Hamlet, el dandy epigramático y enlutado de la corte de Dinamarca, que, 
lento en las antesalas de su venganza, prodiga concurridos monólogos o 
juega tristemente con la calavera mortal, ha interesado más a la 
crítica, ya que estaban en él, de modo profético, tantos insignes 
caracteres del siglo XIX:
 Byron y Edgar Allan Poe y Baudelaire y aquellos personajes de 
Dostoievski, que exacerbadamente se complacen en el moroso análisis de 
sus actos. (Esas y muchas otras cosas, naturalmente: por ejemplo, la 
duda —que es uno de los nombres de la inteligencia—, y que en el caso 
del danés no se limita a la veracidad del espectro sino a su realidad y a
 lo que nos espera después de la disolución de la carne.) El rey Macbeth
 siempre me ha parecido más verdadero, más entregado a su despiadado 
destino que a las exigencias escénicas. Creo en Hamlet, pero no en las 
circunstancias de Hamlet; creo en Macbeth y creo también en su historia.
Art happens (El arte ocurre), declaró 
Whistler, pero la conciencia de que no acabaremos nunca de descifrar el 
misterio estético no se opone al examen de los hechos que lo hicieron 
posible. Éstos, ya se sabe, son infinitos; en buena lógica, para que 
cualquier cosa ocurra, ha sido necesaria la conjunción de todos los 
efectos y causas que la han precedido y urdido. Consideremos unas pocas,
 las más visibles.
Suele olvidarse que Macbeth, ahora un sueño del arte, fue alguna vez un 
hombre en el tiempo. Pese a las brujas y al espectro de Banquo y a la 
selva que avanza contra el castillo, la tragedia es de orden histórico. 
En aquel artículo de la Crónica anglosajona que
 enumera lo acontecido en el año 1054 —unos doce años antes de la 
derrota de los noruegos en el puente de Stamford y de la conquista 
normanda— leemos que Siward, conde de Nortumbria, invadió por tierra y 
por mar el reino de Escocia y puso en fuga a Macbeth, su rey. Éste, por 
lo demás, tenía algún derecho al poder y no fue un tirano. Ganó renombre
 de piadoso en ambos sentidos de la palabra; fue generoso con los pobres
 y ferviente cristiano. Mató a Duncan en buena ley, en una batalla. Se 
opuso victoriosamente a los vikings. Su reinado fue largo y justo. La 
memoria humana, que es inventiva, le tejería una leyenda.
Pasan por centenares los años y nos permiten entrever otro personaje 
esencial, el cronista Holinshed. Poco sabemos de él, ni siquiera la 
fecha y la localidad de su nacimiento. Dicen que fue “ministro de la 
palabra de Dios”. Llegó a Londres hacia 1560 y colaboró con 
perseverancia en la redacción de cierta vasta y ambiciosa historia 
universal, que se redujo al fin a esas Crónicas de
 Inglaterra, Escocia e Irlanda, que llevan hoy su nombre. Sus páginas 
incluyen la leyenda que inspiraría a Shakespeare y más de una vez las 
mismas palabras. Murió hacia 1580. Se conjetura que la edición póstuma 
de 1586 fue la que manejó el poeta.
Y ahora a William Shakespeare. En aquella época decisiva de la Armada 
Invencible, de la liberación de los Países Bajos, de la decadencia de 
España y de la conversión de Inglaterra, isla desgarrada y lateral, en 
uno de los grandes reinos del orbe, el destino de Shakespeare 
(1564-1616) corre el albur de parecernos de una mediocridad misteriosa. 
Fue sonetista, actor, empresario, hombre de negocios y de litigios. 
Cinco años antes de su muerte se retiró a su pueblo natal, 
Stratford-upon-Avon, y no escribió una línea, salvo un testamento en el 
cual no se menciona un solo libro, y un epitafio tan ramplón que más 
vale tomarlo como una broma. No reunió en un volumen su obra dramática; 
la primera edición que poseemos, el infolio 1623, se debe a la 
iniciativa de unos actores. Jonson ha declarado que poseía poco latín y 
menos griego. Tales hechos han inspirado la conjetura de que sólo fue un
 testaferro. Miss Delia Bacon, que halló asilo final en un manicomio y 
cuyo libro mereció un prólogo de Hawthorne, que no lo había leído, 
atribuyó la paternidad de sus dramas a Francis Bacon, profeta y mártir 
de la ciencia experimental y hombre de una imaginación del todo 
distinta; Mark Twain ha vindicado esa hipótesis. Luther Hofman propone 
la candidatura, harto menos inverosímil, del poeta Christopher Marlowe, 
“amado de las musas”, que no habría muerto apuñalado, en una taberna de 
Depford, en 1593. La primera de estas atribuciones data del siglo XIX;
 la segunda del nuestro. En el curso de más de doscientos años a nadie 
se le había ocurrido pensar que Shakespeare no fuera el autor de su 
obra.
Los jóvenes iracundos de 1830, que habían hecho de Thomas Chatterton, 
que se dio muerte en una bohardilla a los diecisiete años, el arquetipo 
del poeta, nunca se resignaron del todo al modesto currículum de 
Shakespeare. Lo hubieran preferido desventurado; Hugo, con elocuencia 
espléndida, hizo lo posible y lo imposible para demostrar que sus 
contemporáneos lo ignoraron o lo menospreciaron. La melancólica verdad 
es que Shakespeare, pese a algún altibajo inicial, fue siempre un buen 
burgués, respetado y próspero. (También fue Shylock, Goneril, Iago, 
Laertes, Coriolano y las parcas.)
Anotados los hechos que anteceden, recordemos determinadas 
circunstancias de orden histórico que pueden mitigar nuestro asombro. 
Shakespeare no dio sus obras a la imprenta (con alguna que otra 
excepción) porque las escribió para la escena, no para la lectura. De 
Quincey observa que las representaciones teatrales no suministran menos 
publicidad que las letras de molde. A principios del siglo XVII escribir
 para el teatro era un menester literario tan subalterno como lo es 
ahora el de escribir para la televisión o el cinematógrafo. Cuando Ben 
Jonson publicó sus tragedias, comedias y mascaradas bajo el título de Obras,
 la gente se rió de él. Me atrevo a aventurar otra conjetura: 
Shakespeare, para escribir, precisaba el estímulo de las tablas, la 
urgencia del estreno y de los actores. De ahí que una vez vendido su 
teatro, el Globo, dejó caer la pluma. Las piezas, por lo demás, eran 
propiedad de las compañías, no de los autores o adaptadores.
Menos escrupulosa y crédula que la nuestra, la época de Shakespeare veía
 en la historia un arte, el arte de la fábula deleitable y del apólogo 
moral, no una ciencia de estériles precisiones. No creía que la historia
 fuera capaz de recuperar el pasado, pero sí de acuñarlo en gratas 
leyendas. Shakespeare, lector frecuente de Montaigne, de Plutarco y de 
Holinshed, halló en las páginas de este último el argumento de Macbeth.
Según se sabe, los tres primeros personajes que vemos son las tres 
brujas en el páramo, entre los truenos, los relámpagos y la lluvia. 
Shakespeare las llama las weird sisters; en la mitología de los sajones, la Wyrd es la divinidad que preside la suerte de los hombres y de los dioses, de modo que weird sisters no significa las hermanas extrañas sino las hermanas fatales, las nornas del
 escandinavo, las parcas. Más que el protagonista son ellas las que 
rigen la acción. Saludan a Macbeth con el título de señor de Cavdor y 
con el otro, que le parece inaccesible, de rey; el inmediato 
cumplimiento de la primera de las dos profecías confiere a la segunda un
 carácter inevitable y lo conduce, urgido por Lady Macbeth, al asesinato
 de Duncan. Banquo, su compañero, no les da mayor importancia. “La 
tierra tiene burbujas como las tiene el agua”, dice para explicar esas 
apariciones fantásticas.
A diferencia de nuestros ingenuos realistas, Shakespeare no ignoraba que
 el arte es siempre una ficción. La tragedia ocurre a la vez en dos 
lugares y en dos tiempos: en la lejana Escocia del siglo XI y en un tablado de los arrabales de Londres, a principios del XVI. Una de las barbadas brujas menciona al capitán del Tyger;
 al cabo de una larga travesía desde el puerto de Alepo, el barco había 
regresado a Inglaterra y alguno de sus marineros pudo haber asistido al 
estreno.
El inglés es un idioma germánico; a partir del siglo XIV, es también latino. Shakespeare deliberadamente alterna los dos registros, que nunca son del todo sinónimos. Así:
The multitudinous seas incarnadine,
Making the green, one red.
En el primer verso resuenan las resplandecientes voces latinas; en el último, las breves y directas sajonas.
Shakespeare parece haber sentido que la ambición, el apetito de mandar, 
no es menos propio de la mujer que del hombre; Macbeth es un sumiso y 
despiadado puñal de las parcas y de la reina. Así lo entendió Schlegel, 
pero no Bradley.
Mucho he leído, y olvidado, sobre Macbeth; los estudios de Coleridge y de Bradley (Shakespearean Tragedy, 1904)
 siguen pareciéndome insuperados. Bradley declara que la obra nos causa,
 infatigable y vívida, una impresión continua de rapidez, no de 
brevedad. Anota que la oscuridad la domina, casi la negrura: la tiniebla
 rayada de brusco fuego, la obsesión de la sangre. Todo ocurre de noche,
 salvo la escena irónica y patética del rey Duncan, que al mirar los 
torreones del castillo del que nunca saldrá, observa que en los sitios 
que las golondrinas prefieren, el aire es delicado. Lady Macbeth, que ha
 premeditado su muerte, ve cuervos y oye su graznido. La tempestad y el 
crimen se han conjurado, la tierra se estremece, los caballos de Duncan 
se devoran con frenesí.
Lo vivido siempre corre el albur de incurrir en lo pintoresco; Macbeth 
está muy lejos de ese peligro. La obra es la más intensa que la 
literatura puede ofrecernos y esa intensidad no decae. Desde las 
palabras enigmáticas de las brujas (Fair is foul and foul is fair)
 que, de manera bestial o demoníaca, trascienden la razón de los 
hombres, hasta la escena en que Macbeth muere acorralado y peleando, el 
drama nos arrebata como una pasión o una música. No importa que creamos 
en la demonología, como el rey Jacobo I, o que le neguemos nuestra fe, 
no importa que la aparición de Banquo sea para nosotros un desvarío de 
su atormentado asesino o el espectro de un muerto; la tragedia se impone
 a quienes la ven, la recorren o la recuerdan, con la atroz convicción 
de una pesadilla. Coleridge escribió que la fe poética es una 
complaciente o voluntaria suspensión de la incredulidad; Macbeth, como
 toda genuina obra de arte, ilustra y justifica ese parecer. En el 
decurso de este prólogo he dicho que la acción ocurre a la vez en los 
siglos medievales de Escocia y en aquella Inglaterra de los corsarios y 
de las letras que ya disputaba a los españoles el imperio del mar; la 
verdad es que el drama que soñó Shakespeare, y que ahora soñamos, está 
fuera del tiempo de la historia o, mejor dicho, crea su propio tiempo. 
Con toda impunidad el rey puede hablar del armado rinoceronte, del que 
no habrá tenido nunca noticia. A diferencia de Hamlet, que es la tragedia de un pensativo en un mundo violento, el sonido y la furia de Macbeth parecen eludir el análisis.
Todo es elemental en Macbeth, salvo
 el lenguaje, que es barroco y de una exacerbada complejidad. Semejante 
lenguaje está justificado por la pasión, no por la pasión técnica de 
Quevedo, de Mallarmé, de Lugones o del mayor de todos ellos, James 
Joyce, sino por la pasión de las almas. Las entretejidas metáforas y las
 exaltaciones y desesperaciones del héroe sugerirían a Shaw su famosa 
definición de Macbeth: la tragedia del hombre de letras moderno como asesino y cliente de brujas.
El carnicero muerto y su demoníaca reina (repito las palabras de 
Malcolm, que corresponden a su odio, no a la intrincada realidad de dos 
seres humanos) no se han arrepentido de los crímenes que los enrojecen 
de sangre, pero éstos los persiguen extrañamente, los enloquecen y los 
pierden.
Shakespeare es el menos inglés de los poetas de Inglaterra. Comparado 
con Robert Frost (de New England), con Wordsworth, con Samuel Johnson, 
con Chaucer y con los desconocidos que escribieron, o cantaron, las 
elegías, es casi un extranjero. Inglaterra es la patria del understatement, de
 la reticencia bien educada; la hipérbole, el exceso y el esplendor son 
típicos de Shakespeare. Tampoco el indulgente Cervantes parece un 
español de los tribunales de fuego y de la vanagloria sonora.
No puedo, ni quiero, olvidar aquí las ejemplares páginas que nos ha legado Groussac sobre el tema de Shakespeare.
 
 
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