La gata, Hector Tizón

La gata

...estos felinos asisten a los aquelarres;
en Estrasburgo, un campesino se defendió
contra tres de estos animales que en realidad
eran tres mujeres poseídas por el Demonio.
DENIS GRIVOT, Le Diable dans la Cathédrale

I

—Demoraremos el avance del terraplén —dijo el ingeniero—, pero daremos una batida. Así no podemos seguir, si no el animal acabará con todos.
Yo vagaba entonces en busca de mi gata que había huido, resentida y seguramente odiándome por haberle ahogado a sus gatitos, sin comprenderme ni comprender a los demás, y temía por ella, acostumbrada a adormilarse en mi calor, a comer de mi mano aun cuando yo no tenía comida para mi propio estómago; librada ahora al monte, tal vez a merced de los perros cimarrones, de los pantanos, de los alacranes. Y de ese animal que ya había devorado a dos niños. Las mujeres de los peones también habían alborotado para que ella fuese expulsada y perseguida alegando que esos gritos en la noche perturbaban el descanso de sus hombres.
La primera víctima fue extrañada recién de tarde. El hecho de no acudir a comer no había causado alarma —ya que los niños, a esa hora en que el sol cae a pique, acostumbraban a descolgar lechiguanas— sino al atardecer, puesto que ninguno se aventuraba monte adentro cuando el sol comenzaba a ocultarse. Al día siguiente encontramos sus despojos, muy cerca del lugar junto al río cuyo caudal en parte había sido desviado para que sirviese como lavadero.
Ya eran tres las víctimas y en este último avance el agresor había dejado sus huellas frescas en el polvo suave del patio. Uno de los peones se las enseñó al ingeniero, diciend o:
—Mire el grandor de las patas.
Las huellas de esas patas eran del tamaño de un puño de hombre.
Fue cuando suspendieron todos los trabajos y comenzó la persecución.

II

Sólo en el otoño siento ganas de vivir; en estos días de otoño, apaciguados, no quema el sol, no hay lluvias permanentes, ni nubazones tristes ni ese frío que me obliga a estar siempre junto al fuego, llorando a causa del humo de la única leña que uno puede procurarse aquí, resinosa y dura. Jamás el ingeniero podrá comprender por qué a veces le llega la comida destemplada, esta que le estoy llevando en la viandera. “Maldito idiota”, dice, pero no se enoja verdaderamente. Aquí me siento bien, todos los patrones anteriores fueron débiles de carácter y por cualquier razón cedían al gusto de darme por las costillas, incluso aquel abogado que leía muchos libros y al que yo le manejaba el tílburi desde la quinteja hasta los tribunales en el pueblo. El abogado era chozno del General Lavalle. “Mi tataraluelo fue el fruto de un amor súbito, como vos”, decía, pero sin mirarme, como si hablase para sí. “De ahí viene esta melancolía de mi familia.” Con los animales siempre tuve más suerte, a pesar del mal agüero de mi nacimiento. El abogado era amable pero sólo en las mañanas; de regreso a la quinteja, me daba con el látigo por cualquier cosa; sobre todo por esa simpatía que siempre sentí por los animales.
Cuando el abogado murió a causa del soplo, no quedó nadie en la casa. Los sirvientes se apropiaron de lo que estaba al alcance de sus manos; pero yo sólo llevé mi gata. La metí bajo el faldín de mi camiseta porque ronroneaba de frío y enarcaba el lomo cuando le acariciaba la cola y me quedé sentado a la orilla del camino que sale del pueblo en dirección a la frontera, sin pensar en el frío ni en la noche. Luego de un par de horas de estar sentado sobre esa piedra en el camino, cambié de lugar y me fui a sentar en el andén de la estación. Fue entonces que llegó el autovías plateado y el ingeniero, con su impermeable color azafrán, bajó y me llevó consigo. En la estación había un cartel demandando peones para trabajar en la punta del terraplén; quizá por eso me llevaron tan rápidamente en el autovías.
Yo no sabía que la gata estaba preñada de otro gato, y cuando a los pocos días de llegar al campamento, acurrucada en la despensa comenzó a parir muchos gatitos, sentí ganas de aplastarla con un palo.

III

—Hay que hacerlo, Jeremías —me dijo el ingeniero, poniéndome una mano en el hombro.
El ingeniero hizo que me dieran una ración doble de galleta, como consuelo, que engullí allí mismo, antes de que alguien se arrepintiera. Después estuve contemplando un buen rato cómo los animalitos, ciegos, torpes y blanduzcos se apelotonaban entre sí buscando el calor y las tetas de la gran gata que, echada sobre un jergón en un rincón del cuarto de paredes de palo a pique, permanecía indiferente, con los ojos entrecerrados, adormecida y sensual. Yo le pasé la mano por la cabeza y ella intentó morderme, como sintiendo que el amague era una mezcla de caricia y de ganas de estrangularla. Pe nsé durante mucho tiempo cuál gato pudo ser el padre, para dar forma a mi rencor, pero recordé al mismo tiempo sus fugas en las noches, mientras yo dormía, cuando abandonaba su cálido refugio contra mi vientre y acudía al llamado de entre los matorrales; recordé sus regresos, fría y agresiva, jadeante aún, vencedora y vencida; también las noches cuando a la inte mperie, casi congelado, aceché a los provocadores armado del machete, el mismo con el que, a su regreso, con el fin de calmarla, cortaba un pedazo de cabrito que para chalona pendía del alambre y le daba de comer, al cabo de lo cual volvía a ser la misma y se acurrucaba junto a mi vientre en el catre, maullando apenas, ronroneando de placer, haciéndome sentir culpable de sus fugas. A los gatos sólo pude verlos de lejos; imposible saber cuál.
Me la había regalado un indio, en Tobantirenda, agradecido por aquel empujón que le di cuando estaba a punto de ser mordido por una víbora en el patio del almacén donde esperaba las monedas en pago de una sarta de pacúes. Yo sabía que el indio teme a las serpientes porque son como las flechas del destino, y su agradecimiento debió ser grande para desprenderse de aquello que podía servirle de carnada en la punta de los ganchos con que atragantaban al yacaré para sacarle sus bolas de sebos perfumadas y sus cueros, esos que luego llevaban al boliche para cambiarlos por machetes, limas y frascos de alcohol. El indio la trajo donde yo estaba dentro de su sombrero puntiagudo de cuero de castor, pequeña, tibia, de mirada verde como un helecho.
Después esos gatitos torpes, ciegos, húmedos que le salían de adentro; después casi destrozada, blanda y enferma, lejana con sus gatitos; abandonada por sus cómplices, orgullosa e indiferente. Yo no quería entenderlo. El indio me había dicho:
—Es hembra —sacudió su sombrero puntiagudo y se lo puso nuevamente en la cabeza. Pa reció sonreir, pero no entendí por qué. Los indios usan la risa y el llanto en forma diferente. Me dijo también que la había encontrado en el monte, junto a un guayacán, y que al intentar tocarla, lo había agredido. Lo dijo enseñándome una pequeña cicatriz en el dedo gordo de la mano, que en realidad no alcancé a distinguir.
Llevé aquellos críos ciegos y los ahogué en el río. Pero todavía faltaba lo peor. Fue el día en que el ingeniero dijo: “Hay que hacerlo, Jeremías”, cuando ella se escapó y no regresó jamás a dormir conmigo y sólo de noche se hacía oír enloqueciendo a los hombres del campamento. Ya éramos enemigos. El ingeniero, en esa claridad lechosa del amanecer, aún tirando con apoyo, sólo alcanzó a rozarle en el codillo, y logró huir.
En verdad fueron las mujeres las que más alborotaron, instigando a sus hombres para la persecución; esas que ahora lloran a sus muertos.

IV

El ingeniero se levantaba al amanecer, se vestía en silencio y nunca me sacudía con el pie antes de que él mismo hubiese ido a la acequia y regresado, en cuya agua sumergía la cabeza hasta el cuello, durante unos segundos, y después hacía gárgaras y se echaba atrás con las manos el cabello mojado. Sólo entonces tomaba un fierro y con él golpeaba en el riel colgado para despertar a los peones y me aporreaba las costillas con sus gruesas botas de suela. Ladraban entonces los perros despertando a los niños y entre lloros y risas, sonar de fierros, soplar de narices, broncas, voces de hombres, viento sobre pinos y eucaliptos, volátiles graznidos, todo volvía a vivir, en el otoño.
Mi primera tarea al levantarme es la de avivar el fuego, aventando las cenizas con que la noche anterior cubrieron las brasas de quebracho para evitar el consumo en balde. Acomodo enseguida las piedras rodeando las brasas, agrego unos leños más, acerco el gran caldero hacia la vertiente para llenarlo de agua clara, lo pongo nuevamente sobre el fuego y pronto el agua estará caliente y lista. No puedo entonces dejar de pensar en algunas cosas mientras observo el fuego; ni puedo dejar de recordar, al ver la superficie del agua en el caldero, que a poco comienzan a remolinar y moverse aquellos gatitos, cinco en total, recién paridos, que se ahogaron en el río porque eran muchos, porque a ella no le alcanzaban los pezones y porque fastidiaban de noche; sobre la superficie del agua en el caldero, blanda, oscura, brillante, como un gran ojo mojado, amenazan ya algunas burbujas; yo los llevé al río en un costal vacío. Los gatitos en el fondo del saco apenas si maullaron, más bien parecían dormidos. En la orilla del río abrí el costal, metí la mano —estaban todavía suaves y pegajosos del vientre de la madre—, volví a sentir eso en la garganta, los tomé del cuello, sólo dos tenían los ojos a biertos, y sin esfuerzo los fui echando al río. Los niños alborotaban a cada gatito que caía. El primero que arrojé fue a dar en mal lugar, demasiado cerca; fuera de las ondas del remolino, y tardó en ahogarse; con los demás mejoré la puntería, alentado por la algarabía de los muchachitos, a tal punto que con el último di justamente en el centro y ése ni siquiera una vez levantó la cabecita como los otros, sino que se fue derecho al fondo, seguramente. Cuando regresé al campamento el ingeniero me dijo: “Había que hacerlo, Jeremías”. Y me dio las galletas que engullí de un golpe. Ella se había trepado al horcón de un laurel y ahí permaneció todo el día mirándome con sus ojos que se achicaban y volvían a abrirse, lejanos, aunque de pronto muy cerca, hasta que los niños, entre temerosos y entusiasmados, la arrojaron del horcón golpeando el tronco con una caña larga. Yo, mojando ya unas cebollas verdes en la piedra de amolar, me di cuenta de que, por un instante, ella pensó en hacernos frente, pero luego saltó, huyendo por entre unos acherales, perseguida de cerca por los niños.
Yo conocía los bichos, muchas veces los había observado de cerca, inmóviles entre los bejucos de la costa, pescando, con sus garras metidas en el agua disimuladas entre el color del agua y de los bejucos pero alertas al paso del pacú, para herirlo de pronto, en la panza chata y ancha y luego esconderlos entre los yuyos hasta que estuvieran maduros por la calor y la grasa les goteara como aceite de lámpara y entonces devorarlos. También los había visto, desde lejos, a la hora de la siesta, estirados en la arena, como muertos, con sus vientres blandos, palpitantes, suaves, pero con su aliento hediondo de olerse a varias leguas, que era la defensa de los perros, los que al olfatearlos lloraban de rabia.
El ingeniero y el resto de la cuadrilla trabajaban del otro lado de la loma, abriendo el camino a golpes de dinamita en la roca viva, cuando ocurrieron las cosas. Las mujeres de los peones iban con ellos para ayudarlos en el trabajo o para no perderlos de vista porque los hombres eran escasos, y sólo yo y los niños permanecíamos en el campamento.
La gata madre no regresó nunca más luego de que el ingeniero le disparó; pero las mujeres alegaban que oían sus maullidos rondando el campamento. Yo también quería oírla, pero tengo el sueño pesado y no pude; me contentaba sólo con extrañarla y llorar a veces, y verla en sueños, o igual que ahora, clarito, en la superficie oscura del agua del caldero, como cuando boté a sus gatitos, haciéndoselo adrede, por ingrata.
Los muertos ya eran tres.
—Empujalo con la caña desde la otra orilla; el gancho no alcanza.
Dacio, el peón, metido hasta los sobacos en el agua, acatando la orden dejó de hacer lo que estaba haciendo y comenzó a desplazarse torpemente hacia la otra orilla; al fondo de la represa, un barro pegajoso y chullo le impedía moverse con agilidad. Los otros aguardaban en seco. Luego, con el gancho, sacaron el cadáver.
Cuando Dacio salió del agua, los pantalones le brillaban como lomo de culebra, tenía la cara salpicada de barro hediondo y estaba pálido, como en trance de vomitar.
—Empujalo con la punta de la caña, poco a poco, porque se hunde... Así.
En esos momentos, allí, no había deudo tan cercano que llorase a ese cuerpecito descompuesto que flotaba, y nadie alborotó la maniobra.
—Como los otros —conjeturó el ingeniero, casi desconocido el rostro, cómico debajo de las carachas formadas por el polvo acumulado por las ráfagas de viento norte y el sudor.
El peón, desde la orilla opuesta de la represa —un vertedero de las lluvias del verano, con las aguas enrarecidas por el calor, los helechos y las plantas ahogadas y podridas—, empujó lentamente el cuerpo con la caña hasta ponerlo al alcance del gancho; el ingeniero dijo “ya está” y el cadáver comenzó a desplazarse sobre la superficie densa y negra del ciénago hasta la orilla donde esperábamos.
El ingeniero era alto, huesudo, extranjero. Era bueno, sobretodo cuando estaba borracho. Tenía una victrola a pilas y jamás, ni a sol ni a sombra, se quitaba el impermeable engomado color de azafrán. “Me protege de la lluvia y del sol”, decía. “ Cuando lo tengo puesto transpiro mucho y eso hace bien. De lo contrario este clima se le mete a uno adentro y le disuelve las tripas y los huesos.” Yo le aparejaba la comida y él me estimaba por eso. “La comida y la música”, decía, “es lo único que el hombre debe escoger con cuidado.”
En la victrola tocaba siempre el mismo disco donde cantaban a dos voces; y las comidas no eran difíciles: al mediodía las liebres o charatas que él mismo cazaba y me entregaba cada víspera; para la cena, papas y remolachas gigantes y casquillos de cayote hervidos con azúcar.
Hasta aquellos días, la construcción de las vías férreas aumentaba según su humor; y junto con el terraplén y los rieles avanzaban los hilos del telégrafo que él manipulaba para conversar y reírse a carcajadas con los que estaban lejos. Habíamos fundado cinco estaciones y sólo unas leguas faltaban para precipitarnos en los valles fértiles donde crecían los pueblos de por sí. Sólo este trecho de chaco era difícil.
Ya eran tres las víctimas y esa misma siesta comenzó la batida; las mujeres eran las más enconadas. Porque las mujeres pueden ser amigas de las serpientes, pero no de las arañas, ni de las ratas, ni de las gatas ni de ningún bicho de sangre caliente que se agazapa. Comenzó la persecución, con fusiles y machetes alertas, con incendios, con rastreos prolijos de lomas y barrancones cubiertos de lianas que pudieran ocultar bocas de cuevas; quemazones de algaidas, hurgando con picas entre los largos y tiernos dedos de los bejucos; atento el ojo, los dedos en los gatillos, el caño de los laureles, y guatambúes, cuando desapareció el tercero. Gritó mientras se lo llevaba y cuando los hombres salieron alcanzaron a ver un bulto plateado —del tamaño de un ternero, veteado, fosforescente y olieron su olor—, mientras lo llevaba arrastrándolo a la espesura.
Se ensayaron todos los medios conocidos, incluso el de a ventar el olor de la sangre golpeando los troncos con cuartos de corderos sacrificados, para atraer a la bestia; se prepararon toda clase de trampas, hasta la del cendal, arqueando con un fuerte lazo el tronco joven de un mimbre, disimulado, para que al pisar ella fuera izada de un golpe y puesta al tope colgada de los ijares, manoteando el vacío con sus garras.
Sólo al atardecer volvimos a encontrar sus huellas. Fue cuando el hombre dijo:
—Son grandes como puños de hombre.
Era la hora tranquila, cuando las aves volaban de regreso, a recogerse en las faldas de las montañas, y el animal encelado se enfriaba.
Quizá perturbada por la persecución, la bestia había tomado por mal rumbo: en vez de recogerse monte adentro, se deslizó hacia los pajonales de la falda. El derrotero de sus huellas y de la sangre de su víctima, seguramente apresada entre sus mandíbulas, la descubría.
—Esta vez no escapará —dijo el ingeniero. Y justamente cuando lo dijo, se apareció entre un claro de los matorrales; él, echándose el rifle a la cara, trató de disparar pero no pudo.
—No desperdicie las balas, ingeniero; ya va herida, mírele las huellas.
Yo iba detrás, con el alma en un hilo. Las sombras confundían las cosas y con las sombras el miedo se agrandaba.
Cuando llegamos al borde de un profundo madrejón, el que iba delante dijo:
—Al vicio que sigamos, no vivirá mucho; entre el madrejón y la barranca a pique está acorralada; no podrá cruzar ni trepar. Ahora, oscuro, es peligroso. Pero mañana será fácil, ya no va a tener fuerzas. Hagamos fuego aquí y pongamos los perros en línea.
Al amanecer, ya no pudimos sujetar a los perros. Ellos olfatearon la muerte, cruzaron de un salto el zanjón y se internaron entre las matas. Sólo cuando estuvo claro avanzamos nosotros, guiados por las zarzas quebradas. Cuando llegamos —era un lugar de pastos tiernos, junto a una gran piedra— no estaba el tigre; sólo hallamos al niño, semidevorado. Y —por la herida mal cicatrizada en el codillo, con el vientre destrozado por los perros, disminuida por la persecución y la pelea— reconocimos a la gata.

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