I.
De la muerte de Vadinho, primer marido de doña Flor,
y del velatorio y entierro de sus restos (en el guitarrillo, el sublime Carlinhos Mascarenhas )
ESCUELA DE COCINA «SABOR Y ARTE» CUÁNDO Y QUÉ SERVIR EN UN VELORIO
(Respuesta de doña Flor a la pregunta de una alumna)
No por ser desordenado día de lamentación, tristeza y llanto, debe dejarse transcurrir el velorio a la buena de Dios. Si la dueña de casa, sollozante y abatida, fuera de sí, embargada por el dolor o muerta en el cajón no pudiera hacerlo, entonces un pariente o una persona de su amistad debe encargarse de atender la velada, pues no se va a dejar a secas, sin nada de comer ni de beber, a los pobrecitos que solidariamente se hacen presentes a lo largo de la noche. Para que una vigilia tenga animación y realmente honre al difunto que la preside, haciéndole más llevadera esa primera y confusa noche de su muerte, hay que atender solícitamente a los circunstantes, cuidando de su moral y de su apetito. ¿Cuándo y qué ofrecer? Durante toda la noche, del comienzo al fin, es indispensable el café; naturalmente, solo. El café completo — con leche, pan, manteca, queso, algunos bizcochitos, algunos bollitos de mandioca y rebanadas de tortas de maíz con huevos estrellados—, sólo se servirá por la mañana y para los que allí amaneciesen. Es conveniente mantener el agua siempre
a punto para el café, de modo que nunca falte, ya que continuamente está llegando gente. Debe servirse con tortitas de harina y bizcochos. De vez en cuando hay que pasar una bandeja con saladitos, tales como bocadillos de queso, jamón y mortadela, pues para consumición mayor ya basta y sobra con la del difunto. Sin embargo, si el velorio fuese de categoría, uno de esos velorios en que se tira el dinero, en ese caso, se impone dar una jicara de chocolate a medianoche, bien espeso y caliente, o un caldo de gallina con arroz. Y, para completar, bollitos de bacalao, frituras, croquetas de toda clase, dulces variados y frutas secas.
Para beber, si se trata de una familia pudiente, además de café puede haber cerveza o vino, un vaso, y sólo para acompañar el caldo y la fritada. Nunca champán: se considera de mal gusto servirlo en tales circunstancias.
Sea rico o pobre el velorio, es de rigor, no obstante, servir continuamente la imprescindible, la buena cachacinha: puede faltar de todo, incluso el café, pero la cachacinha es indispensable; sin su consuelo no puede haber velorio que se precie de tal. Un velorio sin cachaca constituye una falta de respeto al muerto, una muestra de indiferencia y desamor hacia él.
Vadinho, el primer marido de doña Flor, murió un domingo de carnaval por la mañana, disfrazado de bahiana, cuando sam— bava en un grupo y en medio de la mayor animación, en el Largo 2 de Julio, no muy lejos de su casa. No formaba parte de la agrupación; acababa de mezclarse con ella junto con otros cuatro amigos, todos con vestimenta de bahiana, viniendo de un bar de la calle Cabeca, en el que el whisky había corrido con abundancia a costas de un tal Moysés Alves, hacendado del cacao, rico y perdulario.
La comparsa tenía una pequeña y afinada orquesta de guitarras y flautas; tocaba el guitarrillo Carlinhos Mascarenhas, un flacucho celebrado en las garconniéres, iah!, un tocador divino. Los muchachos iban vestidos de gitanos y las chicas de campesinas húngaras o rumanas; jamás, sin embargo, hubo húngara o rumana — o incluso búlgara o eslovaca— que se cimbreara como se cimbreaban ellas, mestizas en la flor de la edad y de la seducción.
1
Vadinho, el más animado de todos, al ver aparecer el conjunto en la esquina y oír el punteo del esquelético Mascarenhas en el sublime guitarrillo, se adelantó con rapidez, situóse junto a una rumana repintada, grandota, monumental como una iglesia — que podía ser la de San Francisco, pues la cubría un derroche de lentejuelas doradas—, y anunció:
—Aquí estoy yo, mi rusa del Tororó...
El «gitano» Mascarenhas, que también iba cubierto de abalorios y canutillos y con festivas argollas colgando de las orejas, le exigió al guitarrillo; gimieron las flautas y las guitarras y Vadinho se lanzó a bailar la samba con el ejemplar entusiasmo característico de todo cuanto hacía, si se exceptúa el trabajo. Remolineando en medio de la murga, zapateaba frente a la mulata, avanzando hacia ella con floreos y ombligazos, cuando, de repente, soltó una especie de ronquido apagado, le vacilaron las piernas, se inclinó hacia un lado y rodó por el suelo echando una baba amarilla por la boca, sin que la mueca de la muerte consiguiese apagar del todo la alegre sonrisa del juerguista impenitente que había sido.
Los amigos no lo atribuyeron a los whiskys del hacendado, sino a la cachaca: no hubieran bastado aquellas cuatro o cinco dosis para terminar con un bebedor de la clase de Vadinho. Pero pudo ser, sí, toda la cachaca acumulada desde el mediodía anterior, cuando inauguraron oficialmente el carnaval en el Bar Triunfo, en la Plaza Municipal, que seguramente se le había subido toda junta, de golpe, haciéndolo caer en un profundo sopor. Mas la mulata grandota no se dejó engañar: como enfermera profesional, estaba familiarizada con la muerte, la frecuentaba diariamente en el hospital. Claro que no con tanta intimidad como en este caso, en que le había dirigido ombligazos, hecho guiños y bailado con ella. Se inclinó sobre Vadinho, le puso una mano en el cuello y se estremeció, sintiendo escalofríos en el vientre y en la espina dorsal:
—¡Está muerto, Dios mío!
También tocaron otros el cuerpo del mozo, alzaron su cabeza de larga cabellera rubia, y buscaron los latidos de su corazón. Nada consiguieron, era inútil, Vadinho desertó para siempre del carnaval de Bahía.
2
Grande fue el alboroto en la comparsa y en la calle, así como el revuelo producido en los alrededores. Un «Dios nos salve» sacudió a los enmascarados. Y encima de todo, la escandalosa Anete, una maestrita romántica e histérica, aprovechó tan inmejorable ocasión para tener un soponcio, entre agudos chillidos y amagos de desmayo: toda una escena en honor de Carlinhos Mascarenhas, por quien suspiraba esa melindrosa propensa al patatús, que decía ser ultransensible y se erizaba como una gata cuando él pulsaba el guitarrillo. El instrumento colgaba ahora de las manos del artista, silencioso e inútil, como si Vadinho se hubiera llevado consigo al otro mundo sus últimos acordes.
De todas partes acudía la gente corriendo, pues la noticia circuló rápidamente por las inmediaciones, llegando a San Pedro, a la Avenida Sete, al Campo Grande, y arreando curiosos. En torno al cadáver acabó por juntarse una pequeña multitud, que se codeaba y hacía comentarios. Llamaron a un médico residente del Sodré mientras un policía de tránsito hacía sonar el silbato sin cesar como para anunciar a la ciudad entera, a todo el Carnaval, el fin de Vadinho.
«¡Pero si es Vadinho, el pobre!», constató un enmascarado, que llevaba una media como antifaz, perdiendo su animación. Todos reconocieron al muerto, pues su figura era muy popular, con su estallante alegría, su bigotito recortado, su picara altivez. Sobre todo era bien visto en los lugares donde se bebía, jugaba y farreaba. Y allí, tan cerca de su casa, no había quien no lo conociese.
Otro disfrazado, vestido con una bolsa y cubierto con una cabezota de oso, atravesó el compacto grupo, consiguiendo acercarse y ver al muerto. Entonces se quitó la máscara, dejando a la vista una cara llena de aflicción, de bigotes caídos y cabeza calva, y murmurando:
—Vadinho, hermanito, ¿qué te hicieron?
«¿Qué le pasó? ¿De qué murió?», se preguntaban unos a otros, y alguien respondió: «Fue la cachaca.» Explicación demasiado fácil para muerte tan inesperada. También se detuvo ante el difunto una vieja encorvada, que echó una mirada y reflexionó:
—¡Tan mozo todavía! ¿Por qué se ha de morir tan joven?
Se cruzaban las preguntas y las respuestas, mientras el médico ponía el oído sobre el pecho de Vadinho, para realizar la comprobación final e inútil.
«Estaba bailando muy entusiasmado cuando sin más se cayó de costado, con la muerte adentro», explicaba uno de los amigos, ya totalmente curado de la cachaca, súbitamente sobrio y conmovido, un tanto ridículo con sus ropas femeninas de bahiana, con las mejillas pintadas de rojo y profundas ojeras negras trazadas con un corcho quemado.
El hecho de estar disfrazado de bahiana no debe dar lugar a maliciosos pensamientos en torno a los cinco mozos, todos ellos de reconocida virilidad. Se habían disfrazado así sólo para divertirse más, por amor a la farsa y por picardía, no por afeminados o por inclinación a presuntas exquisiteces. No había maricas entre ellos, ¡alabado sea Dios! Vadinho incluso se había atado bajo la blanca enagua almidonada una enorme raíz de mandioca y a cada paso levantaba las faldas y exhibía el descomunal y pornográfico trofeo, que obligaba a las mujeres a taparse con las manos la cara sonriente, con fingida vergüenza. Ahora la raíz pendía del muslo descubierto, pero ya no hacía reír a nadie. Uno de los amigos se acercó y la desató de la cintura de Vadinho. Pero ni aun así adquirió el difunto un aspecto púdico y decente: era un muerto de carnaval, ni siquiera mostraba sangre de bala o de puñalada corriéndole por el pecho que pudiera rescatarlo de su condición de mascarita.
Doña Flor, precedida, claro está, de doña Norma, que daba órdenes y le abría paso, llegó casi al mismo tiempo que la policía. Cuando apareció doblando la esquina y apoyada en los brazos solícitos de las comadres, todos adivinaron que era la viuda, pues venía suspirando y gimiendo, sin intentar al menos contener los sollozos, deshecha en llanto. Además, llevaba puesta la bata de entrecasa, bastante gastada, que usaba para hacer la limpieza, calzaba pantuflas y todavía estaba despeinada. Aún así era bonita, de agradable presencia: pequeña y rechoncha, gorda pero sin grasa, la piel bronceada con tono de caboverde, lisos los cabellos, y tan negros que parecían azulados, ojos para un requiebro y labios gruesos, entreabiertos sobre los dientes blancos. Apetitosa, como acostumbraba a calificarla el mismo Vadinho en sus días de ternura, tal vez raros, pero por eso mismo inolvidables. Quizá a causa de las actividades culinarias de la esposa, en esos instantes de idilio él la llamaba «mi marlo de maíz verde, mi acarajé oloroso, mi pollita gorda»; y tales comparaciones gastronómicas dan una idea justa de cierto encanto sensual y hogareño que poseía doña Flor, escondido tras una apariencia tranquila y dócil. Vadinho conocía las flaquezas de ella y las señalaba claramente: sus ansias contenidas, de tímida, de recatado deseo que se tornaba violento e incluso incontenible, cuando se manifestaba libremente. Como estuviese en vena Vadinho, nadie podía ser más fascinante, y ninguna mujer se le resistía. Doña Flor jamás pudo eludir su encanto, aunque estuviese indignada, enojada por algún motivo reciente. Pues en repetidas ocasiones había llegado a odiarlo y a renegar del día en que uniera su suerte a la del bohemio.
Pero mientras caminaba acongojada al encuentro de su intempestiva muerte, doña Flor iba atontada, con la cabeza vacía. No se acordaba de nada, ni aún de los momentos de honda ternura, y mucho menos de los días crueles, de angustia y soledad, como si el marido, al expirar, hubiese quedado libre de todos sus defectos, o como si no los hubiera tenido en «su breve paso por este valle de lágrimas».
«Breve fue su paso por este valle de lágrimas», sentenció el respetable profesor Epaminondas Souza Pinto, con afectación y apresuramiento, procurando saludar a la viuda y darle el pésame incluso antes de que ella llegara junto al cuerpo del marido. Mas doña Gisa, profesora igualmente, y hasta cierto punto también respetable, pudo contener a la vez su risa y la diligencia del colega. Si en verdad había sido breve el paso de Vadinho por la vida — acababa de cumplir treinta y un años—, para él, doña Gisa lo sabía bien, el mundo no había sido un valle de lágrimas, y sí un escenario de farsas, embrollos, embustes y pecados. Algunos de ellos, producto sin duda del apuro y la confusión, sometieron su corazón a arduas pruebas, angustias y sobresaltos: deudas a pagar, pagarés a descontar, garantes a convencer, compromisos asumidos, bancos y usureros, rostros inconmovibles, amigos que lo esquivaban, sin hablar de los sufrimientos físicos y morales de doña Flor. Porque, razonaba doña Gisa en su enrevesado portugués (era medio norteamericana; se naturalizó y se sentía brasileña, pero ese diablo de idioma, ¡ah!, no conseguía dominarlo), si hubo lágrimas en el breve paso de Vadinho por la vida, éstas fueron las de doña Flor, y muchas alcanzando de sobra para la pareja.
Ante su muerte repentina, doña Gisa no pensaba en Vadinho sino con nostalgia: le tenía simpatía, a pesar de todo, en ciertos aspectos era gentil y cautivante. Pero no por eso, sin embargo, no por estar él allí, en el Largo 2 de Julio, muerto, tendido en la calle, vestido de bahiana, iba ella de repente a santificarlo, torcer la realidad, e inventar un Vadinho hecho de una sola pieza. Así se lo explicó a doña Norma, íntima y vecina suya, pero no tuvo el esperado apoyo de la aparcera. Doña Norma le había cantado las diez últimas a Vadinho muchas veces; peleaba con él y le endilgaba sermones monumentales, y un día llegó a amenazarlo con llamar a la policía. Pero en aquella hora final y dolorosa no deseaba comentar las predominantes y desagradables facetas del finado, sólo quería alabar sus lados buenos, su natural amabilidad, su solidaridad siempre pronta a manifestarse, su lealtad para con los amigos, su indiscutible generosidad (sobre todo cuando la practicaba con dinero ajeno), su irresponsable e infinita alegría de vivir. Además, estaba tan ocupada en acompañar y socorrer a doña Flor que ni siquiera prestaba oídos a las duras verdades de doña Gisa. Doña Gisa era así: la verdad por encima de todo, a veces hasta hacerla parecer áspera e inflexible; tal vez era una actitud de defensa contra su buena fe, pues era crédula hasta el absurdo y confiaba en todo el mundo. No, ella no se acordaba de las malas acciones de Vadinho para criticarlo y condenarlo. Vadinho le agradaba, y con frecuencia se enfrascaban los dos en largas conversaciones, pues a doña Gisa le interesaba conocer la psicología del submundo en que él se movía, y él le contaba casos y casos mientras atisbaba en su escote los dos senos pujantes y pecosos. Quizá doña Gisa lo entendiese mejor que doña Norma, pero, al contrario que la otra, no le perdonaba ni un solo defecto y no iba a mentir sólo porque estuviese muerto. Ni a sí misma se mentía doña Gisa, a no ser que fuera indispensable. Y no era éste el caso, evidentemente.
Doña Flor se metía entre la gente siguiendo el claro que dejaba doña Norma, quien se abría camino gracias a sus codos y a su gran popularidad:
—Vamos, apártense, amigos, déjenla pasar a la pobre...
Allí estaba sobre los adoquines, los labios sonrientes, blanco y rubio, lleno de paz y de inocencia. Doña Flor quedó inmóvil por un instante, contemplándolo, como si tardase en reconocer al marido, o más bien, probablemente, en aceptar el hecho, ahora indiscutible, de su muerte. Pero fue sólo un instante. Con un grito salido de lo hondo de las entrañas, se echó sobre Vadinho, besándole los cabellos, el rostro pintado de carmín, los ojos abiertos, el atrevido bigote, la boca muerta, para siempre muerta.
3
¿Quién, esa noche de domingo de carnaval, no había planeado ir a un corso o a divertirse en alguna fiesta? ¿Quién no tenía algún programa esa madrugada? Pues bien, a pesar de eso, el velatorio de Vadinho fue un «éxito», como aseveró y proclamó con orgullo doña Norma.
Los camilleros echaron el cuerpo sobre la cama, en el dormitorio; más tarde, los vecinos lo llevaron a la sala. Los hombres de la Morgue estaban apurados: en carnaval tenían más trabajo. Mientras los demás se divertían, ellos lidiaban con los difuntos, con las víctimas de los accidentes y las riñas. Sacaron el lienzo inmundo que envolvía al cadáver y entregaron el certificado a la viuda. Vadinho quedó desnudo, tal como Dios lo trajo al mundo, sobre la cama del matrimonio: una cama con cabecera y pies de hierro forjado, comprada de segunda mano por doña Flor, en un remate, cuando se casaron, hacía seis años. Doña Flor, sólita en el cuarto, abrió el sobre y meditó sobre lo que decían los médicos. ¿Quién lo diría? ¡Aparentemente tan fuerte y sano, tan joven aún!
Preciábase Vadinho de no haber estado jamás enfermo y de ser capaz de pasar ocho días y ocho noches sin dormir, jugando y bebiendo, o de farra con mujeres. ¿Y acaso en ocasiones no pasaba realmente ocho días sin aparecer por casa, dejando a doña Flor sumida en la desesperación, como enloquecida? Sin embargo, allí estaba el certificado de defunción extendido por los doctores de la Facultad; era un hombre condenado: hígado inservible, riñones estropeados, corazón minado. Hubiera podido morirse en cualquier momento, como había muerto, así, de repente. La cachaca, las noches en los casinos, la juerga, las carreras enloquecidas en busca de dinero para jugar, habían arruinado aquel organismo hermoso y fuerte, dejándole tan sólo su apariencia. Sí, porque mirándolo por fuera, ¿quién lo juzgaría tan implacablemente liquidado?
Doña Flor contempló el cuerpo del marido antes de pedir a los serviciales y ansiosos vecinos que la ayudaran en la delicada tarea de vestirlo. Ahí yacía, desnudo, como le gustaba estar en la cama, la pelusa dorada cubriéndole los brazos y las piernas, la mata de pelo rubio en el pecho, la cicatriz del navajazo en el hombro izquierdo. ¡Tan bello y masculino, tan sabio en el placer! De nuevo asomaron las lágrimas a los ojos de la joven viuda. Procuró no pensar en lo que estaba pensando. No eran cosas para día de velorio.
Sin embargo, al verlo así, echado sobre el lecho, totalmente desnudo, doña Flor no podía, por más esfuerzo que hiciera, dejar de recordarlo tal como era en la hora de los deseos desatados: Vadinho, en ese trance, no toleraba ropa alguna sobre los cuerpos, ni que los cubriera una sábana pudorosa: no era su fuerte el pudor. Cuando la incitaba a ir a la cama, le decía: «Vamos a yogar, hija.» Porque para él, el amor era como una fiesta de infinita alegría y libertad, a la cual se entregaba con el entusiasmo que lo caracterizaba, unido a una competencia proclamada por innumerables mujeres de distinta clase y condición. En los primeros tiempos de casada, como él quería que ella estuviese toda desnudita, doña Flor se quedaba muy tiesa.
—¿Dónde se vio yogar en camisón? ¿Por qué te escondes? El yogar es cosa santa, fue inventada por Dios en el paraíso, ¿sabes?
No sólo la desvestía íntegramente, sino que, pareciéndole poco todavía eso, la palpaba y jugaba con todas las partes de su cuerpo, de curvas amplias y recovecos profundos donde se cruzaban la sombra y la luz en un juego misterioso. Doña Flor intentaba cubrirse, pero él le arrancaba la sábana entre risas y dejaba al aire los duros senos, las hermosas nalgas, el pubis casi sin vello. La tomaba como a un juguete; un juguete o un cerrado capullo de rosa que él hacía abrirse en cada noche de placer. Doña Flor iba perdiendo la timidez, entregándose a esa fiesta lasciva con creciente violencia, transformándose en amante impulsiva y audaz. Nunca, sin embargo, abandonó del todo la pudibundez y la vergüenza; era necesario reconquistarla cada vez, pues, apenas despertaba de esas locas audacias y de los ayes desmayados, volvía a ser una esposa tímida y pudorosa.
En aquel momento, a solas con la muerte de Vadinho, doña Flor comprendió, ahora en todo su alcance, su condición de viuda. Ya no lo tendría más, ni nunca volvería a desmayarse en sus brazos. Porque desde el instante en que surgiera el trágico rumor, transmitirlo de boca en boca hasta la llegada del furgón, al caer la tarde, la profesora de arte culinario había vivido en una especie de sueño maligno y al mismo tiempo excitante: el impacto de la noticia, la caminata entre sollozos hasta el Largo 2 de Julio, el encuentro con el cuerpo, la multitud que la rodeaba, que la cuidaba, que le ofrecía solidaridad y consuelo, la vuelta a casa casi cargada por doña Norma, doña Gisa, el profesor Epaminondas y Méndez, el español de la taberna. Todo tan rápido y confuso que ni tiempo le había dejado para pensar, para percibir su muerte como algo real.
Desde el Largo, habían trasladado el cadáver a la Morgue, pero ni aun así tuvo ella un momento de sosiego. De repente se había convertido en el centro vital no sólo de su calle, sino de todas las arterias adyacentes, y eso en un domingo de carnaval. Hasta que lo trajeron a la casa, envuelto en unas sábanas, junto con un pequeño bulto colorido — el vestido de bahiana—, doña Flor no cesó de recibir pésames, pruebas de amistad, gentilezas, en medio de una continua romería de vecinos, conocidos y amigos. Doña Norma y doña Gisa abandonaron por completo los quehaceres de sus casas, ya un tanto descuidados debido al carnaval, confiando los almuerzos y las cenas al criterio de las impacientes fámulas. Ninguna de las dos se apartó un momento de doña Flor, a cada cual más delicada y solícita.
Afuera seguía el carnaval, con sus enmascarados, murgas y conjuntos, sus disfraces de fantasías lujosas o divertidas; con las músicas de las múltiples orquestas, los zépereiras, los bombos, las comparsas, las agrupaciones, los afochés con sus tamboriles y timbales. De vez en cuando, doña Norma no podía resistir y corría a la ventana, se acodaba en ella, arriesgaba una mirada, respondía a los requiebros de alguna máscara conocida, transmitía la noticia de la muerte de Vadinho, aplaudía algún disfraz original o un conjunto brillante. A veces, si alguna agrupación particularmente animada surgía en la esquina, llamaba a doña Gisa. Y cuando el «Afoché de los Hijos del Mar», ya avanzada la tarde, entró por la calle con sus figuraciones inolvidables, seguido por una gran muchedumbre que bailaba, hasta doña Flor, mal contenidas las lágrimas, se acercó a la ventana a ver el espectáculo tan anunciado en los diarios, la mayor belleza del carnaval bahiano. Miraba pero sin mostrarse, escondida tras las anchas espaldas de doña Gisa. Doña Norma, olvidada del muerto y de las conveniencias, aplaudía con entusiasmo.
Lo mismo ocurrió durante todo el día, desde el instante en que se expandió la noticia. Hasta doña Nancy, una argentina retraída, nueva en la calle, casada con el dueño de la fábrica de cerámica, cierto enrevesado Bernabó, descendió de su lujosa mansión y de su soberbia para ofrecer sus condolencias y servicios a doña Flor, revelándose como una persona simpática y educada e intercambiando con doña Gisa filosóficas consideraciones sobre la brevedad de la vida y su incertidumbre.
No había tenido doña Flor, como se ve, tiempo para reflexionar sobre su nuevo estado y las transformaciones de su existencia. Sólo cuando trajeron a Vadinho de la Morgue y lo dejaron desnudo sobre la cama del matrimonio, en la que tantas veces había hecho el amor, entonces, y solamente entonces, se encontró sólita con la muerte del marido y se sintió viuda. Jamás volvería él a echarla sobre la cama de hierro, sacándole el vestido, la combinación y las piezas más íntimas, tirando la sábana sobre el tocador, acariciando cada rincón de su cuerpo, hasta hacerla caer en el delirio.
¡Ah, nunca más!, pensó doña Flor, con un nudo en la garganta, temblándole las piernas. Y entonces comprendió que todo había terminado. Se quedó allí parada, sin palabras y sin lágrimas, ajena a cualquier excitación, distante de la representación que rodeaba a la muerte. Sólo ella y el cadáver desnudo, ella y la definitiva ausencia de Vadinho. Nunca más iba a tener que esperarlo hasta la madrugada, ni esconder de su vista el dinero que le pagaban las alumnas, ni vigilar sus relaciones con las más bonitas de ellas, ni ser golpeada por él los días de embriaguez y mal humor, ni oír los agrios comentarios de los vecinos. Ni rodar con él en la cama, abriéndose a su deseo, quitándose la ropa, apartando las sábanas y el recato para la fiesta del amor, la inolvidable fiesta. El nudo en la garganta la estrangulaba, el dolor en el pecho era como una aguda puñalada.
—Flor, ¿no será tiempo de vestirlo? — resonaba, urgente, tras la puerta del cuarto, la voz de doña Norma, que venía de la sala—. Pronto llegarán las visitas...
La viuda abrió la puerta; ahora estaba seria, callada, sin sollozos, sin gemidos, fría y austera. Sólita en el mundo. Los vecinos entraron, dispuestos a ayudar. Don Vivaldo, de la funeraria «Paraíso en Flor», vino a entregar personalmente el cajón barato — hizo una rebaja notable recordando que había sido compañero de Vadinho en las mesas de ruleta y bacarrá, en las que él se jugaba ataúdes y lápidas—, y colaboró con eficacia y experiencia para convertir al bohemio en un muerto presentable. Doña Flor asistió a todo sin pronunciar una palabra, sin una lágrima. Estaba sólita en el mundo.
4
El cuerpo de Vadinho fue puesto en el cajón y llevado a la sala de recibo en la que se había improvisado con sillas una tarima. Don Vivaldo trajo flores, contribución gratuita de la funeraria, y doña Gisa puso un pensamiento encarnado entre los dedos cruzados del difunto. Don Vivaldo pensó para sus adentros en lo absurdo del gesto: lo que debían poner entre los dedos del muerto era una ficha de juego y no un pensamiento encarnado: si además, en lugar de la música y de las risas del carnaval, se oyese en las cercanías el ruido de las mesas de ruleta, la voz gangosa del croupier, las nerviosas exclamaciones de los jugadores y el sonido de las fichas, hasta era posible que se llegara a ver cómo Vadinho salía del cajón, sacudiéndose la muerte de encima con el mismo gesto característico con que se deshacía en vida de las complicaciones que se le presentaban, y se iba a poner su ficha en el 17, su número predilecto. ¿Qué podía hacer él con un pensamiento encarnado? Pronto estaría marchito y ajado y ninguna ruleta lo aceptaría.
Don Vivaldo no se demoró mucho; carnavalero empedernido, ese domingo de fiesta sólo abrió la funeraria para atender a un amigo como Vadinho. Si hubiera sido otro el muerto, se hubiera tenido que arreglar como pudiese, que él, Vivaldo, no iba por eso a perderse el carnaval.
Fueron muchos los que vieron perturbados sus proyectos de carnaval. A lo largo de la noche hubo un desfile continuo de gente, que venía a velar al bohemio. Algunos venían por ser Vadinho descendiente de la rama pobre y bastarda de una familia importante, los Guimaráes. Uno de sus antepasados había sido senador provincial y caudillo. Un tío suyo, apodado Chimbo, ocupó el cargo de delegado auxiliar durante unos pocos meses. Ese tío, uno de los pocos Guimaráes que reconocían a Vadinho como pariente legítimo, fue quien le consiguió el empleo en el Ayuntamiento: inspector de jardines, uno de los cargos más modestos, de mísera paga, que ni siquiera daba para una noche grande en el Tabaris. No es necesario destacar la total negligencia del joven funcionario municipal: jamás inspeccionó jardín de ninguna especie. Apareció por la repartición sólo para recibir los pocos cobres mensuales de su sueldo, o para intentar obtener el aval imposible del jefe, o para clavar en veinte o cincuenta mil— réis a los colegas. Los jardines no le interesaban, no tenía tiempo para perderlo en plantas y flores; podían desaparecer todos los jardines de la ciudad que no lo notaría. Ave nocturna, sus canteros eran las mesas de juego, y sus flores, como bien lo había observado don Vivaldo, las fichas y las barajas.
Los que venían a causa del apellido Guimaráes se podían contar con los dedos: se trataba de algunos dudosos y apresurados parientes. Todos los demás, en aquel desfile innumerable, venían a despedirse de Vadinho, contemplar una vez más su rostro, dedicarle una sonrisa al recordar algo agradable, decirle adiós. Como le tenían cariño, disculpaban sus locuras y sólo tomaban en cuenta su lado bueno.
Uno de los primeros en llegar esa noche, vestido de etiqueta, pues más tarde tenía que ir con las hijas, tres apuestas mozas, al baile de un gran club, fue el comendador Celestino, portugués de nacimiento, banquero y exportador. Pero pasó por allí a la carrera, como quien cumple una fastidiosa obligación. Se demoró en la sala, conversando, recordando anécdotas de Vadinho, después de abrazar a doña Flor y ofrecerle sus servicios. ¿A qué se debía su estimación por el pequeño funcionario del Ayuntamiento, por el jugador siempre entrampado?
Vadinho tenía labia, ¡y qué labia! Cierta vez logró arrancarle al lusitano la firma para avalar un pagaré por varios contos de réis. Mas no se olvidó de pagar, pues jamás olvidaba las fechas de vencimiento de los diversos documentos que firmaba, esparcidos por los bancos y entre los usureros. No podía pagar, pero eso era otra cosa. En general nunca podía pagar, y no pagaba; sin embargo, el número de documentos aumentaba cada día, lo mismo que el número de los garantes. ¿Cómo lo conseguía?
Celestino no había vuelto a darle su aval, él no caía dos veces en el mismo cuento. Pero de vez en cuando le soltaba billetes de cien, doscientos y hasta quinientos mil— réis cuando Vadinho se le presentaba desesperado, sin blanca y con la certeza de que aquel día iba a hacer saltar la banca. Pero otros lo avalaban hasta dos o tres veces, como si fuera el pagador más puntual, el de mejor historial bancario. Todos ellos vencidos por sus mañas, su conversación dramática y convincente.
El mismo Sampaio, marido de doña Norma, establecido con una zapatería en la Ciudad Baja, sujeto de pocas palabras, reconcentrado, poco dado a las visitas, a relaciones e intimidades con los vecinos — lo opuesto de su esposa—, había sido embaucado por Vadinho en varias oportunidades, y a pesar de eso no le había retirado su estimación ni el crédito en la zapatería. Cierta mañana compró al fiado varios pares de zapatos de los más finos y caros e inmediatamente los revendió a un precio ínfimo, casi ante los aterrorizados ojos de los empleados de Sampaio, a un negocio rival que acababa de instalarse en las inmediaciones. En dinero contante y sonante, Vadinho necesitaba efectivos con urgencia para jugar a la quiniela.
Pero el comerciante tenía en cuenta, al sopesar la conducta del trapacero, determinadas atenuantes que podían explicar y disculpar el desliz.
Aquella misma tarde, un Vadinho alegre y despreocupado le contó que había soñado toda la noche con doña Gisa, quien transformada en avestruz lo perseguía por una campiña sin fin, no sabía si con la intención de retozar con él en el pastizal — era un avestruz hembra y en sus ojos brillaba una luz canalla— o si pretendía devorarlo a picotazos, pues lo perseguía con su enorme pico abierto y amenazador. Se despertaba angustiado e intentaba volver a dormirse pensando en algo más agradable, pero de nuevo la pertinaz profesora volvía a correr tras él con los ojos libertinos y el pico abierto. Si doña Gisa hubiera estado en su cotidiana envoltura carnal Vadinho no habría huido, hubiera enfrentado el desafío y empreñado aquel demonio de gringa allí mismo, sobre el pasto, con todo su acento extranjero y sus conocimientos de psicología. Pero así, vestida de plumas y convertida en un avestruz descomunal, no le quedaba otra alternativa que la retirada vergonzosa. La pesadilla se repitió cuatro o cinco veces, y por la mañana, cansado de tanto correr, bañado en sudor, tuvo el palpito más seguro, justo cuando no disponía de un solo centavo. Rastrilló toda la casa; doña Flor estaba pelada, él le había sacado en la víspera hasta las monedas. Salió con esperanza de sablear a algún conocido, pero la plaza estaba pesadísima, pues últimamente Vadinho había abusado de su escaso crédito. Así las cosas, al pasar ante la Casa Stela, la bien surtida zapatería de Sampaio, tuvo la luminosa y divertida idea de dedicarse por breve tiempo a tan honesto negocio, única manera de obtener rápidamente algo de cambio. Si no hubiera emprendido esa operación comercial, deshonesta y desastrosa en apariencia, pero ciertamente sutil y lucrativa, jamás se lo hubiera perdonado, pues salió el avestruz — doña Gisa no mentía ni en sueños— y cobró una cantidad importante. Agradecido y correcto, fue en seguida al negocio en busca de Zé Sampaio, y, a la vista de los atónitos empleados, le pagó el valor de la mercadería comprada por la mañana, comentando entre risas el primoroso lance e invitándolo a celebrar con un trago. Sampaio declinó la invitación, pero no se enfadó con él y continuó tratándolo y vendiéndole zapatos con descuento y a plazos. Le rebajaba el diez por ciento sobre el valor de factura, con crédito limitado a un par de zapatos de cada compra, y sólo después de haber liquidado la factura anterior.
Prueba todavía más impresionante del prestigio de Vadinho fue la presencia de Sampaio en el velatorio. Por unos minutos, es verdad, pero aquél era el primer velorio al que iba el comerciante en los últimos diez años. Le horrorizaban las obligaciones sociales de cualquier clase que fuesen, y sobre todo las ceremonias fúnebres, velorios, cementerios y misas de séptimo día, lo que inducía a doña Norma, cuando él rehusaba a acompañarla a uno de sus entierros semanales, a gritarle:
—Cuando mueras, Sampaio, no vas a tener gente ni para llevar el cajón... Será una vergüenza.
Sampaio le echaba una miraba torva y no le contestaba, poniéndose el dedo grande de la mano derecha entre los dientes, un gesto suyo habitual, de resignación ante la permanente agitación de la esposa.
Así pues, se hicieron presentes en el velatorio los importantes, como Celestino, Sampaio, el pariente Chimbo, el arquitecto Chaves, el doctor Barreiros, prominente figura de la Justicia, y el poeta Godofredo Filho. Llegaron en corporación los colegas del Ayuntamiento (a todos les debía Vadinho pequeñas cantidades). Al frente de ellos, retórico y solemne, el ilustre director de Parques y Jardines, trajeado de negro. También estaban los vecinos, ricos, pobres y de mediano pasar. Vinieron, finalmente, todos cuantos en Bahía por ese entonces frecuentaban las casas de juego, los cabarets, las bancas de quiniela, las casas de mujeres alegres: Mirandáo, Cúrvelo, Pe de Jegue, Waldomiro Lins y su joven hermano Wilson, Anacreon, Cardoso Pereba, Arigof y Pierre Verger con su perfil de pájaro y sus misterios de Ifá. Algunos, como el doctor Giovanni Guimaráes, médico y periodista, pertenecían a los dos sectores, pues estaban familiarizados con los grandes y los pequeños, los respetables y los irresponsables.
Los importantes recordaban a Vadinho entre risas, rememoraban sus anécdotas llenas de picardía y de malicia, sus divertidos lances, sus trampas audaces, sus enredos y tropelías, así como su buen corazón, su gentileza, su gracia intrascendente. También los vecinos lo recordaban así, y como a un bohemio sin horario y sin límites. Tanto unos como otros ampliaban la realidad, inventaban detalles, le atribuían casos y aventuras; la leyenda comenzaba a nacer allí mismo, junto a su cuerpo, casi en la misma hora de su muerte. El citado doctor Giovanni Guimaráes imaginaba fragmentos enteros de historias y floreaba los sucesos, pues era propenso a alguna que otra pequeña mentira, bien apoyada en fechas y lugares precisos:
—Un día, hará más de cuatro años, en el mes de marzo, encontré a Vadinho en los «Tres Duques», jugando al diecisiete. Iba vestido con una capa bajo la cual no llevaba nada puesto: estaba desnudito. Había llevado todo al montepío. Lo había empeñado todo, saco y pantalón, camisa y calzoncillos, para poder jugar. Ramiro, aquel español avaro del «Setenta y Siete», sólo quería aceptar los pantalones y el saco. ¿Qué diablos podía hacer con una camisa de cuello raído, unos calzoncillos viejos, una corbata gastada? Pero Vadinho logró que recibiera todo, hasta las medias, quedándose sólo con los zapatos. Era tan envolvente su palabra que consiguió que Ramiro, esa fiera que ustedes conocen, le prestase una capa casi nueva, pues no iba a salir desnudo calle adelante, en dirección a los «Tres Duques».
—¿Y ganó? — preguntó el joven Artur, hijo de Sampaio y de doña Norma, estudiante de bachillerato y admirador de Vadinho, que escuchaba boquiabierto el relato del periodista.
El doctor Giovanni miró al mozo e hizo una pausa, al mismo tiempo que una sonrisa iluminaba su rostro:
—¿Cómo? A la madrugada perdió la capa del español al diecisiete y lo tuvieron que llevar a la casa envuelto en unas hojas de diario...
Y la sonrisa del doctor se convirtió en una sonora y contagiosa carcajada; contagiosa, pues no había quien pudiera igualar al doctor Giovanni a la hora de animar una velada.
En ese momento entraba en la sala el indescifrable Robato y el periodista agregó, como prueba definitiva, estas palabras, todavía en medio de la risa general:
—Aquí llega alguien que no me ha de dejar mentir... ¿Tú todavía te acordarás, Robato, de aquella noche en que Vadinho tuvo que volver a su casa desnudo, envuelto en un diario?
Robato no era hombre que vacilara: echó una mirada en derredor, observando al grupo instalado en un rincón del comedor, temiendo la presencia de oídos femeninos e indiscretos, y asegurándose de que no iban a llegar a los de la desolada viuda semejantes recuerdos. Pero todo ello sin vacilaciones, pues él no rechazaba desaños, ya que era hombre de fácil improvisación, resueltamente, tomó pie en las últimas palabras de la pregunta:
—¿Desnudo, envuelto en un diario? ¡Ah, vaya si me acuerdo! — carraspeó para aclarar su voz retumbante y dar tiempo a que se desatara su imaginación—. Pero si el periódico era mío... Fue en el burdel de Eunice— Un— Diente— Sólo; además de nosotros dos y de Vadinho me acuerdo que estaba Carlinhos Mascarenhas, Jenner y Viriato Tanajura... Se había bebido mucho durante toda la noche, teníamos una mona descomunal...
El tal Robato era un noctámbulo de las huestes de Vadinho, aunque de otra estirpe. No lo tentaba el juego ni le huía al trabajo; por el contrario, era un hombre— orquesta y tenía fama de activo y competente. Fabricaba dentaduras, arreglaba radios y tocadiscos, hacía retratos para carnets, se movía cómodamente en medio de toda clase de máquinas, con maña y prolijidad. Su ruleta era la poesía, bien medida y bien rimada (rimas ricas), su casino los bares y cabarets en que transcurrían sus madrugadas — en compañía de otros tenaces literatos y de hetairas simpatizantes de las musas y de sus cultores—, declamando odas, cantos libertarios, poemas líricos y lúbricos y sonetos de amor. Todo de su pluma. El mismo se proclamaba «rey mundial del soneto», y había batido todas las marcas conocidas, siendo autor, hasta aquella fecha, de 20.865 sonetos, entre los decasílabos y los alejandrinos, de arte menor y arte mayor, así como anacíclicos. Un principio de calvicie amenazaba su cabellera morena de vate, pero no aminoraba su radiante simpatía.
Mientras él hablaba, era como si Vadinho cruzase de nuevo por la sala, envuelto en diarios.
El joven Artur no lo olvidaría más, le recordaría para siempre así, cubriéndose con las páginas de La Tarde, héroe de un mundo prohibido y fascinante.
Las anécdotas proseguían mientras doña Norma, doña Gisa, la casadera Regina y otras mozas y señoras servían café con pastelitos y copas de cachaca y de licor de frutas. Los vecinos habían contribuido para que nada faltase en el velatorio.
Los importantes, sentados en el comedor, en el corredor, en la puerta de calle, recordaban a Vadinho entre anécdotas y risas. Los otros, sus aparceros de juego y de granujerías, lo recordaban en silencio, serios y conmovidos, permaneciendo en la sala de recibo, de pie junto al cadáver. Al entrar, se detenían ante doña Flor y estrechaban su mano, turbados, como si fueran responsables de las malas andanzas de Vadinho. Muchos de ellos ni siquiera la conocían de vista, pero de tanto oír hablar de ella sabían que a veces Vadinho le había sacado hasta el dinero de los gastos diarios para jugarlo en el Pálace, en el Tabaris, en el Abaixadinho, en el antro de Zezé Meningite, en el de Abilio Moqueca, en las múltiples ruletas ilegales de la ciudad, incluso en el mal afamado garito del negro Paranaguá Ventura, en donde por principio sólo podía ganar el banquero.
Figura torva y temible esa del negro Paranaguá Ventura, con sus incontables entradas en la policía — un montón de acusaciones jamás probadas del todo—, con fama de ladrón, violador y asesino. Había sido procesado por asesinato, siendo absuelto más por falta de coraje de los jurados que por falta de pruebas. Decían que era autor de otros dos crímenes, sin contar a la mujer apuñalada en la Ladeira de Sao Miguel, en pleno mediodía, porque ésta se había salvado por un tris. El cubil de Paranaguá sólo era frecuentado por matones profesionales, gente de cartas marcadas, rateros, carteristas, estafadores, gente que ya no tenía nada más que perder. Pues bien: hasta allí llegaba Vadinho con su escaso dinero y su alegre risa, y quizá fuese uno de los pocos elegidos que se podían alabar de haber ganado alguna vez con los dados falsos de Paranaguá. (Se sabía que de cuando en cuando el negro permitía que algún compinche de su preferencia acertase una jugada.)
También habían venido casi todas las alumnas de doña Flor. Las alumnas y ex alumnas, unánimes en el deseo de consolar a la estimada y competente profesora, tan buenita ¡cuitada! De tres en tres meses se sucedían las promociones en los cursos de cocina general (por la mañana) y de cocina bahiana (por la tarde), que iban a doctorarse en horno y fogón. Con diploma impreso y con un Cuadro de Honor, que se exponía en una tienda de la Avenida Sete, desde una antigua camada, a la que había pertenecido doña Oscarlinda, enfermera de categoría, funcionaria del Hospital Portugués, esbelta y provocativa, que perdía el juicio, que se enloquecía por armar líos. Había exigido el diploma y el Cuadro de Honor, movilizando a las compañeras, haciendo una campaña de todos los diablos, recogiendo donaciones, encontrando un dibujante gratuito: la entrometida no dejó títere con cabeza. Ante semejante presión, doña Flor aceptó todo, incluido el dibujante, un conocido de doña Oscarlinda, no sin antes proclamar la competencia de su hermano Héctor — autor del cartel con el nombre de la Escuela cuando ésta estaba todavía en la Ladeira do Alvo—, y que ahora, desdichadamente, residía en Nazareth das Farmhas. De todos modos, sintió halagada su vanidad cuando leyó en el diploma y en el Cuadro de Honor, en grandes letras tipográficas:
ESCUELA DE COCINA: SABOR Y ARTE Y más abajo, en caracteres ornamentales: Directora: Florípedes Paiva Guimaráes
En los raros días en que se despertaba relativamente temprano, Vadinho se quedaba en casa y rondaba a las alumnas, entrometiéndose en las clases de cocina y perturbándolas. Reunidas en torno a la profesora, vivaces y graciosas, tomaban nota de las recetas, las cantidades exactas de camarones, de aceite de dendé, de coco rallado, una pizca de pimiento «do reino», aprendían a preparar el pescado y la carne, a batir los huevos. Vadinho intervenía con una frase sobre los huevos, de doble sentido, y las descaradas se reían. Unas descaradas, eso es lo que eran todas ellas. Mucha amistad y mucho adular a doña Flor, pero sus ojos estaban más interesados en el granuja. Allí estaba él con su aire travieso y altivo, despatarrado sobre una silla o tendido sobre un peldaño de la puerta de la cocina, a sus anchas, midiéndolas con la mirada de arriba abajo, demorándose con atrevimiento en las piernas, en las rodillas, en los sobacos, a la altura de los senos. Ellas bajaban los ojos, pero el— no— sé— cómo— llamarle no bajaba los suyos. Doña Flor preparaba los platos salados y los bollos, las tortas y los dulces en las clases de práctica. Vadinho opinaba, lanzaba pullas, comía las golosinas, circulando en torno a ellas, trabando conversación con las más bonitas, arriesgando la mano pecaminosa si alguna, más audaz, se le acercaba. Doña Flor se ponía nerviosa, tensa, al punto de equivocarse en la cantidad de manteca derretida para el difícil manué, rogando a Dios que Vadinho se fuera a la calle, al malandrinaje, al infortunio del juego, pero que dejase en paz a las alumnas. Ahora, en el velatorio, rodeaban y consolaban a doña Flor, pero una de ellas, la pequeña Ieda, con su cara de gata arisca, apenas podía contener las lágrimas y no desviaba los ojos del rostro del muerto. Doña Flor percibió en seguida lo exagerado del sentimiento y el corazón le dio un vuelco. ¿Habría habido algo entre ellos? Nunca había notado nada sospechoso, pero ¿quién podría garantizar que no se hubieran encontrado fuera de la escuela y terminado en un hotelito cualquiera? Vadinho, desde lo ocurrido con la pizpireta de Noémia, aparentemente había dejado de acechar a las alumnas. Pero era muy astuto, nada le impedía esperar a la desvergonzada en la esquina, darle conversación... y ¿qué mujer resistiría la labia de Vadinho? Doña Flor seguía la mirada de Ieda, descubría los trémulos pucheritos de la moza. No cabía duda, iay!, Vadinho era incorregible...
De todos los disgustos que le diera el marido, ninguno comparable al caso de la virgen Noémia, putita de familia respetable, y para colmo ennoviada, ¡un horror! Pero doña Flor no quería recordar esa antigua pena en la noche del velatorio, cuando por última vez contemplaba fijamente la cara de Vadinho. Todo eso había pasado, era algo lejano, la fulana se había casado, se había ido con el novio, un tipo llamado Alberto, con humos de periodista y un talento precoz, pues siendo tan joven era ya cornudo. Además, con el casamiento, la engreída se había puesto fea de repente, se había convertido en una barrigona increíble.
Cuando en aquella ocasión todo terminó bien, por milagro, Vadinho le dijo, en el calor del lecho y de la reconciliación: «Como mujer permanente sólo a ti soy capaz de soportar. El resto no es más que xixica para pasar el tiempo. En el velatorio, rodeada por tanta gente y por tanto afecto, doña Flor no deseaba acordarse de aquella historia ya olvidada, ni vigilar los gestos y las miradas de la pequeña Ieda, con su llanto incontenible, su secreto revelado por las lágrimas. Muerto él ya no importaba nada, ¿para qué aclarar, poner en limpio, acusar y afligirse? Él había muerto, lo había pagado todo y hasta con intereses al morir tan joven. Doña Flor se sentía en paz con el marido, no tenía cuentas que saldar con él.
Inclinó la cabeza y dejó de controlar los movimientos de la moza. Al bajar los ojos sólo sentía en el recuerdo la mano de Vadinho, acariciando su cuerpo en el lecho matrimonial, diciéndole al oído: «Todo xixica para pasar el tiempo; permanente, sólo tú, Flor, mi flor de albahaca, ninguna otra.» ¿Qué diablos quería decir xixica?— se preguntó de pronto doña Flor—. Era una pena no habérselo preguntado, pero seguro que no sería nada bueno. Sonrió. Todo xixica; permanente sólo ella, Flor, una flor de Vadinho, deshojada por su mano.
5
Al día siguiente, a las diez de la mañana, salió el entierro con gran acompañamiento. Ese lunes de carnaval por la mañana no hubo murga ni comparsa que se pudiera comparar en importancia y animación con el funeral de Vadinho. Ni de lejos.
—Mira..., por lo menos espía por la ventana... — le dijo doña Norma a Sampaio, desistiendo de arrastrarlo al cementerio—. Espía y verás lo que es el entierro de un hombre que sabía cultivar sus relaciones. No era una fiera salvaje como tú... Era un juerguista, un jugador, un vicioso sin principio ni fin, y sin embargo mira... Cuánta gente, y cuánta gente de bien... Y eso en un día de carnaval... Tú, Sampaio, cuando mueras no vas a tener quien agarre la manija del cajón...
Sampaio no respondió, ni echó una mirada por la ventana. Enfundado en un viejo pijama, en la cama, con los diarios de la víspera, se limitó a lanzar un débil gemido, metiéndose el dedo gordo en la boca. Era un enfermo imaginario, tenía un miedo loco a la muerte, le horrorizaban las visitas a los hospitales, los velatorios y los entierros, y en aquel momento se sentía al borde del infarto. Estaba así desde el día anterior, desde que la mujer le informara de que el corazón de Vadinho había estallado de repente. Pasó una noche de perros, esperando la explosión de las coronarias, dando vueltas en la cama entre fríos sudores, y oprimiéndose con la mano el lado izquierdo del pecho.
Doña Norma, poniéndose sobre la cabeza de hermoso pelo castaño un chal negro, apropiado para la ocasión, concluyó, implacable:
—Yo, si no tengo por lo menos quinientas personas en mi entierro, daré por fracasada mi vida. De quinientas para arriba...
Partiendo de ese principio, Vadinho podía considerarse triunfante, colmado. Medio Bahía había asistido a su funeral, y hasta el negro Paranaguá Ventura abandonó su lúgubre cubil, y allí estaba, el terno blanco relumbrante de almidón, corbata negra y brazalete negro en la manga izquierda, llevando un ramo de rosas rojas. Cuando agarró una manija del cajón y dio el pésame a doña Flor, resumió el pensamiento de todos en la más breve y bella oración fúnebre que haya tenido Vadinho:
—¡Era un machazo...!
Intervalo
Breve noticia (aparentemente innecesaria)
de la polémica que se desató en torno al posible autor de un poema anónimo,
que circulaba de cafetín en cafetín y en el cual el poeta lloraba la muerte de Vadinho
—revelándose aquí, al fin, la verdadera identidad del ignoto bardo, sobre la base de pruebas concretas
(declamación a cargo del inmenso Robato Filhol)
No. Ciertamente no se iba a transformar, con el transcurso del tiempo, en un misterio indescifrable de las letras, en otro oscuro enigma de la cultura universal que desafiase, siglos después, a universidades y sabios, estudiosos y biógrafos, filósofos y críticos, convirtiéndose en materia de investigaciones, comunicaciones, tesis para ocupación de becados, institutos, catedráticos, historiadores y bellacos varios en busca de existencia fácil y regalada. Éste no iba a ser un nuevo caso Shakespeare, no pasaría de convertirse en una duda tan insignificante como el pequeño acontecimiento que le servía de tema e inspiración al poema: la muerte de Vadinho.
No obstante, en los medios literarios de Salvador surgió una pregunta, y en torno a ella se desató la polémica: ¿cuál de los poetas de la ciudad había compuesto — y hecho circular— la Elegía a la irreparable muerte de Waldomiro Dos Santos Guimaraes, Vadinho para las putas y los amigos? La discusión fue adquiriendo rápidamente intensidad y no tardó en agudizarse, causando su actitud enemistades, represalias, epigramas y hasta algunas bofetadas. Sin embargo, todo — debates y rencores, dudas y certidumbres, afirmaciones y negaciones, insultos y sopapos— quedo circunscrito a las mesas de los bares, donde, alrededor de las heladas copas de cerveza, se juntaban hasta altas horas de la noche los incomprendidos talentos jóvenes (para demoler y arrasar toda la literatura y el arte anteriores a la feliz aparición de aquella nueva y definitiva generación), así como los escritorzuelos enconados, empedernidos, resistentes a todas las innovaciones, con sus retruécanos, epigramas y frases retumbantes; unos y otros — genios imberbes y literatos sin afeitar— enarbolaban con la misma violenta decisión sus últimas producciones en prosa y verso, todas y cada una de ellas destinadas a revolucionar las letras brasileñas, si Dios quisiera.
Mas no por limitarse la polémica al ámbito del estado de Bahía (del estado y no sólo de la capital), pues el debate repercutió en municipios de la región del cacao (en los anales de la Academia de Letras de Ilhéus pueden encontrarse referencias dignas de crédito a propósito de una velada que se dedicó al estudio del problema); ni por no haber obtenido espacio en los suplementos y revistas, agotándose en las discusiones orales; no por todo eso el curioso, y a veces agrio debate, puede dejar de merecer atención e interés a la hora de narrar la historia de doña Flor y de sus dos maridos, en la cual Vadinho es un personaje importante, un héroe situado en primer plano.
¿Héroe? ¿No será más bien el villano, el bandolero responsable de los sufrimientos de la muchacha, en este caso doña Flor, esposa dedicada y fiel? Ese es otro problema, desligado de la cuestión literaria, que preocupaba en aquella ocasión a poetas y prosistas: un problema quizá más difícil y grave, quedando a cargo vuestro el darle respuesta si una obstinada paciencia os hace llegar hasta el final de estas modestas páginas.
Pero nadie dudaba que Vadinho era el héroe indiscutible de la elegía: «jamás habrá otro mágico juglar que tenga tanta intimidad con las estrellas, los dados y las putas», retumbaban los versos en desmedida alabanza. Y si el poema — tal como sucedió con la polémica— no obtuvo espacio en las hojas literarias, no fue por falta de méritos. Un tal Odorico Tavares, poeta federal que estaba por encima de los chismes de los vates estatales (el déspota controlaba dos diarios y una estación de radio, y los tenía a todos en un puño), al leer una copia dactilografiada de la elegía se lamentó:
—Lástima que no se pueda publicar...
—Si no fuera anónimo... — reflexionó otro poeta, Carlos Eduardo.
El tal Carlos Eduardo, joven que se las daba de buen mozo, era un experto en antigüedades y socio de Tavares en un negocio un tanto oscuro de imágenes antiguas. Los más fracasados literatoides y los genios juveniles más vehementes, todos los que no tenían ninguna esperanza de ver estampados sus nombres en el suplemento dominical de Odorico, acusaban a éste y a Carlos Eduardo de negociar antiguas tallas de santos, robadas en las iglesias por un grupo de rateros especializados, bajo la jefatura de un tipo de dudosa reputación, un mentado Mario Cravo, amigo y cofrade de Vadinho. El astuto Cravo, flaco y bigotudo, vivía manipulando piezas de automóvil, chapas de hierro y máquinas averiadas: retorcía y remendaba toda esa chatarra y luego le atribuía valor artístico al resultado, entre los aplausos de los dos poetas y de otros entendidos, que unánimemente calificaban aquellos hierros como escultura moderna, afirmando que el fulano era una revelación, un artista notable y revolucionario. He ahí otro asunto cuyo análisis no tiene cabida en estas páginas: el del valor real del maestro Cravo, pues no es posible estudiar aquí su obra. Adelantemos, sólo a título de información, el dato de que la crítica consagró después su obra, e incluso algunos plumíferos extranjeros le dedicaron estudios. Pero en aquel entonces no era todavía un artista conceptuado, sólo estaba en los comienzos, y, si bien poseía cierta notoriedad, se la debía sobre todo a su discutible actuación en las sacristías y los altares. En cierta ocasión de extremada penuria el mismo Vadinho participó personalmente, según consta, en una sigilosa peregrinación nocturna a la iglesia de Recóncavo, romería organizada por el herético Mario Cravo. El saqueo de la iglesia dio que hablar debido a que una de las piezas birladas, un San Benito, era atribuida a Fray Agostinho da Piedades, y los frailes pusieron el grito en el cielo. Actualmente la valiosa imagen se encuentra en un museo del Sur, por obra y gracia — si hemos de creer a los maledicentes pseudoliteratos— de Odorico y Carlos Eduardo, que en aquellos días eran flacos y estaban asociados tanto en la musa lírica como en el devoto comercio.
Esa mañana, antes del almuerzo, estaban ellos conversando en la redacción sobre cosas de santos y de cuadros cuando Carlos Eduardo sacó del bolsillo una copia de la elegía y se la dio a leer al poeta Odorico.
Lamentando no poder publicarla — «no por anónima, pondríamos un pseudónimo cualquiera..., sino por las palabrotas»—, Tavares insistió: «Es una pena...», y volvió a leer en voz alta otro verso:
«Están de luto los jugadores y las negras de Bahía.»
Le preguntó al amigo:
—Habrás descubierto en seguida al autor, ¿no?
—¿Crees que será de él? Sin embargo, me pareció...
—Está a la vista..., escucha: «Un momento de silencio en todas las ruletas, banderas a media asta en todos los mástiles de los burdeles, nalgas desesperadas que sollozan.»
—Es capaz...
—Es es capaz. Es, con seguridad — agregó riendo—. Viejo sinvergüenza...
En los medios literarios no estaban tan seguros. Atribuyeron la elegía a distintos poetas, unos, vates conocidos, otros, jóvenes principiantes. Fue adjudicada a Sosígenes Costa, a Carvalho Filho, a Alves Ribeiro, a Helio Simóes, a Eurico Alves. Muchos señalaron a Robato como el autor más probable. ¿Acaso no la declamaba él con entusiasmo, con toda su voz, rica en modulaciones?
«Con él partió la madrugada, cabalgando la luna.»
No podían creer que Robato recitase versos de otro, gesto poco habitual en esos medios; no tenían en cuenta el generoso carácter del sonetista, su predisposición a admirar y aplaudir la obra ajena.
Puede incluso afirmarse que el comienzo del éxito de la elegía, y el principio de la polémica suscitada por ella, ocurrió una alegre noche en el burdel de Carla, la «gorda Carla», competente profesional llegada de Italia, cuya cultura sobrepasaba la del «métier» (en el que, además, «descollaba», según Néstor Duarte, ciudadano de afamada inteligencia y que había corrido mundo, todo un conocedor); Carla había leído a D'Annunzio y se volvía loca por unos versos. «Romántica como una vaca», así la calificaba el bigotudo Cravo, con quien ella anduviera metida durante un tiempo. Carla no podía vivir sin una pasión dramática y navegaba de bohemio en bohemio, suspirando y gimiendo, muerta de celos, con sus inmensos ojos azules, sus senos de prima donna, sus muslos enormes. También Vadinho había merecido sus favores y algún dinero, si bien ella prefería a los poetas. Incluso versificaba en la «dulce lengua de Dante con mucho estro e inspiración», como decía el adulador Robato.
Todos los jueves por la noche Carla patrocinaba una especie de salón literario que se celebraba en sus amplios aposentos. Participaban en él poetas, artistas, bohemios y algunas figuras destacadas, como el magistrado Airosa, y las chicas del prostíbulo estaban siempre dispuestas a celebrar los versos y a reírse con las anécdotas mientras se servían bebidas y pasteles. Carla presidía la soirée, reclinada en un diván repleto de cojines y almohadones, vistiendo una túnica griega o simplemente cubierta de pedrerías: una ateniense de figurín o una egipcia de Hollywood recién salida de una ópera. Los poetas declamaban, intercambiaban frases ingeniosas, epigramas, retruécanos, y el magistrado sentenciaba algún axioma preparado durante la semana con duro esfuerzo. El momento culminante de la tertulia era cuando la dueña de la casa, la gran Carla, surgía de entre las almohadas, con su tonelada de carne blanca recubierta de falsa pedrería, y, con un hilo de voz, algo paradójico en mujer tan monumental, declamaba su amor al último elegido en azucarados versos italianos. Mientras esto sucedía, el artista Cravo y otros groseros materialistas se aprovechaban de la semioscuridad reinante en la sala — la luz estaba dispuesta así, para oír y sentir mejor la poesía en la penumbra— y, sin respetar una atmósfera de tan alta espiritualidad, de tan excelsos sentimientos, los infames toqueteaban descaradamente a las chicas, procurando conseguir favores gratuitos en perjuicio de la caja del prostíbulo.
Los saraos terminaban siempre deslizándose de la poesía a la pornografía hacia el final de la noche. Brillaban entonces Vadinho, Giovanni, Mirandáo, Carlinhos Mascarenhas y, sobre todo, Lev, un arquitecto que comenzaba su carrera, hijo de inmigrantes, galancete larguirucho como una jirafa, dueño de un repertorio inagotable y buen narrador. Soportaba un nombre ruso impronunciable y las chicas lo habían bautizado, Lev Lengua de Plata, quizá por sus cuentos. Quizá...
En uno de aquellos «elegantes encuentros de la inteligencia y la sensibilidad», declamó Robato, con voz trémula, la elegía a la muerte de Vadinho, prolongándola con algunas palabras emocionadas sobre el desaparecido, amigo de todos los que frecuentaban aquel «delicioso antro del amor y de la poesía». Hizo referencia, de pasada, al hecho de que el autor había preferido «las nieblas del anonimato al sol de la publicidad y de la gloria». El, Robato, había recibido una copia del poema de manos de un oficial de la Policía Militar, el capitán Crisóstomo, también amigo fraternal de Vadinho. Pero el militar carecía de otras informaciones sobre la identidad del poeta.
Muchos atribuyeron los versos al mismo Robato, pero, ante su rotunda negativa a aceptarlos como suyos, anduvieron señalando como autor a cuanto poeta versificaba en la ciudad, especialmente aquellos de condición noctámbula y de reconocida bohemia. Sin embargo, no faltó quien jamás creyese en las negativas de Robato, atribuyéndolas a modestia y persistiendo en señalarlo como autor del poema. Todavía hoy hay quienes piensan que las estrofas de la elegía fueron obra suya.
La discusión se fue agriando hasta tal punto que en cierta ocasión llegó a traspasar los límites de la literatura y de la civilidad, terminando el conflicto en bofetones cuando el poeta Clóvis Amorim, cuya lengua viperina le llenaba la boca de epigramas, chupando permanentemente el cigarro comprado en el Mercado Modelo, negó al bardo Hermes Climaco la menor posibilidad de ser el autor de los discutidos versos, pues carecía de genio y gramática para tanto.
—¿De Climaco? No diga tonterías... Ése, con mucho esfuerzo, podrá hacer una cuartela de heptasílabos. Es un poeta constipado...
Quiso la mala suerte que en ese momento apareciera en la puerta del cafetín el poeta Climaco, con su eterno traje negro, llevando capa y paraguas, quien arremetió encolerizado:
—Constipada es la puta que te parió...
Y se agredieron a insultos y sopapos, con evidente ventaja de Amorim, mejor versificador y atleta más robusto.
También es curioso y digno de contarse lo sucedido con un individuo, autor de dos escuálidos cuadernos de versos, al que algunas personas menos avisadas le conferían la paternidad del poema. Primero, la negó con firmeza; luego, como insistieran, fue menos pertinaz en sus negativas, y por último sus palabras fueron tan confusas y tímidas que la negativa parecía más bien una avergonzada afirmación.
«Es de él, no hay duda», decían al verlo restregarse las manos, bajar los ojos y sonreír, mientras murmuraba:
—Es cierto que parecen versos míos. Pero no lo son...
Lo negaba siempre, pero al mismo tiempo jamás admitía que se le atribuyeran a otro las discutidas estrofas. Si lo intentaban, se desesperaba por demostrar la imposibilidad de semejante hipótesis. Y si algún obstinado insistía en sus argumentos, refunfuñaba, terminante y misterioso:
—Bueno..., ¿me lo van a decir a mí?... Tengo razones para saberlo...
Y cuando las oía declamar acompañaba lentamente el recitado, corrigiéndolo en cuanto se alteraba una palabra, velando por la fidelidad del poema, celoso como si la obra fuera suya. Sólo más tarde, cuando se reveló el nombre del verdadero autor, se desprendió finalmente de esa gloria ilícita. Pasó entonces de inmediato a decir horrores de la elegía, negándole cualquier mérito o belleza: «poesía de prostíbulo y de estercolero».
En medio de tantas discusiones, la elegía continuaba su curso, leída y adornada, recitada en las mesas de los bares al caer la madrugada, cuando la cachaca hacía surgir los sentimientos más nobles. Los recitadores le cambiaban adjetivos y verbos y a veces trastocaban o se tragaban las estrofas. Pero, correcta o adulterada, mojada en cachaca, caída en el suelo de los cabarets, allá iba la elegía elogiando a Vadinho, entonando su alabanza. Quienquiera que la hubiese compuesto reflejaba el sentimiento general de aquel submundo en el que Vadinho se había movido desde la adolescencia y del cual terminó siendo una especie de símbolo. La elegía fue el punto más alto en el derroche de loas al mozo jugador. Si le fuera posible oír tantas expresiones elogiosas y nostálgicas no lo hubiera creído. Jamás fuera en vida blanco de tantos encomios y alabanzas; muy al contrario: vivió con los oídos zumbándole constantemente con el rumor de retos, consejos y sermones, referidos a su mala vida y a sus malos sentimientos.
Por otra parte, la indulgencia con respecto a sus fechorías y a esa exhibición pública de sus pretendidas cualidades, transformándole en héroe de poema y en figura casi legendaria, duró poco tiempo. Una semana después de su muerte ya comenzaban las cosas a ser puestas de nuevo en su punto, y la opinión de las clases conservadoras, responsables de la moral y la decencia, se manifestó por boca de las comadres y las vecinas, intentando imponerse al anárquico y disolvente panegírico trazado por la subversiva ralea de los burdeles y los casinos en un intento criminal de socavar las costumbres y el régimen. Se creaba así un nuevo y apasionante problema, como si no bastara con el de la propiedad de los versos. Con referencia a esta última, se prometieron pruebas de la verdadera identidad del autor, por fin revelada ahora e inscrita para siempre en el libro de oro de las letras patrias.
Cuando, años después de la muerte de Vadinho, el poeta Odorico recibió su volumen de las Elegías impuras — uno de los tres enviados gratuitamente por el poeta— en magnífica edición de lujo, con una tirada reducida de sólo cien ejemplares autografiados, ilustrados con xilografías de Calazans Neto, se volvió hacia Carlos Eduardo, y le pasó el precioso libro.
Estaban los dos amigos sentados en la misma sala de redacción en la cual, un día ya lejano, habían leído y discutido juntos la elegía. Sólo que ahora eran señores gordos y respetables — y ricos, muy ricos—, propietarios de colecciones y de inmuebles.
Odorico recordó:
—¿No te lo dije en aquella ocasión? Era de él. — Y concluyó, con la misma sonrisa y con las mismas palabras de otrora—: «Viejo sinvergüenza...»
También Carlos Eduardo soltó su risotada cordial, de hombre realizado y tranquilo, mientras admiraba la primorosa edición. En la tapa, con letras grabadas en madera, el nombre del poeta: Godofredo Filho. Lentamente fue pasando las páginas y preguntándose (con cierta envidia): «¿Qué calles y laderas escondidas, qué oscuras sendas de crepúsculo, qué negras, fragantes grutas habían descubierto y amado juntos el poeta ilustre y el pobre vagabundo, hasta el punto de haber brotado entre ellos la rara flor de la amistad?» Pausadamente, reflexionando sobre tales enigmas, Carlos Eduardo tocaba el papel como si acariciase la suave epidermis de una mujer, acaso de piel negra, de nocturno terciopelo. La cuarta elegía, de las cinco que componían el tomo, era la dedicada a la muerte de Vadinho, «la ficha azul, olvidada en el tapete».
Queda así resuelto un problema, como se había prometido. Pero surge y se impone otro, y quién sabe si será posible encontrarle solución: es el «misterio Vadinho». Queda confiado a vuestra perspicacia.
¿Quién era Vadinho? ¿Cuál era su verdadero rostro? ¿Cuáles sus exactas proporciones? Su rostro de hombre ¿estaba bañado de sol o cubierto de sombra? ¿Quién era él, el juglar de la elegía, el machazo de la expresión de Paranaguá Ventura o el desaprensivo malandrín, el sablista incorregible, el mal marido según la voz de la vecindad, de las amistades de doña Flor? ¿Quién lo había conocido mejor y lo definía ahora mejor: los piadosos asistentes a la misa de las seis, en la iglesia de Santa Teresa, o los incorregibles habitúes del Tabaris («la bolilla girando en la ruleta, la baraja y los dados, la última apuesta»)?
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