Frankenstein, Vol 1

CAPÍTULO 1





Soy ginebrino [L19] de nacimiento, y mi familia es una de las más distinguidas de esa república [L20] . Durante muchos años mis antepasados habían sido consejeros y jueces, y mi padre había ocupado con gran honor y buena reputación diversos cargos públicos. Todos los que lo conocían lo respetaban por su integridad e infatigable dedicación. Pasó su juventud dedicado por completo a los asuntos de su país, y sólo al final de su vida pensó en el matrimonio y así dar al Estado unos hijos que pudieran perpetuar su nombre y sus virtudes.

Puesto que las circunstancias de su matrimonio reflejan su personalidad, no puedo dejar de referirme a ellas. Uno de sus más íntimos amigos era un comerciante, que, debido a numerosos contratiempos, cayó en la miseria tras gozar de una muy desahogada situación. Este hombre, de nombre Beaufort, era de carácter orgulloso y altivo y se resistía a vivir en la pobreza y el olvido en el mismo país [L21] en el que, con anterioridad, se le distinguiera por su categoría y riqueza. Habiendo, pues, saldado sus deudas en la forma más honrosa, se retiró a la ciudad de Lucerna con su hija, donde vivió sumido en el anonimato y la desdicha. Mi padre profesaba a Beaufort una auténtica amistad, y su reclusión en estas desgraciadas circunstancias le afligió mucho. También sentía íntimamente la ausencia de su compañía, y se propuso encontrarlo y persuadirlo de que, con su crédito y ayuda, empezara de nuevo.

Beaufort había tomado medidas eficaces para esconderse, y mi padre tardó diez meses en descubrir su paradero. Entusiasmado con el descubrimiento, mi padre se apresuró hacia su casa situada en una humilde calle cerca del Reuss [L22] .Pero al llegar sólo encontró miseria y desesperación. Beaufort no había logrado salvar más que una pequeña cantidad de dinero de los despojos de su fortuna. Era suficiente para sustentarlo durante algunos meses y, mientras tanto, esperaba encontrar un trabajo respetable con algún comerciante. Así pues, pasó el intervalo inactivo; y, con tanto tiempo para reflexionar sobre su dolor, se hizo más profundo y amargo y, al fin, se apoderó de tal forma de él, que tres meses después estaba enfermo en cama, incapaz de realizar cualquier esfuerzo.

Su hija lo cuidaba con el máximo cariño, pero veía con desazón que su pequeño capital disminuía con rapidez y que no había otras perspectivas de sustento. Pero Carol ine Beaufort estaba dotada de una inteligencia poco común; y su valor vino en su ayuda en la adversidad. Empezó a hacer labores sencillas; trenzaba paja, y de diversas maneras consiguió ganar una miseria que apenas le bastaba para sustentarse.

Así pasaron varios meses. Su padre empeoró, y ella cada vez tenía que emplear más tiempo en atenderlo; sus medios de sustento menguaban. A los diez meses murió su padre dejándola huérfana e indigente. Este golpe final fue demasiado para ella. Al entrar en la casa mi padre, la encontró arrodillada junto al ataúd, llorando amargamente; llegó como un espíritu protector para la pobre criatura, que se encomendó a él. Tras el entierro de su amigo, mi padre la llevó a Ginebra, confiándola al cuidado de un pariente; y dos años después se casó con ella.

Cuando mi padre se convirtió en esposo y padre, las obligaciones de su nueva situación le ocupaban tanto tiempo que dejó varios de sus trabajos públicos y se dedicó por entero a la educación de sus hijos. Yo era el mayor y el destinado a heredar todos sus derechos y obligaciones. Nadie puede haber tenido padres más tiernos que yo. Mi salud y desarrollo eran su constante ocupación, ya que fui hijo único durante varios años. Pero, antes de proseguir mi narración, debo contar un incidente que tuvo lugar cuando yo tenía cuatro años.

Mi padre tenía una hermana a quien amaba tiernamente y que se había casado muy joven con un caballero italiano. Poco después de su boda, había acompañado a su marido a su país natal, y durante algunos años mi padre tuvo muy poca relación con ella. Murió alrededor de la época de la que hablo, y pocos meses después mi padre recibió una carta de su cuñado haciéndole saber que tenía la intención de casarse con una dama italiana y pidiéndole que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su difunta hermana.

Es mi deseo —dijo— que la consideres como hija tuya y que como a tal la eduques. Es la heredera de la fortuna de su madre, y te enviaré los documentos que así lo demuestran.

Reflexiona sobre esta propuesta y decide si preferirías educar a tu sobrina tú mismo o que lo haga una madrastra.

Mi padre no dudó un instante, y de inmediato se puso en camino hacia Italia con el fin de acompañar a la pequeña Elizabeth hasta su futuro hogar. A menudo he oído a mi madre decir que era la criatura más preciosa que jamás había visto, e incluso ya entonces mostraba síntomas de un carácter dulce y afectuoso. Estas características y el deseo de afianzar los lazos del amor familiar hicieron que mi madre considerara a Elizabeth como mi futura esposa, plan del cual nunca encontró razón para arrepentirse.

A partir de este momento, Elizabeth Lavenza se convirtió en mi compañera de juegos y, a medida que crecíamos, en una amiga. Era dócil y de buen carácter, a la vez que alegre y juguetona como un insecto de verano. A pesar de que era vivaz y animada, tenía fuertes y profundos sentimientos y era desacostumbradamente afectuosa. Nadie podía disfrutar mejor de la libertad ni podía plegarse con más gracia que ella a la sumisión o lanzarse al capricho. Su imaginación era exuberante, pero tenía una gran capacidad para aplicarla. Su persona era el reflejo de su mente, sus ojos de color avellana, aunque vivos como los de un pájaro, poseían una atractiva dulzura. Su figura era ligera y airosa y, aunque era capaz de soportar gran fatiga, parecía la criatura más frágil del mundo. A pesar de que me cautivaba su comprensión y fantasía, me deleitaba cuidarla como a un animalillo predilecto. Nunca vi más gracia, tanto personal como mental, ligada a mayor modestia.

Todos querían a Elizabeth. Si los criados tenían que pedir algo, siempre lo hacían a través de ella. No conocíamos ni la desunión ni las peleas, pues aunque éramos muy diferentes de carácter, incluso en esa diferencia había armonía. Yo era más tranquilo y filosófico que mi compañera, pero menos dócil. Mi capacidad de concentración era mayor, pero no tan firme. Yo me deleitaba investigando los hechos relativos al mundo en sí, ella prefería las aéreas creaciones de los poetas. Para mí el mundo era un secreto que anhelaba descubrir, para ella era un vacío que se afanaba por poblar con imaginaciones personales.

Mis hermanos eran mucho más jóvenes que yo; pero tenía un amigo entre mis compañeros del colegio, que compensaba esta deficiencia. Henry Clerval era hijo de un comerciante de Ginebra, íntimo amigo de mi padre, y un chico de excepcional talento e imaginación. Recuerdo que, cuando tenía nueve años, escribió un cuento que fue la delicia y el asombro de todos sus compañeros. Su tema de estudio favorito eran los libros de caballería y romances, y recuerdo que de muy jóvenes solíamos representar obras escritas por él, inspiradas en estos sus libros predilectos, siendo los principales personajes Orlando, Robin Hood, Amadís y San Jorge [L23] .

Juventud más feliz que la mía no puede haber existido. Mis padres eran indulgentes y mis compañeros amables. Para nosotros los estudios nunca fueron una imposición; siempre teníamos una meta a la vista que nos espoleaba a proseguirlos. Esta era el método, y no la emulación, que nos inducía a aplicarnos. Con el fin de que sus compañeras no la dejaran atrás, a Elizabeth no se la orientaba hacia el dibujo. Sin embargo, se dedicaba a él motivada por el deseo de agradar a su tía, representando alguna escena favorita dibujada por ella misma. Aprendimos inglés y latín para poder leer lo que en esas lenguas se había escrito. Tan lejos estaba el estudio de resultarnos odioso a consecuencia de los castigos, que disfrutábamos con él, y nuestros entretenimientos constituían lo que para otros niños hubieran sido pesadas tareas. Quizá no leímos tantos libros ni aprendimos lenguas tan rápidamente como aquellos a quienes se les educaba conforme a los métodos habituales, pero lo que aprendimos se nos fijó en la memoria con mayor profundidad.

Incluyo a Henry Clerval en esta descripción de nuestro círculo doméstico, pues estaba con nosotros continuamente. Iba al colegio conmigo, y solía pasar la tarde con nosotros; pues, siendo hijo único y encontrándose solo en su casa, a su padre le complacía que tuviera amigos en la nuestra. Por otro lado nosotros tampoco estábamos del todo felices cuando Clerval estaba ausente.

Siento placer al evocar mi infancia, antes de que la desgracia me empañara la mente y cambiara esta alegre visión de utilidad universal por tristes y mezquinas reflexiones personales. Pero al esbozar el cuadro de mi niñez, no debo omitir aquellos acontecimientos que me llevaron, con paso inconsciente, a mi ulterior infortunio. Cuando quiero explicarme a mí mismo el origen de aquella pasión que posteriormente regiría mi destino, veo que arranca, como riachuelo de montaña, de fuentes poco nobles y casi olvidadas, engrosándose poco a poco hasta que se convierte en el torrente que ha arrasado todas mis esperanzas y alegrías.

La filosofía natural [L24] es lo que ha forjado mi destino. Deseo, pues, en esta narración explicar las causas que me llevaron a la predilección por esa ciencia. Cuando tenía trece años fui de excursión con mi familia a un balneario que hay cerca de Thonon [L25] . La inclemencia del tiempo nos obligó a permanecer todo un día encerrados en la posada, y allí, casualmente, encontré un volumen de las obras de Cornelius Agrippa [L26].Lo abrí con aburrimiento, pero la teoría que intentaba demostrar y los maravillosos hechos que relataba pronto tornaron mi indiferencia en entusiasmo. Una nueva luz pareció iluminar mi mente, y lleno de alegría le comuniqué a mi padre el descubrimiento. No puedo dejar de comentar aquí las múltiples oportunidades de que disponen los educadores para orientar la atención de sus alumnos hacia conocimientos prácticos, y que desaprovechan lamentablemente. Mi padre ojeó distraídamente la portada del libro y dijo:

¡Ah, Cornelius Agrippa! Víctor [L27], hijo mío, no pierdas el tiempo con esto, son tonterías.

Si en vez de hacer este comentario, mi padre se hubiera molestado en explicarme que los principios de Agrippa estaban totalmente superados, que existía una concepción científica moderna con posibilidades mucho mayores que la antigua, puesto que eran reales y prácticas mientras que las de aquélla eran quiméricas, tengo la seguridad de que hubiera perdido el interés por Agrippa. Probablemente, sensibilizada como tenía la imaginación, me hubiera dedicado a la química, teoría más racional y producto de descubrimientos modernos [L28]. Es incluso posible que mi pensamiento no hubiera recibido el impulso fatal que me llevó a la ruina. Pero la indiferente ojeada de mi padre al volumen que leía en modo alguno me indicó que él estuviera familiarizado con el contenido del mismo, y proseguí mi lectura con mayor avidez.

Mi primera preocupación al regresar a casa fue hacerme con la obra completa de este autor y, después, con la de Paracelso y Alberto Magno [L29].Leí y estudié con gusto las locas fantasías de estos escritores [L30].Me parecían tesoros que, salvo yo, pocos conocían. Aunque a menudo hubiera querido comunicarle a mi padre estas secretas reservas de mi sabiduría, me lo impedía su imprecisa desaprobación de mi querido Agrippa. Por tanto, y bajo promesa de absoluto secreto, le comuniqué mis descubrimientos a Elizabeth, pero el tema no le interesó y me vi obligado á continuar solo.

Puede parecer extraño que en el siglo XVIII surja un discípulo de Alberto Magno, pero nuestra familia no era científica, y yo no había asistido a ninguna de las clases que se daban en la universidad de Ginebra. Así pues, mis sueños no se veían turbados por la realidad, y me lancé con enorme diligencia a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida [L31]. Pero era esto último lo que recibía mi más completa atención: la riqueza era un objetivo inferior; pero ¡qué fama rodearía al descubrimiento si yo pudiera eliminar de la humanidad toda enfermedad y hacer invulnerables a los hombres a todo salvo a la muerte violenta!

No eran éstos mis únicos pensamientos. Provocar la aparición de fantasmas y demonios era algo que mis autores predilectos prometían que era fácil, cumplimiento que yo ansiaba fervorosamente conseguir. Atribuía el que mis hechizos jamás tuvieran éxito más a mi inexperiencia y error que a la falta de habilidad o veracidad por parte de mis instructores.

Los fenómenos naturales que a diario tienen lugar no escapaban a mi observación. La destilación y los maravillosos efectos del vapor [L32], procesos que mis autores favoritos desconocían por completo, provocaban mi asombro. Pero mi mayor sorpresa la suscitaron unos experimentos con una bomba de aire que empleaba un caballero al cual solíamos visitar.

El desconocimiento de los antiguos filósofos sobre éste y varios otros temas disminuyeron mi fe en ellos, pero no podía desecharlos por completo sin que algún otro sistema ocupara su lugar en mi mente.

Tenía alrededor de quince años cuando, habiéndonos retirado a la casa que teníamos cerca de Belrive [L33], presenciamos una terrible y violenta tormenta. Había surgido detrás de las montañas del Jura [L34], y los truenos estallaban al unísono desde varios puntos del cielo con increíble estruendo. Mientras duró la tormenta, observé el proceso con curiosidad y deleite. De pronto, desde el dintel de la puerta, vi emanar un haz de fuego de un precioso y viejo roble que se alzaba a unos quince metros de la casa; en cuanto se desvaneció el resplandor, el roble había desaparecido y no quedaba nada más que un tocón destrozado. Al acercarnos a la mañana siguiente, encontramos el árbol insólitamente destruido. No estaba astillado por la sacudida; se encontraba reducido por completo a pequeñas virutas de madera. Nunca había visto nada tan deshecho.

La catástrofe de este árbol avivó mi curiosidad, y con enorme interés le pregunté a mi padre acerca del origen y naturaleza de los truenos y los relámpagos.

Es la electricidad me contestó, a la vez que me describía los diversos efectos de esa energía.

Construyó una pequeña máquina eléctrica y realizó algunos experimentos. También hizo una cometa con cable y cuerda, que arrancaba de las nubes ese fluido [L35].

Esto último acabó de destruir a Cornelius Agrippa, Alberto Magno y Paracelso, que durante tanto tiempo habían reinado como dueños de mi imaginación. Pero, por alguna fatalidad, no me sentí inclinado a empezar el estudio de los sistemas modernos, desinclinación que se vio influida por la siguiente circunstancia. Mi padre expresó el deseo de que asistiera a un curso sobre filosofía natural. Gustosamente asentí a esto, pero algún motivo me impidió ir hasta que el curso estuvo casi terminado. Por tanto, al ser ésta una de las últimas clases, me resultó totalmente incomprensible. El profesor disertaba con la mayor locuacidad sobre el potasio y el boro, los sulfatos y óxidos, términos que yo no podía asociar a ninguna idea. Empecé a aborrecer la ciencia de la filosofía natural, aunque seguí leyendo a Plinio y Buffon [L36] con deleite, autores, a mi juicio, de similar interés y utilidad.

A esta edad las matemáticas y la mayoría de las ramas cercanas a esa ciencia constituían mi principal ocupación. También me afanaba por aprender lenguas; el latín ya me era familiar, y sin ayuda del diccionario empecé a leer algunos de los autores griegos más asequibles. También entendía inglés y alemán perfectamente. Este era mi bagaje cultural a los diecisiete años, además de las muchas horas empleadas en la adquisición y conservación del conocimiento de la vasta literatura.

También recayó sobre mí la obligación de instruir a mis hermanos. Ernest, seis años menor que yo, era mi principal alumno. Desde la infancia había sido enfermizo, y Elizabeth y yo lo habíamos cuidado constantemente; era de disposición dócil, pero incapaz de cualquier prolongado esfuerzo mental. William, el benjamín de la familia, era todavía un niño y la criatura más preciosa del mundo; tenía los ojos vivos y azules, hoyuelos en las mejillas y modales zalameros, e inspiraba la mayor ternura.

Tal era nuestro ambiente familiar, en el cual el dolor y la inquietud no parecían tener cabida. Mi padre dirigía nuestros estudios, y mi madre participaba de nuestros entretenimientos. Ninguno de nosotros gozaba de más influencia que el otro; la voz de la autoridad no se oía en nuestro hogar, pero nuestro mutuo afecto nos obligaba a obedecer y satisfacer el más mínimo deseo del otro.





CAPÍTULO 2





Cuando contaba diecisiete años, mis padres decidieron que fuera a estudiar a la universidad de Ingolstadt [L37].Hasta entonces había ido a los colegios de Ginebra, pero mi padre consideró conveniente que, para completar mi educación, me familiarizara con las costumbres de otros países. Se fijó mi marcha para una fecha próxima, pero, antes de que llegara el día acordado, sucedió la primera desgracia de mi vida, como si fuera un presagio de mis futuros sufrimientos.

Elizabeth había cogido la escarlatina, pero la enfermedad no era grave [L38] y se recuperó con rapidez. Muchas habían sido las razones expuestas para convencer a mi madre de que no la atendiera personalmente, y en un principio había accedido a nuestros ruegos. Pero, cuando supo que su favorita mejoraba, no quiso seguir privándose de su compañía y comenzó a frecuentar su dormitorio mucho antes de que él peligro de infección hubiera pasado. Las consecuencias de esta imprudencia fueron fatales. Mi madre cayó gravemente enferma al tercer día, y el semblante de los que la atendían pronosticaba un fatal desenlace. La bondad y grandeza de alma de esta admirable mujer no la abandonaron en su lecho de muerte. Uniendo mis manos y las de Elizabeth dijo:

—Hijos míos, tenía puestas mis mayores esperanzas en la posibilidad de vuestra futura unión. Esta esperanza será ahora el consuelo de vuestro padre. Elizabeth, cariño, debes ocupar mi puesto y cuidar de tus primos pequeños. ¡Ay!, siento dejaros. ¡Qué difícil resulta abandonaros habiendo sido tan feliz y habiendo gozado de tanto cariño! Pero no son éstos los pensamientos que debieran ocuparme. Me esforzaré por resignarme a la muerte con alegría y abrigaré la esperanza de reunirme con vosotros en el más allá.

Murió dulcemente; y su rostro aun en la muerte reflejaba su cariño. No necesito describir los sentimientos de aquellos cuyos lazos más queridos se ven rotos por el más irreparable de los males, el vacío que inunda el alma y la desesperación que embarga el rostro. Pasa tanto tiempo antes de que uno se pueda persuadir de que aquella a quien veíamos cada día, y cuya existencia misma formaba parte de la nuestra, ya no está con nosotros; que se ha extinguido la viveza de sus amados ojos y que su voz tan dulce y familiar se ha apagado para siempre. Estos son los pensamientos de los primeros días. Pero la amargura del dolor no comienza hasta que el transcurso del tiempo demuestra la realidad de la pérdida. ¿Pero a quién no le ha robado esa desconsiderada mano algún ser querido? ¿Por qué, pues, había de describir el dolor que todos han sentido y deberán sentir? Con el tiempo llega el momento en el que el sufrimiento es más una costumbre que una necesidad y, aunque parezca un sacrilegio, y a no se reprime la sonrisa que asoma a los labios. Mi madre había muerto, pero nosotros aún teníamos obligaciones que cumplir; debíamos continuar nuestro camino junto a los demás y considerarnos afortunados mientras quedara a salvo al menos uno de nosotros.

De nuevo se volvió a hablar sobre mi viaje a Ingolstadt, que se había visto aplazado por los acontecimientos. Obtuve de mi padre algunas semanas de reposo, período que transcurrió tristemente. La muerte de mi madre y mi cercana marcha nos deprimía, pero Elizabeth intentaba reavivar la alegría en nuestro pequeño círculo. Desde la muerte de su tía había adquirido una nueva firmeza y vigor. Se propuso llevar a cabo sus obligaciones con la mayor exactitud, y entendió que su principal misión consistía en hacer felices a su tío y primos. A mí me consolaba, a su tío lo distraía, a mis hermanos los educaba. Nunca la vi tan encantadora como en estos momentos, cuando se desvivía por lograr la felicidad de los demás, olvidándose por completo de sí misma.

Llegó por fin el día de mi marcha. Me había despedido de todos mis amigos menos Clerval, que pasó la última velada con nosotros. Lamentaba profundamente no acompañarme, pero su padre se resistió a dejarlo partir. Tenía la intención de que su hijo lo ayudara en el negocio, y seguía su teoría favorita de que los estudios resultaban superfluos en la vida diaria. Henry tenía una mente educada; no era su intención permanecer ocioso ni le disgustaba ser el socio de su padre, sin embargo creía que se podría ser muy buen negociante y no obstante ser una persona culta.

Estuvimos hasta muy tarde escuchando sus lamentaciones y haciendo múltiples pequeños planes para el futuro. Las lágrimas asomaban a los ojos de Elizabeth, lágrimas ante mi partida y ante el pensamiento de que mi marcha debía haberse producido meses antes y acompañada de la bendición de mi madre.

Me dejé caer en la calesa que debía transportarme, y me embargaron los pensamientos más tristes. Yo, que siempre había vivido rodeado de afectuosos compañeros, prestos todos a proporcionarnos mutuas alegrías, me encontraba ahora solo. En la universidad hacia la que me dirigía debería buscarme mis propios amigos y valerme por mí mismo. Hasta aquel momento mi vida había sido extraordinariamente hogareña y resguardada, y esto me había creado una invencible repugnancia hacia los rostros desconocidos. Adoraba a mis hermanos, a Elizabeth y a Clerval; sus caras eran «viejas conocidas» [L39];pero me consideraba totalmente incapaz de tratar con extraños. Estos eran mis pensamientos al comenzar el viaje, pero a medida que avanzaba se me fue levantando el ánimo. Deseaba ardientemente adquirir nuevos conocimientos. En casa, a menudo había reflexionado sobre lo penoso de permanecer toda la juventud encerrado en el mismo lugar, y ansiaba descubrir el mundo y ocupar mi puesto entre los demás seres humanos. Ahora se cumplían mis deseos, y no hubiera sido consecuente arrepentirme.

Durante el viaje, que fue largo y fatigoso, tuve tiempo suficiente para pensar en estas y otras muchas cosas. Por fin apareció el alto campanario blanco de la ciudad. Bajé y me condujeron a mi solitaria habitación. Disponía del resto de la tarde para hacer lo que quisiera.

A la mañana siguiente entregué mis cartas de presentación y visité a los principales profesores, entre otros al señor Krempe, profesor de filosofía natural. Me recibió con mucha educación y me hizo diversas preguntas sobre mi conocimiento de las distintas ramas científicas, relacionadas con la filosofía natural. Temblando y con cierto miedo, a decir verdad, cité los únicos autores cuyas obras yo había leído al respecto. El profesor me miró fijamente:

—¿De verdad que ha pasado usted el tiempo estudiando semejantes tonterías? —me preguntó.

Al responder afirmativamente, el señor Krempe continuó con énfasis:

—Ha malgastado cada minuto invertido en esos libros. Se ha embotado la memoria de teorías rebasadas y nombres inútiles, ¡Dios mío! ¿En qué desierto ha vivido usted que no había nadie lo suficientemente caritativo como para informarle de que esas fantasías que tan concienzudamente ha absorbido tienen va mil años y están tan caducas como anticuadas? No esperaba encontrarme con un discípulo de Alberto Magno y Paracelso en esta época ilustrada. Mi buen señor, deberá empezar de nuevo sus estudios.

Y diciendo esto, se apartó, me hizo una lista de libros sobre filosofía natural, que me pidió que leyera, y me despidió, comunicándome que a principios de la semana próxima comenzaría un seminario sobre filosofía natural y sus implicaciones generales, y queel señor Waldman, un colega suyo, en días alternos a él hablaría de química.

Regresé a casa no del todo disgustado, pues hacía tiempo que yo mismo consideraba inútiles a aquellos autores tan desaprobados por el profesor, si bien no me sentía demasiado inclinado a leer los libros que conseguí bajo su recomendación. El señor Krempe era un hombrecillo fornido, de voz ruda y desagradable aspecto, y por tanto me predisponía poco en favor de su doctrina. Además yo sentía cierto desprecio por la aplicación de la filosofía natural moderna. Era muy distinto cuando los maestros de la ciencia buscaban la inmortalidad y el poder; tales enfoques, si bien carentes de valor, tenían grandeza; pero ahora el panorama había cambiado. El objetivo del investigador parecía limitarse a la aniquilación de las expectativas sobre las cuales se fundaba todo mi interés por la ciencia. Se me pedía que trocara quimeras de infinita grandeza por realidades de escaso valor.

Estos fueron mis pensamientos durante los dos o tres primeros días que pasé en casi completa soledad. Pero al comenzar la semana siguiente recordé la información que sobre las conferencias me había dado el señor Krempe, y aunque no pensaba escuchar al fatuo hombrecillo pronunciando sentencias desde la cátedra, me vino a la memoria lo que había dicho sobre el señor Waldman, al cual aún no había conocido por hallarse fuera de la ciudad. En parte por curiosidad y en parte por ocio, me dirigí a la sala de conferencias, donde poco después hizo su entrada el señor Waldman. Era muy distinto de su colega. Aparentaba tener unos cincuenta años, pero su aspecto demostraba una gran benevolencia. Sus sienes aparecían levemente encanecidas, pero tenía el resto del pelo casi negro. No era alto pero sí erguido, y tenía la voz más dulce que hasta entonces había oído. Empezó su conferencia con un resumen histórico de la química y los diversos progresos llevados a cabo por los sabios, pronunciando con gran respeto el nombre de los investigadores más relevantes. Pasó entonces a hacer una exposición rápida del estado actual en el que se encontraba la ciencia, y explicó muchos términos elementales. Tras algunos experimentos preparatorios concluyó con un panegírico de la química moderna, en términos que nunca olvidaré.

—Los antiguos maestros de esta ciencia —dijo— prometían cosas imposibles, y no llevaban nada a cabo. Los científicos modernos prometen muy poco; saben que los metales no se pueden transmutar, y que el elixir de la vida es una ilusión. Pero éstos filósofos, cuyas manos parecen hechas sólo para hurgar en la suciedad, y cuyos ojos parecen servir tan sólo para escrutar con el microscopio o el crisol, han conseguido milagros. Conocen hasta las más recónditas intimidades de la naturaleza y demuestran cómo funciona en sus escondrijos. Saben del firmamento, de cómo circula la sangre y de la naturaleza del aire que respiramos. Poseen nuevos y casi ilimitados poderes; pueden dominar el trueno, imitar terremotos, e incluso parodiar el mundo invisible con su propia sombra.

Me fui contento con el profesor y su conferencia, y lo visité esa misma tarde. Sus modales resultaron en privado aún más atractivos y complacientes que en público; pues durante la conferencia su apariencia reflejaba una dignidad, que sustituía en su casa por afecto y amabilidad. Escuchó con atención lo que le conté respecto de mis estudios, sonriendo, pero sin el desdén del señor Krempe, ante los nombres de Cornelius Agrippa y Paracelso. Dijo que «a la entrega infatigable de estos hombres debían los filósofos modernos los cimientos de su sabiduría. Nos habían legado, como tarea más fácil, el dar nuevos nombres y clasificar adecuadamente los datos que en gran medida ellos habían sacado a la luz. El trabajo de los genios, por muy desorientados que estén, siempre suele revertir a la larga en sólidas ventajas para la humanidad». Escuché sus palabras, pronunciadas sin alarde ni presunción, y añadí que su conferencia había desvanecido los prejuicios que tenía hacia los químicos modernos, a la vez que solicité su consejo acerca de nuevas lecturas.

—Me alegra haber ganado un discípulo —dijo el señor Waldman, y si su aplicación va pareja a su capacidad, no dudo de que tendrá éxito. La química es la parte de la filosofía natural en la cual se han hecho y se harán mayores progresos; precisamente por eso la escogí como dedicación. Pero no por ello he abandonado las otras ramas de la ciencia. Mal químico sería el que se limitara exclusivamente a esa porción del conocimiento humano. Si su deseo es ser un auténtico hombre de ciencia y no un simple experimentadorcillo, le aconsejo encarecidamente que se dedique a todas las ramas de la filosofía natural, incluidas las matemáticas.

Me condujo entonces a su laboratorio y me explicó el uso de sus diversas máquinas, indicándome lo que debía comprarme. Me prometió que, cuando hubiera progresado lo suficiente en mis estudios como para no deteriorarlo, me permitiría utilizar su propio material. También me dio la lista de libros que le había pedido y seguidamente me marché.

Así concluyó un día memorable para mí, pues había de decidir mi futuro destino.





CAPÍTULO 3





A partir de este día, la filosofía natural y en especial la química, en el más amplio sentido de la palabra, se convirtieron en casi mi única ocupación. Leí con gran interés las obras que, llenas de sabiduría y erudición, habían escrito los investigadores modernos sobre esas materias. Asistí a las conferencias y cultivé la amistad de los hombres de ciencia de la universidad; incluso encontré en el señor Krempe una buena dosis de sentido común y sólida cultura, no menos valiosos por el hecho de ir parejos a unos modales y aspecto repulsivo. En el señor Waldman hallé un verdadero amigo. Jamás el dogmatismo empañó su bondad, e impartía su enseñanza con tal aire de franqueza y amabilidad, que excluía toda idea de pedantería. Quizá fuese el carácter amable de aquel hombre, más que un interés intrínseco por esta ciencia, lo que me inclinaba hacia la rama de la filosofía natural a la cual se dedicaba. Pero este estado de ánimo sólo se dio en las primeras etapas de mi camino hacia el saber, pues cuanto más me adentraba en la ciencia más se convertía en un fin en sí misma. Esa entrega, que en un principio había sido fruto del deber y la voluntad, se fue haciendo tan imperiosa y exigente que con frecuencia los albores del día me encontraban trabajando aún en mi laboratorio. No es de extrañar, pues, que progresara con rapidez. Mi interés causaba el asombro de los alumnos, y mis adelantos el de los maestros. A menudo el profesor Krempe me preguntaba con sonrisa maliciosa por Cornelius Agrippa, mientras que el señor Waldman expresaba su más cálido elogio ante mis avances. Así pasaron dos años durante los cuales no volví a Ginebra, pues estaba entregado de lleno al estudio de los descubrimientos que esperaba hacer. Nadie salvo los que lo han experimentado, puede concebir lo fascinante de la ciencia. En otros terrenos, se puede avanzar hasta donde han llegado otros antes, y no pasar de ahí; pero en la investigación científica siempre hay materia por descubrir y de la cual asombrarse. Cualquier inteligencia normalmente dotada que se dedique con interés a una determinada área, llega sin duda a dominarla con cierta profundidad. También yo, que me afanaba por conseguir una meta, y a cuyo fin me dedicaba por completo, progresé con tal rapidez que tras dos años conseguí mejorar algunos instrumentos químicos, lo que me valió gran, admiración y respeto en la universidad. Llegado a este punto, y, habiendo aprendido todo lo que sobre la práctica y la teoría de la filosofía natural podían enseñarme los profesores de Ingolstadt, pensé en volver con los míos a mi ciudad, dado que mi permanencia en la universidad ya no conllevaría mayor progreso. Pero se produjo un accidente que detuvo mi marcha.

Uno de los fenómenos que más me atraían era el de la estructura del cuerpo humano y la de cualquier ser vivo. A menudo me preguntaba de dónde vendría el principio de la vida. Era una, pregunta osada, ya que siempre se ha considerado un misterio. Sin embargo, ¡cuántas cosas estamos a punto de descubrir si la cobardía y la dejadez no entorpecieran nuestra curiosidad! Reflexionaba mucho sobre todo ello, y había decidido dedicarme preferentemente a aquellas ramas de la filosofía natural vinculadas a la fisiología. De no haberme visto animado por un entusiasmo casi sobrehumano, esta clase de estudios me hubieran resultado tediosos y casi intolerables. Para examinar los orígenes de la vida debemos primero conocer la muerte. Me familiaricé con la anatomía, pero esto no era suficiente. Tuve también que observar la descomposición natural y la corrupción del cuerpo humano. Al educarme, mi padre se había esforzado para que no me atemorizaran los horrores sobrenaturales. No recuerdo haber temblado ante relatos de supersticiones o temido la aparición de espíritus. La oscuridad no me afectaba la imaginación, y los cementerios no eran para mí otra cosa que el lugar donde yacían los cuerpos desprovistos de vida, que tras poseer fuerza y belleza ahora eran pasto de los gusanos. Ahora me veía obligado a investigar el curso y el proceso de esta descomposición y a pasar días y noches en osarios y panteones. Los objetos que más repugnan a la delicadeza de los sentimientos humanos atraían toda mi atención. Vi cómo se marchitaba y acababa por perderse la belleza; cómo la corrupción de la muerte reemplazaba la mejilla encendida; cómo los prodigios del ojo y del cerebro eran la herencia del gusano. Me detuve a examinar v analizar todas las minucias que componen el origen, demostradas en la transformación de lo vivo en lo muerto y de lo muerto en lo vivo. De pronto, una luz surgió de entre estas tinieblas; una luz tan brillante y asombrosa, y a la vez tan sencilla, que, si bien me cegaba con las perspectivas que abría, me sorprendió que fuera yo, de entre todos los genios que habían dedicado sus esfuerzos a la misma ciencia, el destinado a descubrir tan extraordinario secreto.

Recuerde que no narro las fantasías de un iluminado; lo que digo es tan cierto como que el sol brilla en el cielo. Quizá algún milagro hubiera podido producir esto, mas las etapas de mi investigación eran claras y verosímiles. Tras noches y días de increíble labor y fatiga, conseguí descubrir el origen de la generación y la vida; es más, yo mismo estaba capacitado para infundir vida en la materia inerte [L40].

La estupefacción que en un principio experimenté ante el descubrimiento pronto dio paso al entusiasmo y al arrebato. El alcanzar de repente la cima de mis aspiraciones, tras tanto tiempo de arduo trabajo, era la recompensa más satisfactoria. Pero el descubrimiento era tan inmenso y sobrecogedor, que olvidé todos los pasos que progresivamente me habían ido llevando a él, para ver sólo el resultado final. Lo que desde la creación del mundo había sido motivo de afanes y desvelos por parte de los sabios se hallaba ahora en mis manos. No es que se me revelara todo de golpe, como si de un juego de magia se tratara. Los datos que había obtenido no eran la meta final; más bien tenían la propiedad de, bien dirigidos, poder encaminar mis esfuerzos hacia la consecución de mi objetivo. Me sentía como el árabe [L41] que enterrado junto a los muertos encontró un pasadizo por el cual volver al mundo, sin más ayuda que una luz mortecina y apenas suficiente.

Amigo mío, veo por su interés, y por el asombro y expectativa que reflejan sus ojos, que espera que le comunique el secreto que poseo; mas no puede ser: escuche con paciencia mi historia hasta el final y comprenderá entonces mi discreción al respecto. No seré yo quien, encontrándose usted en el mismo estado de entusiasmo y candidez en el que yo estaba entonces, le conduzca a la destrucción y a la desgracia. Aprenda de mí, si no por mis advertencias, sí al menos por mi ejemplo, lo peligroso de adquirir conocimientos; aprenda cuánto más feliz es el hombre que considera su ciudad natal el centro del universo, que aquel que aspira a una mayor grandeza de la que le permite su naturaleza.

Cuando me encontré con este asombroso poder entre mis manos, dudé mucho tiempo en cuanto a la manera de utilizarlo. A pesar de que poseía la capacidad de infundir vida, el preparar un organismo para recibirla, con las complejidades de nervios, músculos y venas que ello entraña, seguía siendo una labor terriblemente ardua y difícil. En un principio no sabía bien si intentar crear un ser semejante a mí o uno de funcionamiento más simple; pero estaba demasiado embriagado con mi primer éxito como para que la imaginación me permitiera dudar de mi capacidad para infundir vida a un animal tan maravilloso y complejo como el hombre. Los materiales con los que de momento contaba apenas si parecían adecuados para empresa tan difícil, pero tenía la certeza de un éxito final. Me preparé para múltiples contratiempos; mis tentativas podrían frustrarse, y mi labor resultar finalmente imperfecta. Sin embargo, me animaba cuando consideraba los progresos que día a día se llevan a cabo en las ciencias y la mecánica; pensando que mis experimentos al menos servirían de base para futuros éxitos. Tampoco podía tomar la amplitud y complejidad de mi proyecto como argumento para no intentarlo siquiera. Imbuido de estos sentimientos, comencé la creación de un ser humano. Dado que la pequeñez de los órganos suponía un obstáculo para la rapidez, decidí, en contra de mi primera decisión, hacer una criatura de dimensiones gigantescas; es decir, de unos ocho pies de estatura [L42] y correctamente proporcionada. Tras esta decisión, pasé algunos meses recogiendo y preparando los materiales, y empecé.

Nadie puede concebir la variedad de sentimientos que, en el primer entusiasmo por el éxito, me espoleaban como un huracán. La vida y la muerte me parecían fronteras imaginarias que yo rompería el primero, con el fin de desparramar después un torrente de luz por nuestro tenebroso mundo. Una nueva especie me bendeciría como a su creador, muchos seres felices y maravillosos me deberían su existencia. Ningún padre podía reclamar tan completamente la gratitud de sus hijos como yo merecería la de éstos. Prosiguiendo estas reflexiones, pensé que, si podía infundir vida a la materia inerte, quizá, con el tiempo (aunque ahora lo creyera imposible), pudiese devolver la vida a aquellos cuerpos que, aparentemente, la muerte había entregado a la corrupción.

Estos pensamientos me animaban, mientras proseguía mi trabajo con infatigable entusiasmo. El estudio había empalidecido mi rostro, y el constante encierro me había demacrado. A veces fracasaba al borde mismo del éxito, pero seguía aferrado a la esperanza que podía convertirse en realidad al día o a la hora siguiente. El secreto del cual yo era el único poseedor era la ilusión a la que había consagrado mi vida. La luna iluminaba mis esfuerzos nocturnos mientras yo, con infatigable y apasionado ardor, perseguía a la naturaleza hasta sus más íntimos arcanos. ¿Quién puede concebir los horrores de mi encubierta tarea, hurgando en la húmeda oscuridad de las tumbas o atormentando a algún animal vivo para intentar animar el barro inerte? Ahora me tiemblan los miembros con sólo recordarlo; entonces me espoleaba un impulso irresistible y casi frenético. Parecía haber perdido el sentimiento y sentido de todo, salvo de mi objetivo final. No fue más que un período de tránsito, que incluso agudizó mi sensibilidad cuando, al dejar de operar el estímulo innatural, hube vuelto a mis antiguas costumbres. Recogía huesos de los osarios, y violaba, con dedos sacrílegos, los tremendos secretos de la naturaleza humana. Había instalado mi taller de inmunda creación en un cuarto solitario, o mejor dicho, en una celda, en la parte más alta de la casa, separada de las restantes habitaciones por una galería y un tramo de escaleras. Los ojos casi se me salían de las órbitas de tanto observar los detalles de mi labor. La mayor, parte de los materiales me los proporcionaban la sala de disección, y el matadero. A menudo me sentía asqueado con mi trabajo; pero, impelido por una incitación que aumentaba constantemente, iba ultimando mi tarea.

Transcurrió el verano mientras yo seguía entregado a mi objetivo en cuerpo y alma. Fue un verano hermosísimo; jamás habían producido los campos cosecha más abundante ni las cepas, mayor vendimia; pero yo estaba ciego a los encantos de la naturaleza. Los mismos sentimientos que me hicieron insensible a lo que me rodeaba me hicieron olvidar aquellos amigos, a tantas, millas de mí, a quienes no había visto en mucho tiempo. Sabía que mi silencio les inquietaba, y recordaba claramente las palabras de mi padre: «Mientras estés contento de ti mismo, sé que pensarás en nosotros con afecto, y sabremos de ti. Me disculparás si tomo cualquier interrupción en tu correspondencia como señal de que también estás abandonando el resto de tus obligaciones.»

Por tanto, sabía muy bien lo que mi padre debía sentir; pero me resultaba imposible apartar mis pensamientos de la odiosa labor que se había aferrado tan irresistiblemente a mi mente. Deseaba, por así decirlo, dejar a un lado todo lo relacionado con mis sentimientos de cariño hasta alcanzar el gran objetivo que había anulado todas mis anteriores costumbres.

Entonces pensé que mi padre no sería justo si achacaba mi negligencia a vicio o incorrección por mi parte; pero ahora sé que él estaba en lo cierto al no creerme del todo inocente. El ser humano perfecto debe conservar siempre la calma y la paz de espíritu y no permitir jamás que la pasión o el deseo fugaz turben su tranquilidad. No creo que la búsqueda del saber sea una excepción. Si el estudio al que te consagras tiende a debilitar tu afecto y a destruir esos placeres sencillos en los cuales no debe intervenir aleación alguna, entonces ese estudio es inevitablemente negativo, es decir, impropio de la mente humana. Si se acatara siempre esta regla, si nadie permitiera que nada en absoluto empañara su felicidad doméstica, Grecia no se habría esclavizado, César habría protegido a su país, América se habría descubierto más pausadamente y no se hubieran destruido los imperios de México y Perú.

Pero olvido que estoy divagando en el punto más interesante de mi relato, y su mirada me recuerda que debo continuar.

Mi padre no me reprochaba nada en sus cartas. Su manera de hacerme ver que reparaba en mi silencio era preguntándome con mayor insistencia por mis ocupaciones. El invierno, primavera y verano pasaron mientras yo continuaba mis tareas, pero tan absorto estaba que no vi romper los capullos o crecer las hojas, escenas que otrora me habían llenado de alegría. Aquel año las hojas se habían ya marchitado cuando mi trabajo empezaba a tocar su fin, y cada día traía con mayor claridad nuevas muestras de mi éxito. Pero la ansiedad reprimía mi entusiasmo, y más que un artista dedicado a su entretenimiento preferido tenía el aspecto de un condenado a trabajos forzados en las minas o cualquier otra ocupación insana. Cada noche tenía accesos de fiebre y me volví muy nervioso, lo que me incomodaba, ya que siempre había disfrutado de excelente salud y había alardeado de dominio de mí mismo. Pero pensé que el ejercicio y la diversión pronto acabarían con los síntomas, y me prometí disfrutar de ambos en cuanto hubiera completado mi creación.





CAPÍTULO 4





Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mí alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo.

¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y había seleccionado sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos!: ¡santo cielo! Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios.

Las alteraciones de la vida no son ni mucho menos tantas como las de los sentimientos humanos. Durante casi dos años había trabajado infatigablemente con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte. Para ello me había privado de descanso y de salud. Lo había deseado con un fervor que sobrepasaba con mucho la moderación; pero ahora que lo había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnancia y el horror me embargaban. Incapaz de soportar la visión del ser que había creado, salí precipitadamente de la estancia. Ya en mi dormitorio, paseé por la habitación sin lograr conciliar el sueño. Finalmente, el cansancio se impuso a mi agitación, y vestido me eché sobre la cama en el intento de encontrar algunos momentos de olvido. Mas fue en vano; pude dormir, pero tuve horribles pesadillas. Veía a Elizabeth, rebosante de salud, paseando por las calles de Ingolstadt. Con sorpresa y alegría la abrazaba, pero en cuanto mis labios rozaron los suyos, empalidecieron con el tinte de la muerte; sus rasgos parecieron cambiar, y tuve la sensación de sostener entre mis brazos el cadáver de mi madre; un sudario la envolvía, y vi cómo los gusanos reptaban entre los dobleces de la tela. Me desperté horrorizado; un sudor frío me bañaba la frente, me castañeteaban los dientes y movimientos convulsivos me sacudían los miembros. A la pálida y amarillenta luz de la luna que se filtraba por entre las contraventanas, vi al engendro, al monstruo [L43] miserable que había creado. Tenía levantada la cortina de la cama, y sus ojos, si así podían llamarse, me miraban fijamente. Entreabrió la mandíbula y murmuró unos sonidos ininteligibles, a la vez que una mueca arrugaba sus mejillas. Puede que hablara, pero no lo oí. Tendía hacia mí una mano, como si intentara detenerme, pero esquivándola me precipité escaleras abajo. Me refugié en el patio de la casa, donde permanecí el resto de la noche, paseando arriba y abajo, profundamente agitado, escuchando con atención, temiendo cada ruido como si fuera a anunciarme la llegada del cadáver demoníaco al que tan fatalmente había dado vida.

¡Ay!, Ningún mortal podría soportar el horror que inspiraba aquel rostro. Ni una momia reanimada podría ser tan espantosa como aquel engendro. Lo había observado cuando aún estaba incompleto, y ya entonces era repugnante; pero cuando sus músculos y articulaciones tuvieron movimiento, se convirtió en algo que ni siquiera Dante hubiera podido concebir.

Pasé una noche terrible. A veces, el corazón me latía con tanta fuerza y rapidez que notaba las palpitaciones de cada arteria, otras casi me caía al suelo de pura debilidad y cansancio. Junto a este horror, sentía la amargura de la desilusión. Los sueños que; durante tanto tiempo habían constituido mi sustento y descanso se me convertían ahora en un infierno; ¡y el cambio era tan brusco, tan total!

Por fin llegó el amanecer, gris y lluvioso, e iluminó ante mis agotados y doloridos ojos la iglesia de Ingolstadt, el blanco campanario y el reloj, que marcaba las seis. El portero abrió las verjas del patio, que había sido mi asilo aquella noche, y salí fuera cruzando las calles con paso rápido, como si quisiera evitar al monstruo que temía ver aparecer al doblar cada esquina. No me atrevía a volver a mi habitación; me sentía empujado a seguir adelante pese a que me empapaba la lluvia que, a raudales, enviaba un cielo oscuro e inhóspito.

Seguí caminando así largo tiempo, intentando aliviar con el ejercicio el peso que oprimía mi espíritu. Recorrí las calles, sin conciencia clara de dónde estaba o de lo que hacía. El corazón me palpitaba con la angustia del temor, pero continuaba andando con paso inseguro, sin osar mirar hacia atrás:



Como alguien que, en un solitario camino,

Avanza con miedo y terror,

Y habiéndose vuelto una vez, continúa,

Sin volver la cabeza ya más,

Porque sabe que cerca, detrás,

Tiene a un terrible enemigo [L44].



Así llegué por fin al albergue donde solían detenerse las diligencias y carruajes. Aquí me detuve, sin saber por qué, y permanecí un rato contemplando cómo se acercaba un vehículo desde el final de la calle. Cuando estuvo más cerca vi que era una diligencia suiza. Paró delante de mí y al abrirse la puerta reconocí a Henry Clerval, que, al verme, bajó enseguida.

—Mi querido Frankenstein —gritó—. ¡Qué alegría! ¡Qué suerte que estuvieras aquí justamente ahora!

Nada podría igualar mi gozo al verlo. Su presencia traía recuerdos de mi padre, de Elizabeth y de esas escenas hogareñas tan queridas. Le estreché la mano y al instante olvidé mi horror y mi desgracia. Repentinamente, y por primera vez en muchos meses, sentí que una serena y tranquila felicidad me embargaba. Recibí, por tanto, a mi amigo de la manera más cordial, y nos encaminamos hacia la universidad. Clerval me habló durante algún rato de amigos comunes y de lo contento que estaba de que le hubieran permitido venir a Ingolstadt.

Puedes suponer lo difícil que me fue convencer a mi padre de que no es absolutamente imprescindible para un negociante el no saber nada más que contabilidad. En realidad, creo que aún tiene sus dudas, pues su eterna respuesta a mis incesantes súplicas era la misma que la del profesor holandés de El Vicario de Wakefield [L45]:«Gano diez mil florines anuales sin saber griego, y como muy bien sin saber griego».

—Me hace muy feliz volver a verte, pero dime cómo están mis padres, mis hermanos y Elizabeth.

—Bien, y contentos; aunque algo inquietos por la falta de noticias tuyas. Por cierto, que yo mismo pienso sermonearte un poco. Pero, querido Frankenstein continuó, deteniéndose de pronto y mirándome fijamente—, no me había dado cuenta de tu mal aspecto. Pareces enfermo; ¡estás muy pálido y delgado! Como si llevaras varias noches en vela.

—Estás en lo cierto. He estado tan ocupado últimamente que, como ves, no he podido descansar lo suficiente. Pero espero sinceramente que mis tareas hayan concluido y pueda estar ya más libre.

Temblaba; era incapaz de pensar, y mucho menos de referirme a los sucesos de la noche pasada. Apresuré el paso, y pronto llegamos a la universidad. Pensé entonces, y esto me hizo estremecer, que la criatura que había dejado en mi habitación aún podía encontrarse allí viva, y en libertad. Temía ver a este monstruo, pero me horrorizaba aún más que Henry lo descubriera. Le rogué, por tanto, que esperara unos minutos al pie de la escalera, y subí a mi cuarto corriendo. Con la mano ya en el picaporte me detuve unos instantes para sobreponerme. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Abrí la puerta de par en par, como suelen hacer los niños cuando esperan encontrar un fantasma esperándolos; pero no ocurrió nada. Entré temerosamente: la habitación estaba vacía. Mi dormitorio también se encontraba libre de su horrendo huésped. Apenas si podía creer semejante suerte. Cuando me hube asegurado de que mi enemigo ciertamente había huido, bajé corriendo en busca de Clerval, dando saltos de alegría.

Subimos a mi cuarto, y el criado enseguida nos sirvió el desayuno; pero me costaba dominarme. No era júbilo lo único que me embargaba. Sentía que un hormigueo de aguda sensibilidad me recorría todo el cuerpo, y el pecho me latía fuertemente. Me resultaba imposible permanecer quieto; saltaba por encima de las sillas, daba palmas y me reía a carcajadas. En un principio Clerval atribuyó esta insólita alegría a su llegada. Pero al observarme con mayor detención, percibió una inexplicable exaltación en mis ojos. Sorprendido y asustado ante mi alboroto irrefrenado y casi cruel, me dijo:

—¡Dios Santo!, ¿Víctor, qué te sucede? No te rías así. Estás enfermo. ¿Qué significa todo esto?

—No me lo preguntes le grité, tapándome los ojos con las manos, pues creí ver al aborrecido espectro deslizándose en el cuarto—. El te lo puede decir. ¡Sálvame! ¡Sálvame!

Me pareció que el monstruo me asía; luché violentamente, y caí al suelo con un ataque de nervios.

¡Pobre Clerval! ¿Qué debió pensar? El reencuentro, que esperaba con tanto placer, se tornaba de pronto en amargura. Pero yo no fui testigo de su dolor; estaba inconsciente, y no recobré el conocimiento hasta mucho más tarde.

Fue éste el principio de una fiebre nerviosa que me obligó a permanecer varios meses en cama. Durante todo ese tiempo, sólo Henry me cuidó. Supe después que, debido a la avanzada edad de mi padre, lo impropio de un viaje tan largo y lo mucho que mi enfermedad afectaría a Elizabeth, Clerval les había ahorrado este pesar ocultándoles la gravedad de mi estado. Sabía que nadie me cuidaría con más cariño y desvelo que él, y convencido de mi mejoría no dudaba de que, lejos de obrar mal, realizaba para con ellos la acción más bondadosa.

Pero mi enfermedad era muy grave, y sólo los constantes e ilimitados cuidados de mi amigo me devolvieron la vida. Tenía siempre ante los ojos la imagen del monstruo al que había dotado de vida, y deliraba constantemente sobre él. Sin duda, mis palabras sorprendieron a Henry. En un principio, las tomó por divagaciones de mi mente trastornada; pero la insistencia con que recurría al mismo tema le convenció de que mi enfermedad se debía a algún suceso insólito y terrible.

Muy poco a poco, y con numerosas recaídas que inquietaban y apenaban a mi amigo, me repuse. Recuerdo que la primera vez que con un atisbo de placer me pude fijar en los objetos a mí alrededor, observé que habían desaparecido las hojas muertas, y tiernos brotes cubrían los árboles que daban sombra a mi ventana. Fue una primavera deliciosa, y la estación contribuyó mucho a mi mejoría. Sentí renacer en mí sentimientos de afecto y alegría; desapareció mi pesadumbre, y pronto recuperé la animación que tenía antes de sucumbir a mi horrible obsesión.

Querido Clerval —exclamé un día—, ¡qué bueno eres conmigo! En vez de dedicar el invierno al estudio, como habías planeado, lo has pasado junto a mi lecho. ¿Cómo podré pagarte esto jamás? Siento el mayor remordimiento por los trastornos que te he causado. Pero ¿me perdonarás, verdad?

Me consideraré bien pagado si dejas de atormentarte y te recuperas rápidamente, y puesto que te veo tan mejorado, ¿me permitirás una pregunta?

Temblé. ¡Una pregunta! ¿Cuál sería? ¿Se referiría acaso a aquello en lo que no me atrevía ni a pensar?

—Tranquilízate —dijo Clerval al observar que mi rostro cambiaba de color—, no lo mencionaré si ha de inquietarte, pero tu padre y tu prima se sentirían muy felices si recibieran una carta de tu puño y letra. Apenas saben de tu gravedad, y tu largo silencio les desasosiega.

—¿Nada más, querido Henry? ¿Cómo pudiste suponer que mis primeros pensamientos no fueran para aquellos seres tan queridos y que tanto merecen mi amor?

—Siendo esto así, querido amigo, quizá té alegre leer esta carta que lleva aquí unos días. Creo que es de tu prima.





CAPÍTULO 5





Clerval me puso entonces la siguiente carta entre las manos.





A V. FRANKENSTEIN [L46].




Mi querido primo:

No pueda describirte la inquietud que hemos sentido por tu salud.

No podemos evitar pensar que tu amigo Clerval nos oculta la magnitud de tu enfermedad, pues hace ya varios meses que no vemos tu propia letra. Todo este tiempo te has visto obligado a dictarle las cartas a Henry, lo cual indica, Víctor, que debes haber estado muy enfermo. Esto nos entristece casi tanto como la muerte de tu querida madre. Tan convencido estaba mi tío de tu gravedad, que nos costó mucho disuadirlo de su idea de viajar a Ingolstadt. Clerval nos asegura constantemente que mejoras; espero sinceramente que pronto nos demuestres lo cierto de esta afirmación mediante una carta de tu puño y letra, pues nos tienes a todos, Víctor, muy preocupados. Tranquilízanos a este respecto, y seremos los seres más dichosos del mundo. Tu padre está tan bien de salud, que parece haber rejuvenecido diez años desde el invierno pasado. Ernest ha cambiado tanto que apenas lo conocerías; va a cumplir los dieciséis y ha perdido el aspecto enfermizo que tenía hace algunos años; tiene una vitalidad desbordante.

Mi tío y yo hablamos durante largo rato anoche acerca de la profesión que Ernest debía elegir. Las continuas enfermedades de su niñez le han impedido crear hábitos de estudio. Ahora que goda de buena salud, suele pasar el día al aire libre, escalando montañas o remando en el lago. Yo sugiero que se haga granjero; ya sabes, primo, que esto ha sido un sueño que siempre ha acariciado. La vida del granjero es sana y feliz y es la profesión menos dañina, mejor dicho, más beneficiosa de todas. Mi tío pensaba en la abogacía para que, con su influencia, pudiera luego hacerse juez. Pero, aparte de que no está capacitado para ello en absoluto, creo que es más honroso cultivar la tierra para sustento de la humanidad que ser el confidente e incluso el cómplice de sus vicios, que es la tarea del abogado. De que la labor de un granjero próspero, si no más honrosa, sí al menos era más grata que la de un juez, cuya triste suerte es la de andar siempre inmiscuido en la parte más sórdida de la naturaleza humana. Ante esto, mi tío esbozó una sonrisa, comentando que yo era la que debía ser abogado, lo que puso fin a la conversación.

Y ahora te contaré una pequeña historia que te gustará e incluso quizá te entretenga un rato. ¿Te acuerdas de Justine Moritz? Probablemente no, así que te resumiré su vida en pocas palabras. Su madre, la señora Moritz se quedó viuda con cuatro hijos, de los cuales Justine era la tercera. Había sido siempre la preferida de su padre, pero, incomprensiblemente, su madre la aborrecía y, tras la muerte del señor Moritz, la maltrataba. Mi tía, tu madre, se dio cuenta, y cuando Justine tuvo doce años convenció a su madre para que la dejara vivir con nosotros. Las instituciones republicanas de nuestro país han permitido costumbres más sencillas y felices que las que suelen imperar en las grandes monarquías que lo circundan. Por ende hay menos diferencias entre las distintas clases sociales de sus habitantes, y los miembros de las más humildes, al no ser ni tan pobres ni estar tan despreciados, tienen modales más refinados y morales. Un criado en Ginebra no es igual que un criado en Francia o Inglaterra. Así pues, en nuestra familia Justine aprendió las obligaciones de una sirvienta, condición que en nuestro afortunado país no conlleva la ignorancia ni el sacrificar la dignidad del ser humano.

Después de recordarte esto supongo que adivinarás quién es la heroína de mi pequeña historia, porque tú apreciabas mucho a Justine. Incluso me acuerdo que una vez comentaste que cuando estabas de mal humor se te pasaba con que Justine te mirase, por la misma razón que esgrime Ariosto al hablar de la hermosura de Angélica [L47] : desprendía alegría y franquea. Mi tía se encariñó mucho con ella, lo cual la indujo a darle una educación más esmerada de lo que en principio pensaba. Esto se vio pronto recompensado; la pequeña Justine era la criatura más agradecida del mundo. No quiero decir que lo manifestara abiertamente, jamás la oí expresar su gratitud, pero sus ojos delataban la adoración que sentía por su protectora. Aunque era de carácter juguetón e incluso en ocasiones distraída, estaba pendiente del menor gesto de mi tía, que era para ella modelo de perfección. Se esforzaba por imitar sus ademanes ymanera de hablar, de forma que incluso ahora a menudo me la recuerda.

Cuando murió mi querida tía, todos estábamos demasiado llenos de nuestro propio dolor para reparar en la pobre Justine, que a lo largo de su enfermedad la había atendido con el más solícito afecto. La pobre Justine estaba muy enferma, pero la aguardaban otras muchas pruebas.

Uno tras otro, murieron sus hermanos y hermanas, y su madre se quedó sin más hijos que aquella a la que había desatendido desde pequeña. La mujer sintió remordimiento y empezó a pensar que la muerte de sus preferidos era el castigo que por su parcialidad le enviaba el cielo. Era católica, y creo que su confesor coincidía con ella en esa idea. Tanto es así que, a los pocos meses de partir tú hacia Ingolstadt, la arrepentida madre de Justine la hizo volver a su casa. ¡Pobrecilla! ¡Cómo lloraba al abandonar nuestra casa! Estaba muy cambiada desde la muerte de mi tía; la pena le había dado una dulzura y seductora docilidad que contrastaban con la tremenda vivacidad de antaño. Tampoco era la casa de su madre el lugar más adecuado para que recuperara su alegría. La pobre mujer era muy titubeante en su arrepentimiento. A veces le suplicaba a Justine que perdonara su maldad, pero con mayor frecuencia la culpaba de la muerte de sus hermanos y hermana. La obsesión constante acabó enfermando a la señora Moritz, lo cual agravó su irascibilidad. Ahora ya descansa en paz. Murió a principios de este invierno, al llegar los primeros fríos. Justine está de nuevo con nosotros,, y te aseguro que la amo tiernamente. Es muy inteligente y dulce, y muy bonita. Como te dije antes, sus gestos y expresión me recuerdan con frecuencia a mi querida tía.

También quiero contarte algo, querido primo, del pequeño William. Me gustaría que lo vieras. Es muy alto para su edad; tiene los ojos azules, dulces y sonrientes, las pestañas oscuras y el pelo rizado. Cuando se ríe, le aparecen dos hoyuelos en las mejillas sonrosadas. Ya ha tenido una o dos pequeñas novias, pero Louisa Biron es su favorita, una bonita criatura de cinco años.

Y ahora, querido Víctor, supongo que te gustarán algunos cotilleos sobre las buenas gentes de Ginebra. La agraciada señorita Mansfield ya ha recibido varias visitas de felicitación por su próximo enlace con un joven inglés, John Melbourne. Su fea hermana, Manon, se casó el otoño pasado con el señor Duvillard, el rico banquero. A tu compañero predilecto de colegio, Louis Manoir, le han acaecido varios infortunios desde que Clerval salió de Ginebra. Pero ya se ha recuperado, y se dice que está apunto de casarse con madame Tavarnier, una joven francesa muy animada. Es viuda y mucho mayor que Manoir; pero es muy admirada yagrada a todos.

Escribiéndote me he animado mucho, querido primo. Pero no puedo terminar sin volver a preguntarte por tu salud. Querido Víctor, si no estás muy enfermo, escribe tú mismo y hamos felices a tu padre y a todos los demás. Si no..., lloro sólo de pensar en la otra posibilidad. Adiós mi queridísimo primo.



ELIZABETH LAVENZA



Ginebra, 18 de marzo de 17...



—Querida, queridísima Elizabeth exclamé al terminar su carta—, escribiré de inmediato para aliviar la ansiedad que deben sentir.

Escribí, pero me fatigué mucho. Sin embargo, había comenzado mi convalecencia y mejoraba con rapidez. Al cabo de dos semanas pude abandonar mi habitación.

Una de mis primeras obligaciones tras mi recuperación era presentar a Clerval a los distintos profesores de la universidad. Al hacerlo, pasé muy malos ratos, poco convenientes a las heridas que había sufrido mi mente. Desde aquella noche fatídica, final de mi labor y principio de mis desgracias, sentía un violento rechazo por el mero nombre de filosofía natural. Incluso cuando me hube restablecido por completo, la sola visión de un instrumento químico reavivaba mis síntomas nerviosos. Henry lo había notado, y retiró todos los aparatos. Cambió el aspecto de mi habitación, pues observó que sentía repugnancia por el cuarto que había sido mi laboratorio. Pero estos cuidados de Clerval no sirvieron de nada cuando visité a mis profesores. El señor Waldman me hirió aceradamente al alabar, con ardor y amabilidad, los asombrosos adelantos que había hecho en las ciencias. Pronto observó que me disgustaba el tema, pero, desconociendo la verdadera razón, lo atribuyó a mi modestia y pasó de mis progresos a centrarse en la ciencia misma, con la intención de interesarme. ¿Qué podía yo hacer? Con su afán de ayudarme, sólo me atormentaba. Era como si hubiera colocado ante mí, uno a uno y con mucho cuidado, aquellos instrumentos que posteriormente se utilizarían para proporcionarme una muerte lenta y cruel. Me torturaban sus palabras, mas no osaba manifestar el dolor que sentía. Clerval, cuyos ojos y sensibilidad estaban siempre prontos para intuir las sensaciones de los demás, desvió el tema, alegando como excusa su absoluta ignorancia, y la conversación tomó un rumbo más general. De corazón le agradecí esto a mi amigo, pero no tomé parte en la charla. Vi claramente que estaba sorprendido, pero nunca trató de extraerme el secreto. Aunque lo quería con una mezcla de afecto y respeto ilimitados, no me atrevía a confesarle aquello que tan a menudo me volvía a la memoria, pues temía que, al revelárselo a otro, se me grabaría todavía más.

El señor Krempe no fue tan delicado. En el estado de hipersensibilidad en el que estaba, sus alabanzas claras y rudas me hicieron más que la benévola aprobación del señor Waldman.

¡Maldito chico! exclamó—. Le aseguro, señor Clerval, que nos ha superado a todos. Piense lo que quiera, pero así es. Este chiquillo, que hace poco creía en Cornelius Agrippa como en los evangelios, se ha puesto a la cabeza de la universidad. Y si no lo echamos pronto, nos dejará en ridículo a todos... ¡Vaya, vaya!-continuó al observar el sufrimiento que reflejaba mi rostro—, el señor Frankenstein es modesto, excelente virtud en un joven. Todos los jóvenes debieran desconfiar de sí mismos, ¿no cree, señor Clerval? A mí, de muchacho, me ocurría, pero eso pronto se pasa.

El señor Krempe se lanzó entonces a un elogio de su persona, lo que felizmente desvió la conversación del tema que tanto me desagradaba.

Clerval no era un científico vocacional. Tenía una imaginación demasiado viva para aguantar la minuciosidad que requieren las ciencias. Le interesaban las lenguas, y pensaba adquirir en la universidad la base elemental que le permitiera continuar sus estudios por su cuenta una vez volviera a Ginebra. Tras dominar el griego y el latín perfectamente, el persa, árabe y hebreo atrajeron su atención. A mí, personalmente, siempre me había disgustado la inactividad; y ahora que quería escapar de mis recuerdos y odiaba mi anterior dedicación me confortaba el compartir con mi amigo sus estudios, encontrando no sólo formación sino consuelo en los trabajos de los orientalistas. Su melancolía es relajante, y su alegría anima hasta puntos nunca antes experimentados al estudiar autores de otros países. En sus escritos la vida parece hecha de cálido sol y jardines de rosas, de sonrisas y censuras de una dulce enemiga y del fuego que consume el corazón. ¡Qué distinto de la poesía heroica y viril de Grecia y Roma!

Así se me pasó el verano, y fijé mi regreso a Ginebra para finales de otoño. Varios incidentes me detuvieron. Llegó el invierno, y con él la nieve, que hizo inaccesibles las carreteras y retrasé mi viaje hasta la primavera. Sentí mucho esta demora, pues ardía en deseos de volver a mi ciudad natal y a mis seres queridos. Mi retraso obedecía a cierto reparo por mi parte por dejar a Clerval en un lugar desconocido para él, antes de que se hubiera relacionado con alguien. No obstante, pasamos el invierno agradablemente, y cuando llegó la primavera, si bien tardía, compensó su tardanza con su esplendor.

Entrado mayo, y cuando a diario esperaba la carta que fijaría el día de mi partida, Henry propuso una excursión a pie por los alrededores de Ingolstadt, con el fin de que me despidiera del lugar en el cual había pasado tanto tiempo. Acepté con gusto su sugerencia. Me gustaba el ejercicio, y Clerval había sido siempre mi compañero preferido en este tipo de paseos, que acostumbrábamos a dar en mi ciudad natal.

La excursión duró quince días. Hacía tiempo que había recobrado el ánimo y la salud, y ambas se vieron reforzadas por el aire sano, los incidentes normales del camino y la animación de mi amigo. Los estudios me habían alejado de mis compañeros y me había ido convirtiendo en un ser insociable, pero Clerval supo hacer renacer en mí mis mejores sentimientos. De nuevo me inculcó el amor por la naturaleza y por los alegres rostros de los niños. ¡Qué gran amigo! Cuán sinceramente me amaba y se esforzaba por elevar mi espíritu hasta el nivel del suyo. Un objetivo egoísta me había disminuido y empequeñecido hasta que su bondad y cariño reavivaron mis sentidos. Volví a ser la misma criatura feliz que, unos años atrás, amando a todos y querido por todos, no conocía ni el dolor ni la preocupación. Cuando me sentía contento, la naturaleza tenía la virtud de proporcionarme las más exquisitas sensaciones. Un cielo apacible y verdes prados me llenaban de emoción. Aquella primavera fue verdaderamente hermosa; las flores de primavera brotaban en los campos anunciando las del verano que empezaban ya a despuntar. No me importunaban los pensamientos que, a pesar de mis intentos, me habían oprimido el año anterior con un peso invencible.

Henry disfrutaba con mi alegría y compartía mis sentimientos. Se esforzaba por distraerme mientras me comunicaba sus impresiones. En esta ocasión, sus recursos fueron verdaderamente asombrosos; su conversación era animadísima y a menudo inventaba cuentos de una fantasía y pasión maravillosas, imitando los de los escritores árabes y persas. Otras veces repetía mis poemas favoritos, o me inducía a temas polémicos argumentando con ingenio.

Regresamos a la universidad un domingo por la noche. Los campesinos bailaban y las gentes con las que nos cruzábamos parecían contentas y felices. Yo mismo me sentía muy animado y caminaba con paso jovial, lleno de desenfado y júbilo.





CAPÍTULO 6





De vuelta, encontré la siguiente carta de mi padre:





A V. FRANKENSTEIN.




Mi querido Víctor:

Con impaciencia debes haber aguardado la carta que fiara tu regreso a casa; tentado estuve en un principio de mandarte sólo unas líneas con el día en que debíamos esperarte. Pero hubiera sido un acto de cruel caridad, y no me atreví a hacerlo. Cuál no hubiera sido tu sorpresa, hijo mío, cuando, esperando una feliz y dichosa bienvenida, te encontraras por el contrario con el llanto y el sufrimiento. ¿Cómo podré, hijo, explicarte nuestra desgracia? La ausencia no puede haberte hecho indiferente a nuestras penas y alegrías, y ¿cómo puedo yo infligir daño a un hijo ausente? Quisiera prepararte para la dolorosa noticia, pero sé que es imposible. Sé que tus ojos se saltan las líneas buscando las palabras que te revelarán las horribles nuevas.

¡William ha muerto! Aquella dulce criatura cuyas sonrisas caldeaban y llenaban de gozo mi corazón, aquella criatura tan cariñosa y a la par tan alegre, Víctor, ha sido asesinada.

No intentaré consolarte. Sólo te contaré las circunstancias de la tragedia.

El jueves pasado (7 de mayo) yo, mi sobrina y tus dos hermanos fuimos a Plainpalais [L48] a dar un paseo. La tarde era cálida y apacible, y nos tardamos algo más que de costumbre. Ya anochecía cuando pensamos en volver. Entonces nos dimos cuenta de que William y Ernest, que iban delante, habían desaparecido. Nos sentamos en un banco a aguardar su regreso. De pronto llegó Ernest, y nos preguntó si habíamos visto a su hermano. Dijo que habían estado jugando juntos y que William se había adelantado para esconderse, y que lo había buscado en vano. Llevaba ya mucho tiempo esperándolo pero aún no había regresado.

Esto nos alarmó considerablemente, y estuvimos buscándolo hasta que cayó la noche y entonces Elizabeth sugirió que quizá hubiera vuelto a casa. Allí no estaba. Volvimos al lugar con antorchas; pues yo no podía descansar pensando en que mi querido hijo se había perdido y se encontraría expuesto a la humedad y el frío de la noche. Elizabeth también sufría enormemente. Alrededor de las cinco de la madrugada hallé a mi pequeño, que la noche anterior rebosaba actividad y salud, tendido en la hierba, pálido e inerte, con las huellas en el cuello de los dedos del asesino.

Lo llevamos a casa, y la agonía de mi rostro pronto delató el secreto a Elizabeth. Se empeñó en ver el cadáver. Intenté disuadirla pero insistió. Entró en la habitación donde reposaba, examinó precipitadamente el cuello de la víctima, y retorciéndose las manos exclamó:

¡Dios mío! He matado a mi querido chiquillo.

Perdió el conocimiento y nos costó mucho reanimarla. Cuando volvió en sí, sólo lloraba y suspiraba. Me dijo que esa misma tarde William la había convencido para que le dejara ponerse una valiosa miniatura que ella tenía de tu madre. Esta joya ha desaparecido, y, sin duda, fue lo que tentó al asesino al crimen. No hay rastro de él hasta el momento, aunque las investigaciones continúan sin cesar. De todas formas, esto no le devolverá la vida a nuestro amado William.

Vuelve, querido Víctor; sólo tú podrás consolar a Elizabeth. Llora sin cesar, y se acusa injustamente de su muerte. Me destroza el corazón con sus palabras. Estamos todos desolados, pero ¿no será esa una razón más para que tú, hijo mío, vengas y seas nuestro consuelo? ¡Tu pobre madre, Víctor! Ahora le doy gracias a Dios de que no haya vivido para ser testigo de la cruel y atroz muerte de su benjamín.

Vuelve, Víctor; no con pensamientos de venganza contra el asesino, sino con sentimientos de paz y cariño que curen nuestras heridas en vez de ahondar en ellas. Únete a nuestro luto, hijo, pero con dulzura y cariño para quienes te quieren y no con odio para con tus enemigos.

Tu afligido padre que te quiere,



ALPHONSE FRANKENSTEIN



Ginebra, 12 de mayo de 17...

Clerval, que me había estado observando mientras leía la carta, se sorprendió al ver la desesperación en que se trocaba la alegría que había expresado al saber que habían llegado noticias de mis amigos [L49].Tiré la carta sobre la mesa y me cubrí el rostro con las manos.

—Querido Frankenstein —dijo al verme llorar con amargura—, ¿habrás de ser siempre desdichado? ¿Qué ha ocurrido, amigo mío?

Le indiqué que leyera la carta, mientras yo paseaba arriba y abajo de la habitación lleno de angustia. Las lágrimas le corrieron por las mejillas a medida que leía y comprendía mi desgracia.

—No puedo ofrecerte consuelo alguno, amigo mío —dijo—, tu pérdida es irreparable. ¿Qué piensas hacer?

—Ir de inmediato a Ginebra. Acompáñame, Henry, a pedir los caballos.

Mientras caminábamos, Clerval se desvivía por animarme, no con los tópicos usuales, sino manifestando su más profunda amistad.

—Pobre William. Aquella adorable criatura duerme ahora junto a su madre. Sus amigos lo lloramos y estamos de luto, pero él descansa en paz. Ya no siente la presión de la mano asesina; el césped cubre su dulce cuerpo y ya no puede sufrir. Ya no se le puede compadecer. Los supervivientes somos los que más sufrimos, y para nosotros el tiempo es el único consuelo. No debemos esgrimir aquellas máximas de los estoicos de que la muerte no es un mal y que el hombre debe estar por encima de la desesperación ante la ausencia eterna del objeto amado. Incluso Catón lloró ante el cadáver de su hermano [L50].

Así hablaba Clerval mientras cruzábamos las calles. Las palabras se me quedaron grabadas, y más tarde las recordé en mi soledad. En cuanto llegaron los caballos, subí a la calesa, y me despedí de mi amigo.

El viaje fue triste. Al principio iba con prisa, pues estaba impaciente por consolar a los míos; pero á medida que nos acercábamos a mi ciudad natal aminoré la marcha. Apenas si podía soportar el cúmulo de pensamientos que se me agolpaban en la mente. Revivía escenas familiares de mi juventud, escenas que no había visto hacía casi seis años. ¿Qué cambios habría habido en ese tiempo? Se había producido de repente uno brusco y desolador; pero miles de pequeños acontecimientos podían haber dado lugar, poco a poco, a otras alteraciones, no por más tranquilas menos decisivas. Me invadió el miedo. Temía avanzar, aguardando miles de inesperados e indefinibles males que me hacían temblar.

Me quedé dos días en Lausana, sumido en este doloroso estado de ánimo. Contemplé el lago: sus aguas estaban en calma, todo a mí alrededor respiraba paz y los nevados montes, «palacios de la naturaleza» [L51],no habían cambiado. Poco a poco, el maravilloso y sereno espectáculo me restableció, y proseguí mi viaje hacia Ginebra.

La carretera bordeaba el lago y se angostaba al acercarse a mi ciudad natal. Distinguí con la mayor claridad las oscuras laderas de los montes jurásicos y la brillante cima del Mont Blanc. Lloré como un chiquillo: «¡Queridas montañas! ¡Mi hermoso lago! ¿Cómo recibís al caminante? Vuestras cimas centellean, el lago y el cielo son azules... ¿Es esto una promesa de paz o es una burla a mi desgracia?»

Temo, amigo mío, hacerme pesado si me sigo remansando en estos preliminares, pero fueron días de relativa felicidad y los recuerdo con placer. ¡Mi tierra!, ¡Mi querida tierra! ¿Quién, salvo el que haya nacido aquí, puede comprender el placer que me causó volver a ver tus riachuelos, tus montañas, y sobre todo tu hermoso lago?

Sin embargo, a medida que me iba acercando a casa, volvió a cernirse sobre mí el miedo y la ansiedad. Cayó la noche; y cuando dejé de poder ver las montañas, aún me sentí más apesadumbrado. El paisaje se me presentaba como una inmensa y sombría escena maléfica, y presentí confusamente que estaba destinado a ser el más desdichado de los humanos. ¡Ay de mí!, Vaticiné certeramente. Me equivoqué en una sola cosa: todas las desgracias que imaginaba y temía no llegaban ni a la centésima parte de la angustia que el destino me tenía reservada.

Era completamente de noche cuando llegué a las afueras de Ginebra; las puertas de la ciudad ya estaban cerradas, y tuve que pasar la noche en Secheron, un pueblecito a media legua al este de la ciudad. El cielo estaba sereno, y puesto que no podía dormir, decidí visitar el lugar donde habían asesinado a mi pobre William. Como no podía atravesar la ciudad, me vi obligado a cruzar hasta Plainpalais en barca, por el lago. Durante el corto recorrido, vi los relámpagos que, sobre la cima del Mont Blanc, dibujaban las más hermosas figuras. La tormenta parecía avecinarse con rapidez y, al desembarcar, subí a una colina para desde allí observar mejor su avance. Se acercaba; el cielo se cubrió de nubes, y pronto sentí la lluvia caer lentamente, y las gruesas y dispersas gotas se fueron convirtiendo en un diluvio.

Abandoné el lugar y seguí andando, aunque la oscuridad y la tormenta aumentaban por minutos y los truenos retumbaban ensordecedores sobre mi cabeza. La cordillera de Saléve, los montes de jura y los Alpes de Saboya repetían su eco. Deslumbrantes relámpagos iluminaban el lago, dándole el aspecto de una inmensa explanada de fuego. Luego, tras unos instantes, todo quedaba sumido en las tinieblas, mientras la retina se reponía del resplandor. Como sucede con frecuencia en Suiza, la tormenta había estallado en varios puntos a la vez. Lo más violento se cernía sobre el norte de la ciudad, sobre esa parte del lago entre el promontorio de Belrive y el pueblecito de Copét [L52].Otro núcleo iluminaba más débilmente los montes jurásicos, y un tercero ensombrecía y revelaba intermitentemente la Móle, un escarpado monte al este del lago.

Admiraba la tormenta, tan hermosa y a un tiempo terrible, mientras caminaba con paso ligero. Esta noble lucha de los cielos elevaba mi espíritu. Junté las manos y exclamé: «William, mi querido hermano. Este es tu funeral, ésta tu endecha.» Apenas había pronunciado estas palabras cuando divisé en la oscuridad una figura que emergía subrepticiamente de un bosquecillo cercano. Me quedé inmóvil, mirándola fijamente: no había duda. Un relámpago la iluminó y me descubrió sus rasgos con claridad. La gigantesca estatura y su aspecto deformado, más horrendo que nada de lo que existe en la humanidad, me demostraron de inmediato que era el engendro, el repulsivo demonio [L53] al que había dotado de vida. ¿Qué hacía allí? ¿Sería acaso me estremecía sólo de pensarlo— el asesino de mi hermano? No bien me hube formulado la pregunta cuando llegó la respuesta con claridad; los dientes me castañetearon, y me tuve que apoyar en un árbol para no caerme. La figura pasó velozmente por delante de mí y se perdió en la oscuridad. Nada con la forma de un humano hubiera podido dañar a un niño. El era el asesino, no había duda. La sola ocurrencia de la idea era prueba irrefutable. Pensé en perseguir a aquel demonio, pero hubiera sido en vano, pues el siguiente relámpago me lo descubrió trepando por las rocas de la abrupta ladera del monte Saléve, el monte que limita a Plainpalais por el sur. Rápidamente escaló la cima y desapareció.

Permanecí inmóvil. La tormenta cesó; pero la lluvia continuaba, y todo estaba envuelto en tinieblas. Repasé los sucesos que hasta el momento había tratado de olvidar: todos los pasos que di hasta la creación; el fruto de mis propias manos, vivo, junto a mi cama; su huida. Habían transcurrido ya casi dos años desde la noche en que le había dado vida. ¿Era éste su primer crimen? ¡Dios mío! Había lanzado al mundo un engendro depravado, que se deleitaba causando males y desgracias. ¿No era la muerte de mi hermano prueba de ello?

Nadie puede concebir la angustia que sufrí durante el resto de la noche, que pasé, frío y mojado, a la intemperie. Mas no notaba la inclemencia del tiempo. Tenía la imaginación asaltada por escenas de horror y desesperación. Consideraba a este ser con el que había afligido a la humanidad, este ser dotado de voluntad y poder para cometer horrendos crímenes, como el que acababa de realizar, como mi propio vampiro [L54],mi propia alma escapada de la tumba, destinada a destruir todo lo que me era querido. Amaneció, y me encaminé hacia la ciudad. Las puertas ya estaban abiertas y me dirigí a la casa de mi padre. Mi primer pensamiento fue comunicar lo que sabía acerca del asesino, y hacer que de inmediato se emprendiera su búsqueda, pero me detuve cuando reflexioné sobre lo que tendría que explicar: me había encontrado a media noche, en la ladera de una montaña inaccesible, con un ser al cual yo mismo había creado y dotado de vida. Recordé también la fiebre nerviosa que había contraído en el momento de su creación y que daría un cierto aire de delirio a una historia de por sí increíble. Bien sabía que si alguien me hubiera contado algo parecido lo habría tomado por el producto de su demencia. Además, las extrañas características de la bestia harían imposible su captura, suponiendo que lograra convencer a mis familiares de que la iniciaran. Y ¿de qué serviría perseguirla? ¿Quién podría atrapar a un ser capaz de escalar las laderas verticales del monte Saléve? Estas reflexiones acabaron por convencerme y opté por guardar silencio.

Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando entré en casa de mi padre. Les dije a los criados que no despertaran a mi familia, y me fui a la biblioteca a aguardar la hora en que solían levantarse.

Salvo por una marca indeleble, habían pasado seis años casi como un sueño. Me encontraba en el mismo lugar en el que por última vez había abrazado a mi padre al partir hacia Ingolstadt. ¡Padre querido y venerado! Felizmente, aún vivía. Miré el cuadro de mi madre, colgado encima de la chimenea. Era un tema histórico pintado por encargo de mi padre, y representaba a Carol ine Beaufort en actitud de desesperación, postrada ante el féretro de su padre. Su vestido era rústico, y la palidez cubría sus mejillas, pero emanaba un aire de dignidad y hermosura que anulaba todo sentimiento de piedad. Debajo de este cuadro había una miniatura de William que me hizo saltar las lágrimas. En' aquel momento entró Ernest; me había oído llegar y venía a darme la bienvenida. Expresó una mezcla de tristeza y alegría al verme.

Bienvenido, querido Víctor. Ojalá hubieras regresado tres meses atrás; nos hubieras encontrado felices y contentos. Pero ahora estamos desolados; y me temo que sean las lágrimas y no las sonrisas las que te reciban. Nuestro padre está muy apenado; este terrible suceso parece hacer revivir en él el dolor que sintió a la muerte de nuestra madre. La pobre Elizabeth está también muy afligida.

Mientras hablaba las lágrimas le resbalaban por las mejillas. No me recibas así le dije—, intenta serenarte para que no me sienta completamente desgraciado al entrar en la casa de mi padre tras tan larga ausencia. Dime, ¿cómo lleva mi padre esta desgracia?, ¿y cómo está mi pobre Elizabeth?

—Es la que más ayuda necesita. Se acusa de haber causado la muerte de mi hermano, y esto la atormenta horriblemente. Aunque ahora que han descubierto al asesino...

—¿Que lo han descubierto? ¡Dios mío! ¿Cómo es posible?, ¿Quién ha podido intentar perseguirlo? Es imposible; sería como intentar atrapar el viento, o detener un torrente con una caña.

No entiendo lo que quieres decir pero a todos nos dolió el descubrirlo. Al principio nadie se lo podía creer, e incluso ahora, a pesar de las pruebas, Elizabeth se niega a admitirlo. Es verdaderamente increíble que Justine Moritz, tan dulce y tan encariñada como parecía con todos nosotros, haya podido, de pronto, hacer algo tan horrible.

—¡Justine Moritz! Pobrecilla, ¿la acusan a ella? Están equivocados, es evidente. No se lo creerá nadie, ¿no, Ernest?

—Al principio no; pero hay varios detalles que nos han forzado a aceptar los hechos. Su propio comportamiento es tan desconcertante, que añade a las pruebas un peso que temo no deja lugar a duda. Hoy la juzgan, y podrás convencerte tú mismo.

Me contó que la mañana en que encontraron el cadáver del pobre William, Justine se puso enferma y se vio obligada a guardar cama. Días más tarde, una de las criadas revisó por casualidad las prendas que Justine llevaba el día del crimen y encontró en un bolsillo la miniatura de mi madre, que se suponía fue el móvil del asesinato. Se lo enseñó al instante a otra sirvienta, la cual, sin decirnos ni una palabra, se fue a un magistrado. A consecuencia de la declaración de la criada, Justine fue detenida. Al acusársela del crimen, la pobrecilla confirmó las sospechas, en gran medida con su total confusión y aturdimiento.

Parecía una historia de extrañas coincidencias, pero no logró convencerme.

—Estáis todos equivocados —le contesté seriamente—. Yo sé quien es el asesino. Justine, la pobre Justine, es inocente.

En aquel instante entró mi padre. Advertí cómo la tristeza había hecho mella en su semblante; pese a todo, trató de recibirme con alegría, y, tras intercambiar nuestro apenado saludo, hubiera iniciado otro tema de conversación que no fuera el de nuestra desgracia, de no ser porque Ernest exclamó:

—¡Dios mío, padre! Víctor dice saber quién asesinó a William.

—Por desgracia, nosotros también —respondió mi padre—. Hubiera preferido ignorarlo para siempre, antes que descubrir tanta maldad e ingratitud en alguien a quien apreciaba tanto.

—Querido padre, estáis equivocados; Justine es inocente.

—Si es así, no permita Dios que se la acuse. Hoy la juzgarán, y espero de todo corazón que la absuelvan.

Estas palabras me tranquilizaron. Estaba del todo convencido de que Justine, es más, cualquier otro ser humano, era inocente de este crimen. Por tanto, no temía que se pudiera presentar ninguna prueba contundente que bastara para condenarla. Con esta confianza, me calmé, y esperé el juicio con interés, pero sin sospechar ningún resultado negativo.

Elizabeth pronto se reunió con nosotros. El tiempo había producido en ella grandes cambios desde que la vi por última vez. Seis años atrás era una joven bonita y agradable, a la cual todos querían. Ahora se había convertido en una mujer de excepcional hermosura. La frente, amplia y despejada, indicaba gran inteligencia y franqueza. Sus ojos de color miel denotaban ternura, mezclada ahora con la pena de su reciente dolor. El pelo era de un brillante castaño rojizo, la tez clara y la figura menuda y grácil. Me saludó con el mayor afecto.

Querido primo —dijo—, tu llegada me llena de esperanza. Tú quizá encuentres algún medio para probar la inocencia de la pobre Justine. Si a ella la condenan, quién podrá estar seguro de aquí en adelante? Confío en su inocencia como en la mía propia. Nuestra desgracia es doblemente penosa: no sólo hemos perdido a nuestro adorado chiquillo, sino que ahora un destino aún peor nos arrebata a Justine. Jamás volveré a saber lo que es la alegría si la condenan. Pero estoy segura de que no será así y entonces, pese a la muerte de mi pequeño William, volveré a ser feliz.

—Es inocente, Elizabeth —le contesté—, y se probará, no temas. Deja que el convencimiento de que será absuelta calme tu espíritu.

—¡Qué bueno eres! Todos la creen culpable y eso me entristecía mucho, porque sabía que era imposible. El ver a todos tan predispuestos en contra suya me desesperaba —dijo llorando.

—Querida sobrina —dijo mi padre—, seca tus lágrimas. Si como crees es inocente, confía en la justicia de nuestros jueces, y en el interés con que yo impediré la más ligera sombra de parcialidad.





CAPÍTULO 7





Vivimos horas penosas hasta las once de la mañana, hora en la que había de comenzar el juicio. Acompañé a mi padre y restantes miembros de la familia, que estaban citados como testigos. Durante toda aquella odiosa farsa de justicia, sufrí un calvario. Debía decidirse si mi curiosidad e ilícitos experimentos desembocarían en la muerte de dos seres humanos: el uno, una encantadora criatura llena de inocencia y alegría; la otra, más terriblemente asesinada aún, puesto que tendría todos los agravantes de la infamia para hacerla inolvidable. Justine era una buena chica, y poseía cualidades que prometían una vida feliz. Ahora todo estaba a punto de acabar en una ignominiosa tumba por mi culpa. Mil veces hubiera preferido confesarme yo culpable del crimen que se le atribuía a Justine, pero me encontraba ausente cuando se cometió, y hubieran tomado semejante declaración por las alucinaciones de un demente, por lo que tampoco hubiera servido para exculpar a la que sufría por mi culpa.

El aspecto de Justine al entrar era sereno. Iba de luto; y la intensidad de sus sentimientos daban a su rostro, siempre atractivo, una exquisita belleza. Parecía confiar en su inocencia. No temblaba, a pesar de que miles de personas la miraban y vituperaban, pues toda la bondad que su belleza hubiera de otro modo despertado quedaba ahora ahogada, en el espíritu de los espectadores, por la idea del crimen que se suponía que había cometido. Estaba tranquila; sin embargo esta tranquilidad era evidentemente forzada; y puesto que su anterior aturdimiento se había esgrimido como prueba de su culpabilidad, intentaba ahora dar la impresión de valor. Al entrar recorrió con la vista la sala, y pronto descubrió el lugar donde nos encontrábamos sentados. Los ojos parecieron nublársele al vernos, pero pronto se dominó, y una mirada de pesaroso afecto pareció atestiguar su completa inocencia.

Empezó el juicio; cuando los fiscales hubieron expuesto su informe, se llamó a varios testigos. Había varios hechos aislado que se combinaban en su contra, y que hubieran desorientado cualquiera que no tuviera, como yo, la seguridad de su inocencia Había pasado fuera de casa toda la noche del crimen, y, amanecer, una mujer del mercado la había visto cerca del lugar donde más tarde se encontraría el cadáver del niño asesinado. La mujer le preguntó qué hacía allí, pero Justine, de forma muy extraña, le había contestado confusa e ininteligiblemente. Regresó a casa hacia las ocho de la mañana; y cuando alguien quiso sabe dónde había pasado la noche, respondió que había estado buscando al niño y preguntó ansiosamente si se sabía algo acerca de él. Cuando le mostraron el cuerpo, tuvo un violento ataque de nervios, que la obligó a guardar cama durante varios días. Se mostró entonces la miniatura que la criada había encontrado en el bolsillo, y un murmullo de horror e indignación recorrió la sala cuando Elizabeth, con voz temblorosa, la identificó como la misma que había colgado del cuello de William una hora antes de que se lo echara en falta.

Llamaron a Justine para que se defendiera. A medida que el juicio había ido avanzando, su aspecto había cambiado y expresaba ahora sorpresa, horror y tristeza. A veces luchaba contra el llanto que la embargaba, pero, cuando la requirieron que se declarara inocente o culpable, se sobrepuso y habló con voz audible aunque entrecortada.

—Dios sabe bien que soy inocente; pero no pretendo que mis afirmaciones me absuelvan. Baso mi inocencia en una interpretación llana y sencilla de los hechos que se me imputan. Espero que la buena reputación de que siempre he gozado incline a los jueces a interpretar a mi favor lo que puede a primera vista parecer dudoso o sospechoso.

A continuación declaró que con permiso de Elizabeth había pasado la tarde de la noche del crimen en casa de una tía en Chéne, pueblecito que dista una legua de Ginebra. A su regreso, hacia las nueve de la noche, se encontró con un hombre que le preguntó si había visto a la criatura que buscaban. Esto la alarmó, y estuvo varias horas intentando encontrarlo. Las puertas de Ginebra cerradas, se vio obligada a pasar parte de la noche en el cobertizo de una casa, no sintiéndose inclinada a despertar a los dueños, que la conocían bien. Incapaz de dormir, abandonó pronto su refugio, y reemprendió la búsqueda de mi hermano. Si se había acercado al lugar donde yacía el cuerpo, fue sin saberlo. Su aturdimiento al ser interrogada por la mujer del mercado no era de extrañar, puesto que no había dormido en toda la noche, y la suerte de William aún estaba por saber. Respecto a la miniatura, no podía aclarar nada.

Sé bien cuánto pesa esto en mi contra —continuó la entristecida víctima—, pero no puedo dar explicación alguna. Tras expresar mi total ignorancia en este punto no me queda más que hacer conjeturas acerca de cómo pudo llegar a mi bolsillo. Pero aquí también me encuentro con otra barrera, pues no tengo enemigos y no puede haber nadie tan malvado como para querer destruirme de forma tan deliberada. ¿Fue acaso el propio asesino el que la puso allí? Pero no veo cómo hubiera podido hacerlo, y además, ¿qué finalidad tendría robar la joya para desprenderse de ella tan pronto?

»Confío mi suerte a la justicia de mis jueces, si bien veo poco lugar para la esperanza. Ruego se haga declarar a algún testigo respecto de mi reputación, y si su testimonio no prevalece sobre la acusación, que me condenen, aunque fundo mi esperanza en el hecho de ser inocente.

Se llamó a varios testigos que la conocían desde hacía muchos años, y todos hablaron bien de ella; pero el temor y la repulsión por el crimen del cual la creían culpable les amilanó, e impidió que la apoyaran con ardor. Elizabeth percibió que este postrer recurso, la bondad y conducta irreprochables de la acusada, también iba a fallar. Muy alterada solicitó la venia del tribunal para dirigirse a él.

—Soy —dijo— la prima del pobre chiquillo asesinado, mejor dicho: soy su hermana, pues fui educada por sus padres y vivo con ellos desde mucho antes de que William naciera. Quizá por ello pueda no resultar decoroso que declare en esta ocasión. Pero ante la posibilidad de que la cobardía de sus supuestos amigos hunda a un ser humano, me veo obligada a hablar en su favor. Conozco bien a la acusada. Hemos vivido bajo el mismo techo primero durante cinco años y después durante dos. En todo ese tiempo, siempre se mostró la más bondadosa y amable de las criaturas. Cuidó con el mayor afecto y devoción a mi tía, la señora Frankenstein, durante su última enfermedad. Luego tuvo que atender a su propia madre, también enferma durante largo tiempo, y lo hizo con una abnegación que admiró a todos los que la conocíamos. Fallecida su madre, regresó de nuevo a casa de mi tío, donde todos la queremos. Sentía un especial cariño por la criatura ahora muerta y la trataba como una madre. Por mi parte, no tengo la más mínima duda de que, a pesar de todas las pruebas en su contra, es absolutamente inocente. No tenía motivos para hacerlo; y en cuanto a la minucia que constituye la prueba principal, de haberla pedido, con gusto se la hubiera regalado, tanto es el cariño que hacia Justine siento.

¡Qué magnífica Elizabeth! Un murmullo de aprobación recorrió la sala, más dirigido a su generosa intervención que en favor de la pobre Justine, contra la cual se volcó la indignación del público con renovada violencia, acusándola de la mayor ingratitud. Las lágrimas le corrían por las mejillas mientras escuchaba en silencio a Elizabeth. Durante todo el juicio, yo, estuve preso de la mayor angustia y nerviosismo. Creía en su inocencia; sabía que no era culpable. ¿Acaso el diabólico ser que había matado no lo dudaba ni por un minuto a mi hermano, había vendido, en su demoníaco juego, la inocencia a la muerte y a la ignominia?

El horror de la situación me resultaba insoportable, y cuando la reacción del público y el rostro de los jueces me indicaron que mi pobre víctima había sido condenada, me precipité fuera de la sala lleno de pesar. El sufrimiento de la acusada no igualaba al mío. A ella la sostenía su inocencia, pero a mí me laceraban los latigazos del remordimiento, que no cedía su presa.

Pasé una noche de indescriptible desesperación. Por la mañana fui al tribunal. Tenía la boca y la garganta secas y no me atreví a hacer la pregunta fatal. Pero me conocían y el ujier adivinó la razón de mi visita. Se habían echado las bolas [L55] y eran todas negras; Justine había sido condenada.

No intentaré explicar lo que sentí. Había experimentado ya antes sensaciones de horror, las cuales me he esforzado por describir, pero no existen palabras que definan la nauseabunda desesperación de aquel momento. El funcionario entonces añadió que Justine ya había confesado su culpabilidad.

—Lo cual apenas era necesario —añadió— en un caso tan evidente. Pero me alegro; a ninguno de nuestros jueces le gusta condenar a un criminal por pruebas circunstanciales, por decisivas que parezcan.

Cuando regresé a casa, Elizabeth me preguntó ansiosamente por el resultado.

Querida prima contesté—, han decidido lo que ya esperábamos. Todos los jueces prefieren condenar a diez inocentes antes de que se escape un culpable. Pero ella ha confesado.

Para Elizabeth, que había creído firmemente en la inocencia de Justine, esto fue un duro golpe.

¡Ay! —dijo—, ¿cómo podré volver a creer en la bondad humana? ¿Cómo habrá podido Justine, a quien yo quería como a una hermana, sonreírnos con aquella inocencia y después traicionarnos así? Sus dulces ojos parecían asegurar que era incapaz de aspereza o mal humor, y sin embargo ha cometido un asesinato. Al poco tiempo, nos comunicaron que la pobre víctima había manifestado el deseo de ver a mi prima. Mi padre no quería que fuese, pero dejó la decisión al criterio de Elizabeth.

—Sí iré —dijo Elizabeth. Aunque sea culpable. Acompáñame tú, Víctor. No quiero ir sola.

La sola idea de esta visita me atormentaba, pero no podía negarme.

Entramos en la celda desoladora, al fondo de la cual estaba Justine, sentada sobre un montón de paja. Tenía las manos encadenadas y apoyaba la cabeza en las rodillas. Al vernos entrarse levantó, y cuando estuvimos a solas, se echó llorando a los pies de Elizabeth, que también comenzó a sollozar.

Justine —dijo—, ¿por qué me has arrebatado mi último consuelo? Confiaba en tu inocencia y, aunque me sentía muy desgraciada, no estaba tan triste como ahora.

—¿Usted también me cree tan perversa? ¿Se une a mis enemigos para condenarme? Justine se ahogaba por el llanto.

Levántate, pobre amiga mía —dijo Elizabeth. ¿Por qué. te arrodillas, si eres inocente? No soy uno de tus enemigos. Te creía inocente hasta que supe que tú misma habías confesado tu culpabilidad. Ahora me dices que eso es falso. Ten la seguridad, Justine querida, de qué nada, salvo tu propia confesión, puede quebrar mi confianza en ti.

Es cierto que confesé, pero confesé una mentira, para poder obtener la absolución. Y ahora esa mentira pesa más sobre mi conciencia que cualquier otra falta. ¡Dios me perdone! Desde el momento en que me condenaron, el confesor ha insistido y amenazado hasta que casi me ha convencido de que soy el monstruo que dicen que soy. Me amenazó con la excomunión y las llamas del infierno si persistía en declararme inocente. Mi querida señora, no tenía a nadie que me ayudara. Todos me consideran un ser despreciable abocado a la ignominia y perdición. ¿Qué otra cosa podía hacer? En mala hora consentí en mentir; ahora me siento más desgraciada que nunca.

El llanto la obligó a callar unos instantes.

—Pensaba con horror —continuó— en la posibilidad de que ahora usted creería que Justine, a quien su tía tenía en tanta consideración y a quien usted estimaba tanto, era capaz de cometer un crimen que ni siquiera el demonio ha osado perpetrar. ¡Mi querido William!, ¡Mi querido pequeño! Pronto me reuniré contigo en el cielo, donde seremos felices. Ese es mi consuelo, en mi camino hacia la muerte y la difamación.

¡Justine! Perdóname si he dudado de ti un instante. ¿Por qué confesaste? Pero no te atormentes, querida mía; proclamaré tu inocencia por doquier y les obligaré a creerte. Sin embargo, has de morir; tú, mi compañera de juegos, mi amiga, más que una hermana para mí. No sobreviviré a tan tremenda desgracia.

—Dulce Elizabeth. Seque sus lágrimas. Debería animarme con pensamientos sobre una vida mejor, y hacerme pasar por encima de las pequeñeces de este mundo injusto y agresivo. No sea usted, mi querida amiga, la que me induzca a la desesperación.

—Trataré de consolarte, pero me temo que este mal sea demasiado punzante para que quepa el consuelo, pues no hay esperanza. Que el cielo te bendiga, querida Justine, con una resignación y confianza sobrehumanas. ¡Cómo odio las farsas e ironías de este mundo! En cuanto una criatura es asesinada, a otra se le priva de la vida de forma lenta y tortuosa. Y los verdugos, con manos aún teñidas de sangre inocente, creen haber llevado a cabo una gran obra. A esto lo llaman retribución. ¡Odioso nombre! Cuando oigo esa palabra, sé que se avecinan castigos más horribles que los que tirano alguno jamás haya podido inventar para saciar su venganza. Pero esto no es consuelo para ti, Justine, a no ser que te alegres de abandonar semejante guarida. ¡Quisiera estar con mi tía y mi adorado William, lejos de este mundo odioso, y de los rostros de unos seres que aborrezco!

Justine sonrió con tristeza.

—Esto, querida señora, no es resignación sino desesperación. No debo aprender la lección que quiere usted inculcarme. Hábleme de otras cosas, de algo que me traiga paz, y no mayor tristeza.

Durante esta conversación me había retirado a una esquina de la celda, donde pudiera esconder la angustia que me embargaba. ¡Desesperación! ¿Quién osaba hablar de eso? La pobre víctima que debía al día siguiente traspasar la tenebrosa frontera entre la vida y la muerte no sentía tan amarga y penetrante agonía como yo. Apreté los dientes, haciéndolos rechinar, y un suspiro salido del alma se escapó de entre mis labios. Justine se alarmó. Al reconocerme, se acercó a mí, diciendo:

—Querido señor, qué bondadoso ha sido al venir a verme. Espeto que usted tampoco me crea culpable.

No pude contestar.

—No, Justine —dijo Elizabeth, cree aún más que yo en tu inocencia. Ni siquiera al saber que habías confesado dudó de ti. —Se lo agradezco de corazón. En estos últimos momentos siento la mayor gratitud hacia aquellos que me juzgan con benevolencia. ¡Qué dulce resulta el afecto de los demás a una infeliz como yo! Me alivia la mitad de mis desgracias. Ahora que usted, mi querida señora, y su primo, creen en mi inocencia, puedo morir en paz.

Así intentaba la pobre niña consolarnos a nosotros y mitigar su dolor. Consiguió la resignación que buscaba. Pero yo, el verdadero asesino, sentía viva en mi seno como una carcoma que imposibilitaba toda esperanza o sosiego. Elizabeth también lloraba entristecida; pero la suya era también la aflicción del inocente, como la nube que puede oscurecer la luna un breve rato pero no logra apagar su fulgor. La angustia y la desesperación se habían apoderado de mi corazón, y me abrasaba en un fuego que: nada podía apagar.

Permanecimos con Justine varias horas, y Elizabeth no logró, separarse de ella sino con gran dificultad.

Quiero morir contigo —gritaba—, no puedo vivir en este mundo lleno de miseria.

Justine procuró adoptar un aire de alegría, pese a que apenas podía contener las lágrimas. Abrazó a Elizabeth y, con voz ahogada por la emoción, dijo:

Adiós, mi querida señora, mi dulce Elizabeth, mi amada y única amiga. Que el cielo la bendiga y que sea ésta su última desgracia. Viva, sea feliz y haga felices a los demás.

Mientras regresábamos, Elizabeth me dijo:

No sabes, querido Víctor, lo tranquila que me encuentro ahora que confío en la inocencia de esta infeliz muchacha. No hubiera vuelto a conocer la paz de haberme equivocado con Justine. Los pocos momentos que la creí culpable, sentí una angustia que no hubiera podido soportar durante demasiado tiempo. Ahora me siento aliviada. Se la castiga equivocadamente; pero me consuela pensar que la persona a quien yo creía llena de bondad no ha traicionado la confianza que en ella puse.

¡Prima querida!, estos eran tus pensamientos tan tiernos y dulces como tus propios ojos y la voz que los expresaba. Pero yo, yo era un miserable, y nadie puede concebir la agonía que padecí entonces.




[L19]En la edición de 1831 se mantiene está referencia al nacimiento de Víctor en Ginebra, a pesar de que página y media más adelante leemos «Yo [Víctor], su hijo mayor, nací en Nápoles».

[L20]Históricamente, Ginebra gozó de cierta independencia hasta el 12 de septiembre de 1814, fecha en que se une a Suiza.

[L21]Con frecuencia se da la denominación de país a lo que actualmente conocemos como cantones.

[L22]Río que pasa por Lucerna.

[L23]Orlando, héroe del Orlando furioso de Ariosto (1474-1533). Amadis, figura principal de Amadís de Gaula, primera novela española de caballería, de paternidad discutida. San Jorge, patrón de Inglaterra. Robin Hood, héroe legendario inglés de la época de Juan Sin Tierra, en cuyas aventuras se inspiró Walter Scott para su Ivanhoe.

[L24]Lo que hoy se conoce por ciencias físicas.

[L25]Antigua ciudad de Suiza, en la orilla sur del lago Ginebra.

[L26]Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim (1486-1535), filósofo, astrólogo y alquimista alemán, gran aficionado en su juventud a la alquimia y a las ciencias ocultas, fue un destacado defensor de la mujer, dato que debía revestir un interés especial para M. Shelley.

[L27]Esta es la primera vez que se menciona el nombre del protagonista.

[L28]Los descubrimientos quimicos más importantes de fines del siglo xvii correspondían a un mejor conocimiento de la naturaleza de los gases.

[L29]Paracelso (nombre con que se conoce a Theophrastus Bombastus von Hohenheim) (1493-1541), médico suizo con reputación de alquimista, cuyas teorías son una mezcla de la filosofía griega y la incipiente ciencia experimental. San Alberto Magno (1193-1280), dominico alemán, maestro de Santo Tom ás de Aquino, junto con el cual introdujo la perspectiva aristotélica en el pensamiento cristiano.

[L30]Quizá Víctor esté pensando en la creencia de Alberto Magno de que había una corriente de causalidad que, emanando de las estrellas, tocaba literalmente el embrión humano y determinaba así su vida; quizá se refiera a la idea de Paracelso de que el creador del mundo es una especie de alquimista divino, cuyo trabajo consiste en separar de la informe materia prima las cosas del cielo y la tierra. En cualquier caso, la obra de ambos autores no se consideraba loca en su día.

[L31]Para los alquimistas era dogma de fe que, de seguirse los procedimientos adecuados, la materia se podía perfeccionar. A este fin postulaban la existencia de una piedra filosofal, de la cual se decía que el que la poseyera podría transformar en oro los metales secundarios. El elixir de la vida supuestamente confería la inmortalidad a la persona que lo destilara.

[L32]El escocés James Watt (1736-1819) desarrolló en 1765 el condensador v el regulador centrífugo que hicieron práctico y económico el empleo de la máquina de vapor en la industria.

[L33]Pequeño pueblo al sur del lago Ginebra.

[L34]Cordillera que se extiende entre Francia y Suiza.

[L35]Según la teoría del flogisto, del químico alemán Georg E. Stahl (16601734), los relámpagos y la misma luz eran una especie de fluido que se desprendía a consecuencia de la combustión.

[L36]Plinio el Viejo (23-79) y G. L. Buffon (1707-1788), naturalistas romano y francés, respectivamente, escribieron ambos una Historia Natural, obras bien conocidas y admiradas por los Shelley.

[L37]Universidad alemana fundada en 1410, tenía fama por su facultad de Medicina. Era arriesgado mandar a esa universidad al joven Víctor de diecisiete años, hijo de una tranquila familia burguesa. En Ingolstadt se fundó, en 1776, la Sociedad de los Iluminados, que postulaba, entre otros puntos, la abolición de la propiedad privada, la religión y el matrimonio.

[L38]En esta edición de 1818, Elizabeth sufre una escarlatina leve, mientras que en la edición de 1831 la enfermedad se presenta como un caso grave, resuelto favorablemente gracias a los cuidados de la señora Frankenstein, que paga por ello con su propia vida. Quizá el cambio obedezca a un deseo de acentuar el paralelo entre Elizabeth y Mary Shelley, cuya madre, como sabemos, murió al dar a luz a la autora.

[L39]Cita del poema del inglés Charles Lamb (1775-1843), The Oíd Familiar Faces (Las viejas caras conocidas).

[L40]Este logro espectacular nos llega tras una explicación en la que la autora, con gran destreza, ha evitado dar cualquier detalle. Esta poca concreción no es de sorprender si se tiene en cuenta que Víctor ha conseguido «lo que desde la creación del mundo había sido motivo de afanes y desvelos por parte de los sabios». Bajo estas circunstancias se puede disculpar a Mary Shelley el que no nos dé mayores explicaciones científicas.

[L41]Referencia al «Cuarto viaje de Simbad» de Las mil y una noches.

[L42]Pie: sistema británico de medidas. Un pie equivale a 30,48 cm.

[L43]Es la primera vez que se emplea el término monstruo. Veremos cuánto escasea este vocablo; a lo largo de toda la obra no aparece más de media docena de veces, empleándose en su lugar términos como vil ser, villano, demonio.

[L44]Cita de The Rime of the Ancient Mariner (Balada del viejo marinero) de Samuel T. Coleridge, asiduo visitante de casa de los Godwin.

[L45]Novela del inglés Oliver Goldsmith (1730-1774).

[L46]En la edición de 1831 esta carta se modificó totalmente, eliminándose de ella la cáustica visión del mundo de las leyes al hacer que Ernest piense seguir la carrera militar en lugar de la de Derecho.

[L47]Angélica es la heroína del Orlando furioso de Ariosto.

[L48]Llanura arbolada al sur de Ginebra.

[L49]Utiliza esta expresión en el sentido de pertenecer a una misma comunidad, aquí, la familia de Víctor.

[L50]Marcus Porcius Catón, filósofo estoico romano (95— 46 a. C.).

[L51]Cita del Childe Harold's Pilgrimage (La peregrinación de Childe Harold), de lord Byron, cuyo manuscrito del canto III vieron los Shelley en 1816.

[L52]Pueblecito al noroeste del lago Ginebra.

[L53]Han pasado dos años (y muchas páginas) sin que se haya hecho referencia a este ser.

[L54]La observación de Víctor es un reflejo directo de un aspecto de la tradición europea sobre vampiros, que sostiene que la primera víctima de un vampiro es alguien muy allegado a él.

[L55]Sistema de voto secreto muy empleado en la pena de muerte. Las bolas solían ser de marfil o de madera, y las negras, evidentemente, significaban un veredicto negativo.

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