¿Qué clase de sensación es el miedo? ¿Un estimulante, como la
adrenalina, o un sedante, un anestésico que embota nuestra
conciencia? ¿Nos salva del desastre o nos empuja a la locura? ¿O
simplemente se interpone en el camino de nuestras ambiciones? El
miedo puede ser la bandera roja que nos dice «¡No sigas adelante!»,
como Laertes cuando le advierte a su hermana que el amor del príncipe
Hamlet es peligroso: «Témelo, Ofelia, témelo» [I.3.33]. O puede
ser la pluma blanca que nos dice que somos unos gallinas, demasiado
asustados para aceptar el desafío, cualquier reto, como Hamlet,
cuando, con «el hígado de una paloma», se zafa de la orden de
«¡venganza!» [II.2.574]. De modo absurdo, cuando no tenemos nada
que temer, los seres humanos nos inventamos miedos. Creamos terrores
a partir de naderías y nos damos un susto de muerte con ellas, un
síndrome que Teseo diagnostica (y del que se burla) en Sueño de
noche de verano: «en la noche imaginando un miedo bobo, | ¡qué
fácil una zarza se convierte en lobo!» [V.1.21-22]. Sin embargo,
transformar lobos en zarzas a plena luz del día puede ser un primer
síntoma de paranoia.
Estas especulaciones son muy pertinentes en el caso de Macbeth.
En esta obra nos familiarizamos con el miedo, aprendemos a oírlo,
saborearlo, verlo y notarlo en nuestra nuca, en la punta de nuestros
dedos y en el centro de nuestro cerebro. Y es que Macbeth es
el drama más terrible de Shakespeare, su anatomía del miedo. La
palabra aparece en esta obra más a menudo que en ninguna otra, y
junto a ella su sinónimo del siglo XVII,
la «duda», ahora redundante, que no solo significa «estar
inseguro», «vacilar en creer o confiar», sino también «temer,
recelar, tener miedo». En Macbeth los soldados temen a sus
camaradas más próximos; los súbditos a su rey; las mujeres a sus
maridos, temiendo su miedo. Los niños temen a monstruos de juguete y
demonios pintados; los pájaros temen la red. Todos temen el rumor y
lo que no saben. Los sonámbulos temen los ruidos: pisadas sobre la
piedra, el graznido del búho, alguien llamando a la puerta. Los ojos
temen mirar lo que han hecho las manos, y la memoria teme recordar lo
que ninguna medicina conocida puede extraer de mentes dañadas, de
cerebros infestados por los escorpiones. (Sin embargo, una vez
iniciadas, las manos se endurecen ante el miedo y las lenguas se
acostumbran a su sabor rancio en la boca). Los anfitriones temen a
los huéspedes a quienes no se espera que aparezcan en el banquete al
que no obstante asisten. Despiertos, los hombres temen las
alucinaciones de las pesadillas; dormidos, «la aflicción» de los
«terribles sueños» que «la noche nos agitan» [III.2.18-19]. Los
criados dudan de la cercanía del peligro. Sus amos dudan de los
equívocos. Todos los que confían en el lenguaje aprenden a dudar de
su duplicidad. ¿Por qué «te asustas y temer pareces | cosa que tan
bien suena?», pregunta Banquo cuando Macbeth retrocede ante los
saludos proféticos de las fatídicas hermanas en [1.3.50-51]. El
resto de la obra trabaja para contestar esa pregunta, una respuesta
aún más dificultada por el hecho de que fear y fair,
tan distintos a los oídos de los anglófonos actuales como opuestos,
son gemelos acústicos a los oídos jacobinos. Fear, «temer»
y fair, «hermoso» se pronunciaban igual en la época de
Shakespeare. Y el propio Macbeth es el «hermoso» original a quien
la obra enseña a «temer».
En un resumen esquemático, Macbeth es la historia de un
hombre que libera sus miedos en el mundo. Es un soldado avezado en la
batalla que comete un asesinato, que mata a un hombre dormido en su
casa. Y después del asesinato, aprende lo que significa hacerlo al
sufrir sus consecuencias.
Macbeth no mata de forma impulsiva. En realidad, es el héroe trágico
de Shakespeare que más reflexiona y premedita. (Vale la pena
recordar que los protagonistas trágicos de Shakespeare —Hamlet,
Lear, Otelo, Tito, Bruto, Antonio, Romeo, Coriolano— no son hombres
con grandes defectos, sino que cometen grandes errores). Macbeth no
actúa de forma involuntaria, no se deja llevar por sus impulsos, no
es torpe ni está confundido. No puede afirmar con el rey Lear
«Contra mí | se ha pecado más de lo que pequé» [III.2.59-60]. Ni
con Romeo «Lo hice con la mejor intención» [III.1.104]. No
racionaliza el homicidio dándole otro significado: venganza, por
ejemplo, tal como hace Hamlet, o piedad, tal como hace Tito. Ni es
para él el homicidio la ejecución de la justicia, un sacrificio
terrible pero necesario, como le ocurre a Otelo, convencido de que
Desdémona «morir debe o engañará a otros hombres» [V.2.6].
Macbeth, en cambio, sabe que lo que está contemplando es un
asesinato y que matar a Duncan está mal. Lo llama «condena en
firme», «horrenda acción» [I.7.20, 24]. Conoce incluso la mejor
razón para no matar. El asesino es un suicida; enseña una «lección
sangrienta, que, aprendida, torna en daño | de su inventor»;
«ofrece los fármacos» de la «copa emponzoñada» a sus «propios
labios» [9-12].
Es el que más piensa, y también el más infame de los grandes
«equivocados», el único que «por los peores medios» persigue «lo
peor» [III.4.134]. Macbeth es un regicida, un asesino de reyes.
Matar a un rey constituye un crimen político, pero también contra
la familia, dinástico. Tal como Macbeth nos permite entender,
es un crimen en última instancia contra el universo, cuyo horror
solo encuentra una expresión adecuada en la imaginería universal,
orgánica y religiosa, pues el rey, vivo, expresa la vivacidad del
reino, su fertilidad, su crecimiento y continuidad. «He empezado a
sembrarte», le dice Duncan a Macbeth, abrazando al héroe-guerrero
que ha salvado su trono del derrocamiento por parte de los rebeldes,
«y labraré de modo | que estés de mieses bien colmado»
[I.4.29-30]; «nuestros deberes […] a tu estado y trono», observa
Macbeth, son «hijos y criados, | que no hacen más que deben al
hacerlo todo | a vuestro amor y vuestra honra» [25-8]. Matar a un
rey es burlarse del amor, rescindir el contrato del deber, desgarrar
el vínculo de la naturaleza, talar el árbol de la vida. Duncan,
asesinado, es el «templo ungido del Señor» forzado y saqueado;
«sus hondas llagas» parecen «como brecha de natura | para entrada
de la ruina» [II.3.65, 110-111]. En Macbeth no es posible
ocultar en modo alguno esta doble ruptura terrible, del cuerpo
natural del rey y de su cuerpo simbólico. El cosmos, asqueado,
llegará a extremos extravagantes para dar a conocer el crimen.
Extrañas alianzas entre cosas físicas y psíquicas, naturales y
sobrenaturales, crearán aterradores mecanismos de revelación: los
ángeles pregonarán la verdad, apostándose alrededor del mundo
sobre el lomo ciego de la tormenta del escándalo, y «piedad, como
un desnudo crío recién nacido | a lomos de la tromba […] hará
estallar la horrenda acción en todo ojo, | tanto que el llanto
anegue el viento» [I.7.21-5]. Los hombres sabrán interpretar estas
señales cósmicas cuando vean por sí mismos la naturaleza vuelta
del revés, cuando haya oscuridad en la tierra en lugar de luz;
cuando el halcón sea «preso y muerto» por un búho «ratonero»;
cuando los caballos de Duncan se vuelvan «en bravío», quiebren sus
establos y se devoren uno a otro [II.4.13, 16].
Pero Macbeth es aún peor que un asesino de reyes; también es un
infanticida. En esta obra los cadáveres de niños, como el del rey,
tienen un doble papel. Cumplen funciones tanto reales como
simbólicas, lo que hace doblemente significativo que, a diferencia
de Duncan, Banquo, Macduff y Siguardo (todos los hombres adultos de
la obra), Macbeth no tenga hijos. Sin hijos, su esterilidad se mofa
de su proyecto dinástico, vaciándolo de todo significado futuro más
allá de su propia ambición de llevar la corona. Cuando reflexiona
acerca del asesinato antes de cometerlo, Macbeth se centra en sus
posibilidades de salir bien parado, calculando si «el asesinato |
echara red a las consecuencias, y atrapara | su logro en su remate»
[I.7.2-4]. No entiende hasta más tarde que hizo un mal cálculo, que
no es «atrapar» —conseguir un fin, matar a Duncan— lo que
proporciona el «remate», sino la «sucesión». No puede haber
«remate» sin «sucesión» (un heredero, descendencia, alguien que
le suceda). No tener hijos representa la muerte de la ambición: como
a Macbeth le faltan los hijos, su futuro fracasa. Y si eso sucede
tiene razón lady Macbeth: «Nada se tiene, todo se ha gastado»
[III.2.4]. Macbeth lleva una «corona estéril» y sostiene un
«infecundo cetro» [III.1.60-61]. Ha «vertido enconos en la copa de
[su] paz» y ha dado su «joya eterna» al «común contrario de los
hombres», su alma a Satán, para hacerlos «a ellos reyes», a los
hijos de «Banquo, reyes» [66-69]. Para interrumpir el futuro,
Macbeth debe detener a los niños asesinándolos. Pero la falta de
hijos, aunque resulte traumáticamente frustrante para Macbeth, es
algo que solo ve en términos dinásticos. Significa mucho, mucho más
para Macduff. Es la única explicación que Macduff puede dar para el
crimen de Macbeth cuando se entera de que el «gavilán de infierno»
[IV.3.217] ha asaltado su castillo y ha acabado con toda su familia:
«Madre, niños, siervos, todo | lo que hallarse pudo»; «Él no
tiene hijos», dice Macduff en respuesta, sin poder reaccionar ni
decir otra cosa [211-12, 215]. Parece muy poco que decir, dado el
caso. Casi nada. Pero eso en sí mismo denota el intento de Macduff
de expresar lo que para él es inefable: ¿cómo puede un hombre que
no tiene hijos entender lo que significa matar a un niño? Un
infanticida no solo tala el árbol de la vida. Derrama los «gérmenes
de natura», derriba las semillas de la vida y las convierte en
despilfarro arruinado, haciendo «que la destrucción enferme»
[IV.1.58-9].
Dado lo espantoso de la historia, ¿por qué al final de la obra
vemos invertidos los papeles de víctima y verdugo, y a Macbeth como
el perjudicado de la tragedia? ¿Por qué no es ya un lobo o un
gavilán del infierno sino un oso atado a una estaca, atacado
salvajemente por los perros? ¿Por qué no es ya el matarife de todos
los niños, sino el marido apenado y despojado de «lo que a la vieja
edad acompañar debía», «honra, amor, respeto, multitud de amigos»
[V.3.24-5]? ¿Por qué no es ya el «pariente sin igual», sino un
«pobre actor» cuya vida es «un cuento | contado por un idiota […]
y sin ningún sentido» [I.4.59; V.5.24, 26-8]? ¿Por qué al final
no sentimos satisfacción, sino pesar? O, planteando la pregunta de
otro modo, ¿por qué Macbeth acaba como tragedia y no como
melodrama? ¿Y están todas estas preguntas relacionadas de algún
modo con las que plantea Macbeth en su escena inicial a esas
«adivinas a medias» [I.3.69], las fatídicas hermanas, que le dicen
el futuro pero no se quedan a contestar su interrogatorio? «¿Qué
sois?», exige saber de las «ajadas» mujeres que interrumpen su
primera entrada, cerrándole el paso al materializarse de repente en
la tormenta, en el páramo sacudido por la batalla, que «no se
parecen a vecinos de la tierra, | y con todo, en ella están»
[38-46]:
[…] decid de dónde
sacáis tan raros acertijos, o
por qué
en este páramo os cruzáis a
nuestro paso
con saludo agorador. [74-7]
¿Qué? ¿De dónde? ¿Por qué? («¿por qué?» es algo nunca
contestado en la tragedia; en realidad es la pregunta sin respuesta
que nos hace saber que estamos en una tragedia). En el teatro, y en
el texto, sabemos más que Macbeth en este momento. Sabemos que está
de camino a una cita en el páramo que ignoraba que hubiese
concertado. Sabemos que, fuera de la zona de peligro de la batalla,
mientras se dirige hacia la seguridad del hogar, se le ofrece al
guerrero que se ha visto detenido por un encuentro casual con unas
extrañas una «solicitación» [133] que le cambiará la vida.
Porque sabemos que Macbeth está conversando con brujas, y es la
presencia material de estas, esas «adivinas a medias», el suceso
original en la obra de Macbeth que marca toda la diferencia para el
futuro que predicen.
TEXTOS HISTÓRICOS / TEXTOS TEATRALES
Shakespeare encontró a Macbeth, Duncan y las fatídicas hermanas en
el segundo volumen de las Crónicas de Raphael Holinshed
(1587). Este vol. II le proporcionó dos documentos del pasado remoto
de Escocia —¿leyenda o historia?— de los que obtener material.
En la primera historia Donwald, el «capitán del castillo» del rey
Duff, suplica por las vidas de ciertos parientes que han sido
sentenciados por traidores. Su crimen fue capital, pero ellos fueron
unos crédulos incautos, «persuadidos» por el «consejo fraudulento
de diversas personas malvadas»: fueron títeres de unas brujas. Por
eso, cuando Duff niega su perdón, Donwald se siente indignado. Con
el rencor «hirviendo en su estómago», cede a la persuasión de su
esposa cuando ella le muestra cómo podrían «cortar en secreto» a
Duff «el cuello mientras yace durmiendo, sin alboroto alguno».
La última historia, más completa, se sitúa en el reino del rey
Duncan, un hombre «de naturaleza tan suave y apacible», tan
«descuidado» al «castigar a los delincuentes» que «muchas
personas mal gobernadas» aprovechan la «oportunidad para perturbar
la paz y el sosiego del Estado» con «sedicioso tumulto». Primero
Macdowald se rebela contra el «blandengue», reclutando en Irlanda
«un buen número de kernes y galloglasses» que luchan «con la
esperanza del botín». A continuación Sueno de Noruega invade el
reino. Después de él, ataca una flota danesa. En todos estos
disturbios nada intimida al «valiente Macbeth»: es tan duro como
blando es el rey, su primo (de quien es el pariente más cercano). Le
envía la cabeza de Macdowald a Duncan en una pica; sorprende y acaba
con el ejército dormido de Sueno; obliga a los daneses a retroceder
hasta la costa; y luego, con Banquo, se dirige hacia Forres. Pero un
prodigio extraño y grosero les detiene: «tres mujeres ataviadas de
forma extraña y salvaje, que parecen criaturas del mundo antiguo»,
«llaman» a Macbeth «barón de Glamis» y «de Cáudor», «en
adelante […] rey de Escocia». Desafiadas por Banquo, le «prometen
mayores beneficios»: no reinará «de obra», pero engendrará a
quienes lo harán. Luego desaparecen. Macbeth y Banquo se toman a
risa la «ilusión fantástica» y la califican de «broma». Pero
«después la opinión común fue que esas mujeres eran las fatídicas
hermanas, es decir (como diría usted), las diosas del destino, o
bien unas ninfas o hadas dotadas del conocimiento de la profecía por
su ciencia nigromante, porque todo acabó pasando tal como habían
dicho».
Sin embargo, transcurre algún tiempo hasta que Macbeth da el paso
para «usurpar el reino por la fuerza». Recuerda las «palabras de
las tres hermanas», pero, de forma aún más decisiva, escucha a su
esposa, que «le insiste para que lo intente» porque ardía en
«deseos insaciables de llevar el nombre de una reina». En
Holinshed, Macbeth tiene una «justa contienda» contra Duncan, y la
muerte de este no es el asesinato en secreto de un rey dormido.
Consigue la ayuda de «amigos fieles» —el principal de ellos,
Banquo— y mata a Duncan en una batalla. A continuación reina como
un gobernante modélico durante una década.
Pero este rey ejemplar es en realidad «una falsificación» que vive
en constante «miedo», irritado por las predicciones de las brujas.
Los «remordimientos de conciencia» acaban sacando a la luz al
verdadero Macbeth. Banquo sufre una emboscada, Fleancio huye, se
producen asesinatos indiscriminados. Toda Escocia sospecha, teme,
mientras Macbeth se vuelve temerario en sus atrocidades, seguro de
que es invulnerable hasta que el bosque de Bírnam ascienda la colina
hasta Dunsinane o hasta que se encuentre con un hombre no «nacido de
mujer alguna». Macduff cabalga hasta Inglaterra para reclutar a la
resistencia. Macbeth envía soldados a Fife para acabar con su
familia. Pero se moviliza el ejército de Malcolm. Macbeth se retira.
El bosque de Bírnam camina. El tirano se enfrenta a su último
enemigo, se burla de él con la inmunidad de las brujas y oye a
Macduff responder: «Soy él mismo», no «fui parido por mi madre,
me arrancaron de su vientre». El resto de la historia de Macbeth se
cuenta en tan solo cinco frases. Clavan su cabeza en una pica, como
la de Macdowald años atrás. Y la Crónica termina con pocas
palabras: Macbeth «realizó muchos actos dignos», pero «por
ilusión del diablo» —la primera vez que oímos hablar de él en
toda esta historia— «difamó» su reino «con muy terrible
crueldad». «Fue muerto en el año del Señor 1057, y en el 16.º
año del reinado del rey Eduardo sobre los ingleses».
Al leer a Holinshed es fácil imaginar la mente de Shakespeare
pasando sobre la Crónica como un imán que recogiese
limaduras de hierro: imágenes, intercambios, comentarios casuales
que se enganchan a la memoria. Mientras trabaja en este «texto
histórico», el dramaturgo resume el tiempo y condensa la historia,
y, al encontrar miedo en abundancia en Holinshed, dispone un universo
moral en el que la línea entre «lo Bueno» y «lo Malo» parece
estar dibujada con firmeza. Todas las grandes ideas están ahí. ¿Qué
constituye al «buen» gobernante? ¿Qué son las «gracias que en un
rey bien caen» [IV.3.91]? (El material con el que Shakespeare
escribe la escena 3 del acto IV, que transcurre en Inglaterra, lo
saca directamente de Holinshed). ¿Hasta qué punto es responsable el
hombre traicionado de construir al traidor? ¿Cuáles son los usos —y
los límites— de la violencia en una cultura en la que la «humana
ley» no ha «purgado aún el goce» [III.4.75]? ¿Qué poder ejercen
los «ministros de las tinieblas» [I.3.123] en la vida humana?
¿Deberían los hombres escuchar a sus mujeres o a las brujas? ¿Cómo
puede Escocia, con sus irlandeses renegados, los guerreros que
apestan a sangre, sus tribus enfrentadas, sus «fatídicas hermanas»,
su paisaje arruinado y desolado, ser un modo de reflexionar sobre
Inglaterra?
Tampoco tenemos una fecha segura para la escritura original o primera
representación de Macbeth, pero hay muchas buenas razones por
las que Shakespeare podía haber querido producir una «obra
escocesa» en 1605 o 1606. Jacobo Estuardo, un escocés, el sexto de
esa casa en reinar en Escocia en una dinastía que se remontaba hasta
Banquo, heredó el trono inglés cuando la última Tudor, Isabel,
murió en 1603. Uno de los primeros pasos fue tomar la compañía
dramática de Shakespeare bajo su mecenazgo personal, convirtiendo
Los Hombres del lord Chambelán en Los Hombres del Rey. Macbeth
pudo ser la reacción de Shakespeare a la nueva organización; desde
luego, la obra retomó temas que el rey encontraba absorbentes.
A Jacobo le interesaban las teorías sobre el gobierno. En 1598,
durante una enfermedad a la que temió no sobrevivir, escribió su
testamento político, un manual de instrucciones para la monarquía,
Basilicon Doron («El don real»), dirigido a su hijo de
cuatro años, Enrique. El libro, dividido en tres capítulos, exponía
el deber del rey hacia Dios, su cargo y él mismo, y ofrecía
instrucciones sobre todos los aspectos, desde administrar justicia,
seleccionar a los consejeros y elegir buenos libros hasta manejar a
los clérigos, la economía, el matrimonio, su pelo y sus modales en
la mesa. El Basilicon Doron circuló ampliamente en Inglaterra
a partir de 1603, y los ingleses lo estudiaban como si fuese una
especie de clave que descifrase la incógnita (además, extranjera)
que era su nuevo rey. Shakespeare pudo haber leído a Jacobo cuando
habla de la diferencia entre el buen rey y el tirano: «uno reconoce
haber sido dispuesto para su pueblo, haber recibido de Dios una carga
de gobierno de la que debe rendir cuentas; el otro cree que su pueblo
está dispuesto para él, que es una presa para sus apetitos». Pudo
haberse detenido en sus comentarios sobre la conciencia enfermiza, la
«conciencia cauterizada» que se vuelve «inconsciente del pecado,
durmiendo en una seguridad despreocupada».
Al poner por escrito su teoría sobre la estabilidad política,
Jacobo revelaba su considerable experiencia sobre sus alternativas,
las cuales Shakespeare explora en Macbeth. La traición era
una forma habitual de regular la política en Escocia, y Jacobo, que
llegó al trono de Escocia siendo un bebé, había sobrevivido a
varias conspiraciones en su contra, incluyendo la última, el complot
de asesinato de Gowrie en agosto de 1600. Su padre había sido
asesinado, y en 1587 había visto desde la barrera cómo su madre,
María, era ejecutada por la reina Isabel por conspirar para usurpar
su trono: como Macbeth, María era la pariente más cercana de su
prima real, cuyo reino además quería, pero, a diferencia de Duncan,
Isabel no era ninguna «blandengue». En 1605 Jacobo volvió a ser
objetivo de unos terroristas: los londinenses se quedaron
impresionados ante la traición descubierta en el interior, la
«conspiración de la pólvora», un complot procatólico encabezado
por Guy Fawkes que pretendía hacer estallar el Parlamento y al rey,
cuando este llegase para la inauguración estatal del 5 de noviembre.
En marzo siguieron la lectura de cargos y el juicio de los
conspiradores (mientras el rey asistía también a las vistas, de
incógnito y en privado). Entre los conspiradores se hallaba el
jesuita Henry Garnet, quien alegó en su defensa, como es sabido, la
doctrina del «equívoco», según la cual se podía mentir bajo
juramento y seguir teniendo la conciencia tranquila. Sin embargo,
Garnet fue ejecutado de todas formas. (Su doctrina se expresa en
Macbeth, donde el ambiguo portero recita un monólogo cómico
frente al equívoco y convencional Macbeth.)
Jacobo se interesaba también por la brujería. Demonología
(1597) fue su réplica a El descubrimiento de la brujería
(1584), de Reginald Scot, una obra escéptica y muy leída en la que
Scot «descubría» que la brujería era fraudulenta y los acusadores
que «proclamaban la brujería» eran sencillamente gente con malas
intenciones. El tremendista librito de Jacobo contraatacaba hablando
de «la temible abundancia en estos tiempos y en este país de esas
detestables esclavas del diablo, las brujas». Para Jacobo, en 1597,
la brujería era real y estaba presente en el mundo. Varios años
atrás había interrogado en persona a Agnes Sampson, el acta de cuyo
juicio por brujería circuló por Inglaterra en un panfleto titulado
Noticias de Escocia (1591), el cual Shakespeare leyó con toda
probabilidad. Los personajes de ese drama incluían a un tal David
Seaton, a un tal Geillis Duncane y a alguien identificado solo como
«la esposa del portero de Seaton», nombres que casualmente aparecen
más tarde en Macbeth. Cuando Jacobo calificó parte de la
confesión «milagrosa y extraña» de Sampson de mentiras
«extremas», ella le llevó aparte y «le declaró las palabras
exactas que intercambiaron» él mismo «y su reina en Oslo, Noruega,
en su noche de bodas», palabras, dijo el rey, «que ni todos los
demonios del infierno habrían podido descubrir». En Londres, en
1603, ordenó la reimpresión de su Demonología y promovió
la promulgación de una nueva ley sobre brujería (más dura). Nunca
quiso derogarla, aunque con el paso de los años se volvió escéptico
sobre el tema y pasaba más tiempo sacando a la luz falsas
acusaciones y revocando condenas que descubriendo brujas.
Jacobo tenía otro «interés» relacionado con Macbeth. Como
el barón de Faif de Shakespeare, Jacobo «tenía una esposa»
[V.1.41], Ana de Dinamarca, una mujer de gran inteligencia política
cuya mera presencia modificó la dinámica de poder de la monarquía.
Por primera vez desde el acceso al trono de Isabel I en 1558, la
reina de Inglaterra no era una soberana sino una consorte, no era la
voz del poder sino la palabra inductora en el oído del poder, y no
una virgen sino una madre prolífica: tuvo ocho embarazos entre 1594,
cuando nació su primer hijo, el príncipe Enrique, y 1606; solo tres
de sus hijos sobrevivieron a la infancia. Ana era ferozmente, e
incluso paradójica y criminalmente, maternal, alguien capaz de
afirmar que los «sesos» de su bebé «estrellara», como amenaza
con hacer lady Macbeth para demostrar una teoría [I.7.58]. Lo cierto
es que hizo algo igual de impactante. La costumbre en Escocia era
apartar a los bebés reales de su madre y dejarlos en manos de unos
tutores oficiales, una práctica muy antinatural y chocante para la
danesa Ana. Loca de pena cuando le arrebataron a su bebé Enrique y
decidida a recuperar su custodia, apeló primero a su marido. Jacobo
apoyó la costumbre. Así que Ana viajó a la residencia en la que se
alojaba Enrique, se plantó en el patio de piedra y se golpeó el
vientre hasta abortar al niño que llevaba entonces en su seno.
Jacobo cambió de opinión y Enrique le fue devuelto. Pero su reina
«rebelde» continuó mostrándose difícil. En Londres, en la noche
de Reyes de 1605, escandalizó a la corte inglesa al pintarse la cara
de negro junto a sus damas para interpretar a las hijas de Níger en
la primera gran mascarada del nuevo reinado, planeada por la propia
Ana, La mascarada de la negrura. Dos meses antes se había
representado en la corte Otelo, de Shakespeare (¿inspiró su
moro las hijas de Níger de Ana?), y quizá el dramaturgo recordase a
la reina con el rostro pintado de negro cuando, poco después, en una
obra que contenía un claro homenaje a Jacobo en el papel de César
Augusto, escribió un papel soberbio para una «pendenciera» reina
negra de Egipto, Cleopatra. Esta circulación de recuerdos de
representaciones podría sugerir al menos que si Jacobo figuraba en
la «obra escocesa» de Shakespeare también lo hacía Ana. Nadie
olvidaba que su entrada en la historia escocesa estuvo marcada por
las brujas: era la joven novia que viajaba en la flotilla nupcial que
se hundió presuntamente debido a unas tormentas desatadas por brujas
en el mar del Norte, cuando trataba de alcanzar Escocia en 1589.
Al citar estas historias no propongo leer Macbeth como una
obra sobre la actualidad de su época, sino recordar que las obras de
Shakespeare, sea cual sea el tiempo en la que se sitúen, están
saturadas de los materiales de su presente, siempre en conversación
con los acontecimientos inmediatos: la Escocia del siglo XI
«conoce» el Londres jacobino. Y que el sentido original de
duplicidad temporal inscrito en las obras persiste: cuando miramos
una obra de Shakespeare hoy en día nos parece que lleva una doble
vida. Pertenece al pasado de comienzos de la era moderna, pero
también a nuestro presente posmoderno. Su representación es tanto
una reposición como un estreno. Otra perspectiva es considerar cada
obra de Shakespeare como una serie de textos paralelos. Uno de ellos
es un objeto; el otro, un organismo. El objeto es la obra-texto, cuya
primera versión fue el manuscrito del teatro llamado el «libro».
Comprende las palabras de la obra, las cuales se originaron en la
Inglaterra de comienzos de la era moderna y que han llegado hasta
nosotros en diversas copias impresas —cuartos y folios—
utilizadas por los editores para compilar nuestras ediciones
modernas. Puesto que es un objeto, podemos examinar y apreciar esta
primera clase de texto como un artefacto, digamos, un jarrón
etrusco. Sin embargo, en el caso de una obra-texto, el «libro» es
también un guión, y cualquiera de estos se caracteriza por
constituir un texto incompleto. Contiene instrucciones hacia algo que
nunca está escrito, la representación, es decir, la acción,
caracterización, gestos, efectos visuales, vestuario, sonido: todo
lo que convierte las palabras en obra, y no solo la representación
«original» de Macbeth, sino también las sucesivas de la
obra-texto en sus cuatrocientos años de vida en el teatro. Llamemos
a este segundo texto, no registrado pero vivo y experimentado, el
«texto de representación» para distinguirlo del «texto-obra»,
relativamente fijo. Cuando se representa, Macbeth siempre
supera las palabras impresas en cualquier edición de la obra. Véase
la palabra «Macbeth». Por el simple hecho de elegir a un actor u
otro para el papel protagonista —Ian McKellen, Antony Sher, Jon
Finch o James Frain— Macbeth cambia. Vestir a Macbeth con
calzas y jubón, cuero negro, ropa de camuflaje o vaqueros altera el
modo que tienen los espectadores de entender el papel y el mundo que
habita. Lo mismo ocurre al situar la obra en un castillo medieval o
en una urbanización de una zona urbana deprimida. Si bien la
obra-texto es un ente cerrado, el texto de representación está
completamente abierto y acoge muchas interpretaciones, lo que
significa que Macbeth ha estado acumulando capas de nuevo
significado desde su primera representación, cada vez que se
presenta con nuevos actores y públicos en nuevos teatros ante nuevas
generaciones.
Resulta que el primer texto que tenemos de Macbeth, la versión
impresa del Primer Folio de 1623, muestra indicios que sugieren que
este proceso natural estaba ya en marcha: en su superficie textual
aparecen señales de representaciones sucesivas que indican la
presencia de unas manos ajenas a las de Shakespeare trabajando en
Macbeth. Ello equivale a decir que en el texto aparecen cosas
que no escribió Shakespeare: toda la escena 5 del acto III (la de
Hécate), y en la escena 1 del acto IV los versos 39-43 y 124-131 (la
reaparición de Hécate con un coro de brujas que canta y baila). El
director de principios del siglo XX
Harley Granville Barker describió este material como «auténticas
sandeces», y sabía que no era de Shakespeare, pues este, según
pronunció firmemente, «no estaba de humor para sandeces cuando
escribió Macbeth». Lo más probable es que las
interpolaciones sean de Thomas Middleton, y lo delata el «pie para
una canción» que marca cada añadidura, «Vuelve ya, ven acá,
Hécate, Hécate, ven acá» en III.5.35 y «Espíritus negros
y blancos» en IV.1.43. Son los primeros versos de canciones que
aparecen completas en La bruja, de Middleton, una obra que,
como Macbeth, era propiedad de Los Hombres del Rey y estaba
interpretada por esa compañía. Pero ¿por qué se incluyeron en
Macbeth las canciones de Middleton? ¿Y cuándo? El astrólogo
y curandero Simon Forman vio Macbeth en el Globe en abril de
1611 y dejó un relato presencial, una sinopsis bastante buena para
un espectador que veía por primera vez la obra, aunque su visión
estuviese contaminada de forma evidente por sus lecturas: llama a las
fatídicas hermanas «hadas o ninfas», repitiendo las palabras de
Holinshed. Lo que llamó la atención de Forman fueron las
conmociones y «sustos» de Macbeth: los «saludos», los
prodigios que conlleva el crimen, el fantasma, el banquete arruinado,
el sonambulismo y «la sangre en las manos [de Hamlet] que no podía
quitarse de ningún modo». Pero Forman no hace mención alguna de
Hécate o sus sensacionales «números musicales». ¿Sugiere su
silencio que no aparecía en Macbeth en 1611? ¿Y cuándo se
incorporó?
Sería más fácil responder esa pregunta si pudiéramos datar La
bruja, de Middleton. No podemos, pero sabemos que alude al
escándalo más famoso que recorrió la corte jacobina, el caso de
divorcio Howard-Devereux en 1613. Ella, Frances Howard, lady Essex,
quería divorciarse para poder casarse con Robert Carr, el favorito
del rey. Él, Robert Devereux, el infortunado conde de Essex, se
había mostrado dispuesto a renunciar a ella, pero se echó atrás
cuando se supo que la dama había consultado a una «mujer sabia»
—una bruja— para «acabar con su señor». A medida que el caso
avanzaba —con el rey impaciente por verlo resuelto y los obispos
contribuyendo a entorpecerlo—, Essex dio su consentimiento al
divorcio pero se negó a admitir el único fundamento admisible (y
totalmente inventado) para una anulación, la «insuficiencia»
sexual, porque ello le impediría volver a casarse, lo cual le
dejaría sin hijos, y a su título de conde sin heredero. Sus
abogados se decidieron por el equívoco: «confesaría su
insuficiencia» hacia Frances pero insistiría en que era
«maleficiatus solo ad illam», es decir, impotente por
brujería, pero solo hacia ella.
Middleton reflejó esta situación grotesca, el principal tema de
chismorreo en Londres en abril de 1613, en una de las tramas de La
bruja, en la que Antonio, el marido, es impotente con su esposa
pero no muestra ninguna «insuficiencia» en la cama con su amante,
una mujer de vida alegre, y en la que Hécate y su pandilla son las
mágicas causantes, entre serias y cómicas, de su indisposición
marital. Las brujas se muestran profundamente amenazadoras, debido a
su tráfico de cadáveres de bebés bastardos, pero también
escenifican un aquelarre operístico, con sus canciones y un gato
volador.
Los Essex se divorciaron en octubre de 1613; en la Navidad de ese año
Frances se casó como si fuesen sus primeras nupcias, «con el pelo
suelto» —es decir, como una virgen— con Carr, reciente conde de
Somerset. Al parecer, el rey dotó a la novia con diez mil libras
esterlinas en joyas, y Thomas Middleton escribió una mascarada de
boda para la ocasión. Pero dieciocho meses después la pareja de oro
se estrelló. Empezaron a correr rumores sobre la muerte de sir
Thomas Overbury, el brillante y ambicioso secretario de Somerset que
se había opuesto en voz alta al divorcio y que murió de forma
conveniente pocos días antes de que este culminara: una muerte
horrible, según se dijo en el momento, causada por la sífilis.
Ahora se afirmaba que había sido envenenado. Los Somerset fueron
arrestados por el asesinato de Overbury en octubre de 1615,
comparecieron en abril del año siguiente y llegaron al juicio
profundamente implicados por la admisión despavorida de cómplices
de poca monta que ya habían sido ahorcados. Anne Turner, criada e
íntima de Frances (algunos crueles contemporáneos llamaban a
Frances bruja y a Anne su «familiar»), confesó que años atrás
habían consultado a Simon Forman acerca de la anulación y había
utilizado hechizos y figuras de cera para adelantarla. (No pudo
convocarse a Forman; había muerto en 1612.) «Esto por la brujería
—comentó el fiscal—. Ahora por el envenenamiento.» Tanto Turner
como Frances confesaron, pero Carr manifestó su inocencia. Todos
fueron condenados, pero solo se ejecutó a Turner. La pareja pasó
los seis años siguientes en la torre de Londres.
¿Qué implica esto para Macbeth? Si la pieza La bruja,
de Middleton, fue escrita y llevada a escena en tono de sátira
durante los meses que sucedieron al escandaloso divorcio, cuando la
frase «maleficiatus ad illam» era un chiste verde y todo el
mundo en la sala era capaz de reconocer al marido idiota, a la
encantadora «Francisca» y al cómico Scot, tras las comparecencias
de los acusados la situación se vio profundamente alterada. La
brujería había dejado de ser un asunto de risa, y también el
asesinato. Bajo mi punto de vista, La bruja fue eliminada del
repertorio porque los acontecimientos habían vuelto peligroso su
carácter cómico. Sin embargo, la compañía de Shakespeare, Los
Hombres del Rey, tenía en reserva otra obra con brujas, en sintonía
con aquellos tiempos marcados por el miedo y la imaginación y capaz
de aprovechar el aumento repentino del interés popular hacia la
brujería. Puede ser que, a medida que avanzaba el juicio de Frances
Howard y se la tildaba de forma cada vez más escabrosa de esposa
«demoníaca» y «puta, mujer, viuda, bruja» en las baladas,
mientras que Carr era considerado por sus contemporáneos una mera
víctima engañada —«si no hubiese conocido a semejante mujer
podría haber sido un buen hombre»—, la compañía de Shakespeare
recuperase Macbeth. Sus miembros adecuaron su tragedia, que
había sido escrita diez años atrás, a los acontecimientos del
momento recurriendo a algunas escenas de Middleton que desencadenaban
una referencia y hacían que la comedia ausente apareciera en el
escenario pero también utilizaron esas escenas para prolongar
Macbeth justo en los puntos en que los espectadores deseosos
de sensaciones podían querer más, añadiendo un material sobre
brujas que, una vez reubicado, ensombreció los espectáculos de
Middleton, reescribiéndolos con una nueva capacidad para perturbar
al espectador. A aquellas alturas, es decir, a finales de abril de
1616, Shakespeare había muerto ya, por lo que cualquier añadidura a
Macbeth tendría que realizarla otro dramaturgo.
Tal como yo lo veo, el texto de Macbeth marcado en el Folio
como «de otro autor» no está «alterado» ni es un «problema»;
más bien nos ofrece una oportunidad. Nos muestra un guión de
trabajo que lleva indicios de su vida continua en el teatro, donde el
«libro» pertenecía a los intérpretes, que lo sometían a la misma
actualización que se efectuaba, por ejemplo, con Doctor Fausto,
de Christopher Marlowe, o La tragedia española, de Thomas
Kyd. En una época en que casi todas las obras desaparecían del
repertorio activo en unas semanas, esas dos tragedias de finales de
la década de 1580, muy apreciadas por el público, seguían
representándose diez y hasta veinte años más tarde. Al
recuperarlas, los intérpretes encargaban revisiones. Así, en 1602
William Bird y Samuel Rowley reescribieron la trama cómica paralela
en Fausto, actualizando los chistes, mientras que en 1601 Ben
Jonson añadió un material que desarrollaba las escenas de locura en
la obra de Kyd. Como esos añadidos, las inclusiones de Middleton en
Macbeth pueden interpretarse como un barniz contemporáneo,
sobre todo la burla que Hécate comparte con sus compinches, «bien
sabéis que los peores | enemigos del hombre son | soberbia y
despreocupación» [III.5.32-3]. De un modo todavía más
significativo, los añadidos de Middleton determinaron el futuro de
la obra en el teatro. Cuando William Davenant recuperó Macbeth
en la Restauración, fue la versión de Middleton la que adaptó al
espectáculo operístico que Samuel Pepys consideró en 1667 «una de
las mejores obras por […] variedad de baile y música, que he visto
en mi vida», un espectáculo que nuestro teatro de hoy en día
titularía sin duda Macbeth, el musical. Las brujas de
Davenant no solo cantaban y bailaban; volaban. Y, lo que era aún más
increíble, sobrevivían. El Macbeth que Davenant basó en la
versión de Middleton se mantuvo en el repertorio teatral hasta la
década de 1850. Con el paso de los años la pandilla de Hécate fue
ampliándose hasta formar un corps de ballet mauvais de
cincuenta miembros que interpretaba, tal como el nombre sugiere, una
danza fea, un baile de arpías. Es evidente que las representaciones
sucesivas de Macbeth mostraban una fascinación creciente
hacia los «ministros de las tinieblas» [I.3.123] sobre la que
conviene pensar.
PRIMERAS COSAS / «PRIMICIAS»
Holinshed comienza la historia de Macbeth en su Crónica con
genealogías. Shakespeare empieza con brujas:
Trueno y relámpago. Entran
tres brujas. (Acotación del Folio)
Es decir, Shakespeare empieza con problemas:
PRIMERA BRUJA ¿Cuándo
volvemos a vernos?
¿En lluvia? ¿En rayos? ¿En
truenos?
SEGUNDA BRUJA Cuando pierdan,
cuando ganen
la batalla, cuando acaben
tremolina y barahúnda.
TERCERA BRUJA Antes de que el
sol se hunda.
PRIMERA BRUJA ¿Dónde el
lugar?
SEGUNDA BRUJA Junto al brezal.
TERCERA BRUJA Allí con Macbeth
iremos a dar.
PRIMERA BRUJA ¡Ya voy, Beche
Gris!
TODAS Hermoso es lo feo y es
feo lo hermoso:
volar por la niebla y el aire
apestoso.
Salen.
Y luego se marchan.
Transcrita exactamente del Folio para reproducir la más temprana
evidencia textual que tenemos de las instrucciones del dramaturgo
respecto a la representación (o la ausencia de ellas), esta escena
inicial demuestra la práctica habitual de Shakespeare consistente en
utilizar las primeras escenas para crear una imaginería que, como
minas, detonará a lo largo del resto de la obra. Establece un ritmo
acústico o de dicción y un vocabulario específico para la obra,
pero también una retórica, una forma de hablar. E introduce un
campo visual, un aparato material que la representación empleará y
habitará. En Macbeth comprime todo eso en solo diez líneas,
un rayo de una escena inicial que cae y se desvanece antes de que los
espectadores puedan hacer poca cosa más que «asustarse», como le
sucederá a Macbeth más tarde. Esta escena es una iniciación a la
extrañeza que se anticipa al primer encuentro de Macbeth con «tan
raros acertijos» [I.3.75]. Lo que Shakespeare le hace más tarde a
Macbeth, lo ensaya primero con el público. Nos ofrece un supuesto
práctico preliminar sobre la duda.
Todo en esta pequeña escena dificulta la interpretación. Suena
extraña. La «acústica estándar» en el escenario de Shakespeare
es el pentámetro yámbico, como el primer verso de Macbeth en la
obra: «Día tan malo y tan hermoso nunca he visto» [I.3.37]. Por el
contrario, «¿Cuándo volvemos a vernos? | ¿En lluvia? ¿En rayos?
¿En truenos?» nos da un verso cortado, un acento invertido como un
latido arrítmico o el sonido de aproximación del escualo en el
clásico de Steven Spielberg, Tiburón, que acelera nuestro
pulso hasta la taquicardia. Hay algo extraño en la estructura de la
rima. Es como si las preguntas planteadas («¿Cuándo?», «¿Dónde?»)
no estuvieran abiertas sino cerradas, limitadas a respuestas
predestinadas, y la rima en sí fuese una especie de voz profética.
Y luego está la retórica de la escena. La obra se inicia con una
pregunta: «¿Cuándo volvemos a vernos?». Y las tres escenas
siguientes también: «¿Qué hombre es aquel ensangrentado?»,
«¿Dónde has estado, hermana?», «¿Se ha hecho ya justicia en
Cáudor?». Estas preguntas producen la extraña sensación de un
mundo que duda profundamente de sí mismo, necesitado de respuestas
que con frecuencia no llegan, pero al mismo tiempo, de forma
paradójica, un mundo en el que el futuro está ya fijo y todas las
respuestas se conocen. Casi cada verso de esta apertura contiene una
pregunta adicional, una paradoja o antítesis, una ambigüedad o un
juego de palabras: «Cuando pierdan, cuando ganen | la batalla»,
«Hermoso es lo feo y es feo lo hermoso». Esta es la retórica del
equívoco, del doble sentido, y resulta ser el lenguaje
característico de esta obra. De acuerdo con la memorable observación
de L. C. Knights sobre el «nauseabundo ritmo de vaivén» de este
tipo de versos («¿Puede esta sobrenatural solicitación ser mala?
No. ¿Puede ser buena? No», I.3.130], la retórica de Macbeth
sugiere «la clase de juego metafísico a cara o cruz que va a
disputarse entre el bien y el mal». Las ecuaciones morales que
proponen tales versos son aterradoras. ¿Significa «cuando pierdan,
cuando ganen | la batalla» que ganar y perder van a ser, de algún
modo, lo mismo en Macbeth? Y si «hermoso es lo feo y es feo
lo hermoso», ¿cómo se distingue? ¿Cómo se reconoce la condena o
la gracia? ¿Cómo sabes a quién estás mirando?
La escena inicial encuentra esta última pregunta particularmente
perturbadora (y continuará molestando: Duncan, en I.4.12-15, dirá
del súbdito de quien nunca esperó que le traicionase: «él era un
caballero en quien | fundé una entera fe». Sin embargo, nunca se
sabe. Porque «No hay arte alguna | de descubrir en una cara las
marañas | del pensamiento»). Utilizando todo nuestro «arte» en la
escena 1 del acto I, ¿qué pensamos de «las tres»? Más tarde,
Banquo las describirá como criaturas de antítesis y paradoja:
«¿Vivís? ¿Sois cosa […]?», «debéis ser mujeres, | pero […]»
[I.3.41, 44-5]. Las denomina «fantasías», es decir, creaciones
ficticias de su propia imaginación [52]. No obstante, «por fuera»
semejan ser corpóreas [53]. Pero entonces «se desvanecen», como
burbujas en agua o «soplo en el viento» [78, 81]. En la escena 1
del acto I, el texto no nos ayuda demasiado para decidir quiénes o
qué son «las tres». No se nombran una a otra, ni a sí mismas. Los
nombres de los personajes en el Folio son «1.», «2.» y «3.».
Solo en las acotaciones son «brujas», y, de forma increíble,
solo una vez en la representación, en I.3.6, cuando la «piojosa
culo-gordo» parece saber muy bien con quién se está negando a
compartir sus castañas: «¡Arredro, bruja!», grita. Puede que esté
en lo cierto, pues la propia «bruja» explica la pulla sin negarlo.
En esa última escena «las tres» se llaman a sí mismas «las
hermanas», y «las fatídicas hermanas» es el nombre que Macbeth
conoce cuando las cita en su carta a su esposa en I.5.7, y Banquo
recuerda cuando admite soñar con ellas en la escena 1 del acto II.
Pero ¿qué es una «bruja» o una «fatídica hermana»?
En la escena 1 del acto I, no lo sabemos (recordemos que no oímos la
palabra «bruja» en esta obra hasta I.3.6). Y si el texto no nos lo
dice, tampoco lo hace la representación: los comentarios
desconcertados de Banquo en la escena 3 del acto I, tal como hemos
visto, solo toman la medida a las fatídicas hermanas encontrándolas
incomprensibles. Son enigmas, con cuerpo («semejáis») y sin cuerpo
(«se desvanecen»), lo cual expone las confusiones entre lo material
y lo sobrenatural que vuelven tan problemática la intervención de
las fatídicas hermanas en la obra. Lo que sí sabemos en la escena 1
del acto I es que volverán y que ya han identificado a un futuro al
que llaman «Macbeth». Cuando reflexionemos más tarde sobre ello,
no podremos citar un momento en esta obra que preceda a la
interferencia o contaminación por parte de las brujas (compárese
con Hamlet o Sueño de noche de verano, que empiezan
con escenas de la vida cotidiana —una guardia, preparativos de
boda, una discusión familiar— antes de que los encuentros con un
fantasma o con hadas vuelvan sus mundos del revés).
Resulta instructivo recordar al rey Jacobo y su manual de brujería,
Demonología. Su libro nos dice cosas que necesitamos saber
—y, desde luego, también Macbeth de Shakespeare— sobre
los «ministros de las tinieblas». Para empezar, trabajan «con
permiso de Dios». En un universo en el que Dios es omnipotente y
omnisciente, ¿cómo podría ser de otro modo? No obstante,
considerando las implicaciones para el ser humano, impresiona pensar
que Dios da libertad a Satán para que actúe sobre Macbeth. Por otra
parte (y ello pretende consolarnos), «Dios no permitirá» que Satán
«engañe a los suyos, solo a los que primero se engañen a sí
mismos». ¿Es eso Macbeth? ¿Alguien que se engaña a sí mismo? O,
lo que es más preocupante, ¿es una víctima permitida de Satán
porque nunca ha sido «suyo», o sea, de Dios, porque nunca fue uno
de los elegidos para la salvación, sino alguien destinado a
condenarse? Sobre la profecía y si el diablo y las brujas que le
sirven conocen el futuro del hombre, Demonología afirma que
solo Dios es profeta, pero el diablo, que posee «astucia mundana»,
es capaz de juzgar la «probabilidad de lo que ha de venir» por lo
que «ha pasado antes». Así, las brujas no conocen nuestro futuro
porque sean adivinas sino porque ven y han vigilado nuestro pasado.
Nos han estado observando. ¡Son nuestras «familiares»! No es
extraño que las fatídicas hermanas conozcan a Macbeth sin que él
lo sepa. Según Demonología, el poder de las brujas de causar
apariciones va unido al papel de Satán como «padre de todas las
mentiras». Satán es «el imitador de Dios», un mero falsificador
que elabora toscos simulacros de las verdaderas creaciones divinas.
Por lo tanto, sus agentes son «imitadores del imitador» y sus
apariciones son falsas. Aun así, pueden provocar males que parecen
reales, como causar tormentas, matar el ganado, despojarte de tus
impulsos sexuales, volverte insomne o cruzar el mar en un cedazo,
afirmaciones sobre brujas reflejadas en Noticias de Escocia y
repetidas en Macbeth. Pero el poder de las brujas es limitado,
como muestra la historia del «marinero» en la escena 3 del acto I.
Se ha ido a Samarcanda, pero no está a salvo, pues dice la primera
bruja:
[…] yo en una ceranda
allá bogaré,
y allí, como rata rabona,
roeré, roeré y roeré.
La bruja promete un montón de problemas para el marino. Sin embargo,
«y aunque el barco no se hunda | tumbo y tunda tremebunda» [8-10,
24-5], acaba diciendo.
De forma paradójica, las instrucciones que obtenemos del rey Jacobo
hacen a las brujas de Demonología tan ambiguas como las de
Macbeth: tanto irrisoriamente impotentes (pues, sobre el
escenario de Dios, Satán siempre interpretará el papel secundario
de un portero) y aterradoramente poderosas (se nos ocurre que nuestro
papel, como mortales, es el de marineros perpetuos). Pero ¿podemos
tomarnos en serio su poder? Navegar en un cedazo es un truco propio
de los numeritos habituales del doctor Fausto, escenificados para
entretener a sus mecenas de altos vuelos, pero no la clase de crimen
contra la ley natural que provocará un caos universal (aunque, desde
el punto de vista iconográfico, el cedazo es el emblema de la
castidad y su apropiación por parte de las brujas resulta
monstruosa). Pero ¿y si nos replanteamos el poder de las brujas con
un nombre diferente, sustituyendo su impúdica «ceranda» por el
sinónimo que aparece junto a ella en la confesión de brujería que
tanto impresionó al rey Jacobo, y a Shakespeare, quien, parece
claro, leyó Noticias de Escocia? Agnes Sampson le dijo al rey
que las brujas «iban por el mar cada una en una criba o ceranda».
Estos utensilios son lo mismo. Las cerandas tamizan partículas
finas; las cribas separan materiales gruesos, como pueden ser la
grava o la carbonilla (y el Día del Juicio Final las almas
encallecidas, las conciencias calcificadas). Con sus grandes
agujeros, que garantizan el hundimiento inmediato, una criba
constituye una embarcación aún más desconcertante que una ceranda.
Por supuesto, la palabra inglesa que significa «ceranda», riddle,
tiene también el sentido de «adivinanza», un acertijo verbal que
resulta ambiguo, una especie de magia ejecutada con la expresión, al
mismo tiempo transparente y opaca, que pide a gritos interpretación
y sin embargo la bloquea. Así pues, una criba flotante… es una
adivinanza. Y esta es precisamente la clase de broma que más abunda
en Macbeth: lo que diferencia a las brujas de Shakespeare de
las del rey Jacobo es un sentido del humor adicto al lenguaje
figurado.
Supongamos lo más lógico, o sea, que las brujas de Shakespeare
gustan de los juegos de palabras y «viajan» en adivinanzas. Ello
podría sugerir que su verdadero poder para perturbar sistemas reside
en su capacidad de hablar en clave. Así, la tentación que ofrecen
no es su «sobrenatural solicitación», su «saludo agorador», sino
su adivinación «a medias», es decir, incompleta. Hablan con
acertijos que Macbeth debe completar —«perfeccionar»— llenando
los espacios en blanco para precisar los dudosos e inciertos
términos. Eso es lo que está haciendo cuando responde por primera
vez a los saludos de las fatídicas hermanas. «Sé, por muerte de
Sínel —dice—, que soy barón de Glamis.» Pero luego, perplejo,
pregunta: «¿cómo de Cáudor? El de Cáudor vive» [I.3.70-71]. Es
decir, Macbeth oye «Cáudor» como una adivinanza. ¿Cómo, exige
saber, puedo ser yo Cáudor cuando lo es otra persona? La cuestión
es que Macbeth se queda perplejo ante el término incorrecto. La
palabra de la adivinanza no es «Cáudor», sino «vive». Porque,
como Macbeth averigua por los treinta y siete versos de Angus en la
clase de enunciado que ofrece esta obra sin pestañear siquiera,
haciendo de los verbos agentes de duplicidad metafísica, Cáudor
está tanto vivo como muerto: «Vive aún el que era Cáudor» [108].
¡Con cuánta malevolencia llega a nuestros oídos este nuevo eco!
Que Cáudor «arrastra ya una vida | que ha merecido bien perder»
[109-110] hace que «pierda y gane», una ironía intensificada por
una acción escénica en la que Macbeth está deslizándose en el
título que aún no está libre, suplantando a Cáudor como lo hará
con el rey Duncan.
Cuando una palabra aparentemente sencilla y familiar como «vive» se
vuelve dudosa, es momento de poner en duda todo enunciado. Muy pronto
observaremos en Macbeth una transferencia desmandada del
lenguaje, palabras que comienzan en la boca de las fatídicas
hermanas y que más adelante brotan de la lengua de otros personajes.
«Hermoso es lo feo» regresa como primera frase de Macbeth: «Día
tan malo y tan hermoso nunca he visto» [I.3.37]; «Cuando pierdan,
cuando ganen» se repite en la última frase de Duncan: «Lo que él
perdió, el noble par Macbeth lo gana» [I.2.70]. Podemos observar
que las palabras sencillas se convierten en acertijos, como ocurre en
la primera escena de la obra. Y veremos que, de esas primeras cosas,
Macbeth nunca se recupera.
«¿CUÁNDO?» / «AHORA»
Las fatídicas hermanas le dicen a Macbeth que será rey. Le remiten
«adelante en el tiempo» [I.5.7-8], pero no dicen cuándo, y
«cuándo» es lo único que importa.
Su predicción vulnera el tiempo, como cualquier predicción, al
eliminar la distancia entre presente y futuro. Esa transgresión les
lleva a presentar sus predicciones como enigmas por resolver, y las
energías que desprenden empujan al instante a Macbeth a pasar de la
escucha a la acción sin poder evitarlo. Así funciona la mente,
pues, como observa Teseo (en Sueño de noche de verano, otra
obra que intenta racionalizar lo irracional), el hombre posee una
imaginación con tales «mañas» que actúan como transmisores
instantáneos entre cerebro y mano: «solo que tal vez perciba una
alegría, | concibe ya algún ser que aporta esa alegría»
[V.1.19-20]. No es de extrañar que al oír la profecía la
imaginación de Macbeth pase de «rey» a «asesinato» en un solo
instante. Tampoco resulta sorprendente que su instinto inmediato
consista en parar el tiempo: «Esperad», pide [I.3.69].
Del mismo modo que Otelo está centrada en las habladurías
—su primer verso es «Calla, no me hables de ello» y su última
frase es «[…] haré saber tan triste caso»—, Macbeth se
centra en la puntualidad y la elección del momento. «¿Cuándo?»,
pregunta la primera bruja al principio. «Ahora», contesta Angus
casi al final [V.2.16, 18, 20]. La obra oscila entre esa pregunta y
su respuesta, que acaba llegando con la declaración de Macduff
«Libre está el tiempo» y la promesa final de Malcolm de que su
monarquía restaurada cumplirá «en razón, lugar y tiempo»
[V.6.94, 112]. Mientras tanto Escocia vive pendiente de los relojes.
«Una, dos: bien, pues es hora de hacerlo», susurra lady Macbeth,
prestando oídos a los ecos que suenan en su cabeza [V.1.34-5].
«Harpía nos grita “Es la hora, la hora”», dice la tercera
fatídica hermana en IV.1.3. En la escena 1 del acto II, Banquo y
Fleancio se hallan en el patio escudriñando el cielo vacío para
saber «Por dónde va la noche», pero no pueden averiguarlo. La luna
está puesta, han «apagado» las candelas y el reloj no se ha «oído»
[I.2.5]. En la escena 5 del acto I, lady Macbeth se asombra de la
llegada inesperada de Duncan «esta noche aquí», «Y ¿cuándo
marcha?». ¿Mañana? «Ah, nunca nunca | verá sol tal mañana»
[57-9]. En la escena 2 del acto II, suenan aldabonazos en el portón;
es Macduff, que recibió órdenes del rey de «llamarlo con buen
tiempo» y «casi» dejó «escapar la hora» (lo cierto es que llega
demasiado tarde). Aun así, el portero vacila, pierde el tiempo,
bromea diciendo que «harto tendría que darle vueltas a la llave» y
se demora en abrir [II.3.43-4, 2].
Cada vez que un angloparlante abre la boca expresa el tiempo, pues, a
diferencia del chino, por ejemplo, el inglés es un idioma cuyos
tiempos verbales (del latín tempus, tiempo) ubican nuestras
acciones: presente, pasado, futuro. Nos ayudan a ordenar nuestro
mundo. Al escuchar cómo reacciona Macbeth ante las predicciones de
las fatídicas hermanas tenemos la sensación enfermiza de una mente
que pierde su concepto del tiempo real, perdiéndose en «horrendas
imaginaciones». Su soliloquio en I.3.126-41 está estructurado por
marcadores temporales, pero sus verbos resbalan como si se tambaleara
borracho: «Dos verdades se han dicho», empieza pensativo, hablando
de las predicciones. De las tres, ¡dos ya se han hecho realidad!
¡Qué rápido se convierte el futuro en el pasado! Este «prólogo
feliz» ofrece «las primicias [futuro] de mi suerte | fundándose
[ahora] en verdad»: «ya soy [ahora, tiempo presente] señor de
Cáudor». Sin embargo, Macbeth se ve catapultado a un futuro de
«horrendas imaginaciones» y «fantasma […] en sospecha» que
tiene efectos reales en su cuerpo ahora: la «traza» de un asesinato
que «aún» no se ha producido le eriza los cabellos y hace al
«corazón batir con mis costillas». Macbeth intenta mantener a raya
el futuro: «Si el sino me hace […] que el sino me corone» [143].
Lo aleja más todavía —«¡Venga lo que venga al cabo!» [146]—
antes de arrojarlo al pasado: «mi cerebro boto andaba | ajetreado
con asuntos olvidados» [149-150]. Pero ¿es realmente así? Las
últimas palabras que le dirige a Banquo recuerdan ya «asuntos
olvidados» en el futuro:
Piensa en lo que ha ocurrido, y
ya con más despacio,
tras haberlo en tanto sopesado,
ve que hablemos
de corazón entre nosotros […]
Pues hasta entonces, basta.
[153-6]
De forma significativa, cuando Macbeth contempla el asesinato de
Duncan no piensa en el poder, la política o la ambición, sino en el
tiempo, angustiándose con los verbos, conjeturando la relación
entre «hacer» y «hecho»:
Si quedara hecho ya cuando se
hiciera, entonces
bien fuera hacerlo al punto. Si
el asesinato
echara red a las consecuencias,
y atrapara
su logro en su remate…, que
ese golpe solo
pudiera ser el todo aquí y el
fin de todo… [I.7.1-5]
Si, argumenta, un asesinato se completa cuando se lleva a cabo, más
vale que lo hagas y acabes con ello. Pero quizá no. Tal vez «ese
golpe» no sea «el fin de todo»; puede que sea solo el principio.
Al tratar de solucionar la relación entre «cuando» y «hecho», el
presente y el futuro, Macbeth está buscando en realidad la relación
entre lo temporal y lo eterno, contraponiendo «esta orilla y
escollos del tiempo [humano]» y «la otra vida» [6-7], es decir, la
salvación o la condenación. Por supuesto, existen otros modos de
imaginar la relación entre «cuando» y «hecho». Lady Macbeth, que
no ve «consecuencias» en sus actos, da por supuesto que «Hecho
está lo hecho» [III.2.12], aunque más tarde se entera de que no es
así. Como las fatídicas hermanas, elimina el tiempo, queriendo «en
el instante el porvenir» [I.5.56], aunque para ellas el futuro
sucede en el presente continuo: «roeré, roeré, y roeré»
[I.3.10].
El tiempo en Macbeth se acelera. Macbeth necesita tres
soliloquios y dos conversaciones con su mujer a fin de mentalizarse
para matar a Duncan. Con Banquo se muestra mucho más rápido, y el
asesinato de la familia de Macduff es «pensado y hecho», «las
primicias de mi corazón serán primicias | de mi mano»
[IV.1.146-8]. Las escenas se abrevian a medida que avanza la obra
para representar la aceleración del tiempo. El tiempo se acorta.
Pero paradójicamente el tiempo también se detiene o repite la
acción como en una cinta de vídeo en bucle. El día y la noche se
vuelven borrosos y se convierten en una oscuridad sin tregua mientras
Macbeth y su mujer viven en un limbo de insomnio donde el tiempo es
la memoria nostálgica de un pasado en que el mundo funcionaba con
arreglo a leyes conocidas. En este nuevo mundo delirante «lo hecho»
vuelve a ser «hacer, hacer y hacer». Los muertos regresan. Afligido
de modo casi cómico por el latoso fantasma de Banquo, Macbeth
recuerda «Ya ha pasado el tiempo» en que si le reventabas la sesera
a un hombre «se moría, | y fin; pero ahora se alzan otra vez […]
| y nos arrojan | de nuestro asiento» [III.4.77-81].
Pero hay apariciones más terribles que los fantasmas. Están los
recuerdos que asaltan la mente. Al salir de la alcoba ensangrentada
Macbeth cambia con su esposa unas preguntas que revelan la
descomposición de las mentes:
MACBETH Lo hice, hecho está.
¿No has oído un ruido?
LADY MACBETH Oí graznar el
búho y crepitar los grillos.
Tú ¿no has hablado?
MACBETH ¿Cuándo?
LADY MACBETH Ahora.
MACBETH ¿Al ir bajando?
[II.2.14-16]
Macbeth no puede dejar de volver sobre sus pasos: repite el
acontecimiento, devolviéndose a sí mismo a los momentos previos a
que sucediera, recordando al criado que se reía durmiendo y al otro
que gritaba, despertándoles a ambos. Recuerda haberles oído rezar y
decir «Amén», un «Amén» que quedó atascado en su garganta al
oír otra voz que exclamaba: «¡No duermas más!: | Macbeth asesina
al sueño» [35-6]. Macbeth repite de forma obsesiva «sueño» ocho
veces a lo largo de estas y las siete líneas siguientes mientras su
cinta de memoria se enrolla en su mente y su histeria creciente
contagia a lady Macbeth, que insiste en que no piense: «No ahondes
tanto en ello», «Estos | asuntos no se deben revolver de tales |
maneras», «aflojas tu gran fuerza al razonar de cosas | tan
enfermizamente» [II.2.30, 33-4, 45-6]. Pero el cerebro es un libro
en el que las «atenciones | escritas quedan» de forma indeleble,
«donde vuelvo cada día | la hoja para leerlas» [V.3.150-52]. Y
nada, ninguna medicina, ni ruibarbo ni sen, puede «borrar las
turbias escrituras del cerebro» [V.3.55.42].
En la escena 1 del acto V, se les proporciona a los espectadores la
posibilidad de experimentar una visión aterradora del interior de un
«alma herida». Al caminar dormida, lady Macbeth convierte en
literales las tremendas metáforas que han estado circulando por el
texto desde el momento en que Macbeth «ha muerto al sueño»
[II.2.42] y representa con su sonambulismo el regreso del pasado para
apropiarse del presente. No hay nada en el teatro de comienzos de la
era moderna capaz de igualar esta escena, ni siquiera la locura
auténtica y desesperada de Ofelia, que, en comparación, deja en muy
mal lugar la «actitud extravagante» de Hamlet. Lady Macbeth realiza
las terribles metáforas que Macbeth solo imagina en su mente. «Sus
ojos están abiertos», «pero están cerrados a la sensación»
[V.1.24-5]; ¡exactamente como le ocurre a Macbeth! Y aunque su
cuerpo está presente, su mente está en otra parte, atrapada,
recordando el pasado, rememorando el asesinato noche tras noche,
pendiente del reloj, oliendo la sangre, obsesionada por «una mancha»
y desconcertada por la abundancia de esta: «¿quién habría pensado
que el viejo tenía tanta sangre en su cuerpo?» [38-9]. Lavándose y
lavándose la «mano pequeña» que «todos los aromas de la Arabia
no perfumarán» [48-9], nada de lo que pueda hacer ahora redimirá
el futuro. Efectivamente, el futuro entero de lady Macbeth pertenece
a esta única acción. Ese es el aspecto que tiene la condenación.
Mostrando un horror auténtico ante su «descubrimiento» del cadáver
de Duncan, Macbeth declara: «Solo una hora hubiera muerto yo antes
de esto | y feliz mi tiempo habría sido» [II.3.88-9]. Y tiene toda
la razón, puesto que «desde este | momento, nada hay serio en lo
mortal» [89-90]. El tiempo posterior al asesinato carece de sentido.
«Mañana, y mañana, y mañana» solo producirá «ayeres» para
alumbrar a los «necios, | el camino a la polvorienta muerte»
[V.5.19, 22-3]. El hombre no es más que un «pobre actor» [24], y
su vida resulta tan intrascendente como el transcurso de una
artificial puesta en escena. Constituye un cuento «sin ningún
sentido» [28]. Este vaciado del tiempo humano es el instante más
nihilista de Macbeth.
Pero a estas alturas el controlador del tiempo ha llamado al portón,
que ha sido abierto por quien se llama a sí mismo el «portero del
demonio» [II.3.16], despertando a toda la casa. Y el «¿Cuándo?»
inicial de las fatídicas hermanas recibe su respuesta aplazada de
labios de Angus, que describe el «ahora» de Macbeth:
Ahora es cuando siente
pegársele a las manos sus
secretos crímenes;
revueltas cada minuto le echan
su fe rota
[…] Ahora siente que su
título
le cuelga flojo, como manto de
gigante
sobre un ladrón enano.
[V.2.16-22]
Macbeth consigue matar a un rey y, a la vez, al sueño. Sin embargo,
falla en su intento más audaz: no puede matar el tiempo. Cuando
insistió para que las fatídicas hermanas le dijesen si la
descendencia de Banquo reinaría en Escocia, ellas respondieron con
un «espectáculo», una serie de reyes que parecía irse a «estirar
[…] hasta el tambor del Juicio», el fin de los tiempos [IV.1.116].
El último lleva un espejo en la mano, el cual multiplica la «Visión
horrible» [121] que enmarca. ¿Es esta multiplicación del futuro el
mejor chiste de las fatídicas hermanas, o su acertijo óptico más
cruel?
«MENTIRAS COMO VERDAD»
¿Cómo se saben las cosas? ¿Cómo se demuestran los «raros
acertijos»? En Otelo se exige «prueba evidente», la cual se
obtiene cuando Desdémona entra y Otelo sabe al mirarla que las
fantasías pornográficas de Yago son falsas:
¡Si ella es infiel, de sí se
burla el cielo,
no he de creerlo! [III.3.274-6]
En Macbeth la mirada está desacreditada (igual que falla en
Otelo), pues, como sabe Duncan, «No hay arte alguna | de
descubrir en una cara | las marañas del pensamiento» [I.4.12-13].
Las caras de los traidores son «máscaras» para su pensamiento
[III.2.34]; es alguien que puede parecer «flor sumisa», pero ser
«la sierpe bajo ella» [I.5.63-4]; que puede burlar «al tiempo con
apresto alegre y grave» y cuyo «falso rostro» puede esconder «lo
que en el falso corazón se sabe» [I.7.81-2]. El joven Malcolm, en
Inglaterra para huir de los asesinos de Macbeth, es un veterano
alumno de la escuela de la hipocresía. Buscando en el rostro de
Macduff señales reveladoras de traición, se disculpa, aunque
sospecha:
lo que vos seáis, no pueden
nunca trastocarlo
mis pensamientos. Son los
ángeles aún claros,
aunque cayó el más claro; aun
cuando use el ceño
de la gracia toda cosa vil, aún
la gracia
debe parecer lo que ella es.
[IV.3.21-4].
Incluso las señales halagüeñas: ¿cuánto significan? Mira, dice
Banquo, escudriñando el vuelo del pájaro en el cielo mientras el
cortejo real permanece en el umbral del castillo de Inverness,
Ese veraniego
huésped de las iglesias, el
vencejo, prueba
con su amoroso anidamiento que
aquí el cielo
galanamente alienta: no hay
cornisa, friso,
arbotante o nicho acogedor
donde ese pájaro
no haya colgado casa y criadora
cuna:
donde ellos crían más y
anidan, tengo visto
que es fino el aire. [I.6.3-10]
Se vuelve y ve a una sonriente lady Macbeth que entra y saluda al
real invitado.
Hamlet comprueba «raros acertijos» —«Aquel espíritu que vi |
puede ser el demonio […] | Tendré que hallar más pertinentes
bases»— representando una obra para poder observar las reacciones
de los espectadores y sacar conclusiones de sus hipótesis: «Con que
tan solo se estremezca», el espectro está en lo cierto, Claudio es
un asesino, y «sé lo que debo hacer». Pero «si su culpa escondida
| no asoma las orejas» Claudio es inocente y es «un fantasma
maldito». En cualquier caso, Hamlet soluciona el problema de saber:
«La comedia es el medio que me trazo | para tender al alma del
monarca un lazo» [II.2.596-601, 595, 596; III.2.90-92; II.2.602-3].
Macbeth recoge el hábito de Hamlet de formular hipótesis,
aunque sin la obra de teatro como «bases» materiales para las
conclusiones de Hamlet. Al escribir sobre las historias de
Shakespeare —piensa en concreto en las de Enrique IV—,
John Kerrigan observa con gran acierto que estas obras «se basan en
la mirada al pasado». De igual modo, las tragedias se basan en la
hipótesis, pero si la mirada al pasado se ancla en la memoria
(aunque el recuerdo de los ancianos vaya a la deriva), la hipótesis
en Macbeth se sitúa en lo imaginario: «Si podéis ver en la
semilla de los tiempos»; «Si quedara hecho ya cuando se hiciera»;
«Si el asesinato»; «Y ¿si fallamos?»; «A ser así, | por la
estirpe de Banquo habré manchado el alma»; «Si osarios y sepulcros
nos devuelven fuera | los que enterramos»; «Como mientas»; «Si tu
cuento es cierto» [I.3.57; I.7.1, 2, 59; III.1.63-4; III.4.70-71;
V.5.38, 40]. A diferencia de las de Hamlet, las hipótesis de Macbeth
no las demuestra por la práctica. No tienen la intención de saber
«lo que debo hacer», sino que buscan a tientas, inquietas,
aferrándose a la metáfora. Se imaginan cosas a partir de otras
figuraciones. En los versos de la escena 7 del acto I, en los que se
premedita el regicidio —«Si el asesinato | echara red a las
consecuencias, y atrapara | su logro en su remate»— observamos que
«el asesinato» está separado de su teórico ejecutor. La hipótesis
de Macbeth le hace ausentarse del crimen. El asesinato se convierte
en agente de su propia obra, capaz en sentido figurado de lanzar una
red sobre las «consecuencias»: esta última palabra es neutral pero
capciosa. En Hamlet entendemos metafóricamente cómo puede
una obra «atrapar» una «conciencia», pero ¿cómo atrapa una
«red» el «remate»? Y ese «logro en su remate», ¿cómo queda
empaquetado en la misma red? ¿O es lo que elude las «consecuencias»?
Macbeth, según A. R. Braunmuller, es una obra que piensa a
través de la metáfora. En su variedad más simple, la metáfora
establece una mutua relación teórica entre dos cosas que la mente
suele mantener separadas, de forma que un poco de cada una influye en
la otra. La metáfora funciona por fricción poética. En esta obra
los títulos inmerecidos son «prestada ropa», atuendo robado que
«le cuelga flojo […] como manto de gigante | sobre un ladrón
enano»; la cara «es libro en que los hombres | leer pueden raros
temas»; la memoria lleva plantada «una arraigada pena»; «es salsa
del manjar | la cortesía»; el sueño es «baño de enconadas penas»
[I.3.108; V.2.21-2; I.5.60-61; V.3.41; III.4.35; II.2.38]. No
obstante, lo más peligroso es que las metáforas actúan como
eufemismos; pueden legitimar lo ilegítimo. Si Malcolm, ascendido a
heredero forzoso, es «un peldaño» es posible «saltarlo»; si
Banquo es una «serpiente» es posible «matarla»; si el hijo de
Macduff es como «huevas» se le puede aplastar [I.4.49-50; III.2.13;
IV.2.83]. Para lady Macbeth el crimen supone un «negocio» que
llevar a cabo [I.5.66]. Estas metáforas intentan vacunar al
entendimiento contra los horrores que representan. «Las primicias de
mi corazón serán primicias | de mi mano», decide Macbeth
[IV.1.146-7], una metáfora que explota en nuestro cerebro a medida
que el discurso avanza y entendemos que las «primicias» no son solo
primeros impulsos, sino hijos primogénitos. «Estoy metido en sangre
| hasta tan hondo que, si no entro más al vado, | volver tan duro
fuera como atravesar», observa [III.4.135-7], y nuestros sentidos
están tan abrumados por lo que representa la metáfora, un vasto mar
de sangre lamiendo los muslos del asesino, que nuestro intelecto
tarda en ponerse en marcha y desentrañar su lógica. Si «no entro
más al vado» significa «pongo fin al asesinato», ¿por qué
«volver» equivale a «atravesar»? ¿Deberá Macbeth regresar
matando a la tierra firme de la inocencia?
A medida que los personajes intentan entender lo incomprensible, sus
metáforas se hacen más forzadas y las ideas opuestas más
violentamente incompatibles. La búsqueda de analogías perturba la
expresión, aunque, de modo extraño, descubre que las cosas solo
pueden conocerse desconociéndolas. La metáfora elimina la noción
de una cosa, hace que deje de ser ella misma, presentando
alternativas que la alejan cada vez más de sí. El sueño es lana,
agua, medicina, comida: «desenreda el embrollado ovillo | de las
preocupaciones»; es «baño de enconadas penas»; «bálsamo del
alma herida»; «dádiva segunda | de la gran Madre» [II.2.37-9]. La
vida es «una andante sombra»; «un pobre actor»; «un cuento |
contado por un idiota»; «sin ningún sentido» [V.5.24-8]. Duncan
asesinado es una obra de arte, una «obra maestra», hecha por la
«perdición». Es un «templo» profanado; una Gorgona cegadora; «la
imagen del gran Juicio» [II.3.63, 65, 68-9, 75]. «¿Qué es eso que
dices?», grita lady Macbeth en un momento dado cuando la expresión
de su marido parece alterarse [II.2.40]. El lector tampoco entiende
de forma literal unas palabras cuyas imágenes alucinantes se
congregan como ejércitos de fantasmas insurgentes:
[…] sus virtudes
reclamarán como ángeles de
trompetera lengua
condena en firme de su
desaparición;
y piedad, como un desnudo crío
recién nacido,
a lomos de la tromba, o
querubín celeste,
cabalgando en las ciegas postas
de los aires,
hará estallar la horrenda
acción en todo ojo,
tanto que el llanto anegue el
viento. [I.7.18-25]
Ven, cegadora noche,
véndale el tierno ojo al
compasivo día
y con tu invisible
ensangrentada mano borra
y desgarra en tiras este
poderoso lazo
que me tiene pálido. La luz se
espesa; el cuervo
de vuelo va al graznante
bosque, y ya los bienes
del día a declinar y
adormecerse empiezan,
mientras los agentes negros de
la noche bullen. [III.2.46-53]
Escribir frases como estas es como si Shakespeare inventase un
lenguaje para exteriorizar el interior de la mente de Macbeth, donde
la razón, la conciencia, lo imaginario y la fantasía luchan por
encontrar palabras, donde «el poder de obrar ahogado está en
sospecha» y «solo es algo aquello que nada es» [I.3.140-41]. Y no
solo la mente de Macbeth; en este mundo la metáfora parece poseer
una mente propia. Solamente hay que pensar en el zigzag que dibuja la
metáfora en estos versos sobre «el cruel Macdónwald»:
(digno de ser traidor como es,
pues para ello
todas las vilezas pululantes de
natura
hacen enjambre en él) […]
[I.2.10-12]
El sargento ensangrentado está diciendo que Macdónwald, como
traidor, atrae a esa vileza mayor toda vileza menor del mundo, ¿no
es así? La cuestión surge porque la metáfora, hábilmente,
invierte al agente y a la víctima. Asimila la vileza, convirtiéndola
en algo que la naturaleza produce, un avispero o un hormiguero
furioso, en lugar de un crimen que un hombre comete. Y luego vuelve a
estas hordas «multiplicadoras» contra el criminal, llevándolas a
transformarse en un enjambre horrible sobre el traidor acosado que se
convierte en la víctima indefensa e infortunada. O pensemos en lady
Macbeth, convocando «espíritus que servís a las ideas | de muerte,
despojadme aquí de sexo». «Aquí en mis pechos mujeriles, |
¡trocad la leche en hiel» [I.5.38-9, 45-6]. ¿Les ordena que
sustituyan su leche por hiel o les invita a mamar de ella, diciendo
que su leche es hiel? De nuevo, Ross, al celebrar las atrocidades del
campo de batalla, le habla a Macbeth de sus asombrosas hazañas: «te
encuentra entre las recias filas de noruegos, | sin miedo alguno a
cuantos alzabas tú mismo | fantasmas de la muerte» [I.3.94-6]. Pero
¿hizo Macbeth esos «fantasmas» a partir de cadáveres de noruegos
o de su propio cuerpo?
Más que replegarse sobre sí mismo, el lenguaje de la metáfora,
como las adivinanzas de las brujas, muestra una tendencia a emigrar.
Las palabras pronunciadas en una escena se trasladan a otra, donde
adquieren nuevos significados, intensificados, irónicos, horrendos.
Las cosas literales se vuelven metáforas; las metáforas se
convierten en literales, como la «daga trazada en aire» del
«cerebro opreso de la fiebre» que se materializa extrañamente
cuando, incapaz de aferrarla, saca su propia arma en sustitución de
ella [III.4.61; II.1.39-41]. Tales extrañas transacciones son
típicas. En la escena 2 del acto 2, Macbeth mata al rey dormido,
pero presenta el acto como metáfora: «Macbeth asesina al sueño».
Los asesinos se ponen ropa de dormir, fingen estar dormidos, pero de
hecho «¡No duermas más!» excepto «en la aflicción de esos
terribles sueños | que la noche nos agitan» [II.2.35; III.2.18-19].
En la escena 1 del acto V, esas metáforas culminan en la escena del
sonambulismo. «Ponte la ropa de dormir», aconseja lady Macbeth
[58], que ya se ha puesto la suya. Mientras camina y habla en ese
éxtasis inquieto, burda parodia del sueño, el médico que la
contempla es incapaz de aplicar el «bálsamo del alma herida» que
ella anhela con nostalgia en sus últimas palabras: «A la cama, a la
cama, a la cama» [II.2.39; V.1.64].
La palabra «banquete» —el ritual común y cotidiano de partir el
pan que une a la familia, al clan y al Estado a través de la
alimentación— experimenta un viaje similar en el transcurso de la
obra. «Banquete» aparece por primera vez en la obra como metáfora.
«De sus altas alabanzas [de Macbeth] me alimento:», dice Duncan,
«es para mí un banquete» [I.4.56-7]. Más tarde, el sueño es un
banquete —«principal manjar en el festín del mundo» [II.2.40]—
que Macbeth desperdicia al matar a Duncan dormido. A continuación
desperdicia su propio banquete de coronación [III.4]. «Sabéis ya
vuestro rango», dice, dando la bienvenida a los señores que
representan el orden de su reino, «sentíos» [I]. Pero a lo largo
de las cien líneas siguientes destroza la mesa, amedrentado y
aterrado ante el fantasma ensangrentado que nadie más puede ver pero
que llega puntual, directamente desde la zanja donde «veinte tajos
bien cavados» [26] deberían tenerle tendido, pero no. Mesa, sillas,
asesinos, señores, esposa, todo ello —el mobiliario del banquete—
se convierte en escudos para alzar entre el tembloroso rey y la
visión que le horroriza. Sus señores se espantan; su esposa trata
de encubrirle; pero la evidencia del banquete arruinado, el
«trastocado […] regocijo» y «alboroto tan pasmoso» es
condenatoria [108-9]. Mientras los señores se precipitan de
cualquier manera hacia la salida vemos la ruina del reino en los
restos del banquete. El rey y la reina se quedan en la sala, decaídos
y cansados, hablando de esto y de lo otro, preguntándose qué hora
es, anhelando el sueño, a sabiendas, incluso desde las profundidades
de su agotamiento, que hay mucho más que hacer, que «Casi somos
niños en el crimen» [143].
Por supuesto, este no es el primer banquete ni el último. Al
principio de la escena 7 del acto I, las acotaciones del Folio
indican: «un maestre de sala [un jefe de camareros] y
diversos criados con platos y servicio […] pasan por la escena».
Le llevan a Duncan el banquete que celebra el triunfo de Escocia,
pero Macbeth está ausente, fuera, rumiando posibilidades: «Si
quedara hecho». La actividad de su mente se superpone a las acciones
del maestre de sala que tienen lugar detrás de él: el criado
obediente contrasta con el anfitrión asesino, cuyos pensamientos
sangrientos convierten en burla el banquete que se desarrolla en la
sala adyacente. Aún más burla es el banquete que aparece en la
escena 1 del acto IV. Las fatídicas hermanas se congregan alrededor
de la caldera —«Doble, doble afán y brea»— para preparar un
potaje tóxico a base de partes del cuerpo hervidas —entrañas,
ojo, dedo del pie, lengua, pierna, hígado, nariz, labios y «dedo de
bebé asfixiado» [30]— que se sirve porque a las apariciones les
gusta que los cuerpos satisfagan el ansia de Macbeth, que les dice
«respondedme». Esta es, metafóricamente, su última cena, y come
hasta hartarse.
Al contemplar escenas así en la representación entendemos cómo nos
hace una obra «pensar sensualmente» (una expresión de Robin Grove)
y ver «sintiéndolo» (Gloucester en El rey Lear, IV.6.150).
«Hará el piélago entero de Neptuno limpia | mi mano de esta
sangre?», se pregunta Macbeth, mirándose horrorizado unas manos
cubiertas con la sangre de Duncan que parecen desolladas
[II.2.60-61]. La sangre es de Duncan, lo sabemos, pero nos da la
impresión de que Macbeth se desangra y todas las terminaciones
nerviosas de sus manos despellejadas están expuestas al dolor. Su
esposa le asegura alegre que «Un poco de agua de esta acción nos
limpia» [67], y levanta unas manos manchadas como las de él. Pero
la sangre de Duncan sigue escurriéndose en el tejido de su ser y no
la borrará ninguna cantidad de agua, pues la «mancha» que la
sonámbula frotará noche tras noche, lavándose las manos y
encontrándosela en la piel, se le habrá filtrado al cerebro.
Al tomar parte en escenas tan angustiosas, los espectadores
aprendemos de la metáfora de Macbeth una lección todavía
más dura que el dolor. Aprendemos que en un mundo que produce de
manera indistinta el «hambriento tiburón» y el «vencejo»,
«huésped de las iglesias» [IV.1.24; I.6.4], un mundo donde el
equívoco no es una anomalía sino que se halla «en el corazón de
las cosas» (son, una vez más, palabras de Robin Grove), en este
mundo el equívoco también va a constituir el lenguaje. El lenguaje
es una simple metáfora. En el mejor de los casos, es una
aproximación que trata de hacer coincidir lo que pensamos con lo que
decimos. Todo lenguaje lleva a cabo una especie de actos
«equilibristas», y todas las palabras, en algún nivel, «nos la
juegan con ambiguo entendimiento» [V.6.58, 59]. Como «el diablo»
con sus «equívocos», el lenguaje, incluso en el mejor de los
momentos, «miente con verdad» [V.5.43-4].
Mientras Shakespeare escribía Macbeth, estaba leyendo la
traducción inglesa de John Florio de los Ensayos de Michel de
Montaigne. En su ensayo «Sobre los mentirosos» Montaigne reprueba
la mentira llamándola «vicio maldito». «No somos hombres
—escribe— ni estamos ligados los unos a los otros más que por la
palabra.» Mentir infringe nuestra palabra, la única hacedora del
contrato social. Y cuando desconcierta, la mentira multiplica una
confusión que en definitiva favorece el hundimiento del gobierno, el
orden y la cultura. Tenemos poca defensa contra el mentiroso: «Si
como la verdad, la mentira no tuviera más que una cara, estaríamos
mejor dispuestos para conocer aquella, pues tomaríamos por cierto lo
opuesto a lo que dijera el embustero mas el reverso de la verdad
reviste cien mil figuras y se extiende por un campo indefinido».
«No somos hombres […] más que por la palabra», y eso nos
convierte en blancos fáciles. Sobre todo porque «verdad» y
«mentira» no son tan distintas como propone Montaigne. Los seres
humanos no solo decimos verdades o mentiras; hacemos bromas, ponemos
peros, hacemos juegos de palabras y utilizamos el doble sentido,
formulamos acertijos «que guardan la promesa para nuestro oído»
pero «la quebrantan para nuestra esperanza» [V.10.60-61]. ¿Son
estos actos de habla mentiras o formas de decir la verdad? Al final
Macbeth es destruido, pero no por una extraordinaria intervención
sobrenatural, sino por eso que nos hace «hombres»: las palabras.
Mientras piensa frente a Macduff, invulnerable:
tengo
una hechizada vida, que ceder
no debe
a nadie de mujer parido.
Macbeth aprende por fin cómo funciona el lenguaje en esta obra.
«Pierde fe en tu hechizo», contesta Macduff,
y el ángel a quien has hasta
hoy servido sepa
decirte que a Macduff del
vientre de su madre
se le arrancó a destiempo.
[V.10.51-5]
¡Ah! Como al pensar en lo de Cáudor (tanto tiempo atrás) cuando la
palabra de la adivinanza era «vive», Macbeth ha apostado su futuro
a «mujer». Pero la palabra que «miente con verdad» es «parido».
«LA SEMILLA DE LOS TIEMPOS»
Cuando Ross llega a Inglaterra, llevando noticias a los exiliados, su
visión de Escocia es apocalíptica:
¡Ah, pobre, pobre patria! Casi
temerosa
de conocerse ya a sí misma; ya
no puede
llamarse nuestra madre, sino
nuestra tumba [IV.3.164-6]
Describir a los súbditos de Macbeth como los hijos de Escocia
manifiesta una verdad terrible. El totalitarismo de Macbeth
constituye una guerra contra el futuro y, en última instancia,
contra los niños. En una obra que tiene al espectador «de horrores
empachado» [V.5.13], ninguno supera los horrores imaginados y
realizados con los cadáveres de niños.
Señalando el niño como «tal vez el símbolo más poderoso de la
tragedia», Cleanth Brooks mostró lo arraigada que está la «niñez»
en Macbeth. Los niños aparecen como personajes (el Fleancio
de Banquo, las «huevas» de Macduff [IV.2.84], el niño pálido con
«hígados de lila» que anuncia la llegada del ejército inglés de
diez mil hombres en V.3.15). Son símbolos materiales (el «niño
ensangrentado» y el «niño coronado» que surgen en
forma de apariciones [IV.1.75, 85]). Figuran en las metáforas (la
«piedad» es «como un desnudo crío recién nacido | a lomos de la
tromba». Los «deberes» hacia el «estado y trono» de Duncan son
«hijos y criados», mientras que las inspiraciones asesinas son
«primicias» y la «pasión tan noble» es «hija» de la
integridad). La imagen del niño une la apuesta de la obra por la
historia, tanto sus ambiciones por «Mañana, y mañana, y mañana»
y su nostalgia por un ayer «feliz», una época de gracia antes de
que la memoria acabara figurando como erial plantado solo con penas.
Desde el «¿Cuándo?» inicial de las fatídicas hermanas, Macbeth
se centra en los futuros —profético, dinástico, doméstico,
metafísico, eterno— y el niño es la encarnación material de
todos ellos. Pero el niño representa también una nostalgia del
pasado del adulto: cuando él también era inocente y su mente no
estaba contaminada por ese «maldito pensamiento» [II.1.8] que hasta
hombres buenos como Banquo alimentan. Es una ironía, por supuesto,
que Macbeth quiera tanto poseer el futuro que las fatídicas hermanas
le «dieron» como destruir el que «prometieron» a Banquo. De ello
se deduce que la guerra de Macbeth contra el futuro es una guerra
hacia los niños.
¿Y su propia paternidad? Lady Macbeth afirma haber «dado de mamar»
y saber «qué tierno es el amor al crío que me sorbe» [I.7.54-5].
Pero la meditación de Macbeth en III.1.60-71 y el grito desolado de
Macduff en IV.3.215 dejan claro que «Él no tiene hijos». Esta
discrepancia puede significar mucho o nada. En el teatro, sin
embargo, no puede eludirse: quien encarne a lady Macbeth debe
interpretar la frase «He dado de mamar», y el actor que haga el
papel de su marido debe interpretar lo que oye. Es posible, por
supuesto, que la frase de lady Macbeth sea una de esas expresiones
que abundan en esta obra y que «nos la juegan con ambiguo
entendimiento» [V.6.59]. No obstante, sea cual sea su estatus como
«historia real», su fuerza urgente en la escena 7 del acto I, es
retórica y performativa.
La frase de lady Macbeth llega al final de un par de discursos cuyo
objetivo es hacer un hombre de Macbeth. Él se ha decidido en contra
del asesinato: «No más debemos ya seguir con este asunto»
[I.7.31]. Ella contraataca con preguntas: «¿Estaba ebria | la
esperanza […]?», «¿Ha dormido […]?» [35-6]. Sus regañinas
agrían la esperanza hasta convertirla en el sueño de un borracho y
reducen la corona a un accesorio que Macbeth quiere pero teme atrapar
aunque se la arrojen sobre las rodillas. Ella le vuelve un gato, una
bestia, un borracho enfermo de fantasías de ambición. Pero ¿un
hombre? Lady Macbeth solo le tiene por un hombre en uno de esos
hipotéticos pasados-futuros que está imaginando constantemente esta
obra: «Cuando a ello te atrevías, fuiste entonces hombre»
[I.7.49]. Y tras hacer malabarismos con las palabras se desliza en su
asombrosa e inesperada frase sobre el «crío que me sorbe»,
utilizando al niño recordado para crear, mediante una sintaxis de
condicionales, una imagen aterradora de lo que haría ella para
conseguir la corona:
pues yo, cuando a mi cara más
se sonriera,
mi pezón de sus encías
blandas arrancara
y sus sesos estrellara, si
jurado hubiera
tal como tú has jurado en
esto. [56-9].
Para hacer un hombre de Macbeth, lady Macbeth causa la muerte de un
niño.
¿Y la lánguida respuesta de él? «¡Pare solo hijos varones!»
[72]. Pero el único niño parido para Macbeth son los bebés
monstruosos, recomposiciones por piezas de un «bebé asfixiado»,
que salen a la superficie en la caldera de las brujas.
Cabe señalar que mientras que el hijo del destino, Fleancio, escapa
en la oscuridad, el niño asesinado en su lugar, las pequeñas
«huevas» de Macduff, sufre a la luz. Su asesinato es la única
muerte de Macbeth que el dramaturgo sitúa en el centro de la
escena, a plena vista, obligando a los espectadores a mirarla de
cara. Cabe señalar también que, aunque Macbeth se presenta como un
Herodes moderno al matar a todas las criaturas para no ser depuesto,
sabe que sus esfuerzos son en vano. Los niños ganarán. Porque, como
ese bebé llamado «piedad» que, a pesar de estar desnudo y acabar
de nacer, es capaz de cabalgar enérgicamente a lomos de la tormenta
que desata Macbeth, los niños de Macbeth son tanto enanos
como gigantes, tanto frágiles huevas como poderosos bosques móviles.
Son la «semilla de los tiempos» [I.3.57]. Y no hay forma de
contenerlos.
«¿MIRABA EL CIELO?»
¿Qué aprendemos de Macbeth? Para la pregunta (si hiciera
falta formularla) «¿qué posibilidades tienes de que tu crimen
quede sin castigo?», la respuesta: cero. De forma menos directa,
reflexiones sobre la lotería de la vida, hasta qué punto la
diferencia entre la dulzura de la vida de un hombre y la amargura de
la de otro depende de accidentes, encuentros casuales con extraños,
oportunidades ofrecidas que agarramos con ambas manos o bien
descartamos o perdemos. No hay «buenos» en Macbeth. Banquo
suplica: «Poderes misericordes, | cortad en mí el maldito
pensamiento, a quien | natura cede en el reposo» [II.1.7-9] porque
necesita que se lo corten: ha estado soñando con brujas [20].
Macduff se confiesa «Pecador» [IV.3.223]. Sabe que es culpa suya
que su familia muriera: «no por sus culpas, sino por las mías |
cayó el estrago en ellos» [225-6]. (Pero ¿cuál fue su pecado? Su
esposa le llama traidor y cree que huyó. Pero ¿no son sus culpas
más parecidas a una ingenuidad involuntaria, a una falta de
«maldad», al no poder imaginar que su esposa y sus hijos están en
peligro? Ningún hombre, ni siquiera un tirano, mata niños). Por su
parte, Malcolm «prueba» que es un hombre honrado demostrando que es
un experto mentiroso. Así pues, junto con todas sus otras «gracias
que en un rey bien caen» [91], Malcolm está preparado para hacer de
hipócrita. Luego está el «buen» Siguardo, que devuelve el
gobierno legítimo a Escocia, él y sus diez mil soldados ingleses.
Sabemos por Holinshed que Siguardo es abuelo de Malcolm, lo que
significa que tiene «algunos derechos | sobre este reino, de los que
hay memoria», como podría decir Fortinbrás en Hamlet
[V.2.383]. Entonces, ¿son las tropas de Siguardo un ejército de
liberación, o de ocupación, dando los primeros pasos hacia la
anexión de Escocia a la corona inglesa? (En la historia más
«auténtica», el hermano menor de Malcolm, Donalbain, que
desapareció en Irlanda en el acto II, regresa para asesinar al hijo
de Malcolm. Y Fleancio, a quien vimos por última vez en el acto III
esquivando a los asesinos de Macbeth, huye a Gales, donde, acogido en
la casa del rey, viola a la hija de su anfitrión, por lo que el rey
le manda matar. Es el hijo bastardo nacido de esa violación quien,
al llegar a la edad adulta como mayordomo («steward», en
inglés) de la casa real, genera el primer rey Estuardo
[«Steward/Stewart/Stuart», en inglés]. En este catálogo de
hombres, incluso Duncan resulta dudoso. Si ha sido tan «claro» en
su «alto cargo» [I.7.18], ¿por qué le atacan por tres lados? ¿Por
qué es responsable de «un Gólgota segundo» [I.2.41]? Y si la
bondad de Duncan es dudosa, ¿no es también dudosa la maldad de
Macbeth? Macbeth tiene aún la palabra «esperanza» en su
vocabulario en el acto V [6.61].
Dado el peligro en que siempre se halla la vida humana, la oración
común es «No nos dejes caer en la tentación»; «No nos pongas a
prueba»; o, en el caso de Banquo, «Poderes misericordes | cortad en
mí». Con suerte, las oraciones serán escuchadas, los «poderes
misericordes» se movilizarán, se implicarán, acudirán en nuestra
ayuda. Pero ¿y si no lo hacen? ¿Somos todos Macbeth en potencia?
Cuando Macduff trataba de comprender el asesinato de su familia,
preguntó de pronto: «¿Miraba el cielo | y no acudió en su ayuda?»
[IV.3.222-3]. Es una pregunta parecida a la de Macbeth, tanto tiempo
atrás: «¿Por qué?». ¿Por qué le pararon «en este páramo […]
con saludo agorador?». ¿Por qué fue él el blanco? ¿Miraba el
cielo y no acudió en su ayuda? ¿Dónde estaban los poderes
misericordes cuando Macbeth los necesitaba?
La desolación que aprendemos de Macbeth no solo se debe a que
sabemos que Macbeth se destruye a sí mismo: escoge la oscuridad, y
«cuando olvidamos el honor | nada marcha derecho; querríamos | y al
mismo tiempo no» (Medida por medida, IV.4.31-2). Pero también
hemos visto la actitud distante de los cielos mientras los «ministros
de las tinieblas» se dedicaban a entrometerse en la vida de Macbeth
para arruinársela. Sabemos que sus actos no carecieron de estímulo.
En una versión del último cuadro escénico de la obra, esta
tragedia reproduce la profunda ambivalencia de nuestra reacción y
nos da una visión del miedo. El cuerpo del «muerto carnicero»
[V.11.108] y todo el pasado oscuro que representa, yace sobre el
escenario. Pero junto a él se halla el cuerpo de su última víctima,
el hijo de Siguardo. Representa el futuro: el cadáver de un niño.
NOTA EDITORIAL
Escrita probablemente en 1606 y representada en el Globe en abril de
1611. La única versión existente es la del Primer folio de 1623,
bastante limpia de impresión y cuya brevedad hace pensar a muchos
editores que se trata de una versión compuesta a partir del guión
teatral, que a menudo suprimía muchos pasajes del manuscrito
original.
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