Frankenstein, pobrecillo,
ha perdido un tornillo.
Suspira por los huesos
de una tal Frankenstina,
pues le ha sorbido el seso
esa monstrua divina.
Cuando ella se le acerca
el monstruo enorme mengua,
se le aflola una tuerca,
se le enreda la lengua.
Se le va la cabeza,
al hablar tartajea,
se chocha, se tropieza
e incluso se marea.
El pobre se hace un lío,
no dice una palabra
y le entra un sudor frío:
¡está como una cabra!
Ya no es ruin ni perverso,
se ha metido a poeta:
hace verso tras verso
y llena una libreta.
Sueña que en transatlántico,
con su monstrua del alma,
va en crucero romántico
por una mar en calma.
Y que serán felices
con bodas y perdices.
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