El misterio de dar, Griselda Gambaro


La Sra. Schneider salió a cobrar su jubilación. Tenía setenta y seis años y se alegraba cuando le decían que aparentaba diez menos. Caminó con lentitud y pensó que la vejez significaba controlarse cuidadosamente; una no podía arriesgarse a caminar como a los veinte años porque faltaba el aire, a comer demasiado porque no se digería con la misma facilidad. Estas eran las reglas del juego y si una las acataba se vivía de manera bastante agradable. Aceptaba tomar una taza de té con pan y manteca a la noche porque así su dinero alcanzaba para todo el mes, salir solo a la plaza porque era gratis, remendar sus zapatos hasta que cayeran en jirones, y esto sí era una desgracia, pero los zapatos podían durar interminablemente si una los cuidaba sin someterlos a la lluvia, sin caminar demasiado, cambiándolos apenas pisaba el umbral, después de cada salida, por las zapatillas de entrecasa. En resumidas cuentas era feliz, y cada gesto tenía un porqué, tenía un sentido, lo que muchos no podían decir.
Gozó la dicha de que le cedieran el asiento en el ómnibus que la dejaba a unas cuadras del banco. En el trayecto, a mitad de camino, como dos piedras que no arrastraba la corriente de transeúntes, encontró a una mujer y a un chico tomados de la mano en la esquina de una calle. Parecían no saber muy bien qué hacer, el aire cohibido de los que caen en una gran ciudad que no conocen. Estaban en la franja donde el sol castigaba y no atinaban a protegerse en la sombra. El chico, de unos nueve, diez años, atrajo la atención de la Sra. Schneider, era muy hermoso, con una cabeza redonda donde el ojo derecho miraba con una tristeza desamparada. El izquierdo no era visible, tapiado por unas gasas y dos vendas adhesivas colocadas en cruz. La Sra. Schneider intuyó, aunque la mujer estaba inmóvil y no tendía la mano hacia los transeúntes, que pedían ayuda, y no supo qué fue, quizás la mirada del chico, más solitaria en su tristeza por el ojo ausente que no lo acompañaba, lo que aminoró su paso, ya de por sí lento, y la impulsó a detenerse frente a ellos. En los últimos años había pasado ante mendigos y pedigüeños desviando el rostro sin alterarse; desconfiaba y, por otra parte, de su escasez no se podían sacar restos. Esta vez abrió la cartera y hurgó en su interior. Tendió dos monedas. Oyó que la mujer agradecía y le contaba su historia, de la que solo entendió retazos porque la mujer hablaba en voz baja y ella era dura de oído. El muchacho había perdido un ojo y no habían comido, y la Sra. Schneider, extraviada en el relato, se preguntó que tenía que ver una cosa con otra, pero esa mirada fija del chico, con su visión truncada, seguía conmoviéndola. Dijo: voy al banco, si vienen conmigo les daré algo más. Y la mujer contestó: no, su hija recorría los negocios cercanos en busca de ayuda. Retornaría a esa esquina, y aun así temía que se confundiera con tantos edificios, tanta gente. Sin embargo, no le resultaba simple renunciar a la propuesta de la Sra. Schneider. ¿Querés ir vos?, le preguntó al chico que mostró una expresión aterrorizada. La mujer dudó: ¿me esperás aquí entonces? Y el chico aferró su vestido. Cerró el único ojo y por un momento pareció ciego. La mujer negó con un movimiento de cabeza en dirección a la Sra. Schneider y esbozó una sonrisa desalentada. Mala suerte. Desasió la mano del chico de su falda y lo besó en la mejilla.
La Sra. Schneider se oyó decir: voy al banco y vuelvo. Se alejó a pasos cortos, sin apresurarse; casi instantáneamente sintió el calor de esa tarde de verano y se reprochó su locura. De regreso a su casa tomaba otro ómnibus y reencontrar a la mujer la alejaría de su camino. No vuelvo, dijo, ¿pero cómo prometer y no cumplir?
Esperó su turno en la cola del banco, cobró su flaca pensión y la depositó en el fondo de su cartera, que apretó con ambos brazos. Miró dónde podría sentarse a descansar, pero el lugar había sido pensado para gente atareada y de paso. El sol de la primera hora de la tarde caía dejando poca sombra en las veredas. Ella no se arriesgaba al sol del verano porque se sabe lo que ocurre con los viejos, se deshidratan fácilmente. Entró a un bar y pidió un vaso de agua. El mozo accedió con gentileza y ella le sonrió, agradecida. No es necesario que vuelva, dijo, ya pasó mucho tiempo. No la esperarían ya, a ella y a su promesa que no pensaba cumplir. ¿Por qué voy a volver? No le sobraba el dinero. Esos, se sabe, no trabajan y piden. Hacía años, cuando ella todavía podía dar, se había sentido engañada. Movida por la pena y en parte por la culpa, había socorrido a una mujer que mendigaba sentada en el suelo de la calle, con dos chicos aletargados en el regazo. La Sra. Schneider había movido la cabeza conmiserativamente, el ánimo impresionable que ella misma suponía menos endurecido en aquel entonces. La mujer tenía el rostro hinchado, como después de mucha lágrima; los chicos permanecían inmóviles, en el sopor del sueño o quizás del hambre. La Sra. Schneider había sido compasiva y se había marchado contenta. Más tarde, el mismo día, apenas una hora después, los encontró fortuitamente en otra calle. La mujer no tenía ya el rostro desamparado marcado por las lágrimas sino por una vulgaridad estridente, reía con una compañera y los chicos jugaban a perseguirse esquivando a los transeúntes. No se preguntó entonces por qué se había sentido tan defraudada, si hubiera sido mejor que la mujer mantuviera inmutable su estado de aflicción, sosteniendo a sus hijos aletargados en el regazo. Como si una limosna significara un contrato donde quien la recibe asume la obligación de no cambiar, de permanecer eternamente en la misma actitud. Bien había visto que había caído en un fraude, porque la mujer reía como la misma Sra. Schneider podía reír en ocasiones y los chicos se perseguían ágiles y despiertos entre los transeúntes. ¿Pero acaso era en realidad engaño el engaño? ¿Acaso la mujer había vestido otras ropas, un chofer la esperaba ante la puerta abierta de un coche, un festín estaba preparado para saciarla en una casa suntuosa? O lo que había creído herida de la buena fe era meramente otro tipo de herida, la incompetencia de su bondad. Pero en ese entonces no alimentaba dudas ni analizaba mucho, y le resultó más sencillo mantener la escaldadura del engaño. Ahora quizá lo justificaría. Tampoco ahora, decidió con inesperada acritud. No la engañarían dos veces. Si retornaba, y no estaba segura, observaría a la mujer con atención, formularía preguntas, y a la menor incoherencia, el menor traspié, los dejaría plantados, la cartera bien cerrada. Luchando entre la desconfianza y su promesa, la Sra. Schneider dudó por un instante preguntándose si el vendaje no sería falso, simple ardid para atraer su compasión. Bajo el vendaje estaría el ojo intacto y proyectaría una mirada distinta de la desolada, un ojo burlón, un poco cínico.
La mujer la miró regresar sin asombro, como a una amiga con quien se fijó una cita. Y entonces, el acento de una dama amable pero inquisitiva, la Sra. Schneider preguntó. La mujer habló en voz baja, modesta, sin quejarse. Qué, qué, dijo la Sra. Schneider, aguzando el oído. Señora, nadie se detuvo desde que usted se fue, y a la niña la echaron de los negocios. Había una sorpresa humilde en su voz, como si le resultara incomprensible y hasta curioso que nadie fraternizara con su desgracia. Estaba allí la niña y se parecía a su hermano, era apenas menor y tenía la misma expresión de gravedad en el rostro. La mujer desplegó comprobantes del hospital. Antes ya había intentado mostrárselos, pero la Sra. Schneider solo había fingido leer porque sin anteojos no veía nada. Esta vez buscó en su cartera el estuche y se tomó su tiempo, leyó escrupulosamente el papel escrito a máquina con el sello de un hospital de provincia. La pérdida del ojo izquierdo por un accidente con un látigo, ¿cómo alguien podía perder un ojo por un accidente con un látigo?, se preguntó, y la necesidad de colocar un ojo inerte, de vidrio, para impedir que la órbita se cerrara. ¿Cómo podré comprarlo?, decía la mujer con el acento de quien debe resolver un problema superior a sus fuerzas, cuesta demasiado.
La Sra. Schneider leyó el presupuesto de una óptica y reconoció que sí, costaba demasiado, aunque fuera tan variable lo que esto significa según la gente y las circunstancias. En este caso, a la vista resultaba evidente que el ojo de vidrio era para la mujer un gasto imposible de afrontar, tan imposible como para la Sra. Schneider comprar ropa nueva o viajar a la costa, hacia ese mar que había amado con una pasión que aún persistía de manera aguda en su nostalgia. Y mientras devolvía el papel, la Sra. Schneider pensó con una pizca de resentimiento, que la mujer no era tan ingenua como aparentaba porque obviamente la habían asesorado en su pueblo, aconsejándole que se trasladara con ese montón de papeles que de tan poco le habían servido. La mujer confió los papeles a la niña, quien los guardó esmeradamente en una pequeña bolsa que le colgaba del hombro. El hospital, allá en su pueblo, no se hacía cargo. Tampoco aquí, en la ciudad, adonde habían venido con esperanzas.
Los chicos oían y tenían los rostros tristes, de una tristeza vieja, y la Sra. Schneider pensó en su propio rostro cuando el Sr. Schneider había muerto. Sacó dos pesos del fondo de la cartera y se los entregó a la mujer mientras la seguía escuchando. Sabía que no debía hacerlo, y por fortuna la dureza de su oído le ahorraba fragmentos, estaba cansada, le dolían las piernas. A su edad, el tiempo era un corto plazo hasta el fin, ¿cómo lo perdía de esa forma? Calculaba que podría vivir con suerte cinco, seis años más, era tan poco para desperdiciarlo en la calle oyendo desgracias ajenas. ¿Acaso ella iba con sus problemas a los otros? ¿Confesaba a alguien sus angustias cuando un gasto imprevisto le desbalanceaba el presupuesto? No, frágil pero orgullosa, con un orgullo que le había venido en la ancianidad, reservaba las preocupaciones para sí, recortaba sus comidas, suprimía la leche, remendaba su tapado o las prendas veraniegas según la estación. Y por otra parte, todo se reducía a durar con el mínimo decoro el escaso tiempo que le restaba. Quería partir y no sabía cómo, pensó que estaba atrapada por esos tres en la calle, hasta que comprendió que nadie, sino el sentimiento de no abandonarlos, la retenía.
Desde un aguado desayuno en la estación, al término del viaje en la mañana, esos tres no habían comido. La mujer no expresó con rencor, tenemos hambre, solo: no hemos comido, como quien enuncia una circunstancia harto común. Atrajo fugazmente a los niños hacia ella, apretándoles el hombro. Deambulando por la ciudad, extraviados en idas y venidas, habían recorrido hospitales, ministerios. Peregrinación inútil en donde habían recogido indiferencia, alguna buena palabra, explicaciones sobre trámites que no auguraban el éxito, tan complicados que, perdida, no pudo entenderlos.
Mi marido murió, nos dejó guachitos, decía la mujer sin amargura, pero quiero volver a mi pueblo, y ya no pensaba en la cuenca del ojo y en la fea costura de la cicatriz, aquí no conocemos a nadie.
Fijaba los ojos claros en la Sra. Schneider mientras se tironeaba del vestido barato y le hablaba como a una amiga de la que no se espera nada, salvo el oído. La Sra. Schneider abrió su cartera y sacó otro billete a contragusto, experimentando una especie de enojo. Añoraba sus zapatillas de entrecasa, la felicidad medida de su tiempo medido. Cautelosamente entregó el dinero e iba a cerrar la cartera cuando de pronto, con la sensación de que se liberaba de cuidados y opresiones, agregó otro billete, el más grande que había cobrado de su pensión.
Hubo un instante de sorpresa casi mutua, la Sra. Schneider se preguntó ¿qué hice?, y el rostro de la mujer se iluminó, en suspenso. Los cuatro, también la Sra. Schneider, se quedaron solos en la tarde, entre los transeúntes que pasaban. El chico se lanzó a los brazos de la Sra. Schneider, besó su mejilla floja, cruzada de arrugas. Ella notó la irrupción de la alegría en la tristeza de ese rostro, una alegría terrible de ver porque no la había borrado, y la Sra. Schneider recordó cuando meses después de la muerte del Sr. Schneider se había mirado al espejo y por primera vez había descubierto sobre su dolor irreparable las ganas de vivir. La niña se empinó junto a su hermano y la besó también, dijo algo en un murmullo que ella no entendió. En realidad, hacía rato que no entendía una palabra de lo que hablaban, y menos ahora cuando lo hacían atropellándose. Se apartaron los dos, la niña para contemplarla a unos pasos con una expresión maravillada, tan excesiva en su gratitud que la Sra. Schneider se avergonzó. Quiso mirarla con dureza, incluso con desprecio, no porque deseara rechazarla sino para que aprendiera qué cosa es el mundo. Dios mío, qué tonta soy, se reprochó cuando su mirada surgió al contrario, amorosa, enternecida. La mujer contuvo como un gorjeo, apretó con un gesto breve y agradecido las manos de la Sra. Schneider que sostenían la cartera. Después de tantas penurias había tal alborozo en ellos, el alborozo incrédulo de quienes padecen en soledad y son impensablemente socorridos, que habían olvidado las razones primeras de ese viaje. En el rostro del niño la cuenca se cerraría de modo irrevocable, pero ya habría tiempo para dolerse. Hoy podrían comer, podrían regresar al pueblo que les resultaba familiar y a la distancia benévolo, aunque fuera duro, no tanto sin embargo como la ciudad, porque allí algún pariente, los vecinos, ayudarían.
La Sra. Schneider se alejó a pasos largos, sin darse cuenta de que había erguido la espalda y proyectaba la cabeza temblorosa hacia adelante. Sentía las mejillas arrebatadas por esa eclosión de agradecimiento, el corazón le latía apresurado. Por un momento olvidó que era vieja, que la vejez significaba cuidadoso control. A las dos cuadras se detuvo, le faltaba el aire, le pesaban como de plomo las piernas. La asaltó un leve mareo. No es nada, se dijo, para tranquilizarse. Se recostó en un poste de luz y le pareció que la fuerza del sol había amainado. Descansó un largo rato, cruzó precavidamente la bocacalle.
Cuando la Sra. Schneider llegó al departamento que había compartido con el Sr. Schneider, se sacó los zapatos en el umbral, bebió a sorbitos un vaso de agua y desparramó el contenido de la cartera sobre la mesa. Apartó los restos del dinero de su pensión y suspiró con un aliento seco, casi inaudible. Cenó frugalmente y cuando se acostó con el estómago ligero y aligerada, repasó lo sucedido en la tarde, la locura de conmover y conmoverse, vio a la mujer y a los chicos sentados juntos en el tren de regreso, y sintió entonces, en el momento mismo antes de dormirse, que algo extraño había pasado con el tiempo. Duraría. Lo había temido tan próximo a la muerte y retornaba ya hacia ella, caudaloso e inmortal, como en su infancia.

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