Inconfesable. Un hombre viejo, de manos ásperas y nudosas, con malos dientes que mostraba con frecuencia en sonrisas cargadas de aparente necedad.
Leía los diarios mientras su mujer le hablaba. Asentía sin oírla. Hasta que asentía lo que debía negar y ella se encolerizaba. Su mujer lo sufría con desprecio, sin confesarse que él había vivido demasiado. Todavía era hermosa, todavía era capaz de entusiasmos y alegrías. Cuando llegaban los hijos y los nietos se abalanzaba y como si él estuviera ausente, comenzaba el recuento de ofensas, de aquellas insoportables que produce la vejez. Debían terminar juntos lo que habían empezado, pero
la convivencia se le hacía pesada, no disfrutaba siquiera cuando él salía porque se inquietaba por su andar vacilante, sus distracciones de viejo.
Él tomó la costumbre de prolongar sus salidas, apoyado en su bastón con contera de goma, y de irse a la plaza donde no incomodaba. A veces hacía demasiado frío, demasiado calor. Quería estar en otro lado, pero no sabía cuál.
Cuando la chica de piel oscura se acercó, solitaria, él se encogió en el banco, empequeñeciéndose por un hábito de años; era muy viejo y había aprendido a hundir la cabeza entre los hombros, contrayendo el pecho como alguien que espera ser golpeado. Pero nadie lo había golpeado jamás. Ella se detuvo frente a él y le pidió dinero.
Él negó con un movimiento apenas perceptible y abrazó el bastón entre sus piernas. La chica miró el bastón con curiosidad. —Ah— dijo, y él vio la piel áspera y castigada de sus pies en el espacio que dejaban libre las roturas de las zapatillas. Ella jugó presionando contra la grava una de las suelas desprendidas e insistió con su tono monocorde. Y él escarbó en sus bolsillos, dudó un momento y depositó en la pequeña mano lo que su mujer le concedía parsimoniosamente para cigarrillos. La chica se alejó de inmediato y él casi la había olvidado, arrepentido ya de su gesto de generosidad, cuando ella volvió. Masticaba un sándwich. Cortó un pedazo y se lo alcanzó, con la seguridad de alguien que sabe por experiencia que lo común es el hambre sobre la tierra. Intuía que un viejo que necesitaba un bastón para andar, sentado en un banco de plaza con pantalones gastados y terrible fragilidad a pesar de su dinero, debía tener hambre. —Comé— dijo.
Tímidamente, él aceptó el pan con su contenido seco, y masticó mirándola de reojo, como si emprendiera una aventura.
—¿Qué hacés con el viejo? —preguntó un muchacho, apenas un adolescente, hablando con la misma prescindencia de su mujer en su casa. Existía, pero no para ser considerado. Como si la edad le fragmentara zonas de percepción, los otros no creían que las palabras podían lastimarlo, se referían a él con descuido e incluso impunidad.
Ella miró al viejo con repentina adhesión y dijo:
—No es tan viejo —y él enrojeció experimentando una oleada de agradecimiento y hasta de orgullo. Asintió vehemente con la cabeza, mientras intentaba erguirse, y aferró el bastón porque temblaba.
—Vamos —dijo el muchacho. Ella ajustó una de sus zapatillas y obedeció con una sonrisa dispuesta que mostró sus dientes parejos e intactos.
Vio cómo se alejaban y que el muchacho, rotoso y de cabellos grasientos, le pasaba familiarmente la mano sobre los hombros y se apretaba contra ella. Lo asaltó una súbita sensación de abandono, creyó merecer un saludo, un ademán de despedida; se quedó con la mente en blanco y la opresión de un encono indefinible.
Más tarde, cuando su memoria funcionó nuevamente, recordó a la chica y solo rescató su gesto de complicidad. Vagó por la casa; un sentimiento cálido lo invadía, no es tan viejo, había dicho ella ¿era posible? El monedero de su mujer estaba sobre la cómoda, lo llevó a la mesa y revisó el contenido.
—¿Qué buscas? —oyó la voz recelosa de su mujer; sonó a sus espaldas, cortante como un cuchillo, y lo sobresaltó.
—Nada —dijo él sumisamente.
Ella cerró el monedero y le dirigió una mirada de sospecha. Marchó a sus compras y lo dejó solo. Más libre deambuló por la casa, calzado con zapatillas sin talón, y en un momento, se sentó y descubrió un pie. La piel amarillenta, afinada sobre los huesos, las uñas córneas.
Escondió el pie, con un suspiro, dentro de las zapatillas holgadas que perdía a cada paso. Se levantó agitando las manos para ahuyentar no sabía qué. Miró los adornos que su mujer amontonaba sobre los muebles, todos voluminosos, salvo una cajita construida con pequeños listones de madera que había comprado hacía años en un pueblito de playa. Parpadeó nervioso tratando de recordar. El viento sobre su piel, y la plenitud y la fuerza. Corría en la playa, nadaba mar adentro, peligrosamente, sin temor de esto que era ahora, náufrago de su cuerpo. Él había comprado la cajita porque le gustaba y aún le pertenecía. Pero cuando su mujer acomodó las frutas y verduras, quejándose exactamente de las preocupaciones y los gastos con un malhumor que lo incluía, él se sintió expuesto. Percibió como una presencia delatora la cajita en el bolsillo y se desesperó porque qué explicación habría, salvo la vejez, salvo la penosa chochera de la vejez.
La chica no estaba en la plaza y la esperó en vano hasta el mediodía. Regresó a su casa y se apresuró a dejar la cajita en su lugar. Solo entonces respiró, solo entonces se recuperó libre y sin culpa.
Suprimió su siesta con el pretexto del sol, el día templado. La chica corrió hacia él:
—¿Me das una moneda?
Pero él no tenía nada. Ella se encogió de hombros y repitió el pedido a un transeúnte que siguió de largo. Continuó de pie, inmóvil, ni desilusionada ni a la expectativa, solo persistente.
Al fin, una mujer abrió su bolso y ella asió el dinero sin el menor ademán o sonrisa de reconocimiento, y atravesó la plaza en dirección a la calle. Apareció con un paquete de galletitas a medias consumido, y se sentó junto al viejo. Le acercó el paquete con naturalidad, invitándolo mediante un empujón con el codo. Él se sirvió una y ella lo advirtió y dijo, como fastidiada:
—¡Agarrá más!
Ella comía vorazmente, con la boca abierta. Se pasó la lengua por los dientes y se levantó. Salió al encuentro de un muchacho, que también le apoyó la mano familiarmente sobre los hombros y se apretó contra ella. ¿Hacia dónde se alejaban, qué harían?, se preguntó él con un asomo de angustia.
Al día siguiente, con decisión, hurgó en el monedero y sacó un billete. Silbó balbuceante y feliz, y tendió la mano hacia la cajita, cuya belleza siempre lo había conmovido. ¿Por qué no?, se dijo con un arresto de coraje, y se la guardó en el bolsillo. Pero una vez guardada, el coraje desapareció, el riesgo le pareció inmenso, e intentando disminuirlo restituyó el billete.
Cuando la chica se acercó con su pregunta habitual, él mostró la cajita con un gesto victorioso y esperó su reacción.
—¿Qué es? —dijo ella—. ¿Para qué sirve?
Él permaneció en silencio, desconcertado. Ella la abrió y colocó el índice.
—Ni un dedo cabe —precisó—. ¿Qué guardo?
Él experimentó una decepción profunda. Había gozado de antemano con ideas de sorpresa y gratitud. Cuando acudieron a buscarla dos muchachos, demasiado crecidos para ella, robustos y con claras señales de bigote sobre las bocas ávidas, se precipitó al encuentro y olvidó la cajita abandonada en el banco. Él se quedó en la plaza hasta el anochecer. Se movió entumecido. Recogió dos piedritas que ella había pisado y las apretó en su mano.
De regreso, pasó junto a una magnolia enorme, con flores blancas, altísimas entre las hojas oscuras, y descubrió a la chica y a uno de los muchachos al reparo del tronco. El otro espiaba, un poco más lejos, y sonreía, la mano próxima a la ingle.
Sí, sí, dijo él, y el camino hacia su casa le resultó fatigoso y sin término. Pensó en la piel oscura y sintió el deseo de tocarla.
Ella preguntó:
—¿Y la cajita?
Él no encontró su voz, cuando se emocionaba huían las palabras que antes habían acudido a él tan fácilmente.
—Era linda —dijo ella.
—¿Sí? —balbuceó, como un ahogado que recibe aire.
—Traémela —dijo ella, usando el mismo tono indiferente, casi impúdico, con el que pedía—. Me la regalaste, ¿no?
Entonces, le llevó la cajita y un poco de dinero, imprudentemente un billete más de lo que costaba un paquete de cigarrillos. Y ella dejó que los dedos de él le rozaran la mejilla, y él sintió que su corazón se estremecía porque la piel era de increíble calidez y suavidad.
El rostro de su mujer mostraba una irritación perpleja, y él negó y luego se embrolló ante el interrogatorio tenaz. Aún conservaba la cabeza lúcida sobre los hombros, decía su mujer, sin estar consciente de infligirle una humillación por gracia del parentesco y la convivencia. Terminó confesando que había fumado de más, y el resto del dinero quizás lo había perdido. Ella pensó si la vejez no lo haría desvariar. Ni olor a tabaco tenía. Lo miró sin amor, ¿cómo había envejecido tanto? No hay derecho a envejecer tanto, se exasperó, y se marchó a la cocina, donde las cacerolas envejecían de una manera que no agraviaba.
La ausencia de la cajita no la advirtió hasta dos días más tarde, tiempo que él vivió en zozobra hasta que comprendió que ahora debía aferrarse a la mentira como antes a la verdad. Acusó a los nietos, se lamentó en un rezongo interminable de que le escamotearan, por travesura o descomedimiento, la cajita que él mismo había comprado en unas vacaciones junto a la playa. No vaciló esta vez, seguro y quejumbroso. Y mientras simulaba leer, con ganas de fumar y la extenuante fatiga de sostener el engaño, pensaba qué podría regalarle a la chica de la plaza, que siempre esperaba alguna dádiva con una codicia implacable que, al mismo tiempo, parecía no pertenecerle. Ella se conformaba con poco, pero poco o menos que poco, era lo que él podía ofrecer. Y en este punto no por ambición de trueque, un regalo a cambio del roce de la piel; también por eso, pero no por eso. Quería dar, entregar lo que tenía y soñaba, su mísera riqueza y la vastedad de sus impulsos, porque amaba. Quería desnudarse de toda posesión y poseerse en la alegría ajena, tan simple y ardua es la materia del amor cuando nace.
Con una duplicidad que nunca había tenido, pero que se manifestaba en él de una manera casi natural, como si toda su vida de hombre íntegro hubiera sido una preparación para el disimulo, maquinaba incesantemente, urdía patéticas artimañas, planes descabellados, grandiosas empresas de raptos y huidas, sabiendo que no sería capaz de poner en práctica ni siquiera el comienzo de un sueño.
Revisaba los cajones mientras su mujer lo empujaba impaciente, sin entender qué buscaba.
—No busco nada —se disculpó—. Miro.
—¿Qué? —gritó ella. Y después se ablandó porque, no obstante, todavía había algo en él que la conmovía por ráfagas, fugazmente.
Se forzó a leer el diario mientras la ansiedad y el desasosiego lo consumían, hipócritamente fingió rezongar por las mismas cosas que ya no le interesaban, con escrupulosidad imitó al que era antes.
Cuando oyó cerrarse la puerta de calle, emprendió una búsqueda metódica y frenética, y renegó de la incertidumbre de sus gestos. Revisó los cajones con mayor atención, movió la ropa apilada, pasó la mano por el fondo, y solo entonces se dio cuenta qué desposeído estaba.
—Mañana cumplo años —dijo la chica.
Y él recibió la noticia como un golpe.
—¿Qué me vas a regalar? —preguntó con su impertinencia indiferente.
—No tengo nada.
Ella lo observó maliciosa. Rió sordamente. —¿Cómo no vas a tener nada?
Y él pensó que era justo, que solo ella y los que eran como ella, el grupo de muchachos cuya vida ignoraba y que la manoseaban detrás de los árboles, eran los desposeídos. No él.
Vagó por la casa hasta crispar a su mujer porque eso, vagar, lo había hecho siempre para evadirse de su propio letargo, aunque ahora era producto de una determinación oculta y escrutadora. ¿Es que este hombre no podía quedarse quieto?, decía su mujer, apartándolo de su camino. La oyó quejarse amargamente ante sus hijos y nueras, con odio porque lo había amado y ahora se enfurecía ante el vacío que él le provocaba en los sentimientos. Él acentuó los gestos de su chochera porque, ¿qué entenderían? Miró a los niños bien cuidados que tenían su sangre, y el amor que sentía hacia ellos era tranquilo, no esta convulsión apasionada donde se mezclaban la impostura y lo subrepticio, donde debía estrangular sus deseos de tocar a esa niña desconocida, sucia y procaz la imaginaba y, al mismo tiempo, limpia para toda experiencia exaltada e inocente. Quería caminar junto a ella, tomados de la mano, alegremente, con la fantasía insensata de hacerlo a la vista de todos porque su amor, como todos los amores, sufría con el ocultamiento. Quería cambiar sus zapatillas rotas por zapatos nuevos, otro vestido, comprarle un helado o sorberlo juntos, y regocijarse con su deslumbramiento. Pero sobre todo, deseaba tocarla, palpar sus muslos, respirar su sexo.
Examinó los adornos de los muebles, con aquella determinación oculta y escrutadora, y no había nada que sirviera, flores artificiales, cerosas, jarrones pesados. Si hubiera un jardín y flores. Pero ella no quería flores, que no se comen, que se marchitan.
Bajo uno de los jarrones había una carpetita bordada y él la rozó con los dedos, considerando la textura de la tela y si podría servir. Estaba sucia. Movió el jarrón con cuidado y levantó la carpetita, la lavó con sus manos ásperas y nudosas.
—¿Qué hacés? —preguntó su mujer, sorprendiéndolo.
—Estaba sucia —se disculpó con una cobardía abyecta.
—¿Y desde cuándo…? —replicó ella, y dejó la frase inconclusa que presionó con su propia perplejidad.
Y él supo que no podría hurtarla porque había sido descubierto y señalado. La carpetita se secó al sol, blanca, con sus minúsculas flores rojas. Su mujer la planchó al mediodía y la colocó bajo el florero, como diciendo, impremeditada y certeramente, de aquí no se mueve.
Y él rondó como un ladrón bajo la sospecha de dos ojos inclementes que lo acechaban. No era él lo que su mujer veía, un viejo con mala dentadura, palabras trastabillantes, sonrisas cargadas de necedad. Era alguien que podía dar, que de nuevo imaginaba en su deseo. No otra piel junto a la suya, entera, pero sí el viaje de sus dedos, recorriendo, hurgando, sacando a la luz sentimientos que creía muertos. Le latieron las sienes y enrojeció, y después se puso blanco como el papel. Su mujer lo observó atenta y lo obligó a sentarse. Corrió y le acercó un vaso de agua a los labios, que él rechazó. —¿Qué te pasa?—. Y él de pronto hubiera querido abrazarla y confesar ese sentimiento imposible que llenaba su corazón. Si ella que lo había amado, no lo comprendía, ¿quién entonces? Si ella no lo explicaba, amparaba en la devastación de su pasión, si no lo asumía, ¿quién entonces? Pero le bastó mirarla para saber que la corrupción y la desmesura de los sentimientos jamás la alcanzarían. Le brotó una pena irresistible y se echó a llorar. Se inclinó sacudido por sollozos roncos que le rompían el pecho.
—Ah, ah —dijo su mujer, sin asustarse. La senilidad también abarcaba los accesos de llanto, el fastidiar sin cuento, el ocio eterno. Pensó que la decrepitud de él se aceleraba y eso la turbó como una inminencia de muerte. Lo forzó a beber el agua y le proporcionó un pañuelo—. Ya pasó —dijo tranquilizadoramente, palmeándole el hombro con un afecto distante, y él se secó las lágrimas y se quedó inmóvil, entre el sofoco y la vergüenza.
Cuando volvió al atardecer, su mujer lo esperaba en la puerta. La chica había recibido su regalo sin excesiva alegría. —¿Qué hago con esto?— dijo, con su carpetita sobre las rodillas. Su mujer le abrió la puerta y él caminó dócilmente detrás, la cabeza gacha. Ella se sentó junto a la mesa, las manos unidas en el regazo. El lugar desnudo bajo el florero lo acusaba.
Ella mostraba un aire reticente y cansado. Tardó en hablar. —¿Dónde la escondiste?— preguntó, con un acento que era más de hartura que de enojo, y él sabía que no podría explicar nada, menos la nostalgia por esa piel cálida y oscura que había tocado.
Sus hijos llegaron hacia la noche, convocados por la costumbre o por un llamado. —Papá, es mejor que no salgas solo.
Él sonrió con su sonrisa boba y movió la cabeza, asintiendo. Todavía lo intentó una vez más. Corrió a la plaza al día siguiente, y en su prisa la contera del bastón se enredó entre las piedras de la grava. Cayó de bruces y dos mujeres lo ayudaron a levantarse. Sentía las piernas temblorosas, la vista nublada. No entendía cómo el suelo se había alzado hasta él para aturdirlo, castigarlo. Se había hecho una herida cortante en la frente y la sangre lo asustó. La chica, que había aparecido a lo lejos, se quedó contemplando, hasta verlo de pie, con las mujeres que se afanaban a su alrededor. Él las apartó de malos modos, apelando a un resto de orgullo. Se secó torpemente la sangre y luego la saliva que se le desparramaba desde la boca al mentón. La chica avanzó unos pasos, meneó la cabeza, alzó la mano en un vago saludo y sonrió, antes de volverse y alejarse.
Su mujer le lavó la herida sin pronunciar reproches. Durmió con un sueño perturbado que, en un momento, cayó en una zona de felicidad, se vio joven y libre, y al despertar recordó el sueño, aquella luminosidad inalcanzable del sueño, y la presencia de su cuerpo dolorido aumentó su pesadumbre. Es así, se dijo, y se encaminó hacia la puerta de calle. La encontró con el cerrojo puesto; unos pasos atrás su mujer se limitó a negar con la cabeza. Buscó infructuosamente la llave y luego se encerró en el baño. Se apoyó en los azulejos y permaneció en un sopor aletargado hasta que algo se quebró en él. Sentado en el borde de la bañera lloró silenciosamente la pérdida definitiva del amor. Qué soledad, se dijo, con las espaldas encorvadas, qué soledad. De esta manera se iba la vida, de esta manera secreta y miserable.
Su mujer le preguntó qué le ocurría, la voz inquieta. —Ya salgo— dijo. Se incorporó con trabajo y se lavó la cara. Se esforzó por no perder el hilo de sus pensamientos que lo sepultaba en un territorio nebuloso donde nada lastimaba demasiado. Quería pensar aún, y recordar, y supo que no debía compadecerse, a pesar del dolor y la nostalgia por la piel oscura y cálida. Antes de morir había conocido la pasión y la pasión cualquiera sea la tierra que elija, adolescente o próxima a la muerte, siempre es espléndida en sí misma. Su destello no toca impunemente, ilumina y destroza. Está bien, repitió, y se sonrió acongojado frente al espejo, con sus dientes arruinados, con su sonrisa que parecía cargada de necedad.
—Ya salgo —dijo, y abrió la puerta.
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