso social, tantas veces perdida.
Sin embargo, no había perdido su fuerza, no había disminuido su voluntad de subir, de trepar los peldaños que la conducirían al mundo de los ricos. En las pesadas noches de insomnio (dormía poco, se quedaba rumiando proyectos), había decidido no entregar la benjamina a otro Moráis. A Flor le destinaba un partido mejor, un joven de calidad, un blanco distinguido, un doctor o un comerciante fuerte. Defendería con uñas y dientes esta última trinchera, no se volvería a repetir lo acontecido con Rosalía. Flor no sólo era mucho más obediente y juiciosa, sino que no temía quedar solterona; no hablaba de casamiento, no se alzaba contra la madre cuando ésta le prohibía congraciarse con empleaditos de escritorio, dependientes de boliche, o algún gallego despachante de panadería. Obedecía sin rezongos, no se revolvía contra su madre a los gritos, no se trancaba en el cuarto amenazando con suicidarse, en una de aquellas explosiones frecuentes en Rosalía, cuando doña Rozilda, celosa de su futuro, le prohibía cualquier galán de baja estofa. Resultado: se casó con aquel mequetrefe de Moráis, un don nadie, ¡ni dependiente!, sólo un simple artesano, un operario, ¡qué horror!, socialmente todavía menos importante que ellas. Podía ser un coloso en el trabajo, buen marido y alegre compañero: la verdad, sin embargo, es que la hija, en vez de subir, había descendido en la escala social; así, por lo menos, pensaba tristemente doña Rozilda, destinada a otras alturas. Pero con Flor era distinto, no volvería a repetirse el error.
Mientras doña Rozilda forjaba proyectos, Flor se hacía conocer como profesora de cocina, especialmente de cocina bahiana. Había nacido con el don de los condimentos y desde la niñez se la pasaba dando vueltas a recetas y salsas, aprendiendo a hacer manjares, gastando sal y azúcar. Hacía tiempo que recibía encargos de platos bahianos, y la llamaban a cada rato para ayudar en vatapás y efós, en moquecas y xinxins, y hasta en los famosos carurus de Cosme y Damián, como los celebrados en la casa de su tía Lita o en la de doña Dorothy Alves, en la que se reunían decenas de invitados y aún sobraba comida para otros tantos. Carurus anuales, promesas hechas a los santos Mabacas y a los ibejés. Con el tiempo su fama fue extendiéndose y venían a pedirle recetas o la llevaban a casa de gente rica para que enseñara el punto y el condimento de algunos de los platos más difíciles. Doña Detinha Falcáo, doña Ligia Oliva, doña Laurita Tavares, doña Ivany Silveira y otras señoras «de mucha figuración», de cuya amistad tanto se jactaba doña Rozilda, la recomendaban a las amigas, de modo que a Flor no le alcanzaban las manos. Una de esas señoras, snobs y adineradas, fue quien le dio la idea de la escuela, pues habiéndole pedido recetas teóricas y demostraciones prácticas, hizo hincapié, al pagarle el trabajo, en advertir que estaba remunerando a la excelente profesora y buena amiga, no abonando el salario a una cocinera. Eran amables sutilezas de doña Luisa Silveira, hidalga sergipana, llena de argucias y muy «mírame y no me toques».
Flor no comenzó a dar lecciones en serio, con escuela puesta, hasta después de la partida de Rosalía y Moráis a Río de Janeiro. El mecánico resolvió que no era suficiente la distancia entre los altos del Cabula y la Ladeira do Alvo y quiso poner por medio, entre su casa y la suegra, el propio mar océano.
Le había tomado una aversión mortal a doña Rozilda, «la desalmada», como la llamaba: «¡es peor que la peste, el hambre y la guerra!».
No tardó la escuela en prosperar; hasta algunas señoras del Canela y del García, incluso de la Barra, fueron allí a desvelar los misterios del aceite suave y del aceite de palma. Una de las primeras en asistir fue doña Magá Paternostro, ricacha con muchas relaciones y entusiasta propagandista de las dotes de Flor.
El tiempo fue pasando, fueron corriendo los años y Flor aún no tenía prisa en buscar novio; ahora era doña Rozilda quien comenzaba a preocuparse, pues al fin y al cabo la hija benjamina ya no era una nena. Flor se encogía de hombros, sólo le interesaba la escuela. El hermano, en uno de sus viajes desde Nazareth, dibujó el cartel con tintas de color — todos elogiaban sus dotes para el dibujo—, que colgaba del balcón:
ESCUELA DE COCINA: SABOR Y ARTE
Héctor había leído en los diarios una extensa información acerca de una escuela titulada «Saber y Arte», un experimento de un fulano llegado de los Estados Unidos, un tal Anisio Teixeira. Cambiándole una letra al título de moda, lo adaptó a los intereses de la hermana. Junto a las historiadas letras, la cuchara, el tenedor y el cuchillo, cruzados en graciosa tríada, completaban la obra del artista. (Si fuera hoy, ya podía Héctor ir pensando en una exposición individual y en la venta de sus cuadros a buen precio; pero los tiempos eran otros y el funcionario de ferrocarriles se contentó con los elogios de la hermana, de la madre y de cierta alumna de Flor, una de ojos húmedos, llamada Celeste.)
Las clases de cocina daban lo necesario para el mantenimiento de la casa y las pocas necesidades de la madre y la hija, así como para guardar algún dinero, pensando en los gastos del futuro casamiento. Pero, sobre todo, ocupaban el tiempo de Flor, la liberaban un poco de doña Rozilda y su cantinela acerca de cuánto sacrificio le había costado criar y educar a los hijos, criar y educar a aquella hija benjamina, y de cómo necesitaba encontrarle un marido rico que las sacara de la Ladeira do Alvo y del fogón, para llevarlas a las delicias de la Barra, de la Gracia, de Vitoria. Pero a Flor no parecían preocuparle los festejantes ni el noviazgo. En las fiestas bailaba con unos y otros, sonreía agradecida a los galanteos, pero no iba más allá. Ni siquiera correspondió a los apasionados pedidos de un estudiante de medicina, un alegre paraense, obsequioso y atildado. Mas no le dio cuerda, a pesar de la excitación de doña Rozilda: al fin un estudiante y ya casi doctorado aspiraba a la mano de su hija.
—No me gusta... — declaró Flor, decidida—, Es feo como el diablo...
Ni los consejos ni las broncas de la enfurecida doña Rozilda le hicieron mudar de opinión. A la madre le dio pánico: ¿iba a repetirse el caso de Rosalía, a resultar que Flor era igual a su obstinada hermana, dispuesta a resolver por su cuenta lo referente a novio y casamiento? Cuando más creía que la hija menor iba a ser una repetición del carácter del finado Gil, doblegada a su voluntad, la muchacha iba y manifestaba su desagrado hacia el doctorcito en vísperas de recibirse, hijo de un padre latifundista en el Pará, dueño de barcos e islas, cauchales, bosques de castaños, tribus de indios salvajes y ríos inmensos. Forrado de oro. En cuanto lo supo, doña Rozilda fue a informarse, y a la vuelta, después de escuchar a algunos conocidos, ya se sentía en la Amazonia, reinando sobre leguas de tierra, manejando a su voluntad a los mulatos y a los indios. Al fin había aparecido el príncipe encantado, su espera no había sido inútil ni se había sacrificado en vano. Atracaría en un barco del río Amazonas junto a las soberbias casas de la Graca, mientras los dueños la festejaban con zalamerías y adulaciones.
Flor sonreía, con su delicado rostro redondo, color mate; sonreía con los hermosos hoyuelos de sus mejillas, con sus ojos asombrados, y volvía a decir con voz perezosa, voz de mimo y modorra:
—No me gusta..., es feo como un día sin pan...
A doña Rozilda le daba un ataque. «¿En qué diablos pensaba ella?» Flor actuaba como si el casamiento fuese cuestión de gustar o no gustar, como si hubiera hombres feos y hermosos, y como si los pretendientes como Pedro Borges sobraran en la Ladeira do Alvo.
—El amor nace con la convivencia, mi condesa de la Caca, con los intereses en común, con los hijos. Basta que no haya aversión. ¿Le tienes rabia?
—¿Yo? No, Dios me libre. Hasta creo que es bueno... Pero sólo me voy a casar con un hombre a quien quiera... Pedro es feo como un bicho...
Flor devoraba las novelas de la «Biblioteca de las Jóvenes» y soñaba con un muchacho pobre y hermoso, atrevido y rubio. Doña Rozilda espumajeaba de rabia e indignación. Su voz chillona inundaba la calle, transmitiendo los términos de la disputa a toda la vecindad:
—¡Feo! ¿Dónde se ha visto que un hombre sea feo o lindo? La belleza del hombre, desgraciada, no está en la cara, está en el carácter, en su posición social, en sus bienes. ¿Dónde se vio que un hombre rico sea feo?
Lo que es ella no cambiaba el feúcho Borges (y sin embargo no era tan horrible, era alto y fuerte, aunque es cierto que su cutis era un poco granuloso) por toda esa caterva de muchachones descarados e insolentes del Río Vermelho, sin un centavo en el bolsillo, unos vagos que no tenían dónde caer muertos. El doctor Borges — ya le ponía el título por delante— era un joven caballero, se le veía en seguida en los modales, y de una familia distinguida del Pará; distinguida y podrida en dinero. Ella, doña Rozilda, lo sabía muy bien: la residencia de ellos en Belén era un palacio, con más de una docena de criados. Una docena, oíste, mala hija, caprichosa, loca, vanidosa, absurda. Con todos los pisos de mármol y también de mármol las escalinatas. Y alzaba las manos, en un gesto teatral:
—¿Dónde se ha visto que un hombre rico sea feo?
Flor sonreía y los hoyuelos de su cara eran una preciosidad. No tenía apuro ninguno en casarse. Y le tapaba la boca con sus respuestas:
—Usted habla como si yo fuese una de esas cortesanas que valoran a los hombres por el dinero... No me gusta y se acabó...
La lucha entre doña Rozilda, irritada e irritante, con nervios de enloquecida, y Flor, serena como si nada sucediera, esa pelea en la que Pedro Borges era el objetivo y el premio, alcanzó su ápice con motivo de los festejos universitarios de fin de curso. El estudiante las invitó al acto solemne y al baile.
Para el acto solemne, en el Salón Noble de la Facultad, doña Rozilda se vistió de suegra, toda encorsetada en tafetán, majestuosa como un pavo real, riéndose hasta por los volados de las mangas, con una peineta de bailarina española clavada en la testa. En el baile de fin de curso, Flor resplandecía de encajes y tules y no tuvo un minuto de descanso. No dejó de bailar una sola pieza, tan solicitada fue por los caballeros. Pero ni así le dio esperanzas al recién recibido.
Ni siquiera cuando él fue a visitarlas en vísperas de partir para la lejana Amazonia, en compañía del padre para causar mejor impresión. El ilustre paraense se llamaba Ricardo, un gigante con vozarrón de tormenta y los dedos atiborrados de joyas hasta el punto de que doña Rozilda casi se desmaya al ver tanta piedra preciosa. Entre otras un diamante negro, inmenso, que valía por lo menos cincuenta cantos, ¡mi Dios!
El viejo habló de sus tierras, de los pacíficos indios, de la goma, de las historias del río Amazonas. Habló también de su alegría al ver a su hijo doctorado, como canudo de médico. Ahora sólo le faltaba verlo casado con una joven decente, modesta, sincera; no le importaba que tuviese fortuna; él había juntado bastante dinero — decía, y movía los dedos, en los que chispeaban los brillantes, iluminando la sala—. Quería una nuera que le diese nietos y nietas para llenar de algarabía y ternura su austera casa de mármol en Belén, donde el viejo Ricardo, viudo, pasó en soledad los años que Pedro dedicó a los estudios. Hablaba y miraba a Flor como esperando una palabra, un gesto, una sonrisa: si eso no era la introducción a la petición de mano, entonces doña Rozilda era una ignorante en tales asuntos. Temblaba de emoción y ansiedad, había llegado la hora bendita: jamás estuvo tan cerca de sus objetivos. Miraba a la bobota de la hija, esperando un consentimiento tímido aunque firme. Pero Flor se limitó a decir con su voz perezosa:
—No va a faltar una muchacha linda y decente que quiera casarse con Pedro, él bien lo merece. Yo sólo querría que fuese aquí, en Bahía, así le preparaba el banquete de bodas.
Pedro Borges se guardó sin resentimiento la alianza de oro ya adquirida y el viejo carraspeó y cambió de conversación. Doña Rozilda se sintió mal, jadeaba, se le salía el corazón. Se fue de la sala con repentina indignación, deseando ver muerta y enterrada a la hija, la ingrata, la animalota, la idiota, la enemiga de la propia madre, ¡maldita! ¿Cómo se atrevía ella a rechazar la mano del doctor — ahora era realmente doctor—, del mozo rico, del heredero de las islas, los ríos y los indios, la multitud de mármoles, los anillos deslumbrantes? ¡Ay! ¿Cómo se atrevía esa infeliz bastarda?
¡Ah! Qué muro de odio y enemistad, de imperdonable incomprensión, de insuperable rencor, se habría levantado entre madre e hija, juntándolas para siempre y para siempre separándolas, si a principios de aquel año, poco después de la partida del preciado Borges, no hubiera surgido Vadinho. ¡Ah!, ante los títulos, la posición y la fortuna de Vadinho — doña Rozilda había sido ampliamente informada por el propio Vadinho y por algunos amigos de él— el paraense no pasaba de ser un pobretón, con todo el mármol de su palacio y sus doce criados. Un indigente, con toda su tierra y toda su agua.
6
Con una breve y cortés inclinación y el rostro resplandeciente de simpatía, Mirandáo pidió permiso y se sentó junto a doña Rozilda. Las sillas de esterilla circundaban la sala, arrimadas contra la pared. El estudiante crónico («perseverante», corregía él cuando le recordaban sus siete años de Escuela de Agronomía), extendió las piernas, ajustó cuidadosamente la raya del pantalón y observó a las parejas que bailaban el tango argentino con corte, de difíciles figuras y pasos casi acrobáticos. Y sonrió complacido: ningún bailarín podía competir con Vadinho, ninguno tiene su clase. ¡Bendito sea Dios y te libre del mal de ojo! ¡Cruz Diablo!, concluyó Mirandáo, que era supersticioso. Mulato claro y elegante, era, a los veintiocho años, la figura más popular de los burdeles y casas de juego de Bahía. Sintiendo que la mirada de doña Rozilda seguía la suya, volvióse hacia ella, acentuando aún más su cautivante sonrisa y examinándola con ojo crítico, analítico. «Sexo liquidado, sin uso posible», diagnosticó con pesar. No por la edad. Hacía mucho que Mirandáo inscribiera en su código de procedimientos un párrafo afirmando que jamás se debe despreciar a ninguna por madura o vieja, pues podía caerse en errores fatales. Había mujeres de más de cincuenta años que mantenían su forma y su juventud de un modo raro y admirable, siendo capaces de sorprendentes «proezas», de marcas inesperadas. Lo sabía por viva experiencia, y todavía ahora, al escudriñar las ruinas de doña Rozilda, recordaba el esplendor crepuscular de Celia María Pía dos Wanderleys e Prata (tantos nombres para designar una retaquita como ésa), señora de la alta sociedad, una mujercita despabilada que era pura pólvora. Con más de sesenta años confesados y seguía insaciable, poniéndoles selvas de cuernos al marido y a los amantes. Con nietas balzaquianas y biznietas casaderas... y ella dedicada a obras de caridad, ¡y qué caridad la suya!: era una hembra ardiente y magnánima que dedicaba su vida a los jóvenes estudiantes necesitados. Mirandáo entrecerró los ojos para no ver a la vecina, un esperpento sin arreglo ni escapatoria, así como para recordar mejor el uterino e inolvidable furor de Celia María Pía dos Wanderleys e Prata, y los billetes de cincuenta y mil— réis que ella, agradecida, rica y derrochadora, le ponía a escondidas en el bolsillo del saco. ¡Ah!, ¡qué buenos tiempos aquellos, cuando Mirandáo se iniciaba en los estudios y en los misterios de la vida, novato de agronomía, aprendiz de la noche, y María Pía dos Wanderleys usaba legítimo perfume francés en las arrugas del cuello y en las partes bajas. Cuando abrió de nuevo los ojos y echó una mirada a la sala, aún sentía la fragancia de la inolvidable tatarabuela; a su lado, aquel trasto con cara de bruja — el pellejo colgándole de las mejillas, el pelo recargado de brillantina— continuaba escudriñándolo con sus ojitos menudos. Era un espantajo y bajo las enaguas debía heder como unas costras de carne tumefacta. Mirandáo aspiró ansiosamente los restos del perfume francés que quedaba en su lejano recuerdo. ¡Ah!, noble Wanderleys, ¿por dónde andarás ahora, septuagenaria? Pero la vieja de la silla..., ¡qué palo de escoba sin salvación!
Mas como era educado, y se preciaba de serlo, el permanente estudiante de agronomía no dejó de sonreírle a doña Rozilda. Era cuero viejo, una pelandusca, restos de un pez seco y salado, inútil para cualquier acto o pensamiento lúbrico, pero no por eso dejaba de merecer respeto y atención: probablemente se trataba de una exhausta madre de familia, al parecer viuda. Y Mirandáo era, en el fondo, un moralista extraviado en las casas de juego. Además, estaba en un momento de euforia.
—Fiestita animada, ¿no le parece? — preguntó a doña Rozilda, iniciando el histórico diálogo.
Siempre le sucedía lo mismo, en cada una de sus frecuentes curdas. La primera fase era de un júbilo estallante. El mundo le parecía perfecto y bueno, la vida alegre y fácil, y en esos instantes Mirandáo podía comprenderlo y estimarlo todo; establecíase entre él y las demás criaturas un clima de comunión total, incluso con ese hediente papagayo, su vecina de asiento. Era en esos momentos delicado y conversador, y su imaginación se superaba, no tenía límites. La figura del estudiante pobre, «estudiante perpetuo y perpetuamente seco», imagen creada por él, y de la que vivía, cedía lugar al hombre joven, importante y victorioso, ascendido a ingeniero agrónomo, cuando no a profesor de la escuela, enumerando sus privilegios, trepando cargos y conquistando mujeres. Rabiaba por contar historias, ¡y cómo las contaba! Era un maestro de la narrativa oral, creador de tipos y de suspenso, un clásico de la buena prosa.
Pero si seguía empinando, hacia el final de la noche el optimismo y la euforia se desvanecían, y al término de la juerga Mirandáo se hundía en penas y lamentaciones, flagelándose, hiriéndose con implacable autocrítica acordándose de la esposa, víctima de su degradación, de sus cuatro hijos que no tenían para comer y del desalojo que amenazaba a la familia, mientras él estaba allí, en los antros del juego y la prostitución. «Soy un miserable, un crápula, un canalla», exclamaba entonces un Mirandáo lastimoso, con remordimientos, sin malicia: un moralista. Pero esta segunda y lamentable fase sólo surgía de tarde en tarde, cuando la tranca era monumental.
Mas esta vez, a las veintitrés y treinta, en la fiesta que se estaba celebrando en casa del mayor Pergentino Pimentel, jubilado de la Policía Militar del Estado, Mirandáo ya se sentía en el mejor de los mundos, dispuesto a un cordial y provechoso cambio de ideas con doña Rozilda. Acababa de comer y beber a dos carrillos en el comedor, sirviéndose de todos los platos y repitiendo algunos. Aquello era un derroche de comida: una exhibición de manjares bahianos: vatapá y efó, abará y carurú, moquecas de siri mole, de camarones, de pescado, acarajé y acacá, gallina de xinxim y arroz de haussá, además de montañas de pollos, pavos asados, piernas de cerdo y tajadas de pescado frito para algún ignorante que no supiera apreciar el aceite de palma (pues, como decía Mirandáo a voz en grito y con desprecio, en este mundo hay toda clase de brutos, de sujetos capaces de cualquier ignominia). La comilona estaba regada con aluá cachaca, cerveza y vino portugués. Hacía más de diez años que el mayor daba esta fiesta en la fecha, cumpliendo severas obligaciones de candomblé, desde que los orixás habían salvado a su esposa, amenazada de muerte, con piedras en los riñones. No medía gastos, juntaba dinero todo el año para gastarlo con satisfacción esa noche. Mirandáo se había atracado, pues era de buen tenedor y todavía mejor copa. Ahora, repleto, exhausto de tanto comer y beber, sólo necesitaba un buen guitarrillo para ayudar a hacer la digestión.
En la sala, las parejas se cortaban en el tango argentino, con Joáozinho Navarro al piano. Para los conocedores, decir Joáozinho Navarro era decirlo todo. No había pianista más requerido en Bahía, y alguna gente, como cierto juez apellidado Coqueijo y muy entendido en música, ponía la radio sólo para oírlo teclear en un programa de canciones populares. Y de madrugada, en el Tabaris, ¿no era su piano el motivo de mayor animación? Era difícil conseguirlo para una fiesta particular, pues no le sobraba tiempo para esos trabajos de aficionado. Pero indefectiblemente asistía a la fiesta del mayor, a quien Joáozinho no quería enfadar, pues le debía algunos favores.
Mirandáo observaba con agrado a los bailarines, aprobaba con un movimiento de cabeza las figuras que hacía Vadinho — ¡maestro!— sonriéndole a la vecina y constatando, de paso, la ausencia total de colados, si se exceptuaban él y Vadinho. ¡Los únicos héroes! Colarse en la fiesta del mayor Tiririca (como los muchachones del Río Vermelho habían apodado al bravo Pergentino) era algo que se consideraba una proeza imposible, dando lugar a apuestas y desafíos. Mirandáo se sentía premiado. Al fin habían conseguido, él y Vadinho, romper la barrera establecida por el mayor y hacer que la pesada puerta de roble, cerrada con llave, que se abría únicamente para los invitados y sólo para los invitados — todos ellos rostros familiares para el dueño de casa, viejas amistades—, se franquease para él y su amigo, dándoles entrada. Y no sólo eso: ambos fueron recibidos con abrazos por el mayor y por doña Aurora, su esposa, todavía más celosa de la calidad de los invitados que el marido. Los reos que habían quedado afuera, en animada expectación, se morían de rabia al ver cómo entraban ellos, después de un breve cambio de palabras con el mayor Tiririca, cruzando el infranqueable umbral entre las ruidosas exclamaciones cordiales de doña Aurora. ¿Cómo lo habían conseguido?
Mirandáo, con la barriga llena, suspiraba y sonreía beatíficamente. Ahí estaba Vadinho, bailando en la sala; la linda dama que llevaba entre sus brazos, era una morena — regordita, entradita en carnes y «el que gusta de huesos es perro»— con ojos de aceituna y piel cobriza, color té, y hermosos senos y caderas.
—¡Es una tentación, una perdición, esa morena! — exclamó Mirandáo, señalando a la moza que bailaba con su amigo.
El adefesio se puso en guardia, alzó el seco busto y aulló con voz batalladora:
—Es mi hija...
Mirandáo no se alteró en lo más mínimo:
—Pues reciba mis felicitaciones, señora. Se ve en seguida que es una muchacha decente, de familia. Mi amigo...
—El joven que está bailando con ella ¿es amigo suyo?
—¿Si es amigo? Intimo, señora, fraterno...
—Y ¿quién es, podría decirme?
Mirandáo se enderezó en la silla, sacó del bolsillo el perfumado pañuelo y enjugó unas gotas de sudor que le caían por la ancha cara, cada vez más sonriente y feliz: nada le proporcionaba tanto placer como armar una patraña, una historia bien divertida.
—Permítame presentarme antes a mí mismo: doctor José Rodrigues de Miranda, ingeniero agrónomo, inspector en el Gabinete del Delegado Auxiliar... — dijo al tiempo que extendía la mano muy cordialmente.
Con una última pizca de desconfianza, doña Rozilda estudió detenidamente a su interlocutor, con hostil inquisición. Pero la fisonomía distinguida y la franca sonrisa de Mirandáo eran capaces de desvanecer cualquier sospecha, de quebrar cualquier resistencia; desarmaban y conquistaban a cualquier adversario, aunque éste tuviera la malicia y el recelo de doña Rozilda.
7 Paréntesis con Chimbo y con Rita de Chimbo
Aquel mismo día, al caer la tarde, cuando mayor era el bochorno, con una atmósfera pesada, de cemento armado, estando Vadinho y Mirandao en San Pedro, en el Bar Alameda, tomando las primeras cachacas del día y haciendo proyectos para la fiesta de la noche en Río Vermelho, he aquí que ven aparecer en la puerta del café la sudorosa cara de Chimbo, el pariente importante de Vadinho, que por entonces estaba adscrito como delegado auxiliar, o sea, la segunda autoridad de la policía.
Juez del Registro Civil e hijo de un prestigioso político oficialista, sin el menor respeto por la tradicional austeridad de su padre, y sin ninguna preocupación por las apariencias, este primo lejano del joven, un Guimaráes de los legítimos y ricos, era una bala perdida, un haragán inveterado, bueno para el trago, los dados y las putas; para decirlo de una vez: era un viva la pepa. En los últimos tiempos se contenía algo, procurando frenar sus naturales ímpetus en atención al cargo. Cargo que por esa misma razón pensaba conservar poco tiempo, pues prefería la libertad a cualquier posición, y no estaba dispuesto a cambiarla por la más alta distinción, por título alguno.
Ya antes había renunciado al gobierno de Belmonte, ciudad de su nacimiento, en el que fuera designado intendente por el padre, senador y señor feudal de la región, después de un simulacro de elecciones. Pronto abandonó cargo y título, deberes y privilegios: era demasiado el precio que debía pagar por ellos. Los belmonteses no se contentaban con sus reales cualidades administrativas, exigían de su gobernador costumbres sin mácula, y eso era un abuso intolerable.
Hubo un bla— bla— bla de todos los diablos, un escándalo descomunal, sólo porque él, audaz y progresista, importó de Bahía algunas negras amigas para acabar con la monotonía de la pequeña ciudad y de su soledad. Había llevado a Rita de Chimbo, prestigiosa animadora de las noches del Tabaris. La cual se llamaba de Chimbo debido a la antigua y persistente chifladura que los unía, una pasión cantada en prosa y verso por los bohemios. Reñían, se decían de todo, se separaban «para siempre» y a los pocos días hacían las paces, y continuaban su idilio, totalmente chiflados. Por eso Rita había unido a su nombre el sobrenombre de su amor, del mismo modo que la novia adopta el apellido del novio en el acto del matrimonio. Cuando supo que Chimbo era intendente, señor de horca y cuchillo, ejerciendo derechos de vida y muerte sobre la indefensa población, exigió, en mensaje telegráfico, compartir su autoridad. ¿Qué placer en el mundo se puede comparar al del mando, al del poder? La voluptuosa Rita también quería saborearlo. Chimbo, sintiéndose solo en las noches de Belmonte, más largas por no tener nada que hacer, sin ocupación alguna que las llenara, escuchó la ardiente súplica y mandó a buscar a la hetaira.
Siendo Chimbo el intendente, el rey de su ciudad, Rita de Chimbo no podía desembarcar allí como una cualquiera; era la favorita, la concubina real. De ahí que invitara para que ella tuviera su propia corte a tres beldades amigas, distintas entre sí, pero las tres excelentes: Zuleika Marrón, mulata de caprichos y relajos, que con sus caderas contoneantes paraba el tráfico y desplazaba a los peatones; Amalia Fuentes, enigmática peruana de voz suave, con inclinaciones místicas, y Zizi Culhudinha, una espiga de maíz, frágil y dorada, insinuante como ella sola. Esta breve y hermosa caravana — ¡da tristeza decirlo!— no tuvo en Belmonte la entusiasta acogida que merecía; por el contrario, fue blanco de la franca hostilidad de las señoras e incluso de los caballeros. Si se exceptúan ciertos grupos sociales — los estudiantes imberbes, los escasos noctivagos, los cachacistas en general— y ciertos individuos, puede afirmarse que la población se mantuvo distante y recelosa.
Además, Rita de Chimbo fue vista a medianoche, en la escalinata de la Intendencia, cayéndose de borracha y saludando a la ciudad con su inagotable colección de groseros calificativos. Circulaban noticias espantosas: el viejo Abraáo, comerciante y abuelo, se arrastraba ridículamente a los pies de Zuleika Marrón, dilapidando el patrimonio de los nietos en bacanales con la barragana. Y Berceo, un muchacho hasta entonces decente y casto, funcionario de Correos y presidente de las Obras Pías, se apasionó por Amalia Fuentes, habiendo descubierto en ella raíces de pureza y religiosidad. Llegó a ofrecerle un anillo de compromiso, causando la desesperación de su incomprensiva familia. Culminó el escándalo cuando la Culhudinha se convirtió en la bienamada de todos los colegiales, en su sueño y en su reina, en su bandera de lucha y su pulcro ideal. Ahí andaba ella, muy rubia en las noches de Belmonte, rodeada de adolescentes... Y el poeta Sosígenes Costa le dedicaba sonetos. ¡Oh ignominia!
El maricón del vicario, un sacerdote arrogante de voz chillona, llegó a pronunciar un sermón contra Chimbo, vehemente catilinaria contra su escandalosa incontinencia. Calificó a las tan queridas chicas como «basuras del meretricio metropolitano» y «secuaces del demonio...», ¡pobres chicas! ¡Qué sermón incendiario! ¡En la misa del domingo, con la iglesia repleta...! y el reverendo acusando a Chimbo de estar transformando la pacata Belmonte en Sodoma y Gomorra: las casas arruinadas, deshechas las familias, urbe infeliz a la que le había caído la desgracia de aquel intendente depravado, ese «Nerón en calzoncillos». Chimbo tenía sentido del humor y le hizo reír la virulencia del padre. Pero las chicas lloraron, y Rita de Chimbo clamó venganza. Así que Manuel Turco, árabe exaltado y secretario de la Intendencia, incondicional de los Guimaráes y notorio pelotillero, se propuso satisfacerla: dos matones de confianza se encargarían de enseñarle buenas maneras al subversivo vicario, sacudiéndole el polvo de la sotana.
Chimbo enjugó las lágrimas de Rita, agradeció la dedicación del sirio y recompensó a los dos matachines, unos asesinos escapados de Ilhéus: bajo su aparente despreocupación, era un hombre prudente y hábil y no le faltaba astucia política. ¡Imagínese la reacción del viejo senador si lo viera a él en guerra con la Iglesia, zurrando a un cura para desagraviar a unas cortesanas! Además, el padre tenía sus razones para semejante tirria. Al calificarlo de Nerón en calzoncillos se refería a aquella noche en que lo contempló en ropas menores, listadas, cuando el intendente se vio obligado a cruzar la ciudad con esa indumentaria debido a que el cura acababa de sorprenderlo en avanzado idilio con la candida Maricota, estimable doméstica que cuidaba los servicios de cama y mesa del sacerdote, siendo su oveja favorita.
No le quedó a Chimbo otro remedio que reunir a las ofendidas huéspedes, y llevando del brazo a Rita de Chimbo embarcarse con ellas en un vapor de la Bahiana. Fue así como renunció al cargo, a las honras y a la abultada comisión de los quinieleros, quedando Belmonte huérfano de su capacidad administrativa y de la amabilidad de las beldades de la capital. De la eficiente administración de Chimbo daban testimonio la restauración del puente de desembarco, la ampliación del grupo escolar y el arreglo de los muros del cementerio. La fugaz visión de las cuatro rameras continuó perturbando por mucho tiempo el sueño de Belmonte.
Chimbo se replegó en el anonimato de su rendidor puesto de servidor de la justicia, en donde nadie vigilaba sus pasos. Se reintegró a la vida nocturna, desde el Tabaris (nuevamente reinado de Rita Chimbo) al Pálace, desde el Abaixadinho hasta la casa de Tres Duques, del burdel de Carla al de Helena Picaflor. De las noches de fiestas y del jugoso y anodino cargo — juez del Registro Civil— lo retiraba de cuando en cuando el padre senador para utilizarlo en sus maniobras políticas, concediéndole posiciones y honras que otros ambicionaban, pero no él, Chimbo, que sólo quería vivir libre según su capricho.
Chimbo apreciaba a Vadinho no sólo por el distante y espúreo parentesco, sino también por las cualidades del joven compañero de ruletas y cabarets. Por eso, oyendo en cierta ocasión a alguien tratar a Vadinho de vago, y calificarlo como un tipo sin oficio ni medios de vida, le consiguió el modesto empleo de inspector de Jardines de la Intendencia, «pues un Guimaráes debe tener una posición reconocida en la sociedad».
—Ningún Guimaráes es un vagabundo.
Estas contradicciones eran características del simpático Chimbo, tan poco dado a convencionalismos y protocolos y al mismo tiempo tan profundamente solidario con la familia, y velando por el poderoso clan de los Guimaráes.
Así, pues, aquella tarde Vadinho y Mirandáo encontraron a Chimbo en Sao Pedro, cuando el delegado auxiliar se dirigía a la Jefatura de Policía. Un Chimbo aburrido de la vida, metido en un traje oscuro y caluroso, de ceremonia: ropa de entierro o de bodas — cuello duro de palomita, plastrón, bastón de caña con empuñadura de oro—, un Chimbo de etiqueta, en aquel abrasador día de febrero, bochornoso y asfixiante, de canícula mortal, cuando todas las bocas estaban ávidas por una cerveza bien helada.
—Sólo nos puede salvar la vida un bufido polar... — dijo Vadinho abrazando al pariente protector.
Chimbo maldijo al destino con plástica y fuerte expresión, llamando a las cosas por su nombre, en un arranque de furia: «qué mierda la vida jodida ésta, qué empleo más hijo de puta, que lo obligaba a acompañar al intendente a todos los rincones, a todas las ceremonias, a todas esas mierdas y porquerías...». ¿No veían cómo tenía que andar disfrazado de comendador portugués? Esa noche tenía que asistir, en razón de su cargo, a la solemne inauguración de un congreso científico — Congreso Nacional de Obstetricia— en la Facultad de Medicina, con discursos y tesis, debates y opiniones sobre partos y abortos, un latazo monumental. Chimbo tragaba aprisa su copa de cerveza, procurando aplacar el calor y la rabia... ¡Su padre siempre con aquella manía de utilizarlo en política...!
Y todavía encima — ¡imagínense la mala suerte!— el tal congreso decide inaugurarse, tan luego, en la noche de la fiesta del mayor Pergentino, el mayor Tiririca, de Río Vermelho. Seguro que ellos sabían de quién se trataba. Él le había hecho un favor al militar — soltó un pedo a pedido suyo—, y ahora el mayor no lo dejaba en paz, queriendo agasajarlo a toda costa, empeñado en rendirle un gran homenaje. Según se decía, la fiesta de Tinrica era fenomenal, algo que realmente valía la pena, se comía y se bebía hasta hartarse. Y él, Chimbo, era invitado de honor, ¡imagínense la juerga!
—Y en cambio voy a tener que oír a los médicos hablando de partos... ¡Mi padre me consigue cada prebenda...!
¿Cómo convencer al senador de que lo dejase en paz, si el viejo era un sátrapa ante el cual el mismo gobernador temblaba? Los ojos de Vadinho brillaron y Mirandáo se sonrió: Chimbo, sin saberlo, acababa de abrirles las puertas de la gloria y de la casa del mayor.
8
Por la noche, frente a la residencia en fiesta, los dos embusteros apostaron con otros dos granujas a que entrarían en el baile y serían recibidos en él como si fueran invitados de honor y entraron y fueron recibidos con todos los honores y tratados como los ángeles, pues Vadinho se presentó al mayor y a doña Aurora como sobrino del delegado auxiliar, quien no podía asistir, y a Mirandáo como poseedor del inexistente cargo de secretario privado de Chimbo.
—Mi tío, el doctor Airton Guimaráes, tuvo que acompañar al gobernador al Congreso de Obstetricia. Pero como estaba resuelto a no rechazar su invitación, nos envía a mí y a su secretario, el doctor Miranda, en representación suya. Yo soy el doctor Waldomiro Guimaráes...
El mayor se mostró conmovido con la gentileza del delegado al presentarle sus disculpas y hacerse representar. Lamentaba que no estuviera presente en la fiesta, pues su deseo hubiera sido agasajarlo, pero tanto él como su esposa recibían con los brazos abiertos al representante de su estimado amigo. Ya el mayor extendía su mano a Vadinho cuando Mirandáo puso las cosas en su punto:
—Perdóneme, mayor, la intromisión: el representante del doctor delegado auxiliar es esta modesta persona, yo, doctor José Rodrigues de Miranda, profesor suplente de la Escuela de Agronomía, pedido en comisión por el doctor Airton... Mi amigo, el doctor Waldomiro, aunque sobrino del delegado, no lo representa a él sino al señor gobernador...
—¿Al gobernador? — exclamó el mayor, abrumado por tanto honor.
—Sí — engranó Vadinho—, cuando el gobernador oyó que el delegado auxiliar pedía a su secretario y a su sobrino que fuesen a la fiesta del mayor, le había ordenado, pues él formaba parte del Gabinete de Su Excelencia, abrazar a «su buen amigo Pergentino y presentar sus saludos a su digna esposa».
El mayor y doña Aurora, hinchados de vanidad, les abrieron paso, los presentaban y ordenaban copas y platos para ellos; todo era poco para Vadinho y Mirandáo.
Pasmados, los colegas de truhanerías que habían quedado afuera no podían creer a sus propios ojos. ¿Qué patraña habían inventado los dos cínicos para ser recibidos así? Nadie recordaba que jamás un colado hubiera logrado cruzar el umbral de la puerta del mayor, quien hacía cuestión de honor el limitar la fiesta estrictamente a sus invitados, sus amigos, que eran garantía de decencia y de buen nombre. Jurándolo por sus gloriosos galones, se enorgullecía: «¿Un colado en mi fiesta? ¡Sólo pasando sobre mi cadáver!» Y los más eximios coladizos de la ciudad, capaces de penetrar, y habiéndolo hecho en fiestas muy exclusivas e imponentes, custodiadas por la policía; incluso fiestas en el Palacio de Gobierno y en la casa del doctor Clemente Mariani; fiestas junto a las cuales la del mayor era un simple bailongo, un bailecito de pobre, una milonga de barrio, un arrastrapiés cualquiera; pues bien, esos famosos coladizos, todos, habían fracasado en sus intentos, renovados cada año, de colarse en la fiesta del mayor. Ninguno alcanzó a trasponer la prohibida entrada.
Decir que ninguno es una exageración. Edio Gantois, un ingenioso estudiante, se asoció cierta vez con otro no menos pícaro, el ya anteriormente citado Lev Lengua de Plata, por entonces todavía estudiante, y en esa ocasión los dos consiguieron colarse y permanecer en la fiesta durante media hora, más o menos. Pero fueron echados a empujones y bofetadas: el musculoso Edio luchando cuerpo a cuerpo con los invitados y el desgalichado Lev cambiando puntapiés con el mayor.
¿Cómo habían fracasado tan lamentablemente después de triunfar? Aunque ésta sea otra historia, vale la pena contarla para así poder valorar mejor la hazaña de Vadinho y Mirandáo. Por aquel entonces había arribado a Bahía, con mucha propaganda en los diarios, para realizar dos únicas funciones en el Conservatorio, un extravagante concertista que tocaba un instrumento aún más raro: el serrucho, tan melodioso como el piano mejor afinado. Se trataba de un ruso de nombre estrambótico, «El Ruso del Serrucho Mágico», como anunciaban los carteles de propaganda y las noticias de los diarios. Edio poseía un viejo serrucho de carpintero, y Lev, hijo de ruso, un nombre estrambótico. Como los dos se volvían locos por una buena broma, envolvieron el serrucho en papel madera, tragaron unas cachacas para animarse y se presentaron a la puerta del mayor como «El Ruso del Serrucho» y su empresario.
El mayor Tiririca tenía un sexto sentido cuando se trataba de colados: los olía de lejos. Nada más poner los ojos sobre Lev y Edio, sintió que una voz interior lo ponía alerta.
Mas los invitados, al anunciarse la presencia de «El Ruso del Serrucho Mágico», ya saludaban con entusiasmo la posibilidad de oírlo tocar. En silencio, asaltado por las dudas, el mayor abrió la puerta y permitió entrar a los dos malandrines. Pero se dedicó a vigilarlos. No dejó de registrar el mayor la avidez con que se dirigieron al comedor, luego de arrimar el serrucho a un mueble, apurándose a comer y beber. Cruzando una mirada con doña Aurora, a quien tampoco le parecía nada católica la escena, el mayor reclamó, con el apoyo de la totalidad de los ansiosos invitados, una inmediata demostración musical: primero el concierto, después la pitanza. Por más que Edio intentó con su parla engatusadora aplazar la hora del desastre, no pudo conseguirlo. No se le concedió plazo ni apelación.
Además, debido a alguna extraña metamorfosis, Lev se sintió inspirado y comenzó a vivir de tal forma su papel y con tanto realismo, que ya creía ser el mismo ruso de los conciertos. Así que, sin hacerse rogar más, tomó el viejo serrucho entre aplausos y bravos. Lo hizo con tanta perfección — inclinada en ángulo su magra y alta anatomía, despeinado, los ojos en el otro mundo, ¡un auténtico maestro!— que engañó a todos, haciendo incluso que el mayor y doña Aurora dudasen de sus sospechas; hasta que hirió con una cuchara de café la panza del serrucho. Porque apenas le aplicó el primer golpe — según contó Edio después— todos los presentes, sin excepción, comprendieron que se trataba de una farsa. Pero Lev persistía, cada vez más poseso y convencido, haciendo vibrar a cucharazos el serrucho sin que ni el mayor, ni la esposa, ni los invitados, demostrasen la menor simpatía por tanto empeño y arte.
Hasta que el mayor se adelantó seguido por algunos amigos, los más susceptibles a esas bromas de mal gusto. La marcha por el pasillo en camino a la puerta de calle fue lenta y épica, verdaderamente inolvidable, Edio y Lev lo recordarían toda su vida. Coscorrones, puntapiés, resbalones y caídas. Doña Aurora quería arrancarles los ojos, pero el mayor se contentó con tirarlos a la calle en medio de los mirones allí reunidos. (Y sobre los cuerpos caídos de los dos echaron el serrucho, cada vez menos sonoro.)
Nada de eso les sucedió a Vadinho y Mirandao; ni el mayor ni doña Aurora tuvieron la más leve sospecha. Comieron y bebieron de lo bueno y de lo mejor. Mientras Vadinho bailaba en la sala, Mirandao se preguntaba si debía o no hacer un brindis, en nombre de Chimbo, por el mayor y por doña Aurora. No pudo evitar una sonrisa al oír preguntar a doña Rozilda quién era el mozo bailarín que escoltaba a su hija. Para obtener mayor efecto respondió con otra pregunta:
—¿No se lo presentó el mayor?
—No. Yo estaba adentro y no lo vi llegar.
—Pues, estimada señora, tengo el placer de informarle que se trata del doctor Waldomiro Guimaráes, sobrino del doctor Airton Guimaráes, delegado auxiliar, nieto del senador...
—No me diga que se trata del senador Guimaráes, ése de quien se habla tanto...
—Del mismo, distinguida señora. El mandamás, el capo, el que tiene la sartén por el mango, el Niño— Dios de la política, ése mismo, mi padrino...
—¿Su padrino?
—De bautismo. Y abuelo de Vadinho...
—¿Vadinho?
—Es su apodo, de cuando era chico. Es el nieto preferido del senador.
—¿Es estudiante?
—¿No le dije que es doctor? Recibido, señora mía, abogado, oficial del Gabinete del gobernador, alto funcionario municipal, inspector...
—¿Inspector de consumos?
La información estaba superando los sueños más temerarios de doña Rozilda.
—Inspector de juegos, ilustrísima señora — y, en voz susurrante—: Es la Inspección que deja más, una fortuna al mes, sin contar con las cortesías de la casa, una fichita aquí, otra allá... Y además, por si fuera poco, está encaramado en el Gabinete del gobernador...
Luego, sintiéndose generoso:
—La señora ¿no tiene algún pariente pobre que desee emplear? Si lo tuviera, basta con decirlo y dar el nombre... — Respiró hondo, contento de sí mismo, y prosiguió, indomable—: Ahí como lo ve usted bailando..., no se admire si en las próximas elecciones sale diputado...
—¡Y tan joven todavía...!
—¿Qué quiere usted, señora? Nació en cuna de oro, le dieron la papa en la boca, camina sobre rosas.
Aquella noche gloriosa Mirandao se sintió poeta, e improviso un discurso monumental que arrancó lágrimas incluso a la misma doña Aurora, la fiera de Río Vermelho.
Doña Rozilda entrecerró sus ojitos menudos para ver mejor mientras una llama de ambición, amarilla, le brillaba en la frente, Joáozinho Navarro finalizaba un tango floreado y Vadinho y Flor se sonreían. Doña Rozilda tembló de emoción: jamás había visto así la cara de su hija, y la conocía bien. Y el muchacho — se preguntaba— ¿también él había sido tocado y marcado para siempre? El rostro de Vadinho estaba rodeado como por un aire de inocencia, de candidez, de tanta sinceridad que la emocionó. ¡Ah, milagroso Señor del Bonfin! ¿Sería ése el yerno rico e importante que los cielos le habían destinado? Todavía más rico e importante que el paraense Pedro Borges, con todas sus lenguas de tierra y de río y sus docenas de criados. ¡Tener por yerno al nieto de un senador, que estaba en los secretos del Gobierno, que él mismo era Gobierno!: «¡Ay, válgame Nuestra Señora de Capistola! ¡Concédeme, Señor del Bonfin, la gracia de ese milagro, y seguiré descalza la procesión del lavatorio, llevando flores y un cántaro de agua pura!»
El mayor se estaba acercando. Doña Rozilda agradeció a Mirandáo su información y dirigiéndose al dueño de casa señaló al grupo formado por Vadinho, Flor, doña Lita y Porto en un rincón de la sala. Mirandáo, dándose cuenta de la maniobra de la vieja alcahueta, hizo un esfuerzo, se puso también de pie y fue a buscar una cerveza. Doña Rozilda le pidió al mayor:
—Mayor, presénteme a aquel joven...
—¿No lo conoce? Pues es un pariente del doctor Airton Guimaráes, el delegado auxiliar, mi amigo del alma... — Sonrió vanidosamente y agregó—: Para los íntimos, Chimbo... Él me dijo: «Pergentino, llámame Chimbo, ¿somos o no somos amigos?» Es un hombre que no se anda con vueltas, derecho... me hizo un favorazo...
Hablaba en voz alta para que todos lo oyeran, haciendo alarde de su amistad con el delegado. Doña Rozilda estrechaba ya la mano del joven y Flor hacía las presentaciones.
—Mi madre..., el doctor Waldomiro...
—Vadinho para los amigos...
—El doctor Waldomiro vive a la sombra de nuestro eminente jefe, el gobernador. Trabaja en su Gabinete... — añadió el dueño de casa.
—El gobernador le tiene mucha simpatía, mayor. Hoy mismo me dijo: «Dale un abrazo al amigo Pergentino, amigo del alma...»
El mayor sentía una felicidad oprimente:
—Muchas gracias, doctor...
Porto, que se sentía un poco tímido ante tanta intimidad palaciega, comentó:
—Mucha responsabilidad... Pero también es muy importante...
Vadinho se hacía el modesto:
—Una sonsera... Ni siquiera sé si voy a continuar en Palacio...
—¿Por qué? — preguntó doña Lita.
—Mi abuelo — dijo confidencialmente Vadinho—, el senador...
—El senador Guimaráes — susurró doña Rozilda.
Vadinho la miró, sonriéndole, mientras un aura de candor circundaba su rostro; luego le dedicó una sonrisa melancólica a Flor, que estaba lindísima:
—Mi abuelo quiere que vaya a Río, me ofrece un puesto...
—¿Y usted va a aceptar? — preguntaba Flor, con la muerte en sus ojos de aceituna.
—Nada me retiene aquí... Nadie... Estoy tan solo...
Y Flor suspiraba a su vez: «Tan sola...»
Desde el comedor reclamaban al mayor, que no tenía un momento de descanso — como perfecto anfitrión— atendiendo a los invitados. Después apareció alguien dando unas palmadas y pidiendo silencio: el doctor Mirandáo iba a hacer un brindis por los dueños de casa. Se oyó el estampido de una botella de champaña al abrirse, saltando el corcho hasta el techo. Vadinho y Flor se encaminaron, sonrientes, hacia el lugar del discurso: «Un discurso de Mirandáo — le anunció Vadinho— es algo que no debe perder uno.» Doña Rozilda, dándole saltos el corazón al ver a la joven pareja en marcha hacia el idilio definitivo comentó, dirigiéndose a doña Lita y a Thales Porto:
—¿No son una pareja perfecta? ¿No parecen nacidos el uno para el otro? Si Dios quisiera...
—¡Calma, mujer! ¡Se acaban de conocer, señora mía, y ya estás tramando el casamiento! — dijo Lita, meneando la cabeza y pensando que su hermana estaba medio loca, con esa manía de encontrarle un novio rico a la hija.
Doña Rozilda, alzando el seco busto, contempló a la pesimista con arrogancia. Del comedor llegaba, rotunda, empapada en cerveza, la voz del orador, iniciando el brindis. Hacia allí se encaminó la viuda, llena de esperanzas. En ese momento los aplausos celebraban una frase feliz de Mirandáo, que proseguía impávido:
—«En las páginas inmortales de la Historia, señoras y señores, quedará grabado en refulgentes letras de oro el honorable nombre del mayor Pergentino, ciudadano de virtudes inconmensurables. (Dejó que la voz quedase vibrando en el aire un instante para subrayar la palabra feliz.) Y el nombre de su nobilísima esposa, este ornamento de la sociedad de la Boa Terra, doña Aurora, un ángel... Sí, señoras y señores míos, un ángel de impolutas (y repetía, con voz cantarina: «impolutas») cualidades, devota esposa, virgen de bronce...»
En el centro de la sala, el colado Mirandao, erguido el brazo y empuñando la copa de champaña, dominaba a los invitados y a los dueños de casa, todos pendientes de su elocuencia. El mayor sonreía con beatitud; la devota esposa, la virgen de bronce, bajaba los ojos, conmovida: jamás su fiesta alcanzara las alturas de ese triunfo.
—«... doña Aurora, ser amoroso, santa, santísima criatura...» Las lágrimas arrasaban los ojos de la santa criatura.
9
Los amores de Flor y Vadinho desembocaron directamente en el casamiento, pues no hubo noviazgo ni compromiso, como más adelante se verá cuando se explique la causa y la razón de esa anomalía que venía a romper con los procedimientos habituales, consagrados por todas las familias que se precian de tales. Unos amores, por lo demás, divididos en dos etapas distintas, perfectamente delimitadas y con sus características propias. La primera, plácida y risueña, toda azul y rosa, un cielo sin nubes, una verdadera fiesta, la armonía universal. La segunda, confusa y asediada, clandestina, color de vitriolo y de odio, el infierno en la tierra, el asco, la guerra declarada. Durante la primera fase, doña Rozilda era irreconocible, toda gentileza y comprensión, contribuyendo activa y devotamente al éxito del idilio. Pero después se vio a doña Rozilda repartir abominaciones, rencor y venganza — espectáculo tal vez pintoresco pero poco agradable—, dispuesta a emplear todos los medios para impedir el matrimonio de la hija con aquel tipo inmundo, «gusano, pústula, charca de pus». Toda esa podredumbre — «gusano, pústula, charca de pus»— era ahora Vadinho, antes el más perfecto joven soltero de Bahía, el pretendiente ideal, bello y simpático, un corazón generoso, una perla de muchacho, de carácter ejemplar, adamantino.
Mientras duró el inefable engaño originado por la enmarañada novela inventada por Mirandao en la fiesta del mayor Tiririca, confirmada y ampliada luego gracias a circunstancias imprevistas, doña Rozilda fue feliz. Durante casi dos meses, dos memorables meses de felicidad en los que pisoteó con el tacón de sus zapatos a toda la Ladeira do Alvo y alrededores, desde la negra Juventina con sus aires de señora hasta el doctor Carlos Passos con su creciente clientela. Exhibía su influencia e intimidad con los círculos gubernamentales, con las altas esferas; su intimidad con el poder, personificado en Vadinho. Y sobre todo exhibía al mozo enamorado de su hija, con su elegancia picara, su labia, su animada conversación, su prosopopeya. Veía en él a un Niño— Dios, lo era todo para ella. Y todo era poco para él. Doña Rozilda se deshacía en su afán de agradarle, de cautivar al muchacho, de amarrarlo.
Mucho contribuyó a que doña Rozilda se mantuviese en tan completa ceguera un curioso equívoco.
Entre las amigas de Flor había una ex compañera de colegio llamada Celia; la pobre Celia, además de pobre era lisiada, con una pierna defectuosa, coja. A duras penas — «a rastras y con la lengua fuera», como decía doña Rozilda— pudo cursar la Escuela Normal y diplomarse de maestra. Era aspirante a un nombramiento de maestra de escuela primaria provincial y hacía meses que luchaba por obtenerlo sin poder conseguir siquiera que la recibiese el director de Enseñanza. Doña Rozilda le tenía cariño y la protegía, quizá debido a que siendo la joven tan desdichada y humilde, a su lado ella y Flor parecían unas ricachonas. Oía con benevolencia a la cojita quejarse de la vida y de los grandes de este mundo, diciendo horrores de los funcionarios y denunciando sórdidos aspectos de esos «vampiros de la educación», como les llamaba con voz silbante que le salía de entre los dientes oscuros y podridos. Allí sólo conseguían nombramiento las que se entregaban, las que aceptaban invitaciones a paseos nocturnos por Amarelinha, Pituba, Itapoá, así como a fiestas íntimas..., ¡unas prostibularias! Una muchacha honesta no tenía posibilidades, se enmohecía en los sillones de cuero de las antesalas. De tanto enmohecerse en ellos, Celia se había convertido en un picante depósito de maliciosas anécdotas sobre funcionarios y jefes de sección, para no hablar del director de Enseñanza, invisible personaje sobre el cual, sin embargo, la rechazada postulante lo sabía todo: costumbres, bienes, preferencias, esposa, hijos, la amiguita. Nada se le escapaba. No obstante, jamás había conseguido ser recibida por él y exponerle su triste caso.
Fue entonces cuando, cierta noche en los primeros días del galanteo, la desesperada maestra (el plazo para la designación de nuevas pedagogas concluía esa semana) llegó a la casa de Flor coincidiendo con Vadinho y se la presentaron. A doña Rozilda le gustaría que la joven obtuviera su empleo, y más le hubiese gustado aún poder confirmar ante la vecindad la influencia del muchacho, del aspirante a yerno que disponía de nombramientos y de presupuestos, que tenía poder en la Administración del Estado, influencia que ella utilizaría con sumo placer.
Indudablemente la viuda estaba atrapada en una red de engaños con respecto a la personalidad del gavilán que rondaba a su hija; pero no estaba errada cuando, al describir a los conocidos su carácter intachable, elogiaba su buen corazón: para Vadinho todo sufrimiento era injusto y odioso. Así que apenas doña Rozilda le contó la historia de Celia, dramatizando los detalles, haciendo resaltar su lesión («incluso aunque quisiera no podría recibir las licenciosas invitaciones de los canallas de la repartición: carecía de atractivos para tanto»), exagerando las injusticias, multiplicando el hambre de la moza y de sus cinco hermanitos, de la madre reumática y del padre, que era sereno nocturno. Vadinho simpatizó en seguida con la noble causa y se convirtió en su campeón. Realmente decidido a hablar del asunto con sus conocidos de juego, algunos de los cuales tenían cierta influencia, juró con vehemencia a doña Rozilda y a Flor que al día siguiente por la mañana exigiría al director de Enseñanza, a la hora del despacho con el gobernador, el inmediato nombramiento de la maestra. No iba a pasar del día siguiente: que Celia fuese por la tarde a ver al director, que el nombramiento y el cargo eran para él coser y cantar.
—Déjalo de mi cuenta...
—Déjalo a él... — confirmaba doña Rozilda.
Flor no hizo ningún comentario, no le importaba si Vadinho gozaba o no de tanto prestigio, y hasta hubiese preferido que fuese menos influyente y por lo tanto menos ocupado. Pasaba días sin aparecer, sin venir a conversar con ella al pie de la escalera, y cuando venía tenía la cara abotargada, somnolienta (de pasar las noches en claro en el despacho del Gobernador).
Vadinho pidió el nombre completo y demás datos de la aspirante. Una vez más Celia hubo de redactar esa fría literatura en un pedazo de papel: sin esperanzas: ya lo había hecho muchas otras veces. ¿Por qué iba a conseguirle empleo ese atildado metido a picaflor, con su aspecto de villano, de vicioso, con seguridad un pobre diablo? Si hasta el padre Barbosa le había dado una carta para el director, y si el padre no había obtenido nada, ¿qué podía hacer el tal festejante de Flor? ¿A quién se le habría perdido la influencia para que él pudiera haberla encontrado? Se veía en seguida, en la cara trasnochada, que era un sinvergüenza. Celia había ido acumulando escepticismo y amargura, de tanto arrastrar la pierna zamba por las hostiles salas de la Dirección de Educación. No la enternecía la felicidad de los otros, ni siquiera la de aquellos pocos que deseaban ayudarla, compadecidos por su destino. Su corazón estaba seco, árido, y, al garabatear los nombres del padre y la madre, la fecha de nacimiento y el año en que se recibió, lo hacía con la certidumbre de perder el tiempo y el esfuerzo, pues ese mequetrefe no iba a dar un solo paso; ya estaba harta de esos cuenteros presumidos: puras promesas y se acabó. Pero ¿qué iba a hacer? Doña Rozilda estaba toda embobada con el vanidoso: doctor Waldomiro por aquí, doctor Waldomiro por allá, y ella, Celia, tendría que buscar quien le diera de comer. En cuanto al tipejo, bastaba verle la cara para comprender cuáles eran sus intenciones: comerle los ahorros a Flor, salir disparado y adiós para siempre.
Celia era injusta con Vadinho, pues el joven, para atender su pedido, hizo aquella noche el recorrido completo de las casas de juego, con doble mala suerte: perdió todo lo que llevaba en la cartera y no encontró un solo conocido importante al que exponer el pequeño drama de la maestra e interceder por ella. Ni Giovanni Guimaráes, ni Mirabeau Sampio, ni su tocayo Waldomiro Lins; ninguno de ellos apareció, como si todas sus relaciones influyentes se hubieran retirado del juego, abandonando la ruleta, el bacará, el punto y banca, la ronda y el veintiuno. Así fue pasando la noche, y la figura más ilustre que encontró fue Mirandáo, con el que terminó yendo a cenar un sarapatel de arromba en casa de Andreza, hija— de— Oxun y comadre del estudiante de agronomía.
—La tipa está verdaderamente maldita... — comentaba Vadinho contándole el caso a Mirandáo, camino del barracón de la negra de Oxun—. Patizamba, esmirriada, y encima de todo esa mala suerte...
Mirandáo le aconsejó a Vadinho que no se hiciera mala sangre; hay gente así, hermanada con la desgracia, y nada se adelanta con querer ayudarlos. Además, la preocupación quita el apetito, y el sarapatel de Andreza era un monumento, ensalzado hasta por el doctor Godofredo Filho, con toda su autoridad. Al día siguiente, ya Vadinho podría arreglar el asunto. Después de todo, la cargosa había esperado tanto que por un día más o menos no iba a suicidarse. En cuanto al sarapatel de su comadre Andreza, ¿cómo era la frase, mejor dicho, el verso del Maestro Godofredo?
¿Y a quién encontraron en la cena de la hija— de— santo? Pues allí estaba nada menos que el poeta Godofredo en persona, haciendo honor a la comida de Andreza, sin regatear elogios al condimento y a la cocinera, un pedazo real de negra, palmera imperial, brisa matutina, proa de navío. Andreza sonreía con toda su prosapia y realeza, mientras molía pimienta para el aderezo.
—¡Pero mira quién está ahí! — exclamó Mirandáo, saludando—, mi inmortal, mi maestro, considéreme de rodillas ante su intelectualidad.
—Arrodillados estamos todos ante ese sarapatel divino — dijo riendo el poeta, dando la mano a los dos jóvenes.
Se sentaron a la mesa y Andreza no tardó en notar que Vadinho estaba preocupado. Él, que siempre era tan alegre y travieso, tan lleno de ingenio, tan pícaro. ¿Qué le había pasado para que tenga esa cara tan sombría, tan melancólica? Cuente, mi santo, descargue su pecho, eche afuera las amarguras. Andreza, de amarillo, pulseras y collares en los brazos y en el cuello, era la misma Oxun, toda mimo y hermosura. Cuente, blanquito mío, no se ponga tristón, aquí está su negra para oírlo y consolarlo.
Mientras comían — el mantel oliendo a pachulí, el piso perfumado con hojas de pitanga—, entre el sarapatel y la pura cachaca de Santo Amaro, Vadinho fue desgranando el rosario de desdichas de la infeliz maestra de escuela. Sentada a la cabecera, la negra Andreza se conmovía con el relato y oprimía con una mano el pecho jadeante. ¡Pobrecita, la chica, con su lesión y su hambre, con deseos de trabajar y sin empleo! ¿No sería posible que Godo, cuyo nombre aparecía en los diarios, y que era un alto funcionario, dijese una palabra a alguien, se preocupara por la pobrecita? Los labios de Andreza temblaban al suplicar... Vadinho tenía razón... ¿Cómo podía uno sentirse alegre cuando alguien sufría de ese modo, tenía una vida tan dura? Ya no podría sentir alegría hasta que no supiera que la muchacha tenía nombramiento. El poeta Godofredo prometió interceder, quién sabe, quizá consiguiese algo, ¿cuándo había quedado ella en volver a la Dirección? ¿Al día siguiente?... No, aquella misma tarde, pues ya casi estaba amaneciendo... Eso es lo que él le había dicho que hiciera. Entonces que fuese, Godofredo vería... No aclaró que era pariente cercano y amigo íntimo del director de Educación y que un pedido suyo era una orden. Al poeta no le gustaba ostentar; incluso publicaba sus poemas muy de vez en cuando. Lo único que quería era devolver la sonrisa a Andreza; sin su sonrisa la noche era triste y el mundo desierto y frío.
Y de este modo, cuando Celia, a la tarde siguiente, pesimista pero obstinada, arrastraba su pierna zamba escalera arriba y entraba en la antesala del gabinete del director de Educación, cuál no sería su sorpresa al ver que el secretario de Su Excelencia, antes seco y ríspido, la saludaba efusivamente:
—Señorita Celia, la estaba esperando. Mi enhorabuena, ya salió su nombramiento, ya está firmado...
—¿Eh?... — masculló temblorosa la maestrita—. ¿Cómo? Cada vez más amable, el secretario dijo en tono confidencial:
—Tal como se lo digo... Es lo primero que el director hizo al llegar... Con seguridad fue una orden que vino de arriba. Era una de las últimas vacantes y estaban todas reservadas... ¿Quiere un consejo? Vaya y preséntese en seguida, sin pérdida de tiempo.
Se presentó, tomó posesión, juntó a su esmirriada familia y se fue al primer piso del Alvo a dar las gracias. «Una orden de arriba...», informó; y doña Rozilda repetía las palabras, saboreándolas, llenándose con ellas la boca: tenían gusto a poder. Vibraba de satisfacción. No había esperado un nombramiento tan rápido, un resultado tan fulminante. Con esa urgencia, con tanta rapidez, sólo podían ser órdenes directas del gobernador y de ningún otro; sin duda Vadinho hacía y deshacía en el Gobierno.
La noticia circuló por la Ladeira y esa noche, cuando Vadinho llegó con la esperanza de estar a solas con Flor, en la oscuridad de la escalera, fue saludado por los vecinos, que casi formaban una manifestación, todos ellos deseando expresarle su aprecio. Cuál no sería su sorpresa ante tantos agradecimientos, abrazos y elogios y las histéricas exageraciones de doña Rozilda. Había pasado el día durmiendo y ya casi no recordaba las desventuras de la imposible postulante.
—¡Ah!, no es nada, no me deben nada. ¡Por favor...!
El poeta había cumplido la promesa. Lo había prometido, aunque más a Andreza que a él. Pero ¿cómo decir la verdad, cómo deshacer el equívoco? Jamás doña Rozilda y sus vecinos, jamás la triste maestra y su gente esmirriada y mugrienta, con el color de la suciedad en la cara, todos juntos allí para manifestarle su agradecimiento, jamás podrían comprender por qué intrincados caminos andan el mundo y los hombres; jamás creerían que Celia debía su designación a una cocinera negra, mucho más pobre que ella, que vivía contenta en una casucha de madera junto a la orilla del mar, en Agua de Meninos, y que preparaba almuerzos para los saveiristas y changadores: la negra Andreza de Oxun.
Corrió la voz y llovieron los pedidos. En menos de una semana hubo ocho peticiones de nombramiento para maestras de escuela. Desde motorista de tranvía hasta inspector de impuestos, no hubo cargo que no tuviera un aspirante dedicado a adular a doña Rozilda, que no llamara a las puertas de la casa de la Ladeira do Alvo. Hasta el empleo de sacristán en la iglesia de la Conceicao da Praia, que aún no había quedado vacante, hasta eso le vinieron a pedir. Ni aunque Vadinho fuese a un mismo tiempo gobernador y arzobispo, ni aun así hubiera podido dar abasto.
10
Tocaba doña Rozilda las cumbres del poder, sentía el sabor inigualable de la fama. Y Vadinho tocaba los duros senos de Flor en la oscuridad de la escalera y sentía el gusto sin igual de la boca sedienta y temerosa de la muchacha, mordisqueándole los labios y revelándole un mundo apenas entrevisto de placeres prohibidos, ganando en cada noche de cortejo una nueva parcela de sus defensas, de su cuerpo, de su pudor, de su oculta emotividad. El deseo la consumía en una hoguera de altas llamaradas; brasas vivas ardían en su vientre, pero Flor procuraba contenerse, reprimirse. Mientras tanto, se sentía cada día menos dueña de su propia voluntad, su oposición era más débil, menor su resistencia, y se iba transformando en una sumisa esclava del audaz muchacho, que ya se había apoderado de casi todo su cuerpo, abrasado por una fiebre sin remedio, ¡ay!, sin remedio.
¡Atrevido Vadinho! Ni le había dicho que la amaba, ni había hecho alarde de sentimientos apasionados y ni siquiera le había pedido permiso para cortejarla. En lugar de frases poéticas, de términos alambicados, lo que ella oía eran frases dudosas, insinuaciones malintencionadas. Cuando subía la Ladeira do Alvo acompañando a Flor (cuyo regreso de casa de tía Lita, en Río Vermelho, ocurrió unos días después de la fiesta de Pergentino), el petulante, al leer el anuncio de la Escuela de Cocina, le murmuró al oído, en un susurro romántico, como alguien que la festejara con toda inocencia:
—Escuela de Cocina Sabor y Arte... — repitió—: Sabor y Arte... — y bajó la voz, mientras su bigotito rozaba la oreja de la muchacha—: ¡Ah!..., quiero saborearte... — juego de palabras que no era sólo un retruécano de mal gusto: era a la vez una franca advertencia sobre sus intenciones, un cínico programa, un claro proyecto de seducción. Nunca había tenido un festejante como éste, tan diferente de los otros, ni había imaginado que se pudiera cortejar de aquel modo. ¿Cómo no lo rechazó de inmediato?
Flor no era una de esas descocadas ventaneras, de amoríos escandalosos en la esquina, al pie de las escaleras o en la oscuridad de los portales. Jamás ningún insolente se había atrevido más allá de un tímido beso, y Pedro Borges apenas si llegó a rozar sus mejillas. Ella no era muchacha acostumbrada a tolerar caricias íntimas. Bastaba que un impulsivo extendiera la mano en un gesto osado con la intención de tocarla, para que Flor se llenase de indignación y lo despidiera, como queriendo conservarse íntegra para aquel a quien realmente amase. En cambio a éste no, a éste nada le rehusaría; y éste era Vadinho. He ahí por qué no lo rechazó como a los otros, sin grosería ni escándalo, pero firme e inflexible.
Ni siquiera lo rechazó la primera vez, y sin embargo casi no se conocían, pues sucedió el domingo del Bando Anunciador, al día siguiente de la fiesta en casa del mayor Tiririca. Flor había ido con las amigas a ver las comparsas y allí apareció Vadinho, poniéndose a su lado. Las otras se apartaron, entre risitas... Realmente, cabía suponer que era el momento en que iba a ocurrir la indispensable declaración (una declaración más o menos vehemente y florida, según el temperamento y la vena del pretendiente; algunos, más timoratos, preferían hacerla por escrito, utilizando, si era preciso, la ayuda del «Secretario de los Amantes»). Antes de llegar él, las muchachas estaban comentando el enamoramiento del joven: en la fiesta, no había dejado sola a Flor ni un minuto, siendo su pareja de baile permanente. Ahora se declararía. Grave momento: la joven podía dar el sí o pedir un tiempo para pensarlo mejor, generalmente veinticuatro horas. Flor había anunciado a sus amigas que se proponía hacer sufrir unos días a Vadinho, pero las otras lo dudaban; ¿tendría el coraje necesario?
De labios de él no salió ninguna clase de declaración, la conversación giró en torno a los más diversos temas; siempre en tono divertido..., ¡un veleta era este Vadinho! Dos animados conjuntos carnavalescos, en competencia, se encontraron junto al muro de la iglesia de Sant'Ana, y aprovechando la avalancha que se produjo cuando la gente corrió hacia allí, apretujándose, Vadinho se puso detrás de ella, abrazándola, cubriéndole los senos con las manos y besándola ávidamente en la nuca. Ella, temblorosa, cerró los ojos y lo dejó hacer, casi muerta de miedo y de alegría.
Los primeros días de este cortejo sin declaración formal y sin formal consentimiento fueron inolvidables. Todos los años, en el verano, cuando se celebraban las fiestas del barrio, acostumbraba Flor a pasar un tiempo con sus tíos, a los que quería mucho. La Escuela de Cocina se cerraba durante el mes de febrero y ella iba para asistir a la procesión de la oferta a Yemanjá, el día 2, cuando los saveiras cortan las ondas cargadas de flores y presentes para doña Janaína, madre de las aguas, de la tempestad, de la pesca, de la vida y la muerte en el mar. Flor le ofrecía un peine, un frasco de perfume o un anillo de fantasía. Yemanjá mora en Río Vermelho, su peji se alza en una punta de la costa, sobre el océano.
Junto con las muchachas del lugar, tenía un alegre e intenso programa de diversión: por la mañana, playa; de tarde, paseo por el Farol da Barra y por Amaralina, yendo en ocasiones hasta Pituba; la organización y los ensayos de carnaval: levantar el tablado era una divertida faena; los picnics en Itapoá, en la casa del doctor Natal, un médico amigo de tío Porto, o en la Lagoa de Abaeté, con guitarras y canciones; y las batallas de confeti... De noche caminaban por el Largo de Sant'Ana o por Mariquita, entre las coloridas barracas, o iban a bailar a casa de alguna familia amiga, cuando ellas mismas no invadían y ocupaban una sala de recibo, improvisando un «asalto».
La casa de Porto, cubierta de enredaderas y acacias en flor, estaba situada en la Ladeira do Papagalo, y los domingos, invariablemente, el tío salía con otro aficionado a la pintura, un tal José de Dome, que vivía en el Largo, oriundo de Sergipe y apocado como él solo. Salían a dibujar caseríos y paisajes. Unos dos años antes, cuando Rosalía y Antonio Moráis se habían ido a Río, Flor, triste y sola, llegó a sentir cierta vaga inclinación por el pintor, hombre ya maduro, que tendría sus cuarenta años aunque aparentaba menos, un mulato duro y enjuto. Un día, venciendo su timidez, él le propuso hacerle un retrato, y hasta llegó a empezarlo, en ocres y amarillos hirientes, contra los cuales resaltaba el color de Flor, transfigurado. «Es obra de un loco, un disparate; además ese fulano es lelo», sentenció doña Rozilda, que en materia de arte no iba mucho más allá de los cromos de los almanaques, al ver aquella explosión de color y de luz. Pero José de Dome no pudo terminar el retrato. No tuvo tiempo, pues Flor debía regresar a la Ladeira do Alvo y, aunque prometió ir los domingos, nunca lo hizo: ella tampoco entendía la pintura del sergipano. Le era simpático por su sonrisa y su soledad. Pero ésa fue una relación amistosa; no un amor: no se puede dar ese calificativo a los largos silencios y a las breves sonrisas que se producían durante las horas de pose. No pasó de ser una efímera inclinación, que sólo duró los días de veraneo, sin que el artista llegara a vencer su timidez. Cuando Flor regresó a Río Vermelho y volvió a encontrarse con el amigo del tío la cordialidad siguió siendo la misma, pero estaba roto el encanto de las vacaciones anteriores y era como si nada hubiese ocurrido entre ellos. En cuanto al retrato inconcluso, aún está hoy en la pared del taller del pintor, en el tercer piso de una vieja casona, en la esquina del Largo de Sant'Ana; allí puede verlo el que quiera, basta con atreverse a subir las destartaladas escaleras.
¡Qué diferencia con Vadinho...! El era como una avalancha incontenible que la arrastraba, dominándola y decidiendo su destino. Al finalizar aquellos perfectos y vertiginosos días de Río Vermelho, Flor comprendió que ya no le sería posible vivir sin la gracia, la alegría, la loca presencia del muchacho. Hizo todo lo que él le pidió: en las fiestas no bailó con ningún otro; entrelazadas sus manos con las de él cruzó la kermesse del Largo y descendió hasta la oscuridad de la playa, como él le sugirió, para besarse más libremente en las sombras de la noche; con un escalofrío sintió cómo la mano de él subía bajo su vestido, acariciándola, ascendiendo hasta los muslos y las caderas.
¿Quién hubiera imaginado a doña Rozilda tan democrática, tan liberal? Cerraba los ojos a los evidentes excesos de los enamorados, tan sin control, tan desenfrenados que hasta la tía Lita, tan poco apegada a los convencionalismos, llegó a preocuparse y advertir:
—¿No te parece, Rozilda, que Flor le está dando demasiada cuerda a ese mozo? Salen juntos a todas partes como si fueran novios, como si no hiciera más que unos pocos días que se conocen...
Doña Rozilda reaccionó con violencia, en tono de pelea:
—No sé qué diablos tienen ustedes en contra de Vadinho. Sólo porque el muchacho es rico y tiene una posición brillante, todo es un puro rum— rum contra él; no sé por qué le tomaron tirria... En cambio con esa porquería de pobretón metido a pintor se habían entusiasmado hasta decir basta y si de ustedes dependiera se hubieran casado en el acto. Como si yo fuera a darle mi hija a ese escarabajo. Pero de Vadinho sólo imaginan maldades. No veo que haya nada malo en que él festeje a Flor, pues ella ya está en edad de casarse... Cuando el Señor del Bonfin, oyendo mis oraciones, nos manda un buen partido, tú y Porto arman un alboroto tremendo..., que si esto..., que si lo otro..., ¡déjenme, mujer, tranquila...!
—Yo no armo nada, mi santa, sosiégate. Sólo comentaba... Por qué siendo tan escrupulosa, tan no— me— toques que ya dices que es una perdida..., ahora te pasaste al otro lado..., le das rienda libre a la nena...
—¿Entonces te parece una perdida? ¿Es eso lo que crees? Dilo...
—Cálmate, Rozilda..., tú sabes que no dije eso... Doña Rozilda quería cerrar la discusión:
—Yo sé lo que estoy haciendo, es mi hija, y con la ayuda de Dios se casan este año...
—Puede ser, Dios lo quiera...
—¿Puede ser? Va a ser, no lo dudes..., no me vengas en cuanto ves a una chica paseando sola con un muchacho con cuentos chinos..., lo que pasa es que ustedes tienen antipatía a Vadinho...
Pero no, nadie le tenía antipatía al joven; los había seducido a todos con su labia y su fantasía; primero a los conocidos de Río Vermelho, después a los de la Ladeira do Alvo. Doña Lita y Porto ya se sentían amigos suyos y bien que les gustaba para marido de Flor. En cuanto a doña Rozilda, parecía vivir exclusivamente para cumplir sus deseos, para adivinar sus caprichos.
En cuanto a caprichos, Vadinho sólo tenía uno; estar a solas con Flor, tomarla en sus brazos, vencer su resistencia y su pudor, irse apoderando de ella poco a poco en cada encuentro. Amarrándola en las cuerdas del deseo, pero amarrándose él también, atándose a esos ojos de aceituna y maravilla, a ese cuerpo tembloroso y arisco que deseaba con avidez y se contenía por pudor. Preso, sobre todo, en la mansedumbre de Flor, en la atmósfera familiar, en el ambiente de hogar propio, en la gracia simple de la moza, en su quieta belleza; atmósfera que ejercía una poderosa fascinación en el mozo.
El muchacho nunca había hecho vida de familia. No llegó a conocer a la madre, que murió al darlo a luz, y el padre no tardó en desaparecer de su existencia. Vadinho era el producto de una ocasional pareja, formada por el primogénito de una familia pequeña burguesa de buen pasar con la mucama de la casa; su padre, el ya mencionado pariente lejano de los Guimaráes, mientras se mantuvo soltero se ocupó de él. Pero luego hizo un casamiento afortunado, y procuró librarse del bastardo, por quien su esposa, ignorante y devota, sentía un santo horror — «¡hijo del pecado!»—. Lo internó entonces en un colegio de curas, en el que a trancas y barrancas Vadinho llegó hasta el último año del secundario, que no terminó porque un domingo de visitas sintió una súbita pasión por la madre de un colega, distinguida cuarentona casada con un comerciante de la Cidade Baixa, a la que se consideraba en aquel tiempo como la puta más fácil de la alta sociedad de la capital. Fue una pasión voraz y correspondida.
Era una pasión con ribetes románticos. La insigne lo miraba lánguidamente y suspiraba, y Vadinho la rondaba por el patio de visitas del colegio, triste como una cárcel, una lúgubre cárcel de niños. Ella le daba chocolatinas y bizcochos, sacándolos del paquete que traía para el hijo. Vadinho le ofreció a escondidas una orquídea, robada del invernadero de los frailes. Un día de salida (el primer domingo del mes; Vadinho nunca había salido hasta entonces, pues nadie lo venía a buscar ni tenía adonde ir), ella lo llevó a almorzar a su casa, un palacete en el Largo da Graca, presentándolo al marido:
—Un compañero de Zezito, huérfano, no tiene familia...
Zezito, que era medio retardado, se dedicaba a criar preás, y los domingos de salida todo el tiempo le parecía poco para atender a los pequeños roedores en el sótano de la casa. En cuanto el comerciante comenzó a roncar, a la hora de la siesta, Vadinho se vio arrastrado al cuarto de coser, en donde fue envuelto en besos y caricias, y poseído. «Mi chiquito, mi discípulo, mi alumno, yo soy tu maestra, ¡ay!, mi doncel...» Ella, consciente de su condición de maestra, se dedicaba a enseñarle..., ¡y cómo enseñaba! La pasión fue en aumento, insaciable y brutal. Ella, deshaciéndose en ayes y promesas, le repetía una y otra vez, cínica y tranquilamente, que él era su primer amante y que nada anhelaba en el mundo más que irse con él para vivir juntos aquel gran amor, ocultos en cualquier rincón. Lástima que él estuviera interno en un colegio...
—Si yo me fuese del colegio, ¿vendrías de verdad a vivir conmigo?
Y se escapó del colegio, apareciendo una noche, a primera hora, para liberarla del «bestial burgués» que tanto la hacía sufrir, que tanto la humillaba cuando la poseía. Había encontrado un miserable cuarto en una pensión de último orden y comprado pan, mortadela (adoraba la mortadela), un mejunje con etiqueta de vino y un ramito de flores. Todavía le sobraban unos cuantos mil— réis de los que habían reunido los colegas más íntimos, que, conocedores del caso y solidarizados, se habían juntado para financiar su fuga y su amor. Para ellos Vadinho era un machazo.
La estimada señora casi se muere del susto cuando él invadió el hogar, en momentos en que el marido, en la otra sala, se escarbaba los dientes y leía los diarios. Ella, indignada, le dijo que estaba loco. No era una aventurera, no iba a dejar la casa, el esposo y el hijo, su comodidad y su posición social, e irse a vivir como manceba de una criatura en la miseria y en la deshonra. Vadinho no estaba en su sano juicio, debía volver al colegio, donde quizá no habían advertido su escapada, y el próximo domingo de visitas, ¡ah!, ella le prometía...
Las promesas no lograron calmarlo, estaba lleno de ira, se sentía vejado, burlado. Sin tener en cuenta la proximidad de los cuernos del comerciante, agarró a madame por la larga y oxigenada cabellera, le dio unos bofetones y la insultó y armó un jaleo de tales proporciones que no tardaron en presentarse, en agitada concurrencia, no sólo el marido y los criados, sino también los vecinos del elegante Largo da Graca. Vadinho declaró después que aquel día se había hecho hombre. Un hombre escarmentado para siempre.
Fue así cómo, de mano del escándalo, entró en la vida nocturna de la ciudad, siendo un jovencito de diecisiete años con el que simpatizó Anacreon, un timbero famoso, jugador de fino estilo. Nadie más autorizado para revelar al mozo inexperto las sutilezas y matices de la ronda, del veintiuno, del bacará y del póker, e introducirlo en las dialécticas de las mesas de ruleta y en la mística de los dados; pues Anacreon no sólo era competente, era asimismo un corazón leal, que miraba de frente a la vida, y un tanto quijotesco. Con el padre tuvo un breve encuentro, negándose él a volver al internado y el ruin Guimaráes a darle su bendición y cualquier clase de ayuda financiera: «no tenía recursos para alimentar a revoltosos». Desde que contaba con la fortuna de la mujer se había vuelto mezquino y moralista. Además, a esa altura de su vida, en que su nombre aparecía en las notas de sociedad, le asaltaban serias dudas con respecto a la paternidad de Vadinho. ¿Sería verdaderamente hijo suyo? La finada Valdete lo había acusado, entre besos, de haberla desflorado y embarazado. Pero ¿es la palabra de una criada un documento que merezca crédito? Jamás conoció a otro hombre, habían manifestado sus llorosas amigas, junto al cadáver de ella. Pero la palabra de las otras domésticas, que no tenían dónde caerse muertas, ¿puede constituir una prueba, cualquiera sea la cosa de que se trate? Hacía tanto tiempo que sucediera todo eso..., cuando era un adolescente irresponsable, un atolondrado... Quizá fuese hijo suyo, quizá no lo fuese. ¿Quién podía presentar una prueba? ¿Cómo estar seguro? De lo que no cabía duda es de que se trataba de un hijo de puta de los peores: un mocoso y ya intentaba «forzar a una honesta señora, madre de un condiscípulo en cuya casa fuera recibido como un hijo...». El tal padre de Vadinho era un Guimaráes de la «rama podrida», como decía Chimbo; no había heredado el ímpetu y la generosidad de la familia.
Vadinho no volvió a sentir nunca, desde entonces, el perfume de un sentimiento familiar, ni volvió a tener nunca un afecto complejo y profundo. Su vida sentimental, rica y variada, pues sus múltiples amantes eran de las más diversas edades, posiciones sociales y color, había transcurrido principalmente en los burdeles y en los cabarets: metido entre rameras y concubinatos pasajeros, además de unas pocas aventuras con mujeres casadas, sin que ninguno de estos lazos tuviera la fuerza del amor. Jamás un encamotamiento le hizo sentir más plena y voluminosa la vida, y nunca una ausencia o una riña, el final de un asunto, lo volvió gris, vacío, suicida. Se desplazaba hacia otro cuerpo de mujer del mismo modo que cambiaba de mesa en la sala de juego cuando el 17, su número, le fallaba.
El encuentro con Flor en la fiesta del mayor volvió a encender en él, de repente, aquella antigua necesidad de hogar, de mesa puesta, de cama con sábanas limpias. Ni siquiera tenía domicilio estable, iba de una pensión barata en otra, mudándose cada mes por falta de pago. ¿Cómo iba a desperdiciar dinero en alquileres cuando le quedaba tan poco para el juego?
Flor traía un nuevo sabor a su vida, una quietud, una placidez, un sabor a ternura familiar:
—Me gustas porque eres mansa como un bichito, mi bien...
Lo había seducido al punto de estar dispuesto a soportar a la madre. ¡Qué vieja terrible y cargosa, ridícula y absurda! Amaba la sencillez de la muchacha, su dulcedumbre, su alegría sosegada y su compostura. Si bien luchaba diariamente para derribar su resistencia y quebrar su castidad, sentíase, sin embargo, contento y orgulloso de que ella fuera así, recatada y seria. Porque sólo a él correspondía el domar ese recato, convertir en placer ese pudor. Los amigos de Vadinho descubrían un nuevo brillo en sus ojos cuando de pronto se quedaba inmóvil ante la ruleta, soñador, olvidándose de poner una ficha.
Los íntimos como Mirandáo ya no se sorprendieron cuando en carnaval lo vieron integrando el conjunto de los «Alegres Gazeteiros» organizado por las familias de Río Vermelho, con figurines del tío Porto, en el que las muchachas y los muchachos disfrazados de vendedores de diarios voceaban el Diario de Bahía, el Diario de Noticias y O Imparcial. Un carnaval de confeti y mamáe— sacode, de serpentinas y canciones, en que el pomo de perfume era para mojar a las muchachas cortejadas y no para olerlo. Un carnaval sin cachaca. Lo opuesto a los carnavales de Vadinho, que transcurrían, ininterrumpidamente, de sábado a miércoles, en una sola borrachera continua, que duraba los cuatro días, integrando comparsas de máscaras, entre prostitutas y bailando en medio de la calle, con bebida a granel. Al término de cada una de las noches se caía de borracho en un tugurio cualquiera de la zona.
«Mira quién va allá, en aquella comparsa, con un pandero..., es Vadinho..., en una comparsa, ¡quién lo diría!», exclamaban admirados los conocidos, acostumbrados a verlo en pleno relajo durante las juergas de carnaval. Allí estaba, al lado de su Flor, cubriéndola de confeti y de ternura.
Pero eso no le impedía chapalear en los más bajos basurales e ingerir una cachaca absurda, después de haberse despedido de Flor a medianoche. Se iba derecho al Tabaris, al Meia— Luz, al Flozó. El lunes, con el pretexto de un trabajo urgente en Palacio, se fue a las diez de la noche. No podía llegar tarde al gran baile de la Gafieira do Pingúelo, al que Andreza y otras soberbias morenas iban disfrazadas de damas de la corte de María Antonieta, con vestidos de satén y terciopelo y albas cabelleras de algodón.
Ni siquiera en los momentos cumbres de la pasión, los de mayor dulzura familiar, los de pensamientos más hogareños, imaginó Vadinho cambiar su vida, modificarla, adquirir nuevos hábitos, regenerarse, Mirandáo amenazaba con hacerlo de cuando en cuando:
—Hermano, voy a regenerarme... De mañana en adelante...
Vadinho nunca habló de eso. Amaba a Flor apasionadamente y proyectaba casarse con ella, pero ni aun así estaba dispuesto a rehuir sus solemnes compromisos: su juego y malandrinaje cotidianos, sus borracheras y jaleos, sus casinos y burdeles.
11
Mar de rosas, libres horizontes, azul cerúleo, la paz del mundo y su dulzura, Flor y Vadinho enamorados. Y súbitamente la borrasca, el temporal, el cielo encapotado, la guerra sin cuartel, la abominación, la prohibición cayendo sobre Flor y Vadinho.
Un tanto atribulado por sentirse culpable de los acontecimientos — ¿no había sido él quien comenzara a levantar aquel castillo de naipes, incapaz de resistir el soplo de la menor averiguación?—, Mirandáo, moralista con humos de filósofo, reflexionaba:
—Ya ves..., ¿qué garantía puede tener uno? Ninguna... Hasta un motor de camión, cuando se adquiere, tiene garantía por seis meses... Y en cambio cuando uno piensa que está instalado firmemente en la vida, que las cosas al fin se ordenaron, ahí mismo se desmorona todo, el santo cae de las andas y se convierte en basura...
Opinaba Mirandáo que Vadinho había caído de las andas en que lo había colocado, como a un santo, y que el santo se había transformado ahora en basura, siendo sus restos esparcidos por el muladar. No había remiendo que pudiera restaurar su buen concepto ante doña Rozilda, en su nueva situación de «dimitente al puesto de oficial del gabinete». El concepto formado sobre él, por lo demás, estaba igualmente comprometido ante Flor..., ¿cómo iba a aceptar al cuentero que la había embaucado? Mirandáo conocía esas personas mansas y suaves: cuando sienten que se abusó de su confianza surgen en ellas la obstinación y el orgullo y ya no dan marcha atrás.
—Cuando se encabritan no hay nada que hacer... — concluía con pesimismo.
¡Vil, ordinario, abyecto, infame sujeto!: para doña Rozilda el idioma era pobre en expresiones suficientemente varoniles y enérgicas como para rotular a un espécimen humano tan bajo... que todavía en la víspera era el pretendiente ideal, un santo llevado en andas, todo adornado de alabanzas. Su hija se podía casar hasta con un guardia de la policía, o con un criminal ya sentenciado por el juez, cumpliendo su pena en la cárcel, pero jamás con ese miserable canalla. Habiendo recogido en las vecindades del Alvo estas crudas opiniones, Mirandáo meneaba la cabeza, apesadumbrado y realista: si Vadinho pensaba seguir el cortejo es porque no entendía nada de mujeres. Él, siempre tan listo, ahora, cegado por la pasión, no se daba cuenta de la realidad: todo se había enculado. Y el afligido Mirandáo, para poder sobrellevar tanta conmoción, pidió otro trago al mozo del Bar Triunfo.
A Vadinho le importaba poco restaurar su crédito ante doña Rozilda, aplacar la furia de esa vieja de todos los diablos, un pellejo intolerable, un purgante. Pero no estaba dispuesto a romper con Flor, a perder su apacible risa, su quieta ternura, su entrecortado suspirar. Por el contrario, ahora había decidido casarse con ella. Porque finalmente, de todo aquello, lo único serio era el cariño, la comprensión, el quererse de verdad, el amor de los dos: el resto no pasaba de ser una broma absurda. ¿Quién le gustaba a Flor? ¿Él, Vadinho, su persona, o el cargo inventado, el cargo que no ejercía, el dinero que no tenía?
De toda esa historia sólo había una cosa que lo disgustaba: el haber sido desenmascarado por Celia, su protegida, aquella patizamba que ahora era maestra gracias a su intercesión. Ella era quien había armado todo ese barullo y desenredado el ovillo, denunciándolo a doña Rozilda.
«¿Órdenes de arriba?» Ese estafador no había subido nunca ni siquiera las escaleras de Palacio; el único palacio que él conocía, y ése lo conocía bien, era el Pálace, antro de juego y perdición, así como de mujeres de la vida... ¿Influencia? A no ser en las calles de la más baja prostitución, con las pupilas y los estafadores. «¿Miembro del Gabinete del gobernador?» Si se atreviera a entrar en el despacho del gobernador, lo prendían en el acto y lo llevaban a la gayola. «¿Su nombramiento de maestra? Era mejor no pensar en eso, ¿cómo se puede saber de qué enredos y maquinaciones es capaz ese embaucador?»
Pero... ¿cómo Celia, insignificante maestra primaria, había descubierto esa red de engaños, desmenuzando todos los detalles de la farsa, no dejando quedar ni siquiera una sombra de duda, un puede— ser— quién— sabe al cual pudiera agarrarse doña Rozilda, náufraga en el mar de la sucia existencia? ¿Por qué semejante empeño en desenmascarar y denunciar al trapisondista, al seductorzuelo?
Vadinho se sorprendió de sentirse herido:
—Y mira quién... Yo no le hice ningún mal a esa muchacha, al contrario...
Quizá por eso mismo. Cuando Vadinho le consiguió el empleo, Celia se sintió al mismo tiempo agradecida y ofendida. En el fondo, no le perdonaba haberse engañado con respecto a él, y que no fuese el gigoló presentido por su olfato de resentida, de malvada: su existencia miserable la había vuelto envidiosa y ruin. Cada día estaba menos agradecida y más ofendida..., aquel individuo no acababa de convencerla... Hasta que por casualidad le dieron una pista. Entonces escarbó y removió cielo y tierra para descubrir, minuciosamente, la trama de mentiras iniciada por Mirandáo en casa del mayor, y de cuyo desarrollo era más responsable la vida que el mismo Vadinho. Una vez reconstruidos los capítulos de aquel imaginario folletín, Celia se sintió recompensada: a ella no se la engañaba así como así, tenía ojo y olfato: para embaucarla a ella hacía falta algo más que conseguirle empleo, nombramiento y posesión del cargo. Satisfecha, feliz con su vileza, ya no le pesaba la pierna coja al subir los peldaños que conducían al primer piso, en el que doña Rozilda y Flor estaban cosiendo para el ajuar. «Ese figurín no pasa de ser un miserable gigoló; ella, Celia, nunca lo había dudado.» Su roñoso semblante resplandecía; pocas veces se había sentido tan contenta: mucha gente iba a llorar ese día, y maldecir al diablo, y crujir los dientes. ¿Y hay en el mundo algo tan espléndido y excitante, un espectáculo que se pueda comparar al del sufrimiento ajeno? Para Celia no existía nada igual. Jamás un hombre había mirado su cuerpo con ojos de deseo; nunca le había sonreído alguien con amor, y los niños de la escuela le tenían miedo, le huían.
Doña Rozilda, convulsionada, quería matar y morir, y gemía pidiendo un vaso de agua. Flor no le dio alguna importancia, no hizo caso a sus ayes, dedicándose a Celia:
—¡Fuera de aquí, perra, no vuelva más...!
—¿Yo, Flor? ¿Hablas en serio? ¿Por qué?
—Aunque él fuera lo que usted dice, usted no debía venir con chismes, él le consiguió empleo... Lo que usted debiera hacer es ocultar todo lo que supiera en contra de él; estaba muriéndose de hambre y él le buscó el puesto...
—¿Y cómo sé yo si fue él?... ¿Quién lo vio? Para mí que la carta del padre Barbosa...
Flor casi no levantaba la voz, pero sus palabras escupían ira y desprecio:
—Fuera de aquí, antes de que yo le enseñe a no meterse en la vida de los otros, perra vagabunda.
—Pues quédate con él, que te haga buen provecho; verdaderamente tú naciste para descarada.
Y bajó las escaleras clamando contra la ingratitud humana.
Guerra, sí. ¿Qué otra palabra, qué otra definición usar? Y guerra sin misericordia. La guerra entre doña Rozilda y Flor tuvo principio allí mismo, en aquel mismo instante. Al sonar el portazo en la cara de Celia, doña Rozilda dejó de quejarse, abandonó su desmayo y gritó llamando a la maestra. Quería continuar hablando sobre Vadinho, revolviendo la herida:
—¡Celia! ¡Celia! No te vayas... Flor dijo, con voz cortante:
—Acabo de echarla...
—Ella vino a hacerte un favor y tú la expulsas en vez de agradecérselo.
—Esa intrigante no vuelve a poner más los pies aquí...
—¿Desde cuándo mandas tú en esta casa?
—Si ella entra, yo me voy...
Mirandáo había acertado al dar por supuesto el poco crédito de Vadinho con doña Rozilda. Pero se equivocó, y totalmente, en cuanto a la reacción de Flor. Naturalmente, no estaba contenta, había sufrido una desilusión..., este Vadinho sin cabeza..., ¿para qué esas mentiras? Sin embargo, en ningún momento pensó romper con él, en dar por terminada la relación. Lo amaba, trayéndole sin cuidado su oficio o su empleo, su posición social, su importancia en la política.
Así se lo dijo cuando, desafiando las órdenes de doña Rozilda, salió a conversar con él en una esquina próxima. Escuchó y aceptó sus explicaciones, derramando algunas lágrimas... «Loco, no tienes juicio, mi tonto lindo.» Entonces, por primera vez, le habló él de amor, de cómo la quería y deseaba, hambriento y anhelante..., y la quería y deseaba como esposa. Y esto, para Flor, compensó todo el enojo, toda la pena que le causara al mentirle y engañarla sin necesidad.
Tendrían que tener paciencia y esperar, le dijo Flor. Por lo menos los diez meses que faltaban para que ella cumpliera los veintiún años; todavía era menor y dependía de la madre. Y que Vadinho ni pensara en obtener el consentimiento de doña Rozilda... Nunca había visto a la madre tan exaltada y furiosa. Ni siquiera iba a ser fácil encontrarse; tenía que hallar la manera de verse sin que su madre lo sospechara. El festejo, ese festejo con tantas facilidades, tan bien aceptado y apadrinado por doña Rozilda, pasaba ahora a los subsuelos de la ilegalidad, estaba prohibido definitivamente: la cotización de Vadinho en la Ladeira do Alvo no valía ni un poco de polvo de la calle. Vadinho le enjugó con sus besos las lágrimas, allí mismo, sin importarle la gente que pasaba.
Doña Rozilda la esperaba bufando, empuñando el rebenque, un pedazo de cuero crudo para castigar a los animales y a los hijos desobedientes. Hacía mucho que no lo usaba; el que más lo había padecido era Héctor, estudiante relapso. Rosalía también había llevado algunos rebencazos. Y Flor algunas zurras, cuando chica. Colgado en la pared del comedor, caído en desuso, el primitivo látigo sólo servía ya como símbolo de cruel autoridad materna. En cuanto Flor traspuso la puerta, doña Rozilda levantó el rebenque; el primer chicotazo le cayó sobre el cuello y la nuca, dejándole un cardenal, marca de guerra que iba a tardar más de una semana en desaparecer.
Aguantó sin llorar, cubriéndose la cara con las manos, reafirmando su amor. «Mientras yo esté viva no te vas a casar con él», rugía doña Rozilda. Al día siguiente, Flor casi no pudo levantarse; tenía todo el cuerpo lastimado y la mancha roja seguía en el cuello. Toda la Ladeira comentaba los sucesos; la negra Juventina, soberana en su ventanal, distribuía los detalles, y el doctor Carlos Passos criticaba los métodos educacionales de doña Rozilda, si bien no le negaba razones para estar disgustada y furiosa.
Vadinho se presentó a la hora acostumbrada; el primer piso estaba totalmente cerrado, el balcón vacío, la puerta de la escalera cerrada y atrancada. La ventana del cuarto de Flor daba sobre la calle transversal y por entre las persianas salían rayos de luz. Pronto encontró quien le contase la paliza de la víspera; según las comadres, Flor, presa en el cuarto, encerrada con llave, suspiraba.
Vadinho estuvo de acuerdo con la negra Juventina, cuando la manceba de Antenor Lima calificó a doña Rozilda con retórica exactitud: «Una hiena bestial, eso es lo que es ella, don Vadinho.» Éste oyó las noticias en silencio, dijo hasta luego y se fue.
Pasada la medianoche volvió, para hacer abrir todas las ventanas a la redonda y despertar la Ladeira y las calles próximas con la más dulce de las serenatas, una serenata tan dulce y apasionada como pocas veces hasta hoy se habrán hecho en ésta o en cualquier otra ciudad. Quienes la oyeron, conservan su recuerdo imperecedero en los oídos y en el corazón.
También... ¡cómo para no ser así! Vadinho logró juntar en homenaje a Flor lo mejor que había. Llevó al flacucho Carlinhos Mascarenhas, el guitarrillo de oro, a quien fuera a buscar el burdel de Carla, en el confortable lecho de Marianinha PenteIhuda. Al violín estaba la figura popular de Edgar Coco, el nonplus— ultra, otro igual sólo en Río de Janeiro o en el extranjero podría encontrarse. Tocaba la flauta — ¡y con cuánta maestría!— el licenciado en derecho Walter da Silveira. Vadinho lo había arrancado de sus libros, pues acababa de licenciarse y se preparaba para hacer oposiciones a juez; de allí a poco, ya magistrado meritísimo, no volvería a exhibir más en público su flauta insigne, privando a las musas de un celestial deleite. Punteaba la guitarra un mozo querido de todos por su educación y alegría, sus maneras humildes e hidalgas a un tiempo, su competencia en la bebida, su finura de trato, y desde luego, por su música: por la calidad única de su arte, que sólo él tenía y nadie más, así como por su voz entre misteriosa y picara. Un retado. Había comenzado a tocar y cantar en la radio y ya lo coronaba el éxito. Se citaba su nombre, Dorival Caymmi, y los íntimos exaltaban sus composiciones inéditas; el día en que se difundieran, el moreno se iba a hacer famoso. Era amigo entrañable de Vadinho, habían tomado juntos los primeros tragos y juntos transitado las primeras madrugadas. De reserva habían traído a Jenner Augusto, pálido cantor de cabaret, y de yapa a Mirandáo, ya borracho.
Se detuvieron unos minutos al pie de la Ladeira; el violín de Edgard Coco sollozó los primeros acordes, estremecedores. Le siguieron el guitarrillo, la flauta, la guitarra. Y Caymmi rompió a cantar, en dúo grande, y su pasión contrariada: mostraba su deseo de desagraviar a su enamorada, aliviar sus tristezas, hacer apacible su sueño, traerle el consuelo de la música, prueba de su amor:
Noche alta, cielo risueño,
la quietud es casi un sueño.
Sobre la selva la luna
va cayendo como una
lluvia de raro esplendor...
Pero tú duermes, no escuchas
a tu cantor...
La modinha de Cándido das Neves subía por la Ladeira más aprisa que ellos e iban apareciendo rostros curiosos que se demoraban en las ventanas, presos del hechizo de la música, de la voz de Caymmi. La negra Juventina daba palmadas aplaudiendo, pues era del bando de Flor y Vadinho, y le volvían loca las serenatas. Algunos despertaban con rabia, con la intención de protestar, pero la dulzura de la canción los vencía y se adormecían oyendo la llamada del amor. El doctor Carlos Passos fue uno de ellos: saltó de la cama, lleno de ira asesina; sus días eran atareados, pues comenzaba en el hospital a las seis de la mañana y a veces no volvía a su casa hasta las nueve de la noche. Pero entre el dormitorio y la ventana su ira se fue aplacando, y comenzó a tararear la melodía, poniéndose de bruces sobre el antepecho para escuchar con más comodidad.
Manda, luna, tu luz plateada
para que así se despierte mi amada...
Ahora estaban parados bajo la luz de un farol, justo en la esquina de enfrente de la casa de Flor. Vadinho se había adelantado un poco al grupo para que le diese mejor la luz del foco eléctrico y ser más fácilmente visto por la joven. Los sones de la flauta del doctor Silveira ascendían por el muro, los ayes del guitarrillo penetraban por el balcón, el violín de Edgard Coco abría las ventanas del cuarto de la moza e iba a sacarla de la cama con un estremecimiento. «¡Dios del cielo, es Vadinho!» Corrió a la ventana, levantó la persiana y allí estaba él bajo la luz, los cabellos rubios, los brazos alzados:
Quiero matar mis deseos,
sofocarla con mis besos...
Fueron llegando algunos noctámbulos, que se detuvieron a escuchar. Cazuza Embudo salió vestido con un viejo pijama, atraído por la música y por la posibilidad de que los rondadores tuvieran una botella. Doña Rozilda apareció en el balcón del primer piso, surgiendo de la oscuridad, y su cólera cortó la música y el poema:
—¡Vagos! ¡Atorrantes!
Pero la canción era más alta que sus gritos, la voz de Caymmi subía hacia las estrellas:
Canto...
y la mujer que yo amo tanto
no me escucha, está durmiendo...,
¿De dónde había sacado Flor aquella rosa que de tan roja parecía negra? Vadinho la recogió en el aire. Noche romántica, de enamorados, la luna amarilla en el cielo, el olor a romero, toda la ladera cantando en coro para Flor, presa en su cuarto:
Allá en lo alto la luna esquiva
está en el cielo tan pensativa
y tan serenas las estrellas...
Y desembocaba doña Rozilda en la puerta de calle, abriéndola de par en par, el rodete deshecho, envuelta en una bata ajada y en su odio. Se enfrentó al grupo, subiéndole una oleada de furia:
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! — gritaba desesperada—. O llamo a la policía, voy a quejarme a la comisaría, ¡perros!
Tan inesperada y violenta aparición hizo que por un instante ellos perdieran el aplomo y suspendieran el canto. Doña Rozilda se irguió victoriosa en medio del silencio de la calle:
—¡Fuera!, ¡carnada de cachorros, fuera!
Pero fue sólo un instante. En seguida la flauta del doctor Silveira hizo oír una tonada que parecía una risa burlona, como el silbido de un mulato, una musiquita de juerga, intencionada:
laiá déjeme
subir por esa ladera...
Y entonces se vio a Vadinho avanzar en dirección a su futura suegra, y delante de ella, al son de la flauta, ejecutar con perfección y donaire, con un zapateo y un esguince del cuerpo, el paso del sirí-bocéta, el difícil y famoso paso del siri-bocéta. Sofocada, llena de pánico, sin voz, doña Rozilda reunió sus últimas fuerzas, que apenas le alcanzaron para huir escaleras arriba.
Y la serenata reconquistó la noche y la calle, prosiguiendo rumbo a la madrugada. Los noctámbulos, más o menos bebidos, reforzaron el coro. El guardia nocturno apareció de ronda por allí y se quedó a escuchar y aplaudir, y surgió la botella presentida por Cazuza Embudo. El repertorio era vasto. Cantaron Vadinho y Caymmi; cantó Jenner Augusto; cantó el doctor Walter con voz profunda de bajo... y cantó el guardia de ronda, pues su sueño era cantar en la radio. La calle entera cantaba en la serenata a Flor, reclinada en la alta ventana, vestida de volados y encajes, bañada por la luna. Abajo, Vadinho, galante caballero, en la mano la rosa que de tan roja parecía negra. La rosa de su amor.
12
En el hogar y en el cariño de tía Lita y de su marido Thales Porto, en Río Vermelho, buscó y obtuvo refugio la perseguida Flor cuando huyó de su casa para casarse con Vadinho.
Porto, sin mucho entusiasmo: no quería complicaciones con doña Rozilda, mujer de armas tomar y capaz de cualquier cosa; era un hombre que quería vivir tranquilo. Tranquilo en su rincón, con su pequeño empleo y su manía de pintar. En las vacaciones pasadas la cuñada ya los había acusado a él y doña Lita de oponerse al festejo de la sobrina, cuando ella aún le atribuía a Vadinho un mar de virtudes, cuando el joven era para ella un dios— salvador, un niño— Jesús, sin que le faltara para ser santo de iglesia nada más que la aureola. Tonta metida a sabihonda, engreída, llena de tirrias y enconos: eso era doña Rozilda. Y Porto no quería camorra con mujer tan turbia y petulante. Pero ¿qué hacer, si Flor se había presentado despeinada, envuelta en llanto, trayendo como escolta a un Vadinho serio y solemne, muy consciente de su responsabilidad? Venían a confesar lo irremediable; él le había destapado las vergüenzas, le había comido la breva, era preciso que se casaran. Lo quisiera o no doña Rozilda, con o sin mayoría de edad, tenían que casarse. Flor había dejado de ser una joven virgen y ahora sólo el matrimonio podría restituirle la honra que él le había robado.
Flor, llorando desenfrenadamente, pedía perdón a los tíos. Si había llegado a tanto, despreciando los rígidos principios familiares, venciendo el miedo y el pudor, entregando su virginidad al pertinaz inspector de jardines, la única culpable verdadera era doña Rozilda, con sus trapisondas y su intransigencia, prohibiéndole cualquier contacto con el enamorado, encerrándola en la casa, como si ella, una mujer hecha, a la que le faltaba poco para ser mayor de edad, fuese una criatura. Hasta la había pegado. ¿Quién podía soportar tanto aborrecimiento? Al fin y al cabo Vadinho no era ningún degenerado, ningún facineroso, ningún forajido, ningún cangaceiro de la banda de Limpiáo; tampoco ella tenía quince años; no era una ingenua ignorante de las cosas de la vida.
Los gastos de la casa, ¿acaso no corrían por cuenta de Flor, que pagaba el alquiler y la comida? Poca era la contribución de la madre, ya que desde que no estaba Rosalía el taller de costura sólo recibía algún que otro encargo. En cambio, la Escuela de Cocina había progresado y de ella vivían la hija y la madre.
Entonces ¿por qué se arrogaba doña Rozilda el derecho a resolver ella sólita, a condenar sin apelación, negándose a oír a las personas sensatas, como tía Lita, don Antenor Lima y el mismo doctor Luis Henrique, padrino de Héctor, cuya opinión siempre había acatado antes? En esta ocasión había rechazado con energía los consejos del doctor. Thales Porto meneaba la cabeza: la parienta había perdido totalmente el sentido.
Ni Flor ni Vadinho podían soportar tal situación. Para el muchacho el caso se había transformado en una definitiva y emocionante apuesta. Como en la ruleta o en los dados, frente al azar. Deseaba a Flor y ese deseo lo dominaba totalmente, de la cabeza a los pies, turbándole la razón como si no existiera otra mujer en el mundo, como si ella — con su cuerpo regordete y sus mejillas redondas— fuese la más bella y apetecible hembra de Bahía, la única capaz de saciar su hambre y su sed, la única que podía remediar su soledad. «No, nunca, jamás, mientras yo tenga vida», repetía doña Rozilda, rechazando las renovadas propuestas de casamiento de Vadinho, transmitidas por parientes y amigos.
La propia tía Lita había intervenido días antes, como recordaba Flor. Y la otra había salido con una letanía de maldiciones, poco menos que a pedradas:
—Mientras Dios me dé vida y salud ese canalla no se casa con mi hija. No es que ella merezca tantas preocupaciones, es una sonsa, una ingrata, nació para esclava. Pero yo no lo consentiré, mientras dependa de mí. Prefiero verla muerta antes que casada con ese vagabundo.
Lita había discutido tratando de convencer a la hermana y romper ese muro de odio: el amor hacía milagros, ¿por qué no confiar en la regeneración de Vadinho? Doña Rozilda gruñía, acusadora:
—Basta con el disgusto que tú diste a tu familia cuando te casaste con Porto. Después él se compuso..., pero ¿y si no se compusiera? ¿Si hubiese seguido siendo un desvergonzado toda la vida?
Decía desvergonzado acentuando todas sus letras, haciendo que la palabra estuviese más cargada de vicio y de culpa.
Se refería al pasado de Porto, cuya juventud había transcurrido en los medios teatrales de Río de Janeiro haciendo excursiones por el interior del país, pero sin detenerse en las ciudades, como escenógrafo y coreógrafo de compañías de la legua; habiendo sido también, forzado por las circunstancias, actor y apuntador, director y dibujante de figurines. Después del casamiento sentó cabeza, obteniendo empleo en Bahía. De su vida en las candilejas sólo quedaba un álbum de recortes y un puñado de anécdotas. No perdía ocasión de mostrar el álbum y contar las anécdotas.
—¿Y no fue un acierto? — contestaba doña Lita, en el fondo orgullosa del pasado bohemio del marido—. ¿Conoces otro matrimonio más feliz? Además no tengo ninguna vergüenza de su trabajo en el teatro. No robaba a nadie, ni engañaba a nadie, ni desfloraba doncellas...
—¿Y cómo iba a desflorarlas si eran todas meretrices, si tenían todas el traste roto? ¿Dónde iba a encontrar una doncella? Las ganas no le faltarían, no era trigo limpio.
Aunque era amable y bondadosa, en cierto sentido lo contrario de la hermana, doña Lita no soportaba, sin embargo, que se ofendiese al esposo, y, si la espoleaban, se le subía la sangre a la cabeza:
—Haz el favor de meter tu lengua en el trasero y no hablar mal de mi marido, que no vine aquí para oír tus insultos...
Doña Rozilda, obediente, se quedaba con el rabo entre las piernas, mascullando disculpas. Doña Lita era la única persona en el mundo por quien sentía respeto y estimación, y jamás reñía con ella.
—Vine aquí porque quiero mucho a Flor, como si fuera mi hija... ¿Por qué diablos no dejas que la chica se case? A ella le gusta el muchacho y él está loco por ella. ¿Porque él no es un todopoderoso como a ti se te metió en la cabeza que debía ser?
—Estás cansada de saber que yo no me metí nada en la cabeza; ellos abusan de mí, los miserables. — El recuerdo del monstruoso engaño la enfurecía—. ¿Sabes una cosa? Es mejor que des esta conversación por terminada. Con ese inservible no se casa ella mientras de mí dependa. Cuando tenga veintiún años, si todavía quiere, puede ir y desgraciarse. Antes, no la dejo y se acabó.
—Tú estás buscando sarna para rascarte... Ya verás...
Y así era, pues ante el fracaso de esta última embajadora, Flor resolvió oír la voz de la razón. O sea, los argumentos que le susurraba Vadinho intentando convencerla de que sólo había una solución práctica, viable, posible, y que al mismo tiempo era una tierna y dulce prueba de amor y confianza. Por último, se convenció y abrió las piernas, dejando que él la poseyera, como le suplicaba hacía tanto. Para decir toda la verdad, sin escamotear detalles (ni siquiera con la simpática intención de mantener íntegros a los ojos del público la inocencia y el recato de nuestra heroína, presentándola como una ingenua víctima del irresistible donjuán), debemos decir que Flor estaba loquita por dar, por dar y darse, y que el fuego le devoraba las entrañas y el pudor con incontenible llamarada. Un amigo adinerado, Mario Portugal, por entonces soltero y disipado, le prestó a Vadinho una escondida casita por el lado de Itapoá. En ella, la brisa desató los cabellos lisos y negros de Flor y el sol puso en ellos azulados reflejos. Entre el rumor de las olas y el vaivén del viento, él le fue sacando la ropa, pieza a pieza, beso a beso, mientras le decía, riendo, al tiempo que la desvestía y se apoderaba de ella:
—No sé yogar estando tapado, aunque sea sólo por la sábana, para cuanto demás vestido. ¿De qué te avergüenzas, mi bien? ¿No se casa la gente para eso mismo? Y aunque así no fuera, yogar es cosa de Dios, fue Él quien mandó que se yogara. «Id a yogar por ahí, hijos míos, id a hacer un nene», dijo Él, y fue una de las mejores cosas que dijo.
—Por lo que más quieras, Vadinho, no seas hereje...
Y Flor se envolvía en una colcha roja. Todo en aquel cuarto era excitante: en las paredes, cuadros de mujeres desnudas, reproducciones de dibujos en los que los faunos perseguían y violaban a las ninfas, y un espejo inmenso frente al lecho. El tal Mario era un viva la Virgen, y había creado una atmósfera pecaminosa, con perfumes en el tocador y bebidas heladas. Flor sentía que un escalofrío le recorría el vientre.
—Si Él quisiera que uno no yogase, iba y hacía a todo el mundo capado y los nenes nacerían huérfanos de padre y madre... No seas tonta, deja esa colcha...
Levantó la tela roja y Flor floreció en la blancura de la sábana. Vadinho exclamó con alegre sorpresa:
—Pero la tienes pelada, mi bien, casi pelada... ¡Qué cosa loca y más linda...!
—¡Vadinho...!
Él le cubrió las vergüenzas con su cuerpo y ella cerró los ojos. Estalló el aleluya sobre el mar de Itapoá; llegó la brisa en los ayes del amor, y, en un silencio de peces y sirenas, la voz jadeante de Flor en aleluya. En el mar y en la tierra, aleluya; en el cielo y en el infierno, ¡aleluya!
Aquel día por la mañana Flor había salido a ayudar a doña Magá Paternostro, la ricacha que fuera alumna suya, a preparar un almuerzo de cumpleaños, una comilona para más de cincuenta personas, además de dulces y salados para la tarde. De allí salió para encontrarse con Vadinho... y sucedió lo que tenía que suceder. Doña Rozilda la imaginaba en la cocina de doña Magá y ella estaba perneando con Vadinho en Itapoá.
Desde aquel día la vida de Flor fue un puro inventar pretextos para volver a ir con Vadinho a la casita de la playa. Recurría a las amigas y a las alumnas: «Si mamá pregunta si salí contigo, dile que sí.» Y así lo hacían, pues todas le tenían cariño y muchas eran simpatizantes activas de su causa. Después de la clase, alguna de ellas anunciaba:
—Voy a invitar a Flor a la matinée, la pobre necesita olvidar...
Y parecía estar olvidado, pensaba con alivio doña Rozilda. En los últimos tiempos Flor ya no ponía cara ceñuda, y había desistido de permanecer encerrada en el dormitorio a la espera de ver aparecer al sinvergüenza en la calle para asomarse ostensivamente a la ventana, en abierta provocación, mientras el no— sé— cómo— llamarle se demoraba conversando en la puerta de la negra Juventina.
Esa peste y otras descaradas de la vecindad hacían de alcahuetas de los enamorados, de correveidiles. Doña Rozilda les tenía ojeriza, algún día se las iban a pagar con intereses. Desde su ventana, Flor le tiraba cartas y le mandaba besos con la punta de los dedos. Hasta que doña Rozilda perdía la cabeza y explotaba en denuestos contra la hija y el festejante, mientras el muy cínico se reía en la esquina.
En los últimos días, no obstante, doña Rozilda percibió señales de mudanza. La actitud de Flor ya no era la misma, ya no cantaba modinhas tristes ni tenía siempre en la boca el asqueroso nombre del galán y él, incluso, dejó de aparecer por la calle. Flor volvió a sonreír, a dar los buenos días, a responder cuando doña Rozilda le dirigía la palabra.
En la Baixa dos Sapateiros, la eventual amiga le recomendaba al despedirse:
—¡Juicio, hein! — y se reía con aire de complicidad.
También se reían Flor y Vadinho; se zambullían en un taxi — siempre el mismo, propiedad de Cígano, chófer de plaza y viejo amigo del mozo— y partían a toda velocidad rumbo a Itapoá con las manos entrelazadas, robándose besos por el camino. Cígano los iba a buscar de vuelta al llegar el crepúsculo y regresaban, sin apuro, la cabeza de Flor reposando en el hombro de Vadinho, sus negros cabellos a merced de la brisa, y una lasitud, una ternura, un deseo de seguir juntos... ¿Por qué tenían que separarse?
Él, cada vez más exigente, clamaba por pasar una noche entera con ella. Ya no le bastaba con tenerla junto a sí y poseerla; quería adormecerse al ritmo de su respiración, dormir en la vecindad de su sueño. También Flor deseaba esa noche íntegra, esa posesión más allá de los límites del reloj, de las horas contadas y cada vez más breves para su anhelo.
—Pero... — le dijo una tarde, cuando él insistió— si yo pasara la noche fuera ya no podría volver a casa...
—¿Y para qué volver? Nos unimos y se acabó. Lo que pasa es que tú no quieres resolver las cosas de una vez, no sé por qué...
—¿Y adonde voy a ir hasta que nos casemos?
Acordaron que iría a vivir con los tíos Lita y Porto, a la casa de Río Vermelho, que era un segundo hogar para Flor. Una vez decidido esto, ella, al día siguiente, después de la clase, se encerró en su cuarto, juntó sus cosas y llenó dos maletas y un baúl. Después cerró la puerta y se fue, diciendo que iba al Mercado de Yansá, en la Baixa dos Sapateiros. Allí la esperaba Vadinho con el taxi. Y una vez más los llevó Cígano, pero no volvió a buscarlos hasta la mañana siguiente.
A una conocida que llegó en busca de novedades y costuras, doña Rozilda le dijo:
—Flor salió a hacer unas compras. Está al volver... Felizmente ya no habla más del tipo, está menos enojada...
—Acabará olvidando..., siempre es así...
—Tiene que olvidar, quiera o no quiera...
La visitante se quedó conversando; doña Rozilda le contó algo sobre una familia que acababa de instalarse en la ladera, gente de Amargosa.
—Bueno. Flor tarda en llegar, me voy. Recuerdos...
Y doña Rozilda se quedó sólita, esperando, al principio un tanto preocupada, más tarde inquieta, y al llegar la noche teniendo ya la certeza absoluta de que Flor había perdido la cabeza y se había ido de la casa. Con un cortaplumas forzó la cerradura del cuarto y vio las maletas hechas y el baúl repleto. La hipócrita la había engañado, comportándose como si hubiera roto con el canalla para poder salir, enloquecida, y desgraciarse. Doña Rozilda dejó la luz encendida toda la noche, el rebenque al alcance de la mano. ¡Ah, si tuviera el atrevimiento de volver...!
Cuando al día siguiente, antes del almuerzo, aparecieron la hermana y el cuñado — Porto no sabía dónde meter las manos—, hizo toda una escena, arrancándose los pelos, fuera de sí:
—No quiero saber nada... Aquí no entra una mujer perdida, el lugar de las putas es el burdel...
—Haz el favor de respetarme. Flor está en mi casa y mi casa no es un burdel. Si no te importa la felicidad de tu hija, es cosa tuya. A mí y a Thaes nos importa mucho. Vine para decirte que Flor se va a casar. Si quieres, el casamiento se hace aquí, para que todo esté correcto y en orden como debe ser. Si no quieres, se hace en mi casa y con mucho gusto...
—Las mujerzuelas no se casan, se arriman...
—Escucha, mujer...
De nada sirvieron la dialéctica de la tía Lita y la silenciosa presencia de tío Porto. Ni asistiría al casamiento ni daría su conformidad, que consiguieran una autorización del juez, si querían, revelando toda la tramoya, exhibiendo la deshonra de la ingrata. Que no contaran con ella para encubrir la trapisonda, para tapar el traspié de la desvergonzada.
Y al día siguiente se fue a Nazareth, en donde el hijo la recibió sin entusiasmo. Héctor también pensaba casarse y seguía soltero sólo porque el sueldo no le alcanzaba para el matrimonio. Pero estaba dispuesto a hacerlo en cuanto lo ascendieran y pudiera ahorrar algo. Ya tenía en vistas a una novia: una ex alumna de Flor, aquella de los ojos húmedos, llamada Celeste.
13
Camino del Sodré, yendo a ver una casa que se alquilaba, Flor se encontró con otra ex alumna suya, doña Norma Sampaio, digna señora, esposa de un comerciante de la Cidade Baixa, persona muy alegre y amiga de novedades, lindota, de cuya bondad natural y generoso corazón ya se dio antes noticia. Vivía en la vecindad.
La casa correspondía a las necesidades de Flor, pues servía para vivienda y escuela, y además era de un precio relativamente bajo. «Entonces considérese desde ya inquilina», le aseguró doña Norma. El propietario del inmueble era un conocido suyo y con toda seguridad le daría preferencia. Que lo dejase de su cuenta, que no se volviese a preocupar más.
Durante todo ese trance encontró en doña Norma comprensión y consuelo. La ex alumna se hizo cargo de los diversos problemas de la muchacha y contribuyó a su solución, resolviéndolos todos.
Para comenzar, levantó su abatida moral. Flor le hizo un minucioso relato de cuanto había pasado. A doña Norma le gustaba saborear los detalles, que no le vinieran con una historia contada a las carreras, saltando partes. Flor sufría al pensar que todo el mundo se había enterado de su mal paso («mal paso» era la expresión usada por la tía Lita, delicadamente), como si llevara el estigma de la mentira estampado en el rostro: una mujer sin vergüenza, que ya sabía cómo era un hombre y se fingía doncella soltera.
—Bueno, nena, deja de ser tonta... ¿Quién sabe que te entregaste? Cuatro o cinco personas, media docena como máximo, y se acabó... Si quisieras hasta podrías casarte con velo y guirnalda..., ¿quién iba a reclamar? Tu madre se fue de viaje; ella sí
que era capaz de venir a hacerte un escándalo a la puerta de la iglesia...
Flor no podía ocultar su vergüenza. Procedió mal, pero no le quedaba otro remedio. Para doña Norma todo ese horror se reducía a nada:
—Eso de dar algo antes de casarse sucede a cada dos por tres y entre las mejores familias, querida mía...
Y hacía desfilar un extenso y curioso noticiario, con consoladores ejemplos. La hija del doctor Fulano, ése de la Facultad, ¿no se había entregado a un amigo del novio en las vísperas del casamiento, rompiendo el compromiso, huyendo con el otro y casándose con él a las apuradas? ¿Y no pertenecía actualmente a la flor y nata de la sociedad, apareciendo su nombre en los diarios?: «Doña Zutana recibió a sus amigos..., etcétera...» Y aquella otra Fulanita, hija del juez, ¿no fue encontrada en el acto de entregarse a su novio — ésa por lo menos se entregaba al novio propio— por detrás del Farol da Barra? El guardián los sorprendió en flagrante delito, sólo que no los llevó a la policía porque el diligente caballero le dio una buena coima. Pero le mostró a medio mundo la bombacha de la pecadora, que por lo demás era una preciosidad de encaje negro. Sin embargo, a pesar de esa exhibición de sus ropas íntimas, ella no dejó de casarse con velo y guirnalda, y llevando un vestido de bodas bellísimo, pues la fulana tenía gusto y dinero. ¿Y aquella otra — cuyo padre era un matamoros que ni doña Rozilda le ganaba, y que tenía a las hijas en un puño, con unos retos tremendos, asustadas, presas en casa—, y que fue sorprendida en Ondina, en medio de la espesura, con un hombre casado, un compadre de sus padres? Después se casó con un pobre diablo y ahora se acostaba con todo el mundo a más no poder. «Cuanto más mejor», era su lema. Se daba a los solteros y a los casados, a los conocidos y a los desconocidos, a ricos y pobres. «Muchas mujeres, hija mía, sólo no se dan antes de casarse porque no saben que es tan bueno o porque el novio no lo pide. Finalmente, antes o después, ¿quieres decirme qué diferencia hay?» La amiga no sólo aminoraba su falta para darle ánimos, sino que la ayudó y dirigió en las compras indispensables para hacer habitable la casa, aconsejándola en la elección de muebles y utensilios. Entre ellos la cama de hierro con la cabecera y los pies forjados, comprada a Jorge Tarrap, negociante con tienda de antigüedades y cosas viejas en la calle Ruy Barbosa y, como no podía dejar de ser, amigo de doña Norma. Un buen sujeto, el tal Jorge; un sirio alto y colorado, casi apoplético, que al enterarse del casamiento de Flor en fecha cercana le dio de yapa, como regalo, media docena de copas para licor. Doña Norma contribuyó con un par de toallas de baño y de cara, toallas de Alagoa, de primera. Y le cedió por lo que le había costado hacía mucho, o sea, casi gratis, una sensacional colcha de raso azulhortensia con ramos de glicinas estampados en lila, un monumento de elegancia. Doña Norma la había llevado en el pomposo ajuar de sus propias bodas como su mejor gala, y era regalo de unos tíos residentes en Río. Pues bien, el maníaco de don Sampaio le había tomado tirria a la colcha; según él, el lindo azul— hortensia era un rojo fúnebre y consideraba que la prenda era un trapo que sólo servía para cubrir ataúdes. Por causa de la maldita colcha casi se pelean en la misma noche de bodas. Si ella, doña Norma, no hubiese estado aquel día muerta de curiosidad por lo que iba a pasar, habría reaccionado contra los gruñidos e insolencias de don Sampaio. Él no se había conformado hasta que no se guardó el cobertor, y para siempre. Nunca más volvió a usarse, estaba prácticamente sin estrenar, y en la calle Chile costaba un dineral.
Hablando de colchas: la única contribución de Vadinho al ajuar fue una colorida colcha de retazos. Era obra colectiva de las pupilas del burdel de Inácia, una mulata de cara picada por la viruela, la más joven madama de Bahía, pero no por eso la menos experimentada. De vez en cuando, Vadinho se hacía presente en su lecho, permaneciendo encamado en él durante días y aun semanas. No era culpa suya si su contribución era tan pequeña en proporción a los infinitos gastos a que hubo que hacer frente y en los cuales los ahorros de Flor, ahorros que representaban años de trabajo, fueron rápidamente consumidos. Mucho había deseado Vadinho hacerse cargo de todos los gastos o de su mayor parte y mucho se esforzó para lograrlo. Nunca lo habían visto los amigos tan nervioso y persistente en las mesas de ruleta. Pero el diecisiete — su número— no se daba: era como si hubiese sido retirado de la numeración. También lo intentó en el grande y en el chico, la ronda y en el bacará, pero la suerte arreciaba en contra, tenía una mala sombra de todos los diablos. Se esforzó hasta el punto de no quedarle a quién arrinconar para darle un sablazo, a quién pedirle prestado, viéndose obligado a recurrir a la propia novia, sacándole un billete de cien.
—No es posible que la mala suerte continúe, querida. Esta madrugada vengo con una carroza llena de dinero y te vas a comprar medio Bahía, sin olvidar una docena de botellas de champán para el día de casorio.
No trajo ni el dinero ni el champán. Estaba verdaderamente de mala suerte, ¿hasta cuándo iba a durar la mala racha?
Así pues, sólo hubo champán en el casamiento civil, que se hizo en casa de los tíos. Thales Porto abrió una botella y el juez brindó con los desposados y la familia. También fue sencillo y rápido el acto religioso, al que asistieron, además de tía Lita y tío Porto, sólo algunas amigas íntimas de Flor, don Antenor Lima y doña Norma, claro está. Doña Magá Paternostro, la millonaria, no pudo ir, pero por la mañana mandó una batería de cocina, ése sí que era un regalo útil. Por parte de Vadinho fue sólo el director del Departamento de Parques y Jardines de la Prefectura, al cual el remiso funcionario, tomando el matrimonio como pretexto, había sableado igual que a los colegas; también estaban Mirandáo y la esposa, una señora flaca y rubia, avejentada, y Chimbo. La presencia del delegado auxiliar motivó que Thales Porto comentase con doña Lita que no todo era cuento en la historia que habían tramado los dos pájaros para embaucar a doña Rozilda. Por lo menos el parentesco de Vadinho con el importante Guimaráes, por lo menos eso, no era inventado.
Celebró la ceremonia religiosa, gracias a un pedido de doña Norma, el capellán de Santa Tereza, don Clemente. Vadinho exhibió su llamativa elegancia de cabaret, y Flor estaba toda de azul, sonriente, los ojos bajos. Doña Norma no consiguió convencerla para que fuese de blanco, con velo y guirnalda: la boda no tuvo coraje. Mirandáo llevó las alianzas, conseguidas en préstamo sobre la hora. En la víspera se hizo una colecta en el Tabaris, juntando el dinero necesario para que Vadinho pagara los anillos, ya elegidos en la joyería de Renot. Media hora después el joven perdió hasta el último centavo en la casa de Tres Duques. Aun así, hubiera podido conseguirlas al fiado si las hubiese ido a buscar. El joyero, con toda su fama de experto, no conseguía resistirse a la labia del mozo, y más de una vez le había prestado dinero.
Pero, fatigado por la noche entera en blanco, Vadinho se quedó durmiendo toda la mañana, saliendo luego a toda prisa para Río Vermelho en el taxi de Cígano.
Cuando ya abandonaban la iglesia, surgió el banquero Celestino llevando en la mano un ramo de violetas. Lo presentaron a Flor, ahora doña Flor, como corresponde a una señora casada. El banquero le besó la mano y se disculpó por el retraso con que llegaba y que se debía a que acababa de recibir la noticia, ni siquiera tuvo tiempo de elegir un regalo. Discretamente, le puso un billete a Vadinho mientras los invitados, comenzando por Chimbo y don Clemente, se acercaban deseosos de presentar sus saludos al capitoste.
Los recién casados se despidieron en el patio del convento. Sólo doña Norma los acompañó hasta el nuevo domicilio, en cuya fachada ya estaba puesto el cartel de la Escuela de Cocina Sabor y Arte. En la puerta de la casa, doña Flor invitó a la vecina:
—Entre y conversamos un poco... Doña Norma se echó a reír con malicia:
—Ni que yo fuera una tarada... — y, apuntando a las nubes oscuras que había sobre el mar—: Está llegando la noche, es hora de dormir...
Vadinho estuvo de acuerdo:
—Habló poco y lo dijo todo, vecina. Aunque para ese asunto yo tengo buena disposición a cualquier hora, con sol o de noche, me es igual, y no cobro extra...
Y abrazando a doña Flor por la cintura se fue con ella por el pasillo, mientras iba desabrochándola y desvistiéndola apresuradamente.
Al llegar al dormitorio la echó sobre la colcha azul— hortensia, quitándole la combinación y la bombacha. Doña Flor quedó tendida en el lecho, desnuda. Las primeras sombras del crepúsculo sobre sus senos erguidos.
—¡Cruz Diablo...! — dijo Vadinho—. Esta colcha que te regalaron, mi bien, parece una mortaja. Saca eso de la cama, peladita mía, y trae la de retazos, que sobre ella vas a parecer todavía más cachonda. La otra guárdala para empeñarla..., deben dar un dineral por ella...
Sobre la colorida colcha de retazos, desnuda y sin recato, sólo cubierta por la penumbra del atardecer, estaba doña Flor, finalmente casada. Doña Flor con su marido Vadinho; lo había elegido ella misma, sin prestar oídos a los consejos de las personas de más experiencia, y contra la expresa voluntad de su madre. Incluso se había entregado a él antes de casarse, sabiendo quién era. Quizá fuese una locura, pero si no la hubiese hecho no habría podido vivir. Estaba como consumida por un fuego que le llegaba de la boca de Vadinho, de su aliento, mientras sus dedos le quemaban la carne como llamas. Ahora, ya casados, él la desvestía con pleno derecho, y le sonreía, acostado junto a ella en el lecho de hierro, mirándola. Su hermoso marido, con las piernas y los brazos cubiertos por un vello dorado, una maraña de pelo rubio en el pecho y la cicatriz del navajazo en el hombro izquierdo, negra y sin pelo. Tendida junto a él, doña Flor parecía una negra; negra y pelada. También estaba desnuda por dentro, muerta de deseo, temblando, con prisa, como si Vadinho le estuviera desnudando el alma. Él no cesaba de decirle cosas, disparates.
Yogaron hasta no poder más, y entonces ella tomó la colcha y se cubrió, adormeciéndose. Vadinho sonreía y le hacía cafuné. Vadinho, su marido. Bello y viril, tierno y bueno.
Doña Flor despertó a altas horas, cuando el reloj marcaba las dos de la mañana. Vadinho no estaba en la cama. Se levantó y salió a buscarlo por la casa. Pero él había desaparecido: había ido a jugarse el dinero obsequiado por el banquero. En la misma noche de bodas. Era demasiado.
Y doña Flor vertió las primeras lágrimas de casada, revolviéndose en la cama, loca de rabia, crujiendo los dientes de deseo.
14
Habían transcurrido siete años entre aquellas primeras lágrimas derramadas por doña Flor en la noche de bodas y las que vertió en la triste mañana del domingo de carnaval, cuando Vadinho cayó sin vida en medio de una samba de roda, entre máscaras y comparsas. Y, como bien dijo doña Gisa — señora que llamaba las cosas por su nombre, con intención y con exactitud y oportunidad—, ante el cuerpo del mozo extendido sobre el empedrado del Largo Dois de Julho, muerto irremediablemente, para siempre:
—Mucho lloró durante estos siete años por sus insignificantes pecados y por los del marido (una pesada carga de culpas y fechorías), y aún le sobraban lágrimas, lágrimas de vergüenza y de sufrimiento, de dolor y de humillación.
Derramadas principalmente de noche. Noches desiertas, sin la presencia de Vadinho, noches de insomnio esperando, que se hacían largas, como si la aurora se retirase hacia las fronteras del infierno. A veces la lluvia repiqueteaba monótonamente en el tejado, y el frío reclamaba el cuerpo del hombre, la calidez de un pecho velludo, el abrigo de unos brazos fuertes. Doña Flor estaba en vela. Imposible dormir: el deseo de tenerlo a su lado era como una herida abierta. Estremecida, entre escalofríos, sumida en la tristeza y el desconsuelo, pasaba las noches en vela, en aquella cama en la que sólo había ansiedad y abandono.
Cuando Vadinho estaba con ella, ¡ah!, con Vadinho allí no había frío ni tristeza. De él surgía un calor alegre que le subía a ella desde las piernas hasta la cara, y la noche se desplegaba jubilosa. Doña Flor se sentía agasajada y de fiesta, y un poco irresponsable, como si hubiera bebido un vaso de vino o una copa de licor. La compañía nocturna de él la alegraba como un vino de aroma embriagador. ¿Cómo resistir a la seducción de aquella boca, de sus palabras, de su lengua? Eran noches de exaltado ímpetu, mágicas noches de aleluya.
Pero eran pocas esas noches en que lo tenía para sí, en que no salía después de cenar, y se recostaba en el diván, la cabeza en su regazo, oyendo la radio, contándole historias, acariciándola atrevidamente con la mano, jugando con ella, tentándola. Y después, temprano, la larga cabalgata en la cama de hierro.
Ocurrían muy de tarde en tarde. Cuando él, por un capricho repentino e imprevisible, abandonaba durante tres, cuatro días, o toda una semana, la farra, la jarana, la cachaca y el juego, y se quedaba en casa. La mayor parte del tiempo durmiendo, o rebuscando en los armarios, o tomándoles el pelo a las alumnas, o arrebatando a doña Flor para ir al lecho, cualquiera que fuese la hora, incluso en las más impropias e indiscretas. Ésos eran días cortos y plenos, en que el veleta andaba revolviéndolo todo, y sus carcajadas resonaban en el pasillo, hablando desde la ventana con los vecinos, oyendo los rezongos de doña Norma o enredándose en largos mano a mano con doña Gisa, llenando de vida y alegría el hogar y la calle. Se podían contar con los dedos esas noches enteras de vértigo y euforia, de risa incontenible y de cosquillas, cafunés, palabras cariñosas y el estruendo de los cuerpos en la cama de hierro. «Mi dulce de coco, mi flor de albahaca, mi cachucha pelada, tu cosita es mi panal de miel», le decía él. ¡Ay, las cosas que decía! ¡Ni te cuento, hermanito!
En cambio, se repetían en infinito rosario las noches de espera. Noches en que doña Flor dormía sobresaltada, despertando al menor ruido, o en las que no dormía nada, apoyada contra el respaldo de la cama, llena de ira y dolor, hasta adivinar sus pasos todavía lejanos y finalmente oír la llave dando vueltas en la cerradura. Por la manera en que abría la puerta ella sabía con cuánta cachaca andaba y cómo le había ido en el juego. Cerraba los ojos y fingía estar dormida.
A veces llegaba de madrugada y ella lo recibía con ternura, meciendo su sueño tardío. Con la cara fatigada, débil la sonrisa, él se ovillaba en la concavidad de su cuerpo. Doña Flor se tragaba las lágrimas para que Vadinho no se diera cuenta de su llanto, no percibiera su tristeza: él ya tenía preocupaciones de sobra, y sus nervios estaban rotos por las emociones de la batalla contra el azar. Venía casi siempre en copas y a veces borracho, y se quedaba dormido de inmediato, no sin antes recorrer su cuerpo en una larga caricia con la mano y murmurar: «Mi negra pelada, hoy me enterré, pero mañana tiro la casa por la ventana...» Y doña Flor continuaba velando y deseándolo, sintiendo contra el suyo el cuerpo de Vadinho que se estremecía en sueños, insistiendo en seguir jugando, en continuar perdiendo. Y comenzaba a gritar números, sumido en la maldición de la ruleta: «Diecisiete, dieciocho, veinte, veintitrés», sus cuatro números fatales. O exclamaba con rabia: Salió la «gata». Flor iba siguiendo las alternativas de su sueño y lo sentía apostar a la «liebre francesa», mejor dicho al «grande y chico», y veía cómo el banquero se llevaba todas las fichas, pues había salido «gata». Acabó por conocer toda la nomenclatura, la jerga, la loca matemática y la secreta seducción de los intríngulis del juego. De tal modo, en las madrugadas, ella lo protegía contra el mundo, contra las fichas y los dados, contra los croupiers, contra la mala suerte. Lo cubría, le daba calor con su cuerpo, y Vadinho, así dormido, era como una criatura rubia, como un niño grande.
También solía ocurrir que él no viniese, y entonces ella seguía esperando a lo largo del día y continuaba esperando durante la noche siguiente, sintiéndose podrida por tanta humillación. Al verla triste y silenciosa, las alumnas evitaban las preguntas molestas para no provocar turbadoras lágrimas de vergüenza. Entre ellas, comentaban con ásperas críticas la conducta y la mala vida del tramposo. ¿Cómo tenía coraje para hacer llorar a una esposa tan buena? Pero bastaba que él apareciera con su voz envolvente, sus bromas, su cinismo, y casi todas ellas se derretían, excitadas, sintiendo escozor en el rabo y en la papaya...
Durante el día Vadinho multiplicaba sus esfuerzos y sus correrías, a veces desesperado, a fin de conseguir el dinero necesario para el juego: en la mesa de ruleta no hay fiado, la ficha sólo puede comprarse al contado. Rondaba por los bancos, dando vuelta en torno a los gerentes y subgerentes, en busca de garantía para que le descontasen un pagaré; tratando con astucia de ablandar y convencer a los hipotéticos garantes del documento, o arrancar casi a la fuerza, y a costa de intereses absurdos, unos centenares de «mil— réis» de las uñas avaras de un usurero. Era capaz de pasar una tarde entera junto a un tacaño cualquiera, de esos que no sueltan fácilmente el fajo; y hasta encontraba cierta satisfacción en derrotarlos y ver cómo finalmente tomaban la pluma y ponían la firma en el documento, ya sin fuerzas para seguir resistiendo. Le daba lo mismo que fuese el aval de un documento o dinero en efectivo. Por lo demás, los más avisados resolvían el asunto del siguiente modo: Vadinho aparecía con un pagaré por un contó pidiendo un aval y la víctima le soltaba un billete de cien o de doscientos mil— réis para librarse de él. De otro modo corría el riesgo de firmar el documento y a los treinta o a los sesenta días encontrarse con un pagaré vencido e incobrable. Un riesgo serio, porque Vadinho no le daba a nadie la papa en la boca. Para resistir su verbo era necesario algo más que avaricia, era preciso ser un empedernido, de inconmovibles convicciones ideológicas, un insensible a los dramas de la vida, un fanático, un sectario sin corazón, como el italiano Guilherme Ricci, de la Ladeira do Taboáo, de legendario amarretismo, el cual se mantuvo impávido durante años, resistiendo todos los ataques de Vadinho.
Otro que logró resistir brillantemente fue el librero Dmeval Chaves, que por entonces era todavía un simple gerente de la librería y no el ricachón que es hoy. Pero un día se le pegó por la mañana temprano, luego almorzaron juntos, y continuaron la tenida por la tarde: lo estuvo ablandando durante seis horas seguidas, tiempo controlado por Mirandáo en su auténtico reloj suizo. Hasta Dmeval se rindió:
—Te juro, Vadinho, que éste es el primer pagaré que yo avalo en mi vida...
—Pues comienzas bien, mi viejo, no podías comenzar mejor. Es un estreno de primer orden, ahora no hay más que continuar. Además, quien avala una vez un documento mío ya no para más, le toma gusto...
Y salió corriendo para el banco, dejando al gordo gerente con la boca abierta, apoyado sobre el mostrador de la librería, turulato, sin alcanzar a comprender la razón de su insensato gesto, sin poderse explicar por qué había cometido el disparate de firmar.
En los tiempos en que había juego por la tarde y por la noche en el Tabaris, Vadinho ni siquiera iba a cenar a casa. Comía cualquier tontada, un carajé, un abará, un sandwich, y cenaba más tarde, de madrugada, cuando se cerraba la última puerta en el último tugurio... Los más retrasados — Giovanni, Anacreon, Mirabeau Sampaio, Media Porción, el negro Arigof, elegante como un príncipe de novela rusa—, salían en grupo hacia la Rampa del Mercado, las Sete Portas, la casa de Andreza, o iban a una tasca cualquiera donde hubiera un carurú de fólhas, un vatapá de pescado, cerveza helada, cachaca pura.
Cuando por casualidad iba a cenar a la casa era para salir inmediatamente, antes de las nueve, siempre con apuro. Así se frustraban siempre las esperanzas que albergaba doña Flor de verlo llegar de la calle y, como los maridos de las otras, ir a ponerse cómodo, vestir el pijama, leer los diarios, comentar la jornada, tal vez ir con ella de visita o al cine. ¿Cuánto tiempo pasaba ella sin ir al cine? Era preciso que doña Norma la arrastrara a alguna matinée, pues de lo contrario, con Vadinho eran tan raras las veces — raras e inesperadas— que salían juntos, que solían pasar meses sin hacerlo. Sin embargo, nunca cesó de preguntarle, cuando él se quitaba el saco y se aflojaba el nudo de la corbata:
—Hoy no sales, ¿no? Vadinho sonreía antes de responder:
—Salgo, pero vuelvo en seguida, querida. No tardo nada, tengo un compromiso, pero es algo rápido... — respondía invariablemente.
A veces llegaba antes de la cena, pero con otra finalidad. Eso ocurría en los días de derrota total, cuando al caer la tarde no había conseguido nada, cuando todas sus tentativas habían terminado en un fracaso absoluto, cuando le fallaba el palpito en la quiniela, los gerentes de los bancos se mostraban inflexibles y los garantes inabordables, cuando no tenía ya nadie a quien sablear. En esos días malditos llegaba hecho un basilisco. Él, que era siempre tan glotón, tan aficionado a saborear los manjares de doña Flor y sus recetas sin igual; esas tardes comía en silencio, inquieto; y comía poco, a todo vapor, sin prestarle atención a la comida. Lanzaba miradas calculadoras a su esposa, como para medir su humor, su receptibilidad. Y es que venía a pedirle dinero, siempre prestado, claro está, con formales promesas de pago, todas sin cumplir hasta hoy. Ella terminaba por darle algo, por las buenas o por las malas; en ciertas ocasiones de un modo forzado, doloroso e incluso sórdido. Eran los días en que aparecía lo peor de Vadinho, cuando surgían en él la brutalidad y la furia, cuando su encanto y su gracia dejaban lugar a una cruel estupidez.
Doña Flor conocía sus malas intenciones incluso antes de que él pronunciara una sola palabra. Llegaba irritado por el fracaso de la calle, con un malhumor sordo que se le traslucía en el rostro. Por aquellos años ella ya había aprendido a conocerlo hasta en los más mínimos detalles, desde el peso y la cadencia de su paso, hasta el brillo engañador de sus ojos cuando miraba a una mujer cualquiera, o a las alborotadas alumnas, o al escote de doña Gisa; o, yendo con doña Flor por la calle, a todas las que pasaban, desvistiéndolas más o menos según ellas lo merecieran por bonitas o por feas. Por las tardes, Vadinho se multiplicaba en busca de fondos para las apuestas y luego venía a cenar, unas veces cariñoso, otras iracundo; y al llegar la noche rumbeaba de nuevo hacia su sombrío destino. ¿Sombrío? Este adjetivo no se podía aplicar al carácter de Vadinho; calificativos de esa naturaleza, tan solemnes y lúgubres, no correspondían a la realidad. Destino nocturno sí, pero no sombrío. Con él no concordaban las sombras y las oscuridades, las angustias y los dramas tan gratos a los promotores de las virtuosas campañas contra el juego. A él no le temblaban las manos al depositar las fichas ni aullaba de remordimiento al llegar la madrugada. Sin duda era angustioso el momento en que la bolilla giraba en la ruleta, y su corazón se llenaba de ansiedad; pero era una angustia agradable. Jamás tuvo ni siquiera el asomo de una idea suicida; nunca un noble remordimiento desgarró su pecho y jamás se sintió acusado por la voz trágica de la conciencia. Era inmune a toda esa espantosa serie de horrores que atormenta la vida de los desgraciados que se dejan dominar por el vicio de la timba. Es una pena, pero ¿qué le vamos a hacer, si era así? Es imposible presentar a Vadinho bajo esa luz tan simpática: como a un jugador acorralado por un destino irrevocable, odiándose a sí mismo, queriendo librarse y no pudiendo, y por último redimiéndose al pegarse un tiro en la sien a la salida del casino.
Era el suyo un destino intenso y rudo, un destino de macho, ciertamente. Ningún flojo hubiera podido aguantar esa lucha de cada noche, de cada instante de cada noche; pero Vadinho nunca había considerado esa emocionante batalla como una serie catastrófica de crímenes y remordimientos, como una desgracia siniestra e irremediable. ¿Siniestra? Su vida era variada y divertida. ¿Irremediable? Siempre había alguien que le prestaba dinero; es increíble que hubiera tanta gente dispuesta a hacerlo. ¿Quién sabe si no lo hacían para de ese modo arriesgarse a jugar sin tener que ir a los casinos prohibidos, a los tugurios de mala fama? Era el suyo, en fin, un destino de hondas y excitantes emociones. Como por ejemplo aquella noche de agosto que comenzó tan mal: él intentando sacarle el dinero a doña Flor, y ella resistiéndose (era el dinero del mercado) y luego la discusión, los insultos, las recriminaciones, los gritos y las ofensas. Por último, le había soltado unos miserables treinta mil— réis, con los que Vadinho inició su marcha triunfal. Cuando él llegó al Abaixadinho los dados rodaban en la «liebre francesa». Vadinho puso diez mil— réis al grande — sólo apostaba al grande— y comenzó el chorro. Salió el grande, créase o no, catorce veces seguidas y Vadinho apostándole siempre, rodeado por una nerviosa aglomeración de jugadores y meretrices, dispuesto a seguir jugando al grande hasta el fin de los siglos. Cuando lo supo Mirandáo, que estaba en la otra sala jugando a la ronda, fue corriendo a buscarlo como loco:
—No sigas, por el amor de tus hijos, que la suerte va a cambiar.
Vadinho no tenía hijos y desde luego no tenía intención de dejar el juego, pero Mirandáo, que sí los tenía, echó mano a las fichas y las retiró él mismo, empujando a su amigo y sacándolo de allí. A tiempo, pues se dio el pequeño, después la «gata», de nuevo el pequeño y «gata» otra vez, mientras Vadinho salía de allí en la opulencia, y contra su voluntad. Esa noche, con los bolsillos repletos, mientras recordaba la escena en que doña Flor le dijera, entre sollozos: «Tú no andas bien, no vales para nada y no me quieres ni una migaja», estaba resuelto a llegar a casa temprano y con un regalo rumboso, no una baratija cualquiera. Un collar, un anillo, una pulsera, una joya de valor.
Mas ¿dónde adquirirla, si a esa hora los comercios estaban cerrados? Quién sabe — reflexionaba Mirandáo—, quizá podríamos conseguir algo vistoso entre las pelanduscas de «la zona». A veces las mujeres de la vida reciben valiosos presentes; cuando están metidas con un coronel del cacao o un hacendado del sertón, se aprovechan para llenar la media, y algunas hasta dejan de hacer la vida, estableciéndose con salones de belleza o boutiques. Mirandáo conocía dos que terminaron por casarse y se convirtieron en honestísimas señoras.
Los dos amigos iniciaron la búsqueda corriendo de la ceca a la meca, de cabaret en cabaret, de burdel en burdel, de pensión en pensión, y adonde quiera que llegaban iban volteando cervezas, o bebiendo vermut o coñac e invitando a todas por cuenta de Vadinho. Sacaron a luz y revolvieron las pobres pertenencias de decenas de chicas, no encontrando más que bisuterías de metal cromado, vidrio de color, latón... y la noche que se iba.
«Quiero llegar temprano, darle una sorpresa completa», decía Vadinho, apurado, lleno de prisa, gozando por anticipado con la cara que iba a poner doña Flor al verlo llegar antes de medianoche con un regalo en la mano. Sólo necesitaba encontrar un chiche valioso, que llenara el ojo, y no esas fruslerías de segunda mano. Finalmente encontraron lo que buscaban en la Ladeira de Sao Miguel, en el boudoir — como decía afectadamente Mirandáo— de Madame Claudette, cortesana ya acabada que iba sobreviviendo a costa de una pequeña clientela de estudiantes que la frecuentaban debido a su nacionalidad francesa y a sus difundidos refinamientos, todo muy parisiense y a bajo precio.
Era un collar de turquesa de un azul realmente tan hermoso que Vadinho y Mirandáo sintieron el impacto de su noble belleza y de su hechizo. Todo en oro labrado; la vieja buscona lo apretaba entre los dedos, como defendiéndolo. Era una joya de familia — les dijo la prostituta con aire confidencial— que ella trajo de Europa. La habían usado su abuela y su madre, y de ahí que fuera doblemente valiosa. Sólo podía desprenderse de aquella preciosidad — recuerdo de un mundo perdido en Lorena, allá en su infancia— a cambio de una abultada cantidad de dinero. Sólo por mucho, mucho dinero. «Le petit Vadinho» seguramente no tuvo nunca una cantidad tan grande, y si algún día la tuviese no la iba a gastar en un adorno para una mujer. ¿Desde cuándo le había importado el dinero a Vadinho, Madame? Si hasta cuando andaba «limpio», en la miseria, sin nada, sin un centavo partido por la mitad — ni siquiera en esas circunstancias— le daba valor al dinero, y cuando lo buscaba con insensata ansiedad, era para tirarlo en la ruleta. Y mientras hablaba sacaba de los bolsillos llenos, impetuosamente, manojos de billetes, hasta que casi quedaron vacíos. Los ojitos de Madame Claudette se encendían de codicia detrás de su máscara de crema y polvo de arroz; la pobre momia se estremecía a la vista de los billetes de cien y de doscientos.
El taxi de Cígano lo dejó a la puerta de casa a las once y cuarenta, antes de la medianoche, como él quería. Doña Flor acababa de cerrar los ojos y comenzaba a resoplar brevemente, cuando él estaba ya en el cuarto dándole un tirón a la sábana que cubría el cuerpo de la esposa y poniéndole las fulgurantes turquesas entre los senos turgentes, mientras se reía con aire divertido:
—Y tú no me querías prestar dinero, doña loca... — y desparramaba los billetes por la cama, pues aún le habían sobrado más de dos contos de réis.
¿Cómo utilizar la expresión «sombrío destino» para referirse a quien era tan alegre jugador, a quien sabía sonreír por igual ante la buena o la mala suerte, embrujado por la alegría de vivir?
Quizá fuese sombrío su destino en opinión de doña Flor, desde su punto de vista, desde su puesto de observación, o, para mayor exactitud, desde su puesto de espera. Sombrío para doña Flor, siempre esperando en el lecho.
Esperándolo durante siete años, toda una vida. Muchas lágrimas derramó doña Flor en esos años. También fue mucho lo que gozó yogando; los dulces momentos de ternura y posesión bien podrían compensar las horas amargas de ausencia y humillación. Un día, doña Gisa, con sus humos de psicóloga, psicoanalista, psicógrafa y otros inventos norteamericanos, le dijo que ella, doña Flor, estaba casada con un ser excepcional. No excepcional en el sentido que doña Flor le daba al término, como sinónimo de grande, de mayor, de mejor de todos. Nada de eso. Excepcional en su significado de diferente, de fuera de lo normal, de alguien que no encajaba en los moldes comunes ni se podía circunscribir a los límites de una vida cotidiana mediocre y monótona. ¿Era doña Flor capaz de entenderlo y ser feliz con él? Tretas de doña Gisa — se decía doña Flor—, sin duda buena amiga, pero una literata de los mil diablos, con la cabeza llena de cosas enrevesadas y unas expresiones que ni ella se entendía.
Doña Flor deseaba ser como todo el mundo y que su marido fuese como los otros maridos. ¿Acaso no tenía él un empleo en la Municipalidad, conseguido por su pariente rico, el doctor Airton Guimaráes, Chimbo de sobrenombre? Ella lo quisiera así, viniendo del empleo directamente a la casa, los diarios bajo el brazo, y con un paquetito de bizcochitos o confituras, de abarás y acarajés, cenando a la hora debida como los otros; saliendo algunas noches con ella del brazo, a pasear, a gozar de la brisa de la luna; amante, jugando en la cama, temprano, antes de dormir, y en los días fijados para jugar...
Lo que no podía ser era lo que estaba ocurriendo: Vadinho llegando a cualquier hora, durmiendo con frecuencia afuera, seguramente en las cañas de las atorrantas, sus amigas de antiguos y renovados enamoramientos; o queriendo yogar con ella, y yogando, en horas tardías, en los momentos más absurdos, cualquiera que fuese el día, sin reloj ni almanaque. No tenía horario ni orden, ni tampoco un hábito establecido o un convenio tácito, o una costumbre compartida por ambos. Nada. Eso era vivir en medio de una anarquía insoportable: pasaba todas las noches en la calle, sin tener la menor noticia de él, mientras ella quedaba en la cama de hierro, con la espina de los celos, el agudo dolor de los cuernos y el pecho cargado de dolor y congoja. ¿Por qué las otras mujeres casadas hacían valer sus derechos ante el marido y ella no? ¿Por qué no era Vadinho como los otros? ¿Por qué no llevaban una vida sistemática y en orden, sin sobresaltos, sin chismes, sin enredos, sin la infinita espera? ¿Por qué?
Todo eso — la espera, el juego, la cachaca, las noches fuera de casa, los gritos, la violencia, la villanía— se convirtió en hábito a medida que fue pasando el tiempo, pero doña Flor nunca llegó a acostumbrarse por entero y habría de morir sin llegar a conseguirlo.
Por lo demás, fue él quien murió, en el carnaval. De ahí en adelante, ¡ah!, de ahí en adelante su deseo ya no tuvo siquiera derecho a la espera, a la expectativa, a la ansiedad. La ausencia de Vadinho tenía ahora otra dimensión. También era otra la calidad del sufrimiento. Ya de nada le serviría a doña Flor mantenerse alerta, a la escucha, atenta a cada ruido de la calle, con el corazón inquieto, latiendo sobresaltado. Ahora ya no tenía que esperar, ya no tenía esperanza, de nada le servía estar atenta al ritmo de los pasos — sobre todo de los pasos de los borrachos—, al ruido sutil de la llave en la cerradura, a las notas de una canción perdida, de una tonada a lo lejos.
Sí, de una tonada a lo lejos. Porque hubo noches, durante aquellos siete años de matrimonio y de espera, en que Vadinho la había despertado con una serenata: la guitarra, el guitarrillo, el violín, la flauta, la trompeta y la mandolina, repitiendo aquella otra inolvidable serenata de la Ladeira do Alvo, cuando ella acababa de saber la verdadera situación de su amado: pobre, sin un centavo, un funcionario chirle, granuja, cuchillero, borrachín, libertino y jugador.
15
Ahora, echada sobre la cama de hierro, doña Flor procuraba no oír el matraqueo de doña Rozilda en la puerta de la calle en animada plática con doña Norma. Quería reunir con más claridad en su memoria, perdida en la lejanía del tiempo, las voces de los cantores y el ritmo de los instrumentos en aquella emocionante serenata de la Ladeira do Alvo. Para que sus recuerdos llenasen sus horas y la ayudasen a calmar su corazón durante estas noches que ya no eran más noches de espera, pues él, su marido, estaba muerto. Ahora contaba tan sólo con un mundo de recuerdos, y en él se refugiaba, envuelta en remembranzas, en cenizas con las que apagar las brasas de su agudo deseo. Como si hubiera levantado un muro que la aislase, que la separase del chismorreo y de la murmuración, de las habladurías y de los comentarios, de todo cuanto perturbaba su viudez reciente, de esa nueva realidad de la ausencia. En los tiempos iniciales del duelo, su existencia transcurría entre el ansia y el dolor, entre la necesidad y la imposibilidad de tenerlo ahí, a su lado; algo imposible para siempre. Nunca más lo tendría.
Doña Flor, ahogando bajo la música y el canto recordados la voz y la saña de doña Rozilda, buscaba el amparo de los recuerdos del pasado: aquella noche en que se asomó a la ventana al oír los primeros acordes. Le dolía todo el cuerpo, el rebenque de cuero crudo le dejó una marca en el cuello y se sentía como un trapo, un trapo golpeado y humillado. Vadinho subía cantando por la ladera, con los brazos levantados en alto. También recordaba a los otros: Caymmi con su voz inconfundible e inigualable, y Jenner Augusto, más pálido todavía bajo la luna; acompañándolos, en los instrumentos y en el coro, Carlinhos Mascarenhas, Edgard Cocó, el doctor Walter da Silveira y Mirandáo. Ella, corriendo, buscó aquella rosa oscura y extraña que el día anterior había cortado en el jardín de la tía Lita. Por entonces, todo era confuso en su vida, todo andaba enmarañado y en completo desorden, y ella estaba aún sometida a la férrea autoridad de doña Rozilda. La serenata le dio fuerzas y coraje. De repente se sintió contenta de que Vadinho no pasara de ser un insignificante servidor municipal, reducido a un miserable empleo, y tampoco le importaba que fuese un jugador empedernido.
Con los recuerdos de noches como aquélla, de luna y de ternura, la insomne doña Flor intentaba aplacar el dolor y la desesperación de saber que nunca más vendría Vadinho a acariciarla, a encender las brasas de su cuerpo. En las largas noches de espera ya no volvería a oír más en la calle su voz desafinada, en nuevas serenatas.
Recordaba también aquellas veces en que Vadinho fue más allá de todos los límites. Cuando pasaba noches seguidas sin venir a dormir; o cuando, siendo aún recién casados, se había jugado el dinero del alquiler sin decirle nada, haciéndola pasar por tramposa. En esos casos él intentaba hacer las paces, pues doña Flor dejaba de dirigirle la palabra, comportándose como si no notara su presencia, como si no tuviera marido. Vadinho, inquieto, andaba a su alrededor, dirigiéndole palabras aduladoras, invitándola y provocándola para excitarla y llevarla al lecho. Ella, en los límites de la pena y la humillación, se resistía.
Vadinho apelaba entonces a las grandes jugadas: por ejemplo, llevarla al cine o ir con ella de visita — aplazada durante tanto tiempo— a casa de doña Magá o a la del padrino de Héctor, el doctor Luis Henrique. O si no organizaba una serenata y venía a arrullar su sueño, deslumbrando a la vecindad. Pero ahora ya no venían con él Dorival Caymmi, con su misteriosa voz, ni el doctor Walter da Silveira. Caymmi había emigrado a Río, donde tenía programas en la Radio Carioca, y grababa discos y los cantores famosos estrenaban sus sambas y sus modinhas playeras. Ni que hablar del doctor Walter: nombrado juez en el interior, sólo tocaba su flauta encantada para dedicarles nanas a sus niños y niñas. Tenía un hijo por año cuando no dos en un solo parto. No era fácil, en aquellos frívolos tiempos de irreflexión y desatino, encontrar quien cumpliese sus deberes — todos sus deberes sin excepción— con tanto sentido de responsabilidad como este celoso y culto magistrado.
Tampoco vendría ahora, y ya nunca más, ¡ay!, ¡nunca más!, Vadinho. Ni su voz, ni su risa orgiástica, ni su mano atrevida, su cabellera de pelo rubio, su atrevido bigote, sus sueños con fichas y apuestas. A doña Flor ya ni siquiera le quedaba la espera dolorosa. ¡Cuánto no pagaría para volver a tener derecho al sufrimiento de esperarlo, a la angustia de escuchar el silencio nocturno de la calle tranquila, a sentir el vacilante paso del marido bajo los efectos de la cachaca! Era inútil que doña Norma le rogara a doña Rozilda, en la puerta de calle, apelando a su comprensión:
—Cuanto menos se hable de Vadinho, mejor; eso la ayudará más a olvidarlo. Flor está todavía muy atormentada, ¿para qué estar recordándole a la pobre las ruindades de él, martirizándola?
Era inútil, doña Rozilda había venido precisamente con la intención de machacar en el tema: no conocía otro modo de dar consuelo. ¿Cómo hacer cesar aquel llanto inmerecido sino vomitando sapos y culebras contra el finado? Ya lo había dicho antes y lo repetía: esa muerte no era para llorarla, sino para celebrarla. En aquellas conversaciones nocturnas más de una vez hizo alarde de su opinión, casi a los gritos, importándole poco quien la oyera.
Y también era inútil, porque a doña Flor no le era posible olvidar, ni con barullo ni con silencio. No le era posible olvidar ni las tropelías ni las malas acciones, y principalmente, las buenas horas, la amable presencia, las locas palabras del perdido, su fuerza de hombre cuando la poseía y su fragilidad de hombre cuando se protegía en su cuerpo, en su ternura.
Era un sufrimiento casi morboso, enloquecedor, una amargura que le quitaba las ganas de vivir. Sin embargo, doña Flor se esforzaba cada día, procurando superar el vacío interior, contener las lágrimas, seguir adelante. Después de la misa del séptimo día había vuelto a abrir la Escuela de Cocina. Las alumnas regresaron. Al principio evitaban las bromas habituales, las risas maliciosas, las anécdotas, las carcajadas entre una receta y otra, procurando no recrear la atmósfera festiva y simpática que antes reinaba en las clases, en torno a los fogones de leña y carbón. Pero ese escenario luctuoso no duró más que dos o tres días y la alegre normalidad volvió a imponerse. A la misma doña Flor le gustaba que fuera así; de ese modo se distraía, rompía el círculo de cenizas.
Volvieron todas, excepto la pequeña Ieda, con su cara de gata arisca y su revelado secreto. ¿Temía encontrarse con ella, con doña Flor, o enfrentar la atmósfera de aquella casa huérfana de la gracia de Vadinho, de su risa, de sus picardías, de su insolencia?
Por lo que concierne a doña Flor, la muchacha podía haber vuelto, pues a ella ya no le importaba comprobar nada, ni discutir, y mucho menos acusar. Sólo tenía ganas de poner en claro una cosa: ¿estaría embarazada la hipócrita, preñada por él, grávida de un hijo suyo?
Doña Flor no tuvo hijos, pero sabía que la culpa era suya y no del marido. Se lo dijo la doctora Lourdes Burgos, su médica, y el doctor Jair se lo confirmó, proponiéndole realizar una pequeña operación que probablemente la volvería fecunda, ¿quién sabe? Pero doña Flor era miedosa y rehuyó la cirugía: además, el doctor Jair no le había dado seguridades de éxito. Por eso, lo que más le preocupaba de las correrías del marido era el miedo a que él tuviera un hijo por ahí, en la calle, al azar.
Doña Flor jamás consiguió saber si Vadinho deseaba o no un hijo. El temor al hospital y al bisturí ¿le habría impedido hablar con más franqueza, limitándose a hacer preguntas más o menos superficiales? Ella misma no lo sabía. Es cierto que le preguntó varias veces:
—¿Tú no sientes la necesidad de tener un hijo?
Quizá porque Vadinho sabía que ella era estéril y tenía temor a la operación, quizá debido a eso le ocultara sus ganas de tener una criatura que anduviese haciendo travesuras por la casa; tal vez una nena de rubia melena como la de él, o un nene de negros cabellos y de piel cobriza como ella. Cierta vez, oyéndolo ensalzar el encanto de un chiquilín gordo y rosado, un bitelo, premio de robustez infantil, retratado en un cromo de almanaque, ella se dispuso a enfrentar el difícil tema:
—Si tienes verdaderamente ganas de tener un hijo, yo me arriesgo a la operación. El doctor Jair dijo que es posible que dé resultado. Pero no lo puede garantizar...
Él la escuchó como quien oye algo a lo lejos, medio perdido en sus sueños, y tardó en responder, obligándola a levantar la voz casi con rabia para sacarlo de sus divagaciones:
—Si no da resultado, paciencia... Por lo menos nadie podrá decir que tú querías un hijo y que yo no hice todo lo posible para tenerlo... No me importa el miedo, basta que tú lo digas...
Las últimas palabras le salieron empañadas de lágrimas, masculladas entre sollozos. Pero él nunca pudo soportar su llanto y de inmediato comenzó a acariciar su cara llorosa, diciéndole sonriendo para alegrarla:
—Loca, loquita... ¿Qué manía es ésa de querer que te corten algo en la papaya? Deja en paz tu cachucha, mi bien; que yo no voy a permitir que te anden en la peladita para que de repente se afloje toda o quede torcida por dentro... Quítate de la cabeza esa historia de tener un hijo...
Y como si quisiera hacerle olvidar el asunto, la envolvió en su brazo, llevándola al dormitorio, sin que finalmente le dijera si ansiaba o no el hijo que ella no podía darle, ese hijo tan fácil de hacer en otra cualquiera. De ese modo al poseerla tan intempestivamente, hacía que pasara el momento oportuno para las preguntas y las respuestas, y la presencia de la inexistente criatura que se había alzado entre ellos se desvanecía hasta desaparecer por completo.
En cuanto si a él le gustaban los chicos, ¡ah!, ¡cómo le gustaban!, y el chiquillerío lo prefería a cualquier juguete; gritaban su nombre tan pronto como lo veían, y corrían a su encuentro. En medio de las criaturas Vadinho se sentía su igual, como si tuviera su misma edad; su paciencia con los chicos era infinita. Mirandáo los hizo padrinos, a él y a doña Flor, del menor de sus cuatro hijos, el cual, desde pequeñito, estaba loco por el padrino: apenas lo veía y ya abría su enorme boca de sapo, haciendo señas con las manos, queriendo irse de los brazos de la madre para los de Vadinho. Jugaban los dos durante horas. Vadinho imitaba para él los rugidos de los animales feroces, saltando como un canguro y riéndose feliz. ¿Cómo no iba a desear un hijo quien era tan loco por las criaturas? Pero jamás lo confesó, quizá para no obligar al incierto sacrificio de la intervención quirúrgica.
Doña Flor, en su lecho de viuda, siente la incómoda picazón del remordimiento. En último término podía haber intentado la operación, a pesar del visible pesimismo de los dos médicos. ¿Se habría dejado influir, acaso, por la opinión de doña Gisa, compartida por otros vecinos y hasta por los tíos? Doña Gisa, muy culta ella, le exponía sus teorías sobre la herencia — ¿para consolarla?— cuando ella se acusaba de estéril e inútil. La misma tía Lita, tan bondadosa, siempre llena de disculpas para las andanzas de Vadinho, le había dicho más de una vez:
—Hay males que son para bien, hija mía. ¿Y si tú echases al mundo un niño que fuese tan mala cabeza como Vadinho? ¿Lo pensaste? Dios sabe lo que hace...
Thales Porto apoyaba a su esposa:
—Así es. Lita tiene razón. Para vivir feliz no es preciso tener hijos. Míranos a nosotros... No tuvimos ninguno...
Y realmente eran felices, dedicándose el uno al otro; Porto con sus cuadros domingueros, doña Lita con las flores de su jardín y con un gato zaparrastroso, viejo y gordo, ronroneante, mimoso como un hijo único.
Los consejos de tanta gente dedicada a consolarla no hacían sino afirmar el miedo de doña Flor; el miedo y — ¿por qué no decirlo?— su egoísmo. Acostada en la cama de hierro, entre la agria voz de doña Rozilda y la dulce música de la serenata, la viuda se daba cuenta de que en verdad hubo algo más que el miedo a la operación. Si el deseo de tener un hijo hubiera sido en ella tan fuerte como en Vadinho, habría tenido, con seguridad, el coraje necesario para enfrentar al médico y al hospital. Pero ella había vivido sin ansiar un hijo, una criatura que llena se la casa de bullicio y de risa. Había vivido dedicada a Vadinho; sí, era su criatura; era a él a quien quería en la casa, marido e hijo, «su niño grande».
En la puerta de calle, doña Norma afirmaba, sentenciosa y cordial:
—Necesita olvidar, eso es lo que necesita. Y es tan joven todavía... Aún puede rehacer su vida...
—Se casó con ese miserable porque quiso... — se oía decir a doña Rozilda.
—Sí, Vadinho era un inservible, ése es otro motivo para no hablar de él. ¿Por qué no dejar en paz al muerto? Lo que debemos hacer es procurar distraer a la pobre, no dejarle tiempo para recordar; está la Escuela, pero no basta, ella necesita salir, divertirse, olvidar...
Sobre los rezongos de doña Rozilda flotaba la bondad de doña Norma:
—Si por lo menos hubiese tenido un hijo.
La frase llegaba hasta los oídos de doña Flor... «Si por lo menos hubiese tenido un hijo...» Sí, sería mucho más fácil... No estaría tan sola, tan vacía, tan sin razones para vivir. En la calle, en los alrededores, durante la misa, en la bendición, en el mercado, en la feria: bajo la batuta de doña Rozilda, entre las amigas y las conocidas se elevaba el coro de maldiciones a la memoria de Vadinho, un no— hay— palabras— para— decirlo de tan malvado. Doña Flor cierra los oídos para no escuchar más que la antigua serenata. En la cama de hierro, a solas con la ausencia del marido, ¡una ausencia para siempre! Y sin un hijo que le sirviera de consuelo.
En medio de todo lo que había sucedido durante aquellos siete años, nada la había asustado tanto como la noticia de que era hijo de Vadinho el niño dado a luz por Dionisia, una mulata que vivía en las proximidades del Terreiro. Siempre temió que le trajesen la noticia de que él había tenido un hijo con otra; con otra que podía quitárselo. Cuando llegaba a su conocimiento algún lío de Vadinho, un enamoramiento con aspecto de unión duradera, una aventura que significaba algo más que las noches pasadas en los burdeles, su corazón se encogía con el temor de que hubiera embarazo, de que naciera una criatura con los brazos extendidos hacia Vadinho.
No temía a las otras mujeres, sólo tenía celos: «No es más que un juego para pasar el tiempo», como él decía, no para disculparse, sino para que doña Flor comprendiese y no tuviera miedo. Pero ¿y si surgiese un niño? Contra un hijo sería imposible luchar, imposible cualquier esperanza. Quedó como enloquecida, sin saber qué hacer, perdida, cuando doña Dinorá — siempre era doña Dinorá, ¿cómo conseguía estar tan informada?— le comunicó, entre rodeos y lamentaciones, el nombre de la fulana, así como los detalles del caso, algunos de ellos incluso íntimos y picantes. Temblaba de terror pensando en una criatura, en un niño, en ese hijo que ella no le había dado porque no podía, y también, ¡ah!, también porque no quiso.
Es de imaginar su agitación y el golpe que recibió cuando doña Dinorá vino a contarle «la última» de Vadinho. Según la intrigante, había tenido un hijo con una tal Dionisia, una mulata con fama de gran belleza, que algunas veces posaba como modelo (había posado para un «mezclatintas» modernista, llamado Carybé, el cual, desdeñando intencionalmente a la sociedad, la había retratado vestida de reina). Otras veces era tesoro y adorno del democrático y frecuentado burdel de Luciana Paca, en la zona de más movimiento.
Doña Dinorá venía con el cuento por pura bondad, no por espíritu de intriga o de chismorreo, ella no era de ésas. Cumplía con pesar su obligación de amiga, para que la pobrecita doña Flor, tan buena y a la que tanto estimaba, no siguiera ignorándolo todo mientras los demás se reían de ella a sus espaldas...
—Fue a tener un hijo, tan luego con una perdida...
Decía «perdida» para no emplear un sustantivo más fuerte. Porque doña Dinorá era la delicadeza en persona y la horrorizaba lastimar a alguien, herir a cualquiera, incluso a una mujer de la vida, a una sinvergüenza, embarazada por un hombre casado, echando barriga con el marido de otra. «No soy de ésas que adoran los chismes, soy incapaz de hacer mal a nadie», afirmaba doña Dinorá, y no faltaba quien le creyera.
En su cama de viuda, ya enmudecidos en el recuerdo los últimos acordes de la serenata, ya perdidas la voz de los cantores y la rosa negra, doña Flor se estremece al recordar aquellos días de tanto susto y de tan penosa decisión. ¿De qué no era capaz ella para no perder a Vadinho, para conservarlo al lado suyo, para tenerlo consigo aun siendo así, jugador y mujeriego, haciendo un hijo por ahí, en la calle, con una pupila del burdel? De lo que era capaz, lo demostró entonces.
16
Cuando las dos mujeres salieron de la elegante misa de once en la iglesia de Sao Francisco, en un claro domingo de junio, una mañana luminosa y fresca, y, con paso decidido, cruzaron el Terreiro de Jesús en dirección al laberinto de las estrechas calles antiguas del Pelourinho, los chicos cantaron una samba marcando el ritmo con unas latas de dulce de guayaba vacías:
¡Eh, mujer de la cesta grande!
¡Eh, la de la cesta grande!
—¡Buena cesta!
Doña Norma, volviéndose a su compañera refunfuñó:
—Esos mocosos, ¿por qué no se meten con el trasero de su madre?...
Quizá no pasase de simple coincidencia, quizá los mocosos no se hubieran inspirado en las abundancias de ella; pero aun así, doña Norma, por las dudas, lanzó una mirada terrible en dirección a los atrevidos. Mirada que se dulcificó de inmediato al descubrir un chiquito de unos tres años, harapiento, el rostro inmundo de légañas y mocos, que bailaba en medio de la ronda:
—Mira qué encanto, Flor, qué cosa más linda aquel diablito que está danzando...
Doña Flor contempló la pandilla de criaturas andrajosas. Muchas otras estaban diseminadas por la plaza, llena de vida intensa y popular, mezcladas con los fotógrafos halagadores, intentando robar frutas en los cestos de naranjas, limas, mandarinas, umbus y sapotes. Aplaudían a un charlatán que vendía productos farmacéuticos milagrosos, con una cobra arrollada al cuello a modo de repelente corbata. Pedían limosna a las puertas de las cinco iglesias del Largo, casi asaltando a los fieles adinerados. Intercambiaban obscenidades con las somnolientas rameras, en general muy jóvenes, que rondaban por el jardín a la expectativa de un apurado cliente matinal. Era una multitud de chicos desharrapados e impertinentes, hijos de las mujeres de «la zona», sin padre y sin hogar. Vivían en el abandono, sueltos por las callejuelas y no tardarían en ser unos reos y conocer las dependencias policiales.
Doña Flor se estremeció. Llegó hasta allí para llevarse una de aquellas criaturas, una recién nacida, y de ese modo tener una garantía contra la criatura y contra su madre. Pero al ver a los chicos sueltos en la Praca do Terreiro, su corazón se llenó de piedad, de un sentimiento noble y puro; en aquel momento, si pudiera, los adoptaría a todos ellos y no sólo al hijo de Vadinho. Por lo demás, el hijo de Vadinho no la necesitaba a ella para salvarse de esa vida. Él no lo abandonaría nunca, no estaba en su carácter dejar una criatura en el desamparo, sobre todo tratándose de un vástago suyo, nacido de su sangre. En vez de negar su paternidad, él la proclamaría, ostentándola, encantado y orgulloso.
Ella lo supo siempre con certeza — un saber sin dudas—, a pesar de los silencios y de las reticencias del marido para él un hijo sería el más grande de los acontecimientos, la verdadera lotería, la apuesta incomparable, el estallido de la banca. Por eso se había afligido tanto con la noticia que le diera doña Dinorá. Era el peligro mayor, la temida amenaza. En último término, Vadinho le pertenecía tan poco, dominado como estaba por el juego y la bohemia... ¿Quedaría algo para ella si un hijo se alzara entre los dos, llamándolo desde una callejuela escondida, desde una esquina, desde la cama de una perdida? ¡Ese hijo que ella no le había dado!
Cuando recibió la noticia quedó desesperada, sumida en un dolor tan grande que la misma doña Norma perdió la cabeza. Ella, que generalmente era tan ejecutiva, y encontraba siempre solución a los innumerables problemas que le planteaban a cada instante, en este caso tampoco atinaba con alguna salida o solución, tan confusa y apenada estaba.
—¿Y si le dijeras a él que estás embarazada?
No se le había ocurrido nada mejor que esa débil mentira.
—¿De qué serviría? Cuando descubra que no, será peor...
Fue doña Gisa quien encontró el modo de descifrar la charada, con un recurso no sólo honroso, sino además práctico, mediante una proposición capaz de resolver todo eso y mucho más..., ¿quién sabe? La gringa era un fenómeno para esas cuestiones de psicología y otras metafísicas; hasta el profesor Epaminondas Souza Pinto se quitaba ante ella el sombrero — «es una mujer muy erudita», decía—. Y el profesor Epaminondas Souza Pinto no era un cualquiera, jamás se había equivocado en la colocación de un pronombre y redactaba (gratuitamente) la sección de consejos gramaticales en el semanario de Paulo Nacife, de poca circulación, pero próspero en avisos. Cuando informaron a doña Gisa de lo acontecido — doña Flor llena de angustia, doña Norma desorientada—, ella vio la solución de inmediato y dio instrucciones a las amigas en su enrevesado portugués. Si Vadinho deseaba tanto un hijo, al punto de ir a tenerlo en la calle, con una perdida, porque doña Flor era estéril y no podía concebir, y si ese hijo se lo había dado otra, esto podía impulsar a Vadinho a irse para siempre... Entonces sólo cabía un recurso para que doña Flor conservara el marido y el hogar: traer a la casa al hijo bastardo de Vadinho y convertirse en madre suya, criándolo como si lo hubiese dado a luz. ¿Y por qué no? ¿Por qué gritaba así doña Flor, maldiciendo igual que una norteamericana millonaria — doña Gisa hizo esa comparación asombrada por la reacción de la vecina—, jurando que eso jamás, jamás el hijo de la otra, de la perra, de la puta sin vergüenza? ¿Por qué tanto escándalo si una de las cosas más admirables del Brasil era, según la opinión de la gringa, la capacidad de comprender y convivir? Es tan comente que las mujeres casadas críen los hijos espurios de los maridos... Ella misma conocía algunos casos, tanto entre gente pobre como entre gente rica. Allí cerca, en esa misma calle, ¿no criaba doña Abigail a la hija que había tenido el esposo con una tipa, y no lo hacía con el mismo tierno amor reservado a los cuatro hijos de su vientre? Una maravilla... ¡Y qué maravilla! Era por esas cosas por lo que a doña Gisa le gustaba el Brasil y por lo que se había naturalizado brasileña. ¿Qué culpa tenía el chico, qué pecado había cometido? ¿Por qué dejar a la pobre criatura, sangre de su marido, expuesta a una vida de privaciones, mal alimentada, creciendo entre el hambre y el vicio, como una rata en los vaciaderos del Pelourinho, sin derecho a la educación, y a los bienes de la vida? Y además, ¿no temía doña Flor, y con razón, que Vadinho quedase prendido a la madre de la criatura para estar junto a su hijo? Si ella, doña Flor, lo fuese a buscar y lo trajera para criarlo como hijo suyo, ¿qué prueba de amor más convincente? Aquella criatura, nacida de otra mujer, sería el eslabón que uniría para siempre a Vadinho y Flor, sin que hubiera motivos para más recelos y peligros.
Y quién sabe, quién sabe, querida mía, con ese hijo en casa, desarrollándose y educándose fuerte y sano, con el cariño de doña Flor, y siendo para Vadinho una alegría permanente, pero también una permanente responsabilidad, ¿quién sabe si el malandra no cambiaría su género de vida, dejando a un lado el juego y la farra, adquiriendo seriedad y vergüenza? Es muy posible, sobraban los ejemplos.
Sobraban, sí, confirmó doña Norma con entusiasmo; «hay que ver lo que sabe esta maldita gringa». Y doña Norma citó, en el acto, nombres y direcciones. «¿Quién hubo más enviciado con el juego y la cachaca que el doctor Cicero Araujo, uno de Santo Amaráo da Purificáo? Hacía pasar las de Caín a la pobre esposa, doña Chiquita, hasta que un buen día se quedó embarazada, y, ni bien nació el niño, el doctor Cicero cambió de vida y se convirtió en el ciudadano más ejemplar. Y don Manuel Lima, loco por una prostituta... Bien..., ése, verdaderamente, no necesitó tener un hijo, se transformó al casarse y no hubo marido más correcto...»
Doña Gisa había encontrado la solución de la charada: ese hijo, en el que doña Flor veía una amenaza tan peligrosa para la estabilidad de su hogar, podría transformarse, como en un pase mágico, en su seguridad, en la garantía de su amor, y, de rechazo, incluso era capaz de regenerar a Vadinho. Por lo demás — pensaba doña Gisa—, sería una lástima: una vez regenerado, Vadinho iba a dejar de ser interesante, perdería su indefinible misterio, su gracia licenciosa.
Los ojos de doña Flor se abrieron de par en par. Había entendido. Su cara se iluminó de alegría, echándose en brazos de la amiga con agradecimiento. Las dos juntas trazaron planes meticulosos y detallados. No era fácil, muy al contrario. Si no fuese por el apoyo de doña Norma, quizá doña Flor no hubiera reunido las fuerzas suficientes para dirigirse a la zona de las mujeres perdidas, a las calles de la «sórdida prostitución» que tanto atemorizaban cuando se hablaba de ellas en las crónicas policiales de los diarios. Ella sola no hubiera podido resolverse, de pronto, enloquecida, a intentar el plan: ir en busca de la tal Dionisia, exigirle el hijo recién nacido, tomarlo y llevárselo para siempre, mediante escritura pública, en acta notarial, con firmas reconocidas y testigos valederos. Doña Norma, solícita y fraternal, se aprestó a acompañarla y le dio ánimos. Debe decirse que también lo hacía por curiosidad; hacía mucho que deseaba tener la oportunidad de conocer las calles de la prostitución, las moradas de las rameras, su vida sórdida. Nunca había encontrado antes un pretexto válido para la prohibida excursión.
¿Cómo dejar que la pobre Flor se aventurase sólita por esos amenazantes laberintos?, le preguntó a don Sampaio, cuando el marido, asombrado por la idea, intentó disuadirla.
—Yo no soy una chiquilina loca. Soy una mujer mayor y de respeto, nadie se va a atrever a molestarme.
Y le comunicó a don Sampaio, vencido al fin, ya incapaz de resistir el ímpetu vital de la esposa, los proyectos aprobados:
—Vamos a ir el domingo por la mañana. Yo voy como si fuera a visitar a mi ahijado, el nieto de Joáo Alves. Después le pido a Joáo que nos acompañe a la casa de la fulana y Joáo, ya sabes, es maestro de capoeira...
Y así lo hicieron. El domingo oyeron misa en la iglesia de Sao Francisco (doña Flor llevaba una vela adornada con flores, en ofrenda para que todo saliera bien), y después cruzaron el Terreiro y fueron a encontrarse con el negro Joáo Alves en su puesto de limpiabotas, en el paseo de la Facultad de Medicina. Estaba rodeado de chicos, y todos, tanto el negrito de pelo encrespado como los mulatos de diverso tono, más oscuros o más claros, así como el rubio de cabellos de trigo, todos lo trataban de abuelo. Todos eran nietos suyos, tanto estos chicos como los otros, sueltos por el dédalo de calles que hay entre el Terreiro de Jesús y la Baixa dos Sapateiros. El negro Joáo Alves no tenía hijos, ni los había tenido con su mujer ni con las otras, pero siempre encontraba madrinas para estos nietos que le habían salido, así como comida, ropas usadas y hasta cartillas con el abecedario. Vivía cerca de allí, en un sótano, con sus rezongos, sus mandingas, su aparente agresividad, sus palabrotas y algunos de los nietos. El sótano tenía salida hacia un valle verdeante, y el negro Joáo Alves abarcaba desde su cueva los colores y la luz de Bahía.
—¡Caramba!... ¡Miren quién viene...! Felices los ojos que la ven, mi comadre doña Norma... ¿Y cómo está su don Sampaio? Dígale que voy a aparecer por la tienda un día de éstos a buscar unos zapatos para los chicos...
Los chiquilines rodearon a las dos amigas. Doña Norma iba preparada, y en su mano apareció un paquete de caramelos. Joáo Alves dio un silbido, y algunos chicos llegaron corriendo, entre ellos un mocoso de unos cuatro o cinco años. El negro le acarició la cabeza:
—Pide la bendición a tu madrina, cosita— mala...
Doña Norma le dio la bendición y un níquel de diez centavos, mientras el negro preguntaba qué buenos vientos habían traído a su comadre hasta el lugar.
—Compadre, he venido a pedirle un favor, algo muy delicado.
—Cosa delicada no es para mis manos, soy bastante tosco, como usted sabe...
—Quise decir una cosa muy reservada, para mantener en secreto.
—Eso sí, pues no soy ningún charlatán ni un chismoso. Puede soltar la lengua, comadre...
—¿No conoce mi compadre a una tal Dionisia, de por aquí? No estoy segura, pero oí decir que vive por los alrededores.
—¿Y usted tiene algún asunto con ella?
—Yo misma no, compadre. Es esta amiga mía quien tiene algo que resolver con ella...
Joáo Alves miró a doña Flor de arriba abajo:
—¿Tiene que resolver un asunto con Dionisia de Oxóssi?
—Quizá sea esa misma... Oí decir que es guapota... Joáo Alves se rascó la pelambre.
—¿Guapota? Discúlpeme, comadre, pero eso es quedarse corto. Guapota puede serlo cualquier blanca, pero mulatas de la calidad de Dionisia hay pocas en el mundo, pienso que ni media docena, y eso escarbando mucho.
—Una que tuvo un hijo recientemente...
—Entonces es la misma. Acaba de tener uno, y todavía no volvió a trabajar...
Doña Flor abrió la boca por primera vez, preguntando:
—¿De qué se ocupa? De nuevo Joáo Alves la midió con la mirada y respondió con cierto desprecio ante ignorancia tan grande.
—Pues en su oficio de meretriz, que es su profesión, joven señora.
Doña Norma volvió a tomar el hilo de la conversación:
—¿Y usted la conoce, compadre, sabe dónde vive?
—Pues ¿cómo no habría de conocerla, comadre? Vive aquí cerca, en Maciel.
—Si mi compadre puede, llévenos a verla, que mi amiga quiere conversar con ella, resolver una cuestión...
Joáo Alves estudió una vez más, largamente, a doña Flor, rascándose de nuevo la cabeza, como si encontrase todo aquello muy sospechoso, poco claro:
—¿Por qué no va ella sola, comadre? Yo le muestro la casa...
—Compadre, sea caballero. ¿Va a dejar que dos señoras vayan solas por esas calles? Si pasa un sinvergüenza y se mete con una...
Nadie invocaba en vano la caballerosidad de Joáo Alves:
—Pues voy con ustedes, pero les garantizo que nadie se iba a propasar. Aquí todo el mundo es respetuoso...
Y se levantó, dejando el banquito de lustrar al cuidado de los nietos. Era un negro alto y fornido, que pasaba de los cincuenta, y cuyas guedejas comenzaban a blanquear; llevaba al cuello un collar de orixá, con las cuentas rojas y blancas de Xangó, y sólo los ojos estriados denunciaban su intimidad con la cachaca . Al ponerse de pie, preguntó:
—Comadre, dígame, ¿cuál es el asunto que la mocita ésta — dijo mocita con ironía— quiere tratar con Dió?
—Nada que sea malo para ella, compadre...
—Es que si fuese con malicia, con todo el respeto que le debo a usted, no iba con ella, comadre... Ni tampoco serviría de mucho, pues el santo de Dionisia es poderoso — y tocó el suelo con la punta de los dedos, en reverencia al orixá—. ¡Oké Aró Oxóssi! No hay despacho ni ebó que pueda hacerle daño, el hechizo se vuelve contra quien lo manda hacer...
—¿Cuándo me va a llevar a una macumba, compadre? Tengo unas ganas locas de asistir a un candomblé... — era una vieja curiosidad de doña Norma.
Así, platicando sobre encantamientos y terreiros— de— santo, penetraron en la zona de las prostitutas. Como era un domingo por la mañana y la farra del sábado había durado hasta la madrugada, casi no había movimiento en las calles. Sólo se veía alguna que otra mujer, sentada a la puerta o de bruces sobre la ventana, más para ver el claro día que para tratar con los hombres. Había tal silencio y sosiego que bien podía hablarse de paz dominical. Doña Norma se sentía frustrada, hubiese querido que fuese hora de faena, pues en esa somnolienta mañana no se observaba ninguna diferencia con un barrio de familias. Además, la casa de Dionisia estaba nada más comenzar el Maciel, apenas si habían traspasado los límites de la zona.
Subieron a oscuras por las escaleras de flojos peldaños. Un enorme ratón pasó junto a ellas, de correría. En cada piso se oían confusamente palabras y frases. Alguien cantaba una triste modinha, con débil voz. Cuando llegaron al rellano del tercer piso, les llegó el aroma de espliego quemado en sahumadores de barro, que anunciaba la existencia de una nueva criatura. Finalmente desembocaron en un pasillo al fondo del cual estaba la puerta de la prostituta. Joáo Alves golpeó con los nudillos.
—¿Quién es? — preguntó una voz cálida y perezosa.
—En paz, Dió... Soy yo, Joáo Alves, y conmigo dos señoras que quieren hablar contigo. Conozco a una, es mi comadre doña Norma, mujer de bien, de mi estimación...
—Pues vayan entrando y disculpen el orden, todavía no tuve tiempo de arreglar el cuarto...
Entraron, siguiendo al negro. En la pieza angosta había una cama de matrimonio, un armario cojo, un lavatorio de hierro con palangana enlozada y un orinal al pie de la cama, todo muy limpio. En la pared veíase un espejo roto y una estampa de Nuestro Señor del Bonfim, de la que pendían cintas bendecidas. Una ventana se abría a los fondos de la casa y por ella entraba la claridad y la triste modinha.
Reclinada en la cabecera, semicubierta por una sábana, vestida con una bata de encaje, cuyo escote dejaba ver sus pechos colmados, la mulata Dionisia de Oxóssi sonreía cordialmente a las inesperadas visitas. En la comba del brazo, al calor de su seno, el hijo dormido. Era una criatura grandota, de un moreno subido. Debajo de una silla, un sahumador quemaba espliego, perfumando la ropita del recién nacido puesta sobre la paja del asiento. Más allá de la silla, dos latas de querosene, cubiertas con papel de seda, hacían la vez de taburetes. En un ángulo de la pared del fondo, el peji con las armas de Oxóssi, el arco y la flecha, el erukeré, una estampa de San Jorge matando el dragón, una piedra verde, probablemente fetiche, de Yemanjá, y un collar de cuentas azul turquesa.
—Don Joáo — pidió la mulata con su voz cadenciosa—, haga el favor, saque esa ropita de la silla y póngala en el ropero; es para mudar al nene después del baño. Y alcáncele la silla a esa joven — dijo señalando a doña Norma; luego, volviéndose a doña Flor, le dijo sonriendo—: Usted es más joven, disculpe, tendrá que sentarse en el cajón.
Reclinada en la cama, presidía los arreglos que se hacían en el cuarto, los movimientos del lustrabotas al trasladar la silla y las latas, tranquila y sonriente, sin preguntar siquiera por la causa de aquella inesperada visita. Quien la viera así, tan serena, comprendería por qué Carybé la retrató vestida de reina, en un trono de afoxé.
Doña Norma, adelantándose al negro, tomó la camisita y el pañal y puso todo en el ropero, al mismo tiempo que hacía un balance completo de los vestidos, las blusas, los zapatos y las sandalias de la mulata.
—Arrime una lata para usted también, don Joáo, y tome asiento.
—Yo me quedo de pie, Dió, así estoy bien.
—Lo mejor para hablar es hacerlo con calma y sentados, don Joáo, que estar de pie y con prisa no ayuda a entenderse.
El negro, sin embargo, prefirió recostarse en la ventana, vuelto hacia la mañana, cada vez más luminosa. Un fragmento de canción penetraba cuarto adentro, yendo a morir quejumbrosamente en la cama de Dionisia.
En las cadenas de tu amor,
esclavizada siervo,
mi señor.
Una vez sentadas doña Norma y doña Flor se hizo un momento de silencio, pero en seguida Dionisia lo cubrió con su voz cálida, volviéndose hacia la luz de aquel día tan hermoso, y lamentando no haber podido salir todavía a la calle:
—No me hallo en casa cuando la lluvia lava la cara del día y éste reluce como brote nuevo, juguetón...
A doña Norma le ocurría otro tanto, así que las dos continuaron hablando del sol y de la lluvia y del lunar en Itapoá o en Cabula, hasta que sin saber cómo desembocaron en Recife, donde vivía una hermana de doña Norma casada con un ingeniero pernambucano, y donde Dió residiera por unos meses antes:
—Me quedé más de siete meses. Llegué allí siguiendo a un polizón que me hizo perder la cabeza, un loco. Pero se fue por ahí...
¿Adonde no hubieran llegado las dos, a qué lejanos puertos, en ese diálogo intrascendente, sin motivo — hablar por el placer de hablar—, si doña Flor, al oír el carillón de una iglesia del Terreiro que anunciaba la hora del mediodía, no se alarmase e interrumpiese la amable plática?
—Normita, vamos a demorarnos mucho...
—Por mí no, a mí no me molesta, es un placer... — dijo Dionisia.
—En otra oportunidad vendremos con más tiempo — prometió doña Norma—. Hoy venimos con un propósito...
—Ustedes dirán...
—Esta amiga mía, doña Flor, no tiene hijos ni puede tenerlos. Está conformada así, en fin...
—¡Ah, sí! Tiene los ovarios dados vuelta. ¿No?
—Más o menos...
—Pero puede arreglarse... Marildes, una conocida mía, los arregló.
—Pero Flor no tiene remedio, ya se lo dijo el médico.
—¿El médico? — dijo, divertida, echando una carcajada—. Los médicos sólo saben decir palabras bonitas y escribir con mala caligrafía. Si la señora es joven debe ir a ver a Paizinho, él arregla eso en un dos por tres. ¿No le parece, don Joáo?
Joáo Alves asintió:
—¿Paizinho? Él le hace unos pases en la barriga y usted comienza a tener hijos sin parar.
Doña Norma resolvió cambiar el tema, dejar al hechicero con toda su fama y su reputación de babalaó. Sus ojos no se apartaban de la criatura dormida. ¿No sería mejor poner antes en limpio el asunto, saber si era realmente hijo de Vadinho?
Desde luego, no parecía tan negrito. Pero doña Flor precipitó la conversación, alzando la voz con la obstinada decisión de los tímidos:
—Vine aquí para hablar de un asunto serio, para hacerle una proposición y ver si llegamos a un acuerdo...
—Pues hable, joven señora, que por mi parte haré lo que pueda por satisfacerla.
—El niño... — dijo doña Flor, y se quedó sin saber cómo proseguir.
Doña Norma retomó la palabra:
—Usted tuvo un niño hace unos días, no?
Dionisia miró al chico y sonrió, confirmando alegremente.
—Mi amiga vino aquí para hablar con usted... ¿Sabe? Ella hizo una promesa cuando estuvo a la muerte: su primer hijo sería cura si el Señor del Bonfim le devolvía la salud. — Doña Norma se demoraba, pues esa historia, tramada en la víspera, nunca la había convencido totalmente—. Y bien, Dios la oyó y ella se curó, algo milagroso.
La mulata la escuchaba, curiosa por descubrir el eslabón que unía la enfermedad de la joven y el milagro del Señor del Bonfim con su chico. Doña Norma se apresuró a cumplir la misión, la tan incómoda tarea:
—Pero no habiendo tenido el hijo, ¿qué hacer para cumplir la promesa? Únicamente adoptando una criatura, criándola como a un hijo propio para mandarlo después al seminario a estudiar... Le hablaron de su niño y lo eligió...
Dionisia sonrió dulcemente, ¿no era eso un elogio a su niño? Doña Norma interpretó la sonrisa como una aprobación y aclaró:
—Ella quiere adoptar al chico, pero adoptarlo de verdad, con documentos, todo legal y para siempre. Para llevarlo y criarlo como a un hijo.
Dionisia se quedó inmóvil, en silencio, los ojos entrecerrados. ¿Habría entendido bien las palabras de doña Norma o sólo estaba escuchando la canción lejana?
Quisiera
en tus brazos morir,
antes morir
que seguir viviendo así...
«Antes morir», murmuró para sí, y cuando volvió a abrir los ojos había desaparecido la cordialidad anterior y una nueva atmósfera surgía de su mirar vidrioso, del rictus formado en su boca.
—¿Y por qué? — preguntó sin alzar la voz—. ¿Por qué escogió a mi hijo? ¿Por qué precisamente el mío?
El suyo debía ser un sufrimiento implacable, inhumano, pensó doña Norma. ¿Qué madre desea separarse de su hijo? Incluso siendo pobre, sin recursos, viviendo en la miseria, aun así, es como desgarrarse el corazón.
—Alguien habló de su nene, dijo que era fuerte y sano... y que usted no tenía medios para educarlo...
Si no fuese por el bien de la criatura — explicaba—, si no se tratase del hijo de Vadinho, con todas las implicaciones que eso entrañaba, doña Norma no estaría allí, haciendo de intermediaria para semejante proposición, arrancándose de la garganta las palabras. Pero ¿sería verdaderamente hijo de Vadinho? Esta Dionisia era una mujer de vientre sucio. El niño había salido todavía más oscuro que ella. ¿Dónde estaban los cabellos rubios de Vadinho? Doña Norma hizo un nuevo esfuerzo, sin embargo, pues para el niño eso era lo mejor, ya que tendría el futuro asegurado:
—El Terreiro está repleto de criaturas que andan por ahí, por las calles, y mi compadre Joáo Alves está lleno de nietos inventados, yo misma soy madrina de uno. Todos pasan hambre, todos viven en la inmundicia, pidiendo limosna, incluso robando... Mi amiga no es ninguna millonaria, pero tiene de qué vivir y puede darle al pobrecito otra situación, otra vida. No va a pasar hambre ni terminar en la cárcel, va a estudiar para padre y celebrar misa...
Como si oyera y entendiese el sermón de doña Norma, la criatura se despertó lloriqueando. Dionisia abrió la bata, dejó libre el pecho y, acomodando al niño, le dio de mamar. Escuchaba a la visita en silencio, como si estuviera pesando cada uno de sus argumentos. Doña Norma seguía pintándole el cuadro del futuro que tendría su hijo, rodeado de bienestar y de cariño, sin faltarle nada. Es cierto que para la madre sería un sacrificio, pero sólo una mujer egoísta condenaría el hijo al hambre, a un vida miserable, cuando una persona bondadosa estaba dispuesta... Doña Flor era buenísima, imposible encontrar un ser mejor...
Dionisia ajustó el seno en la boca del niño, ya casi saciado. Para dar la respuesta se volvió hacia la ventana en donde había permanecido el negro Joáo Alves, y se dirigió a él como si las dos mujeres no merecieran atención:
—¿Ve usted, Joáo, cómo tratan a los pobres? Ésa que está ahí — dijo apuntando con el labio a doña Flor— no es mujer capaz de parir un hijo y como quiere cumplir una promesa averiguó dónde había nacido alguno últimamente. Supo que Dionisia de Oxóssi, ramera con mucha salud y más pobreza, había tenido uno, y sin más le dijo a la amiga: vamos allá a buscarlo... Ella hasta lo va a agradecer, la apestosa...
Doña Norma intentó interrumpirla:
—No sea injusta... No...
La perezosa voz de la mulata (impertérrita, amargada, entre olas de frío y de calor) prosiguió:
—Pero ni siquiera tuvo coraje para hablar ella misma; le pidió aquí a la señora, su comadre, que hiciera el pedido, que sirviera de abogada. «Vamos allá a buscar el hijo de Dió, que es un bítelo de grande y de bonito, y va a ser un sacerdote de categoría. La madre se está muriendo de hambre y lo da para toda la vida, con papeles firmados; y hasta se queda contenta por librarse del bulto. Y si no lo quiere dar, es porque no vale para nada, porque es una basura que sólo sirve para meretriz.» Esto es lo que dijo, señor Joáo, ya lo oyó usted. Ella piensa que una, como es pobre, no tiene sentimientos; piensa que una, como es ramera y vive haciendo esa vida atroz, perdió hasta el derecho de criar a sus hijos...
Doña Norma intentó de nuevo explicar:
—No diga eso...
El niño terminó de mamar, echando eructos de hartazgo, y Dionisia se puso de pie con el hijo en brazos. Erguida, con su belleza y su furia, una reina en toda su majestad. Mientras hablaba se movía, atendiendo a la criatura, lavándola en la palangana enlozada, cambiándole el pañal, poniéndole talco y vistiéndole con la camisita perfumada de espliego.
—Pero se equivocaron de dirección, soy una mujer para criar a mi hijo y hacer de él un hombre de respeto, y no necesito la limosna de nadie. Puede que no llegue a ser un padre con sotana, incluso puede que se convierta en ladrón. Todo puede suceder. Pero quien lo va a criar soy yo y como a mí me parezca. Va a ser el macho de «la zona». Nadie se va a burlar de él, y no se lo voy a dar a una ricacha que no quiso tomarse el trabajo de parirlo...
Se rió, mirando a la criatura y diciéndole suavemente:
—Sin olvidar que usted tiene padre para cuidarlo... Fue entonces cuando doña Flor explotó, casi gritando, inesperada y resuelta, con la fuerza de la desesperación:
—Sólo que su padre es mi marido... Yo no quiero a su hijo, quiero al hijo de mi marido... Usted no tenía derecho a tener un hijo de él, se metió con él porque quiso. Sólo yo tengo derecho a tener un hijo suyo.
Dionisia vaciló, como si hubiera recibido una bofetada en la cara:
—¿Quiere decir que usted está casada con él...? ¿Verdaderamente casada?
Habiendo explotado y sintiendo aliviado su corazón lleno de congoja, doña Flor volvió a su timidez, diciendo en voz baja y sin esperanza:
—Casada hace tres años... Disculpe, fue sólo por eso por lo que pensé en criar al chico como si fuera hijo mío, ya que no le puedo dar un hijo..., pero ahora he visto que la señora tiene razón, quien debe criar al hijo es la señora, que es su madre... Además, ¿de qué serviría? Vine porque quiero demasiado a mi marido y tuve miedo que se fuera para siempre tras el hijo. Por eso vine. El resto es todo mentira. Pero después de verla a usted pienso que con hijo o sin hijo, él no va nunca a dejar a la señora...
—No soy ninguna señora, soy una mujer de la vida nada más. Pero le juro por la salud de mi hijo que no sabía que él era casado. Si lo supiera no iba a tener un hijo de él, ni a pensar en arrimarme a él, en dejar la vida para poner casa y vivir con él como marido y mujer...
Acabó de vestir al niño. Doña Norma recogió la toalla y la atmósfera se hizo menos tensa. Doña Flor murmuró:
—Le juro que Vadinho es mi marido, todo el mundo lo sabe...
—Nunca me dijo nada... — Dió recibió la camisita de manos de doña Norma y puso la criatura en la cama para vestirla—. ¿Por qué él no me lo dijo? ¿Por qué me engañó así? — dijo pensativa. De su rostro había desaparecido la rabia y se dirigió a doña Flor con suma cortesía, casi con respeto—. Todo el mundo sabe del casamiento, me dice la señora... Puede ser... ¿Pero cómo no me lo dijo nadie nunca? Y yo conozco a toda su gente, a toda, hasta la madre...
—¿A la madre de Vadinho? La madre de él está muerta...
—Conozco a la madre, sí, y a la abuela... Conozco al hermano, Roque, uno que es carpintero de profesión...
—Entonces no es mi Vadinho... — y doña Flor se echó a reír, loca de alegría—. ¡Oh! Qué bobada, qué cosa más absurda y más linda...! Normita, ¡si es otro Vadinho...! Me dan ganas de llorar...
Al mismo tiempo Dionisia de Oxóssi puso al niño sobre la cama y se echó a danzar por la habitación, una danza de iawó en rueda de orixá, arrastrando al negro Joáo Alves con ella hasta el peji, para saludar y agradecer a Oxóssi. ¡Oké, mi padre, aró óké!
—¡No es mi Vadinho! ¡Mi Vadinho no está casado! ¡La única mujer para él es Dionisia, su mulata Dió...!
De repente se detuvo, mirando a doña Flor. (Doña Norma había tomado la criatura y la mecía en sus brazos):
—No me diga que la señora es la mujer del tocayo...
—¿Qué tocayo?
—Mi Vadinho y él sólo se tratan de ese modo, de tocayos, pues a los dos les llaman Vadinho. Sólo que el mío es Vadinho en vez de Valdemar, y el otro no sé de qué... Uno que es loco por el... — y no completó la frase.
Fue doña Flor quien la completó:
—... por el juego... Pues es ése mismo. Vadinho en vez de Waldomiro, mi Vadinho...
—Y le fueron a decir a usted que yo tenía un hijo de él... Qué gente más ruin...
Se abrió la puerta y apareció en ella un negro macizo y joven, sonriendo y mostrando unos dientes blancos que le rasgaban la boca y unos ojos domingueros:
—Buen día a todos...
Todavía danzando, la mulata Dionisia de Oxóssi se lanzó hacia él, descansando contra su pecho después de tanto susto, de tanta ira. Extendió los brazos y doña Norma le dio la criatura, que ella puso en manos de su hombre, del padre.
—Éste es mi Vadinho, chófer de camión, padre de mi hijo
—dijo presentándolo a doña Norma y a doña Flor—. Aquélla es la comadre de don Joáo y la otra, ¿a qué no sabes quién es?
—¿Y cómo lo voy a saber?
—Pues es la mujer del otro Vadinho, de aquél.
—¿Del tocayo?
—Del mismo...
—Vino aquí creyendo que el chico era hijo de él, del marido de ella; vino a buscarlo, quería criar a nuestro bichito, iba a convertirlo en un padre con sotana... — Soltó una risotada, y concluyó, con voz todavía más perezosa—: ¿Cómo es su nombre? ¿Flor? Pues va a ser mi comadre, va a bautizar a mi hijo... Vino a buscar un hijo... No le puedo dar un hijo porque sólo tengo uno, pero puedo darle un ahijado...
—Mi comadre doña Flor... — dijo el chófer del camión.
Tomando al niño, Dionisia se lo entregó a doña Flor. Una bandada de pájaros en vuelo cruzó el cielo, yendo a posarse en los aleros del arzobispado.
17
En los primeros tiempos de su viudez, tiempos de duelo, de luto riguroso, doña Flor andaba siempre de negro, silenciosa, sumida en una especie de divagación entre el sueño y la pesadilla, entre el creciente murmurar de las comadres y los recuerdos de los siete años de casamiento. Las comadres eran diez, eran cien, eran mil, con una solidaridad rumorosa y constante y todas con igual lengua viperina; llegaban siguiendo el rastro de doña Rozilda, rodeándola con una corte de chismes, elevando las voces en un coro de acusaciones contra Vadinho. Doña Rozilda actuaba como solista del coro, seguida de cerca por doña Dinorá.
Doña Flor, encerrada en su pena, en su ansiedad, flotaba en el mundo de sus recuerdos, reviviendo los momentos de alegría y las horas de amargura, queriendo retener la imagen de Vadinho, su sombra todavía expandida por toda la casa, aunque con más densidad en el cuarto de dormir y yogar.
En último término, ¿qué deseaban ellas, las innumerables comadres? ¿Qué querían las vecinas, las conocidas, las alumnas, las amigas; qué quería su madre viniendo desde Nazareth para hacerle compañía en aquel trance; y hasta las personas extrañas, como cierta circunspecta doña Enaide, una conocida de doña Norma?, ¿qué querían? Esa digna señora se había descolgado del Xame— Xame, en donde vivía, como si no tuviera marido, hijos y tareas domésticas, para venir, muy amable, a criticar la mala conducta de Vadinho con el pretexto de dar el pésame. ¿Qué deseaban ellas? ¿Qué pretendían al remover las cicatrizadas heridas, al volver a encender las extinguidas hogueras del sufrimiento? ¿Por qué le decía en tono de confidencia doña Enaide, como solidarizándose con ella, que conocía muy de cerca a aquella fatal Noémia, que ahora era una mujer gorda y casada (el marido escribía en los diarios), pero aún conservaba entre sus papeles un retrato de Vadinho?
Doña Flor vivía entre los buenos y los malos recuerdos: todos la ayudaban a llevar el luto, a atravesar ese tiempo gris de desesperación y ausencia, ese desierto de cenizas. Incluso cuando volvía sobre recuerdos e imágenes tan detestables como el de la ex alumna con su risa zumbona y su cinismo impúdico; incluso al herirse nuevamente con espinas como ésa, al rememorar tales humillaciones sentía una especie de agrio consuelo, como si las imágenes y los recuerdos, las espinas y las humillaciones, todo cuanto había vivido con él, fuera un lenitivo para este sufrimiento, el de ahora, inmenso e irremediable. Porque, finalmente, ¿quién había vencido, quién había salido triunfante de la apuesta, quién se había quedado con él? ¿Por quién se había decidido Vadinho, cuando un día doña Flor, habiendo llegado al último límite, le había dado un ultimátum? O ella, o la otra. Las dos, no: que se fuese con la tipa si quería (la inmunda daba a los cuatro vientos la noticia de su próximo amancebamiento con Vadinho); pero que se fuera cuanto antes, que se decidiese ya... ¿Y qué pasó, cuál fue su decisión? Noémia fue a aprender arte culinaria. Estaba en vísperas de casarse y el novio exigía una esposa con teoría y práctica de condimentos. El tal novio era un snob, un figurín metido a experto en cinematografía y literatura, muy satisfecho de sí mismo, y supuestamente erudito, que citaba autores y eructaba críticas: un joven genio que brillaba al sol de una gloria de puerta de librería. Por creer que era de buen gusto, quiso que Noémia dominase el arte del batapá y del carurú. «Quiero que se proletarice esta burguesa...» A ella le divirtió la idea y se inscribió en la Escuela Sabor y Arte.
Hija de una tradicional familia del Graca, rica y elegante, le parecía estupendo ser novia de un intelectual tan refinado; pero más espléndido todavía le pareció Vadinho con su aire de compadrito y sus ojos soñadores. Cuando la ilustre familia y el talentoso pretendiente se dieron cuenta, lo que estaba aprendiendo Noémia eran desvergüenzadas, y de las grandes, con Vadinho, en el burdel de Amarildes. Se armó un alboroto de todos los diablos, que amenazó con transformarse en un magnífico escándalo. Felizmente, las buenas maneras del novio prevalecieron sobre su momentánea vicisitud. Supo capear la situación con acierto y diplomacia: no era cosa de perder, por meros prejuicios, aquella perra rica, aquel baúl de oro. Sin embargo, no fueron suficientes su buena voluntad y su comprensiva colaboración, pues la fulana no quería dar por terminada la «intrascendente aventura», ya que se consideraba muy bien servida en materia de cama.
Que se fueran al infierno el novio y la familia. Lo que quería Noémia era fugarse con Vadinho, irse con él. Fue Vadinho el que no quiso. Cuando la cosa estalló y la diversión se convirtió en tema de pública maledicencia, y doña Flor, en uno de sus arranques violentos y raros, exigió una decisión inmediata — o ella o la otra—, él restituyó la moza al novio, al esteta, que ahora era todavía más snob y atrayente, pues al talento y a la erudición sumaba los cuernos; un novio macanudo, era difícil encontrar otro así.
«No son más que pavadas para pasar el tiempo», respondió cuando doña Flor, en el colmo de su aflicción, lo enfrentó y exigió que se definiese de una vez por todas. Nunca había pensado él en irse con la tal Noémia, todo había sido pura invención de la descarada, que además de puta era mentirosa y de las grandes.
¿Qué más querían las comadres? Doña Rozilda, doña Dinorá, esa doña Enaide que venía desde su morada en el Xam Xame, y todas las otras, decenas, centenas y millares de comadres en el coro infame de los resentimientos y los libelos, ¿qué más querían? ¿Para qué recordar ese incidente como prueba de la infelicidad conyugal de doña Flor, como prueba de que Vadinho era el peor de los maridos? Al contrario, ésa era la prueba más completa de su amor, de que la prefería a cualquier otra. ¿No tenía la tal Noémia riqueza y elegancia, palacete en Graca, talonario de cheques, cuenta abierta en el banco — y Vadinho había jugado fuerte en el interregno—, automóvil con chófer, clase de gimnasia, rudimentos de francés, y las últimas novedades en perfumes, vestidos y zapatos traídos de Río? ¿Con quién se había quedado él, a quién prefirió cuando se vio obligado a elegir? De nada sirvió el talonario de cheques ni la comodidad del automóvil que lo llevaba y lo traía de un lado a otro, ni los vestidos de Río, los perfumes de París, la exquisitez del lenguaje: «mon cheri, mon petit cocó, merde, quelle merde»; «á lócé de parler», como se dice en el francés de Bahía...
A Vadinho no le importaron ni el virgo destapado ni las súplicas: «Me debes la honra»; ni las amenazas: «Vas a ver, mi padre va a hacer que te castiguen, te va a meter en la cárcel.» Nada lo hizo vacilar siquiera a la hora de elegir. «¿Cómo puedes pensar semejante disparate, que yo te iba a dejar para vivir con esa porquería...» Colgó su jactancia de los cuernos del novio y se fue a la cama con doña Flor. ¡Ah! ¡Qué noche de paz y perdón! «Todo xixica para pasar el tiempo, sólo tú eres permanente, Flor, mi Flor de albahaca...»
Para las comadres Vadinho fue el peor de cuantos maridos existen en el mundo y doña Flor la más infeliz de las esposas. No tenía derecho a llorar, a apenarse, debía estar dándole gracias a Dios para librarla a tiempo de semejante castigo. Pero, indudablemente, doña Flor era la bondad en persona y sólo a doña Rozilda podía ocurrírsele exigir que la hija se alegrase, que celebrase con una fiesta la súbita muerte de Vadinho. A pesar de lo ruin que era, había sido su marido. Sin embargo, esta exageración de sentimientos, este luto riguroso, este duelo sin sentido, más allá del ceremonial obligado en los ritos de la viudez; esa cara pasmada y perdida, esos ojos vueltos hacia dentro de sí o que miraban fijos más allá del horizonte, fijos en el infinito, en la nada: todo eso era inaceptable para las comadres.
Sólo en una cosa estaban de acuerdo doña Rozilda y doña Norma, doña Dinorá y doña Gisa, las verdaderas amigas y las simples chismosas: doña Flor necesitaba olvidar cuanto antes aquellos años desdichados, necesitaba borrar de su vida la imagen de Vadinho, como si él nunca hubiera existido. Para ellas el tiempo del duelo estaba durando demasiado y por eso la rodeaban, para probarle con hechos que ella se había visto favorecida por la misericordia divina. La misma tía Lita, siempre dispuesta a disculpar a Vadinho, no ocultaba, sin embargo, su sorpresa:
—Nunca pensé que iba a sentirlo tanto... Doña Norma también se admiraba:
—Por lo que se ve, no va a olvidarlo nunca... Cuanto más tiempo pasa, más sufre...
Doña Gisa, instalada en sus conocimientos de psicología, discrepaba de las pesimistas:
—Es natural... Esto va a durar todavía unos días, pero se acabará; ya olvidará y volverá a vivir...
—Así es, sí... — decía doña Dinorá, que era de la misma opinión—. Con el tiempo se va a dar cuenta de que Dios vino en su socorro...
Las opiniones diferían, sin embargo, en cuanto al modo de ayudarla mejor. Doña Norma, fortalecida por el apoyo de doña Gisa, proponía que no se pronunciara el nombre de Vadinho. Las demás, bajo el férreo comando de doña Rozilda — y doña Dinorá era sargento en esa aguerrida tropa—, se deshacían en intrigas, denuestos y lamentos para convencerla de que al fin podía pensar en vivir una vida tranquila y feliz, en paz, con bienestar y seguridad. De cualquier modo, tanto si se guardaba un piadoso silencio como si se dejaba lugar a la ruidosa maledicencia, ella tendría que encontrar los caminos del olvido. Era tan joven aún, tenía toda la vida por delante...
—Si ella quiere, no ha de seguir viuda por mucho tiempo... — profetizaba doña Dinorá, que, en cuanto a hablar de vidas ajenas, poseía un sexto sentido, un don adivinatorio, una especie de videncia. Además, en su casa (herencia de un comendador español), en salto de cama y en trance, doña Dinorá echaba las cartas y adivinaba el futuro consultando una bola de cristal.
¿Por qué, se preguntaba doña Flor, ninguna de ellas venía a recordarle jamás una buena acción de Vadinho? Después de todo, en medio de incontables trapisondas, de vez en cuando prevalecían en sus actos la gracia, la generosidad, el sentido de la justicia, el amor. ¿Por qué entonces sólo medían la conducta de Vadinho con el metro de la ruindad, sólo pesaban sus actos con una balanza de maldiciones? Por otra parte, siempre había sido así. En vida de él las cotorras se relevaban unas a otras, transmitiendo con avidez las noticias desagradables, que tanto daño le hacían a doña Flor. «¡Pobrecita!: ¡ella, que merecía un marido recto y bueno, que le diera buen trato y la respetase!» Nunca sucedió, en cambio, que una comadre abandonase a toda prisa sus lares, sus quehaceres y sus ocios para venir a anunciarle con fervor y entusiasmo algún acto generoso de Vadinho:
—Flor, escuche pero no diga que yo se lo conté... Vadinho ganó en la quiniela y le dio todo el dinero a doña Norma para que ella elija un regalo de cumpleaños para usted... El aniversario está lejos todavía, ya lo sé, pero él tuvo miedo a gastar el dinero y quiso asegurar desde ahora el regalo...
Esto es lo que realmente sucedió en cierta ocasión y todas las comadres lo supieron, a pesar de que doña Norma se había comprometido a guardar el secreto. Mas si ella no hubiese roto la promesa, dada su incapacidad para callar tanto tiempo, más de veinte días, doña Flor nunca se habría enterado del gesto. Las otras cerraron la boca, ¿para qué tomarse la molestia de transmitir noticias alegres? Para eso no hay apuro ni entusiasmo; nadie sale corriendo a la calle a dar noticias que no sean malas. Para difundir éstas sobran heridas y nunca falta en ese caso quien se tome las mayores molestias, quien abandone el trabajo, interrumpa el descanso, se sacrifique. ¡Qué cosa más excitante es dar una mala noticia!
Cierta tarde, si no fuese por pura casualidad, doña Flor se habría ido para siempre. Aquella vez Vadinho había descendido al fondo de su ignominia, mostrándose en toda su bajeza. Ella incluso había llegado a hacer las valijas. (Siempre tenía un cuarto a su disposición en casa de los tíos, en Río Vermelho.) Por un pelo no se fue de una vez, rompiendo con él definitivamente. En esa ocasión la calle estaba llena de comadres, atraídas por los gritos y por el llanto. Todas ellas vieron llegar a Cígano, y todas lo oyeron hablar con voz trémula, siendo todas testigos de la reacción de Vadinho.
¿Y alguna de ellas le contó la escena a doña Flor, alguna le transmitió las palabras de Cígano? ¡Sí, qué esperanza! Ni una sola para un remedio, como si nada hubiesen visto u oído. Al contrario, las entrometidas apoyaban su decisión, le reconocían motivos de sobra para romper de una vez y para siempre con el canalla. Algunas incluso le ayudaban a hacer las valijas.
18
Aquella tarde, cuando él apareció, doña Flor se imaginó en seguida el motivo de su inesperada presencia. Cuanto más observaba su comportamiento, más se convencía: nunca había estado tan discreto con las alumnas, casi escondido en un rincón de la sala, dejándolas que terminasen tranquilas, en la cocina, durante la clase práctica, una torta de cumpleaños. Las mozas, que pertenecían a una nueva tanda, se reían entre ellas, manifestando una curiosidad que no intentaba disimularse, revelando su deseo de conocer al tan mentado marido de la profesora, con su fama singular: a su modo, era célebre. Finalizada la clase, cuando entre exclamaciones de elogio fueron invitadas con unas tajadas de la torta y unas copas de licor de cacao — una especialidad de la casa, orgullo de doña Flor, cuya competencia en licores de huevo y de frutas corría pareja con la fama de sus condimentos—, ella, con una pizca de jactancia y cierto aire vanidoso, lo presentó:
—Vadinho, mi marido...
Él no hizo ningún comentario, ninguna frase de doble sentido, ni siquiera una guiñada de ojos. Seguía estando serio y casi triste. Doña Flor conocía el significado de ese estado de ánimo, y lo temía. ¡Ah!, si pudiera retener a las alumnas toda la tarde y toda la noche, prolongar la conversación aun a riesgo de que el granuja mostrara la hilacha y saliera con alguna de sus osadías. ¡Ah!, si pudiera evitar el diálogo cara a cara con un Vadinho incapaz de mirarla de frente, encorvado bajo el peso de sus peores intenciones... Pero las alumnas, jóvenes y señoras de intensa vida social, bebieron el licor a toda prisa y se despidieron.
El día anterior, doña Ligia Oliva le había pagado — regiamente— un gigantesco encargo de dulces y saladitos, destinados a una recepción en homenaje a unos señores de San Pablo. Desde su casamiento doña Flor se había circunscrito a lidiar con la Escuela, rehusando los encargos, pero hacía algunas excepciones con las personas a quienes estimaba: «Tengo devoción por doña Ligia» — dijo cuando se comprometió a cumplir un encargo de tal magnitud.
Esas entradas extraordinarias, que casi siempre le llegaban en ausencia de Vadinho, las reservaba doña Flor para los gastos inesperados, una compra grande, una enfermedad, cualquier necesidad. Y hasta sucedía que llegaba a juntar algunos cantos, formando un fajo de billetes que ocultaba en distintos escondrijos de la casa. Eran ahorros destinados a la adquisición de utensilios domésticos, comprar obsequios de cumpleaños y pagar mensualidades de la máquina de coser, y en gran parte se agotaban en préstamos a Vadinho, de cien o de doscientos mil— réis...
Quiso esta vez el azar que, estando él en la sala, con aspecto de agotado, apareciera el doctor Zitelmann Oliva, que se había tomado la molestia (él, tan ocupado con sus ocho cargos, todos de brillo e importancia) de venir a pagar personalmente:
—Ando con este dinero en el bolsillo hace tres días... Hoy, cuando Ligia descubrió que todavía no había efectuado el pago, sólo le faltó pegarme...
—Pero, doctor, no se preocupe... Qué tontera...
—Dígame, don Vadinho — bromeó el figurón—. ¿Qué es lo que hace usted para que su mujer esté cada día más joven y bonita?
Conocía a doña Flor desde niña y también conocía hacía mucho tiempo a Vadinho, el cual de vez en cuando intentaba sablearlo (con poco resultado, por lo demás, pues el doctor Zitelmann era duro de pelar).
—Es la buena vida, doctor, es la buena vida que se da. Casada con un marido como yo, que no le da dolores de cabeza, que no le causa preocupaciones... Vive mimada, descansada, una vida feliz... — Y se reía, con su risa despreocupada, ¡tan alegre!, y doña Flor se reía también ante semejante descaro del marido.
Ese día no le pidió dinero. Seguramente había ganado en la víspera y aún le quedaba algo. Pero cuando a la tarde siguiente apareció inopinadamente, con la mirada baja, la cara seria, casi triste, ella adivinó en seguida el motivo de su llegada: venía por el dinero. Mientras las alumnas sorbían el licor y saboreaban la torta, alborotadas, mirando furtivamente al joven inmóvil, doña Flor, callada, con el corazón oprimido, se juró a sí misma tomar una resolución terminante. No le iba a dar ese dinero, ni todo ni una pequeña parte, ni un centavo. Lo había reservado para comprar una radio nueva. Oír la radio era el pasatiempo preferido de doña Flor, su mayor distracción: le volvían loca las sambas y las canciones, los tangos y los boleros, los programas cómicos, y sobre todo las radionovelas. Las oían juntas, ella, doña Norma, doña Dinorá y otras vecinas, trémulas y brillantes ante el destino de la condesa apasionada por el ingeniero pobre. Con la sola excepción de doña Gisa, que sentía un desprecio de erudita hacia tan baja literatura.
El aparato de radio, parte de su bagaje de soltera, era ya anticuado y no funcionaba muy bien; sólo daba gastos, descomponiéndose todos los días, fallando en los momentos más dramáticos, enmudeciendo en mitad de la escena más emocionante. Requería arreglos y más arreglos, inútiles y caros. Así que en esta oportunidad la decisión de doña Flor era irrevocable: no abriría la mano, no se desprendería de sus economías sucediera lo que sucediese. Finalmente tenía que poner término a ese abuso.
Las alumnas se fueron en medio de un revuelo de risas y un poco desilusionadas: ¿así que aquel sujeto cabizbajo, ensimismado en un rincón, era el tan mentado marido de la profesora, con fama de peligroso, de irresistible, el del caso con Noémia Fagundes da Silva? Francamente, no les parecía digno de ser codiciado, no llegaba ni de lejos a la altura de su excitante leyenda. Cuando se fueron, doña Flor se encontró a solas con Vadinho y con su propio miedo, la boca amarga, oprimido el corazón. El, haciendo un esfuerzo, se levantó, dirigiéndose a la mesa y llenando una copa de licor, comentó:
—Este licor es agradable pero se sube que es una maravilla; con él se agarra uno unas borracheras de miedo, unas perseguidoras horribles... Sólo el licor de genipa da un dolor de cabeza más grande...
Quería aparentar despreocupación; se acercó a ella y le ofreció su copa, amable y tierno:
—Prueba, querida...
Pero doña Flor lo rechazó, y también rechazó la caricia de su mano, que descendía por el escote de la blusa hacia los senos. «Hipocresía, nada más que hipocresía, son caricias para vencer mi resistencia e impedir que me niegue; caricias dirigidas a mi flaqueza de mujer.» Juntó todas sus fuerzas, pensó en los antiguos agravios, en la pequeña reivindicación de una radio nueva... Y se puso de pie, humillada, disgustada:
—¿Por qué no dices de una vez a qué viniste? ¿O piensas que no lo sé?
La cara de él reflejaba seriedad y tristeza. Vino porque tenía que venir, porque no había conseguido nada en ninguna parte, pero no venía contento, no venía con su gesto franco y su risa libre... ¡Ah, si le fuera posible no haber venido!
El también sabía cuál era el destino que doña Flor pensaba darle a ese dinero. Todavía no había venido don Edgard Vitrola, pues el viejo aparato continuaba en la sala, como pudo comprobar en cuanto abrió la puerta. Pero podía aparecer en cualquier momento con la octava maravilla del mundo: una belleza de mueble en madera de marfil y metal cromado, la última palabra de la mecánica, con ondas y bandas, kilovatios y voltajes, que podía captar las más lejanas emisoras, las de Japón, Australia, Addis— Abeba, Hong— Kong, sin olvidar los subversivos programas de Moscú, tanto más buscados cuanto más prohibidos. Doña Flor le había hecho llegar el urgente pedido del aparato a don Edgard por intermedio de Camefeu, tocador de birimbao y compañero inseparable de Vitrola.
Primero en el tranvía, con su palpito y su vergüenza, y después, caminando por la calle, Vadinho hizo el trayecto con el alma destrozada. Por una parte el apuro por llegar antes que el vendedor de radios, pues nunca un palpito lo había dominado de tal modo; por otra parte, el deseo de llegar tarde, después de Edgard, y así no encontrar ya ni la radio vieja ni el dinero pagado por doña Ligia, ganado por su mujer a costa de trabajo y de sudor: había pasado la noche entera junto al horno, después de un día atareado. Se sentía como partido en dos; en el tranvía, caminando por la calle, entrando en la casa, abriendo la puerta: partido en dos. Si don Edgard no hubiese venido... ¿Qué señal habría más cierta de que el palpito era infalible? Pero, si ya se encontrase con el nuevo aparato, esa noche se quedaría en casa junto a doña Flor, estrenándolo, oyendo música, riéndose con los chistes. Así, llegó a su casa partido en dos, dividido por la mitad.
¿Por qué no había llegado antes que él don Edgard? Ahora ya no tenía más remedio...
—¿Piensas que es sólo por interés por lo que te mimo?
—Sólo por interés y por nada más...
Doña Flor se endurecía: sólo interés, vil interés...
—¿Por qué no lo dices en seguida?
Era como si un muro los separase, en esa hora del crepúsculo en que la tristeza irrumpe desde el horizonte, ceniza y rojo, cuando cada cosa y cada ser viviente muere un poco al morir el día.
—Ya que lo quieres así no voy a perder más tiempo. Me tienes que prestar aunque no sea más que doscientos mil— réis.
—Ni un centavo... No vas a ver ni un centavo... ¿Cómo tienes coraje todavía para pedirme prestado? ¿Cuándo me devolviste ni siquiera un cobre? Ese dinero no sale de mis manos más que para las de don Edgard.
—Juro que te pago mañana, hoy lo necesito realmente, es un asunto de vida o muerte. Te juro que mañana te compro yo mismo una radio y todo lo que quieras... Por lo menos cien mil réis...
—Ni un centavo...
—No seas así, querida, sólo por esta vez...
—Ni un centavo... — repetía ella, como si no supiera decir otra cosa.
—Oye...
—Ni un centavo...
—Ten cuidado, no juegues conmigo, porque si no es por las buenas va a ser por las malas...
Dijo esto y comenzó a mirar en torno como para localizar el escondrijo. En eso, doña Flor perdió la cabeza y llevada por la desesperación corrió hacia el viejo aparato de radio en el cual, entre las válvulas gastadas, había ocultado el dinero. Vadinho la siguió, pero ella se apoderó de los billetes, desafiándolo a los gritos:
—Esto no lo vas a gastar en el juego. Sólo matándome... Los gritos cortaban la tarde, alertando a las comadres, que salieron a la calle:
—Es Vadinho, que le está sacando el dinero a Flor, pobrecita...
—¡Perro tenebroso! ¡Perro del infierno!
Vadinho, enceguecido, se abalanzó sobre doña Flor, perdiendo la cabeza, ofuscado por la ira, ira por hacer lo que estaba haciendo. Tomándola por las muñecas, rugió:
—¡Suelta esa mierda!
Fue ella quien golpeó primero. Al desprenderse de él, para impedir que la agarrase de nuevo, lo golpeó en el pecho con los puños cerrados y luego, con la mano abierta, le llegó a la cara. «¡Puta, me las vas a pagar!», exclamó Vadinho, mientras doña Flor gritaba: «Déjame, desgraciado, no me pegues, ¡mátame ya!, será mejor.» El le dio un empujón y ella cayó sobre unas sillas, gritando: «¡Asesino! ¡Miserable!» Y él la abofeteó. Una, dos, cuatro bofetadas. El estallido de los bofetones provocó en la calle la rebeldía y la conmiseración del coro de comadres. Doña Norma abrió la puerta y entró sin pedir permiso:
—O la deja, Vadinho, o llamo a la policía.
Él ni siquiera parecía verla: se había quedado con el dinero en la mano, los ojos extraviados, revuelto el cabello, mirando con espanto hacia el sitio en que yacía doña Flor, llorando pausadamente, quejándose con voz apagada. Doña Norma corrió a ampararla y Vadinho salió por la puerta con los billetes apretados entre los dedos. Al verlo, las vecinas se apartaron de la acera como si fuese el mismo demonio de los infiernos.
En ese preciso instante el taxi de Cígano frenó junto a la puerta. Vadinho sonrió al reconocerlo: aquella coincidencia era otra prueba más de la infalibilidad del palpito.
Había tenido el palpito mientras andaba caminando tan tranquilo por las calles, lo había sentido como una certeza total y absoluta, sin riesgo de engaño ni de mala suerte, una certidumbre total de que esa tarde y esa noche iba a hacer saltar todas las bancas del juego de la ciudad, una por una, comenzando por las ruletas del Tabaris y terminando por el antro oscuro de Paranaguá Ventura. Certidumbre que fue creciendo en él, dominándolo, exigiendo acción, obligándolo a deshacerse en una inútil peregrinación en procura de plata, y por último a ir, contra su voluntad, en busca del dinero de doña Flor.
Pero después de abofetearla se sintió como vacío, se le fue la certidumbre, desapareció el palpito. Se sentía hueco y ya no sabía qué iba a hacer con ese dinero, como si todo hubiera sido inútil. Mas, una vez en la calle, ante el taxi de Cígano surgido como por milagro — pues él tenía prisa por comenzar en el turno vespertino la maratón del siglo—, recuperó de nuevo la serenidad. Otra prueba indiscutible de la potencia del palpito — pensaba— es que sentía cierto calor en las manos y urgencia de partir. Ahora sólo veía ante sí las mesas de ruleta, la bolilla girando, el croupier, el 17, las apuestas, la mirada nerviosa de Mirandáo, a su izquierda como de costumbre, las fichas; ahora, de nuevo, para él ya sólo existía el juego. Iba a entrar al taxi, pero Cígano dio un salto, sorteando a las vecinas, muy agitado. Se veía que había llorado y con voz cargada de emoción le dijo:
—Vadinho, hermano, murió mi vieja, mi madrecita... Lo supe en la calle, vengo ahora de casa..., no la vi morir, dicen que me llamó cuando sintió el dolor...
Al principio Vadinho no prestó atención a las palabras del amigo, pero en seguida comprendió y apretó el brazo de Cígano. ¿Qué estaba inventando?, ¿qué absurda historia era ésa?
—¿Quién murió? ¿Doña Agnela? ¿Estás loco?
—Hace menos de tres horas. Mi vieja, Vadinho...
Él había ido muchas veces, siendo soltero, y aun después de casado, incluso junto con doña Flor, a comer la feijoada dominical de doña Agnela, en la terminal de Brotas. Era gordísima y cordial, y lo trataba como a un hijo; tenía flaqueza por el joven jugador y le perdonaba su vida libertina. ¿No era una copia, hasta en los cabellos rubios, del finado Aníbal Cardeal, juerguista insigne, su compañero, el padre de Cígano?
—Igualito al otro... Dos perdidos...
Nuevamente se sintió sin aire y sin energía, ¡qué día más molesto, más disparatado! Primero Flor, con su desdichada terquedad, y ahora Cígano atravesándose, al caer el crepúsculo, con el cadáver de doña Agnela...
—¿Pero cómo fue? ¿Estaba enferma?
—Nunca la vi enferma, que yo recuerde... Hoy, cuando salí después de almorzar, la dejé en la pileta, lavando ropa. Cantando, tan contenta que daba gusto verla... Sabes, hoy fue el día en que pagué el último vencimiento del coche. Tenía el dinero justo. Por la mañana, estuvimos contándolo los dos, ella y yo... Me dio lo que había juntado durante el mes, todo en billetes de diez y de dos mil— réis. Estaba alegre porque ahora el coche era mío de verdad — hizo una pausa esforzándose por no llorar—. Dicen que de repente sintió un dolor en el pecho. Que sólo tuvo tiempo para decir mi nombre y cayó muerta... Lo que más me duele es no haber estado allí: estaba pagando el documento del coche... Isidro, el del bar, vino a avisarme a la plaza... Fui corriendo... ¡Ah!, hermanito, ella ya estaba fría, los ojos desencajados... Ahora vine a verte porque estoy sin un cobre, todo el dinero se fue en el pago del coche... El mío y el de ella, el de mi vieja...
¿Oirían las comadres su voz contenida? Las comadres también morían un poco con la agonía del sol, desvanecidas en la penumbra cuando Vadinho le entregó a Cígano, junto con el dinero manchado por la violencia, su límpido palpito de victoria.
—Es todo lo que tengo...
—¿Vienes conmigo? Tengo tanto que hacer...
—¿Cómo no voy a ir?
Libres de la presencia de Vadinho, las comadres fueron entrando a la casa: en el cuarto estaba doña Flor con las maletas, y doña Norma procurando disuadirla. Las chismosas no comprendían las razones de doña Norma. Sólo doña Flor tenía razón, carradas de razón. En el coro de cuchicheos se las oía:
—¡Qué vida más injusta! ¿Cómo se puede martirizar así a una persona?
—Lo que debía hacer es largarlo de una vez...
—Atreverse a pegarle... ¡Qué horror!
Doña Flor nunca creyó que ellas no hubiesen oído la conversación con Cígano, la noticia del fallecimiento. Si no hubiera sido por don Vivaldo, el de la funeraria, doña Flor no habría sabido del fallecimiento de doña Agnela ni de cómo había empleado Vadinho el dinero. Don Vivaldo pasó por allí de casualidad. Aprovechando que estaba en las inmediaciones, fue a llevarle la receta de un guiso de bacalao, de origen catalán; una delicia que se saboreaba en los pantagruélicos almuerzos en casa de los Taboada, en cuya mesa jamás se habían servido menos de ocho o diez platos, un derroche. Al ver humedecidos los ojos de doña Flor, comentó la triste noticia: ¡pobre doña Agnela! Él acababa de saberlo, se había encontrado con Vadinho y Cígano, e iba a mandar el ataúd, prácticamente sin ganar nada. Doña Agnela lo merecía: fue una esclava para el trabajo, y siempre tan jovial, una persona excelente. Don Vivaldo había ido una vez, con Vadinho, a hacerle honor a su feijoada...
Sólo entonces doña Dinorá y las otras comadres relacionaron las palabras y los gestos con el dinero que vieron cambiar de mano en las sombras del crepúsculo. Por lo menos eso dijeron; créalo quien quisiere.
Don Vivaldo se despidió, comprometiéndose a venir a probar el plato español cuya receta le había costado insistir mucho y dar una propina: tuvo que sobornar a la cocinera de los Taboada, pues doña Antonieta era celosa de sus secretos culinarios.
Doña Flor conoció a doña Agnela en aquellos inolvidables días finales del noviazgo, en vísperas de casarse, cuando pasaba las tardes con Vadinho en la casita secreta de Itapoá. El disipado dueño de casa, ocupado durante el día en sus negocios de tabaco, reservaba las noches para las mujeres, a las horas muertas de la madrugada. Pero sucedió que estaba de paso en Bahía una carioca sensacional, que sólo tenía una tarde libre. Y Vadinho recibió un mensaje: que ese día no utilizara el discreto lugar.
En el taxi pensaron adonde irían. Ella rechazó el cine, la matinée del imprudente manoseo; y él no podía llevar a un burdel a su futura esposa. ¿Visitar a tía Lita en Río Vermelho? ¿Y si aparecía por allí doña Rozilda? Cígano propuso que fuesen a ver a doña Agnela, que estaba deseosa de conocer a la novia. Y pasaron la tarde con la gorda lavandera, charlando y tomando café, mientras Vadinho se obstinaba en besar a doña Flor, que se encogía toda. Doña Agnela quedó encantada con la moza, haciéndole un discurso lleno de advertencias y de compasión:
—Se va a casar con este loco... Dios la proteja y le dé paciencia, que va a necesitarla mucho. La peor gente del mundo es la que juega, hija mía. Viví más de diez años con uno igualito a éste... De pelo rubio como él, blanco, de ojos azules..., un perdido por el juego, tiraba con todo. Hasta un medallón que me dejó mi madre el muy loco lo vendió para enterrar el dinero en el vicio. Lo perdía todo y se ponía furioso y cuando venía me gritaba, me pegaba...
—¿Le pegaba? — preguntó con voz tensa doña Flor.
—Cuando bebía demasiado, ya lo creo... Pero sólo cuando bebía demasiado...
—¿Y usted lo soportaba? Yo no se lo permitiría... a ningún hombre... — Doña Flor se estremecía de indignación con sólo pensarlo—. Nunca lo permitiré.
Doña Agnela sonrió, comprensiva y experimentada. ¡Doña Flor era todavía tan jovencita, ni siquiera había comenzado a vivir!
—¿Qué iba a hacer, si lo quería, si ése era mi destino? ¿Iba a dejarle sólito, con esa vida angustiosa, sin nadie que lo cuidara? Era chófer, como Cígano, sólo que trabajaba para otros, a porcentaje. Nunca juntó dinero para poder comprar un coche, el manirroto. Todo cuanto yo podía guardar él lo perdía, me lo sacaba aunque fuese por las malas. Murió en pleno desastre. Lo único que dejó fue un hijo chiquito que yo tuve que criar... — Miraba a doña Flor con afecto y lástima—. Pero le voy a decir una cosa, hija mía... Si él se me apareciese, de nuevo volvería a juntarme con él otra vez. Desde que murió, nunca más quise saber de ningún hombre, y mire que no me faltaron proposiciones, incluso de casamiento. Me gustaba, ¿qué podía hacer yo, dígame, hija mía, si ése era mi sino?
«Era mi sino, lo quería...» Y ahora, ¿qué es lo que podía hacer doña Flor? «Dime, Normita, ¿qué puedo hacer?» «Vaciar las valijas, vestirse de oscuro e ir al velatorio de doña Agnela.» «¿Qué es lo que puedo hacer si es mi destino, si lo quiero?»
Sí, doña Norma iría con ella. Doña Norma era aficionada a los buenos velorios, con lágrimas, sollozos, flores rojas, velas encendidas, ceremoniosos abrazos de pésame, oraciones, cuentos y recuerdos, anécdotas y risas, un café bien caliente, unos bizcochos, un trago a la madrugada..., nada había para ella igual a una velada fúnebre.
—Me cambio de vestido en un minuto...
«¿Qué puedo hacer?, dime, Normita, si él es mi destino... ¿Dejarlo sólito, sin nadie que lo cuide? ¿Qué puedo hacer, dime, si estoy loca por él, si no podría vivir sin él?»
19
Sin él no sabe vivir, no puede vivir. Y ahora, cómo acostumbrarse, si es otra la luz del día envuelto en ceniza: un crepúsculo metálico en que los vivos y los muertos se confunden en los mismos recuerdos. Tantas imágenes y figuras en torno a Vadinho, tanta risa y tanto llanto, y el bullicio, el calor, el tintinear de las fichas y la voz del croupier. Sólo en el fondo de la memoria se afirmaba la vida, plena como la luz de la mañana y de las estrellas nocturnas, venciendo al crepúsculo en coma, con los estertores de la muerte.
Doña Flor, insomne en su cama de hierro, sintiendo el abandono y la ausencia, sigue el derrotero del pasado, con sus puertos de bonanza y sus mares tempestuosos. Reúne momentos diversos, nombres, palabras, el son de una ligera melodía, y va reconstruyendo el calendario. Desea romper el cerco de acero de ese crepúsculo, más allá del cual están el día de trabajo y la noche de descanso, la vida propiamente dicha. No este vivir en un tiempo gris, de luto, no este vegetar en un asfixiante pantano, en esta vida suya sin Vadinho. ¿Cómo salir de ese círculo de muerte, cómo cruzar la puerta estrecha de este tiempo despojado? Sin él no sabe vivir.
A veces Vadinho había sido tan ruin como sentenciaban las comadres, doña Rozilda, doña Dinorá y las otras chismosas, en cambio en otras oportunidades eran injustas, acusándolo sin motivo. Ella misma, doña Flor, había procedido así más de una vez.
Un día, por ejemplo, él se fue de viaje intempestivamente; doña Flor lo supo en el último momento e imaginó lo peor, pensó que lo perdía para siempre. No creía que él regresara de Río de Janeiro, con sus luces mágicas, sus avenidas bulliciosas, los casinos, centenares de mujeres a su disposición. ¿Cuántas veces no le había oído a Vadinho proclamar: «Un día de éstos me largo para Río, ahí sí que se vive, y no vuelvo más...»?
Puro disparate, aquel viaje. Fue una invención de Mirandáo para obtener dinero: organizó una caravana de estudiantes de agronomía que iría a «visitar los centros de estudio de Río de Janeiro» durante las vacaciones. Recorrió los comercios en compañía de cinco colegas, sacando el dinero a medio mundo con un Libro de Oro. Sableó a los banqueros, los industriales, los empresarios, los tenderos, los comerciantes más diversos, los políticos del Gobierno y de la oposición. En unos cuantos días reunió un montón de dinero y creó todo un problema: por cortesía hacia los políticos había cambiado tres veces, en sinceros gestos de homenaje, el lema de la embajada. De los tres nombres ilustres, ¿cuál elegir ahora? Mirandáo propuso una solución extremadamente simple: dividir entre los organizadores el dinero recogido y disolver en el acto la caravana, dando por visitados los centros de estudio. Pero los cinco colegas, unánimemente, estuvieron en desacuerdo: querían hacer el viaje, y conocer Río. Incluso estaban dispuestos, si se presentara la ocasión, a visitar la Escuela de Agronomía y recorrer sus dependencias. Una vez conseguidos los pasajes gratuitos, facilitados por la Secretaría de Agricultura del Estado — se cambió por cuarta vez el nombre de la caravana, en homenaje al generoso secretario de Estado—, el día de la partida, casi a la hora de salida del barco, hubo una deserción; uno de los seis pícaros contrajo la fiebre palúdica y el médico le prohibió viajar cuando ya no quedaba tiempo para invitar en su lugar a otro estudiante ni para vender a bajo precio el inútil pasaje.
Vadinho había acompañado a Mirandáo hasta el muelle y estaba presente cuando se discutió el caso. Fue entonces cuando el otro le preguntó, de repente:
—¿Por qué no vienes tú también, aprovechando el pasaje?
—No soy estudiante...
—Pero, señor..., eso no tiene importancia; lo eres desde ahora..., sólo que tienes que apurarte, el barco sale dentro de dos horas...
Era el tiempo justo para ir corriendo a casa, juntar unas mudas y unas camisas y el traje azul de casimir, mientras Mirandáo, amigo capaz de cualquier sacrificio, hacía frente a las lágrimas de doña Flor.
No volvería más, estaba segura. No era tan boba como para creer aquella historia absurda de la Embajada Estudiantil en viaje de estudios. Si Vadinho no era estudiante de nada, ¿cómo iba a formar parte de una caravana universitaria? El único estudio de Vadinho era el del Libro de palpitos, con todas las interpretaciones de los sueños y de las pesadillas, indispensable para todo aquel que quiera ganar en la quiniela. Sin duda él se iba siguiendo el rastro de una vagabunda cualquiera, hacia ese abismo de depravación que es Río de Janeiro. Cuanto más le juraba Mirandáo por la sagrada memoria de su madre y por la salud de sus hijos, más escéptica se sentía doña Flor... No podía creer semejante cuento... ¿Por qué venía Mirandáo, su compadre, a hacer tal papelón, a causarle semejante disgusto, burlándose de sus sentimientos con una mentira tan vil? Si no sentía por ella ninguna estima ni consideración, ¿por qué entonces la invitó a ser madrina del hijo? Si Vadinho quería abandonarla, irse con cualquier perdida, mudarse a Río, que por lo menos obrase como un hombre y viniese personalmente a decir la verdad, en vez de mandar en lugar suyo al compadre con aquel cuento infantil, abusando de la amistad de ella y dándole diploma de idiota. «Pero, comadre, si es verdad, la pura verdad..., le juro que dentro de un mes regresamos.» ¿Para qué toda esa comedia? Vadinho no volvería más, estaba segura.
Y sin embargo, regresó en la fecha prevista, con la caravana — de cuya existencia ya se había convencido doña Flor, pues el hijo mayor de doña Sinhá Terra, alumna suya, participaba en la excursión y en una carta se refería a Vadinho como a un «compañero estupendo»—. No sólo regresó, sino que le trajo un regio corte de seda extranjera, bonita y cara. Señal de suerte en la ruleta — pensó doña Flor— y de que él no la había olvidado durante los paseos, las fiestas, las novedades de Río, las noches de timba y farra. «¿Cómo te iba a olvidar, mi bien, si sólo fui para hacerles un favor a los muchachos, pues la Embajada no podía quedar incompleta?» Llegó usando chaleco, muy carioca, muy bien hablado. Se había relacionado con mucha gente; citaba nombres: el cantor Silvio Caldas, la estrella de teatro Beatriz Costa.
A Silvio se lo había presentado Caymmi en el casino de Urca, en donde el músico estaba contratado. «Es tan idéntico a las fotografías que uno no cree que sea él, tú lo vas a ver cuando venga. Me dijo que viene en marzo y le prometí que tú le ibas a dar un almuerzo, todo de platos bahianos. Es un aficionado a la cocina», decía y se desgañitaba elogiando su simplicidad y su modestia. ¡Con cuánto placer prepararía doña Flor ese almuerzo, si un día surgiera tan remota oportunidad, siendo como era una admiradora entusiasta del cantor, de voz tan brasileña, al que oía siempre por radio!
Envuelta en el corte de seda que se le deslizaba por los hombros, cubriéndola y descubriéndola, con la alegría del regreso de Vadinho, doña Flor se deshojaba en risas y suspiros yogando en la cama con el marido. Ese momento de amor era aún más dulce para ella a causa de una pizca de remordimiento: lo había juzgado mal, agresiva e injusta estuvo al dudar de él, de su «más lindo estudiante...».
De lo que jamás tuvo noticia doña Flor fue de la energía que le costó a Mirandáo arrancar a Vadinho de los brazos de Josi y llevarlo al barco que regresaba. Josi era el nombre de guerra de la lusitana Josefina, corista de la Compañía Portuguesa de Revistas Beatriz Costa, que se había apasionado locamente por el mozo bahiano (y viceversa). Se conocieron cuando la Embajada Académica, que obtuvo entradas gratuitas para el teatro República, fue a los bastidores después del espectáculo para felicitar a Beatriz, sus artistas y sus coristas. Vadinho puso el ojo en Josi, que todavía llevaba el vestido de pescadera, y Josi midió de arriba abajo al falso estudiante; los dos se rieron y media hora después comían juntos unas fintas de bacalao en la tasca cercana. Josi pagó la cuenta, tanto esa primera vez como todas las otras hasta que él se fue. Con su tiempo repartido entre la portuguesa y los casinos, Vadinho se olvidó por completo de la fecha de embarque, de la hora de partida, y del regreso a Bahía. Mirandáo tuvo que apelar a la energía y a los sentimientos:
—Ya me bastó con ver llorar a mi comadre una vez, no quiero verla de nuevo... Si yo llegara sin ti, ¿qué no me diría mi comadre?
De todo esto nunca tuvo noticias doña Flor, ni supo jamás el verdadero origen del corte de seda francés, que no fue comprado en Río, sino ganado en una partida de póker a bordo, el día antes de llegar el barco a Salvador, cuando los miembros de la caravana, todos ya sin dinero, arriesgaban a la baraja los regalos y los recuerdos cariocas. Vadinho le ganó el corte de seda a uno de los estudiantes, y a otro un par de relucientes zapatos de charol y un lazo mariposa con pintas azules, muy de moda. Lo que él jugaba en la apuesta era una magnífica foto de Josi, grande y a todo color, con vidrio y moldura dorada, en la cual la aldeana se exhibía en una escena de teatro con bombacha y pórtasenos y una pierna levantada, ¡una locura de nena! Con su torpe letra escribió en la dedicatoria: «A mi bahianito adorado, su nostálgica Josi.» El retrato fue finalmente adquirido, después de un largo tira y afloja, por otro compañero de viaje, un joven abogado deseoso de causar la envidia de los amigos con el relato y las pruebas de sus sensacionales conquistas metropolitanas. Y así fue como Josi financió también el desembarco de Vadinho y contribuyó a la alegría de doña Flor, que ahora gozaba en los brazos del marido mientras el corte de seda la cubría y descubría y finalmente rodaba a los pies de la cama.
¿Cómo vivir sin él? Abrumada por la ausencia, debatiéndose entre la niebla, encadenada, ¿cómo traspasar los límites del deseo imposible?, ¿cómo volver a encontrar la luz del sol, el calor del día, el aire matinal, la brisa de la tarde y las estrellas del cielo, el rostro de la gente? No, sin él no sabía vivir y por eso quería recuperarlo entre aquella bruma de tristezas, risas y emociones, en ese mundo de él siempre sorprendente.
Podían las comadres recordar los malos momentos, las agrias disputas, las trampas en asuntos de dinero, las noches en que no venía a casa, la borrachera, en compañía de quién sabe qué mujeres, la locura del juego. Pero ¿por qué no abrían su boca de mal agüero para recordar los días excitantes de la estadía de Silvio Caldas en Bahía, cuando doña Flor no tuvo ni un solo minuto de descanso, pero tampoco de tristeza? Una semana perfecta, sin un solo aspecto detonante; doña Flor conservaba en la memoria cada detalle, todo un tesoro de alegría, toda una fiesta. Ella fue durante esa semana, por así decir, una especie de reina del agitado barrio; de Cabeca al Largo 2 de Julio, de Areal de Cima al Areal de Baixo, de Sodré a Santa Teresa, de Preguica a Mirante dos Aflitos. Su casa estaba llena de gente importante, pero importante de verdad, llamando a la puerta, pidiendo permiso para entrar. Pues, a pesar de ser huésped del Pálace Hotel, era en casa de Vadinho donde Silvio se sentía a sus anchas, recibiendo y conversando como si ésa fuera su casa y doña Flor su hermana menor. Sin hablar de los conocidos, como el banquero Celestino, el doctor Luis Henrique y el mismo don Clemente Nigra, vinieron a su casa los más grandes personajes de Bahía, ya sea para asistir al famoso almuerzo, ya para saludar, otros días, al cantante, para darle la mano. Eran visitas que hubiesen puesto a doña Rozilda en éxtasis, en la cumbre de la exaltación, si por suerte no hubiese estado en Nazareth das Farinhas convirtiendo en un infierno la vida de la nuera, que, según Héctor, esperaba por fin el primer hijo.
De aquel almuerzo conservaba doña Flor no sólo un nítido recuerdo, sino también los recortes de las noticias en los diarios. Dos periodistas conocidos de Vadinho, aquel Giovanni Guimaráes tan dado a la risa y a inventar sucedidos, y un negro, un tal Batista, mujeriego de prestigiosa reputación en los burdeles, ambos insaciables comilones, reseñaron el acontecimiento en sus periódicos. Giovanni hizo mención al «incomparable ágape ofrecido al notable cantor por el señor Waldomiro Guimaráes, celoso funcionario municipal, y por su distinguida esposa, doña Florípedes Paiva Guimaráes, cuyos méritos culinarios se unen a una extremada bondad y a una perfecta cortesía». A su vez, el negro Joáo Batista se conmovía con el número de platos: «... finísima y abundantísima comida de sabor insuperable, en la que fueron servidos los principales manjares de la cocina bahiana, además de doce postres distintos, y que puso de manifiesto la grandeza de nuestro arte culinario y la calidad de las manos de hada de la señora Flor Guimaráes, esposa de nuestro suscritor Waldomiro Guimaráes, uno de los funcionarios más dedicados y eficientes de la Municipalidad». Como se ve, los dos glotones se habían sentido tan llenos y contentos que no sólo elogiaron la comida y la mano de doña Flor, sino que también ascendieron a Vadinho a la condición de eficiente, celoso y dedicado funcionario, exageración un tanto increíble.
¿Por qué las comadres no recordaban también ese domingo del almuerzo? La casa estaba tan llena de gente que nadie se podía mover, y las mesas repletas de comida. El doctor Coqueijo, del Tribunal, músico en sus horas libres, pronunció un discurso ensalzando el arte de doña Flor; el poeta Helio Simóes prometió un soneto en alabanza de los condimentos de la «encantadora dueña de la casa, guardiana de las grandes tradiciones, cuidadora del dendé y de la pimienta». Y sin embargo, todas las comadres habían estado allí, cuchicheando sin parar un momento, tomando nota de todo. A las cinco de la tarde todavía muchos invitados y otros tantos colados bebían cerveza y cachaca, solicitando más canciones al intérprete, que daba satisfacción a todos los pedidos.
Lo mejor de todo, sin embargo, algo muy superior a los elogios hechos de viva voz y a los que aparecieron en los diarios, así como a los discursos y a los versos; lo que doña Flor ponía por encima de todo, incluso del canto de Silvio Caldas llenando de paz y armonía el cielo y el mar, fue el comportamiento de Vadinho. No sólo hizo frente a todos los gastos del almuerzo, ¿dónde habría conseguido tanto dinero y de una sola vez? (sólo la labia de Vadinho era capaz de tal milagro...), sino que ese día no se embriagó, bebiendo con moderación, atendiendo a los invitados, muy en dueño de casa. Y cuando el cantor tomó la guitarra, sin hacerse rogar, queriendo en verdad tocar y cantar en casa de sus amigos, cuando agradeció el almuerzo dirigiéndose a doña Flor: «Florcita, mi hermana...», Vadinho fue a sentarse junto a ella y le tomó la mano. A doña Flor se le subieron las lágrimas a los ojos, era una emoción demasiado intensa. ¿Cómo vivir sin él? Sin él, ¿dónde encontrar la gracia y la sorpresa, cómo acostumbrarse? En aquella ocasión leyó en el diario vespertino la noticia de la llegada del cantor para una breve temporada en el Pálace y en el Tabaris. Por invitación de la Municipalidad también daría una serenata en Campo Grande, para que todo el pueblo tuviera oportunidad de verlo y oírlo y cantar con él. ¿Habría ido Vadinho a esperarlo o no tenía noticias de su llegada? Al volver de Río, unos meses antes, sus labios no cesaban de pronunciar el nombre de Silvio Caldas, no hablaba de otra cosa. Le había prometido un almuerzo preparado por doña Flor. Algo absurdo... Un tipo tan famoso, que aparecía en los titulares de los diarios y en la tapa de las revistas, y que venía a Bahía por una semana... No le iba a alcanzar el tiempo ni siquiera para los compromisos y para las invitaciones de los ricachos; y, aunque quisiera, ¿de dónde sacaría el tiempo necesario para ir a comer a casa de un pobre?
«Figuras de la alta sociedad organizan una serie de homenajes para festejar la presencia entre nosotros del gran artista», anunciaba el diario. Desde luego, nada le gustaría tanto como hacerse cargo de todo el trabajo necesario para preparar el almuerzo; e incluso estaba dispuesta a gastar sus escasos ahorros — escondidos en una pata de la cama de hierro—, a derrochar el dinero del mes, a contraer deudas si fuera necesario, para recibir en su casa a un convidado así, y ofrecerle la verdadera comida bahiana. No dudaba de las cordiales relaciones establecidas en Río. ¿Acaso no era el cantor una presencia firme en las mesas de juego? Pero de ahí a que una celebridad así viniera a su casa mediaba gran distancia. Aunque para Vadinho no existían las distancias ni ninguna clase de obstáculos; para él nada era imposible en la vida, todo era fácil. Con cierta melancolía, doña Flor comentó el asunto con doña Norma:
—Locuras de Vadinho... Inventa cada una..., un almuerzo a Silvio Caldas..., ¿te das cuenta?
Doña Norma, sin embargo, estaba entusiasmada:
—¿Quién sabe? A lo mejor viene. Chica, iba a ser como para que cerrara el comercio...
Doña Flor se contentaba con mucho menos:
—Yo me contento con ir a la serenata... Y eso si tuviera compañía... Si no, ni eso...
—Por la compañía no te preocupes, porque yo voy a ir de todos modos. Si Sampaio no quiere ir, entonces que tenga paciencia, se va a quedar sólito en casa. Voy con Artur...
En el programa de las diecinueve horas el noticiario radial anunció el debut del cantor, que tendría lugar esa misma noche, con una función para las familias en el elegante salón del Pálace Hotel, junto a las salas de juego; y a las dos de la mañana se presentaría en el Tabaris en una función para los bohemios y las mujeres de la vida. Doña Flor se limitó a pensar que en relación con todo ese movimiento en torno al cantor, sólo una cosa era segura: esa noche era inútil que esperase a Vadinho. Estando Silvio Caldas en la ciudad sería como si ella no tuviese marido. Cuando ellos, de madrugada, saliesen del cabaret, aún los aguardaba el último repliegue de la noche de Bahía con los misterios del Pelourinho, los caminos de las Sete Portas, el mar y los saveiros de la Rampa do Mercado.
Se durmió y tuvo un sueño. Un sueño confuso en el que se mezclaban Mirandáo, Silvio Caldas y Vadinho con su hermano Héctor, su cuñada y doña Rozilda. Estaban todos en Nazareth das Farinhas, en donde doña Flor socorría a la cuñada, embarazada y atada con una cadena al paraguas de la suegra. Las noticias de los diarios, la radio, y la carta del hermano se habían juntado en ese revoltijo, ¡qué sueño más raro! Furiosa, doña Rozilda quería saber cuál era el motivo de la presencia de Silvio Caldas en Nazareth. Y éste le respondía que se había descolgado por allí con el único propósito de acompañar a Vadinho en una serenata dedicada a doña Flor. «Las serenatas me dan asco», vociferó doña Rozilda. Pero él tomaba la guitarra y su voz de pétalo y terciopelo despertaba a la gente de Recóncavo en la noche del Paraguacu... Doña Flor sonreía, arrullada por la canción.
Sube la voz en la calle, y va despertando a doña Flor; pero el sueño es seguido de un milagro y la canción se hace cada vez más cercana. ¿Sueño o realidad? Ya se levanta la gente, acudiendo a oír. Doña Flor, aprisa, se pone una bata y se asoma a la ventana.
Y ahí están ellos: Vadinho, Mirandáo, Edgard Coco, el sublime Carlinhos Mascarenhas, el pálido Jenner Augusto de los cabarets de Aracaju. Y entre ellos, guitarra al pecho, la voz de Silvio, rompiendo a cantar para doña Flor:
... Al son de la melodía apasionada,
en las cuerdas de la guitarra sonora...
Hubo la serenata, con la calle alborozada; el almuerzo — el domingo—, del que hablaron hasta los diarios; el lunes, Silvio vino para preparar la cena, trayendo de todo: se puso un delantal, fue a la cocina... y sabía cocinar de verdad. En los días siguientes aparecía a cualquier hora, entraba y salía como por su casa y una vez fueron todos juntos a una capoeira. Pero entre todo lo que aconteció aquella semana, no hubo nada comparable al festival popular celebrado el martes, víspera de la partida de Silvio para Recife. En la noche de luna llena, desde lo alto del estrado del Campo Grande, cantó para la multitud, con el pueblo reunido en la plaza.
Doña Flor ni siquiera le había preguntado a Vadinho si iba a ir; él no se separaba del amigo para nada. Se limitó a comunicarle su decisión de ir en compañía de doña Norma y de don Sampaio, pues el dueño de la zapatería, con motivo de la serenata, hasta se había olvidado de su eterno cansancio.
¿Cuál no sería, pues, la sorpresa de doña Flor cuando inmediatamente después de la cena llegaron a la puerta de casa, en el taxi de Cígano, Silvio y Mirandáo con Vadinho? Venían a buscarla. «¿Y la comadre?», le preguntó ella a Mirandáo. Había ido antes con los chicos, ya debía estar allí. Mientras doña Flor terminaba de acicalarse, ellos prepararon un batido de limón.
Ella y Vadinho ocuparon asientos reservados para las autoridades. El gobernador no fue porque estaba en cama con gripe, pero instalaron un altoparlante en las inmediaciones del palacio para que Su Excelencia y señora pudieran oír. En los asientos se instalaron el intendente de la ciudad y su esposa, el jefe de la Policía con su madre y hermanas, el director de Educación, los jefes de la Policía Militar y del Cuerpo de Bomberos con sus familiares el doctor Jorge Calmon y otros hidalgos. Doña Flor, en medio de todo aquel señorío, se reía diciéndole a Vadinho:
—Qué pena que mamá no vea esto..., no lo creería. Nosotros dos sentados con el Gobierno... — Vadinho se rió con su risa zumbona y le dijo:
—Tu madre es una vieja chocha, no sabe que en la vida sólo valen el amor y la amistad. El resto no es más que superchería, presunción, no vale la pena...
De repente se oyó un acorde de guitarra y cesó totalmente el alegre rumor de la plaza. La voz de Silvio Caldas, la luna llena, las estrellas y la brisa, los árboles del parque, el silencio del pueblo: doña Flor cerró los ojos, reclinando la cabeza en el hombro de su marido.
¿Cómo vivir sin él, cómo atravesar este desierto, trasponer este crepúsculo, levantarse de este pantano? Sin él, todo es superchería, presunción, nada que valga la pena de vivir.
20
Recostada en la cama de hierro, un solo pensamiento aplasta a doña Flor, la lanza contra el fondo de sí misma, hecha jirones: nunca más lo tendría a su lado, en pleno alborozo, a su Vadinho. Nunca más. Esa certidumbre la hiere y la desgarra; es un puñal ponzoñoso que le hiende el pecho y le envenena el corazón, ahogando sus ansias de sobrevivir, su juventud ávida de subsistir. En la cama de hierro, al borde del suicidio, doña Flor. Sólo la sustentan su deseo y la persistencia de su memoria. ¿Por qué lo espera, si es inútil? ¿Por qué surge en ella el deseo como una llamarada, un fuego que le quema las entrañas, que la mantiene viva? Si es inútil, si él ya no volverá, amante impúdico, a arrancarle las enaguas o el camisón, o la bombacha de encaje; ya no volverá él a exponer su desnudez sin vello, diciéndole cosas tan locas que ella no se atreve a repetirlas ni en el recuerdo; tan locas e indecentes, pero tan lindas. ¡Ay! Ya no vendrá a acariciarle el cuello, las caderas y el vientre, despertarla y adormecerla con un temporal de deseo, un huracán que la arrebataba y la enceguecía, una brisa de ternuras, un céfiro de suspiros, y luego el desfallecimiento para el nuevo volver a despertar. ¡Ay!, ¡nunca más! Sólo el deseo y la memoria la sustentan.
«Andaba como un alma en pena, por la casa húmeda y lúgubre como una tumba.» Olor a moho en las paredes, en las tejas y en el piso, un frío abandono a la espera de las arañas y de las telarañas. «Una sepultura en la que ella se enterró con el recuerdo de Vadinho.» Doña Flor, toda de negro, de duelo por dentro y por fuera, deshecha. Su amiga doña Norma le decía:
—Esto no es posible, Flor. No es posible. Ya va a hacer un mes y sigues como alma en pena, dando vueltas por la casa. Y tu casa, que era una fiesta, se está llenando de moho. Dios me perdone, pero más parece una sepultura en la que te encerraste. Reacciona, acaba con eso, alivia ese luto...
Las alumnas se sentían como perdidas en aquella atmósfera en que las risas y las bromas sonaban a falso. ¿Cómo mantener la cotidiana cordialidad de las clases, la agradable sensación de pasatiempo, motivo del éxito principal de la Escuela de Cocina: Sabor y Arte, si la profesora sólo reía por compromiso y con esfuerzo? En sus lejanos tiempos de alumna, doña Magá Paternostro, la millonaria, declamaba, con pose cómica de recital escolar, desde el rellano del primer piso, un pastiche del Estudiante alsaciano...
Salve a la escuela risueña y sencilla
y a su joven y traviesa profesora...
Desde entonces habían aumentado las solicitudes de inscripción, porque cada una de las señoras le hacía publicidad gratuita, la recomendaban a las amigas: «Es formidable, cocina como nadie, sabe enseñar y es un encanto de persona. Las clases son tan divertidas, son dos horas de risa continua, de anécdotas, de bromas. No hay nada mejor para pasar el tiempo.»
A veces se veía obligada a rechazar alumnas, tantos eran los pedidos para las vacantes trimestrales en los dos cursos. Ahora, sin embargo, tres jóvenes habían abandonado ya el curso y hasta circuló la noticia del próximo cierre de la escuela. ¿Dónde estaba aquella «joven y traviesa profesora»? ¿Dónde estaban las «dos horas de anécdotas y bromas»? En la mitad de la clase, cuando las muchachas reían, de pronto doña Flor se quedaba como ausente, la mirada perdida, el rostro lleno de ansiedad. ¿Y a quién le gusta cargar con el difunto de los otros, días y más días a vueltas con ese muerto, como si no existieran los cementerios?
Su comadre Dionisia de Oxóssi vino a visitarla, trayendo consigo al diablito del ahijado. Vino vestida de oscuro como exigen los ritos de la cortesía, pero ya sonreía, pues había pasado casi un mes y con aquella visita completaba una serie de tres. El aspecto de tristeza de doña Flor la preocupaba, si la comadre seguía con esa melancolía iba a acabar mal.
—Entierre al tocayo de una vez, comadre..., si no va a comenzar a heder y va a consumir todo lo que hay aquí, incluso usted...
—No sé qué hacer. Sólo tengo descanso cuando me acuerdo de él...
—Pues junte todo lo que sea recuerdo del tocayo, junte la pesadumbre que le dejó y entiérrelo en el fondo del corazón. Junte todo, lo bueno y lo malo, entiérrelo todo y después acuéstese y duerma tranquila...
Con sus libros siempre bajo el brazo, vestida con un fresco y vaporoso vestido de verano que mostraba sus pecas y su salud, doña Gisa, su consejera, la reprendía:
—¿Qué es eso? ¿Cuánto tiempo va a durar esa exhibición?
—¿Qué puedo hacer? No es que yo lo quiera...
—¿Y su fuerza de voluntad? Dígase a sí misma: mañana comienzo una vida nueva; cierre las puertas al pasado, vuelva a vivir.
El coro de las comadres murmuraba, como en una letanía:
—Ahora, sin esa peste de marido, es cuando ella puede vivir feliz... Debía dar gracias a Dios...
En el patio del convento, don Clemente Nigra, contra el inmenso mar verdeazul, le dio una palmadita en la cara triste, contemplando su luto cerrado, desgarrador, su flacura, su abatimiento. Doña Flor iba a verlo para encargarle una misa con motivo de cumplirse un mes del fallecimiento.
—Hija mía — susurró el marfileño fraile—, ¿qué desesperación es ésa? Vadinho era tan alegre, le gustaba tanto reír... Siempre que lo veía me daba cuenta de que el peor de los pecados mortales es la tristeza, es el único que ofende a la vida. ¿Qué diría si la viese así? No le gustaría, no le gustaba nada que fuese triste. Si usted quiere ser fiel a su memoria, enfrente la vida con alegría...
Las chismosas voceaban en el barrio:
—Ahora sí, ahora sí que ella puede estar alegre; ahora que ese perro se fue al infierno.
Las figuras se movían en el fondo de la habitación como en un ballet: doña Rozilda, doña Dinorá y las beatas con su tufillo de sacristía; y doña Norma, doña Gisa, don Clemente, y Dionisia de Oxóssi sonriendo con su chico:
—Entierre la pesadumbre del tocayo en el corazón, comadre, y acuéstese y duerma.
Pero su cuerpo no se conforma, lo reclama. Ella reflexiona, piensa, oye a las amigas y les da la razón, es preciso poner término a esto, dejar de estar muriéndose todos los días, cada vez un poco más. Mas su cuerpo no se conforma y lo reclama desesperadamente. Sólo la memoria se lo devuelve, se lo trae, a su Vadinho, con su atrevido bigote, su risa zumbona, sus palabras feas pero tan lindas, su cabellera rubia y la marca del navajazo. Quiere irse con él, volver a tomar su brazo, irritarse con sus trastadas, ¡y eran tantas!, y gemir sin pudor, desfalleciente, en un beso. Pero, ¡ah!, es necesario reaccionar y vivir, abrir su casa y sus labios apretados, airear las salas y el corazón, tomar la carga de dolor que le dejara él, entera, y enterrarla bien hondo. ¿Quién sabe si así, a lo mejor, se calmaría su deseo? Siempre oyó decir que una viuda debe ser inmune a tales apetitos, a esos pecaminosos pensamientos, que su deseo debía marchitarse como una flor seca e inútil. El deseo de las viudas se va a la fosa con el cajón del finado, se entierra con él. Sólo una mujer muy zafada, que no hubiese amado a su marido, podía seguir pensando todavía en esas desvergüenzas. ¡Qué horrible! ¿Por qué Vadinho no se habrá llevado consigo la fiebre que la consumía, la desesperación que le entumecía los senos, haciéndole doler el vientre insatisfecho? Era tiempo de que enterrase de nuevo a su muerto y con toda su carga: sus malos tratos, sus maldades, sus desvergüenzas, su alegría, su gracia, su generoso ímpetu, y todo cuanto él plantó en la mansedumbre de doña Flor, las hogueras que encendió, esa dolorida ansiedad, esa locura de amor y ese ardiente deseo, ¡ay!, ¡ese criminal deseo de viuda deshonesta!
Pero antes, por lo menos una vez, una última vez, ella lo busca en la memoria y lo encuentra, y se va con él del brazo. Va muy paqueta, como en los tiempos de soltera, cuando ella y Rosalía, dos pobretonas, iban a fiestas en casas de burgueses opulentos y eran las mejor vestidas, dándose el gusto de superar en lujo a todas las demás.
¡Ah! ¡Principalmente una noche, más bella y terrible que todas, llena de novedades y sorpresas, de miedo y exaltación, de humillación y triunfo! ¡Con las emociones del salón de baile y del salón de juego, los nervios rotos, el corazón en fiesta! ¡Qué noche más maravillosa!
Por última vez con él, despacito. Paso a paso fue reconstruyendo el absurdo itinerario de aquella noche sin estrellas: la salida de casa, ellos dos, con doña Gisa, la cena, el tango, el espectáculo de las mulatas cimbreándose, el canto de las negras, la ruleta, el bacará, la fatiga, la ternura; la vuelta a casa en el de Cígano como en los viejos tiempos, y Vadinho besándola con impaciencia, allí mismo, a la vista de doña Gisa, que sonreía. Con un frenesí tal que le arrancó y destruyó el lujoso vestido nada más entrar en el dormitorio:
—No sé qué es lo que tienes hoy, querida, estás hecha una tentación y estoy loco por ti. Vamos, apúrate... Vas a ver lo que es gozar..., como tú nunca gozaste. Hoy es el día, prepárate. Te di lo que pediste, ahora vas a tener que pagar...
Caída en la cama de hierro, doña Flor se estremeció. Aquella noche la hiel se había transformado en miel y el dolor volvió de nuevo a convertirse en un supremo placer; nunca fuera una yegua tan violentamente montada por su fogoso garañón, ni nunca poseída una perra en celo tan licenciosa; era una esclava sometida a su lascivia, una hembra recorriendo todos los caminos del deseo, campiñas de flores y dulzuras, selvas de húmedas sombras y prohibidos senderos, hasta el reducto final. Noche en que fueron cruzadas las puertas más estrechas y cerradas, en que rindió el último bastión de su pudor. ¡Oh! ¡Deo gratias, aleluya! Fue la vez en que la hiel se transformó en miel y el dolor en raro, exquisito, divino placer: una noche de mutua, total entrega.
Fue en el cumpleaños de doña Flor, no hacía mucho, en diciembre último, en las vísperas de Navidad.
21
Paréntesis con el negro Arigof y el hermoso
Zéquito Mirabeau
Vadinho se despertó tarde, después de las once. Había llegado a casa de madrugada, con una mona fenomenal. Mientras se afeitaba notó que había en la casa un silencio desacostumbrado, se sentía la ausencia de las alumnas de la mañana. ¿Por qué no habría clase ese día? Entre las muchachas había una mulatita dorada, erguida y frágil, que le ponía ojos tristes y le hablaba con voz mimosa. Vadinho ya había decidido llevarla a dar un paseo en cuanto tuviera ganas y tiempo. Mientras tanto, que siguiera en la fila, esperando a que le tocara el turno. Por el momento se dedicaba a satisfacer las exigencias erótico— sentimentales de Zilda Catunda, la más insinuante de las tres despabiladas hermanas Catunda; pero presentía que se aproximaba el final de ese enconamiento, la engreída pretendía controlar sus pasos, dominarlos, y hasta le había dado la manía de tener celos, incluso de doña Flor, la muy atrevida. Pero si no era día santo ni feriado, ¿por qué no había clases? A la salida del baño se encontró con una atmósfera festiva: doña Norma ayudaba en la cocina, tía Lita limpiaba los muebles y Thales Porto se había instalado en la perezosa, con los diarios y una copa de licor. Había en el aire un perfume de almuerzo conmemorativo... ¿A qué se debería esa conmemoración sin causa aparente?
Fue un almuerzo abundante, con la casa llena de amigos, una de esas francachelas dominicales que constituían uno de los placeres preferidos de Vadinho. Si sus finanzas fueran menos desastrosas, él repetiría con mayor frecuencia rabadas y sarapatéis, manteabas y vatapás. Apenas tenía una racha de buena suerte ya estaba programando una feijoada, una carne charqueada con pirón de leche, un mólhopardo de conquéns, sin hablar del clásico carurú de Cosme y Damián, en septiembre, y del locro y el jenipapo de San Juan.
Pero ¿y este almuerzo cuyo olor fluctuaba en el aire, sin aviso ni invitación, qué diablos de fiesta era ésta? Doña Norma le dio la respuesta a los gritos:
—Vadinho, ¿usted todavía no se anima a preguntar? ¿No recuerda que hoy es el cumpleaños de su mujer?
—¿De Flor? ¿Qué día es hoy? ¿Diecinueve de noviembre? La vecina, rezongándole, en broma:
—Usted no tiene la menor vergüenza... Vamos, diga qué es lo que le compró, qué regalo le va a hacer a esta santa...
«Nada..., doña Norma...» No había comprado nada y bien se merecía el reto, la censura por el olvido; mas ¿era él acaso un hombre que pudiera recordar aniversarios, elegir regalitos en las tiendas? Era una lástima, había perdido la oportunidad de quedar bien trayéndole un obsequio. Doña Flor se hubiera enloquecido de alegría como en aquel otro aniversario, cuando él le había dado a doña Norma, incluso con anticipación, un montón de dinero encargándole que comprase «un recuerdo formidable, sin olvidarse de un frasco de perfume Royal Priar, que le gusta mucho».
¡Qué pena haberse descuidado! Sobre todo ahora, cuando estaba pasando por un período de suerte excepcional, ganando en firme desde hacía cuatro o cinco días. No sólo en la ruleta, en el bacará y en los dados, sino también en la quiniela; había comenzado la semana acertando el millar dos días seguidos.
Tan lleno de dinero estaba que rescató un pagaré con amenaza de protesto, para cumplir el compromiso de un tercero, salvando así su crédito y buen nombre. Y el cretino ni siquiera era amigo suyo; era un charlatán, una simple relación de bar y cabaret. Por lo demás, había sido justamente en el Tabaris donde el pájaro, durante una borrachera, aceptó con ánimo generoso y raro entusiasmo la idea de avalar el pagaré firmado por Vadinho a treinta días.
Un mes y pico después, Vadinho era convocado al escritorio del gerente del banco en que se había descontado el documento. Acudió rápidamente a la cita, pues mantenía una hábil política de buenas relaciones con los gerentes y subgerentes de los establecimientos bancarios, de los cuales dependía tanto.
—Caballero Vadinho — dijo el verdugo, que por otra parte era un buen tipo, don Jorge Tarquinio—. Tengo aquí un papel suyo, vencido...
—¿Mío? Si yo no le debo a nadie... A ver...
—Pues mire y pague... — y le mostró el pagaré. Vadinho reconoció su firma y la del garante:
—Pero, don Tarquinio, si el documento tiene garante. ¿Por qué me da este susto diciéndome que estoy en deuda?... Bastaba con cobrarle a Raimundo Réis, el hombre está podrido de rico, tiene estancia, ingenio azucarero, estudio de abogado, viaja a Europa todos los años..., es a él a quien tiene que citar...
—Naturalmente, primero lo citamos a él, es la garantía..., pero dice que no paga de ningún modo. Se niega...
Ante semejante descaro Vadinho pasó del asombro al escándalo:
—¿Dice que no paga, se niega? Pero vea usted, don Tarquinio, es alguien que puede tener en este mundo todo lo que quiera... ¡Qué individuo más cínico y sinvergüenza...! En el cabaret se la pasa presumiendo de riquezas: que tiene leguas de tierra, que tanto ganado y más azúcar, que hace y deshace, que una vez se acostó con tres mujeres juntas en París; es un millonario fanfarrón, y claro, uno se confía, cae en el cuento del estafador y acepta su aval como si fuese un tipo derecho. Resultado: un documento vencido sin pagar, mi crédito puesto en duda, y usted citándome a mí...
—Pero, Vadinho, finalmente fue usted quien tomó prestado el dinero...
—Vea, señor Tarquinio, por el amor de Dios..., si ese especulador no tenía intenciones de hacer frente a la garantía, ¿por qué se ofreció a hacerlo? Al fin y al cabo él asumió — ¿o no?— la responsabilidad; ¿asumió o no el compromiso de pagar la deuda si yo no lo hiciera? Lo asumió, y yo me quedé tan tranquilo y confiado... Y ahora esto... No hay derecho... Son sujetos así los que lo hacen quedar mal a uno ante los bancos... Cuando el punto avala un pagaré es porque está dispuesto a pagar, señor Tarquinio. Este Raimundo Réis debía estar en la cárcel, es un estafador, un atorrante.

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