Frankenstein, el sabor de los climas helados, María Negroni

Ya lo dije: la estética gótica es, ante todo, una emo­ción del espacio. En ella, lo que organiza la trama, la enmarca y la percude, es siempre un locus. Una ar­quitectura vertical que atrae hacia abajo, donde algo viscoso y fascinante tiene lugar. Este espacio ence­rrado y aislado (como una celda) fue, con el tiem­po, tomando varias figuras. Así, del castillo de Otranto o el castillo de Udolpho pudo pasarse al laboratorio de Jekyll o Frankenstein y, luego, de esos laboratorios al viejo caserón de Otra vuelta de tuerca y más tarde aún, a los submundos del hampa y los detritus contaminados de la gran ciu­dad gótica de Blade Runner, pero el sustento de su estructura imaginaria no varió. Cierta filosofía del mobiliario atraviesa las variaciones, acaso para probar que el horror es más dúctil que las formas con que lo pensamos. Esta arquitectura es también una ruina del afecto; por eso, dura. Dura como podría durar un monu­mento a lo perdido o, mejor dicho, un monumento a lo que se reputa perdido (y acaso nunca se tuvo). El hecho de que ese monumento acabe muchas veces derrumbándose, como el castillo de Drácula, o bien incendiándose, como la mansión de Jane Eyre o de Rebecca inundándose como el boudoir subterráneo del Fantasma de la Opera, o clausurándose con una condesa húngara amurada adentro, no modifica las cosas. Como el Ave Fénix, esa ruina -se presiente- volverá a erguirse para que la gran escena arcaica tenga lugar de nuevo, permitiendo al sujeto que la habita una fugaz revelación: la de entender que el viaje a la noche más honda (que es también, claro, la noche del acto creador) termina indefectiblemente en un fracaso: el vértigo se repetirá, se repetirán ad infinitum las fantasías prohibidas pero no habrá consumación. La amenaza se agotará en melancolía, y el deseo en una reminiscencia imposible.
Tal vez por eso, el agua rodea o acompaña a la casa solitaria con frecuencia. El agua, metonimia de la madre, el agua amniótica, está allí para ocultar, reflejar, deformar, transportar o escapar del vértigo creador, pero también, para impulsar silenciosa, obsesivamente, a él. El lago adyacente a la casa Usher, el pantano de Psicosisy el mar que se llevó el cuerpo de Rebecca o que conduce los ataúdes de Drácula a Londres, son modos de esta presencia: a la vez pruebas del delito, castigo e infierno paradisíaco.
Otras veces, el agua se transforma en hielo, se va­poriza en frío. Entonces, una daga gélida penetra en el castillo (en el interior de los seres), lo sacude en un éxtasis que corta las sensaciones del cuerpo para que cierto teatro de la crueldad tenga lugar: algo de eso ocurre en los lavaderos siniestros de La condesa san­grienta cuando Erzébet Bathory tortura a las mu­chachas que secuestra. Algo de eso ocurre cuando asesina por hipodermia y deja a su víctima estacada en la nieve, a la vista de todos.
Ese frío es transparente, hace de los cuerpos es­tatuas, musicaliza la pena y compone partituras de color. No otra cosa ocurre en el acto de escribir. Hablo de la escritura como vocación de la ausencia. Hablo de ese tapiz del miedo y el desamparo don­de alguien traza unos círculos, despliega su pequeño canto interior, como trazos que dibujarían, acaso, un talismán. Rosebud en El ciudadano3 de Orson Welles. El espejo infinito y esquirlado de La Reina de las Nieves de Andersen, cuyos fragmentos, uni­dos en un cierto orden, darían la palabra “eternidad”. Un poema no es otra cosa. La deriva, en él, se vuel­ve casa y el hambre, alimento. Podría decirse: en su ingeniosa saga acuática, afín a la del capitán Nemo ensu Nautilus, la imposibilidad del duelo construye un encierro luminoso para buscar las miniaturas del afecto, dar con los significantes de una utopía que no es más que otro nombre del recuerdo.
Si el agua y el frío son marcas constantes en las novelas góticas, es en Frankenstein de Mary Shelley donde aparecen como tópico central. Están allí desde un comienzo, exacerbados, inextricablemente unidos a la orfandad y al impulso creativo y sus fracasos, sin abandonar jamás la narración (aunque cambien los narradores), como si se tratara de modular los ina­gotables registros posibles de la desposesión.
Es cierto, la mayoría de los héroes y heroínas góti­cos (Manfred, Carmilla, Emily St-Aubert, Mr. Bates, Jane Eyre o Erik) son huérfanos empedernidos y, a veces, también, explícitamente, niños-artistas. Pero ninguna fantasmagoría sutura la ecuación entre arte, orfandad y crimen, en un clima de frío, como Fran­kenstein. Allí, la trama alcanza un grado cero. Está hecha de témpanos, de noche polar, de glaciares. Vista desde la escritura, esta metereología alude, hacia atrás, a la carencia; hacia adelante, al suicidio.
En su base, hay un escenario desolado, como el que amaban los poetas románticos, que Mary Shelley había escuchado de niña en su casa familiar. Un paisa­je de lagos silenciosos y aguas negras y mares conge­lados, donde las naves temerarias suelen encontrar su sepultura o bien, donde un creador-perseguido persigue a quien huye de sí mismo en él. El riesgo és parte inalienable de este pathos. Habrá que avanzar, entregarse, dejarse arrastrar por la incordura o la de­sesperación hacia los picos resplandecientes, a fin de matar al monstruo (la obra), ese ser que se ha arro­jado entre los hombres, dotado de voluntad y poder para cometer espantosos designios y así, terminar de cumplir con toda la serie de pérdidas, crímenes y muertes que exige el acto creador.
Sería erróneo, sin embargo, interpretar el frío ex­clusivamente como secuela o castigo del arte. El frío es también, mucho me temo, condición misma de su posibilidad. No por casualidad, el narrador inicial de la novela, el capitán Robert Walton, se presenta a sí mismo, en una de las cartas que escribe a su her­mana Margaret, como un poeta fracasado y describe su gesta exploratoria como una vocación sustitutiva. Los negocios entre poesía y frío son tenaces, las fron­teras entre ambos, lábiles, como ocurre con otros bi­nomios, como el odio y el amor, la belleza y la muerte. Robert Walton y Frankenstein encarnan así rasgos paralelos de una misma génesis y un mismo desengaño: ambos van a buscar su apoteosis en el paisaje del hielo, la catástrofe nórdica.
Allí, en esa intemperie final, una simbiosis ho­rrible se deja intuir, revelando retrospectivamente algunas cosas. Entre la cripta destemplada y el útero glacial, hay un imán. Por eso Frankenstein, el creador por antonomasia, debe buscar sus piezas en la hu­medad impía de los cementerios o esconderse en las ruinas lúgubres de Escocia, donde la Escuela de la Noche, se recordará, impartía sus lecciones. Después, Ja obra será un "monstruo”. No importa. La atracción que ejerce ese opus nigrum supera a la repulsión que causa. Toda canción fría es fascinante, peligrosa. Entre la crueldad de la materia y la elegancia del hastío, la pena puede llorar.
“Parecía -dice Frankenstein, al describir lo que ve- un inmenso y sombrío escenario de maldad. A menudo, me sentía tentado a arrojarme para que las aguas se cerrasen sobre mí y terminasen mis desdichas para siempre”. Bachelard hubiera afiliado estas aguas a las de la Balada del viejo marinero de Samuel Taylor Coleridge. En realidad, son aguas sublimes. También el “monstruo” las venera, busca en ellas reparación. De hecho, en esa continua emigración que es su vi­da, esas aguas cortantes, calcificadas, hirientes, son su única posesión: “Las cavernas de hielo son mi mora- da”, dice mientras trama su “visita a los fríos eternos del norte”.
La orfandad planea sobre esta novela como un cuervo. Tanto Elizabeth -la prima y prometida de Víc­tor- como Víctor han perdido a su madre. La dulce
Justine perdió a la suya. Los jóvenes de la cabaña son huérfanos. La hermosa joven turca, Safie, tam­bién lo es. Pero, sobre todo, el monstruo. ¿No es acaso el sin-madre por excelencia? ¿No mata a un niño para robarle una miniatura de su madre, arro­bado por un calor que no posee, repitiendo el gesto de Drácula frente al relicario de Harker?
Sería superfluo recordar que la autora misma del texto fue una huérfana precoz. No lo es pensar que Frankenstein puede ser leída, también, como un bildungsroman de la artista concebida como una criatura monstruosa, es decir como una abandonada o una infructuosa enamorada del frío. En la parábola de esta novela, en efecto, tanto el creador como su criatura hacen su propia travesía por el arte.. Uno anhela nada menos que infundir vida a lo inanimado (dar calor al frío); el otro, aprende a reemplazar las cosas con el lenguaje. No creo equivocarme si digo que ambas tentativas son instancias de un mismo impulso y que ambas desembocan en la puntual (y penosa) constatación de que el conocimiento au­menta el dolor. En un sentido, incluso, es posible que el monstruo sea un artista más logrado que su creador. En efecto, este último aparece, ante nuestros ojos y ante los de su criatura, como un pequeño dios inconstante, esclavo de los excesos de su imagina­ción y agotado por una persecución que no lo deja, sin embargo, alcanzar el premio de la realidad. La elocuencia final y desahuciada del monstruo prueba, en cambio, que su educación sentimental e intelectual no han sido del todo en vano. Sabe, ahora, que ganó una pérdida.
La novela sugiere, por fin, que el único consuelo de una obra de arte es otra obra de arte, así como una palabra cicatriza otra palabra y un frío otro frío, en el eterno diferir de lo inasible. Su estructura de relatos en caja china -que incluye el relato de Fran­kenstein adentro del relato de Walton, así como el relato del monstruo adentro del relato de Frankens­tein- parecería proponer al arte como una cadena infinita de bastiones inexpugnables, donde no hay más que reemplazos, pasajes de una insuficiencia a otra. Acaso la belleza, en esta emoción del frío, sea el resplandor que queda de tanta insistencia inútil.



ACTIVIDADES


1) Realice una lectura del texto de Maria Negroni y elabore un cuadro donde se contemplen las obras literarias mencionadas, sus autores y las fechas de publicación.
2) ¿Qué elementos tópicos son resaltados por la autora para abordar su lectura de Frankenstein? ¿En qué consiste esta lectura?
3) ¿Quiénes son los héroes y heroínas de las novelas góticas? ¿Cómo se los representa?
4) ¿Quién es Robert Walton? Resuma sus cartas.
5) ¿Cuál es el tema subyacente al final del texto? Explique a qué se refiere la autora con «cajas chinas».



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