Doña Flor y sus dos maridos (última parte)


6




A partir de esa conversación entre doña Flor y el doctor Teodoro, los acontecimientos comenzaron a precipitarse con un ritmo cada vez más acelerado y confuso.

Sucedieron entonces en la ciudad cosas tales que podían asombrar (y asombraron) hasta a las criaturas más familiarizadas con el prodigio y la magia (como la vidente Aspasia, que todas las mañanas — acababa de llegar de Oriente, su verdadero habitat—, a las Portas do Carmo, en donde era «la única que empleaba el sistema de la ciencia espiritual en movimientos»; como el célebre médium Josete Marcos («fenómenos de levitación y de ectoplasma»), cuya intimidad con el más allá es de sobra conocida; como el Arcángel Sao Miguel de Carvalho, con su tienda de milagros en el Beco do Calafate; como la doctora Nair Sacá, «diplomada por la Universidad de Júpiter», que curaba cualquier enfermedad con pases magnéticos en la calle de los Quince Misterios; como Madame Deborah, del Mirador de los Afligidos, que detentaba los secretos de los monjes del Tíbet, y estaba en permanente gravidez como resultado del coito espiritual con el Buda Viviente, siendo ella misma una «revelación suprema del futuro», y capaz, con sus dones de adivina, de «prever y garantizar casamientos de fortuna a corto plazo y revelar los números que saldrían premiados en la lotería»; sin hablar de Teobaldo, Príncipe de Bagdad, ya un tanto caduco. Y no sólo se asombraron estas autoridades. El asombro alcanzó incluso a los que más íntimamente tenían tratos con el misterio de Bahía, a aquellos que lo crean, lo preservan y son sus depositarios a través del tiempo: madre y padres— de— santo, yalorixás y babalorixás, babalaós y iakarés, obás y ogás. Ni la misma Mae Senhora, sentada en su trono en el Axé do Opó; ni Menininha do Gantois, con su corte en el Axé lamassé; ni la tía Massi de la Casa Blanca, del venerado Axé la Nassó, ni siquiera ella, con la sabiduría de sus ciento tres años de edad; ni Olga de Yansá, danzando, soberbia y arrogante en su terreiro del Alaketu; ni Nézinho de Ewá; ni Simplicia de Oxumaré; ni Sinhá de Oxóssi, hija— de— santo del fallecido padre Procopio del Ilé Ogunjá; ni Joáozinho do Caboclo Pedra Preta; ni Emiliano de Bogum; ni Marieta de Tempo; ni el indio Neive Branco en la Aldeia du Zumino Reanzarro Gangajti, ni Luis de Muricoca: ninguno de ellos pudo controlar la situación y explicarla satisfactoriamente.

Ellos vieron estallar la guerra de los santos en las encrucijadas de los caminos, en las noches de macumba, en los terreiros y en la vastedad de los cielos, en ebós sin precedentes, despachos nunca vistos, hechizos cargados de muerte, conjuros y brujerías de todas las esquinas. Los orixás, hechos una furia, se unieron todos en un solo bando, con todas sus especies y naciones; en el otro bando estaba Exu, sólito, amparando al egun rebelde, ya que nadie había ofrecido ropas coloridas, ni la sangre de gallos y ovejas, ni un cabrito entero, ni siquiera una conquém de Angola. Exu estaba revestido con los ropajes del deseo, con los oropeles de la pasión que no muere, y como único sacrificio en su homenaje pedía la risa y la miel de doña Flor. Ni siquiera Yansá (¡epa hei!), la que expulsa las almas, la que no teme a los eguns y los enfrenta, la que manda en los muertos, la guerrera cuyo grito hace madurar las frutas y destruye los ejércitos, ni siquiera ella, la autoritaria, la temeraria, consiguió imponerse, pues ese babá de Exu le arrebató el alfanje y el eruexim. Todo estaba revirado, todo al revés, era el tiempo de lo contrario, el mediodía durante la noche, el sol entero a la madrugada.

Prosternados, a la hora del padé, las yalorixás y los babalorixás, a partir de cierto momento ya no quisieron intervenir más: correspondía a los encantados llegar a una decisión en el ardor de la batalla. Sólo intervino el babalaó Didi, porque era Asobá de Omolu, mago de Ifá, guardián de la casa de Ossain, y sobre todo, porque debido a su puesto de Korikoé Ulukótum en el terreiro de los eguns, en la Amoreira, hubo de intentar otra vez atar con las pajas del mokan el egun despertado de su sueño por el amor. Lo hizo a pedido de Dionisia de Oxóssi, pero fue en vano, como se verá más adelante. Sin embargo, no puede decirse que Cardoso y S.a se haya asombrado; no es él un ciudadano capaz de asombrarse, ni tampoco de asustarse y espantarse fácilmente. Pero sufrió un sacudón, ¡ah, sí que lo sufrió!, no se puede ocultar la verdad... y al decir que Cardoso y S.a se sorprendió, está definitivamente dicho todo y queda dada la medida del insólito, del absurdo clima de la ciudad. Fue por aquellos días cuando la gente, con rabia y lucidez, atacó la sede del monopolio extranjero de la energía eléctrica, exigió la nacionalización de las minas y del petróleo, puso en fuga a la policía y cantó la Marsellesa sin saber francés. Todo comenzó en aquella ocasión. Al principio doña Flor no se dio cuenta de la situación, al contrario de Pelancchi Moulas, cuya sangre calabresa intuyó primero y luego indicó el sentido y dirección de los sucesos la misma noche del lasquiné. Unos pocos días bastaron para convencer a Pelancchi. Aterrado — sí, aterrado, ese hombre sin miedo y sin entrañas, ese bandido de la Calabria, ese gángster moderno a la manera de Chicago, ese duro jugador—, mandó a Aurelio, su chófer y hombre de toda su confianza, al terreiro de la madre Otávia Kissimbi yalorixá de la nación congo, y él mismo fue en busca del filósofo y místico astrólogo Cardoso y S.a, únicos seres capaces de socorrerlo en tan terrible emergencia, de salvar su reino y su cetro. Sí, reino y cetro, pues Pelancchi Moulas era soberano del más poderoso trust de Bahía: rey del juego y del delito, bancaba legalmente la ruleta, la liebre francesa, el bacará, el lasquiné, en el Pálace, el Tabaris, el Abaizandinho; en las casas grandes y en las chicas, en las que sus agentes vigilaban con atención los dados y las barajas, los croupiers y jefes de sala, y le traían la diaria y gruesa recaudación de la ronda, el veintiuno y el siete— y— medio. Muy raras casas escapaban a su control, sólo alguna que otra: la de Tres Duques, la de Meningite y el antro de Paranaguá Ventura. Sobre todas las otras extendía sus garras ávidas y ganchudas (y bien tratadas, por una manicura exclusiva, una mulatita procreada por Barreiro — el padre de Tiburcio, el abogado—, un especialista: había modelado treinta y siete mulatas en diferentes madres, cada cual más gallarda y fabulosa).

¿Y qué decir del inmenso imperio ilegal (en apariencia) de la quiniela? Sólo Pelancchi podía bancar en ella con permiso policial, y, si algún inconsciente se atrevía a hacerle la competencia, las celosas autoridades en seguida aplicaban al infame contraventor el máximo rigor de la dura lex, sed lex.

No existía en todo el estado de Bahía hombre de más poder, civil o militar, obispo o padre— de— santo. Pelancchi Moulas hacía y deshacía a su antojo.

Administrador, gobernante del más complejo y rico de los imperios, el del juego, al frente de un ejército de subordinados, de maestros de sala, croupiers, fiscales, banqueros, soplones, proxenetas, espías, policías y guardaespaldas, era el Papa de una secta con millares de creyentes sumisos, fanáticos y esclavos. Con sus dádivas sustentaba y enriquecía a ilustres figuras de su administración, la intelectualidad y el orden público, comenzando por el propio jefe de policía. También contribuía para la realización de obras pías y la construcción de iglesias.

A su lado, ¿qué eran el gobernador y el alcalde, los comandantes de tierra y mar — o de submarinos—, el arzobispo con su mitra y su anillo? Ningún poder en la tierra podía amedrentar a Pelancchi Moulas, viejo italiano de cabellos blancos, de risa afable y ojos duros, casi crueles, siempre fumando un eterno cigarrillo en boquilla de marfil y leyendo a Virgilio y a Dante, pues, aparte del juego, sólo le gustaban de verdad la poesía y las mulatas.



El negro Arigof andaba abatido: tanta mala suerte era demasiado. Hacía casi un mes que le había caído encima: desde que tropezó con el paquete del ebó al descender desprevenido por la escalera del altillo en que tenía su cuarto de soltero. Mandinga fuerte, hechizo puesto en su camino para arruinarle la vida. El papel se rompió y se desparramaron el engrudo amarillo, las plumas negras de gallina, las hojas rituales, dos monedas de cobre y pedazos de una corbata suya de punto, todavía en buen uso. La corbata le dio la pista segura: era una venganza de Zaíra, ¡aba sin corazón, incapaz de sufrir un insulto sin dar en seguida la respuesta.

Cierta noche en que perdió su calma y su elegancia de hidalgo, le dio un par de bofetadas en pleno Tabaris, para enseñarle modales de persona y para que no le jorobara más la paciencia. Zaíra era de la nación de los mucurumim, pero seguía los ritos caboclo y angola y tenía poderes ante los inkices.

Era un hechizo de los más fuertes, un bozó tremendo, ¿quién le prepararía a Zaíra un despacho tan fatal? Con seguridad algún entendido en lo que está escrito, bueno en las hojas y poderoso en la maldad. No hubo conjuro contra él que diese resultado, el ebó prendió la suerte del negro en el fondo de un pozo y él se arrastraba como un mendigo por las casas de juego, perdiendo en todas ellas. Ya había pignorado sus mejores prendas: el anillo de plata verdadera, la cadena de oro con higas de guiñé y un pequeño cuerno de marfil, el reloj comprado a un marinero rubio, tal vez robado en el camarote de algún millonario: tan bonito y señorón que el español Do Sete, con todo lo que sabía de joyas, silbó de emoción al verlo, ofreciéndole al negro quinientos mil— réis más si quería vendérselo en lugar de empeñarlo.

Zaíra, criolla mandinguera, nacida en la hechicería, le había secado la suerte. Preocupado, Arigof se preguntaba dónde andaría el resto de su corbata de punto. Seguramente atada a los pies de un caboclo o de un inkice, junto con su retrato, una fotografía chiquita, sacada para la cédula de identidad: el negro, sonriente, mostrando su diente de oro. Arigof se lo dio a esa iaba sin corazón en prueba de amor, y ahora imaginaba su rostro acribillado de alfileres en la hornacina del santo, para que el «despacho» se rehiciera cada mañana, apagándole de un golpe y para siempre su buena estrella.

Ya había tomado un baño de hojas, y Epifania de Ogun rezó por él. La iyá moró tuvo que renovar por tres veces el atado de hojas, pues se marchitaban apenas tocaban su cuerpo, tan grande era el peso del maleficio sobre la cerviz de Arigof.

Decaído a causa de semejante mala suerte iba el negro por la calle Chile reflexionando sobre las amarguras de la vida. Venía del restaurante y se encaminaba a la casa de Teresa. Waldomiro Lins lo había invitado a cenar, después de una tarde desastrosa en la cueva de Zezé da Meningite, donde el negro perdió los últimos níqueles. Arigof, de rabia, comió tanto que aquello parecía a la vez almuerzo, merienda y cena.

—Estás muerto de hambre, Arigof..., ¿qué te pasa? — preguntó el otro al ver tan exagerado apetito.

El negro respondió, definitivamente pesimista:

—No sé si voy a volver a comer otra vez...

—¿Enfermo?

—De mala suerte, hermanito. Me ataron la suerte a los pies de un encantado, de un caboclo, si no es de un orixá de Angola, que esta peste debe proceder de gente de los inkices. Estoy en las últimas, hermano.

Le habló de su mala racha, de cómo se desvanecían los pálpitos más infalibles y no acertaba una. Perdía siempre, a los dados, a las cartas, en la mesa de la ruleta. Los parroquianos ya lo miraban de reojo, como si él contagiase la mala suerte:

—Mi mala suerte se pega, hermanito...

Le hizo un relato lleno de pormenores, en la esperanza de que Waldomiro Lins, joven de posibles y alegre compañero, lo ayudase en el apuro, prestándole unos billetes para el juego nocturno. Le falló el golpe, pues el amigo en vez del dinero le dio unos consejos. Sólo hay un modo de rehuir la mala suerte; escaparle al juego por un tiempo. Que no fuese loco; debía dejar que se retirase la marea de la mala suerte, que se extinguiera la fuerza del ebó. Si seguía porfiando iba a terminar desnudo, con los calzoncillos empeñados. Él, Waldomiro Lins, aprendió a respetar la mala suerte y el azar, y una vez pasó más de tres meses sin ver una baraja, un dado o una mesa de ruleta.

Subiendo por la calle Chile, Arigof daba la razón al amigo: su terquedad no pasaba de ser pura estupidez, obstinación de tarado. Lo mejor era ir a visitar a Teresa de la Geografía, una blanca que tenía calentura por los negros fuertes y que fuera el motivo de aquellas bofetadas a Zaíra. En la casa de Teresa, tendido en la cama junto a la blanca, sorbiendo una cachaca con limón, se olvidaría de tantas derrotas y descansaría de su mala suerte en el tapete. Sí, esta vez el negro Arigof estaba vencido, no le quedaba otro remedio que retirarse vergonzosamente. Tenía razón Waldomiro Lins, hombre de experiencia, buen consejero.

Aunque dispuesto a tomar el rumbo de la licenciosa geografía de la Teresa — la negrista—, no iba, sin embargo, muy satisfecho. No era su costumbre ni le causaba placer rehuir una batalla, incluso cuando como ahora, en plena desesperación, se daba por derrotado anticipadamente. Se acordó de otro Waldomiro, su amigo ejemplar e insustituible: Vadinho, desgraciadamente muerto. Era competente y audaz, inigualable en materia de juego y en general. Él sí que podría ayudarle si estuviera vivo.

Una noche, hacía muchos años, después de semanas y semanas de mala suerte absurda, cuando ya no le quedaba un vintén ni tenía a quién pedírselo, Arigof entró al Tabaris, tropezando con Vadinho, que estaba lleno de altivez y de fichas, y apostaba alto. Le dio al negro una ficha y su ejemplo victorioso: y Arigof ganó noventa y seis contos en unos minutos, nunca se había visto cosa igual. Fue una noche alucinante: Arigof ordenó la hechura de media docena de temos de una vez, tirándole en la cara al sastre los billetes de quinientos. Noche de descomunal orgía en el burdel de Carla, pagando él todos los gastos. Noche legendaria en las memorias del juego de Bahía.

¡Qué curioso!: mientras recordaba a Vadinho y su arrogancia, ¿no le parecía estar oyendo claramente su voz insolente?

—Y, negro cobarde, ¿en dónde está tu valentía? ¿En el culo de la blanca? El que no persigue a la suerte no merece ganar, tú lo sabes. ¿Desde cuándo eres discípulo de Waldomiro Lins? ¿Tú no eras ya profesor cuando él jugó por vez primera?

Arigof se quedó inmóvil en medio de la calle Chile, como un atontado, tan viva y próxima le parecía la voz de Vadiho en su oído. Surgiendo del mar, la luna comenzaba a cubrir de oro y plata la ciudad de Bahía.

—Deja la anatomía de la blanca para después, negro asustado, lo que tienes es miedo del hechizo, pero ¿acaso tú no eres hijo de Xangó? Deja la blanca para después de haber partido la mala suerte por la mitad, que esta noche la vas a celebrar.

Ese Vadinho atolondrado... tenía unos pálpitos tan absurdos, y era siempre el mismo, en la buena y en la mala suerte, siempre con la misma sonrisa maliciosa y desafiante. ¿Quién sabe?, pensó Arigof. Vadinho, desde lo alto de la luna, lo estaría viendo con su mala suerte a cuestas, sin su cadena de oro, sin el anillo de plata, sin el reloj codiciado por el español Do Sete...

—¿Dónde está tu coraje, negro? ¿Dónde el negro Arigof, tres veces macho?

Waldomiro Lins, prudente y sutil jugador, le había aconsejado que no insistiera contra la mala suerte, que se achicara, escondido en el lecho de la amante, tan alba y tan resabida: Teresa recitaba de memoria los ríos de China, los volcanes de los Andes, los picos de las montañas. Cuando veía al negro Arigof, enorme y desnudo, ella, muy melindrosa, saludaba al mismo tiempo el pico del Himalaya y el eje de la tierra: ¡esa desvergonzada de Teresa! Con tanta maldición encima mientras Teresa lo esperaba, realmente sólo un loco volvería esa noche a los naipes.

—Anda, que yo te lo garantizo, negro flojo... — le repetía la voz de Vadinho al oído.

Arigof miró en torno suyo, para ver si estaba por allí, pues hasta creía sentir el vaho de su aliento. Era como si su amigo del pasado lo tomase de la mano y lo condujera por los peldaños del Abaixadinho, cerca de allí.

—Nunca me dieron miedo las cartas... — dijo el negro.

Teresa lo esperaría comiendo chocolates, enredada en los lagos canadienses, en los afluentes del Amazonas. Sin un cobre en el bolsillo, Arigof entró en el Abaixadinho y se fue a las mesa del lasquiné.

Antonio Dedinho, el croupier, preparaba el cahier de seis barajas para volver a dar juego. A su alrededor, todas las caras eran de perdedores, ninguna reflejaba entusiasmo, la suerte era íntegra de la casa. Arigof no vio un amigo al que pudiese pedir una ficha o dinero. Antonio Dedinho anunció una banca de cien contos y puso boca arriba dos cartas sobre la mesa: la dama y el rey.

—En la dama... — oyó Arigof que ordenaba Vadinho.

¡Y nadie que le prestara por lo menos cinco mil réis! Se fijó en un hombre bien vestido, trajeado con un terno blanco, con unas fichas en la mano y aire de habitué, pero desconocido, quizá del interior. Arigof se sacó de la corbata el vistoso alfiler, una llave atravesando un corazón, regalo de Teresa. Pero el oro era metal dorado y los brillantes de vidrio sin valor, según le dijera desmoralizadoramente el español Do Sete, negándose a recibirlo de prenda. Mostrándoselo, Arigof se dirigió al ricacho de terno blanco:

—Estimado señor, présteme una ficha, una cualquiera, y quédese con esta joya en garantía. Ya le pagaré, mi nombre es Arigof, aquí me conocen todos.

El viva la Virgen le dio una ficha de cien:

—Guarde su alfiler, si gana me paga... y le deseo suerte. Puesta la ficha sobre la mesa, Arigof esperó sólito, pues nadie de la rueda quiso arriesgarse, era un desatino. Tampoco se atrevió el hombre de blanco, que prefirió mirar el juego. Antonio Dedinho dio vuelta a la primera carta, que resultó ser la dama. Arigof recogió las fichas y Dedinho echó de nuevo las cartas, que, por casualidad, volvieron a ser la dama y el rey. De nuevo Arigof puso su dinero en manos de la dama.

Antonio Dedinho sacó una carta del cahier y, más casualidad todavía, esa primera carta fue de nuevo la dama. Otra vez cartas y la casualidad fue aún mayor, pues ahora ya era algo notable: por tercera vez se vio en la mesa a la dama y al rey. Arigof se mantuvo firme en la dama y el hombre de blanco apostó junto con él. Llegaron los primeros curiosos. Antonio Dedinho sacó el naipe del cahier, y, por más increíble que parezca, la primera carta, por tercera vez, era la dama. Para más era de oros, recordando a la rubia Teresa. «Dios mío», exclamó una fulana, nerviosa.

No sólo nerviosa por el hecho de haberse dado tres veces la dama, sino porque seguía siendo la primera carta, además de haber aparecido tres veces seguidas sobre la mesa de juego las mismas cartas: la dama y el rey.

No sólo tres, sino doce veces cayeron sobre la mesa la dama y el rey, y por doce veces consecutivas acudió la dama a la llamada de Arigof, siendo siempre la primera carta que se daba la vuelta. Ahora no sólo apostaba el hombre de blanco, también otros apostaban siguiendo el palpito del negro, que ponía tres contos en todas las paradas, lo máximo permitido.

Mortalmente pálido, con el corazón encogido, Antonio Dedinho preparó un nuevo cahier. Lulu, el fiscal de sala, estaba ahora al lado de Dedinho y seguía con atención el barajar de los naipes. En torno a la mesa, el inquieto grupo veía aumentar sus filas. Venía gente del bacará y de la ruleta.

Antonio Dedinho mostró el cahier a los jugadores, retirando de él dos cartas: su palidez se hizo aún mayor y sus manos temblaron, pues las cartas eran la dama y el rey. Arigof sonrió: había quebrado la mala suerte, había roto el ebó cuando fue en busca de la buena suerte con manos y dientes. Y con el recuerdo de Vadinho. Si había otro mundo, si los muertos andaban por ahí en el más allá, como decían ciertos especialistas en el asunto, entonces tal vez Vadinho lo estuviera viendo desde lo alto de la luna que se derramaba en oro y plata sobre el mar y el caserío. Con seguridad estaría orgulloso de la valentía de su amigo Arigof, negro macho, vencedor de malas suertes y hechizos.

Pero la cosa es que Vadinho estaba verdaderamente allí, en la sala, muy arrimado a Arigof y muy furioso, ya que el negro decidió, después de profundos cálculos cabalísticos, cambiar de carta y cargarle al rey (era imposible que la dama volviera a repetirse, totalmente imposible). En eso oyó la voz severa del amigo, que le daba con dureza una orden:

—En la dama, negro— hijo— de— puta.

Y la mano de Arigof, independientemente de su voluntad, como si obedeciese a una fuerza superior, puso las fichas a la dama.

Apretando los dientes, con pánico en los ojos, Antonio Dedinho retiró la primera carta: dama. Conmoción general, exclamaciones, risas nerviosas, y cada vez más gente que venía a ver lo imposible.

Gilberto Cachorráo, el gerente del garito, con su aire desconfiado de perro ovejero, se apostó al lado de Lulu, dispuesto a descubrir la tramoya (¿qué otra cosa podía ser sino una fullería, y gorda?). En sus mismos hocicos se repitió el absurdo varias veces y la banca de cien contos estalló. Alborozada y alegre, la dama era siempre primera carta. ¿En dónde estaba la trampa, gorda o flaca, Cachorráo?

Antonio Dedinho, vencido, se volvió hacia el gerente esperando órdenes, pero éste no dijo nada, limitándose a mirarlo con desconfianza. El croupier preparó nuevos naipes, pausadamente, a la vista de todos y con el mayor esmero:

—Banca de cien contos...

Dio vuelta a dos cartas: dama y rey. Un silencio de muerte. Ahora todos querían apostar a la dama. Venía gente hasta de la calle y del Tabaris, adonde ya había llegado la sensacional noticia. Tampoco duró la nueva banca.

Ante una orden de Gilberto Cachorráo, Lulu salió disparado hacia el teléfono. En la sala lo imposible, era algo que ya aburría: la dama salía siempre y siempre era la primera carta. El hombre de blanco dijo en voz alta:

—Me voy ya porque siento que me pasa algo..., mi corazón no aguanta... Hace más de diez años que juego en Ilhéus y en Itabuna, en Pirangi y en Agua Preta. He visto mucha trapacería, fraudes de todos los tipos, pero nunca uno igual a éste. Y digo más: lo veo y no lo creo.

Arigof quiso devolverle la ficha e invitarlo a la cena en casa de Teresa, pero el hombre no aceptó:

—Dios me libre y guarde. Tengo miedo que todo sea un encantamiento, ya que esto es cosa de hechicería. Quédese con la ficha, que yo voy a cambiar las mías antes de que se desvanezcan o se deshagan.

Lulu volvió, no tardando en unirse a él y a Cachorráo la figura circunspecta de un criollo viejo, de anteojos, con mucha calma: el profesor Máximo Sales, principal testaferro de Pelancchi Moulas, su hombre de confianza.

Cuando Lulu le telefoneó, el magnate no podía creer esa historia sin pies ni cabeza. Con seguridad Lulu había vuelto a beber, y esta vez en horas de trabajo, un abuso imperdonable. Con la cabeza canosa reposando en la tibieza de los senos de Zulmira Cimóes Fagundes, en dulce intimidad, Pelancchi mandó a Máximo Sales para que pusiera en claro esa patraña pluscuamperfecta. Lo más probable es que todo eso no pasara de ser otro desmadre de Lulu:

—Si está borracho, profesor, no vacile, por favor, despídalo inmediatamente. Y telefonéeme el resultado...

Mal tuvo tiempo el testaferro de informarse sobre el fenómeno y comprobar la sobriedad de Lulu, cuando allá se fue por los aires la banca de cien contos, en los dedos de Arigof.

Antonio Dedinho, enjugándose el sudor de su frente exangüe, miró al trío que estaba frente a él. Tenía hijos por criar y no servía para otro empleo, ¡ay!, ¡Dios mío! Los tres lo miraban de reojo; el profesor Máximo susurró: «prosiga». Con su traje azul, sus anteojos sin aro, su anillo de rubí, Máximo Sales parecía un respetable catedrático de ensortijada pelambre blanqueada en el estudio y en las vigilias científicas. Era tan formal, tan digno, que todos lo trataban de profesor, incluso Pelancchi, aunque sólo se había licenciado en contravenciones, fichas y barajas. Y en esa materia era realmente una autoridad, de gran competencia, de notorio saber, un doctor angélicus.

Antonio Dedinho, víctima del destino, preparó otro cahier y todo volvió a repetirse, como en una pesadilla. Como dijo Amesina (su lindo sobrenombre estaba formado por Ame de Américo, su padre, y Sina de Rosina, su madre), meretriz dada a la lectura del Almanaque del Pensamiento y de otras fuentes esotéricas, aquello era «la esperada señal del fin del mundo». Máximo Sales hizo algunas preguntas a Cachorráo y a Lulu (cuyo aliento inocente comprobó), y, dejando aquel diluvio de damas, se dirigió al teléfono.

De ahí que apareciese en la sala Pelancchi Moulas, con Zulmira tras él. El grupo le abrió paso para que así pudiese ver bien de cerca cómo se diluía su dinero en el lasquiné. La banca de cien contos estalló en su cara.

Con un gesto de rey, Pelancchi Moulas apartó a Antonio Dedinho y a la vista de todos los presentes echó una ojeada al cahier: los doce reyes aparecieron acumulados en el fondo de la baraja: eran las últimas cartas. Los tres empleados, Máximo, con su pose doctoral, el ovejero Gilberto y Lulu, fiscal de sala, cambiaron una mirada de expertos. Antonio Dedinho se vio a un tiempo condenado e inocente. Pelancchi Moulas, fríos los ojos, azules de crueldad, miró primero al croupier y a los tres funcionarios, y después a la muchedumbre en torno: rostros ávidos y tensos, jugadores en los límites finales del absurdo. Al frente de todos, el negro Arigof: montaña del Himalaya, altura inmensa, eje del mundo, al decir entendido de Teresa, geógrafa y negrista. Arigof sonreía, cubierto de sudor y de fichas.

También sonrió Pelancchi Moulas (a Zalmira, volviéndose para mirarla), y luego preparó él mismo un nuevo cahier, anunciando la banca como si declamase un verso:

—Banca de doscientos contos.

Mas no por ser él Pelancchi Moulas, señor del juego, de horca y cuchillo, majestad y todo lo otro que ya se sabe y no vale la pena repetir, no por eso cambió la suerte, que ya no era suerte sino prodigio: ahí venían rey y dama, saliendo dama la primera carta. Cuando estalló la banca antes de llegar a mitad del cahier, Pelancchi Moulas examinó la caja con el resto de los naipes: allá al final («el fin del mundo...», repetía Amesina la profetisa), estaban juntos los doce reyes inútiles.

Largando las cartas, Pelancchi Moulas susurró algo y Gilberto Cachorráo tradujo en voz alta:

—Se suspendió el juego por hoy...

Arigof se retiró entre muestras de simpatía, seguido por los admiradores y las ardientes damas, que se pegaban a él. Cambió las fichas, compró champán y rumbeó para la casa de Teresa, aquella blanca que le daba por los negros, una autoridad en geografía y en juegos de cama. El negro se fue lleno de aires y de orgullo: con él no podían ni la mala suerte ni el hechizo, ni la cólera de la iaba bucurumim.

Pelancchi Moulas se quedó reflexionando. Lulu no sabía qué hacer con las manos; Gilberto Cachorráo no podía explicárselo, pero concordaba con Máximo Sales: allí había trampa, suciedad, una audacia de las grandes. Náufrago en medio de un mar de damas, Antonio Dedinho esperaba la sentencia. Hay que poner todo en claro, decía el solemne profesor. Pelancchi Moulas se encogió de hombros: que hicieran lo que quisiesen, interrogatorios o investigaciones, que llamaran a la policía si era necesario. En cuanto a él, tenía una idea, su sangre calabresa era sensible al misterio, a las emanaciones del más allá.

También lo eran los senos de Zulmira Simóes Fagundes, bronce y terciopelo. De repente, la primera— secretaria, la prima donna, la favorita de Pelancchi Moulas, comenzó a reírse mimosamente al tiempo que se contorsionaba:

—Siento algo aquí, en los pechos, Pequito, hay algo que me hace cosquillas, ¡ay!, ¡qué cosa más loca...! Hasta parece algo del otro mundo...

Pelancchi Moulas hizo la señal de la cruz.





8




Fueron aquéllos unos días confusos, de trajín y cansancio, de emociones. El doctor Teodoro y doña Flor tuvieron un ajetreo permanente, yendo de un lado a otro, del banco a la escribanía, de la escribanía a las diferentes oficinas municipales. Ella se vio obligada a suspender las clases hasta el fin de la semana, y él casi no apareció por la farmacia. Celestino, con su habitual franqueza lusitana, aconsejó a doña Flor:

—Si verdaderamente quiere comprar la casa, largue por unos días esa porquería de clases. Si no, adiós...

Había aparecido otro candidato y si no fuese por la buena voluntad del banquero habrían perdido una vez más la oportunidad de realizar el negocio. Otra vez volvía a estar todo prácticamente concluido, faltando apenas firmar la escritura definitiva: la escribanía tardaría unos días en tenerla lista. Pero ya estaba pagada la seña al antiguo dueño, para lo cual emplearon el dinero de la libreta de la Caja Económica, los ahorros de doña Flor.

Del brazo del marido, apoyada en su fuerza y en su saber, aquel fin de semana, doña Flor recorrió medio Bahía. No paró un minuto en casa, apenas el tiempo necesario para comer y dormir, sin tener un solo momento para descansar. ¿Cómo hacerlo con Vadinho allí, apostándose a su lado apenas ella aparecía, y cada vez con mayores atrevimientos, dispuesto a llevarla a la deshonra, al adulterio?

¿Adulterio?... ¿Cómo adulterio...?, preguntaba el malvado, ¿si soy tu marido? ¿Dónde se vio que una mujer fuese adúltera por entregarse al marido legítimo? ¿No le había jurado ella obediencia ante el juez y el sacerdote? ¿Dónde se vio, mi flor de pasionaria, un casamiento platónico? Era absurdo...

El maldito tenía frases azucaradas, labia fina, lógica y retórica; sabía cómo confundirla con sus argumentos... y su voz era un arrullo:

—Mi bien, ¿no fue para dormir juntos para lo que nos hemos casado? ¿Entonces?

Dona Flor aun sentía en el suyo el peso del brazo del doctor, aún sentía el olor de su transpiración en las cuestas cuando iban en busca de la burocracia. Mas la voz de Vadinho la perturbaba..., ¿cómo descansar si tenía que estar atenta, si no podía abandonarse ni un segundo sin correr peligro? Peligro de dejarse arrastrar por la música de su voz, embobada por sus palabras, por las caricias de sus manos traicioneras, por sus labios. Cuando quería acordarse, ya la habían aprisionado sus brazos, teniendo que desprenderse de ellos con violencia. Pero no se había entregado y no se entregaría nunca.

No se entregó, o, por lo menos, no se dio del todo, pues algunas cosas le permitió en esos días fatigosos: algunas leves e inocentes caricias. ¿Serían realmente así, tan leves, tan inocentes?

Una tarde, por ejemplo, en que llegara deshecha de andar por las oficinas y la escribanía (pues el doctor tuvo que ir a la farmacia a preparar recetas), doña Flor se quitó el vestido, se sacó los zapatos y las medias y se tendió en la cama, así como estaba, sólo con el corpiño y la combinación. Había silencio y brisa en la casa vacía y doña Flor suspiró.

—¿Cansada, mi bien? — Era Vadinho, a su lado. ¿De dónde venía, dónde estaba escondido que doña Flor no lo había visto?

—Tan cansada... Nunca pensé que para encontrar un papel en una oficina hubiera que perder una tarde... Vadinho acariciaba su rostro:

—Pero tú estás contenta, mi bien...

—Siempre quise que la casa fuera mía...

—Yo siempre quise darte esta casa...

—¿Tú?

—¿No lo crees? Es natural... Pues has de saber que la cosa que más he deseado fue poder algún día darte esta casa. Alguna vez habría de ganar tanto dinero al diecisiete que podría comprarla... Iba a llegar con la escritura, sin decirte nada antes... Pero no hubo tiempo... Si no... ¿Tú no lo crees, no?

Doña Flor sonrió:

—¿Por qué no te voy a creer?

Sentía la boca de Vadinho a la altura de su rostro y quiso liberarse de sus brazos envolventes:

—Déjame...

Pero él le rogó tanto que le permitiera dejar su rubia cabeza junto a la suya que consintió en descansar apoyada en su pecho. Inocentemente, claro.

—Jura que no vas a intentar...

—Lo juro...

Fue un momento lleno de dulzura. Doña Flor sentía en su cuello el aliento de Vadinho y las manos de él protegían su descanso: con una le acariciaba la cara, le recorría el cabello, mitigando su fatiga. De tan cansada, se quedó dormida.

Cuando despertó ya habían llegado las sombras de la noche y también el doctor Teodoro.

—¿Dormiste, querida mía? Debes estar muerta, pobre... Además de gastar tus ahorros, todo este trajín...

—No digas sonseras, Teodoro... — y púdicamente se cubrió con la sábana.

En la penumbra del cuarto, sus ojos buscaron a Vadinho, pero no lo vio. Seguramente se fue al sentir los pasos del doctor, ¿tendría celos de Teodoro?, preguntóse doña Flor sonriendo. Vadinho lo negaba, naturalmente, pero ella tenía sus dudas.

El doctor Teodoro se puso el saco del pijama y doña Flor la bata, levantándose. Él tomó sus manos:

—¿Qué apurón, eh, querida? Pero vale la pena, ahora tenemos casa propia. Aunque no voy a descansar hasta pagar la hipoteca y depositar en la Caja todo el dinero que pusiste en la transacción.

Juntos, casi abrazados, la mano del farmacéutico en la cintura de ella, salieron del dormitorio para el comedor. Allí encontraron a doña Norma, deseosa de saber novedades sobre la compra de la casa.

—Parecen dos tortolitos... — dijo la vecina al verlos así, tan enamorados, y el doctor se separó en seguida, apartándose de la esposa.

Al día siguiente, por la mañana, doña Norma volvió para hablar con doña Flor sobre cosas de costura. Apuntándole al cuello desnudo, bromeó:

—Esos amores con tu marido se están volviendo escandalosos...

—¿Eh? ¿Qué es eso?

—¿Acaso no los vi yo ayer, a ti y al doctor, en pleno idilio, viniendo del dormitorio muy agarraditos?

—¿Tú estás hablando de mí y de Teodoro? — preguntó, todavía asustada.

—¿Y de quién había de ser? ¿Te estás volviendo lela? El doctor está perdiendo su seriedad... Y antes de cenar... ¿eh? ¿Continuó después la función? Claro, tenían que festejar la compra de la casa...

—¡Qué conversación, Normita...! No hubo ninguna función...

—¡Ah, mi santa, eso no! Tú con todas esas marcas de chupones en el cuello, a cada cual más linda..., y diciéndome que no pasó nada... Yo no sabía que el doctor era del tipo sanguijuela...

Doña Flor se pasó la mano por el cuello y corrió a mirarse en el espejo del cuarto. Unas marcas rosadas que tendían a enrojecer se extendían por todo un lado del cuello. Escandaloso...

¡Ah, Vadinho...! ¡Qué traidor, qué loco, qué malvado...! Ella había protestado al sentir el roce de los labios, pero él le preguntó qué mal había en que le acariciara el cuello, si eso ni siquiera era un beso, apenas si le tocaba la piel con la boca. Mientras la acariciaba, doña Flor se quedó dormida... ¡Ah, qué Va— dinho, no tenía arreglo!

Se apartó del espejo y se puso una blusa de cuello alto para esconder las marcas acusadoras. ¿Qué diría el doctor si viese esas rosadas señales dejadas por unos labios que no eran los suyos, por lo demás incapaces de tales obscenidades y depravaciones? Y regresó a la sala:

—Normita, hija mía, por el amor de Dios, no vayas a hacer bromas con Teodoro sobre estas cosas... Tú sabes cómo es él de vergonzoso... Es tan tímido...

—Claro que no voy a gastarle pullas al doctor, pero, Florcita, es un hecho que está dejando de ser un hombre grave... Tímido lo fue en otros tiempos, mi santa, ahora se soltó... Hasta se va pareciendo a Vadinho, que sólo le faltaba hacer las cosas a la vista de los vecinos...

Doña Flor sintió que alguien se reía, sintió su presencia. Felizmente, doña Norma no podía percibirlo: el malvado apareció suspendido en el aire y para colmo vistiendo aquella camisa que mostraba mujeres desnudas y que doña Gisa trajera de Norteamérica, de regalo para el doctor. La camisa sólo le cubría el tórax, todo el resto quedaba a la vista. Más indecente todavía.





9




—¿Qué hay de malo en eso, mi bien? ¿Qué es lo que tiene de malo? Deja que mi mano esté ahí, no te voy a sacar un pedazo, ni a acariciarte; la mano está quieta... ¿qué tiene eso de malo? Y mantenía, discretamente, la mano sobre las redondas caderas; pero, en cuanto obtuvo su mudo consentimiento, la mano no se contuvo más, yendo y viniendo de las ancas a los muslos..., vasto territorio poco a poco conquistado.

Así, con las manos, el aliento, los labios, las palabras suaves, la mirada, la risa, la invención, la gracia; con lamentos, riñas, mimos, Vadinho iba cercando la fortaleza, calificada de irreductible por doña Flor, y echando abajo las murallas de la dignidad y del pudor. Su avance continuo y firme, su obstinado asedio, reducía a cada instante el campo de batalla.

En cada encuentro tomaba una nueva posición, y los bastiones iban cayendo uno tras otro, rendidos por la fuerza o por la astucia: la mano sabia o la palabra con mil promesas, todas en vano: «sólo un beso, mi bien, sólo uno...». Así fueron tomados los senos, los muslos, el regazo, las caderas, las nalgas de satén. Ahora todo eso le pertenecía, era un terreno en que su mano se movía libremente, sin censuras, y lo mismo sucedía con sus labios y caricias. Cuando doña Flor se dio cuenta, tanto su honestidad como la honra del doctor se encontraban acorraladas en un último reducto, que era cuanto le quedaba incólume. Para más, él se había apoderado del ardiente campo de batalla sin que ella se diera cuenta. Doña Flor intentó recriminarlo por las manchas rojas en el cuello, señales obscenas, horribles; estaba resuelta a prohibir más intimidades, pero él la envolvió en un abrazo, disculpándose entre susurros o burlándose de su pudor y de su seriedad, y al rato ya le estaba dando mordiscos en la oreja y acariciándola hasta hacerle sentir escalofríos. Se hacía urgente e imprescindible poner coto de una vez por todas a esas relaciones equívocas, que ya se habían distanciado tanto del afecto tierno, de la inocente amistad amorosa, del platónico sentimiento que doña Flor imaginara posible cuando Vadinho regresó. Viéndose en creciente peligro, la virtuosa esposa se llenó a la vez de miedo y de bríos, disponiéndose a poner término a aquella absurda situación. ¿En dónde se vio una mujer con dos maridos? Sentada en el sofá, reflexionaba doña Flor sobre asunto tan delicado — tenía que llevar la conversación con mucha habilidad para no lastimarlo, para no ofenderlo, ya que al fin y a la postre él vino en respuesta a su llamada—, cuando el tinoso apareció y la tomó en sus brazos. Mientras doña Flor buscaba el modo de iniciar la conversación, Vadinho metió la mano por debajo de su falda, procurando alcanzar el último reducto, todavía incólume, el cofre fuerte que guardaba su dignidad de mujer y la honra del doctor.

—¡Vadinho!

—Déjame ver tu peladita, mi bien... Me muero de nostalgias de tu papaya... Y ella se muere por mí...

Levantóse doña Flor en un acceso de cólera, con violencia y furia. Vadinho también se enojó y el diálogo fue áspero y desagradable. Tal vez él no esperase una reacción tan brusca por parte de doña Flor, creyendo que ya estaba totalmente conquistada.

—Sácame la mano de encima, no me toques más... Si aún quieres verme y hablar conmigo ha de ser de lejos, como conocidos y nada más..., ya te advertí que soy una mujer honesta y que me siento muy feliz con mi marido...

Él le respondió, con sorna:

—¡Tu marido! Ese espantajo, ese tarado... Lo único que tiene es estatura... ¿Qué sabe de estas cosas ese flojera...?

—Teodoro no es un ignorante como tú, no es un fanfarrón, es un hombre de mucho saber...

—Mucho saber... Puede ser que para preparar un jarabe sea un talento... Pero para lo que tiene valor, para yogar, debe ser el ganso mayor del mundo... Basta verlo..., es un capón...

Doña Flor enfrentó entonces a Vadinho resueltamente, nunca la había visto él tan indignada:

—Pues has de saber que estás muy equivocado... ¿quién puede conocer su capacidad mejor que yo? Y estoy más que satisfecha... No conozco un hombre mejor que él. En todo, y en eso también... Tú no le llegas ni a los pies...

—¡Puf! — soltó Vadinho, haciendo un ruido irrespetuoso y vulgar.

—Déjame en paz, no te necesito para nada... Y no vuelvas a tocarme nunca más...

Esta vez estaba decidida: no le permitiría más intimidades, ni abrazos, ni los tales besos inocentes, ni que se echase junto a ella «para conversar mejor». Ella era una mujer honesta, una esposa seria.

—Si estabas tan satisfecha, ¿para qué me llamaste?

—Ya te dije que no fue para eso... Y ya me arrepentí de haberte llamado...

Más tarde, a solas, se preguntaba si no había sido demasiado grosera y violenta. Vadinho se quedó furioso, ofendido, humillado. Se marchó y no lo volvió a ver durante el resto del día. Cuando regrese, a la hora del crepúsculo, ella le explicaría sus razones con buenas palabras. Aunque cínico e insolente, Vadinho tenía a veces reacciones inesperadas y era capaz de comprender los escrúpulos de doña Flor de circunscribir sus relaciones a los límites impuestos por el decoro y la honra. Todas las tardes doña Flor, terminadas las tareas cotidianas, después del baño, envuelta en perfume y talco, se echaba unos minutos para reposar. Entonces, invariablemente, Vadinho se tendía junto a ella y conversaban sobre las cosas más disímiles (y mientras hablaban iba él derribando bastiones, estrechándola contra su pecho, quebrando su voluntad). Cuando se disponía a protestar, él la distraía hablando de los lugares de donde regresó, y doña Flor, llena de curiosidad y de preguntas, no tenía fuerzas para prohibirle nada:

—Y la tierra, vista desde allá, ¿cómo es, Vadinho?

—Es toda azul, mi bien.

Y el tentador descendía su mano por la cadera o la alzaba hasta el seno, mientras ella preguntaba:

—¿Y cómo es Dios?

—Dios es gordo.

—Quita la mano de ahí, te estás riendo de mí...

Vadinho se reía, la mano siempre puesta en el túrgido seno, los labios buscando la boca de doña Flor... ¿Cómo saber si sus respuestas eran serias o si eran mentiras? Su aliento abrasaba, era un hálito ardiente como la pimienta, una brisa dulce, suave viento del mar..., ¡ay! Vadinho mentiroso y sinvergüenza... Así la iba él tomando poco a poco, sólo le quedaba el último reducto, su recato final. Pero ese día lo esperó en vano, no vino. Doña Flor, inquieta, se removía en el lecho, debatiéndose entre ansias y dudas. ¿Se habría ido sin más, de vuelta, herido en su orgullo, ofendido? ¿Se habría ido para siempre? Doña Flor se estremeció ante la idea. ¿Cómo vivir nuevamente sin su presencia? ¿Sin su locura, sin su gracia, sin su tentación?

Fuera como fuese, sin embargo, debía pasarse sin él, si es que quería seguir siendo una mujer honesta, recta. Ésa era la única solución viable, no encontraba otra salida para ese atolladero. Terrible determinación, prueba descomunal, pero ¿qué hacer si no? Se imponía una drástica ruptura: si Vadinho continuaba allí, ni su voluntad de ser honesta ni la decisión de ser virtuosa serían capaces de impedir lo irremediable. Ella no se engañaba: ¿qué eran las conversaciones sino un pretexto para las caricias, para esa lucha tan terrible y deliciosa?

¿Cómo resistir la labia de Vadinho? ¿No procuró él convencerla, y doña Flor se dejó convencer, de que a excepción de la posesión total todo lo demás no era más que un juego sin la menor maldad, un juego de primos, que no implicaba deshonra, ni siquiera indecencia? No habiendo posesión, no había deshonra..., y se mantenían intactas tanto su dignidad como la insigne testa del doctor.

Vadinho lograba por segunda vez adormecer sus escrúpulos con la misma canción de cuna, la misma modinha con que la había mareado en los días lejanos cuando él la cortejaba en Río Vermelho y la Ladeira do Alvo. Ella se había abandonado al arrullo y cuando abrió los ojos él ya se había comido la breva y la honra de su doncellez junto al mar de Itapoá.

Otra vez estaba Vadinho llegando al muelle de su último puerto, a la fibra más recóndita de su ser. Al menor descuido de ella, en un instante cualquiera de deseo incontenible; ahora él ya no comería solamente su breva de doncella, sino la honra de un marido y la decencia de una esposa.

De una esposa modelo, de un marido que era ejemplo de buenos maridos. Cuando el pobre menos lo pensase, su testa aparecería florecida de cuernos, y ésa sería la mayor de las injusticias. La semilla de tan injustos cuernos ya estaba plantada por las manos de Vadinho, por los besos de su boca, por su calor de hombre que encendía en doña Flor la gula y el pecado.

Sí, sólo cabía una solución, única y segura; que él se fuera por donde vino; sólo así estarían garantizadas la honestidad de la esposa y la testa del droguista. A doña Flor se le iba a romper el corazón, iba a sufrir mucho, pero ¿qué otro camino había, qué otra salida? Ella le explicaría amablemente sus razones: «Perdona, amor, es imposible continuar así. Todo fue culpa mía, adiós, déjame en paz...»

¿En paz? ¿O en la desesperación? Como quiera que fuese, por lo menos se mantendría honesta, recta, fiel a su marido.

Vadinho no apareció. Ni en el dormitorio a la hora del crepúsculo, ni después en la sala a la hora de la merienda. Contra su costumbre de venir a hacerle carantoñas, obligando a doña Flor a morderse los labios para no echarse a reír cuando, metido en una camisa transparente, salía bailando y exhibiéndose, o a no irritarse al verlo por detrás de la silla del doctor, poniéndole cuernos en la testa, ¡el pervertido!

Cuernos inexistentes, pues ella no se había entregado, había mantenido indemne el reducto en que se guarda la verdadera honra (el resto eran sonseras, como le decía Vadinho y como saben cuantos conocen esas cosas).

Esperó hasta la hora de dormir, pero él no vino. Vadinho se había ido, seguramente ofendido. Era orgulloso y duro, capaz de enfrentar con la cabeza erguida la prueba más recia. Quién sabe si no habrá partido para siempre. ¡Ay, Dios mío, ni siquiera se despidió!





10




La desaparición de Vadinho ocurrió un miércoles por la mañana y doña Flor estuvo todo el día desmadejada, afligida por su ausencia, temiendo haberlo perdido de nuevo, y con el contradictorio deseo de que así fuese, pues, como ella sabía, sólo su partida definitiva, para siempre jamás, podía salvar la felicidad de su hogar.

Ahora bien, los miércoles por la noche, así como los sábados, tal como ya se dijo repetidamente, el metódico doctor honraba a su esposa y hacía uso de ella, cumpliendo, gozoso, la grata tarea de sus obligaciones matrimoniales. Con bis los sábados (no lo olvidemos), y con el mismo ritual de siempre, en el cual el placer no excluía el respeto, un placer envuelto en pudor, cubierto por el recato (y por la sábana).

Tras el desacierto de la noche del aniversario de casados, la noche del retorno de Vadinho, las relaciones de cama entre doña Flor y el doctor Teodoro volvieron a ser normales, doña Flor dándose al esposo con modestia y con ternura y recibiendo de él plena y total satisfacción, que los sábados era doble.

Por lo demás, doña Flor nunca estuvo tan animada en el placer con el bravo farmacéutico como en los últimos tiempos: a decir verdad, ahora se entregaba con más ternura que modestia, y el doctor la sentía ansiosa y apasionada, perdiendo a veces su discreta contención, gimiendo y suspirando exacerbadamente. Alegrábase el doctor con tales pruebas de amor y satisfacción: el amor de su esposa aumentaba con el correr del tiempo y también él la amaba todavía más, si era posible.

Incluso hubo una noche de placer extra, fuera de la estricta agenda: la del día en que se terminaron los trámites de la compra de la casa en el banco de Celestino y en la escribanía de Marback. El doctor fue feliz cumpliendo esa celebración del acontecimiento, pareciéndole justo romper, con tal motivo, el orden sistemático de la vida nocturna de la pareja.

Esa tarde, al salir del dormitorio para la sala, el brazo en la cintura de doña Flor, la cabeza de la esposa reclinada en su hombro, al percibir la maliciosa sonrisa de doña Norma, él mismo sintió la llamada del amor, que flotaba en el ambiente, procedente de doña Flor, y se conmovió. Ya había él mismo pensado en celebrar la fecha, considerando que «una extravagancia de Pascuas a Ramos no constituye un exceso ni amenaza la salud física y moral de los cónyuges (siempre que no se convierta en hábito, evidentemente)».

Doña Flor no sabía si fue la compra de la casa lo que influyó sobre ella induciéndola a provocar al esposo y a obtener su aquiescencia y colaboración de la citada extra. Porque el fuego que la quemaba no fue encendido por los trámites bancarios, la hipoteca, los recibos, la escritura. La compra de la casa la unía más aún al doctor y sin duda fortalecía su afecto. Pero lo que la llevaba a exigir el placer y la posesión extemporánea era la hoguera levantada por Vadinho con sus caricias, los mimos de sus manos, los besos de su boca, aquella desvergüenza suya cuando en el crepúsculo le dejó las rojas marcas en el cuello. Ahora, cuando el doctor, encima de ella, la desbordaba, envuelto en la sábana, doña Flor, al cerrar los ojos, ya no veía un pájaro gigantesco: veía a Vadinho, que finalmente la poseía, haciéndola gemir y suspirar. Una confusión de todos los diablos.

Cuidóse doña Flor de no analizar esta nueva complicación, ya le sobraban motivos para mortificarse. El doctor, por su parte, decidió, con toda seriedad, incluir en sus planes una extra cada quince días.

La noche de aquel miércoles, de la discusión con Vadinho, doña Flor se sintió perpleja y agitada, con mucha necesidad de calmar los nervios. Pensaba en Vadinho, que tal vez se había ido para siempre. Era el retorno a una existencia tranquila, el fin del tenso período en que se había encontrado entre dos maridos, ambos con derecho a su amor, y ella sin saber qué hacer, llegando en ciertos momentos a mezclarlos y a confundirlos, en la mayor de las tribulaciones. ¿Podría ahora quizá retornar a la apacible rutina de antes de la vuelta de Vadinho, cuando su cuerpo sólo se despertaba los miércoles y los sábados?

Así, ese miércoles a la noche, escondiendo bajo las sábanas las marcas de los besos de Vadinho en su cuello, y encerrando en su corazón el temor a la ausencia, doña Flor acogió a su esposo Teodoro, iniciando con él el discreto y dulce ritual. Pero apenas el doctor se había tendido sobre ella, cual confortable paraguas, cuando la risa de Vadinho resonó en los oídos de doña Flor hasta hacerla estremecer.

Primero fue la alegría de verlo allí, en equilibrio sobre los barrotes del pie de la cama. No había partido para siempre, como doña Flor temiera. Después la alegría se convirtió en rabia, al percibir su risa libertina y la expresión compasiva, burlona, zumbona, de su rostro.

El miserable se divertía mientras alzaba la punta de la sábana para ver y mofarse mejor. Doña Flor escuchaba su voz dentro de sí, su risa libertina, de escarnio y burla:

—¿Y a eso es a lo que llamas tú yogar? ¿Y ése es el doctor Sabelotodo, el maestro de las putas y el rey del relajo? ¿Esa basura, mi bien? Nunca vi algo más insípido... En tu lugar yo le pediría que en vez de eso me diera un frasco de jarabe: cura la tos y es más sabroso... Porque lo que él está haciendo, mi bien, es la cosa más triste que he visto...

Ella estuvo a punto de decir: «pues a mí me gusta y mucho», pero no pudo. El doctor llegaba al fin y ella se había perdido entre las risas de Vadinho, muerta de vergüenza (y de deseo).





11




Quedaba doña Flor sumida en la aflicción, enloquecida, temiendo por su honra y por la felicidad de su hogar, ambos en peligro. Pero ¿y qué decir entonces de Pelancchi Moulas? Su imperio se derrumbaba como bajo un terremoto o una revolución.

Nunca se viera nada igual desde el comienzo del mundo y de las apuestas. Se sabía de golpes de suerte extraordinarios, y malas suertes descomunales, y más de una vez algún jugador hizo saltar la banca de un casino. Mas estos acontecimientos eran raros y siempre limitados. Aparte de eso, está la martingala. Pero la trapacería no tarda en descubrirse sobre todo si es persistente, si se repite. En ese mundo de incertidumbres, nada era, sin embargo, más seguro que la fórmula, que las ganancias de los concesionarios de los casinos, de la quiniela, de la timba: ganan a muchos, pierden con unos pocos, son unos grandes señores, viven a sus anchas. Mejor negocio, ubre más rendidora, solamente la Presidencia de la República.

Y sin embargo, las barajas, los dados, las ruletas, se habían sublevado contra Pelancchi Moulas. Nada de lo que ocurría era explicable. Era absurdo, increíble, imposible; era necesario verlo para creerlo, y aun así, mirando con estos ojos que la tierra ha de comer, mucha gente repetía las palabras de aquel hombre de Ilhéus, cuando presenció el torneo de las damas de Arigof: «Lo estoy viendo y no lo creo.»

En materia de juego, el profesor Máximo Sales había visto en su vida todo lo que hay que ver, incluso un hombre que murió del corazón al acertar un pleno en la ruleta y otro que se mató tragando una píldora de veneno, una muerte horrible. Pero nunca pensó que se iba a encontrar con lo inexplicable; era un escéptico, tenía los pies en la tierra y la cabeza fría. De adolescente había vendido quinielas en Porto Alegre; fue gerente en Manaus de un tugurio clandestino, croupier en Río, cuentero en Recife, banquero en Maceió; vivió del póker en los garitos, conocía los secretos, todas las trampas.

—Entonces, profesor, ¿qué me dice? ¿Cuáles son los resultados de su investigación? En concreto, ¿qué hay? — la voz de Pelancchi, sus ojos malignos y el miedo.

En concreto, nada..., y Máximo Sales ponía la mano para la palmatoria. Los dados y las barajas fueron objeto de los exámenes más minuciosos, así como las mesas y las cajas..., ningún indicio. Vino la policía, un oficial con fama de muy competente, y varios detectives. Interrogaron a los empleados, bajo la dirección de Máximo. Exhaustivamente, sin tener en cuenta el cargo, la edad, o por lo menos sus relaciones íntimas con el patrón. Ni siquiera se hizo excepción con Domingos Propálato, hermano de leche de Pelancchi. Sólo Zulmira se salvó de semejante humillación; pero no por ser quien era estaba libre de la desconfianza del profesor:

—Vaya uno a saber si esa tipa no es de la banda...

Para Máximo sólo una banda, y de las mejores organizadas, podría haber montado aquella martingala extraordinaria. Una banda internacional, pues los tahúres locales no eran competentes para una faena como ésa. Y tampoco los de Río o San Pablo. Sólo especialistas europeos o americanos, de Montecarlo o de Las Vegas, serían capaces de una hazaña como la del bacará: durante dos noches seguidas, en la misma mesa de bacará, en el Tabaris, se dio punto todas las veces y ni una sola banca, ganando el viejo Anacreón una fortuna. El y todos los demás, pues una verdadera multitud acompañó el juego del suertudo. ¿Suertudo? Para Máximo, Anacreón era sólo un cómplice de los bandidos.

En nombre de la casa estaba al frente de la banca el mejor banquero de bacará de la ciudad, y quizá del norte del Brasil, Domingos Propalato. No era un empleado cualquiera, sino el cofrade, el compadre, el hermano de leche de Pelancchi Moulas. Nacidos en la misma aldea, con diferencia de días, la madre de Domingos había amamantado en su abundante seno al futuro millonario. Hombre capaz de matar o morir por su fraterno Pelancchi, Propalato estaba por encima de cualquier sospecha. Y frente a él, el viejo Anacreón, más que sospechoso.

¿De dónde había sacado el palpito y el dinero para el juego? Todos conocían la mísera situación a que llegara el viejo: tan abajo que se veía obligado a vender quiniela en el café de Raimundo Pita Lima.

Además — sumaba Máximo con los dedos—, el viejo tenía audacia y experiencia. Mucho antes de que Pelancchi Moulas estableciera su imperio en Bahía, ya Anacreón era figura popular en las ruedas del juego clandestino, siendo perseguido y además robado. Era tan hábil tallador de naipes como echador de dados, ¿qué otro tenía más antigüedad y constancia que él en la mesa de la ruleta, frente al bacará o en la suerte de la ronda, el veinte y uno, el siete y medio? Era todo un patriarca.

Pasaban los años, surgían y desaparecían generaciones y sólo el viejo Anacreón se mantenía igual, claro que con sus altos y sus bajos, sus buenas y malas rachas, sin que jamás hubiera ejercido otro oficio que el del juego.

Muchos jóvenes que se hicieron a su sombra ya no jugaban, estaban convertidos en personas serias y respetables, como Zé— quito Mirabeau, Guerreiro, Nelito Castro, Edgard Cúrvelo, y hasta Giovanni Guimaráes. Uno de sus primeros camaradas, Bittencourt, ingeniero competente, llegó rápidamente a director de Aguas Corrientes, pero no se olvidó del amigo y le ofreció un empleo seguro, garantía para los días de su vejez. Conmovido, Anacreón lloró al abrazar a Bittencourt, pero nunca fue a firmar el contrato ni a ocupar el cargo:

—Sólo sirvo para jugar, para nada más...

Algunos (felizmente pocos) ocupaban cargos importantes o estaban casados con mujeres ricas y no se atrevían ni siquiera a recordar aquellos tiempos de juventud y bohemia. Otros murieron en plena adolescencia y Anacreón vivía recordando sus nombres y sus hechos: el alegre Ju, príncipe del chiste, del gracejo, de la picardía sutil; el bello Divaldo Miranda, rico y elegante mestizo; el gordo Rossi, de extremada simpatía, loco por la samba y la cachaca: una vez, borracho, orinó en pleno salón del Pálace, a la vista de las señoras, y si no lo lincharon fue sólo porque Anacreón sacó la navaja y hecho una fiera le aseguró la retirada; Vadinho, el inolvidable, su amigo más dilecto, el más loco y divertido, el mejor, el más osado, un tipo macanudo. Macanudo, sí, ¡el más macanudo! Incluso muerto y enterrado, haría sus buenos tres años, no pudo tolerar que el viejo Anacreón estuviese anotando jugadas de quiniela en el fondo del café, en la miseria, con la moral por el suelo. Apareciéndosele en sueños — un sueño que más parecía una realidad, pues Anacreón ni siquiera estaba dormido, apenas era un cabeceo después del magro almuerzo—, Vadinho le aconsejó que fuese sin falta al Tabaris, tanto ese día como al siguiente, y que en la mesa de Domingos Propalato apostase al punto, y sólo al punto, toda la noche. Siempre al punto, jamás a la banca. ¿Cómo encontrar dinero? Tomó prestado algún dinero de la caja de Raimundo, sin que él lo supiera; el dueño del café era un buen tipo, no iba a preocuparse por unos mil— réis. Además, al día siguiente, Anacreón, lleno de oro y nuevamente cliente de la quiniela, y no empleado de quinielero, repondría con intereses los centavos del préstamo sacados del fondo de las apuestas en el café de Raimundo.

Anacreón, jugador antiguo y experimentado, respetaba los sueños y daba justo valor a un buen palpito, y todavía más si estaba proporcionado por un amigo tan leal como Vadinho. Dio el golpe final de la tarde, al rendir cuentas, haciendo desaparecer unos billetes, y el bueno de Raimundo no dijo nada.

Después ocurrió lo que sabemos, para asombro y comentario de la ciudad: la sensacional racha en el bacará, al repetirse el punto sin parar durante dos noches, haciéndole perder la calma a Domingos Propalato, por primera vez en sus largos años de oficio, y obligando a Máximo Sales, con aire de pasmado, a salir corriendo en busca de Pelancchi Moulas.

El mismo Anacreón, con toda su gloriosa crónica de contraventor, nunca viera nada comparable a esa suerte suya y a la mala suerte de la banca. Pero no le competía a él discutir lo que ocurría: el palpito de Vadinho era para que se lo honrase y no para desperdiciarlo en locas discusiones. Hombre de amplios horizontes, Anacreón creía en el destino y en su buena estrella, y para él, en tratándose de fichas y naipes, no existía lo imposible.

Apenas Pelancchi Moulas entró en la sala, vio el pánico en los ojos perplejos de Domingos Propalato. Yendo a colocarse junto al hermano de leche, le oyó decir en un susurro, con desesperación, algo que era como si oyese su sentencia de muerte:

—¡Dio cane, Pecchiccio! ¡Siamo fututi!

Simple muñeco de la fatalidad, Propalato dio vuelta a la carta y salió punto.





12




«¡Sono fregato, sono fututo!», repitió Pelancchi Moulas cuando después de Anacreón le llegó el turno a Mirandáo.

De todos los muchachos de su generación, Mirandáo era el único que seguía siendo el mismo jovial bohemio, como si el tiempo no corriera para él, pasando las noches entregado a las emociones del juego.

Un domingo por la mañana, cuando estaba en casa cuidando los pájaros, Mirandáo oyó con toda claridad el mensaje de Vadinho: esa noche, en la ruleta, el 17.

Mirandáo no tuvo un amigo mejor: él y Vadinho fueron como gemelos, inseparables. Tanto era así que el nombre de Vadinho no dejaba de estar en sus labios, ni el recuerdo en su memoria. ¿Cómo lo iba a olvidar si no hubo amigo igual a ése?

Pero aquel día se trataba de algo distinto. El recuerdo de Vadinho adquiría la solidez de una presencia, como si él estuviera allí, ayudando a Mirandáo, junto a las jaulas, imitando con su silbido el canto del canario y del curió.

La negra Andreza había invitado a Mirandáo a almorzar, a comer un sarapatel en su casa. Mientras iba hacia allá, la voz le repitió el palpito, y también lo hizo cuando estaba a la mesa, de mantel blanco e invadida por el perfume del sarrabulho y de la salsa de pimienta. El 17 era el número de suerte para Vadinho, pero nunca había favorecido a Mirandáo.

Sólo que ese domingo no tenía un cobre, y entre los invitados de Andreza — el carpintero Waldemar, Zuca, un empleado de servicio rural que no había cobrado aún los sueldos atrasados, el albañil Rufino, el maestro Pastinha... sólo Robato Filho podría quizá disponer de algún dinero para prestarle. El nombre de Vadinho vino al caso y Robato, alzando la copa de cerveza, declamó la oda del poeta Godofredo; pero, en cuanto a dinero, estaba pelado, sin un vintén.

Con el buche lleno y el alma aligerada (nada como un buen sarapatel para aliviar el alma en un domingo), Mirandáo se desesperó recorriendo inútilmente las calles en busca de unos pesos. Si encontrase dinero suficiente podría perder algo al 17. Su número era el 3, aunque también lo atraía el 32. Jugar al 17 era tirar el dinero, pero él lo hacía como si depositara flores en la tumba del amigo.

Mas ¿dónde obtener el dinero en domingo? Todo el mundo estaba en el fútbol o en el cine, no había nadie en la calle. Los dos o tres amigos que encontró se negaron a financiarle la suerte, los pesimistas.

Cuando ya iba perdiendo las esperanzas se acordó de doña Flor, su comadre. Nunca había recurrido a ella para sus necesidades de juego, sólo le pidió ayuda alguna vez por enfermedades de los chicos y en una ocasión para arreglar las tejas del techo, pues el dueño se negaba a cumplir las obligaciones de propietario, mostrándose mezquino y desalmado:

—¿Llueve dentro de la casa? ¿Encima de los chicos? Por mí, señor Mirandáo, puede llover sobre cualquiera; pueden caer las paredes, el tejado, la cumbrera, ¿qué me importa? ¿Es mía la casa? Más bien parece que la casa es de su señoría, mi caro amigo. Ya va para más de seis años que yo no veo el color de su dinero...

¿Y si estuviese el doctor Teodoro? Desde el nuevo casamiento de la comadre, Mirandáo la visitó sólo una vez, no queriendo imponer su presencia al farmacéutico, quien ciertamente no tendría gusto en verlo, pues él se parecía tanto a Vadinho que podía ser su copia o su retrato; no en lo físico, ya que uno era rubio y el otro mulato, sino en lo moral, o, como dirían algunos, en la falta de moral.

Pero aquella tarde Mirandáo no tenía otro recurso: o molestar a la comadre o renunciar a jugar.

—Mire quién está ahí... — dijo doña Gisa a doña Flor, las dos sentadas a la puerta de calle.

—¡Dios mío!, también se le apareció a Mirandao... — pensó doña Flor, asustada, pues al lado del compadre venía el ex finado, muy campante y desnudo (no llevaba puesta aquella camisa de mujeres provocadoras).

No, Mirandao no lo percibía. Menos mal. Saludando a doña Flor y a doña Gisa, el compadre preguntó cómo estaba el doctor.

—Está muy bien. Fue a una reunión en la Sociedad de Farmacia.

—Y yo sin saber que tú estabas aquí sólita... — dijo Vadinho, aunque sólo doña Flor lo oyó, sin hacerle caso.

Doña Gisa se quedó conversando un poco más y después se fue con el pretexto de que tenía que corregir los deberes de inglés. Mirandao se sentó en la silla que ella dejó libre:

—Discúlpeme, comadre, vine a molestarla porque estoy en un apuro tremendo...

—¿Alguien enfermo en casa, compadre?

Casi inventa una enfermedad, un hijo con fiebre, la necesidad de comprar remedios o ir al médico... Pero ¿para qué apenar a la comadre, además de birlarle los cobres?

—No, comadre, no se trata de una enfermedad... En realidad, es un asunto de juego...

—Mejor así, compadre.

Y Mirandao se encontró de repente contándole todo con detalles:

—...La voz de él, igualita, comadre, ordenándome que fuera a jugar hoy, sin falta. Que no dejara de ir...

Doña Flor lo estaba viendo ahí sentado en el borde de la ventana, bajo la luz de la tarde, Vadinho la miraba con ojos de calavera Ella hacía lo posible por no mirarlo, pero, aun sin quererlo, su vista se desviaba hacia la desnudez del mozo, la piel blanca y tersa, la pelusa de oro, la cicatriz del navajazo, la boca insinuante.

—¿Cuánto necesita, compadre?

—Poca cosa...

Fue a buscar el dinero, y Vadinho la acompañó; al llegar al dormitorio la abrazó y le dio un beso. La pobre doña Flor ni gritar podía, con el compadre esperando en la puerta. Su resistencia se desvaneció en el beso.

—¡Ay, Vadinho...! — gimió finalmente, y ella misma le ofreció entonces los labios, ya perdidos el pudor y la razón.

Vadinho la fue llevando hacia la cama, al tiempo que intentaba desnudarla. De no haber oído los pasos del compadre dentro de la casa, quizá doña Flor hubiese perdido en aquel momento su honor de mujer casada, de esposa honesta. En el último momento volvió en sí, apretó las piernas, se liberó del beso y del vértigo, salió de debajo de Vadinho:

—¡Qué locura...! Con el compadre ahí...

—Está afuera...

—Está en la sala..., déjame..., ¡qué vergüenza!

Se arregló el pelo con los dedos, y compuso sus ropas, yendo al comedor, donde Mirandao estaba tomando agua. Le dio el billete, empapado por el sudor de su mano.

—Gracias, comadre, no sé cómo agradecérselo. Si no gano hoy ya no ganaré nunca. Es algo seguro, es como si el compadre estuviera junto a mí dándome suerte.

Ya en la puerta de calle, Mirandao se rió y reveló su plan.

—Claro que él está empeñado en que yo juegue al diecisiete, pero voy a jugar al tres y al treinta y dos, porque no estoy loco. Una vez, comadre, acerté cuatro plenos seguidos al treinta y dos. Fue sensacional.

—«¡Idiota!»

—¿Oyó, comadre? ¿Lo oyó hablar? Era la voz de él, ¿no? Dígame...

Doña Flor, sintiéndose desfallecer, el corazón sobresaltado, la boca ardida y seca, habló bajito:

—No haga caso, compadre, a veces también me tienta a mí...

Mirandao no entendió. Ese día, por lo demás, todo estaba embarullado, nada tenía explicación ni sentido. Lo mismo ocurría con la noche, que estaba llegando de repente, súbitamente, del lado del poniente, adelantada la hora, sin esperar los rojos colores del crepúsculo, una noche totalmente azul. El reloj de Mirandao marcó la hora del juego: no debía perder una sola puesta, ni una bola siquiera.

—Adiós, comadre, mañana vengo a pagarle...

—No es necesario, compadre. Si gana, compra de mi parte unos bombones para los chicos... — Hizo una pausa y concluyó, bajando la voz—:...y de parte de su compadre...

El beso de Vadinho le acarició el rostro como si fuera la brisa de aquella noche azul.

—Hasta luego, mi bien... De noche voy a venir a sacarte de la cama... Espérame... Sin falta, espérame...





13




Noche de domingo. Salones abarrotados, la orquesta atacó un fox y las parejas salieron a la pista de baile; entre ellas, Mi— randáo reconoció al argentino Bernabó y a doña Nancy. Cambió por fichas en la caja los cien mil— réis de doña Flor. Puso dos de las más chicas en el bolsillo: «Éstas son para el 17 de Vadinho, más tarde.» Dividió las otras en dos grupos iguales: mitad para el 3, mitad para el 32. En la mesa de ruleta saludó con una sonrisa a Lorenzo Mano— de— Vaca, el croupier, viejo conocido suyo. Con mano certera sacó una ficha para el 3 y otra para el 32. Y he aquí que las dos giraron en el aire y fueron a caer juntas sobre el 17, en el mismo momento en que Lorenzo cantaba el juego. Salió, naturalmente, el 17. Y nunca más dejaría de salir siempre y con seguridad, si no fuera porque un poco después de medianoche Pelancchi Moulas ordenó la suspensión del juego con el pretexto de un desperfecto en la taza de la ruleta.





14




En el departamento de Zulmira, en el regazo de la mestiza, en la bienaventuranza de sus abundantes senos, Pelancchi Moulas escuchaba el relato del profesor Máximo Sales: la taza y la mesa de la ruleta, desmontadas pieza por pieza y sometidas a todas las pruebas, no revelaron ninguna inclinación o defecto, ninguna señal de marrullería.

—Yo ya lo sabía... Es inútil... — gimió el pobre rey.

Allí, en esa dirección que sólo unos pocos conocían, se escondía el gran hombre, el dueño de la ciudad, el jefe del gobernador, huyendo de los cargosos y de las preocupaciones. En su escritorio («Pelancchi Moulas, empresario») había un desfile permanente, de la mañana a la noche: individuos de la más variada especie, comisiones de todo tipo, cada cual con su lista, su carta, su pedido, su problema, su mutilación, su cuento. Todos venían en busca de dinero.

Dinero para construir iglesias, comprar campanas, contribuciones para hospitales y obras de caridad, para asilos de ancianos y reformatorios infantiles, ayuda para excursiones de estudiantes al sur y al norte del país. Periodistas y políticos, ávidos, insaciables, necesitando todos ellos algún dinerito para salvar a la patria, a la moral cristiana, a la civilización y al régimen de la tenebrosa y fatal amenaza de la subversión y del ateísmo. Literatos con proyectos de revistas y originales de libros: «Usted es amigo de la cultura, de las letras y de las artes, de la poesía; es el mismo Mecenas resucitado.» (Pelancchi tenía ganas de responder: «Mecenas es la puta que los parió», en vez de eso soltaba un billete de veinte o de cincuenta, según que el sablista fuera un joven genio o un viejo sonetista.) Reformadores, moralistas, católicos, protestantes, ocultistas, todos los que combatían las malas costumbres y la anarquía, el peligro comunista y el amor libre, el inicuo abandono de las reglas de la gramática portuguesa (el pronombre indeterminado al iniciar las frases), y el escandaloso escote de las mallas en las playas (exhibiendo todo, hasta las vísceras). La Asociación de Madres de Familia en Permanente Vigilia contra el alcohol, la prostitución y el juego («madres de familia» quería decir, principalmente, Antonio Chinelinha, que entonces estaba en los comienzos de su prometedora carrera); la Sociedad Protectora de las Misiones en Oceanía; la Campaña Contra el Analfabetismo, del mayor Cosme de Faría; la Devoción de San Genaro, y el Club Carnavalesco de las Alegres Morenas de Cabula; enfermos de todas las enfermedades, desde la lepra al cáncer, desde la bubónica al beriberi, desde el mal de Chagas al de San Vito, y los batallones de ciegos, de cojos, de mancos, para no hablar de los locos y de los que, simplemente, iban a pedir dinero sin ningún pretexto, con la cara más fresca de este mundo.

De todo eso descansaba Pelancchi en el departamento y en los senos de Zulmira, preciosos refugios, ahora más que nunca: sólo en ellos podía hundir el miedo pánico que lo asaltaba, que lo dominaba. Allí oía a sus auxiliares: unos pesados, unos babosos.

Sin darse por vencido, Máximo Sales exponía un plan audaz y simple: ¿Por qué no aprovechar la ruleta desmontada y poner todo en claro? ¿Cómo? He aquí cómo... Alabeando el plato de la ruleta hasta hacer imposible que la bolita caiga en el sector del 17. Un truco tan viejo como el mismo juego de la ruleta. Sin duda era peligroso y desde luego deshonesto; pero, no siendo así, ¿cómo obtener la última prueba?

Máximo mantenía su posición inicial: todos esos presuntos absurdos, en los que Pelancchi veía la mano del destino, no pasaban de ser un truco monstruoso, obra de una banda — ¡extranjera!— de acuerdo con fiscales y croupiers, y con Arigof, Anacreón y Mirandáo.

«Qué banda ni qué extranjeros..., ¡sono /regato, sono fatuto!»

Para Pelancchi Moulas toda esa charla de Máximo Sales era pura pérdida de tiempo, nada más. Ni banda ni martingala. Era mucho peor: sus enemigos, para arruinarlo, echaban mano a las fuerzas sobrenaturales, incontrolables, extraterrenas.

En el curso de su vida, no siempre fácil, Pelancchi había sembrado odios profundos, mortales enemistades. Cuando se hizo necesario, su mano fue pesada y dura, dejando a su paso un rastro de maldiciones y de juramentos de venganza. Ahora se veía acorralado, entre el hechizo y la brujería.

Pelancchi no temía luchar con los hombres, era un recio adversario. Pero este gángster moderno, este hijo del siglo de las luces y de la técnica, se metía debajo de la cama al primer ronquido del trueno, se moría de miedo ante la fulgurante luz de los relámpagos, y en esos casos se convertía de nuevo en una criatura de Calabria, en un chico campesino, hijo de la superstición y de la miseria.

—¡Maledetto, sono stregato!

—Pues muy bien — dijo Máximo Sales, que sólo temía a los hombres y no creía en las almas del otro mundo; era librepensador y escéptico, y procuraba encontrar una explicación racional y lógica para todo tipo de fenómeno—; pues muy bien, pongámoslo en claro. Combemos la ruleta y veamos qué pasa. Está prohibido y es deshonesto, y a usted no le gusta este recurso ni a mí tampoco. Pero se trata de un recurso extremo, y más deshonesto es lo que le está pasando a usted, ¿no le parece? Si una vez alabeada la ruleta todavía se diera el diecisiete — y bien sabe que es imposible que se dé—, yo estaré de acuerdo con usted: entonces es cosa del diablo y confiaremos la solución a los macumbeiros.

Pelancchi Moulas se encogió de hombros: si era para realizar la prueba, y sólo para eso, que Máximo hiciera lo que mejor le pareciese, que alterase la ruleta, pero con el máximo cuidado y discreción.

—Yo mismo me encargo del trabajo, quédese tranquilo.

—Y sólo por una noche.

—De acuerdo, sólo por esta noche.

Restregándose las manos, Máximo fue a realizar su delicada tarea. A Pelancchi Moulas todo eso le parecía inútil. Era tiempo de poner su fortuna y su destino en manos más competentes que las de Máximo y las de la policía. Si había alguien capaz de descubrir la explicación del enigma, ese alguien era Cardoso y S.a, el carismático filósofo cuya mente sublime se proyectaba en el más allá, en los páramos del infinito: un destello en el espacio cósmico que revelaba el pasado y el futuro, pues él vivía al mismo tiempo en el ayer, en el hoy y en el mañana, en las luminosas cumbres y en los negros abismos.

Zulmira tampoco tenía dudas: era brujería, era el demonio suelto. Ella no se lo había dicho antes para no aumentar sus preocupaciones, pues ya tenía Pequito bastantes motivos de inquietud: en el Pálace, en la víspera, cuando se suspendió el juego, tal como ya le había sucedido anteriormente, un fantasma le palpó los pechos y le hizo cosquillas. Y no contento con eso — ¡qué horror, Dios mío!— se metió bajo sus faldas y le pellizcó las nalgas:

—Mira, Pequito... Fíjate...

Levantó la bata. Por debajo relucía la piel color cobre, en la que él observó las marcas rojiazules de los dedos de Vadinho, definitiva prueba de la intervención de lo ignoto.

—¡Accidente! — exclamó el calabrés, y sacando fuerzas de flaqueza, se hundió en ese oscuro misterio.





15




¡Insensato e insolente!... Vadinho siempre fue así y no había cambiado en los años de ausencia:

—De noche vuelvo para sacarte de la cama... Espérame...

Como si doña Flor fuese la última de las perdidas, tan disoluta como para entregarse al libertinaje mientras el esposo dormía a su lado. En la cama de hierro, el doctor Teodoro duerme el famoso sueño de los justos, su noble figura en plácido reposo, la respiración uniforme, como si roncase al ritmo del fagot.

Doña Flor contempla el honrado rostro del marido y la embarga una ola de ternura: no existe un hombre mejor, un esposo tan perfecto. Ánimo fuerte, carácter impoluto — también llamado diamantino...—; doña Flor decide liberarse de una vez para siempre de aquel enredo turbio e insoportable, indigno de su condición y de su honestidad.

Sería mejor esperarlo en la sala, pasar allí la velada. Al mismo tiempo sería más seguro: no corría el riesgo de verse en los brazos de Vadinho en el mismo cuarto en que dormía el otro esposo (el bueno, el probo). Porque ella, esclava de los sentidos, del cuerpo vicioso, de la vil materia, teme entregarse imprevistamente. Su voluntad ya no le obedece, sus fuerzas se desvanecen apenas surge Vadinho, y, cuando él se arrima, le da un vértigo y queda a merced del seductor. Ya no era dueña de su cuerpo, la indócil materia no obedecía más a su espíritu, sino al deseo de Vadinho.

Aún no se había entregado, es verdad, pero quizá fuese porque Vadinho casi no se dejó ver en los últimos días, de nuevo entregado a la timba, a la vida airada, desaparecido.

Así que ésta era la noche. Fue tan categórico, tan incisivo: «Espérame, espérame sin falta, que esta noche te vengo a buscar a la cama.» Ni siquiera tenía para con ella la menor consideración: hizo la promesa de venir y allá se quedaba demorándose en el juego. Si es que no estaba en algún prostíbulo. Doña Flor camina por la sala, abre la ventana, escudriña la calle, cuenta los minutos.

Tantos juramentos de amor, tanta declarada pasión, todo mentira. Allí estaba ella, sólita, esperándolo, y él no era capaz de sacrificarle una sola jugada. Hasta puede que venga después de la última bola.

Sin embargo, el juego ya había terminado. Doña Flor conoce bien los horarios, está familiarizada con todos los detalles. Esta vigilia esperando a Vadinho tuvo sus comienzos hacía ya muchos años. ¿Dónde andará ahora, qué fiesta lo retendrá, por quién habrá cambiado la promesa hecha a doña Flor? Vadinho, ¿por qué abusas así de mis sentimientos, por qué no vienes si hiciste la promesa de venir y yo te espero sumida en el desprecio a mí misma? ¿Qué me importa la honra, la decencia, el hogar feliz, el noble marido? Sólo me importa tu presencia. ¿Por qué se la anunciaste a mi deseo?

Por la mañana, en la clase de cocina, doña Flor, nerviosa y abstraída, casi pierde el punto del arroz de haussá. En el fondo de la casa se oía a Zulmira Simóes Fagundes, que contaba algo, muy excitada:

—Chicas, es cosa de sortilegio, ando con un miedo... ¿Ustedes no se acuerdan que el otro día, aquí, en la clase, sentí que algo me palpaba el seno? ¿Pues saben que la cosa continúa...?

Las alumnas no salían de su asombro:

—¿Qué? ¿Cómo? Cuenta...

—Ayer por la noche yo estaba en el Pálace...

—Tú no pierdes una soirée en el Pálace...

—Forma parte de mi trabajo...

—Un trabajo así es lo que yo querría...

—Cuenta, Zulmira...

—Pues ayer a la noche yo estaba en el Pálace con mi patrón y a la ruleta le pasó algo..., sólo se daba el diecisiete... Doña Flor escuchaba, pensativa.

—En el momento de mayor confusión, sentí que la misma cosa invisible me tocaba los senos y después... — bajó la voz-...me dio un pellizco en las nalgas...

—¿Pellizco de algo invisible? No me diga... — dijo dudando una señora poco afecta a los misterios y de trasero inocuo.

—¿No lo cree? Pues todavía tengo la marca.

Como no estaba dispuesta a pasar por mentirosa, Zulmira levantó la pollera y exhibió un anca que podía causar envidia incluso a las colegas más bien servidas en materia de cuadriles. Un tanto borrosa, allí estaba la marca de los dedos de Vadinho. Silenciosamente, doña Flor salió de la sala. Lo esperó durante todo el día, con tristeza. Vadinho no vino. Tampoco en la segunda noche. Toda su pasión era mentira, su delirante amor sólo era falsedad e hipocresía. Ella en vela, esperándolo, y el trasto tan tranquilo en el juego o bajo las polleras de Zulmira pellizcándole las nalgas. Vadinho, cínico e irresponsable, falsario y desleal, sin corazón... Y doña Flor se sentía libre de toda contradicción, libre a un tiempo del pudor y del deseo. Pero triste.





16




Al llegar la hora de la victoria, el profesor Máximo Sales no se llenó de soberbia; por el contrario, modestamente, atribuyó el éxito al antiguo proverbio, a la probada fórmula: «a ladrón, ladrón y medio». Era erudito sin soberbia, un verdadero humanista. Pero que no le viniesen con historias de espíritus— del— otro— mundo, ni charlatanerías sobre embrujados y hechizos. Bastó con desnivelar la ruleta para que toda la brujería se disolviese, indicando la existencia de la trampa; ahora faltaba solamente descubrir al responsable, al jefe, al cabecilla de la banda, y ajustarle las cuentas. Ignorante del complot, Lorenzo Mano— de— Vaca echaba la bolita en el plato de la ruleta: en la víspera sólo se dio el 17, y hoy no había salido una sola vez en toda la noche. El rostro de Pelancchi Moulas estaba menos tenso. Él le temía a lo sobrenatural y a nada más. Pero ¿cómo iba a ser ésa una fuerza cabalística si era incapaz de superar el arreglo de la ruleta? Máximo le había quitado a la martingala su máscara de misterio, y Pelancchi, con su brazo largo e insuficiente, alcanzaría al responsable y le haría pagar con intereses el dinero ajeno, la audacia, la insolencia, y sobre todo las horas de pusilanimidad, el miedo declarado, el pánico que le había roído el corazón. Entre Zulmira y Domingos Propalato, de nuevo en paz con el mundo, Pelancchi sonreía a los jugadores: no podía haber una sonrisa más cordial y afable. Mientras tanto, Mirandáo, desertor y borracho, dormía en el burdel de Carla, en el hermoso y discreto boudoir rosa. La noche anterior, cuando Pelancchi Moulas, visiblemente descontrolado, ordenara la suspensión del juego, Lorenzo Mano— de— Vaca, el croupier, y Domingo Propalatos, allí presentes, no fueron los únicos que al fin se vieron liberados de aquella indescifrable pesadilla. No se sintió menos aliviado Mirandáo, en medio de un mar de cifras, tan absurdo y tremendo era el asunto. Mientras en la ruleta se cantaba el 17, Mirandáo se mantuvo entre la euforia y el terror. Euforia debido a su descomunal suerte, terror ante lo ilimitado de esa diabólica suerte suya. Aquella noche se rompieron los diques de la fortuna y todas las fichas de los casinos obedecían a Mirandáo. Pero esa suerte ¿le pertenecía realmente a él? Todo era sospechoso y extraño por demás: oyendo la voz de Vadinho, a partir de la mañana, junto a las jaulas, luego a la hora del sarapatel y después por la calle. Más tarde la visita a doña Flor, sus extrañas palabras, sus frases oscuras, y el insulto del finado, que él oyera como si además de Mirandáo y la comadre, también Vadinho tomase parte en la conversación. Y después, el comportamiento mágico de las fichas, yendo a caer en el 17 cuando él las echaba al 3 y 32. A medianoche, Mirandáo quiso hacer una prueba temeraria, apostando de nuevo a sus números predilectos, cargándolos de fichas. Pero todas ellas, por su cuenta y nadie sabe cómo, aparecieron en el 17. Finalmente, ¿qué era Mirandáo? ¿Un jugador o un juguete del destino? Cuando salió del Pálace, convertido en un arrogante millonario, pero con el corazón afligido, se encaminó al burdel de Carla, lugar apropiado para las conmemoraciones de los hechos grandiosos como aquél, y un lugar acogedor en las horas de angustia. Confió su dineral a la gorda italiana, señora de mucha integridad y escrúpulos (autorizándola, claro es, a gastar en la fiesta lo necesario, sin mezquindad). De este modo se precavía del exceso de cariño de las mujeres o del súbito afecto de los múltiples amigos cuando quedase borracho. Porque esa noche Mirandáo se disponía a tomar la tranca de su vida, ahogando en ella los términos del enigma, los fragmentos de tanto desvarío.

La fiesta, regida por la gorda Carla, duró hasta el día siguiente y los más resistentes, como los literatos Robato Filho y Áureo Contreiras (siempre con una flor en la solapa) y el periodista Joáo Balisla, se quedaron a almorzar en el burdel... una feijoada genial y arrasadora, con cachaca y vino seco. Sólo después de semejante maratón cayó Mirandáo desplomado, llevándoselo en andas las chicas, como si fuese un muerto. Lo desvistieron y le dieron un baño libio, de inmersión, envolviéndolo luego en perfume y talco y tendiéndolo, dormido por fin, en una cama de colchón de barriguda, en el boudoir reservado a los huéspedes de honor, todo en satín rosa.

Mirandáo y algunos otros invitados sensibles, como la ya citada Amesina (Ame de Américo, su padre, y Sina de Rosina, su madre), sintieron en el ambiente la presencia de una fuerza irreprimible que dirigía la fiesta. ¿Cómo explicar, si no es así, el número de la gorda Carla bailando la danza de los siete velos, espectáculo sublime y monstruoso?

Máximo Sales, aunque escéptico, realista y librepensador, también tuvo la impresión de que lo observaban, cuando, aquella larde, en la sala de juego (con la sola ayuda de Domingos Propálalo, hermano de leche de Pelancchi), realizaba, con pericia y concienzudamente, con la perfección de un artista, la difícil tarea de examinar la ruleta. Por momentos, la sensación era tan fuerte y extraña que suspendió el trabajo y recorrió la sala con la mirada en busca del invisible testigo.

Alrededor de medianoche, en momentos en que el juego alcanzaba la mayor animación, Mirandáo, desde el fondo de su sueño de piedra, bajo el peso del cansancio y el alcohol, volvió a oír la misma voz de la víspera. Al principio vagamente, luego con claridad; era igual a la de Vadinho y le ordenaba volver a la mesa de ruleta con urgencia: al Pálace, rápido, a jugarle al diecisiete y sólo al diecisiete. ¡Vamos! Al abrir los ojos, Mirandáo se encontró a solas con las sombras de la noche y aquella voz. Encogido bajo las sábanas, muerto de miedo, se tapó los oídos con la almohada. No quería oír. La víspera, en plena fiesta, Anacreón le preguntó: «¿Tú también oíste la voz de Vadinho susurrándole al oído? No hay otro amigo como él. Ni después de muerto se olvida de uno.» Mirandáo no quería oír, pero no podía dejar de hacerlo, oía con toda claridad, estaba poseído, embrujado, con un egun mon— lado en su cuello. Necesitaba ir cuanto antes al candomblé de la Madre Senhora para rezar o corpo y ofrecer un gallo a los orixés, o quizá un cabrito.

A través de la almohada, intimidante, proseguía la voz, casi amenazadora. Mirandáo no encontró una salida más digna, menos humillante que gritar a lodo pulmón, clamando socorro y alarmando al burdel. Pidiendo disculpas al meritísimo magistrado, cliente ilustre y lento, que eslava entregado a su competencia, la buena Carla fue a atender al aterrado huésped. Cuando lo tomó en sus brazos y lo escondió en su seno, Mirandáo le juró por el alma de su madre y por la felicidad de sus hijos que jamás volvería a jugar. Jamás en su vida. No habría fuerza humana (o sobrehumana) capaz de hacerle tocar otra vez una ficha.





17




Cuando sonó el teléfono hacía ya dos horas que Giovanni Guimaráes dormía. Después de casado se acostumbró a acostarse y levantarse temprano, hábitos éstos, en opinión de la esposa, extremadamente saludables. Nada tan útil y necesario para gozar de buena salud y tener éxito en la carrera, sobre todo para quien había perdido antes tantas noches, llevando una vida extravagante y censurable. He ahí un hombre — el conocido periodista Giovanni Guimaráes— cuya vida se transformó por completo y en poco tiempo. De un día para otro, como se dice. Una prueba de las excelencias del matrimonio con una mujer dedicada y enérgica, poco dispuesta a aprobar excesos y relajos. Giovanni conservaba su alegría fácil, su risa espontánea, sus mentiras, sus exageraciones. En apariencia era el mismo, el buen conversador, el que conocía todos los pormenores de la vida de la ciudad: políticos, financieros, adulterinos, todos. Pero sólo en apariencia. Porque el bohemio incorregible, el trasnochador, el jugador, ya no existían más, para asombro de muchos.

Cierta vez, cuando era soltero, la familia, alarmada con las noticias que llegaban al latifundio de Urandi, mandó a Bahía a un primo recaudador, con fama de carcamal, para que observara el comportamiento del hijo pródigo. El carcamal se hospedó con Giovanni en el apartamento del célibe, en la Piedade, y, para cumplir mejor su delicada misión, lo acompañó en sus andanzas durante una semana inolvidable. Al volver, resumió su diagnóstico en una sola palabra: «¡Irrecuperable!»

Al menos, eso parecía: despilfarrando lo que ganaba, así como la renta de la herencia, en los antros de juego y por ahí, Giovanni había cambiado el día por la noche, apareciendo por la repartición sólo para cobrar el sueldo. Acribillado de deudas y simpatizante de ideas sospechosas, ¿de qué le servían su prestigio de periodista, el brillo de su inteligencia, la irradiante simpatía que le ganaba la amistad de todos?

Ya reintegrado a sus recaudaciones, en el seno de la religión y la familia, el pariente consideraba extremadamente improbable la regeneración de Giovanni; tendría que ser un imbécil rematado para abandonar esas delicias, y sobre todo una de ellas, gracioso ornamento de la casa de Zazá, llamada Jucundina, más conocida por Cosita Dulce. Cayéndosele la baba, el recaudador comunicaba a la llorosa familia:

—Pierdan las esperanzas... Es un disoluto... No tiene arreglo...

Sin embargo, lo tuvo. Cuando ya se le consideraba un caso perdido, un incorregible, llegó el amor y en dos meses lo llevó al casamiento. Hubo quienes compadecieron a la novia: «Pobre, va a maldecir el día en que se casó, ese Giovanni es un loco.»

Decían esto porque no conocían a la joven, engañados por su tranquila apariencia, por sus moldes casi tímidos. Seis meses después del casamiento, el carcamal del sertón, otra vez en la capital, dijo meneando la cabeza: «¡Pobre Giovanni!», y salió a toda prisa hacia la casa de Zazá... quizá Cosita Dulce estuviese todavía disponible y le gustase ir a conocer el campo y la vida rural.

Era otro Giovanni: nadie lo vio más en la mesa de juego o en una farra de cualquier clase. Una vez cada dos meses arriesgaba diez tostones a la quiniela, y eso era todo. Ella era una hermosura de mujer, de esas de película... Además, ahora era también un señor muy respetable, un perfecto funcionario; un padre de familia como es debido, dándole el brazo a la esposa cuando iba por la calle, y el otro a su hija Ludmila, un trem— de— rísco. ¡Un cuadro conmovedor!

Le había salido un principio de calvicie, tenía ideas conservadoras, hábitos principescos y ambición de tierras y bovinos: como se ve, era un hombre totalmente recuperado para la sociedad, la familia y el latifundio.

Ya hacía, pues, más de dos horas que estaba durmiendo Giovanni cuando sonó el teléfono. ¿Quién sería?

—¿Es Giovanni? — preguntaron.

—Sí. ¿Quién habla?

—Habla Vadinho, Giovanni. Vente corriendo al Pálace y juega al diecisiete, juega sin miedo, que va a darse, te lo garantizo yo. Pero vente rápido, corriendo...

—Voy ahora mismo.

Se vistió a prisa, procurando no hacer ruido. Mejor que la esposa no se despertara, no tenía tiempo para explicaciones. Con tanto apuro por salir se olvidó las llaves, los documentos y la cartera con el dinero. Por la esquina pasaba un taxi y lo tomó, y sólo cuando iba a pagar se dio cuenta de que le faltaba la cartera.

—Me olvidé la cartera...

—No es nada, doctor... Después voy por el diario a cobrar... — Giovanni reconoció al chófer, Cígano, siempre en su puesto a la madrugada.

Reconoció al chófer, pero no se reconoció a sí mismo, Giovanni Guimaráes. ¿Qué diablos estaba haciendo ahí frente a la puerta del Pálace, a la una de la mañana? Fue despertado por una llamada telefónica. Era Vadinho, recomendándole el diecisiete. Pero Vadinho había muerto hacía unos cuantos años, antes de que él, Giovanni, se casara. Seguramente se trataba de un sueño, de una alucinación. Pero, sueño o pesadilla, ya que se encontraba allí y el mal estaba hecho — saliendo de su casa por la noche y a escondidas, ¡ay!, imposible evitar las consecuencias—, lo mejor que podía hacer era aprovechar el palpito. Lo envolvía el aire de la noche y de la libertad, y, al subir las escaleras hacia el juego, Giovanni se sintió casi un héroe.

A pesar de la hora tardía había mucho movimiento en el salón, sobre todo en la mesa de ruleta, y fue recibido con saludos cálidos:

—Felices los ojos que lo ven...

—¿A qué se debe el milagro?

Acercándose a Pelancchi, el periodista consultó:

—¿Puedo hacer un vale? Salí con tanto apuro que me olvidé la cartera y el talonario de cheques...

—Lo que quiera... La caja es suya...

—Sólo lo necesario para probar un palpito... Soñé con el diecisiete...

—¿El diecisiete?

La sonrisa de Máximo Sales se acentuó, pero Pelancchi Moulas sintió una corazonada, un presentimiento. Giovanni hizo el vale y tomó las fichas poniendo dos sobre el 17.

—Hoy no se dio una sola vez — comentó alguien.

—No va más... — se oyó la voz de Lorenzo Mano— de— Vaca.

La bolita giró en la bandeja alabeada de la ruleta... imposible que se diese el 17. La cara de Máximo Sales, bienaventurada como la de un santo; la de Pelancchi Moulas, tensa.

—Negro. Diecisiete — anunció Lorenzo Mano— de— Vaca.





18




Tarde de sábado, de melancolía y lluvia. Se le hacía tan difícil estar a solas con su tristeza. Ni eso conseguía doña Flor. Con paraguas y capa, allá se había ido el doctor Teodoro al ensayo en casa del doctor Venceslau. Doña Flor se disculpó: tenía jaqueca y pocas ganas de hablar sobre figurines y recepciones y sobre la vida ajena. Tampoco la atraía la monotonía del ensayo. Eso no se lo dijo, está claro; por el contrario, se lamentó de no poder oír, una vez más, la nueva composición del maestro Agenor Gómez, tan de su gusto, un lánguido vals en homenaje a doña Gisa, de quien el músico se hiciera amigo: Suspiros en una noche de luna en el Mississippi. Además, hacía un rato que doña Gisa la invitara a una demostración de capoeira, en unos baldíos que quedaban por el lado de Amaralina: esa gringa pizpireta siempre con novedades. Pero ¿cómo aceptar, si ni siquiera accedió ir al ensayo, caída físicamente como estaba y con el ánimo por los suelos? Lo mismo les dijo al doctor Ives y a doña Emina, fieles a las matinées de los sábados, yendo casi siempre al mismo cinematógrafo. También doña Norma le había hecho una invitación:

—Ven a fisgar la brisca, el juego no impide que se converse.

—Gracias, Normita. Si tuviera ánimos habría acompañado a Teodoro. Lo dejé ir sólito... Doña Norma aprobaba:

—Lo vi cuando pasó hacia el tranvía. Iba desolado, con cara de muerto. Ese marido tuyo te adora, Flor.

Era una injusticia no haberlo acompañado al ensayo: el marido le pedía tan poco a cambio de tanto amor y devoción. Mientras que el otro... No quería pensar en el granuja, en el malvado. ¿Por qué será tan contradictorio el corazón de uno? ¿Por qué deseaba ella, finalmente, estar a solas? La alegría más grande del doctor Teodoro era tocar el fagot en los ensayos cuando asistía doña Flor, oyéndolo y animándolo. Y ella no quiso ir... ¿Por qué, si no es por la esperanza de que el otro viniese, aunque fuera haciendo una escapada de su eterna noche de juego?

Quizá era eso, sí, pero para decirle toda la verdad, para echarlo, para romper toda relación con él. ¿Sería así, verdaderamente? ¿Para decirle esa verdad o la otra? ¿Cuál de las dos verdades le diría?: «Tómame, Vadinho, tómame entera, ya no puedo aguantar más.» ¿Cuál de las dos verdades le diría? ¡Ay!, en la batalla entre el espíritu y la materia, ella era nada más que un pobre ser desesperado. De la casa de al lado llega la voz de Marilda, en un canto de amor. La estudiante de pedagogía era ya casi novia; la joven estrella de la radiodifusión todavía no estaba comprometida oficialmente, porque el pretendiente, con abundancia de cacao y de prejuicios, le exigía que abandonara la radio. Que cantara sólo para él y para nadie más. Mucho le había costado a Marilda llegar ante los micrófonos y cubrir la ciudad con su pequeña voz melodiosa. ¿Por qué pagar por el novio un precio tan elevado? Con toda confianza, le pedía consejo a doña Flor. Pero doña Flor ya no sabía aconsejar a nadie, ni a sí misma, tan perdida estaba en su propia confusión. Ya no era más una única persona, siempre igual, entera e íntegra: estaba dividida en dos, la casta y la lasciva, por un lado su recto espíritu y por el otro las ansias de la materia. Todo un desacuerdo. El doctor Teodoro había salido bajo la lluvia, protegiendo el fagot con la capa, pues para él sólo dos cosas eran sagradas en este mundo: doña Flor y la música. Por la esposa y por el son del fagot, si fuera preciso, sacrificaría la farmacia y las ganancias, las tesis científicas y su situación social. Un hombre recto, ejemplo de maridos. El otro era un tarambana, un vago y nada más. A pesar de haber resuelto deshonrarla por segunda vez, no era capaz de sacrificar nada para conseguirla, ni siquiera un minuto de sus horas de jarana. Lo mismo sucedió la primera vez: no le había dado nada, nada le había concedido... Para doña Flor, nada más que las sobras del libertinaje. «Espérame, voy hasta ahí, ya vuelvo», y no volvía. Era un Belcebú de las trampas y la conversación engañosa.

Manida se arrodilló a los pies de doña Flor:

—Florcita, dime, ¿qué hago? El canto es mi vida, pero mamá dice que mi vida es el casamiento, es tener un hogar, marido e hijos; que el resto son caprichos de chiquilla. ¿Tú qué me dices?

¿Qué podía decir doña Flor? «Vete ya, maldito, déjame ser honrada y feliz con mi esposo», o si no «tómame en tus brazos, penetra en mi última fortaleza, tu beso vale por cualquier felicidad»... ¿Qué decirle? ¿Por qué cada criatura se escinde en dos? ¿Por qué es necesario siempre desgarrarse entre dos amores? ¿Por qué el corazón contiene a un tiempo dos sentimientos en guerra, opuestos?

—Tienes que decidirte por una cosa o por otra: la carrera o el casamiento.

—¿Y por qué tengo que elegir, por qué no puedo casarme y continuar cantando, si él me gusta y también me gusta cantar? ¿Por qué escoger si las dos cosas me gustan? ¿Por qué, dime?

¿Por qué, doña Flor? A través de la ventana abierta llega la voz del enamorado en busca de Marilda y a la moza se le ilumina el rostro que ostenta su hermosura de medalla— y sale corriendo. Doña Flor la sigue con la mirada: no era el viento lo que le alborotaba los cabellos y le rodeaba las piernas, era Vadinho...

—¡Vadinho! Con Marilda, no... ¡No te lo permito!

Riéndose, él se acurruca a los pies de doña Flor, en el sitio dejado por Marilda, y le abraza las piernas, posando su cabeza sobre las rodillas.

—Déjame en paz... — dijo doña Flor enojada.

—¿Por qué eres así conmigo, mi bien? Siempre enfadada... El muy cínico todavía pregunta por qué. Como si no le hubiese dicho: «en seguida vengo, espérame sin falta». Noches de insomnio, días de amargura, de acongojada espera. La única noticia que tuviera de él, de ese cabeza loca, le llegó escrita en las nalgas de Zulmira. Sí, señor, asimismo. Y todavía pregunta.

—Pero si tú me dijiste que no querías verme más, que me fuera para siempre, ¿no fue exactamente así? Entonces fui a divertirme un poco con Pelancchi, un relajo, casi me muero de risa...

—¿Con Pelancchi o con su secretaria?

—¿Estás celosa, mi negra? Hice bien en pensar que si desaparecería por unos días ibas a pedirle a Dios que volviese. Me dije: está loquita por dárseme, no resiste más...

—¿Quién te dijo? Pues es mentira. Soy una mujer honrada, quita de ahí la mano.

Mano y labios le quemaban la piel, los labios sobre su boca, la mano oculta en su vientre, en su último reducto. Se le hace insoportable la languidez del cuerpo, se le quiebran las últimas resistencias. Al mismo tiempo que se declara honrada e indoblegable, le entrega su boca sin siquiera cobrarle su ausencia y los suspiros de Zulmira. El vértigo la dominaba y no tenía fuerzas para oponerse a sus avances, para defender el límite final de su honra. ¡Ah! ¡Si al menos tuviera a quién pedir socorro! Vadinho está apurado, tiene que volver al juego, vino con prisa: «Vamos a yogar en la cama, mi amor.» Ella se puso de pie, en los brazos de él..., ya no le resiste..., ¿qué le importan marido y honra? «Donde quieras, mi amor.»

Pero en ese momento Dionisia de Oxóssi cruzaba la puerta y decía:

—¿Qué le pasa, comadre? Qué pálida está... Sentándose de nuevo, salvada por milagro, doña Flor murmura:

—Dios la mandó, comadre Dionisia. Sólo usted puede ayudarme. Siéntese junto a mí.

—Pero ¿qué es lo que tiene usted, comadre? Está toda temblando...

Doña Flor tomó entre las suyas las manos de la iawó de Oxóssi:

—Comadre, necesito que alguien encuentre el modo de librarme de Vadinho, que le ordene irse para siempre y que no lo deje perturbarme. Hace tiempo que me está perturbando, y yo ya no soy yo, ni sé lo que hago, se me acabó la voluntad.

—¿Mi compadre, el finado?

—Haga que él vuelva a su paz, porque si no, comadre, no sé lo que va a pasar... Ni se lo puede contar... A toda hora quiere que vaya con él; ahora mismo quería que fuese, cuando usted llegó, y me dio una flojera que casi voy... Si esto continúa, acabará llevándome...

Dionisia se tapó la boca con la mano para no gritar:

—¡Ay, comadre! Tenemos que apurarnos, hay que hacer pronto algo. Ahora mismo voy a hablar con el padre Didí. Por suerte sé dónde está, cumpliendo su mandato. Estas cosas de egun no son para cualquiera. Sólo para los que tienen bastón de ojé. ¡Ay Dios mío, comadre...!

—¿Didí? — Y doña Flor se acordó de repente de aquel negro flaco del mercado de las flores que le dio el mokan para la tumba de Vadinho—. Vaya, comadre, vaya aprisa. Si hay alguien que pueda salvarme, es él. Si no, comadre, estoy perdida, va a ocurrir una desgracia irremediable.

—Ahorita mismo...

Y Dionisia se marchó, protegida por su collar de Oxóssi, toda encogida de miedo a los egun, pero con el firme deseo de salvar la vida de la comadre: «una desgracia irremediable», ¿qué otra cosa podía ser sino la muerte? Aprisa, Dionisia, más aprisa por los ocultos y estrechos caminos del reino de Ifá: en su encrucijada encontrarás al babalaó y sus poderes.

—Mi padre — dijo la iawó al besarle la mano—. El finado quiere llevarse a mi comadre, sálvela, amarre al egun en su muerte. — Y le contó la historia, la parte de la historia que ella conocía.

En ese mismo instante, empapado, regresaba el doctor Teodoro. A causa de la lluvia no hubo ensayo. Bebió un sorbo de licor, precaución contra la gripe, se puso el saco del pijama y tomando el fagot ejecutó para doña Flor fragmentos escogidos de su selecto repertorio. Mientras lo oía, ella se fue recuperando del susto y de la tristeza, de la rabia contra sí misma por ser una casada de frágil virtud. Ya no tienes nada que temer, Teodoro, yo te amo y soy tuya y solamente tuya; este sábado, con derecho a bis, y mañana y para siempre. Ningún corazón debe tener dos amantes a un mismo tiempo; mandé que me arrancasen la mitad de mi ser, y aquí estoy, de nuevo entera, íntegra, oyendo tu música en el fagot; aquí está, Teodoro, tu honrada esposa.

Al otro lado de la noche de Bahía se encendió un relámpago y dentro de él el babalaó hizo el jogo dos búzios con el ruego de Dionisia, hija de Oxóssi. Entonces la lluvia se convirtió en tempestad, rugió el trueno, se alzó furioso el mar, y las orixás, cabalgando rayos y relámpagos acudieron, uno a uno, en obediencia a la llamada del Asobá.

Todos dijeron sí, menos Exu que dijo no.





19




El mensaje de Pelancchi Maulas le llegó al místico Cardoso y S.a cuando estaba en la Iglesia do Passo visitando su propia tumba, como lo hacía en cada aniversario de su muerte. De esa muerte suya ocurrida cuando se llamaba Joaquim Pereira, un potentado bahiano fallecido en su solar de Corredor da Vitoria, allá por 1886. Fue aquél un velorio rumboso, un entierro con gran acompañamiento de hermanos masones y de colegas del comercio al por mayor, con asistencia del gobernador de la provincia, y con plañideras y misa de cuerpo presente.

Eran múltiples las tumbas de Cardoso y S.a; múltiples y esparcidas por el mundo adelante: una monja descubierta en la Gran Pirámide; una verdadera pieza de museo, enterrada en las nieves eternas de los Alpes, cuando él los cruzara en la vanguardia de los ejércitos de Aníbal; otra en las arenas del desierto árabe, siendo él por entonces Zalomar, en su caballo zaino. En Francia murió por lo menos dos veces, y otras tantas en Italia; murió asimismo bajo las torturas de la Inquisición en España, por alquimista y herético; fue rico y pobre, mendigo y cardenal; vendió dátiles en Egipto, a la puerta del mercado, en las márgenes del Nilo, en los tiempos de Ramsés II; contempló las estrellas del hemisferio oriental cuando era un hebreo de barbas de algodón; fue el célebre sabio matemático Allhy Fouché, nacido y muerto antes de Cristo.

En Bahía, además del nicho perpetuo en la iglesia negra del Passo, reposaba también en la iglesia do Baiacu, en la isla de Itaparica, donde murió en 1638 guerreando contra los holandeses, a los treinta años de edad, cuando encarnaba al bello, fuerte y libertino servidor del rey de Portugal, don Francisco Nunes Marinho d'Eca, primer Capitán— Mayor de la Costa, perito en indias.

Toda esa inmensa experiencia — y mucha más, pues harían falta varios tomos para narrar la multiplicidad de sus vidas, todas ellas plenas de hechos y amores— se acumulaba ahora en el frágil esqueleto de Antonio Melchíades Cardoso e Silva (Cardoso y S.a para los elegidos), modesto funcionario de los archivos municipales, maestro de ciencias ocultas, heredero de la Llave de Salomón, filósofo universal e indostánico y capitán del cosmos.

—Vamos, don Cardoso, que el patrón me dijo que lo llevara a toda costa. El hombre está hecho un ascua... — dijo Aurelio, chófer de Pelancchi.

—Vamos, yo ya lo estaba esperando...

¿Usted sabía que yo iba a venir?

El sabio se rió de la pregunta, con una risotada clara y desembarazada; no podía haber nadie más satisfecho y alegre, tan plenamente feliz:

—¿Qué habrá que yo no sepa, Aurelio? Sé lo negativo y sé

lo adjunto.

Por su parte, Aurelio no pensaba discutir ni sobre lo negativo ni sobre lo adjunto, pues la simple presencia de Cardoso y S.a ya lo ponía nervioso. Durante el viaje, junto al chófer, el capitán del cosmos iba saludando a los invisibles.

—Buenas tardes, brigadier...

¿Dónde está el brigadier? ¿Allí, sentado frente al mar, tomando el fresco de la tarde? ¿Dónde, señor Cardoso? Aurelio no consigue ver ningún señor, ni de uniforme ni de civil. No a todos les es dado ver, querido, sólo a algunos.

—Mis respetos, señora mía, a sus pies.

¿Tampoco la ves? Ésa tan elegante, de sombrero de plumas y vestido de cola; fue la más hermosa de su época, en otros tiempos. Por ella se mataron dos jóvenes en la flor de la edad. Ahora van los tres juntos por la orilla, del brazo, entre risas y galanterías. Tus ojos están ciegos, míseros ojos materiales, pues ni siquiera alcanzas a verla a ella, en el esplendor de su realeza.

—Dios me libre y guarde, don Cardoso...

Suelta el maestro una carcajada, la calle se puebla de espectros; al chófer, tenso al volante, no le agrada conducir tanto misterio.

—¿Así que las cosas no andan bien en el juego? — pregunta

Cardoso de repente.

—¿Usted lo sabía?

¿Será que verdaderamente lo sabe todo? Pero he aquí que Cardoso oculta el rostro y se esconde. ¿De quién? ¿De esa moza rubia y deportiva que va camino de la playa? De ella misma, querido. ¿Sabes quién es? Es Juana de Arco. ¿Y sabes quién es Cardoso y S.a? Pues no es otro que el cardenal francés Pierre Cauchon, legado del Papa, cuya mano pusilánime firmó la sentencia de muerte de la Doncella. Él la ve en todos sus detalles, con sus ojos inocentes y su rubio perfil, durante el sacrificio.

—Yo era desconfiado, frívolo, inmoral, cobarde... En el apartamento de Zulmira, Pelancchi espera impaciente al mago del Hindostán, el único capaz de descifrar lo imposible.

—Tardó, señor Cardoso...

—Nunca llego ni antes ni después, siempre en la hora justa.

Saludó a Zulmira, envuelta en flotantes gasas; Cardoso la conoce bien de otras épocas, cuando al frente de las Amazonas ella cruzaba el valle en fogosa cacería, al aire el único, opulento seno. Que todavía sigue siendo opulento (lo mismo que el otro), pero no lo muestra; es una lástima, piensa el maestro Cardoso, casi puro espíritu, decantado por tantas encarnaciones, pero que, sin embargo, todavía no había llegado al punto de ser insensible a ciertas exigencias de la puerca vida material en que se cumple la pena.

—Hace dos días que lo busco...

—¿De qué tiene necesidad? ¿De prisa o de solución?

Los ojos inmóviles, fijos en el más allá, el sudor recubriéndole la amplia frente, los fluidos en derredor suyo. Intenta concentración:

—Se reviró la ruleta, ¿no?

Pelancchi miró a Zulmira, como diciéndole: «Ves, lo adivina todo.» Incluso a la tienda espiritual en que Cardoso habita con su pobreza y sus cinco hijos (jamás cobró un real por hacer el bien), llegaban los rumores de la ciudad, y por aquellos días no se hablaba en ella de otra cosa que de lo acontecido en el Pálace, en el Tabaris, en el Abaixandinho, en las mesas de ruleta y bacará, de lasquiné. Misterio o martingala, trampa o milagro, nunca hubo noticia de una mala suerte tan grande como la de Pelancchi Moulas. Los comentarios, a decir verdad, habían llegado a oídos del maestro. Pero, si no los hubiera escuchado, ¿acaso eso le impediría saberlo?

—Hoy de mañana, cuando hablé conmigo mismo, antes de salir de casa, me dije: Pelancchi va a mandar llamarme, está en las tinieblas, necesitando un poco de luz.

—¿Un poco? No, mucha luz... Me dan ganas de acabar conmigo, de liquidarme de una vez...

Le contó los increíbles sucesos; sentado frente a él, impávido, Cardoso y S.a oía la relación de los asombrosos acontecimientos. Y meneaba la cabeza, tal vez para confirmar alguna idea o prever una certidumbre. Por entre las finas gasas del peignoir, a través de una discreta mirada de reojo, Cardoso y S.a miraba conmovido un palmo de muslo de Zulmira, atenta a la dramática narración del rey del juego. Semejante visión camal no perturbaba a S.a, pues la belleza no perturba al sabio, que no es inmoral ni se opone al espíritu. Además, hace descansar la vista.

Vista cansada: sus ojos inmateriales veían a través del espacio, atravesaban el tiempo, fijos en lo que queda detrás, en lo que viene delante. Cuando Pelancchi terminó de contarle sus innumerables golpes de mala suerte, para Cardoso y S.a ya estaba todo claro, tanto los términos del problema como su incógnita, y ya tenía la respuesta y la solución:

—Son los marcianos... — dijo categóricamente.

Y echó una de sus colosales carcajadas, como si todo aquello no pasara de ser una broma divertida, como si no le estuviese costando una fortuna diaria a los cofres de Pelancchi.

—¿Marcianos? ¿Qué marcianos?... Don Cardoso, no me venga con memeces... Confío en usted, no me deje con las manos vacías. ¿Qué tienen que ver los marcianos con esto? Es obra de mis enemigos, eso sí. Es brujería. ¿Quién es el que vio a un marciano? Nadie sabe si existen siquiera. Pero el hechizo existe, y los malos espíritus y el mal de ojo...

—Usted nunca los vio porque es un montón de carne... Son los marcianos, como le dije... Ni enemigos ni brujería. Los marcianos son muy curiosos, en cuanto ven una máquina se ponen a estudiarla, quieren entenderlo todo, y para ellos, mentalidades superiores, no existen la mala suerte ni el azar...

—¿Marcianos? — preguntó Zulmira, siempre ávida de aprender—. ¿En la tierra? ¿Desde cuándo?

Mas no confundamos ni comparemos a Cardoso y S.a con esos cartománticos u ocultistas que andan por ahí, a salto de mata, inclinados sobre las bolas de cristal o con los videntes de óptica reducida, o con las adivinas de pacotilla y los quirománticos de tres al cuarto. Cardoso y S.a era profesor de misterios, un sabio de lo oscuro, un científico que ya estaba mucho más allá de la astrofísica y de la relatividad.

—Hace mucho tiempo que los primeros marcianos desembarcaron en la tierra. Sólo tres seres humanos asistieron al desembarco...

—¿Y usted era uno de ellos? Sonrió con modestia, y continuó:

—Un día de éstos se van a mostrar, y entonces la humanidad va a recibir un sacudón... — Y echó otra carcajada, encontrando infinitamente gracioso el susto que se iba a llevar la humanidad—. Por ahora son invisibles... Sólo algunos elegidos...

Zulmira, con afán de saber, preguntó:

—Usted, que los puede ver, dígame, ¿cómo son? ¿Son hermosos?

—Al lado de ellos, nosotros somos unos bicharracos hediondos. Quedóse la mulatita absorta, meditabunda, divagando:

—¿Quiere decir, señor Cardoso, que fueron los marcianos quienes me metieron mano y me pellizcaron? ¡Ay! ¿Ellos también son así?

—¿Así? ¿Cómo? — Solícito, Cardoso pidió detalles—. ¿Qué mano, qué pellizcos, en qué parte de su anatomía?

Zulmira le contó lo sucedido, todavía alarmada, inocente víctima del libertinaje interplanetario, del toqueteo de los ectoplasmas.

—Se las mostré a Pequito, él vio las marcas. También se las mostré a las compañeras de la clase de cocina, en la escuela de doña Flor. Doña Flor se impresionó tanto que casi se desmaya.

Las mostró a todo el mundo; sólo a él, Cardoso y S.a, no se las mostró, ¿por qué esa prevención para con él? Sin un examen in loco (como diría el cardenal Couchon) era imposible definir el fenómeno. Un tanto contrariado, Cardoso y S.a le respondió:

—¿Los marcianos? No creo... Ellos sólo transmiten el pensamiento.

¿Sólo transmisión de pensamiento? ¡Qué locos..., pensó Zulmira, y prosiguió haciéndose las uñas. Pero Pelancchi aún tenía dudas:

—¿Marcianos? ¿Y si no fuera eso?

—Déjelo de mi cuenta, que yo lo resuelvo...

Pelancchi confiaba en Cardoso y S.a. Había tenido ocasión de comprobar la grandeza universal de su saber. Pero, para un asunto tan complejo, quizá valiera la pena no limitarse al místico del Indostán; quizá conviniese consultar otros poderes mágicos, a la madre Octavia, por ejemplo.

Cardoso y S.a renovó el tabaco de la pipa con la mirada puesta más allá de la ventana y del horizonte, parecía haberse ido siguiendo el rayo de luz. Su voz llegaba de lejos:

—Tengo mucho crédito entre los marcianos..., todavía no hace cuatro días que fui con ellos a Marte. Recorrí todo el planeta. Tienen una ciudad toda de plata y otra toda de oro... Allá los peces vuelan y el mar es un jardín de flores...

Ahora ya ni siquiera contemplaba las piernas de Zulmira, ni su opulento seno entre los encajes del escote. Había llegado a Marte en un barco de luz. «Está en trance», susurró Pelancchi respetuosamente, y Zulmira puso en orden el peignoir de encaje.





20




Las puertas del infierno se abrieron, y el ángel rebelde traspuso la puerta del dormitorio (y del amor) de doña Flor, encendida su mirada lasciva, incitantes los labios y enteramente desnudo. Si ni siquiera una santa pudo resistir la atracción de esa sonrisa, de ese pecho descubierto, ¿cómo podría hacerlo doña Flor? ¿Dónde estás, comadre Dionisia, con tu collar de Oxóssi, y con el ebó compuesto por el ojé? Apúrate, Dionisia, apúrate con el bacalao y con el mokan para amarrar al tinoso en la noche de su sueño. Si él sigue entre los vivos, doña Flor no puede responder por su honra y por la testa del doctor. Toda una vida honesta, de comportamiento ejemplar, de decencia, de respetabilidad, y he aquí que todo ese envidiable capital está en peligro; mañana, el buen nombre de doña Flor, símbolo de virtudes, va a estar en boca de todos, enlodado, despreciado. Mañana será ya otra mujer, a la que señalarán con el dedo, llena de remordimiento y de vergüenza. Doña Flor acoge la mirada del cachondo en el centro de su ser, encelada; gozosamente, responde al convite, ofreciéndose. Es al mismo tiempo una doña Flor alerta y valiente ante el peligro, honrada y austera, intransigente, y una doña Flor apurada por darse, antes de que sea tarde. ¿Cuál de las dos es la verdadera doña Flor? ¿La que cierra la puerta con estruendo, o la que abre en silencio, un resquicio tras otro, la puerta de su cuerpo? Se oye la lluvia sobre el tejado.

Es la noche del sábado, después de la tarde con jaqueca, el vértigo, la visita de Dionisia, el concierto de fagot: ¡todo eso parece tan lejano! El tiempo de doña Flor es un tiempo de batalla, ya no se mide por horas y minutos; es un tiempo de rechazo y de deseo, largo y sufrido. Noche de sábado, noche del doctor, con bis: él se prepara en el baño para la discreta y deleitosa fiesta de los sentidos. Doña Flor lo espera descansando, sumisa y apacible. Pero, ¡ah!, en ese instante aparece el pérfido, acomodándose a los pies de la cama y ordenándole, dedo en ristre:

—Tú no vas a dormir con ese bosta, no te voy a dejar ni aunque tenga que hacer un bochinche de órdago.

Era absurdo, un abuso, un despropósito, pero vaya uno a entender el corazón humano..., doña Flor se sintió contenta y a punto de reír y de preguntarle (en vez de expulsarlo, ofendida e indignada):

—Estás celoso de él, ¿eh?... Hay que ver... ¡Este punto tiene celos!...

—Lo que tengo es ganas de ti, mi bien — respondió con la mayor tranquilidad del mundo, tendiéndose en la cama a sus anchas—. Ya esperé demasiado... ¿Dónde se vio tener que conquistar a mi legítima, con la que dormí durante siete años? Se acabó, no espero más. ¿Cómo voy a tener celos de tu doctor de fórmulas, si no estoy en guerra, en competencia con él? Se casó contigo, es tu marido, y, excepto en el yogar, para lo que no le da el cuero, en lo demás, lo reconozco, incluso es un buen marido. No le niego su derecho. Sólo que hoy tendrá que disculparme: se va a quedar al sereno, el que va a yogar es este punto, que es el que sabe cómo se hace la mazmorra...

—Ya puedes ir esperando, vas a tener que esperar mucho...

Totalmente desnudo, ardientes los labios, la mirada cachonda y la mano siguiendo su curso, él la domina: doña Flor ya es una esclava de Vadinho, sólo es libre de palabra, pura fanfarronería. ¿No había sido siempre así? Su orgullo y su pudor se desvanecían en las manos de él, quedando doña Flor a las órdenes de su marido y dueño. Orgullo, pudor, decencia, moral, dignidad, ¿de qué vale todo eso si él la desea y vino por ella? (bien sabéis de dónde: de donde no se vuelve).

—Yo estaba preso en los abismos, atado de pies y manos; me dio harto trabajo desatarme para venir a verte, mi bien. Pero tú me llamabas y vine, atravesando el fuego y el frío, la nada y lo que no es, y llego aquí y tú me niegas el pan y el agua..., ¿por qué?

—¡Ay, Vadinho!...

—¿Por qué me tratas así, como a un perro? Se acabó, mi bien. O hoy o nunca más. Cuando aparezca esa cucaracha tonta le dices que no te sientes bien, que hoy no puedes. Después este punto te va a arar la peladita.

—¡Ah, eso no!... Soy una mujer seria y honrada, no voy a traicionar a mi marido, ¿cuántas veces te lo dije?

El doctor, saliendo del baño, de pijama limpio, trasciende a jabón de olor. Su aspecto es apacible, sincera su sonrisa, honesta su mirada. Vadinho toma en su mano la rosa azul de doña Flor. ¡Ah, doña Flor!..., ¿cómo puedes ser tan despreciable?

—Teodoro, querido, perdóname, hoy no me siento bien, estoy indispuesta. Lo dejamos para mañana si no te enojas.

¿Enferma? El doctor se inquieta. Ya se había quejado a la tarde. ¿No sería algo más que una simple indisposición? ¿Dónde está el termómetro? ¿Y el jarabe, las píldoras, la caja de los medicamentos? No necesito nada de eso, mi querido, no te aflijas, duerme, mañana estaré bien, estaré bien del todo...

—...y a tu disposición — dijo, prometedora, doña Flor.

¿Cómo puedo ser, así de pronto, tan carente de sentimientos, tan sin orgullo, sin decencia, sin moral? — se interroga doña Flor, sintiendo por el alarmado esposo una suave ternura al mismo tiempo que cierto gusto por la farsa. Le dio un beso en la mejilla. Pero el doctor Teodoro no se conforma: debe tomar un sello, unas gotas, algún sedante para dormir de un tirón toda la noche y despertar tranquila y descansada. Va a buscar el remedio y el agua. Apenas sale, doña Flor se siente apresada en los brazos de Vadinho.

—¡Loco! Suéltame, que ya está volviendo... Vadinho, objetivo e imparcial, reflexiona:

—No es mal sujeto, tu segundo... Muy al contrario, ¿sabes, mi bien?, cada vez me es más simpático... Aquí entre nosotros, tú estás muy servida. Él para atenderte y cuidarte, yo para yogar... El doctor trajo el porrón de agua fresca, dos vasos y una pequeña ampolla con un líquido incoloro:

—Tintura de valeriana, veinte gotas en media copa de agua. Con esto vas a poder dormir y descansar, querida.

Alzó el cuentagotas y con calma y atención mezcló el sedante con el agua. ¿Cambió alguien los vasos en cuanto el doctor se dio vuelta por un segundo? ¿Quién? ¿Vadinho o doña Flor? Pero si así fuera, ¿cómo el doctor, un farmacéutico competente, no reconoció el gusto fuerte de la valeriana? ¿Ocurrió un milagro? Si ocurrió, a esta altura de los acontecimientos, un milagro más o un milagro menos ya no impresiona a nadie ni le causa sorpresa. También puede ocurrir que no hubiese habido cambio, que doña Flor no bebiese el sedante y que el profundo sueño del doctor se debiera solamente a la lluvia en el tejado y a su conciencia tranquila. Apenas tuvo tiempo de darle un beso a la esposa.

—Se quedó corneado... — dijo Vadinho, empleando el término justo—. Ahora nosotros, mi bien...

—Aquí no... — pidió doña Flor, gastando las últimas briznas de pudor y de respeto por el segundo esposo—. Vamos a la sala...

Y en la sala se abrieron las puertas del cielo e irrumpió el canto de aleluya.

«¿Dónde se vio yogar en camisón?» Doña Flor quedó tan desnuda como él, vistiéndose y completándose el uno con la desnudez del otro. Una lanza de fuego la traspasó y Vadinho la deshonró por segunda vez: una antes, cuando era doncella, otra ahora, de casada (y si tuviera otras honras también se las quitaría). Y allá se fueron los dos por las praderas de la noche, hasta las orillas de la mañana.

Nunca se entregaba de ese modo, tan suelta, tan fogosa, con tan ardiente voracidad, con tanto delirio. ¡Ah, Vadinho!, si tú tenías hambre y sed, ¿qué decir de mí, sostenida con un régimen escaso y soso, sin sal y sin azúcar, casta esposa de un marido respetador y sobrio? ¿Qué me importa lo que digan la calle y la ciudad; mi nombre digno, mi honra de casada?, ¿qué me importan? Toma todo eso en tu boca ardiente de cebolla cruda y quema en tu fuego mi decencia innata, rasga con tus espuelas mi antiguo pudor, soy tu perra, tu yegua, tu puta.

Fueron y vinieron, partieron y llegaron, y, apenas volvían, ya partían de nuevo, siempre de llegada, siempre de regreso. Tantas nostalgias y tantas metas a cumplir todas alcanzadas, algunas repetidas.

Insolente y bienamada, sucia y linda, la boca de Vadinho le decía tantas indecencias, le recordaba las dulzuras de otro tiempo.

—¿Recuerdas la primera vez que te sentí? La gente paseaba en la plaza, tú te arrimaste a mí...

—Fuiste tú quien me abrazó, y me metiste la mano... Él le metió la mano y la exploró:

—Tu rabo de sirena, tu barriga color de cazuela, de barro esmaltado, tus pechos de aguacate. Creciste, Flor, estás más opulenta, estás sabrosa de la cabeza a los pies. Te voy a decir una cosa: he comido muchas brevas en mi vida, una buena cosecha: ninguna como tu peladita, te lo juro, mi Flor...

—¿Qué gusto tiene? — preguntó doña Flor con impudor y cinismo.

—Tiene gusto a miel y a pimienta, y a jengibre...

Él hablaba y doña Flor se deshacía en ayes: qué Vadinho más loco, más perverso, fuego y brisa a la vez. No te vayas más, nunca más. Si te fueras otra vez me moriría de pena. Aunque yo te lo pida y te lo niegue, no te vayas; aunque yo te lo mande y te lo ordene, no me dejes...





21




El domingo era día de levantarse más tarde, y cuando doña Flor se despertó, en aquella mañana de domingo todavía lluviosa, vio el rostro del doctor inclinado sobre el suyo, contemplándola con devoción, la mano puesta sobre la mejilla de ella:

—¿Dormiste bien, querida? Fiebre no tienes...

Sonrió doña Flor desperezándose, contenta de tener tan buen marido, de sentirse objeto de tantos cuidados; le pasó los brazos por el cuello y le dio un beso de agradecimiento:

—Ya no siento nada, Teodoro... Fue una tontera...

Sentía una modorra..., sentía el placer del ocio, ganas de estar en cama, de seguir disfrutando aquel calorcito y la dedicación del farmacéutico. Mañana sin compromisos, colchón de espuma, la lluvia en el tejado, la devoción del marido, santo esposo. Se recogió en el mimo de sus brazos:

—Qué pereza, querido...

—¿Y por qué no te quedas descansando? Ayer no estabas bien, descansa hoy hasta más tarde. Si quieres traigo el café aquí. Tan bueno, tan encantador:

—Sólo me quedaré si tú también te quedas, querido. Sólo me quedaré si es junto a ti.

El doctor Teodoro, sin malicia, un bebón, a pesar de la situación social, del saber, de la edad:

—Es que... — se rió, torpemente-...si me acuesto junto a ti, no asumo ninguna responsabilidad si... Doña Flor, con voz mimosa:

—Corre el riesgo, Teodoro... — y escondió la cara en la almohada.

Estaba un tanto alterada, un seno se agitaba junto al pecho del doctor, la curva del anca resaltaba entre las sábanas, con su color de cerámica antigua. La mirada del doctor, tímida y voraz, la mano contenida.

—Tú te diste algunos golpes en la cama, querida, mira la marca... Más de una... Tuviste un mal sueño.

Ella se encogió, sintiendo que se le paraba el corazón:

—¿Dónde?

—Aquí... Pobre mi querida... — la mano aprovechadora subía por el muslo y más arriba.

Doña Flor ocultó entre las piernas del marido las huellas del mal o bien dormir (o de no dormir). Sus bocas se encontraron y ella se estremeció: el sabor del beso puro, pero ardiente, el inesperado placer de aquel abrazo, la lluvia en el tejado, el calor de la cama, la timidez del doctor Teodoro, la mano sin experiencia y por eso tal vez más deleitosa, el deseo en los ojos entrecerrados del marido, con el pecho jadeante; y todo a plena luz, ¡oh!, ¡qué vergüenza!... Doña Flor se estremeció de nuevo: una delicia. «Para los trabajos y los cuidados, tu buen marido.» ¿Sólo para eso? «Cada hombre tiene su gusto propio — decía María Antonia, su ex alumna, una experta en machos y cama—, cada uno tiene su característica, unos sabios, otro no. Pero si una sabe aprovechar, ¡ah!, todos son buenos...» Doña Flor se siente anegada por el deseo, un deseo diferente, nacido de la pereza, de la timidez de Teodoro, de su contención.

—Estás en deuda conmigo, querido...

—¿Yo? ¿Qué?., — preguntó el doctor, sonriendo con inocencia... ¿No era verdaderamente un niño grande y tonto?

Frente amplia, de intelectual, frente de insignes pensamientos, ¡y qué hombre tan bobo! Doña Flor pasó la mano, curiosa, por su frente, y se rió levemente: nunca había sido tan suave y mimosa:

—Pues sí, señor, ayer me falló...

—No seas injusta, quien falló...

—Si soy yo la que está en deuda, entonces páguese, que a mí no me gusta deber — dijo ocultando la cara entre las manos, toda llena de malicia.

¿Qué más podía desear el noble farmacéutico? Contestó con toda seriedad:

—Pues voy a cobrar con intereses...

Hombre metódico, cumplidor de leyes y ritos, el doctor se dispuso a tomar su posición habitual, y se echó la sábana por encima para cubrir el amor con el recato y el pudor que se deben entre esposos. Pero doña Flor no le dio tiempo: de repente, tiró la sábana fuera de la cama y con ella el recato y el respeto, y el doctor se encontró en los brazos de ella. Nunca se iba a olvidar de esa mañana de lluvia, ese domingo bendito, ese día santo y feriado, esa extra sin igual, extra y super para decirlo y definirlo todo con exactitud.

Después, doña Flor se hizo un ovillo, adormeciéndose al compás de la lluvia con una sonrisa en los labios, y durmiendo profundamente, tan sosegada y satisfecha que había que verla.





22




Nada había cambiado, no se observaba ninguna novedad, ése era un domingo como todos los otros y doña Flor seguía siendo la misma de siempre. Igualita. ¡Y ella había pasado las del infierno, llegando a creer que aquello era el fin del mundo!: uno tiene cada sorpresa en esta vida... Sin embargo, como la Droguería Científica estaba de turno, ese domingo era algo distinto, pues el doctor debía atender la numerosa clientela — una sola farmacia abierta para una población tan grande. Cuando salió del dormitorio, el marido ya no estaba. A pesar de eso, tuvo una de las mañanas más agitadas. Primero llegó Marilda con su noviazgo, en crisis, mientras doña María del Carmen casi estaba en el paroxismo: ¿debía seguir cantando o debía casarse? La opinión de las mujeres de la vecindad era unánime, con excepción de doña Gisa. Pero la norteamericana era conocida por sus ideas estrambóticas, tal vez buenas para los Estados Unidos, pero extravagantes, cuando no peligrosas, para el Brasil. No sólo defendía el divorcio, sino que llegó al absurdo de declarar, en voz bien alta, que la virginidad no pasaba de ser algo obsoleto y hasta perjudicial para la salud: los manicomios, según la gringa, estaban llenos de vírgenes. ¡Imagínense! Las demás repetían, moralmente convencidas, que el casamiento era el único objetivo de la mujer, destinada por Dios a cuidar de la casa, atender al marido, procrear y criar hijos, contenta y conforme. Estaba al frente de este bravo ejército doña María del Carmen, con el deseo de ver a su hija establecida en la vida, como ella misma decía:

—Es preciso que esa chica se establezca, que constituya su hogar. La radio no ofrece garantías y es un peligro.

¿Un peligro? El grupo se exaltaba: no uno, sino múltiples peligros rodean a las cantantes, a las artistas, una raza que ya de por sí es un tanto equívoca y de conducta sospechosa, en opinión de doña Dinorá, una persona, como sabemos, de moral severa y rígida, cada vez más intransigente en la lucha contra la indecencia y el libertinaje. Se echaba para atrás apenas oía hablar de artistas, escenarios o radio. En cuanto a los directores, a los cantores, a los músicos, eran todos unos perdularios, unos gavilanes que echaban el ojo a los infelices, con las garras afiladas.

Todavía hacía poco que una joven cantante, una joven de excelente familia — con la que estaba relacionada doña Enaide, «gente distinguidísima»—, fuera internada en el hospital, apresuradamente, porque se iba en sangre, y, cuando el médico averiguó la causa de la hemorragia, comprobó que era un aborto muy mal hecho por una aficionada cualquiera. Si la joven no murió fue gracias a los cuidados del doctor Zezito Magalháes, cuya competencia es de todos conocida. No se murió, el médico le devolvió la vida, pero lo que es el virgo, eso ni el buen doctor Zezito, con toda su competencia, puede devolvérselo. Ni él ni nadie, pues, como decía doña Dinorá: «todavía no se inventó una virginidad de repuesto».

—Pero — comentó doña Norma— el que la invente se hace rico. ¿Se imaginan? Bastaría ir a la farmacia, la Científica para no ir más lejos, y pedir: «Déme dos cachuchas nuevas, una para mí y otra para mi hermana... Y una más barata para la criada...»

Todas se rieron, si bien nada de eso tenía que ver con Marilda, que era una joven honesta, según la opinión general de las vecinas. Por eso mismo, no podía dudar entre el casamiento con el hacendado y el magro cachet de la radio. En consecuencia, grande fue el asombro cuando ese domingo doña Flor, al ser abordada una vez más por Marilda, le aconsejó que mandase a comer alpiste a ese novio retrógrado y prepotente y que continuara en la radio, en donde no tardarían en ofrecerle mejor salario. Doña María del Carmen, viendo que su hija, fortalecida por tan inesperado apoyo, se inclinaba a romper el noviazgo, fue a pedir explicaciones a doña Flor y casi riñe con ella:

—Si fuera su hija, dudo...

La discusión fue encendiéndose — con participación de las vecinas—, pero doña Flor mantuvo sus puntos de vista:

—Eso es pura carcamalería...

Las dos acabaron llorando y doña María del Carmen quedó vacilando entre el éxito radial de la hija y la seguridad del casamiento. Doña Flor había logrado conquistar la opinión de la mayoría. Doña Norma resumió:

—Que se vaya al infierno a ser el amo. Se acabó el tiempo de la esclavitud.

Doña Flor fue a la cocina a preparar el almuerzo — los domingos en que estaba de turno la farmacia no iba a la casa de los tíos en Río Vermelho—, y allí la encontró Dionisia de Oxóssi.

—Permiso, comadre...

Venía a buscar dinero y traía prisa: el ebó estaba en marcha y la rueda de las iawós la esperaba para danzar desde el atardecer hasta bien entrada la noche. Y antes de eso tenía mucho que hacer, pues el mandato era de los grandes y complicados preceptos. El Babalaó había echado las conchillas y los orixás respondieron. Para garantizar su tranquilidad, librarla de mal de ojo y de cualquier otra enfermedad, así como de las amenazas del egun descontento, que quería atraerla hacia su muerte, doña Flor debía ordenar un sacrificio importante. No bastaba con un simple «despacho», o con un ebó cualquiera. Exu, protector del finado, se alzó en rebelión, en pie de guerra. Dionisia le había dicho al ojé que no reparara en gastos. Tratándose de un caso de vida o muerte, y con Exu en armas, oblicuamente y del otro lado, era preciso gastar lo que fuese necesario y proceder aprisa: su comadre doña Flor apenas si podía tenerse de pie. En vista de todo esto, el propio Asobá adelantó dinero suyo para los gastos más urgentes: un carnero, dos cabras, doce gallos, seis conquerís, doce metros de paño. Para no hablar del resto, una extensa relación escrita a lápiz en marrón, de envolver, en la que figuraba cada compra con su precio, y veinte mil— réis más destinados al peji de Ossain para que abriese los caminos de la selva, donde se esconde Exu.

Pero cuando Dionisia llegó se encontró con una doña Flor tan bien dispuesta, tan contenta de sí misma, que ni siquiera se parecía a la de ayer por la tarde. ¿Habría hecho mal en autorizar tantos gastos?

Había hecho bien, pues en la víspera la misma doña Flor, asustada, le pidió que hiciera esas gestiones.

—Gracias, comadre, por tanto trabajo como le di. Ahora, sin embargo, ya nada importa. Para bien o para mal, todo está resuelto.

—¿El finado dejó de molestarla?

Doña Flor se sonrió nerviosamente y dijo:

—O yo dejé de asustarme. Ya no necesito nada.

¿Y ahora? Era imposible suspender lo que se había puesto en marcha. Durante la noche anterior y esa madrugada se hizo el sacrificio de los animales, y al primer claror del sol pusieron ante cada orixá la primera cuenca con su comida ritual. Todo el domingo, por la tarde y por la noche, los preceptos continuarían cumpliéndose con los oríxás presentes en el íerreiro, Suspender el mandato, detenerlo en la mitad, no proseguir, dar lo hecho por no hecho, es imposible, comadre, en un ebó de tanto axé. Deshacer lo hecho tendría consecuencias fatales e imprevisibles. ¿Y quién podría escapar con vida al castigo cruel de los encantados? Ni ella misma, Dionisia, a pesar de ser una simple intermediaria.

Ahora no quedaba más remedio que ir hasta el fin. Aunque la comadre se considerase libre de amenazas, el ebó era una garantía más para su tranquilidad. El dinero ya estaba gastado; los oríxás ya bebieron la sangre caliente de los animales durante la matanza, aceptando, al llegar el alba, los pedazos de carne preferidos. Todos ellos se presentaron cubiertos con sus armas y sus emblemas. El grito de Yansá ya había resonado en la selva. Eso le daba a doña Flor la seguridad de que jamás volvería a molestarla el finado, ahora amarrado para siempre a su muerte. Doña Flor le entregó el dinero de la cuenta y algo más, y le dio las gracias a Dionisia nuevamente por tantas molestias como se tomó. Quiso retenerla para el almuerzo: gallina en salsa oscura, lomo de cerdo al coñac y tarta de mandioca; de postre, mangos y zapote. Pero Dionisia tenía prisa por volver al terreiro, donde al son de los timbales Oxóssi reclamaba su caballo preferido. Los domingos de guardia, después de almorzar (el doctor comía a las apuradas, sin siquiera notar el gusto de los manjares con la preocupación de volver pronto a la farmacia, que quedaba al cuidado del negro de los mandados), doña Flor se cambiaba de ropa, y, sin hacer caso a las protestas del esposo, lo acompañaba para hacerle menos pesada la obligación de trabajar en un día de descanso. Se ponía a su lado en el mostrador ayudándolo a despachar, muy paqueta, con un aire y unas maneras de tanta exquisitez como si estuviera visitando a doña Magá Paternostro, la millonaria, o de fiesta en casa de la comendadora Inmaculada Taveira Pires. Tanta elegancia y lindeza estaban dedicadas a él, y el doctor Teodoro se sentía recompensado y más que recompensado. Así sucedió ese domingo: doña Flor, toda donaire y hermosura, hechizo y melindre, ostentaba el antiguo collar de turquesa, regalo de Vadinho. Nada había cambiado, era un domingo igual a tantos otros en tarde de guardia. Todo igual: la calle, la gente, el doctor y ella. Nadie la señalaba con el dedo, nadie se había dado cuenta de nada, nadie la acusaba de adúltera y culpable, ni siquiera doña Dinorá, metida a adivina y ponzoñosa. El mismo sol de antes, la misma lluvia (ahora fina llovizna), las mismas conversaciones y las mismas risas, la misma consideración hacia ella, sin cambio alguno. Ella había pensado que iba a ser el fin del mundo, tanto en la calle como dentro de sí: que iba a romperse su corazón, era preferible la muerte. En lugar de eso, todo seguía igual: cómo se engaña uno en esta vida. Desde el mostrador, mientras atiende a una dienta, el doctor Teodoro le sonríe, muy embobado y orgulloso al verla tan hermosa. Ella le sonríe también y, de reojo, observa su frente: ni rastro de cuernos. Qué tontería, doña Flor, ¿que significa esa repentina afición a la farsa? Nada había cambiado tampoco entre ella y el doctor. Sólo que persistía el recuerdo de esa mañana en la cama, haciendo más íntima la tarde de guardia. En su memoria persiste también el recuerdo de la noche en el sofá, la impúdica cabalgata bajo la lluvia, aleluya de Vadinho. En la tarde serena, en la paz tranquila del domingo, el aguijón del deseo se clava en su cuerpo. ¿Cuándo vendrá de nuevo el tarambana, el tirano, el malvado, el tinoso, su «primer»? A la noche con seguridad, cuando el doctor, cansado del trabajo, duerma el sueño de los justos y felices. En medio de esa dulce paz, la buena esposa, solidaria con el segundo marido, cumpliendo con su deber de ayudarle en la guardia, espera la llegada de la noche libertina con el primero. Súbitamente la inquieta una idea. La comadre Dionisia dijo que jamás volvería Vadinho a molestarla: quedaría amarrado para siempre en las cuerdas del despacho. Dios mío, ¿y si fuese así?





23




La madre Otavia Kisimbi «rezó por el cuerpo» de Pelancchi y tanto él como Zulmira tomaron un baño de hojas con jabón de coco. Las plumas de los gallos sacrificados fueron puestas en las encrucijadas de los caminos. La madre Otavia defendía a Pelancchi por los cuatro rincones y por las siete puertas y le dijo que esperase los resultados. Pero el rey de la quiniela tenía apuro y fue a llamar a las puertas de otros cultos. La vidente Aspasia acababa de llegar de Oriente, traída por las auras de la mañana y casi no había terminado de vestir su uniforme de adivina (un tanto gastado) cuando recibió la visita de Pelancchi, dinero en grande por delante. Si bien la pitonisa no era sensible al tintineo del oro — vivía de la gracia de los cielos y en total ayuno de las cosas de este mundo—, ¿cómo rechazar unos billetes, cuando además se le exigía un trabajo tan difícil? Echando mano del «sistema de la ciencia espiritual en movimiento», patente suya, exclusiva, partió hacia el más allá y gimió unas palabras con voz enronquecida, debatiéndose como si intentaran estrangularla. No era un espectáculo de los más agradables, y el profesor Máximo Sales, de naturaleza escéptica, un cabeza dura, tuvo deseos de marcharse. Pero Pelancchi se mantenía firme, con tensa atención, apretando la mano trémula de Zulmira, a quien lo sobrenatural afectaba enormemente desde que los invisibles habían demostrado interés por sus cuadriles (y, ¿quién sabe?, por lo otro). Zulmira, secretaria y confidente, leal, junto al patrón, era consuelo de los afligidos, ¡y qué consuelo! Babeándose toda, con los ojos desencajados, la sacerdotisa del Oriente retornó de las esferas siderales y, al ver a Pelancchi, su cuerpo se contorsionó y de su pecho esquelético — una tabla rasa que daba tristeza ver— partió un grito. Y pidió más dinero, ¡ah!, era un trabajo extenuante, en los círculos del más allá todo estaba oscuro como alquitrán, ¡tan negra era la suerte de Pelancchi! Un dinerito para verlas. Quizá ese refuerzo de la iluminación bastase para que ella pudiera aclarar toda la intriga. Guardó los billetes en la gaveta, encendió las velas simbólicas, y, a la luz de ellas, sus ojos de vidente reconocieron a los enemigos de Pelancchi:

—Veo tres hombres a la vera de un camino y los tres le quieren mal...

—¡Ah! — gimió Pelancchi—. Dígame cómo son, señora... Ella se concentró, esforzándose por ver claro. Pero Pelancchi tenía prisa:

—Fíjese si uno es calvo y otro gordo. El tercero...

—Deje que ella misma describa al tercero... — sugirió Máximo Sales, un entrometido de la peor especie—. Si no, ¿qué es lo que le deja para adivinar?

La pitonisa, a pesar de estar en trance, fulminó con la mirada al canalla que le hacía más difícil la limosna: ¿quién dijo que ganaba fácilmente su dinero?

Gruñó, se mordió las muñecas, se dio golpes en la cabeza: ¿era fácil, acaso, sacarle ese dinero a Pelancchi? Difícil y arriesgado:

—El primero de los tres — anunció con voz de ultratumba— es un hombre calvo.

—Gran novedad... — masculló Máximo, el muy crápula.

—El segundo es un señor gordo, muy gordo...

—¿Y cómo es el tercero? — exigió el tal por cual de Máximo.

—Al tercero no lo veo bien todavía, está en las tinieblas... Pelancchi no podía contenerse:

—Eso es, siempre escondiéndose, ¡el maldito! Mire si tiene bigotes y la nariz partida...

La pitonisa parecía no escuchar, estaba en la lejanía, en el más allá, procurando ver:

—Ahora lo veo: tiene bigotes..., tiene la nariz rota...

—Son los Strambi, no cabe duda — dijo Pelancchi, y preguntó qué se podía hacer para apartar de su camino a los implacables Strambi.

Para expulsarlos de Bahía, inculcarles los nobles sentimientos del perdón y llevarlos al más lejano Levante, Aspásia, extenuada, exigió una cantidad un tanto fuerte. Pelancchi ya estaba sacando la cartera, pero Máximo Sales, ese traste inmundo, otra vez se metió donde no lo llamaban y obtuvo una rebaja sustancial.

Los Strambi se fueron de la mano de Aspásia, pero no se fue la mala suerte en el juego. Y Pelancchi siguió su vía crucis, su peregrinación entre adivinas y ocultistas.

Por lo menos Josete Marcos, comprobó Máximo Sales, era bonita y joven: una excepción en la cofradía, que, en general, estaba formada por los pellejos más repelentes. ¿Por qué — se preguntaba el profesor de contravenciones— el otro mundo utilizaba semejantes espantajos? ¿Por qué eran tan sucias las salas de consulta, los templos de las revelaciones? ¿Por qué tan fuerte el hedor del misterio, el tufo de las almas? El escéptico Máximo concluyó que el más allá era un tanto fétido y sucio. ¡Salve Josete Marcos, esbelta, rubia, limpia! En la salita en que los recibió había un jarro con flores y varias salivaderas. Luego de oírlos, los dejó en compañía de su marido y ayudante y se fue a orar en la sala de levitación y videncia. El marido, Mister Marcos, también joven, con un simpático aire de malandrín diplomado, explicó que Josete no cobraba nada por los beneficios que se distribuían entre la gente, por intermedio de sus facultades de médium. Todo lo hacía gratis, pues los espíritus no aceptaban nada y Josete recibía sólo lo estrictamente necesario para las inyecciones y los remedios (todo es tan caro hoy en día, todo sube de tal modo) destinados a rehacer su salud, que quedaba resentida después de cada sesión; al producir ectoplasma — y ella no hacía economías, como los señores constatarían personalmente—, su organismo, ya de suyo frágil, llegaba a la debilidad más extrema, poniendo en peligro su vida. Pelancchi, lleno de compasión y esperanza, fue generoso, y Mister Marcos embolsó.

En la otra sala, la de los fenómenos, tapizada de paño rojo, la oscuridad era casi total. De bata blanca, tendida en un diván, allí estaba Josete con sus fluidos, y el marido ordenó a los cuatro — Pelancchi, Zulmira, Domingos Propalato y Máximo— que se dieran las manos para establecer la corriente del pensamiento. Una vez que lo hicieron, se apagó la única luz de la sala, una pequeña lamparita.

En seguida comenzaron a tintinear campanitas, se oyeron unos chillidos, una especie de maullidos, y se vio una luz que se movía en el aire, alrededor de la cortina, arrancando un grito histérico de Zulmira. En cuanto a Pelancchi, ni gritar podía, y Propalato, trémulo, sudaba, apretando los dientes. Esa luz y ese cascabeleo eran el hermano Li U en persona, sabio chino de la dinastía Ming, absolutamente auténtico. Según Máximo Sales — incorregible—, en vez del sabio Li U, la luz y el sonido eran obra de la sabiduría de Marcos, un vivo que gozaba de la buena vida a costa del lindo ectoplasma de su mujer. Pero como Máximo Sales era un deslenguado y un incrédulo, sus opiniones no tienen ningún valor y no merecen mayor crédito, y si las incluimos aquí es para mantener la precisión del relato.

Quien merece crédito y confianza es Josete, transformada en ectoplasma y hablando en un extraño idioma, como de niños, quizá el chino antiguo o el portugués de Macao, pues era necesario cierto esfuerzo para entenderlo. Según el sabio Li U, la causa de toda la confusión era una señora, itálica y rencorosa, a la que Pelancchi había engañado.

—¿Rubia o morena? — preguntó el calabrés.

—Morena y bonita, de unos veinticinco años...

—¿Veinticinco? Casi cuarenta, y era una víbora. Yo no tuve la culpa, por favor, cara mía, dígale al chino que yo no tuve la culpa...

Se llamaba Anunciata y parecía una signorina ingenua y perseguida en busca de protección: ¡Oh! ¡Qué putaña más putaña! El, Pelancchi, sí que era entonces un ragazzo, povero ragazzo de diecisiete años...

Con la impetuosidad de sus desengañados diecisiete años, le había tajeado a la traidora una flor de sangre en la cara, agregando algunos cortes en el mentón, ya por pura saña y maldad. Como Pelancchi era un menor se libró de la cárcel, mientras Anunciata, en el hospital, juraba que se vengaría, muerta o viva. Ahora, después de tantos años, venía a cumplir su promesa de odio en este dramón italiano. Anunciata, su primer amor, ¡tan carina, tan putaña!

Pelancchi, todavía hoy, no se arrepentía. Una mujer suya no es para compartirla con otro, es suya y de nadie más. Zulmira, en la oscuridad, se encoge..., ¡hay cada peligro en este mundo!

El sabio chino, por unas cajas más de inyecciones, libró a Pelancchi del recuerdo de Anunciata y de su odio. Los detalles materiales, tales como el precio y el pago, se arreglaron por intermedio de Mister Marcos, mediador de las almas y gerente espiritual de aquella tienda. Y la Anunciata se fue con su flor de sangre y sus cortes en el mentón. Pero no se fue la mala racha.

El arcángel Sao Miguel de Carvalho, envuelto en una especie de sábana, con un turbante en la cabeza, no describió fisonomías ni citó nombres, pero fue positivo y rápido. Tomando las manos de Pelancchi, lo miró en los ojos: en el espacio sideral lo perseguía un enemigo cruel, un hombre al que el calabrés ofendiera gravemente, y que había desencarnado hacía poco. El arcángel lo localizó en seguida, con su linterna angélica:

—Está de pie aquí, junto a usted.

Hubo un principio de retirada general y el mismo Máximo Sales, por las dudas, se colocó junto a la puerta.

—¿Hace poco que murió?

—Sí. Y la riña fue a causa de una mujer., — prosiguió el arcángel, habiendo respirado a fondo sus mágicos poderes.

Pelancchi identificó a Diógenes Ribas. Le había quitado la esposa, una mulata pretenciosa, una catástrofe de bonita, una manceba espléndida y matrera. Diógenes, propietario perjudicado y disconforme, anduvo por ahí con un cuchillo, profiriendo amenazas. Pelancchi, que ya era un poderoso señor de la timba, para hacerle callar la boca, y a pedido de la mulata — a la que Diógenes perseguía con insultos y calumnias—, mandó que le diesen una zurra, encargando el trabajo a un equipo de especialistas. Cuando salió de las manos de los médicos, Diógenes Ribas desapareció para siempre. Sólo por casualidad vino Pelancchi a saber de su reciente y triste muerte, en la miseria. En cuanto a la mulata, eje del drama, Pelancchi se la cambió a un suizo por una gruesa de barajas.

El arcángel, con su flamígera espada, barrió a Diógenes..., muchas palabras y pocos hechos, un espíritu pobre, de tercera, un cornudo. No cobró mucho, pues no era un explotador de creyentes, sino un benefactor de la humanidad, como les dijo. El cornudo se retiró con sus guampas, pero la mala suerte siguió, cada vez mayor.

La doctora Nair Sabá, médica — clínica y cirujana—, diplomada con distinciones y honores por la Universidad de Júpiter, una cuarentona fea como la desgracia, curaba enfermos con pases magnéticos. Por una módica cantidad, descubrió en la conjunción de los astros por lo menos a seis enemigos de Pelancchi, inmediatamente identificados por éste sin la más mínima posibilidad de error. La doctora de Júpiter liquidó a los seis en un plazo récord y de propina curó a Pelancchi de una úlcera al duodeno y a Propalato de un reumatismo pertinaz. A lo único que no pudo vencer fue a la mala suerte en el juego.

Madame Deborah era sesentona y a juicio de Máximo no valía lo que cobraba ni siquiera como espectáculo: poco afirmativa, se quejaba de dolores en el vientre (hacía más de treinta años que estaba grávida, pues había concebido iba a parir el Apocalipsis), despedía un vaho que denunciaba la cachaca, tenía un catarro crónico y estaba metida en unas ropas de gitana. Sólo hizo referencia a una tal Carmosina, antiguo amor de Pelancchi, abandonada por él sin dolor ni piedad, pues el rey del juego no mantenía clavos. Madame Deborah tuvo dificultades para despachar a la fulana, pero por fin lo consiguió, ayudada por unos tragos de caña que tomó de un frasco de jarabe para la tos. Después quiso venderle a Pelancchi palpitos infalibles para la quiniela. Naturalmente, la mala suerte continuó.

El único que no cobró nada fue Teobaldo, Príncipe de Bagdad, un viejito esmirriado, todo de blanco, los ojos azules y finos, la faz bondadosa, la boca enigmática. No quiso dinero ni contribución de ninguna especie, ni tampoco reveló a un enemigo visible o invisible, macho o hembra. Con ojos lacrimosos, tocando el hombro de Pelancchi, dijo tan sólo:

—Únicamente el Maestro del Absurdo lo puede salvar. Sólo él, nadie más...

—¿Y dónde puedo encontrar a ese caballero?

Anciano con más de ochenta años, y desde los veinte anunciando el fin del mundo, resistiendo a la incredulidad y a la persecución, a la cárcel y al manicomio, jamás vencido, implacable profeta del Viejo Testamento, Teobaldo, Príncipe de Bagdad, informó:

—Donde menos se espera es donde se lo encuentra... — dicho lo cual cerró los ojos y se durmió.

En el apartamento de Zulmira, en la soledad propicia al pensador, Cardoso ponía en orden los últimos detalles de su plan de campaña: había logrado una cita con los marcianos, entre los cuales tenía amigos.

—¿Cómo le fue? — le preguntó a Pelancchi.

Cansado y pesimista, el rey del juego alzó los hombros:

—¿Usted sabe por casualidad dónde puedo encontrar a un tal Maestro del Absurdo? ¿Oyó hablar de él?

—¿El Maestro del Absurdo? ¿Quiere encontrarse con él? — y la carcajada del místico sacudió la sala.

—Con urgencia.

—Pues aquí lo tiene, frente a usted. Yo soy el Maestro del Absurdo.

En el bacará, en el lasquiné, en el grande o pequeño, en la ruleta, Arigof, Anacreón, Giovanni Guimaráes y una multitud que había seguido sus palpitos hacían estallar una banca tras otra y jamás perdían. Ni una vez sola.

—¿Usted? Pues apúrese. Si esto dura otra semana, quiebro.

—Aprisa, Cardosito — suplicó también Zulmira. El Maestro del Absurdo sonrió ante el tratamiento íntimo de la leal secretaria: — Váyanse tranquilos, que ya empiezo. «Mirada de águila, irresistible», pensó Zulmira.





24




Doña Flor y el doctor Teodoro, del brazo, llegaban de la farmacia a la hora de cenar. Él, tras un breve descanso, debía volver al trabajo, pues la guardia se prolongaba hasta las diez de la noche, un latazo.

—Pobre mi querido... — dijo doña Flor.

—Tú hoy vas a dormir temprano, querida, ayer estabas febril — le recomendó el marido.

Y doña Flor tan satisfecha: de repente se sentía entera, unida; no más contradicciones, no más estar partida por la mitad, su espíritu en lucha contra su materia. Sólo un temor: ¿Y si él no volviera, su primero? ¿Si ya no lo viese más?

Pero él vino en cuanto el doctor se fue a la farmacia (de capa y paraguas, ya que de nuevo arreciaba el aguacero). Y he aquí a doña Flor y a Vadinho yogando en la cama de hierro, en el colchón de espuma.

—Estás pálido y cansado, te veo flaco. Es que no duermes, llevas una vida de juego y de orgía. Necesitas descansar, mi amor.

Se lo dijo en un intervalo de lentas caricias, después del embate de fuego y tempestad. Vadinho, pálido, como si se le hubiera ido la sangre, pero sonriente:

—¿Cansado? Sólo un poco. Un poquito nada más. Pero tú no te imaginas cómo me reí a costa de Pelancchi. Dentro de un rato...

—¿Dentro de un rato? ¿Es que vas a jugar? ¿No vas a quedarte conmigo toda la noche?

—La noche nuestra es ahora. Después, mi bien, es el turno de mi colega, tu marido.

Doña Flor se llenó de bríos, volviendo a formular dramáticas decisiones:

—Con él, nunca más... ¿Cómo podría? Nunca más, Vadinho. Ahora somos sólo nosotros dos..., ¿no lo ves acaso?

Él sonrió plácidamente, estirado en la cama a sus anchas:

—Mi bien, no digas eso... Tú adoras ser fiel y seria, ya lo sé. Pero eso se acabó, ¿para qué engañarse? Ni sólo conmigo, ni sólo con él, con nosotros dos, mi Flor engañadora. Él también es tu marido y tiene tanto derecho como yo. Un buen tipo ese tu segundo, cada vez me gusta más... Por lo demás, cuando llegué, te avisé que nos íbamos a llevar bien los tres...

—¡Vadinho!

—¿Qué pasa, mi bien?

—¿A ti no te importa que yo te ponga los cuernos con Teodoro?

—¿Cuernos? — dijo pasándose la mano por la lívida frente—. No, no hay motivo para que aparezcan cuernos. Él y yo estamos a la par, mi bien, los dos tenemos derecho, ambos nos casamos por el juez y por la iglesia, ¿no es así? Sólo que él te gusta poco, es bobo. Si así lo prefieres, mi bien, el nuestro puede ser un amor perjuro, para que nos parezca más picante, pero es legal como el de él, con certificados y testigos, ¿no es cierto? Y si ambos somos maridos tuyos y con iguales derechos, ¿quién engaña a quién? Sólo tú, Flor, nos engañas a los dos, porque a ti misma ya no te engañas más.

—¿Que los engaño a los dos? ¿Y a mí no me engaño más?

—Te quiero tanto, ¡oh! — la voz de celestes acentos resonando dentro de ella—, con tal amor para verte y tomarte en mis brazos rompí lo que no es y otra vez soy yo. Pero no exijas que yo sea al mismo tiempo Vadinho y Teodoro, pues no puedo. Sólo puedo ser Vadinho y sólo te puedo dar amor, el resto de todo lo que necesitas es él quien te lo da: la casa propia, la fidelidad conyugal, el respeto, el orden, la consideración y la seguridad. Quien te da eso es él, pues su amor está hecho de cosas nobles (y aburridas), y todas te son necesarias para ser feliz. También de mi amor necesitas para ser feliz, este amor hecho de impurezas, equívoco y tortuoso, lascivo y ardiente, que te hace sufrir. Un amor tan grande que resiste a mi vida desastrosa, tan grande que después de no ser volví a ser y aquí estoy. Estoy aquí para darte alegría, sufrimiento y gozo. Pero no para estar siempre contigo, para ser tu compañero, tu atento esposo, para guardarte constancia, para llevarte de visita, para tener día fijo de cine y hora exacta para dormir..., para eso no, mi bien. Eso es cosa de mi noble colega de concha, y no podrás encontrar otro mejor. Yo soy el marido de la pobre doña Flor, el que va a despertar tus ansias y mover tu deseo, escondidos en el fondo de tu ser, de tu recato. Él es el marido de la señora doña Flor, cuida de tu virtud, de tu honra, de tu respeto humano. El es tu rostro matinal, yo soy tu noche, el amante frente al cual no tienes freno ni resistencia. Somos tus dos maridos, tus dos faces, tu sí y tu no. Para ser feliz nos necesitas a los dos. Cuando era yo solo, tenías mi amor y te faltaba todo, ¡cómo sufrías! Cuando era él solo, lo tenías todo, nada te faltaba, y todavía sufrías más. Ahora sí que estás entera, como debes ser.

Crecían las caricias, los cuerpos se quemaban en llamaradas:

—A prisa, mi bien, que nuestra noche es corta. Vamos a yogar rápido, que dentro de poco partiré para la perdición, que es mi destino, y habrá llegado la hora de mi colega en ti, mi socio, mi hermano. Para mí tu ansiedad, tu deseo secreto, tu base de impudor, tu grito enronquecido. Para él el resto, los gastos y la custodia, tu agradecido respeto, el lado noble. Y todo perfecto, mi bien, yo, tú y él, ¿qué más deseas? Lo demás es engaño e hipocresía, ¿a qué seguirte engañando?

—Crees que vine a deshonrarte y, sin embargo, vine a salvar tu honra. Si yo no hubiese venido, yo, tu marido, con derechos legales, dime, Flor mía, di la verdad, no te engañes: ¿qué iría a pasar si yo no viniera? Vine a impedir que tomases un amante y arrastrases tu nombre y tu honra por el barro.

»¿Ni siquiera pensaste alguna vez, jamás admitiste siquiera alguna vez la idea de un amante, mujer íntegra, viuda honesta, esposa honrada, fiel a sus maridos? ¿Y qué me dices del «Príncipe de las Viudas», «Eduardo de Tal», también conocido por el «Señor del Calvario»? ¿Ya no te acuerdas de él, parado junto a un poste? Te quedabas en el rincón de la ventana para verlo, y si yo no envío a Mirandáo rápidamente, le hubieras entregado la peladita sobre mi luto, poniendo un jardín de cuernos en mi tumba. Su voz celeste, su sabor, su gusto ardiente, de jengibre, de pimienta, de cebolla cruda, gusto a la sal de la vida (y a la verdad verdadera).

Ahora olvídate de todo, mi bien, es tiempo de yogar, y yogar es cosa santa, cosa de Dios, vamos, mi bien. Qué Vadinho más embrollador, más hereje, más tirano..., vamos. Vadinho, apúrate.





25




Con la cabeza reclinada en los senos de terciopelo y bronce de Zulmira Simóes Fagundes, el místico Cardoso y S.a... ¿Cardoso y S.a? Sí, no se trata de engaño o de un error, de un cambio de nombres, sino de una real (lamentablemente) y momentánea sustitución de personas físicas. No era Pelancchi Moulas, el rey del juego, el emperador de la quiniela, el patrón del Gobierno y de Zulmira el que se reclinaba, en uso de sus derechos exclusivos, sobre los senos de la mulata, gozando del calor y del consuelo de tales prendas. Quien lo hacía, y además con una sorprendente desenvoltura, era nuestro siempre insólito Maestro del Absurdo, el intrépido Capitán del Cosmos, ese casi puro espíritu inmaterial. ¿Cómo llegó Cardoso y S.a a esas alturas y grandezas? Pues rogando. Mientras se empeñaba en solucionar los problemas de Pelancchi, frecuentando sus salones de juego en conferencias sucesivas con los jefes marcianos (entrevistó incluso al Guía Genial, el tenebroso y benemérito dictador de Marte, hasta entonces inaccesible a cualquier ser humano), le rogaba a Zulmira, le pedía con insistencia y la adulaba, y la antigua fórmula demostró una vez más su eficacia.

Al principio solicitó — sólo por mera curiosidad científica— ver las marcas dejadas por los invisibles en «sus magnas caderas de amazona». Las marcas ya se borraron, respondió ella, sólo quedaba el recuerdo. Aun así quiso Cardoso y S.a ver el lugar (estudiar el fenómeno in loco), sin lo cual era imposible hacer un diagnóstico perfecto. La ciencia es exacta.

Le fue mostrado entonces el ampuloso lugar y él se demoró (la prisa es enemiga de la ciencia), estudiándolo: el color, la solidez, la arquitectura: todo era, en verdad, de primera. Zulmira lo dejaba, entre risueña y avergonzada, pues ¿no era Cardosito casi un puro espíritu, liberado de la vileza de la materia? Casi.

—Es igual a las montañas de Marte, en la conformación y en los abismos — reveló el Geógrado de los Planetas.

Habiendo saciado (en parte) su curiosidad por dicho territorio y recordando los detalles de lo sucedido con los senos, le rogó que le mostrase tales maravillas, sus vertientes y cumbres, invocando para tan importante pedido razones estéticas, además de las científicas. Habiéndola habituado Pelancchi al culto de lo bello y de la poesía, ¿cómo negarse a una súplica tan insistente como cortés, desprovista de cualquier brizna de lascivia y que provenía de persona tan correcta? — se preguntaba Zulmira... y consintió.

El Maestro Cardoso y S.a, artista respetuoso, pidió contemplar nada más que por un instante aquellas «obras maestras del Supremo Artífice del Universo», pero, al verlas sueltas, fue tan grande el deleite estético que perdió por completo la cabeza. Si él, que era casi un puro espíritu inmaterial, se entregó a las intemperancias de la materia, ¿cómo exigir de Zulmira, frágil mortal, más rígida conducta?, y así fue como sucedió, entre pedir y dar.

Por lo demás, si Pelancchi Moulas fuese realmente generoso y quisiera premiar como es debido el esfuerzo descomunal del astrólogo y alquimista en favor suyo, tendría que darle Zulmira de regalo a Cardoso y S.a, liberándola de cualquier obligación o compromiso con relación al juego y su señor, tanto en la mecanografía como en la recreación, reservando para sí tan sólo los gastos (elevados) de la opulenta. Porque el Gran Capitán, cumpliendo su palabra, había salvado la fortuna del calabrés, librándolo de la mala suerte y de la confusión de los marcianos. Algo, al menos, es cierto e indiscutible: por aquellos días ocurrió la deserción de Giovanni Guimaráes, el último en retirarse. El primero fue Anacreón. El viejo patriarca, educador de generaciones, hombre respetable y de canas, dirigió cierta noche sus pasos hacia el cubil de Paranaguá Ventura y en aquel centro de fullería, en el que todas las cartas estaban marcadas, se sintió de nuevo jugador. Porque ganar permanentemente no era jugar, no era una disputa entre él y la suerte, una batalla contra el banquero y la bola de la ruleta, contra la carta y el dado. Y no así, tomar una ficha, ponerla en la carta o en el número y recoger las ganancias. ¿Qué gusto podía tener eso? Sin duda era cosa de magia, pero no tenía gracia. ¿Qué había hecho él, Anacreón, el perfecto jugador, el pedagogo de la ruleta, para merecer el castigo de esta suerte infalible? Eso era ganar, no era jugar. La emoción del juego consiste en no saber, en el riesgo, en la rabia de perder, en la alegría de acertar, en la ganancia y en la pérdida. Es seguir la bola en la fuente de la ruleta, en su girar loco y en el imprevisible número en que caerá, distinto cada vez. Cuando por casualidad se repetía, ¡qué emoción! Ahora Anacreón ya ni miraba la bola que, obediente, iba a caer en el número sobre el que él había puesto las fichas. Y lo mismo en las cartas y en los dados. ¿Qué crimen cometiera él para merecer ese castigo? El viejo Anacreón era hombre de una sola pieza, honesto, decente, jugador por el placer del juego, el placer del no saber, de arriesgarse. Y ahora no corría riesgo, sabiendo el resultado antes incluso de comenzar. Una vergüenza.

Juntó las fáciles ganancias y allá se fue al encuentro de Paranaguá Ventura:

—Esto no es el casino de Pelancchi — le dijo el negro—, no me venga con martingalas.

Ambos se echaron a reír; allí se necesitaba más que suerte, había que tener coraje y una mirada alerta para no ser robado. Pero a Anacreón esa noche no le importaba perder, fuese contra el azar o contra los fulleros. Lo único que no quería era tener aquella suerte milagrosa, obtener lucro sin gracia, sin lucha, sin placer. La naturaleza humana es así.

Arigof, que había comenzado antes que los otros, todavía tardó unos días en ir al antro de Tres Duques, al garito de Zezé da Meningite, lugares en donde el juego era juego de verdad. ¿Por qué esa tardanza? No lo ocultemos: las ganancias fáciles estuvieron a punto de corromper el íntegro carácter de Arigof. Le dio la manía de mantener mujer, de gastar con la amante, cosa que era una inversión total de las buenas costumbres. Llenaba a Teresa de regalos, habiéndole comprado un globo terráqueo en relieve y un pájaro cantor para que se durmiera al son de su tonada. Quiso a todo trance hacerse cargo de los gastos del alquiler, del almacén, y de todos los otros.

La geógrafa, frustrada y ofendida, le hizo ver lo absurdo y lo ridículo de la situación: era a ella, Teresa Negritud, a quien correspondía mantener la casa y al negro macho, pues ella tenía que defender su orgullo y su honra. Uno que otro regalo, pase. El pájaro la conmovió, pero de ahí a querer pagar el alquiler, ¡ah!, era un desatino.

Arigof, gracias a Teresa, vio a tiempo el abismo que se abría ante sus pies: ya no iba al casino por el juego, sino por el dinero. ¿Dónde estaba su entereza de hombre y su placer de jugador? Finalmente volvió a encontrarlas en el tugurio de Tres Duques y en el antro de Zezé de Meningite. Y Teresa le abrió de nuevo su mar de espumas, su blanca extensión.

En cuanto a Mirandáo, ya se sabe lo que le pasó, ya se conoce la promesa que hizo en un instante de pánico. Siguió siendo bohemio, poblando la noche con sus historias, su risa y sus largas horas de cachaca, pero nunca más jugó. No quiso sentir de nuevo, tan próxima, la presencia de lo sobrenatural. Cuando Giovanni Guimaráes volvió a los salones del Pálace, ya no era más el antiguo jugador: estaba convertido en alto funcionario y en hacendado. Por lo tanto, si fuese por su gusto, se pasaría el resto de su vida ganando al 17 e invirtiendo en tierras y bueyes el dinero de Pelancchi. Pero su esposa y la sociedad censuraron su vuelta al juego, y el simpático periodista, miembro reciente de las clases conservadoras, se inclinó ante el lar y el crédito bancario, volviendo a acostarse temprano. No salió del Pálace para ir al antro de Tres Duques o de Zezé, o al cubil de Paranaguá Ventura. Se fue a su lecho de casado, a su respetabilidad. Lo movieron a ello, sin duda, razones excelentes, pero no del mismo tenor moral que las de Anacreón y Arigof.

Así pues, las tres acciones corrieron paralelas y llegaron juntas a su destino: el acuerdo interplanetario del Capitán del Cosmos con los marcianos, el juego de pedir y dar, inocente entretenimiento con el que se divertían el místico y la amazona para pasar el tiempo, y el hastío de los amigos de Vadinho.

La victoria de Cardoso y S.a no melló las convicciones materialistas del profesor Máximo Sales, renuente y cabeza dura. Todo estaba claro para él: ese Cardoso, con su aparente extravagancia y sus palabras en las nubes, tenía que ser el jefe de la banda, y Zulmira su cómplice. Sin duda, los dos se conocían hacía mucho y eran amantes, sólo Pelancchi, viejo cornamenta, podía no darse cuenta. De no ser así, ¿cómo explicar entonces lo sucedido? ¡El sorprendente, el insólito Cardoso y S.a, Cardo— sito para los íntimos como Zulmira! ¿Quién lo diría tan familiarizado con las cosas del amor? No sólo del amor en nuestro mísero y minúsculo astro, sino también en los planetas más progresistas, en las galaxias más nutridas. Era todo un catedrático en la dulce disciplina que enseñaba a la atenta alumna. Atenta y preguntona:

—¿Y cómo es en Saturno, dime, Cardosito? ¿Cómo besan si no tienen boca, como tocan si no tienen manos?...

Antes de oírse la respuesta, resonaba la carcajada del Maestro del Absurdo:

—Ahora mismo te voy a mostrar cómo...

Zulmira tenía miedo que Pelancchi descubriera ese afecto espiritual, esa mística ligazón de almas hermanas, viendo maldad y vicio donde sólo había curiosidad científica y deleite estético.

—¿Y si Pequito entrase ahora y nos viera así? Es capaz de matarnos. Una vez juró...

El Gran Iluminado la tranquilizó:

—Hago así con las manos y nos volvemos invisibles. Hizo así con la mano y le enseñó ciertas costumbres de los habitantes de Neptuno..., ¡cada cosa!





26




Cada día estaba más pálido, más abatido con doña Flor, inclinada sobre su rostro, y preguntándole:

—¿Qué te pasa, Vadinho?

—Siento un cansancio...

La voz ronca, los ojos desencajados, las manos descarnadas... Para doña Flor era consecuencia de aquella vida sin orden, sin horario. No hay organismo que pueda soportar un desgaste tan grande y tan constante.

La vez anterior sucedió de repente: cuando todos lo creían fuerte y sano, lleno de bríos, de vigor y de energía, Vadinho se desplomó entre las máscaras, en medio del carnaval, con su disfraz de bahiana y en plena animación. Tan joven todavía, joven y hermoso, jactancioso y fanfarrón, y sin embargo tenía el corazón hecho pedazos, estaba totalmente gastado por dentro. Doña Flor había ido hasta allí haciéndose camino entre las máscaras y los conjuntos, apoyándose en doña Norma y doña Gisa. Cuando llegó, lo vio muerto, sonriéndole a la muerte. Junto a él estaba Carlitos Mascarenhas, vestido de gitano, callado el sublime guitarrillo. El luto de la plaza era de cascabeles, lentejuelas y colores vivos.

Pero esta vez la muerte llegaba paso a paso; la muerte o lo que sea. Primero, pálido y descarnado; luego, lívido y fluido. Si fluido y casi transparente. No era la flacura de los enfermos, tampoco tenía dolores ni fiebre. Iba perdiendo densidad, se volvía incorpóreo, iba desvaneciéndose.

Al principio, doña Flor no le dio importancia a la cosa. Como Vadinho era tan chacotero y dado a las bromas, todo un comediante, creyó que era una farsa tramada por él para reírse de su preocupación y burlarse de sus temores. Desde luego que Vadinho no perdió los viejos hábitos, volvió hecho el mismo tramoyista de antes, riéndose de todo y divirtiéndose a costa de los demás. Y si no que lo dijera doña Rozilda, empavorecida: era un chacotero.

La vieja se presentó de improviso con sus grandes maletas, que anunciaban una estancia prolongada. El doctor Teodoro se tragó la sorpresa, y, de acuerdo con sus buenas maneras, acogió con hidalguía a la suegra, «siempre bienvenida a esta casa». Con el correr de los años la maldad de doña Rozilda se había agudizado y era un pozo de veneno. Apenas llegó y ya la ponzoña coma por la casa y por la calle:

—Tu hermano es un calzonazos, un pocacosa, tiene sangre de cucaracha. La mujer lo domina a ese legañoso. Vine para quedarme.

«Dios mío, dame paciencia», rogó doña Flor, y el doctor Teodoro perdió todas las esperanzas. Ante aquella monstruosa amenaza sólo veía dos soluciones: o envenenar a la apestosa, y no tenía coraje para tanto, o que ocurriera un milagro, y ya no estamos en tiempos milagrosos. Se equivocaba el doctor, como bien sabemos nosotros y pronto lo comprobó.

Menos de veinticuatro horas después de su desembarco, doña Rozilda regresaba a Nazareth, corriendo hacia el vapor, como si el infierno entero le estuviera mordiendo los talones. No sería todo el infierno, pero sí Satanás, o Lucifer, o Belcebú, el Can, el Repugnante, no importa el nombre o el título: el demonio, el peor de ellos, aquel que en otro tiempo fuera su yerno para desgracia suya y de su hija. Le tiraba de los pelos y una vez incluso la derribó. Se pasaba el día diciéndole cosas horribles, lanzándole obscenos insultos, amenazándola con darle bofetadas o puntapiés en el culo y proponiéndole porquerías.

—Esta casa está maldecida, ¡válgame Dios! No vuelvo a poner los pies aquí... — exclamó finalmente, juntando las maletas.

Pues sucedió un milagro — aunque no es tiempo de ellos—, pensó el doctor con humildad, no creyéndose merecedor de tanta gracia, de semejante merced.

—El maldito anda suelto, quiso matarme... — y dichas estas palabras doña Rozilda se fue a toda prisa, calle adelante.

—Está caduca... — diagnosticó el doctor Teodoro, con tanto alivio como competencia.

Doña Flor se sonrió, en señal de acuerdo con la opinión del doctor, solidaria con su desahogo, y al mismo tiempo en respuesta a la guiñada de ojo de Vadinho. En la puerta, el tinoso se reía a carcajadas, aunque ya un tanto inmaterial y fluido.

Siguió acentuándosele aquella palidez suya, y cada vez era menos material, volviéndose casi gaseoso y transparente, y en cierto momento doña Flor llegó a ver a través de su cuerpo.

—¡Ay, amor! Te estás desvaneciendo en la nada...

Era la primera vez que doña Flor veía a Vadinho sin fuerzas para reaccionar, desorientado, perdido. ¿Qué se había hecho de su ardor, de su arrogancia, de su picardía?

—No sé, mi bien... Siento que me están llevando... a pesar mío. ¿Será que tú ya no me deseas? Porque sólo tú puedes echarme. Mientras me quieras y me desees, mientras pienses en mí, seguiré vivo y aquí. ¿Qué hiciste, Flor?

Ella se acordó entonces del ebó. Ya se lo advirtiera su comadre Dionisia. Ella, doña Flor, tenía toda la culpa por haber recurrido a los orixás y suplicado que se llevasen a Vadinho de vuelta a la muerte.

—Es el hechizo...

—¿Hechizo? Su voz era como de agua, se deshacía en un susurro.

Le contó lo ocurrido cuando el sábado por la tarde, estando ya en los brazos de Vadinho, su honra se salvó gracias a Dionisia de Oxóssi; desesperada, le encargó el despacho. Se hizo cargo del trabajo el Babalaó Didí, él, que era pai— pequeno de Vadinho, cuya mano defendía su destino. ¿Qué hiciste, Flor, mi Flor perdida, y para qué?

—Para salvar mi honra...

De nada le había servido, igual sucedió lo que tenía que suceder. Más veloz que el despacho había sido la fuerza del deseo que las palabras de Vadinho desataran. Después de lo ocurrido, ella intentó suspender el encargo, pero era tarde, ya se había derramado la sangre de los sacrificios.

—¡Ah! Tú me echaste, me mandaste de vuelta, no tengo más remedio que partir. Porque mi fuerza es tu deseo, mi vida es tu querer y si no me quieres no existo. Adiós, Flor, ya me voy, me están amarrando con un mokan, todo se acabó.

Y fue desapareciendo ante su vista hasta disolverse en la nada.





27




Y allá se fue Vadinho, convertido en campo de batalla en la guerra de los santos, presa de los orixás, egun sin cementerio.

¿Por qué no aprovechas, doña Flor? Es tu última ocasión, tu oportunidad final para salvar la honra, la decencia, el recato, la virtud, las leyes morales de tu calle, de tu gente, de tu clase. Todavía te queda esa salida: el ebó encargado por Dionisia y realizado por Didí, el asobá. Por mucho que nos cueste confiar en hechizos y orixás engatusadores del pueblo, ¿qué otro modo hay para salvar la moral en peligro, la virtud y los preceptos de la sociedad, de la civilización, en fin? Lo importante, doña Flor, es rescatarte ante Dios y tu conciencia, oveja de regreso al redil, purificada. Ante los hombres no es necesario, pues ellos (felizmente) ignoran tu mal paso.

Si ahora dejas partir a Vadinho, será fácil olvidar esas pocas noches de desvergüenza, la loca cabalgata, los ayes de amor. Todo eso puede haber sido únicamente un sueño, un delirio

febril, una alucinación o tan sólo unos simples y locos pensamientos surgidos en momentos insustanciales de una vida decente y feliz en su totalidad. Nada tendrás que pagar, no tendrás remordimientos, vivirás en paz con tu esposo y con tu conciencia. Doña Flor, ésta es tu última oportunidad de ser virtuosa, de volver a ser un pilar de la moral, de las buenas costumbres. Deja que Vadinho regrese a la paz de su muerte, ¿eres o no una mujer honesta?

¿Dónde vas, doña Flor, y con qué fuerzas? ¿Para qué libertarlo del no ser?

No podía vivir sin amor, sin su amor. Mejor es morir con él. Si no lo tuviera a mi lado tendría que salir desesperada a buscarlo en cuanto hombre pasara frente a mí; a buscar su gusto en cada boca, echándome a correr por las calles ululando como una loba hambrienta. Él es mi virtud.





28




En la guerra de los santos la ciudad se elevó por los aires, y los relojes señalaron a la vez el mediodía y la medianoche: todos los orixás se habían unido para enterrar a Vadinho, egun rebelde, y su vínculo de amor. Sólo Exu estaba a su lado. El rayo, el trueno, la tempestad, acero contra acero y una cantidad de sangre de todos los diablos. El encuentro sucedió en la encrucijada del último camino, en los límites de la nada.

En la cresta del océano, Yemanjá, toda vestida de azul, larga cabellera de espuma y cangrejos. En la cola de plata tenía tres sexos, uno blanco de algas, otro verde de limo, el tercero de polvos negros. Con su abanico de metal, el abebé esparcía vientos de muerte. Comandaba una flota de cascos de navío y un ejército de peces la saludaba en su mudo idioma, iodóia!

Las selvas se inclinaron ante Oxóssi, el cazador, el rey de Ketu. En esa guerra él montó tres cabalgaduras. En la arremetida de la mañana, un jabalí; el caballo blanco en el arco del menguante, y por la madrugada su caballo fue Dionisia, la más bella de sus hijas, la predilecta. Por donde él pasaba con el ofá y el erukeré, en guerra sin cuartel, morían los animales y todo cuanto existía. Oxumaré, cobra inmensa, venía en los colores del arco iris, a un tiempo macho y hembra. Cubierto de serpientes — la cascabel y la yarará, la coral y la víbora—, y seguido por cinco batallones de hermafroditas. Empujaron a Vadinho por una punta del arco iris; cuando entró era un macho desafiante, cuando salió era una mañosa adolescente, una doncella derretida. Exu, con su tridente, deshizo el arco iris. Oxumaré metió el rabo por la boca, anillo y enigma. Ogun batió el hierro y templó el acero de las espadas. Euá con sus fuentes, Naná con su vejez. Rey de la guerra, Xangó, rodeado de obás y de ogans, del esplendor de su corte, arrojaba rayos y centellas. A su lado, Oxun, muy zalamera, deshaciéndose en arrumacos. Omolu, con su terrible ejército, comandaba la viruela negra y la lepra milenaria, el esputo putrefacto y el pus, las enfermedades todas. Vadinho, tísico y pestilente, ciego y sordo. Exu, curandero de tribus africanas, masticó las enfermedades, una a una.

Empuñando el paxoró de plata, lanza invencible, Oxalá era dos a la vez: el joven Oxoguiá y el viejo Oxolufá. Ante su paso de danza todos se inclinaban. Lo precedía Yansá, la que gobierna a los muertos, madre de la guerra. Su grito enmudeció a la gente, y se hundió como un puñal en el corazón visible de Vadinho.

Venían juntos en formación cerrada, con sus armas, sus herramientas, su ley antigua. Viendo que aun siendo tantos eran pocos, llamaron a los orixás de la nación gruña y a los de Angola, a los inkices congoleses y a los caboclos. Todas las naciones, de norte a sur, contra Exu y su egun. Y se aprestaron a la batalla final. Entonces, las doncellas de la ciudad se desnudaron y salieron a ofrecerse por las calles y plazas. Y de inmediato nacían los hijos, a millares. Todos iguales, pues eran todos hijos de Vadinho, todos ellos zurdos y de pelo ensortijado. Por el mar navegaban casas y caseríos, el farol de la Barra y el solar del Unháo; el Fuerte del Mar se trasladó al Terreiro de Jesús, y brotaban peces en los jardines, y maduraban estrellas en los árboles. El reloj del Palacio marcó la hora del espanto, en un cielo carmesí con manchas amarillas. Vióse entonces nacer una aurora de cometas sobre los prostíbulos y cada mujer de la vida tuvo marido e hijos. La luna cayó en Itaparica, sobre los mangos; los enamorados la recogieron y en su espejo se reflejaban el beso y el desmayo. De un lado la ley, los ejércitos del prejuicio y del atraso, bajo el comando de doña Dinorá y de Pelancchi Moulas. De otro lado, el amor y la poesía, la osadía de Cardoso y S.a, teniente coronel del ensueño, riéndose entre los senos de Zulmira. Venía la gente corriendo por las laderas, con hachas encendidas y una agenda de huelgas y revueltas. Al llegar a la plaza quemó a la dictadura como un papel sucio y encendió la libertad en cada esquina.

Fue jefe de la rebelión el Can, y a las veintidós horas y treinta y seis minutos derribaron el orden y la tradición feudal. De la moral vigente quedaron sólo los restos, que fueron de inmediato guardados en el museo.

Pero el grito de Yansá mantuvo a los hombres en el temor de la muerte. De Vadinho, sin manos, sin pies, sin estructura, quedaba muy poco: una humareda sucia, cenizas esparcidas, el corazón roto en la batalla. Era el fin de Vadinho y de su vínculo de deseo. ¿En dónde se vio que un finado exista de nuevo, yogando en cama de hierro? ¿En dónde?

Pero la suerte de la batalla se dio vuelta cuando a Exu no le quedaban ya fuerzas y estaba cercado por los siete costados, sin salida, cuando el egun ya estaba, en su cajón barato, en su sepultura arrasada, y ya podía decírsele: adiós, Vadinho, adiós, hasta nunca.

Fue entonces cuando atravesó los aires una figura que penetró en los más cerrados caminos y venció a la distancia y a la hipocresía, con su pensamiento libre de cualquier traba: era doña Flor, desnuda, en pelo. Su gemido de amor cubrió el grito de muerte de Yansá. A última hora, cuando Exu ya rodaba por el monte y un poeta comenzaba a escribir el epitafio de Vadinho.

Fue entonces cuando una hoguera se encendió en la tierra y la gente quemó el tiempo de la mentira.





29




En la mañana clara y leve de un domingo los habitúes del bar de Méndez, en Cabeca, vieron pasar a doña Flor, muy elegante, del brazo de su marido, el doctor Teodoro. La pareja iba a Río Vermelho, en donde la tía Lita y el tío Porto los esperaban a almorzar. Animada la cara, pero baja la mirada, discreta y seria como corresponde a una mujer casada y decente, doña Flor respondía a los buenos días respetuosos.

—Nunca creí que ese doctor Jarabe fuera capaz de tanto. No lo parece y sin embargo vea...

—¿No parece qué? Es farmacéutico, pero es mejor que muchos médicos... — le interrumpió el santero Alfredo.

—Fíjense en ella... ¡Qué hermosura, qué belleza de mujer! Una pera de agua..., y se ve que está satisfecha, que no le falta nada en la mesa ni en la cama. Hasta parece una mujer que tuviese un nuevo amante, poniéndole los cuernos al marido...

—¡No diga eso! — protestó Moysés Alves, el perdulario del cacao—. Si hay una mujer decente en Bahía, es doña Flor.

—Estoy de acuerdo, ¿quién no sabe que es honesta? Lo que quiero decir es que ese doctor con cara de bobo es un tipo que se las trae. Me quito el sombrero ante él, nunca pensé que fuera capaz de dar cuenta del recado. Para un pedazo de mujer como ésa, tan cachonda, se necesita ser muy competente.

Y con los ojos encendidos concluyó:

—Miren cómo se menea. La cara seria, pero las caderas — ¡miren ahora!— de lo más sueltas, hasta parece que alguien se las está palpando... Un felizote, ese doctor...

Del brazo del marido, sonreía mansamente doña Flor: ¡ah!, esa manía de Vadinho, de ir por la calle tocándole los pechos y los cuadriles, revoloteando en torno a ella como si fuese la brisa de la mañana. De esta limpia mañana de domingo, en la que doña Flor va de paseo, feliz de la vida, satisfecha con sus dos amores.

Y aquí se da por terminada la historia de doña Flor y sus dos maridos, narrada en todos sus pormenores y con todos sus misterios, clara y oscura como la vida. Todo esto sucedió realmente, créalo quien quisiere. Pasó en Bahía, donde estas y otras cosas mágicas suceden sin que nadie se asombre. Si lo dudan, pregúntenle a Cardoso y S.a y él les dirá si es o no verdad. Pueden encontrarlo en el planeta Marte o en cualquier esquina pobre de la ciudad.



Salvador, abril de 1966.

No hay comentarios: