Introducción a Macbeth, Carol Chillington Rutter

¿Qué clase de sensación es el miedo? ¿Un estimulante, como la adrenalina, o un sedante, un anestésico que embota nuestra conciencia? ¿Nos salva del desastre o nos empuja a la locura? ¿O simplemente se interpone en el camino de nuestras ambiciones? El miedo puede ser la bandera roja que nos dice «¡No sigas adelante!», como Laertes cuando le advierte a su hermana que el amor del príncipe Hamlet es peligroso: «Témelo, Ofelia, témelo» [I.3.33]. O puede ser la pluma blanca que nos dice que somos unos gallinas, demasiado asustados para aceptar el desafío, cualquier reto, como Hamlet, cuando, con «el hígado de una paloma», se zafa de la orden de «¡venganza!» [II.2.574]. De modo absurdo, cuando no tenemos nada que temer, los seres humanos nos inventamos miedos. Creamos terrores a partir de naderías y nos damos un susto de muerte con ellas, un síndrome que Teseo diagnostica (y del que se burla) en Sueño de noche de verano: «en la noche imaginando un miedo bobo, | ¡qué fácil una zarza se convierte en lobo!» [V.1.21-22]. Sin embargo, transformar lobos en zarzas a plena luz del día puede ser un primer síntoma de paranoia.
Estas especulaciones son muy pertinentes en el caso de Macbeth. En esta obra nos familiarizamos con el miedo, aprendemos a oírlo, saborearlo, verlo y notarlo en nuestra nuca, en la punta de nuestros dedos y en el centro de nuestro cerebro. Y es que Macbeth es el drama más terrible de Shakespeare, su anatomía del miedo. La palabra aparece en esta obra más a menudo que en ninguna otra, y junto a ella su sinónimo del siglo XVII, la «duda», ahora redundante, que no solo significa «estar inseguro», «vacilar en creer o confiar», sino también «temer, recelar, tener miedo». En Macbeth los soldados temen a sus camaradas más próximos; los súbditos a su rey; las mujeres a sus maridos, temiendo su miedo. Los niños temen a monstruos de juguete y demonios pintados; los pájaros temen la red. Todos temen el rumor y lo que no saben. Los sonámbulos temen los ruidos: pisadas sobre la piedra, el graznido del búho, alguien llamando a la puerta. Los ojos temen mirar lo que han hecho las manos, y la memoria teme recordar lo que ninguna medicina conocida puede extraer de mentes dañadas, de cerebros infestados por los escorpiones. (Sin embargo, una vez iniciadas, las manos se endurecen ante el miedo y las lenguas se acostumbran a su sabor rancio en la boca). Los anfitriones temen a los huéspedes a quienes no se espera que aparezcan en el banquete al que no obstante asisten. Despiertos, los hombres temen las alucinaciones de las pesadillas; dormidos, «la aflicción» de los «terribles sueños» que «la noche nos agitan» [III.2.18-19]. Los criados dudan de la cercanía del peligro. Sus amos dudan de los equívocos. Todos los que confían en el lenguaje aprenden a dudar de su duplicidad. ¿Por qué «te asustas y temer pareces | cosa que tan bien suena?», pregunta Banquo cuando Macbeth retrocede ante los saludos proféticos de las fatídicas hermanas en [1.3.50-51]. El resto de la obra trabaja para contestar esa pregunta, una respuesta aún más dificultada por el hecho de que fear y fair, tan distintos a los oídos de los anglófonos actuales como opuestos, son gemelos acústicos a los oídos jacobinos. Fear, «temer» y fair, «hermoso» se pronunciaban igual en la época de Shakespeare. Y el propio Macbeth es el «hermoso» original a quien la obra enseña a «temer».
En un resumen esquemático, Macbeth es la historia de un hombre que libera sus miedos en el mundo. Es un soldado avezado en la batalla que comete un asesinato, que mata a un hombre dormido en su casa. Y después del asesinato, aprende lo que significa hacerlo al sufrir sus consecuencias.
Macbeth no mata de forma impulsiva. En realidad, es el héroe trágico de Shakespeare que más reflexiona y premedita. (Vale la pena recordar que los protagonistas trágicos de Shakespeare —Hamlet, Lear, Otelo, Tito, Bruto, Antonio, Romeo, Coriolano— no son hombres con grandes defectos, sino que cometen grandes errores). Macbeth no actúa de forma involuntaria, no se deja llevar por sus impulsos, no es torpe ni está confundido. No puede afirmar con el rey Lear «Contra mí | se ha pecado más de lo que pequé» [III.2.59-60]. Ni con Romeo «Lo hice con la mejor intención» [III.1.104]. No racionaliza el homicidio dándole otro significado: venganza, por ejemplo, tal como hace Hamlet, o piedad, tal como hace Tito. Ni es para él el homicidio la ejecución de la justicia, un sacrificio terrible pero necesario, como le ocurre a Otelo, convencido de que Desdémona «morir debe o engañará a otros hombres» [V.2.6]. Macbeth, en cambio, sabe que lo que está contemplando es un asesinato y que matar a Duncan está mal. Lo llama «condena en firme», «horrenda acción» [I.7.20, 24]. Conoce incluso la mejor razón para no matar. El asesino es un suicida; enseña una «lección sangrienta, que, aprendida, torna en daño | de su inventor»; «ofrece los fármacos» de la «copa emponzoñada» a sus «propios labios» [9-12].
Es el que más piensa, y también el más infame de los grandes «equivocados», el único que «por los peores medios» persigue «lo peor» [III.4.134]. Macbeth es un regicida, un asesino de reyes. Matar a un rey constituye un crimen político, pero también contra la familia, dinástico. Tal como Macbeth nos permite entender, es un crimen en última instancia contra el universo, cuyo horror solo encuentra una expresión adecuada en la imaginería universal, orgánica y religiosa, pues el rey, vivo, expresa la vivacidad del reino, su fertilidad, su crecimiento y continuidad. «He empezado a sembrarte», le dice Duncan a Macbeth, abrazando al héroe-guerrero que ha salvado su trono del derrocamiento por parte de los rebeldes, «y labraré de modo | que estés de mieses bien colmado» [I.4.29-30]; «nuestros deberes […] a tu estado y trono», observa Macbeth, son «hijos y criados, | que no hacen más que deben al hacerlo todo | a vuestro amor y vuestra honra» [25-8]. Matar a un rey es burlarse del amor, rescindir el contrato del deber, desgarrar el vínculo de la naturaleza, talar el árbol de la vida. Duncan, asesinado, es el «templo ungido del Señor» forzado y saqueado; «sus hondas llagas» parecen «como brecha de natura | para entrada de la ruina» [II.3.65, 110-111]. En Macbeth no es posible ocultar en modo alguno esta doble ruptura terrible, del cuerpo natural del rey y de su cuerpo simbólico. El cosmos, asqueado, llegará a extremos extravagantes para dar a conocer el crimen. Extrañas alianzas entre cosas físicas y psíquicas, naturales y sobrenaturales, crearán aterradores mecanismos de revelación: los ángeles pregonarán la verdad, apostándose alrededor del mundo sobre el lomo ciego de la tormenta del escándalo, y «piedad, como un desnudo crío recién nacido | a lomos de la tromba […] hará estallar la horrenda acción en todo ojo, | tanto que el llanto anegue el viento» [I.7.21-5]. Los hombres sabrán interpretar estas señales cósmicas cuando vean por sí mismos la naturaleza vuelta del revés, cuando haya oscuridad en la tierra en lugar de luz; cuando el halcón sea «preso y muerto» por un búho «ratonero»; cuando los caballos de Duncan se vuelvan «en bravío», quiebren sus establos y se devoren uno a otro [II.4.13, 16].
Pero Macbeth es aún peor que un asesino de reyes; también es un infanticida. En esta obra los cadáveres de niños, como el del rey, tienen un doble papel. Cumplen funciones tanto reales como simbólicas, lo que hace doblemente significativo que, a diferencia de Duncan, Banquo, Macduff y Siguardo (todos los hombres adultos de la obra), Macbeth no tenga hijos. Sin hijos, su esterilidad se mofa de su proyecto dinástico, vaciándolo de todo significado futuro más allá de su propia ambición de llevar la corona. Cuando reflexiona acerca del asesinato antes de cometerlo, Macbeth se centra en sus posibilidades de salir bien parado, calculando si «el asesinato | echara red a las consecuencias, y atrapara | su logro en su remate» [I.7.2-4]. No entiende hasta más tarde que hizo un mal cálculo, que no es «atrapar» —conseguir un fin, matar a Duncan— lo que proporciona el «remate», sino la «sucesión». No puede haber «remate» sin «sucesión» (un heredero, descendencia, alguien que le suceda). No tener hijos representa la muerte de la ambición: como a Macbeth le faltan los hijos, su futuro fracasa. Y si eso sucede tiene razón lady Macbeth: «Nada se tiene, todo se ha gastado» [III.2.4]. Macbeth lleva una «corona estéril» y sostiene un «infecundo cetro» [III.1.60-61]. Ha «vertido enconos en la copa de [su] paz» y ha dado su «joya eterna» al «común contrario de los hombres», su alma a Satán, para hacerlos «a ellos reyes», a los hijos de «Banquo, reyes» [66-69]. Para interrumpir el futuro, Macbeth debe detener a los niños asesinándolos. Pero la falta de hijos, aunque resulte traumáticamente frustrante para Macbeth, es algo que solo ve en términos dinásticos. Significa mucho, mucho más para Macduff. Es la única explicación que Macduff puede dar para el crimen de Macbeth cuando se entera de que el «gavilán de infierno» [IV.3.217] ha asaltado su castillo y ha acabado con toda su familia: «Madre, niños, siervos, todo | lo que hallarse pudo»; «Él no tiene hijos», dice Macduff en respuesta, sin poder reaccionar ni decir otra cosa [211-12, 215]. Parece muy poco que decir, dado el caso. Casi nada. Pero eso en sí mismo denota el intento de Macduff de expresar lo que para él es inefable: ¿cómo puede un hombre que no tiene hijos entender lo que significa matar a un niño? Un infanticida no solo tala el árbol de la vida. Derrama los «gérmenes de natura», derriba las semillas de la vida y las convierte en despilfarro arruinado, haciendo «que la destrucción enferme» [IV.1.58-9].
Dado lo espantoso de la historia, ¿por qué al final de la obra vemos invertidos los papeles de víctima y verdugo, y a Macbeth como el perjudicado de la tragedia? ¿Por qué no es ya un lobo o un gavilán del infierno sino un oso atado a una estaca, atacado salvajemente por los perros? ¿Por qué no es ya el matarife de todos los niños, sino el marido apenado y despojado de «lo que a la vieja edad acompañar debía», «honra, amor, respeto, multitud de amigos» [V.3.24-5]? ¿Por qué no es ya el «pariente sin igual», sino un «pobre actor» cuya vida es «un cuento | contado por un idiota […] y sin ningún sentido» [I.4.59; V.5.24, 26-8]? ¿Por qué al final no sentimos satisfacción, sino pesar? O, planteando la pregunta de otro modo, ¿por qué Macbeth acaba como tragedia y no como melodrama? ¿Y están todas estas preguntas relacionadas de algún modo con las que plantea Macbeth en su escena inicial a esas «adivinas a medias» [I.3.69], las fatídicas hermanas, que le dicen el futuro pero no se quedan a contestar su interrogatorio? «¿Qué sois?», exige saber de las «ajadas» mujeres que interrumpen su primera entrada, cerrándole el paso al materializarse de repente en la tormenta, en el páramo sacudido por la batalla, que «no se parecen a vecinos de la tierra, | y con todo, en ella están» [38-46]:
[…] decid de dónde
sacáis tan raros acertijos, o por qué
en este páramo os cruzáis a nuestro paso
con saludo agorador. [74-7]
¿Qué? ¿De dónde? ¿Por qué? («¿por qué?» es algo nunca contestado en la tragedia; en realidad es la pregunta sin respuesta que nos hace saber que estamos en una tragedia). En el teatro, y en el texto, sabemos más que Macbeth en este momento. Sabemos que está de camino a una cita en el páramo que ignoraba que hubiese concertado. Sabemos que, fuera de la zona de peligro de la batalla, mientras se dirige hacia la seguridad del hogar, se le ofrece al guerrero que se ha visto detenido por un encuentro casual con unas extrañas una «solicitación» [133] que le cambiará la vida. Porque sabemos que Macbeth está conversando con brujas, y es la presencia material de estas, esas «adivinas a medias», el suceso original en la obra de Macbeth que marca toda la diferencia para el futuro que predicen.

TEXTOS HISTÓRICOS / TEXTOS TEATRALES

Shakespeare encontró a Macbeth, Duncan y las fatídicas hermanas en el segundo volumen de las Crónicas de Raphael Holinshed (1587). Este vol. II le proporcionó dos documentos del pasado remoto de Escocia —¿leyenda o historia?— de los que obtener material. En la primera historia Donwald, el «capitán del castillo» del rey Duff, suplica por las vidas de ciertos parientes que han sido sentenciados por traidores. Su crimen fue capital, pero ellos fueron unos crédulos incautos, «persuadidos» por el «consejo fraudulento de diversas personas malvadas»: fueron títeres de unas brujas. Por eso, cuando Duff niega su perdón, Donwald se siente indignado. Con el rencor «hirviendo en su estómago», cede a la persuasión de su esposa cuando ella le muestra cómo podrían «cortar en secreto» a Duff «el cuello mientras yace durmiendo, sin alboroto alguno».
La última historia, más completa, se sitúa en el reino del rey Duncan, un hombre «de naturaleza tan suave y apacible», tan «descuidado» al «castigar a los delincuentes» que «muchas personas mal gobernadas» aprovechan la «oportunidad para perturbar la paz y el sosiego del Estado» con «sedicioso tumulto». Primero Macdowald se rebela contra el «blandengue», reclutando en Irlanda «un buen número de kernes y galloglasses» que luchan «con la esperanza del botín». A continuación Sueno de Noruega invade el reino. Después de él, ataca una flota danesa. En todos estos disturbios nada intimida al «valiente Macbeth»: es tan duro como blando es el rey, su primo (de quien es el pariente más cercano). Le envía la cabeza de Macdowald a Duncan en una pica; sorprende y acaba con el ejército dormido de Sueno; obliga a los daneses a retroceder hasta la costa; y luego, con Banquo, se dirige hacia Forres. Pero un prodigio extraño y grosero les detiene: «tres mujeres ataviadas de forma extraña y salvaje, que parecen criaturas del mundo antiguo», «llaman» a Macbeth «barón de Glamis» y «de Cáudor», «en adelante […] rey de Escocia». Desafiadas por Banquo, le «prometen mayores beneficios»: no reinará «de obra», pero engendrará a quienes lo harán. Luego desaparecen. Macbeth y Banquo se toman a risa la «ilusión fantástica» y la califican de «broma». Pero «después la opinión común fue que esas mujeres eran las fatídicas hermanas, es decir (como diría usted), las diosas del destino, o bien unas ninfas o hadas dotadas del conocimiento de la profecía por su ciencia nigromante, porque todo acabó pasando tal como habían dicho».
Sin embargo, transcurre algún tiempo hasta que Macbeth da el paso para «usurpar el reino por la fuerza». Recuerda las «palabras de las tres hermanas», pero, de forma aún más decisiva, escucha a su esposa, que «le insiste para que lo intente» porque ardía en «deseos insaciables de llevar el nombre de una reina». En Holinshed, Macbeth tiene una «justa contienda» contra Duncan, y la muerte de este no es el asesinato en secreto de un rey dormido. Consigue la ayuda de «amigos fieles» —el principal de ellos, Banquo— y mata a Duncan en una batalla. A continuación reina como un gobernante modélico durante una década.
Pero este rey ejemplar es en realidad «una falsificación» que vive en constante «miedo», irritado por las predicciones de las brujas. Los «remordimientos de conciencia» acaban sacando a la luz al verdadero Macbeth. Banquo sufre una emboscada, Fleancio huye, se producen asesinatos indiscriminados. Toda Escocia sospecha, teme, mientras Macbeth se vuelve temerario en sus atrocidades, seguro de que es invulnerable hasta que el bosque de Bírnam ascienda la colina hasta Dunsinane o hasta que se encuentre con un hombre no «nacido de mujer alguna». Macduff cabalga hasta Inglaterra para reclutar a la resistencia. Macbeth envía soldados a Fife para acabar con su familia. Pero se moviliza el ejército de Malcolm. Macbeth se retira. El bosque de Bírnam camina. El tirano se enfrenta a su último enemigo, se burla de él con la inmunidad de las brujas y oye a Macduff responder: «Soy él mismo», no «fui parido por mi madre, me arrancaron de su vientre». El resto de la historia de Macbeth se cuenta en tan solo cinco frases. Clavan su cabeza en una pica, como la de Macdowald años atrás. Y la Crónica termina con pocas palabras: Macbeth «realizó muchos actos dignos», pero «por ilusión del diablo» —la primera vez que oímos hablar de él en toda esta historia— «difamó» su reino «con muy terrible crueldad». «Fue muerto en el año del Señor 1057, y en el 16.º año del reinado del rey Eduardo sobre los ingleses».
Al leer a Holinshed es fácil imaginar la mente de Shakespeare pasando sobre la Crónica como un imán que recogiese limaduras de hierro: imágenes, intercambios, comentarios casuales que se enganchan a la memoria. Mientras trabaja en este «texto histórico», el dramaturgo resume el tiempo y condensa la historia, y, al encontrar miedo en abundancia en Holinshed, dispone un universo moral en el que la línea entre «lo Bueno» y «lo Malo» parece estar dibujada con firmeza. Todas las grandes ideas están ahí. ¿Qué constituye al «buen» gobernante? ¿Qué son las «gracias que en un rey bien caen» [IV.3.91]? (El material con el que Shakespeare escribe la escena 3 del acto IV, que transcurre en Inglaterra, lo saca directamente de Holinshed). ¿Hasta qué punto es responsable el hombre traicionado de construir al traidor? ¿Cuáles son los usos —y los límites— de la violencia en una cultura en la que la «humana ley» no ha «purgado aún el goce» [III.4.75]? ¿Qué poder ejercen los «ministros de las tinieblas» [I.3.123] en la vida humana? ¿Deberían los hombres escuchar a sus mujeres o a las brujas? ¿Cómo puede Escocia, con sus irlandeses renegados, los guerreros que apestan a sangre, sus tribus enfrentadas, sus «fatídicas hermanas», su paisaje arruinado y desolado, ser un modo de reflexionar sobre Inglaterra?
Tampoco tenemos una fecha segura para la escritura original o primera representación de Macbeth, pero hay muchas buenas razones por las que Shakespeare podía haber querido producir una «obra escocesa» en 1605 o 1606. Jacobo Estuardo, un escocés, el sexto de esa casa en reinar en Escocia en una dinastía que se remontaba hasta Banquo, heredó el trono inglés cuando la última Tudor, Isabel, murió en 1603. Uno de los primeros pasos fue tomar la compañía dramática de Shakespeare bajo su mecenazgo personal, convirtiendo Los Hombres del lord Chambelán en Los Hombres del Rey. Macbeth pudo ser la reacción de Shakespeare a la nueva organización; desde luego, la obra retomó temas que el rey encontraba absorbentes.
A Jacobo le interesaban las teorías sobre el gobierno. En 1598, durante una enfermedad a la que temió no sobrevivir, escribió su testamento político, un manual de instrucciones para la monarquía, Basilicon Doron («El don real»), dirigido a su hijo de cuatro años, Enrique. El libro, dividido en tres capítulos, exponía el deber del rey hacia Dios, su cargo y él mismo, y ofrecía instrucciones sobre todos los aspectos, desde administrar justicia, seleccionar a los consejeros y elegir buenos libros hasta manejar a los clérigos, la economía, el matrimonio, su pelo y sus modales en la mesa. El Basilicon Doron circuló ampliamente en Inglaterra a partir de 1603, y los ingleses lo estudiaban como si fuese una especie de clave que descifrase la incógnita (además, extranjera) que era su nuevo rey. Shakespeare pudo haber leído a Jacobo cuando habla de la diferencia entre el buen rey y el tirano: «uno reconoce haber sido dispuesto para su pueblo, haber recibido de Dios una carga de gobierno de la que debe rendir cuentas; el otro cree que su pueblo está dispuesto para él, que es una presa para sus apetitos». Pudo haberse detenido en sus comentarios sobre la conciencia enfermiza, la «conciencia cauterizada» que se vuelve «inconsciente del pecado, durmiendo en una seguridad despreocupada».
Al poner por escrito su teoría sobre la estabilidad política, Jacobo revelaba su considerable experiencia sobre sus alternativas, las cuales Shakespeare explora en Macbeth. La traición era una forma habitual de regular la política en Escocia, y Jacobo, que llegó al trono de Escocia siendo un bebé, había sobrevivido a varias conspiraciones en su contra, incluyendo la última, el complot de asesinato de Gowrie en agosto de 1600. Su padre había sido asesinado, y en 1587 había visto desde la barrera cómo su madre, María, era ejecutada por la reina Isabel por conspirar para usurpar su trono: como Macbeth, María era la pariente más cercana de su prima real, cuyo reino además quería, pero, a diferencia de Duncan, Isabel no era ninguna «blandengue». En 1605 Jacobo volvió a ser objetivo de unos terroristas: los londinenses se quedaron impresionados ante la traición descubierta en el interior, la «conspiración de la pólvora», un complot procatólico encabezado por Guy Fawkes que pretendía hacer estallar el Parlamento y al rey, cuando este llegase para la inauguración estatal del 5 de noviembre. En marzo siguieron la lectura de cargos y el juicio de los conspiradores (mientras el rey asistía también a las vistas, de incógnito y en privado). Entre los conspiradores se hallaba el jesuita Henry Garnet, quien alegó en su defensa, como es sabido, la doctrina del «equívoco», según la cual se podía mentir bajo juramento y seguir teniendo la conciencia tranquila. Sin embargo, Garnet fue ejecutado de todas formas. (Su doctrina se expresa en Macbeth, donde el ambiguo portero recita un monólogo cómico frente al equívoco y convencional Macbeth.)
Jacobo se interesaba también por la brujería. Demonología (1597) fue su réplica a El descubrimiento de la brujería (1584), de Reginald Scot, una obra escéptica y muy leída en la que Scot «descubría» que la brujería era fraudulenta y los acusadores que «proclamaban la brujería» eran sencillamente gente con malas intenciones. El tremendista librito de Jacobo contraatacaba hablando de «la temible abundancia en estos tiempos y en este país de esas detestables esclavas del diablo, las brujas». Para Jacobo, en 1597, la brujería era real y estaba presente en el mundo. Varios años atrás había interrogado en persona a Agnes Sampson, el acta de cuyo juicio por brujería circuló por Inglaterra en un panfleto titulado Noticias de Escocia (1591), el cual Shakespeare leyó con toda probabilidad. Los personajes de ese drama incluían a un tal David Seaton, a un tal Geillis Duncane y a alguien identificado solo como «la esposa del portero de Seaton», nombres que casualmente aparecen más tarde en Macbeth. Cuando Jacobo calificó parte de la confesión «milagrosa y extraña» de Sampson de mentiras «extremas», ella le llevó aparte y «le declaró las palabras exactas que intercambiaron» él mismo «y su reina en Oslo, Noruega, en su noche de bodas», palabras, dijo el rey, «que ni todos los demonios del infierno habrían podido descubrir». En Londres, en 1603, ordenó la reimpresión de su Demonología y promovió la promulgación de una nueva ley sobre brujería (más dura). Nunca quiso derogarla, aunque con el paso de los años se volvió escéptico sobre el tema y pasaba más tiempo sacando a la luz falsas acusaciones y revocando condenas que descubriendo brujas.
Jacobo tenía otro «interés» relacionado con Macbeth. Como el barón de Faif de Shakespeare, Jacobo «tenía una esposa» [V.1.41], Ana de Dinamarca, una mujer de gran inteligencia política cuya mera presencia modificó la dinámica de poder de la monarquía. Por primera vez desde el acceso al trono de Isabel I en 1558, la reina de Inglaterra no era una soberana sino una consorte, no era la voz del poder sino la palabra inductora en el oído del poder, y no una virgen sino una madre prolífica: tuvo ocho embarazos entre 1594, cuando nació su primer hijo, el príncipe Enrique, y 1606; solo tres de sus hijos sobrevivieron a la infancia. Ana era ferozmente, e incluso paradójica y criminalmente, maternal, alguien capaz de afirmar que los «sesos» de su bebé «estrellara», como amenaza con hacer lady Macbeth para demostrar una teoría [I.7.58]. Lo cierto es que hizo algo igual de impactante. La costumbre en Escocia era apartar a los bebés reales de su madre y dejarlos en manos de unos tutores oficiales, una práctica muy antinatural y chocante para la danesa Ana. Loca de pena cuando le arrebataron a su bebé Enrique y decidida a recuperar su custodia, apeló primero a su marido. Jacobo apoyó la costumbre. Así que Ana viajó a la residencia en la que se alojaba Enrique, se plantó en el patio de piedra y se golpeó el vientre hasta abortar al niño que llevaba entonces en su seno. Jacobo cambió de opinión y Enrique le fue devuelto. Pero su reina «rebelde» continuó mostrándose difícil. En Londres, en la noche de Reyes de 1605, escandalizó a la corte inglesa al pintarse la cara de negro junto a sus damas para interpretar a las hijas de Níger en la primera gran mascarada del nuevo reinado, planeada por la propia Ana, La mascarada de la negrura. Dos meses antes se había representado en la corte Otelo, de Shakespeare (¿inspiró su moro las hijas de Níger de Ana?), y quizá el dramaturgo recordase a la reina con el rostro pintado de negro cuando, poco después, en una obra que contenía un claro homenaje a Jacobo en el papel de César Augusto, escribió un papel soberbio para una «pendenciera» reina negra de Egipto, Cleopatra. Esta circulación de recuerdos de representaciones podría sugerir al menos que si Jacobo figuraba en la «obra escocesa» de Shakespeare también lo hacía Ana. Nadie olvidaba que su entrada en la historia escocesa estuvo marcada por las brujas: era la joven novia que viajaba en la flotilla nupcial que se hundió presuntamente debido a unas tormentas desatadas por brujas en el mar del Norte, cuando trataba de alcanzar Escocia en 1589.
Al citar estas historias no propongo leer Macbeth como una obra sobre la actualidad de su época, sino recordar que las obras de Shakespeare, sea cual sea el tiempo en la que se sitúen, están saturadas de los materiales de su presente, siempre en conversación con los acontecimientos inmediatos: la Escocia del siglo XI «conoce» el Londres jacobino. Y que el sentido original de duplicidad temporal inscrito en las obras persiste: cuando miramos una obra de Shakespeare hoy en día nos parece que lleva una doble vida. Pertenece al pasado de comienzos de la era moderna, pero también a nuestro presente posmoderno. Su representación es tanto una reposición como un estreno. Otra perspectiva es considerar cada obra de Shakespeare como una serie de textos paralelos. Uno de ellos es un objeto; el otro, un organismo. El objeto es la obra-texto, cuya primera versión fue el manuscrito del teatro llamado el «libro». Comprende las palabras de la obra, las cuales se originaron en la Inglaterra de comienzos de la era moderna y que han llegado hasta nosotros en diversas copias impresas —cuartos y folios— utilizadas por los editores para compilar nuestras ediciones modernas. Puesto que es un objeto, podemos examinar y apreciar esta primera clase de texto como un artefacto, digamos, un jarrón etrusco. Sin embargo, en el caso de una obra-texto, el «libro» es también un guión, y cualquiera de estos se caracteriza por constituir un texto incompleto. Contiene instrucciones hacia algo que nunca está escrito, la representación, es decir, la acción, caracterización, gestos, efectos visuales, vestuario, sonido: todo lo que convierte las palabras en obra, y no solo la representación «original» de Macbeth, sino también las sucesivas de la obra-texto en sus cuatrocientos años de vida en el teatro. Llamemos a este segundo texto, no registrado pero vivo y experimentado, el «texto de representación» para distinguirlo del «texto-obra», relativamente fijo. Cuando se representa, Macbeth siempre supera las palabras impresas en cualquier edición de la obra. Véase la palabra «Macbeth». Por el simple hecho de elegir a un actor u otro para el papel protagonista —Ian McKellen, Antony Sher, Jon Finch o James Frain— Macbeth cambia. Vestir a Macbeth con calzas y jubón, cuero negro, ropa de camuflaje o vaqueros altera el modo que tienen los espectadores de entender el papel y el mundo que habita. Lo mismo ocurre al situar la obra en un castillo medieval o en una urbanización de una zona urbana deprimida. Si bien la obra-texto es un ente cerrado, el texto de representación está completamente abierto y acoge muchas interpretaciones, lo que significa que Macbeth ha estado acumulando capas de nuevo significado desde su primera representación, cada vez que se presenta con nuevos actores y públicos en nuevos teatros ante nuevas generaciones.
Resulta que el primer texto que tenemos de Macbeth, la versión impresa del Primer Folio de 1623, muestra indicios que sugieren que este proceso natural estaba ya en marcha: en su superficie textual aparecen señales de representaciones sucesivas que indican la presencia de unas manos ajenas a las de Shakespeare trabajando en Macbeth. Ello equivale a decir que en el texto aparecen cosas que no escribió Shakespeare: toda la escena 5 del acto III (la de Hécate), y en la escena 1 del acto IV los versos 39-43 y 124-131 (la reaparición de Hécate con un coro de brujas que canta y baila). El director de principios del siglo XX Harley Granville Barker describió este material como «auténticas sandeces», y sabía que no era de Shakespeare, pues este, según pronunció firmemente, «no estaba de humor para sandeces cuando escribió Macbeth». Lo más probable es que las interpolaciones sean de Thomas Middleton, y lo delata el «pie para una canción» que marca cada añadidura, «Vuelve ya, ven acá, Hécate, Hécate, ven acá» en III.5.35 y «Espíritus negros y blancos» en IV.1.43. Son los primeros versos de canciones que aparecen completas en La bruja, de Middleton, una obra que, como Macbeth, era propiedad de Los Hombres del Rey y estaba interpretada por esa compañía. Pero ¿por qué se incluyeron en Macbeth las canciones de Middleton? ¿Y cuándo? El astrólogo y curandero Simon Forman vio Macbeth en el Globe en abril de 1611 y dejó un relato presencial, una sinopsis bastante buena para un espectador que veía por primera vez la obra, aunque su visión estuviese contaminada de forma evidente por sus lecturas: llama a las fatídicas hermanas «hadas o ninfas», repitiendo las palabras de Holinshed. Lo que llamó la atención de Forman fueron las conmociones y «sustos» de Macbeth: los «saludos», los prodigios que conlleva el crimen, el fantasma, el banquete arruinado, el sonambulismo y «la sangre en las manos [de Hamlet] que no podía quitarse de ningún modo». Pero Forman no hace mención alguna de Hécate o sus sensacionales «números musicales». ¿Sugiere su silencio que no aparecía en Macbeth en 1611? ¿Y cuándo se incorporó?
Sería más fácil responder esa pregunta si pudiéramos datar La bruja, de Middleton. No podemos, pero sabemos que alude al escándalo más famoso que recorrió la corte jacobina, el caso de divorcio Howard-Devereux en 1613. Ella, Frances Howard, lady Essex, quería divorciarse para poder casarse con Robert Carr, el favorito del rey. Él, Robert Devereux, el infortunado conde de Essex, se había mostrado dispuesto a renunciar a ella, pero se echó atrás cuando se supo que la dama había consultado a una «mujer sabia» —una bruja— para «acabar con su señor». A medida que el caso avanzaba —con el rey impaciente por verlo resuelto y los obispos contribuyendo a entorpecerlo—, Essex dio su consentimiento al divorcio pero se negó a admitir el único fundamento admisible (y totalmente inventado) para una anulación, la «insuficiencia» sexual, porque ello le impediría volver a casarse, lo cual le dejaría sin hijos, y a su título de conde sin heredero. Sus abogados se decidieron por el equívoco: «confesaría su insuficiencia» hacia Frances pero insistiría en que era «maleficiatus solo ad illam», es decir, impotente por brujería, pero solo hacia ella.
Middleton reflejó esta situación grotesca, el principal tema de chismorreo en Londres en abril de 1613, en una de las tramas de La bruja, en la que Antonio, el marido, es impotente con su esposa pero no muestra ninguna «insuficiencia» en la cama con su amante, una mujer de vida alegre, y en la que Hécate y su pandilla son las mágicas causantes, entre serias y cómicas, de su indisposición marital. Las brujas se muestran profundamente amenazadoras, debido a su tráfico de cadáveres de bebés bastardos, pero también escenifican un aquelarre operístico, con sus canciones y un gato volador.
Los Essex se divorciaron en octubre de 1613; en la Navidad de ese año Frances se casó como si fuesen sus primeras nupcias, «con el pelo suelto» —es decir, como una virgen— con Carr, reciente conde de Somerset. Al parecer, el rey dotó a la novia con diez mil libras esterlinas en joyas, y Thomas Middleton escribió una mascarada de boda para la ocasión. Pero dieciocho meses después la pareja de oro se estrelló. Empezaron a correr rumores sobre la muerte de sir Thomas Overbury, el brillante y ambicioso secretario de Somerset que se había opuesto en voz alta al divorcio y que murió de forma conveniente pocos días antes de que este culminara: una muerte horrible, según se dijo en el momento, causada por la sífilis. Ahora se afirmaba que había sido envenenado. Los Somerset fueron arrestados por el asesinato de Overbury en octubre de 1615, comparecieron en abril del año siguiente y llegaron al juicio profundamente implicados por la admisión despavorida de cómplices de poca monta que ya habían sido ahorcados. Anne Turner, criada e íntima de Frances (algunos crueles contemporáneos llamaban a Frances bruja y a Anne su «familiar»), confesó que años atrás habían consultado a Simon Forman acerca de la anulación y había utilizado hechizos y figuras de cera para adelantarla. (No pudo convocarse a Forman; había muerto en 1612.) «Esto por la brujería —comentó el fiscal—. Ahora por el envenenamiento.» Tanto Turner como Frances confesaron, pero Carr manifestó su inocencia. Todos fueron condenados, pero solo se ejecutó a Turner. La pareja pasó los seis años siguientes en la torre de Londres.
¿Qué implica esto para Macbeth? Si la pieza La bruja, de Middleton, fue escrita y llevada a escena en tono de sátira durante los meses que sucedieron al escandaloso divorcio, cuando la frase «maleficiatus ad illam» era un chiste verde y todo el mundo en la sala era capaz de reconocer al marido idiota, a la encantadora «Francisca» y al cómico Scot, tras las comparecencias de los acusados la situación se vio profundamente alterada. La brujería había dejado de ser un asunto de risa, y también el asesinato. Bajo mi punto de vista, La bruja fue eliminada del repertorio porque los acontecimientos habían vuelto peligroso su carácter cómico. Sin embargo, la compañía de Shakespeare, Los Hombres del Rey, tenía en reserva otra obra con brujas, en sintonía con aquellos tiempos marcados por el miedo y la imaginación y capaz de aprovechar el aumento repentino del interés popular hacia la brujería. Puede ser que, a medida que avanzaba el juicio de Frances Howard y se la tildaba de forma cada vez más escabrosa de esposa «demoníaca» y «puta, mujer, viuda, bruja» en las baladas, mientras que Carr era considerado por sus contemporáneos una mera víctima engañada —«si no hubiese conocido a semejante mujer podría haber sido un buen hombre»—, la compañía de Shakespeare recuperase Macbeth. Sus miembros adecuaron su tragedia, que había sido escrita diez años atrás, a los acontecimientos del momento recurriendo a algunas escenas de Middleton que desencadenaban una referencia y hacían que la comedia ausente apareciera en el escenario pero también utilizaron esas escenas para prolongar Macbeth justo en los puntos en que los espectadores deseosos de sensaciones podían querer más, añadiendo un material sobre brujas que, una vez reubicado, ensombreció los espectáculos de Middleton, reescribiéndolos con una nueva capacidad para perturbar al espectador. A aquellas alturas, es decir, a finales de abril de 1616, Shakespeare había muerto ya, por lo que cualquier añadidura a Macbeth tendría que realizarla otro dramaturgo.
Tal como yo lo veo, el texto de Macbeth marcado en el Folio como «de otro autor» no está «alterado» ni es un «problema»; más bien nos ofrece una oportunidad. Nos muestra un guión de trabajo que lleva indicios de su vida continua en el teatro, donde el «libro» pertenecía a los intérpretes, que lo sometían a la misma actualización que se efectuaba, por ejemplo, con Doctor Fausto, de Christopher Marlowe, o La tragedia española, de Thomas Kyd. En una época en que casi todas las obras desaparecían del repertorio activo en unas semanas, esas dos tragedias de finales de la década de 1580, muy apreciadas por el público, seguían representándose diez y hasta veinte años más tarde. Al recuperarlas, los intérpretes encargaban revisiones. Así, en 1602 William Bird y Samuel Rowley reescribieron la trama cómica paralela en Fausto, actualizando los chistes, mientras que en 1601 Ben Jonson añadió un material que desarrollaba las escenas de locura en la obra de Kyd. Como esos añadidos, las inclusiones de Middleton en Macbeth pueden interpretarse como un barniz contemporáneo, sobre todo la burla que Hécate comparte con sus compinches, «bien sabéis que los peores | enemigos del hombre son | soberbia y despreocupación» [III.5.32-3]. De un modo todavía más significativo, los añadidos de Middleton determinaron el futuro de la obra en el teatro. Cuando William Davenant recuperó Macbeth en la Restauración, fue la versión de Middleton la que adaptó al espectáculo operístico que Samuel Pepys consideró en 1667 «una de las mejores obras por […] variedad de baile y música, que he visto en mi vida», un espectáculo que nuestro teatro de hoy en día titularía sin duda Macbeth, el musical. Las brujas de Davenant no solo cantaban y bailaban; volaban. Y, lo que era aún más increíble, sobrevivían. El Macbeth que Davenant basó en la versión de Middleton se mantuvo en el repertorio teatral hasta la década de 1850. Con el paso de los años la pandilla de Hécate fue ampliándose hasta formar un corps de ballet mauvais de cincuenta miembros que interpretaba, tal como el nombre sugiere, una danza fea, un baile de arpías. Es evidente que las representaciones sucesivas de Macbeth mostraban una fascinación creciente hacia los «ministros de las tinieblas» [I.3.123] sobre la que conviene pensar.

PRIMERAS COSAS / «PRIMICIAS»

Holinshed comienza la historia de Macbeth en su Crónica con genealogías. Shakespeare empieza con brujas:
Trueno y relámpago. Entran tres brujas. (Acotación del Folio)
Es decir, Shakespeare empieza con problemas:
PRIMERA BRUJA ¿Cuándo volvemos a vernos?
¿En lluvia? ¿En rayos? ¿En truenos?
SEGUNDA BRUJA Cuando pierdan, cuando ganen
la batalla, cuando acaben
tremolina y barahúnda.
TERCERA BRUJA Antes de que el sol se hunda.
PRIMERA BRUJA ¿Dónde el lugar?
SEGUNDA BRUJA Junto al brezal.
TERCERA BRUJA Allí con Macbeth iremos a dar.
PRIMERA BRUJA ¡Ya voy, Beche Gris!
TODAS Hermoso es lo feo y es feo lo hermoso:
volar por la niebla y el aire apestoso.
Salen.
Y luego se marchan.
Transcrita exactamente del Folio para reproducir la más temprana evidencia textual que tenemos de las instrucciones del dramaturgo respecto a la representación (o la ausencia de ellas), esta escena inicial demuestra la práctica habitual de Shakespeare consistente en utilizar las primeras escenas para crear una imaginería que, como minas, detonará a lo largo del resto de la obra. Establece un ritmo acústico o de dicción y un vocabulario específico para la obra, pero también una retórica, una forma de hablar. E introduce un campo visual, un aparato material que la representación empleará y habitará. En Macbeth comprime todo eso en solo diez líneas, un rayo de una escena inicial que cae y se desvanece antes de que los espectadores puedan hacer poca cosa más que «asustarse», como le sucederá a Macbeth más tarde. Esta escena es una iniciación a la extrañeza que se anticipa al primer encuentro de Macbeth con «tan raros acertijos» [I.3.75]. Lo que Shakespeare le hace más tarde a Macbeth, lo ensaya primero con el público. Nos ofrece un supuesto práctico preliminar sobre la duda.
Todo en esta pequeña escena dificulta la interpretación. Suena extraña. La «acústica estándar» en el escenario de Shakespeare es el pentámetro yámbico, como el primer verso de Macbeth en la obra: «Día tan malo y tan hermoso nunca he visto» [I.3.37]. Por el contrario, «¿Cuándo volvemos a vernos? | ¿En lluvia? ¿En rayos? ¿En truenos?» nos da un verso cortado, un acento invertido como un latido arrítmico o el sonido de aproximación del escualo en el clásico de Steven Spielberg, Tiburón, que acelera nuestro pulso hasta la taquicardia. Hay algo extraño en la estructura de la rima. Es como si las preguntas planteadas («¿Cuándo?», «¿Dónde?») no estuvieran abiertas sino cerradas, limitadas a respuestas predestinadas, y la rima en sí fuese una especie de voz profética. Y luego está la retórica de la escena. La obra se inicia con una pregunta: «¿Cuándo volvemos a vernos?». Y las tres escenas siguientes también: «¿Qué hombre es aquel ensangrentado?», «¿Dónde has estado, hermana?», «¿Se ha hecho ya justicia en Cáudor?». Estas preguntas producen la extraña sensación de un mundo que duda profundamente de sí mismo, necesitado de respuestas que con frecuencia no llegan, pero al mismo tiempo, de forma paradójica, un mundo en el que el futuro está ya fijo y todas las respuestas se conocen. Casi cada verso de esta apertura contiene una pregunta adicional, una paradoja o antítesis, una ambigüedad o un juego de palabras: «Cuando pierdan, cuando ganen | la batalla», «Hermoso es lo feo y es feo lo hermoso». Esta es la retórica del equívoco, del doble sentido, y resulta ser el lenguaje característico de esta obra. De acuerdo con la memorable observación de L. C. Knights sobre el «nauseabundo ritmo de vaivén» de este tipo de versos («¿Puede esta sobrenatural solicitación ser mala? No. ¿Puede ser buena? No», I.3.130], la retórica de Macbeth sugiere «la clase de juego metafísico a cara o cruz que va a disputarse entre el bien y el mal». Las ecuaciones morales que proponen tales versos son aterradoras. ¿Significa «cuando pierdan, cuando ganen | la batalla» que ganar y perder van a ser, de algún modo, lo mismo en Macbeth? Y si «hermoso es lo feo y es feo lo hermoso», ¿cómo se distingue? ¿Cómo se reconoce la condena o la gracia? ¿Cómo sabes a quién estás mirando?
La escena inicial encuentra esta última pregunta particularmente perturbadora (y continuará molestando: Duncan, en I.4.12-15, dirá del súbdito de quien nunca esperó que le traicionase: «él era un caballero en quien | fundé una entera fe». Sin embargo, nunca se sabe. Porque «No hay arte alguna | de descubrir en una cara las marañas | del pensamiento»). Utilizando todo nuestro «arte» en la escena 1 del acto I, ¿qué pensamos de «las tres»? Más tarde, Banquo las describirá como criaturas de antítesis y paradoja: «¿Vivís? ¿Sois cosa […]?», «debéis ser mujeres, | pero […]» [I.3.41, 44-5]. Las denomina «fantasías», es decir, creaciones ficticias de su propia imaginación [52]. No obstante, «por fuera» semejan ser corpóreas [53]. Pero entonces «se desvanecen», como burbujas en agua o «soplo en el viento» [78, 81]. En la escena 1 del acto I, el texto no nos ayuda demasiado para decidir quiénes o qué son «las tres». No se nombran una a otra, ni a sí mismas. Los nombres de los personajes en el Folio son «1.», «2.» y «3.». Solo en las acotaciones son «brujas», y, de forma increíble, solo una vez en la representación, en I.3.6, cuando la «piojosa culo-gordo» parece saber muy bien con quién se está negando a compartir sus castañas: «¡Arredro, bruja!», grita. Puede que esté en lo cierto, pues la propia «bruja» explica la pulla sin negarlo. En esa última escena «las tres» se llaman a sí mismas «las hermanas», y «las fatídicas hermanas» es el nombre que Macbeth conoce cuando las cita en su carta a su esposa en I.5.7, y Banquo recuerda cuando admite soñar con ellas en la escena 1 del acto II. Pero ¿qué es una «bruja» o una «fatídica hermana»?
En la escena 1 del acto I, no lo sabemos (recordemos que no oímos la palabra «bruja» en esta obra hasta I.3.6). Y si el texto no nos lo dice, tampoco lo hace la representación: los comentarios desconcertados de Banquo en la escena 3 del acto I, tal como hemos visto, solo toman la medida a las fatídicas hermanas encontrándolas incomprensibles. Son enigmas, con cuerpo («semejáis») y sin cuerpo («se desvanecen»), lo cual expone las confusiones entre lo material y lo sobrenatural que vuelven tan problemática la intervención de las fatídicas hermanas en la obra. Lo que sí sabemos en la escena 1 del acto I es que volverán y que ya han identificado a un futuro al que llaman «Macbeth». Cuando reflexionemos más tarde sobre ello, no podremos citar un momento en esta obra que preceda a la interferencia o contaminación por parte de las brujas (compárese con Hamlet o Sueño de noche de verano, que empiezan con escenas de la vida cotidiana —una guardia, preparativos de boda, una discusión familiar— antes de que los encuentros con un fantasma o con hadas vuelvan sus mundos del revés).
Resulta instructivo recordar al rey Jacobo y su manual de brujería, Demonología. Su libro nos dice cosas que necesitamos saber —y, desde luego, también Macbeth de Shakespeare— sobre los «ministros de las tinieblas». Para empezar, trabajan «con permiso de Dios». En un universo en el que Dios es omnipotente y omnisciente, ¿cómo podría ser de otro modo? No obstante, considerando las implicaciones para el ser humano, impresiona pensar que Dios da libertad a Satán para que actúe sobre Macbeth. Por otra parte (y ello pretende consolarnos), «Dios no permitirá» que Satán «engañe a los suyos, solo a los que primero se engañen a sí mismos». ¿Es eso Macbeth? ¿Alguien que se engaña a sí mismo? O, lo que es más preocupante, ¿es una víctima permitida de Satán porque nunca ha sido «suyo», o sea, de Dios, porque nunca fue uno de los elegidos para la salvación, sino alguien destinado a condenarse? Sobre la profecía y si el diablo y las brujas que le sirven conocen el futuro del hombre, Demonología afirma que solo Dios es profeta, pero el diablo, que posee «astucia mundana», es capaz de juzgar la «probabilidad de lo que ha de venir» por lo que «ha pasado antes». Así, las brujas no conocen nuestro futuro porque sean adivinas sino porque ven y han vigilado nuestro pasado. Nos han estado observando. ¡Son nuestras «familiares»! No es extraño que las fatídicas hermanas conozcan a Macbeth sin que él lo sepa. Según Demonología, el poder de las brujas de causar apariciones va unido al papel de Satán como «padre de todas las mentiras». Satán es «el imitador de Dios», un mero falsificador que elabora toscos simulacros de las verdaderas creaciones divinas. Por lo tanto, sus agentes son «imitadores del imitador» y sus apariciones son falsas. Aun así, pueden provocar males que parecen reales, como causar tormentas, matar el ganado, despojarte de tus impulsos sexuales, volverte insomne o cruzar el mar en un cedazo, afirmaciones sobre brujas reflejadas en Noticias de Escocia y repetidas en Macbeth. Pero el poder de las brujas es limitado, como muestra la historia del «marinero» en la escena 3 del acto I. Se ha ido a Samarcanda, pero no está a salvo, pues dice la primera bruja:
[…] yo en una ceranda
allá bogaré,
y allí, como rata rabona,
roeré, roeré y roeré.
La bruja promete un montón de problemas para el marino. Sin embargo, «y aunque el barco no se hunda | tumbo y tunda tremebunda» [8-10, 24-5], acaba diciendo.
De forma paradójica, las instrucciones que obtenemos del rey Jacobo hacen a las brujas de Demonología tan ambiguas como las de Macbeth: tanto irrisoriamente impotentes (pues, sobre el escenario de Dios, Satán siempre interpretará el papel secundario de un portero) y aterradoramente poderosas (se nos ocurre que nuestro papel, como mortales, es el de marineros perpetuos). Pero ¿podemos tomarnos en serio su poder? Navegar en un cedazo es un truco propio de los numeritos habituales del doctor Fausto, escenificados para entretener a sus mecenas de altos vuelos, pero no la clase de crimen contra la ley natural que provocará un caos universal (aunque, desde el punto de vista iconográfico, el cedazo es el emblema de la castidad y su apropiación por parte de las brujas resulta monstruosa). Pero ¿y si nos replanteamos el poder de las brujas con un nombre diferente, sustituyendo su impúdica «ceranda» por el sinónimo que aparece junto a ella en la confesión de brujería que tanto impresionó al rey Jacobo, y a Shakespeare, quien, parece claro, leyó Noticias de Escocia? Agnes Sampson le dijo al rey que las brujas «iban por el mar cada una en una criba o ceranda». Estos utensilios son lo mismo. Las cerandas tamizan partículas finas; las cribas separan materiales gruesos, como pueden ser la grava o la carbonilla (y el Día del Juicio Final las almas encallecidas, las conciencias calcificadas). Con sus grandes agujeros, que garantizan el hundimiento inmediato, una criba constituye una embarcación aún más desconcertante que una ceranda. Por supuesto, la palabra inglesa que significa «ceranda», riddle, tiene también el sentido de «adivinanza», un acertijo verbal que resulta ambiguo, una especie de magia ejecutada con la expresión, al mismo tiempo transparente y opaca, que pide a gritos interpretación y sin embargo la bloquea. Así pues, una criba flotante… es una adivinanza. Y esta es precisamente la clase de broma que más abunda en Macbeth: lo que diferencia a las brujas de Shakespeare de las del rey Jacobo es un sentido del humor adicto al lenguaje figurado.
Supongamos lo más lógico, o sea, que las brujas de Shakespeare gustan de los juegos de palabras y «viajan» en adivinanzas. Ello podría sugerir que su verdadero poder para perturbar sistemas reside en su capacidad de hablar en clave. Así, la tentación que ofrecen no es su «sobrenatural solicitación», su «saludo agorador», sino su adivinación «a medias», es decir, incompleta. Hablan con acertijos que Macbeth debe completar —«perfeccionar»— llenando los espacios en blanco para precisar los dudosos e inciertos términos. Eso es lo que está haciendo cuando responde por primera vez a los saludos de las fatídicas hermanas. «Sé, por muerte de Sínel —dice—, que soy barón de Glamis.» Pero luego, perplejo, pregunta: «¿cómo de Cáudor? El de Cáudor vive» [I.3.70-71]. Es decir, Macbeth oye «Cáudor» como una adivinanza. ¿Cómo, exige saber, puedo ser yo Cáudor cuando lo es otra persona? La cuestión es que Macbeth se queda perplejo ante el término incorrecto. La palabra de la adivinanza no es «Cáudor», sino «vive». Porque, como Macbeth averigua por los treinta y siete versos de Angus en la clase de enunciado que ofrece esta obra sin pestañear siquiera, haciendo de los verbos agentes de duplicidad metafísica, Cáudor está tanto vivo como muerto: «Vive aún el que era Cáudor» [108]. ¡Con cuánta malevolencia llega a nuestros oídos este nuevo eco! Que Cáudor «arrastra ya una vida | que ha merecido bien perder» [109-110] hace que «pierda y gane», una ironía intensificada por una acción escénica en la que Macbeth está deslizándose en el título que aún no está libre, suplantando a Cáudor como lo hará con el rey Duncan.
Cuando una palabra aparentemente sencilla y familiar como «vive» se vuelve dudosa, es momento de poner en duda todo enunciado. Muy pronto observaremos en Macbeth una transferencia desmandada del lenguaje, palabras que comienzan en la boca de las fatídicas hermanas y que más adelante brotan de la lengua de otros personajes. «Hermoso es lo feo» regresa como primera frase de Macbeth: «Día tan malo y tan hermoso nunca he visto» [I.3.37]; «Cuando pierdan, cuando ganen» se repite en la última frase de Duncan: «Lo que él perdió, el noble par Macbeth lo gana» [I.2.70]. Podemos observar que las palabras sencillas se convierten en acertijos, como ocurre en la primera escena de la obra. Y veremos que, de esas primeras cosas, Macbeth nunca se recupera.

«¿CUÁNDO?» / «AHORA»

Las fatídicas hermanas le dicen a Macbeth que será rey. Le remiten «adelante en el tiempo» [I.5.7-8], pero no dicen cuándo, y «cuándo» es lo único que importa.
Su predicción vulnera el tiempo, como cualquier predicción, al eliminar la distancia entre presente y futuro. Esa transgresión les lleva a presentar sus predicciones como enigmas por resolver, y las energías que desprenden empujan al instante a Macbeth a pasar de la escucha a la acción sin poder evitarlo. Así funciona la mente, pues, como observa Teseo (en Sueño de noche de verano, otra obra que intenta racionalizar lo irracional), el hombre posee una imaginación con tales «mañas» que actúan como transmisores instantáneos entre cerebro y mano: «solo que tal vez perciba una alegría, | concibe ya algún ser que aporta esa alegría» [V.1.19-20]. No es de extrañar que al oír la profecía la imaginación de Macbeth pase de «rey» a «asesinato» en un solo instante. Tampoco resulta sorprendente que su instinto inmediato consista en parar el tiempo: «Esperad», pide [I.3.69].
Del mismo modo que Otelo está centrada en las habladurías —su primer verso es «Calla, no me hables de ello» y su última frase es «[…] haré saber tan triste caso»—, Macbeth se centra en la puntualidad y la elección del momento. «¿Cuándo?», pregunta la primera bruja al principio. «Ahora», contesta Angus casi al final [V.2.16, 18, 20]. La obra oscila entre esa pregunta y su respuesta, que acaba llegando con la declaración de Macduff «Libre está el tiempo» y la promesa final de Malcolm de que su monarquía restaurada cumplirá «en razón, lugar y tiempo» [V.6.94, 112]. Mientras tanto Escocia vive pendiente de los relojes. «Una, dos: bien, pues es hora de hacerlo», susurra lady Macbeth, prestando oídos a los ecos que suenan en su cabeza [V.1.34-5]. «Harpía nos grita “Es la hora, la hora”», dice la tercera fatídica hermana en IV.1.3. En la escena 1 del acto II, Banquo y Fleancio se hallan en el patio escudriñando el cielo vacío para saber «Por dónde va la noche», pero no pueden averiguarlo. La luna está puesta, han «apagado» las candelas y el reloj no se ha «oído» [I.2.5]. En la escena 5 del acto I, lady Macbeth se asombra de la llegada inesperada de Duncan «esta noche aquí», «Y ¿cuándo marcha?». ¿Mañana? «Ah, nunca nunca | verá sol tal mañana» [57-9]. En la escena 2 del acto II, suenan aldabonazos en el portón; es Macduff, que recibió órdenes del rey de «llamarlo con buen tiempo» y «casi» dejó «escapar la hora» (lo cierto es que llega demasiado tarde). Aun así, el portero vacila, pierde el tiempo, bromea diciendo que «harto tendría que darle vueltas a la llave» y se demora en abrir [II.3.43-4, 2].
Cada vez que un angloparlante abre la boca expresa el tiempo, pues, a diferencia del chino, por ejemplo, el inglés es un idioma cuyos tiempos verbales (del latín tempus, tiempo) ubican nuestras acciones: presente, pasado, futuro. Nos ayudan a ordenar nuestro mundo. Al escuchar cómo reacciona Macbeth ante las predicciones de las fatídicas hermanas tenemos la sensación enfermiza de una mente que pierde su concepto del tiempo real, perdiéndose en «horrendas imaginaciones». Su soliloquio en I.3.126-41 está estructurado por marcadores temporales, pero sus verbos resbalan como si se tambaleara borracho: «Dos verdades se han dicho», empieza pensativo, hablando de las predicciones. De las tres, ¡dos ya se han hecho realidad! ¡Qué rápido se convierte el futuro en el pasado! Este «prólogo feliz» ofrece «las primicias [futuro] de mi suerte | fundándose [ahora] en verdad»: «ya soy [ahora, tiempo presente] señor de Cáudor». Sin embargo, Macbeth se ve catapultado a un futuro de «horrendas imaginaciones» y «fantasma […] en sospecha» que tiene efectos reales en su cuerpo ahora: la «traza» de un asesinato que «aún» no se ha producido le eriza los cabellos y hace al «corazón batir con mis costillas». Macbeth intenta mantener a raya el futuro: «Si el sino me hace […] que el sino me corone» [143]. Lo aleja más todavía —«¡Venga lo que venga al cabo!» [146]— antes de arrojarlo al pasado: «mi cerebro boto andaba | ajetreado con asuntos olvidados» [149-150]. Pero ¿es realmente así? Las últimas palabras que le dirige a Banquo recuerdan ya «asuntos olvidados» en el futuro:
Piensa en lo que ha ocurrido, y ya con más despacio,
tras haberlo en tanto sopesado, ve que hablemos
de corazón entre nosotros […]
Pues hasta entonces, basta. [153-6]
De forma significativa, cuando Macbeth contempla el asesinato de Duncan no piensa en el poder, la política o la ambición, sino en el tiempo, angustiándose con los verbos, conjeturando la relación entre «hacer» y «hecho»:
Si quedara hecho ya cuando se hiciera, entonces
bien fuera hacerlo al punto. Si el asesinato
echara red a las consecuencias, y atrapara
su logro en su remate…, que ese golpe solo
pudiera ser el todo aquí y el fin de todo… [I.7.1-5]
Si, argumenta, un asesinato se completa cuando se lleva a cabo, más vale que lo hagas y acabes con ello. Pero quizá no. Tal vez «ese golpe» no sea «el fin de todo»; puede que sea solo el principio. Al tratar de solucionar la relación entre «cuando» y «hecho», el presente y el futuro, Macbeth está buscando en realidad la relación entre lo temporal y lo eterno, contraponiendo «esta orilla y escollos del tiempo [humano]» y «la otra vida» [6-7], es decir, la salvación o la condenación. Por supuesto, existen otros modos de imaginar la relación entre «cuando» y «hecho». Lady Macbeth, que no ve «consecuencias» en sus actos, da por supuesto que «Hecho está lo hecho» [III.2.12], aunque más tarde se entera de que no es así. Como las fatídicas hermanas, elimina el tiempo, queriendo «en el instante el porvenir» [I.5.56], aunque para ellas el futuro sucede en el presente continuo: «roeré, roeré, y roeré» [I.3.10].
El tiempo en Macbeth se acelera. Macbeth necesita tres soliloquios y dos conversaciones con su mujer a fin de mentalizarse para matar a Duncan. Con Banquo se muestra mucho más rápido, y el asesinato de la familia de Macduff es «pensado y hecho», «las primicias de mi corazón serán primicias | de mi mano» [IV.1.146-8]. Las escenas se abrevian a medida que avanza la obra para representar la aceleración del tiempo. El tiempo se acorta. Pero paradójicamente el tiempo también se detiene o repite la acción como en una cinta de vídeo en bucle. El día y la noche se vuelven borrosos y se convierten en una oscuridad sin tregua mientras Macbeth y su mujer viven en un limbo de insomnio donde el tiempo es la memoria nostálgica de un pasado en que el mundo funcionaba con arreglo a leyes conocidas. En este nuevo mundo delirante «lo hecho» vuelve a ser «hacer, hacer y hacer». Los muertos regresan. Afligido de modo casi cómico por el latoso fantasma de Banquo, Macbeth recuerda «Ya ha pasado el tiempo» en que si le reventabas la sesera a un hombre «se moría, | y fin; pero ahora se alzan otra vez […] | y nos arrojan | de nuestro asiento» [III.4.77-81].
Pero hay apariciones más terribles que los fantasmas. Están los recuerdos que asaltan la mente. Al salir de la alcoba ensangrentada Macbeth cambia con su esposa unas preguntas que revelan la descomposición de las mentes:
MACBETH Lo hice, hecho está. ¿No has oído un ruido?
LADY MACBETH Oí graznar el búho y crepitar los grillos.
Tú ¿no has hablado?
MACBETH ¿Cuándo?
LADY MACBETH Ahora.
MACBETH ¿Al ir bajando? [II.2.14-16]
Macbeth no puede dejar de volver sobre sus pasos: repite el acontecimiento, devolviéndose a sí mismo a los momentos previos a que sucediera, recordando al criado que se reía durmiendo y al otro que gritaba, despertándoles a ambos. Recuerda haberles oído rezar y decir «Amén», un «Amén» que quedó atascado en su garganta al oír otra voz que exclamaba: «¡No duermas más!: | Macbeth asesina al sueño» [35-6]. Macbeth repite de forma obsesiva «sueño» ocho veces a lo largo de estas y las siete líneas siguientes mientras su cinta de memoria se enrolla en su mente y su histeria creciente contagia a lady Macbeth, que insiste en que no piense: «No ahondes tanto en ello», «Estos | asuntos no se deben revolver de tales | maneras», «aflojas tu gran fuerza al razonar de cosas | tan enfermizamente» [II.2.30, 33-4, 45-6]. Pero el cerebro es un libro en el que las «atenciones | escritas quedan» de forma indeleble, «donde vuelvo cada día | la hoja para leerlas» [V.3.150-52]. Y nada, ninguna medicina, ni ruibarbo ni sen, puede «borrar las turbias escrituras del cerebro» [V.3.55.42].
En la escena 1 del acto V, se les proporciona a los espectadores la posibilidad de experimentar una visión aterradora del interior de un «alma herida». Al caminar dormida, lady Macbeth convierte en literales las tremendas metáforas que han estado circulando por el texto desde el momento en que Macbeth «ha muerto al sueño» [II.2.42] y representa con su sonambulismo el regreso del pasado para apropiarse del presente. No hay nada en el teatro de comienzos de la era moderna capaz de igualar esta escena, ni siquiera la locura auténtica y desesperada de Ofelia, que, en comparación, deja en muy mal lugar la «actitud extravagante» de Hamlet. Lady Macbeth realiza las terribles metáforas que Macbeth solo imagina en su mente. «Sus ojos están abiertos», «pero están cerrados a la sensación» [V.1.24-5]; ¡exactamente como le ocurre a Macbeth! Y aunque su cuerpo está presente, su mente está en otra parte, atrapada, recordando el pasado, rememorando el asesinato noche tras noche, pendiente del reloj, oliendo la sangre, obsesionada por «una mancha» y desconcertada por la abundancia de esta: «¿quién habría pensado que el viejo tenía tanta sangre en su cuerpo?» [38-9]. Lavándose y lavándose la «mano pequeña» que «todos los aromas de la Arabia no perfumarán» [48-9], nada de lo que pueda hacer ahora redimirá el futuro. Efectivamente, el futuro entero de lady Macbeth pertenece a esta única acción. Ese es el aspecto que tiene la condenación.
Mostrando un horror auténtico ante su «descubrimiento» del cadáver de Duncan, Macbeth declara: «Solo una hora hubiera muerto yo antes de esto | y feliz mi tiempo habría sido» [II.3.88-9]. Y tiene toda la razón, puesto que «desde este | momento, nada hay serio en lo mortal» [89-90]. El tiempo posterior al asesinato carece de sentido. «Mañana, y mañana, y mañana» solo producirá «ayeres» para alumbrar a los «necios, | el camino a la polvorienta muerte» [V.5.19, 22-3]. El hombre no es más que un «pobre actor» [24], y su vida resulta tan intrascendente como el transcurso de una artificial puesta en escena. Constituye un cuento «sin ningún sentido» [28]. Este vaciado del tiempo humano es el instante más nihilista de Macbeth.
Pero a estas alturas el controlador del tiempo ha llamado al portón, que ha sido abierto por quien se llama a sí mismo el «portero del demonio» [II.3.16], despertando a toda la casa. Y el «¿Cuándo?» inicial de las fatídicas hermanas recibe su respuesta aplazada de labios de Angus, que describe el «ahora» de Macbeth:
Ahora es cuando siente
pegársele a las manos sus secretos crímenes;
revueltas cada minuto le echan su fe rota
[…] Ahora siente que su título
le cuelga flojo, como manto de gigante
sobre un ladrón enano. [V.2.16-22]
Macbeth consigue matar a un rey y, a la vez, al sueño. Sin embargo, falla en su intento más audaz: no puede matar el tiempo. Cuando insistió para que las fatídicas hermanas le dijesen si la descendencia de Banquo reinaría en Escocia, ellas respondieron con un «espectáculo», una serie de reyes que parecía irse a «estirar […] hasta el tambor del Juicio», el fin de los tiempos [IV.1.116]. El último lleva un espejo en la mano, el cual multiplica la «Visión horrible» [121] que enmarca. ¿Es esta multiplicación del futuro el mejor chiste de las fatídicas hermanas, o su acertijo óptico más cruel?

«MENTIRAS COMO VERDAD»

¿Cómo se saben las cosas? ¿Cómo se demuestran los «raros acertijos»? En Otelo se exige «prueba evidente», la cual se obtiene cuando Desdémona entra y Otelo sabe al mirarla que las fantasías pornográficas de Yago son falsas:
¡Si ella es infiel, de sí se burla el cielo,
no he de creerlo! [III.3.274-6]
En Macbeth la mirada está desacreditada (igual que falla en Otelo), pues, como sabe Duncan, «No hay arte alguna | de descubrir en una cara | las marañas del pensamiento» [I.4.12-13]. Las caras de los traidores son «máscaras» para su pensamiento [III.2.34]; es alguien que puede parecer «flor sumisa», pero ser «la sierpe bajo ella» [I.5.63-4]; que puede burlar «al tiempo con apresto alegre y grave» y cuyo «falso rostro» puede esconder «lo que en el falso corazón se sabe» [I.7.81-2]. El joven Malcolm, en Inglaterra para huir de los asesinos de Macbeth, es un veterano alumno de la escuela de la hipocresía. Buscando en el rostro de Macduff señales reveladoras de traición, se disculpa, aunque sospecha:
lo que vos seáis, no pueden nunca trastocarlo
mis pensamientos. Son los ángeles aún claros,
aunque cayó el más claro; aun cuando use el ceño
de la gracia toda cosa vil, aún la gracia
debe parecer lo que ella es. [IV.3.21-4].
Incluso las señales halagüeñas: ¿cuánto significan? Mira, dice Banquo, escudriñando el vuelo del pájaro en el cielo mientras el cortejo real permanece en el umbral del castillo de Inverness,
Ese veraniego
huésped de las iglesias, el vencejo, prueba
con su amoroso anidamiento que aquí el cielo
galanamente alienta: no hay cornisa, friso,
arbotante o nicho acogedor donde ese pájaro
no haya colgado casa y criadora cuna:
donde ellos crían más y anidan, tengo visto
que es fino el aire. [I.6.3-10]
Se vuelve y ve a una sonriente lady Macbeth que entra y saluda al real invitado.
Hamlet comprueba «raros acertijos» —«Aquel espíritu que vi | puede ser el demonio […] | Tendré que hallar más pertinentes bases»— representando una obra para poder observar las reacciones de los espectadores y sacar conclusiones de sus hipótesis: «Con que tan solo se estremezca», el espectro está en lo cierto, Claudio es un asesino, y «sé lo que debo hacer». Pero «si su culpa escondida | no asoma las orejas» Claudio es inocente y es «un fantasma maldito». En cualquier caso, Hamlet soluciona el problema de saber: «La comedia es el medio que me trazo | para tender al alma del monarca un lazo» [II.2.596-601, 595, 596; III.2.90-92; II.2.602-3].
Macbeth recoge el hábito de Hamlet de formular hipótesis, aunque sin la obra de teatro como «bases» materiales para las conclusiones de Hamlet. Al escribir sobre las historias de Shakespeare —piensa en concreto en las de Enrique IV—, John Kerrigan observa con gran acierto que estas obras «se basan en la mirada al pasado». De igual modo, las tragedias se basan en la hipótesis, pero si la mirada al pasado se ancla en la memoria (aunque el recuerdo de los ancianos vaya a la deriva), la hipótesis en Macbeth se sitúa en lo imaginario: «Si podéis ver en la semilla de los tiempos»; «Si quedara hecho ya cuando se hiciera»; «Si el asesinato»; «Y ¿si fallamos?»; «A ser así, | por la estirpe de Banquo habré manchado el alma»; «Si osarios y sepulcros nos devuelven fuera | los que enterramos»; «Como mientas»; «Si tu cuento es cierto» [I.3.57; I.7.1, 2, 59; III.1.63-4; III.4.70-71; V.5.38, 40]. A diferencia de las de Hamlet, las hipótesis de Macbeth no las demuestra por la práctica. No tienen la intención de saber «lo que debo hacer», sino que buscan a tientas, inquietas, aferrándose a la metáfora. Se imaginan cosas a partir de otras figuraciones. En los versos de la escena 7 del acto I, en los que se premedita el regicidio —«Si el asesinato | echara red a las consecuencias, y atrapara | su logro en su remate»— observamos que «el asesinato» está separado de su teórico ejecutor. La hipótesis de Macbeth le hace ausentarse del crimen. El asesinato se convierte en agente de su propia obra, capaz en sentido figurado de lanzar una red sobre las «consecuencias»: esta última palabra es neutral pero capciosa. En Hamlet entendemos metafóricamente cómo puede una obra «atrapar» una «conciencia», pero ¿cómo atrapa una «red» el «remate»? Y ese «logro en su remate», ¿cómo queda empaquetado en la misma red? ¿O es lo que elude las «consecuencias»?
Macbeth, según A. R. Braunmuller, es una obra que piensa a través de la metáfora. En su variedad más simple, la metáfora establece una mutua relación teórica entre dos cosas que la mente suele mantener separadas, de forma que un poco de cada una influye en la otra. La metáfora funciona por fricción poética. En esta obra los títulos inmerecidos son «prestada ropa», atuendo robado que «le cuelga flojo […] como manto de gigante | sobre un ladrón enano»; la cara «es libro en que los hombres | leer pueden raros temas»; la memoria lleva plantada «una arraigada pena»; «es salsa del manjar | la cortesía»; el sueño es «baño de enconadas penas» [I.3.108; V.2.21-2; I.5.60-61; V.3.41; III.4.35; II.2.38]. No obstante, lo más peligroso es que las metáforas actúan como eufemismos; pueden legitimar lo ilegítimo. Si Malcolm, ascendido a heredero forzoso, es «un peldaño» es posible «saltarlo»; si Banquo es una «serpiente» es posible «matarla»; si el hijo de Macduff es como «huevas» se le puede aplastar [I.4.49-50; III.2.13; IV.2.83]. Para lady Macbeth el crimen supone un «negocio» que llevar a cabo [I.5.66]. Estas metáforas intentan vacunar al entendimiento contra los horrores que representan. «Las primicias de mi corazón serán primicias | de mi mano», decide Macbeth [IV.1.146-7], una metáfora que explota en nuestro cerebro a medida que el discurso avanza y entendemos que las «primicias» no son solo primeros impulsos, sino hijos primogénitos. «Estoy metido en sangre | hasta tan hondo que, si no entro más al vado, | volver tan duro fuera como atravesar», observa [III.4.135-7], y nuestros sentidos están tan abrumados por lo que representa la metáfora, un vasto mar de sangre lamiendo los muslos del asesino, que nuestro intelecto tarda en ponerse en marcha y desentrañar su lógica. Si «no entro más al vado» significa «pongo fin al asesinato», ¿por qué «volver» equivale a «atravesar»? ¿Deberá Macbeth regresar matando a la tierra firme de la inocencia?
A medida que los personajes intentan entender lo incomprensible, sus metáforas se hacen más forzadas y las ideas opuestas más violentamente incompatibles. La búsqueda de analogías perturba la expresión, aunque, de modo extraño, descubre que las cosas solo pueden conocerse desconociéndolas. La metáfora elimina la noción de una cosa, hace que deje de ser ella misma, presentando alternativas que la alejan cada vez más de sí. El sueño es lana, agua, medicina, comida: «desenreda el embrollado ovillo | de las preocupaciones»; es «baño de enconadas penas»; «bálsamo del alma herida»; «dádiva segunda | de la gran Madre» [II.2.37-9]. La vida es «una andante sombra»; «un pobre actor»; «un cuento | contado por un idiota»; «sin ningún sentido» [V.5.24-8]. Duncan asesinado es una obra de arte, una «obra maestra», hecha por la «perdición». Es un «templo» profanado; una Gorgona cegadora; «la imagen del gran Juicio» [II.3.63, 65, 68-9, 75]. «¿Qué es eso que dices?», grita lady Macbeth en un momento dado cuando la expresión de su marido parece alterarse [II.2.40]. El lector tampoco entiende de forma literal unas palabras cuyas imágenes alucinantes se congregan como ejércitos de fantasmas insurgentes:
[…] sus virtudes
reclamarán como ángeles de trompetera lengua
condena en firme de su desaparición;
y piedad, como un desnudo crío recién nacido,
a lomos de la tromba, o querubín celeste,
cabalgando en las ciegas postas de los aires,
hará estallar la horrenda acción en todo ojo,
tanto que el llanto anegue el viento. [I.7.18-25]
Ven, cegadora noche,
véndale el tierno ojo al compasivo día
y con tu invisible ensangrentada mano borra
y desgarra en tiras este poderoso lazo
que me tiene pálido. La luz se espesa; el cuervo
de vuelo va al graznante bosque, y ya los bienes
del día a declinar y adormecerse empiezan,
mientras los agentes negros de la noche bullen. [III.2.46-53]
Escribir frases como estas es como si Shakespeare inventase un lenguaje para exteriorizar el interior de la mente de Macbeth, donde la razón, la conciencia, lo imaginario y la fantasía luchan por encontrar palabras, donde «el poder de obrar ahogado está en sospecha» y «solo es algo aquello que nada es» [I.3.140-41]. Y no solo la mente de Macbeth; en este mundo la metáfora parece poseer una mente propia. Solamente hay que pensar en el zigzag que dibuja la metáfora en estos versos sobre «el cruel Macdónwald»:
(digno de ser traidor como es, pues para ello
todas las vilezas pululantes de natura
hacen enjambre en él) […] [I.2.10-12]
El sargento ensangrentado está diciendo que Macdónwald, como traidor, atrae a esa vileza mayor toda vileza menor del mundo, ¿no es así? La cuestión surge porque la metáfora, hábilmente, invierte al agente y a la víctima. Asimila la vileza, convirtiéndola en algo que la naturaleza produce, un avispero o un hormiguero furioso, en lugar de un crimen que un hombre comete. Y luego vuelve a estas hordas «multiplicadoras» contra el criminal, llevándolas a transformarse en un enjambre horrible sobre el traidor acosado que se convierte en la víctima indefensa e infortunada. O pensemos en lady Macbeth, convocando «espíritus que servís a las ideas | de muerte, despojadme aquí de sexo». «Aquí en mis pechos mujeriles, | ¡trocad la leche en hiel» [I.5.38-9, 45-6]. ¿Les ordena que sustituyan su leche por hiel o les invita a mamar de ella, diciendo que su leche es hiel? De nuevo, Ross, al celebrar las atrocidades del campo de batalla, le habla a Macbeth de sus asombrosas hazañas: «te encuentra entre las recias filas de noruegos, | sin miedo alguno a cuantos alzabas tú mismo | fantasmas de la muerte» [I.3.94-6]. Pero ¿hizo Macbeth esos «fantasmas» a partir de cadáveres de noruegos o de su propio cuerpo?
Más que replegarse sobre sí mismo, el lenguaje de la metáfora, como las adivinanzas de las brujas, muestra una tendencia a emigrar. Las palabras pronunciadas en una escena se trasladan a otra, donde adquieren nuevos significados, intensificados, irónicos, horrendos. Las cosas literales se vuelven metáforas; las metáforas se convierten en literales, como la «daga trazada en aire» del «cerebro opreso de la fiebre» que se materializa extrañamente cuando, incapaz de aferrarla, saca su propia arma en sustitución de ella [III.4.61; II.1.39-41]. Tales extrañas transacciones son típicas. En la escena 2 del acto 2, Macbeth mata al rey dormido, pero presenta el acto como metáfora: «Macbeth asesina al sueño». Los asesinos se ponen ropa de dormir, fingen estar dormidos, pero de hecho «¡No duermas más!» excepto «en la aflicción de esos terribles sueños | que la noche nos agitan» [II.2.35; III.2.18-19]. En la escena 1 del acto V, esas metáforas culminan en la escena del sonambulismo. «Ponte la ropa de dormir», aconseja lady Macbeth [58], que ya se ha puesto la suya. Mientras camina y habla en ese éxtasis inquieto, burda parodia del sueño, el médico que la contempla es incapaz de aplicar el «bálsamo del alma herida» que ella anhela con nostalgia en sus últimas palabras: «A la cama, a la cama, a la cama» [II.2.39; V.1.64].
La palabra «banquete» —el ritual común y cotidiano de partir el pan que une a la familia, al clan y al Estado a través de la alimentación— experimenta un viaje similar en el transcurso de la obra. «Banquete» aparece por primera vez en la obra como metáfora. «De sus altas alabanzas [de Macbeth] me alimento:», dice Duncan, «es para mí un banquete» [I.4.56-7]. Más tarde, el sueño es un banquete —«principal manjar en el festín del mundo» [II.2.40]— que Macbeth desperdicia al matar a Duncan dormido. A continuación desperdicia su propio banquete de coronación [III.4]. «Sabéis ya vuestro rango», dice, dando la bienvenida a los señores que representan el orden de su reino, «sentíos» [I]. Pero a lo largo de las cien líneas siguientes destroza la mesa, amedrentado y aterrado ante el fantasma ensangrentado que nadie más puede ver pero que llega puntual, directamente desde la zanja donde «veinte tajos bien cavados» [26] deberían tenerle tendido, pero no. Mesa, sillas, asesinos, señores, esposa, todo ello —el mobiliario del banquete— se convierte en escudos para alzar entre el tembloroso rey y la visión que le horroriza. Sus señores se espantan; su esposa trata de encubrirle; pero la evidencia del banquete arruinado, el «trastocado […] regocijo» y «alboroto tan pasmoso» es condenatoria [108-9]. Mientras los señores se precipitan de cualquier manera hacia la salida vemos la ruina del reino en los restos del banquete. El rey y la reina se quedan en la sala, decaídos y cansados, hablando de esto y de lo otro, preguntándose qué hora es, anhelando el sueño, a sabiendas, incluso desde las profundidades de su agotamiento, que hay mucho más que hacer, que «Casi somos niños en el crimen» [143].
Por supuesto, este no es el primer banquete ni el último. Al principio de la escena 7 del acto I, las acotaciones del Folio indican: «un maestre de sala [un jefe de camareros] y diversos criados con platos y servicio […] pasan por la escena». Le llevan a Duncan el banquete que celebra el triunfo de Escocia, pero Macbeth está ausente, fuera, rumiando posibilidades: «Si quedara hecho». La actividad de su mente se superpone a las acciones del maestre de sala que tienen lugar detrás de él: el criado obediente contrasta con el anfitrión asesino, cuyos pensamientos sangrientos convierten en burla el banquete que se desarrolla en la sala adyacente. Aún más burla es el banquete que aparece en la escena 1 del acto IV. Las fatídicas hermanas se congregan alrededor de la caldera —«Doble, doble afán y brea»— para preparar un potaje tóxico a base de partes del cuerpo hervidas —entrañas, ojo, dedo del pie, lengua, pierna, hígado, nariz, labios y «dedo de bebé asfixiado» [30]— que se sirve porque a las apariciones les gusta que los cuerpos satisfagan el ansia de Macbeth, que les dice «respondedme». Esta es, metafóricamente, su última cena, y come hasta hartarse.
Al contemplar escenas así en la representación entendemos cómo nos hace una obra «pensar sensualmente» (una expresión de Robin Grove) y ver «sintiéndolo» (Gloucester en El rey Lear, IV.6.150). «Hará el piélago entero de Neptuno limpia | mi mano de esta sangre?», se pregunta Macbeth, mirándose horrorizado unas manos cubiertas con la sangre de Duncan que parecen desolladas [II.2.60-61]. La sangre es de Duncan, lo sabemos, pero nos da la impresión de que Macbeth se desangra y todas las terminaciones nerviosas de sus manos despellejadas están expuestas al dolor. Su esposa le asegura alegre que «Un poco de agua de esta acción nos limpia» [67], y levanta unas manos manchadas como las de él. Pero la sangre de Duncan sigue escurriéndose en el tejido de su ser y no la borrará ninguna cantidad de agua, pues la «mancha» que la sonámbula frotará noche tras noche, lavándose las manos y encontrándosela en la piel, se le habrá filtrado al cerebro.
Al tomar parte en escenas tan angustiosas, los espectadores aprendemos de la metáfora de Macbeth una lección todavía más dura que el dolor. Aprendemos que en un mundo que produce de manera indistinta el «hambriento tiburón» y el «vencejo», «huésped de las iglesias» [IV.1.24; I.6.4], un mundo donde el equívoco no es una anomalía sino que se halla «en el corazón de las cosas» (son, una vez más, palabras de Robin Grove), en este mundo el equívoco también va a constituir el lenguaje. El lenguaje es una simple metáfora. En el mejor de los casos, es una aproximación que trata de hacer coincidir lo que pensamos con lo que decimos. Todo lenguaje lleva a cabo una especie de actos «equilibristas», y todas las palabras, en algún nivel, «nos la juegan con ambiguo entendimiento» [V.6.58, 59]. Como «el diablo» con sus «equívocos», el lenguaje, incluso en el mejor de los momentos, «miente con verdad» [V.5.43-4].
Mientras Shakespeare escribía Macbeth, estaba leyendo la traducción inglesa de John Florio de los Ensayos de Michel de Montaigne. En su ensayo «Sobre los mentirosos» Montaigne reprueba la mentira llamándola «vicio maldito». «No somos hombres —escribe— ni estamos ligados los unos a los otros más que por la palabra.» Mentir infringe nuestra palabra, la única hacedora del contrato social. Y cuando desconcierta, la mentira multiplica una confusión que en definitiva favorece el hundimiento del gobierno, el orden y la cultura. Tenemos poca defensa contra el mentiroso: «Si como la verdad, la mentira no tuviera más que una cara, estaríamos mejor dispuestos para conocer aquella, pues tomaríamos por cierto lo opuesto a lo que dijera el embustero mas el reverso de la verdad reviste cien mil figuras y se extiende por un campo indefinido».
«No somos hombres […] más que por la palabra», y eso nos convierte en blancos fáciles. Sobre todo porque «verdad» y «mentira» no son tan distintas como propone Montaigne. Los seres humanos no solo decimos verdades o mentiras; hacemos bromas, ponemos peros, hacemos juegos de palabras y utilizamos el doble sentido, formulamos acertijos «que guardan la promesa para nuestro oído» pero «la quebrantan para nuestra esperanza» [V.10.60-61]. ¿Son estos actos de habla mentiras o formas de decir la verdad? Al final Macbeth es destruido, pero no por una extraordinaria intervención sobrenatural, sino por eso que nos hace «hombres»: las palabras. Mientras piensa frente a Macduff, invulnerable:
tengo
una hechizada vida, que ceder no debe
a nadie de mujer parido.
Macbeth aprende por fin cómo funciona el lenguaje en esta obra. «Pierde fe en tu hechizo», contesta Macduff,
y el ángel a quien has hasta hoy servido sepa
decirte que a Macduff del vientre de su madre
se le arrancó a destiempo. [V.10.51-5]
¡Ah! Como al pensar en lo de Cáudor (tanto tiempo atrás) cuando la palabra de la adivinanza era «vive», Macbeth ha apostado su futuro a «mujer». Pero la palabra que «miente con verdad» es «parido».

«LA SEMILLA DE LOS TIEMPOS»

Cuando Ross llega a Inglaterra, llevando noticias a los exiliados, su visión de Escocia es apocalíptica:
¡Ah, pobre, pobre patria! Casi temerosa
de conocerse ya a sí misma; ya no puede
llamarse nuestra madre, sino nuestra tumba [IV.3.164-6]
Describir a los súbditos de Macbeth como los hijos de Escocia manifiesta una verdad terrible. El totalitarismo de Macbeth constituye una guerra contra el futuro y, en última instancia, contra los niños. En una obra que tiene al espectador «de horrores empachado» [V.5.13], ninguno supera los horrores imaginados y realizados con los cadáveres de niños.
Señalando el niño como «tal vez el símbolo más poderoso de la tragedia», Cleanth Brooks mostró lo arraigada que está la «niñez» en Macbeth. Los niños aparecen como personajes (el Fleancio de Banquo, las «huevas» de Macduff [IV.2.84], el niño pálido con «hígados de lila» que anuncia la llegada del ejército inglés de diez mil hombres en V.3.15). Son símbolos materiales (el «niño ensangrentado» y el «niño coronado» que surgen en forma de apariciones [IV.1.75, 85]). Figuran en las metáforas (la «piedad» es «como un desnudo crío recién nacido | a lomos de la tromba». Los «deberes» hacia el «estado y trono» de Duncan son «hijos y criados», mientras que las inspiraciones asesinas son «primicias» y la «pasión tan noble» es «hija» de la integridad). La imagen del niño une la apuesta de la obra por la historia, tanto sus ambiciones por «Mañana, y mañana, y mañana» y su nostalgia por un ayer «feliz», una época de gracia antes de que la memoria acabara figurando como erial plantado solo con penas. Desde el «¿Cuándo?» inicial de las fatídicas hermanas, Macbeth se centra en los futuros —profético, dinástico, doméstico, metafísico, eterno— y el niño es la encarnación material de todos ellos. Pero el niño representa también una nostalgia del pasado del adulto: cuando él también era inocente y su mente no estaba contaminada por ese «maldito pensamiento» [II.1.8] que hasta hombres buenos como Banquo alimentan. Es una ironía, por supuesto, que Macbeth quiera tanto poseer el futuro que las fatídicas hermanas le «dieron» como destruir el que «prometieron» a Banquo. De ello se deduce que la guerra de Macbeth contra el futuro es una guerra hacia los niños.
¿Y su propia paternidad? Lady Macbeth afirma haber «dado de mamar» y saber «qué tierno es el amor al crío que me sorbe» [I.7.54-5]. Pero la meditación de Macbeth en III.1.60-71 y el grito desolado de Macduff en IV.3.215 dejan claro que «Él no tiene hijos». Esta discrepancia puede significar mucho o nada. En el teatro, sin embargo, no puede eludirse: quien encarne a lady Macbeth debe interpretar la frase «He dado de mamar», y el actor que haga el papel de su marido debe interpretar lo que oye. Es posible, por supuesto, que la frase de lady Macbeth sea una de esas expresiones que abundan en esta obra y que «nos la juegan con ambiguo entendimiento» [V.6.59]. No obstante, sea cual sea su estatus como «historia real», su fuerza urgente en la escena 7 del acto I, es retórica y performativa.
La frase de lady Macbeth llega al final de un par de discursos cuyo objetivo es hacer un hombre de Macbeth. Él se ha decidido en contra del asesinato: «No más debemos ya seguir con este asunto» [I.7.31]. Ella contraataca con preguntas: «¿Estaba ebria | la esperanza […]?», «¿Ha dormido […]?» [35-6]. Sus regañinas agrían la esperanza hasta convertirla en el sueño de un borracho y reducen la corona a un accesorio que Macbeth quiere pero teme atrapar aunque se la arrojen sobre las rodillas. Ella le vuelve un gato, una bestia, un borracho enfermo de fantasías de ambición. Pero ¿un hombre? Lady Macbeth solo le tiene por un hombre en uno de esos hipotéticos pasados-futuros que está imaginando constantemente esta obra: «Cuando a ello te atrevías, fuiste entonces hombre» [I.7.49]. Y tras hacer malabarismos con las palabras se desliza en su asombrosa e inesperada frase sobre el «crío que me sorbe», utilizando al niño recordado para crear, mediante una sintaxis de condicionales, una imagen aterradora de lo que haría ella para conseguir la corona:
pues yo, cuando a mi cara más se sonriera,
mi pezón de sus encías blandas arrancara
y sus sesos estrellara, si jurado hubiera
tal como tú has jurado en esto. [56-9].
Para hacer un hombre de Macbeth, lady Macbeth causa la muerte de un niño.
¿Y la lánguida respuesta de él? «¡Pare solo hijos varones!» [72]. Pero el único niño parido para Macbeth son los bebés monstruosos, recomposiciones por piezas de un «bebé asfixiado», que salen a la superficie en la caldera de las brujas.
Cabe señalar que mientras que el hijo del destino, Fleancio, escapa en la oscuridad, el niño asesinado en su lugar, las pequeñas «huevas» de Macduff, sufre a la luz. Su asesinato es la única muerte de Macbeth que el dramaturgo sitúa en el centro de la escena, a plena vista, obligando a los espectadores a mirarla de cara. Cabe señalar también que, aunque Macbeth se presenta como un Herodes moderno al matar a todas las criaturas para no ser depuesto, sabe que sus esfuerzos son en vano. Los niños ganarán. Porque, como ese bebé llamado «piedad» que, a pesar de estar desnudo y acabar de nacer, es capaz de cabalgar enérgicamente a lomos de la tormenta que desata Macbeth, los niños de Macbeth son tanto enanos como gigantes, tanto frágiles huevas como poderosos bosques móviles. Son la «semilla de los tiempos» [I.3.57]. Y no hay forma de contenerlos.

«¿MIRABA EL CIELO?»

¿Qué aprendemos de Macbeth? Para la pregunta (si hiciera falta formularla) «¿qué posibilidades tienes de que tu crimen quede sin castigo?», la respuesta: cero. De forma menos directa, reflexiones sobre la lotería de la vida, hasta qué punto la diferencia entre la dulzura de la vida de un hombre y la amargura de la de otro depende de accidentes, encuentros casuales con extraños, oportunidades ofrecidas que agarramos con ambas manos o bien descartamos o perdemos. No hay «buenos» en Macbeth. Banquo suplica: «Poderes misericordes, | cortad en mí el maldito pensamiento, a quien | natura cede en el reposo» [II.1.7-9] porque necesita que se lo corten: ha estado soñando con brujas [20]. Macduff se confiesa «Pecador» [IV.3.223]. Sabe que es culpa suya que su familia muriera: «no por sus culpas, sino por las mías | cayó el estrago en ellos» [225-6]. (Pero ¿cuál fue su pecado? Su esposa le llama traidor y cree que huyó. Pero ¿no son sus culpas más parecidas a una ingenuidad involuntaria, a una falta de «maldad», al no poder imaginar que su esposa y sus hijos están en peligro? Ningún hombre, ni siquiera un tirano, mata niños). Por su parte, Malcolm «prueba» que es un hombre honrado demostrando que es un experto mentiroso. Así pues, junto con todas sus otras «gracias que en un rey bien caen» [91], Malcolm está preparado para hacer de hipócrita. Luego está el «buen» Siguardo, que devuelve el gobierno legítimo a Escocia, él y sus diez mil soldados ingleses. Sabemos por Holinshed que Siguardo es abuelo de Malcolm, lo que significa que tiene «algunos derechos | sobre este reino, de los que hay memoria», como podría decir Fortinbrás en Hamlet [V.2.383]. Entonces, ¿son las tropas de Siguardo un ejército de liberación, o de ocupación, dando los primeros pasos hacia la anexión de Escocia a la corona inglesa? (En la historia más «auténtica», el hermano menor de Malcolm, Donalbain, que desapareció en Irlanda en el acto II, regresa para asesinar al hijo de Malcolm. Y Fleancio, a quien vimos por última vez en el acto III esquivando a los asesinos de Macbeth, huye a Gales, donde, acogido en la casa del rey, viola a la hija de su anfitrión, por lo que el rey le manda matar. Es el hijo bastardo nacido de esa violación quien, al llegar a la edad adulta como mayordomo («steward», en inglés) de la casa real, genera el primer rey Estuardo [«Steward/Stewart/Stuart», en inglés]. En este catálogo de hombres, incluso Duncan resulta dudoso. Si ha sido tan «claro» en su «alto cargo» [I.7.18], ¿por qué le atacan por tres lados? ¿Por qué es responsable de «un Gólgota segundo» [I.2.41]? Y si la bondad de Duncan es dudosa, ¿no es también dudosa la maldad de Macbeth? Macbeth tiene aún la palabra «esperanza» en su vocabulario en el acto V [6.61].
Dado el peligro en que siempre se halla la vida humana, la oración común es «No nos dejes caer en la tentación»; «No nos pongas a prueba»; o, en el caso de Banquo, «Poderes misericordes | cortad en mí». Con suerte, las oraciones serán escuchadas, los «poderes misericordes» se movilizarán, se implicarán, acudirán en nuestra ayuda. Pero ¿y si no lo hacen? ¿Somos todos Macbeth en potencia? Cuando Macduff trataba de comprender el asesinato de su familia, preguntó de pronto: «¿Miraba el cielo | y no acudió en su ayuda?» [IV.3.222-3]. Es una pregunta parecida a la de Macbeth, tanto tiempo atrás: «¿Por qué?». ¿Por qué le pararon «en este páramo […] con saludo agorador?». ¿Por qué fue él el blanco? ¿Miraba el cielo y no acudió en su ayuda? ¿Dónde estaban los poderes misericordes cuando Macbeth los necesitaba?
La desolación que aprendemos de Macbeth no solo se debe a que sabemos que Macbeth se destruye a sí mismo: escoge la oscuridad, y «cuando olvidamos el honor | nada marcha derecho; querríamos | y al mismo tiempo no» (Medida por medida, IV.4.31-2). Pero también hemos visto la actitud distante de los cielos mientras los «ministros de las tinieblas» se dedicaban a entrometerse en la vida de Macbeth para arruinársela. Sabemos que sus actos no carecieron de estímulo. En una versión del último cuadro escénico de la obra, esta tragedia reproduce la profunda ambivalencia de nuestra reacción y nos da una visión del miedo. El cuerpo del «muerto carnicero» [V.11.108] y todo el pasado oscuro que representa, yace sobre el escenario. Pero junto a él se halla el cuerpo de su última víctima, el hijo de Siguardo. Representa el futuro: el cadáver de un niño.

 























































































NOTA EDITORIAL

Escrita probablemente en 1606 y representada en el Globe en abril de 1611. La única versión existente es la del Primer folio de 1623, bastante limpia de impresión y cuya brevedad hace pensar a muchos editores que se trata de una versión compuesta a partir del guión teatral, que a menudo suprimía muchos pasajes del manuscrito original.

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