El hombre del guardapolvo gris, Rodolfo Walsh

Villa Soldati se subleva…

"Los vecinos del Villa Soldati contemplan con intenso dolor el posible alejamiento de la parroquia Cristo Obrero, de otro de los miembros de la benemérita Congregación Josefina, el hermano Emilio Bobba… La medida no toca el mero sentimiento personal, sino que hiere profundamente y destruye de raíz una obra que ha costado muchos años de sacrificios, desvelos y sinsabores. Quiebra y aniquila una obra social que ha trascendido y llega a amalgamarse en la caridad evangélica."
De este modo comienza una carta dirigida al Superior General de la Congregación Josefinos de Murialdo. Otra similar está ya en manos de monseñor Copello, flamante canciller del Vaticano. Y una tercera viaja en estos momentos con destino al Sumo Pontífice. Y así lo que empezó siendo un simple conflicto vecinal, golpeará a las puertas más altas de la Iglesia.
La historia, brevemente contada, es la que sigue: en 1773, Leonardo Murialdo fundó en Turín la congregación de padres josefinos, que cuenta actualmente con unos ochocientos miembros, distribuidos en la casa central de Italia y en las misiones de Ecuador, Chile, Brasil, Estados Unidos y Argentina. En nuestro país hay unos cuarenta sacerdotes josefinos, en Mendoza, Morrison (Córdoba), Villa Bosch y Villa Soldati. En este lugar cuentan con iglesia, casa parroquial, escuela y consultorio médico gratuito. Es este último, justamente, el que agita los ánimos en el barrio.
En 1937, la congregación mandó a la Argentina al hermano lego Emilio Bobba para que instalase una enfermería en la parroquia. Villa Soldati no era entonces el lugar más acogedor para una misión religiosa: un barrio pobre, netamente obrero y bastante belicoso, donde el sacerdote era recibido, a veces, a pedradas.
El hermano Emilio (como lo llaman todos) no se arredró demasiado. En un sótano que se inundaba con las lluvias, instaló su "enfermería": una silla, una palangana, una jeringa hipodérmica.
Una relativa novedad, para un barrio sin hospitales, era que el hermano Emilio no cobraba dinero a sus enfermos. Otra, que trabajaba literalmente como un poseído, catorce o dieciséis horas diarias, y que se lo podía despertar a cualquier hora de la noche para atender un caso de urgencia. De ese modo la hostilidad se fue trocando en tolerancia y por fin en cariño.
La dedicación del hermano lego resultó contagiosa. Pronto hubo médicos que se ofrecieron a colaborar desinteresadamente con él. Y en 1943, una dama de fortuna, la señorita Sara Navarro Viola, construyó una clínica contigua a la iglesia y la donó a la congregación Josefina para que el hermano Emilio pudiera seguir ejercitando su piadoso menester.
La afluencia de pacientes se hizo cada vez mayor. También aumentó el número de profesionales (algunos de ellos prestigiosos especialistas) que gratuitamente atienden en el consultorio. En este momento, son diecinueve, pero uno solo de ellos, el doctor Bertelli, lleva realizadas 5.587 revisaciones y operaciones de garganta.
Hacia 1948, asistían anualmente al consultorio entre 15.000 y 20.000 personas. En 1952, la cifra exacta fue de 33.494. Y luego siguió aumentando. Hasta que a comienzos de este año corrió como un reguero de pólvora la inquietante noticia: Se va el hermano Emilio.
- ¿Se va? -Los vecinos no podían creerlo.
- Se va. Lo mandan a llamar de Italia. Quieren que descanse. Fue entonces cuando pareció que Villa Soldati iba a sublevarse.

En cuestión de horas se organizó una comisión vecinal de protesta. El 11, 12 y 13 de marzo se efectuaron reuniones en clubes locales, y el 15 una concentración masiva a media cuadra de la parroquia. Asistió prácticamente todo el pueblo. A través de la calle Lafuente, se tendió un cartel que dice: "Hermano Emilio, necesitamos tu humanitaria obra. Exigimos que continúes al frente del consultorio. Tus veintidós años de bien comprometen la gratitud de Soldati".
Volantes amarillos proclamaban la obra "que ha efectuado una sola persona a lo largo de veintidós años en 82.500 horas de labor: más de 500.000 personas atendidas, 150.000 inyecciones aplicadas, 250.000 curaciones varias, 100.000 aplicaciones de rayos ultravioletas, rayos X, onda corta y nebulizaciones".
Las cámaras de TV captaron la escena, y los reporteros de los diarios tomaron sus notas. Pero entretanto, un confuso rumor exaltaba los ánimos. Se alegaba que el verdadero motivo del alejamiento del hermano lego era el propósito de vender o alquilar el consultorio, que a partir de entonces dejaría de ser gratuito. Inclusive se manejaron cifras, que desde luego nadie puede confirmar.
¿Era cierto el escandaloso rumor? Un médico de la zona, señalado por la suspicacia popular, se vio compelido a dejar en manos de la junta vecinal una nota donde dice: "Es exacto que se me ha ofrecido la dirección del Servicio, a lo cual me he negado por razones éticas y de trabajo". Y acota: "Me une al hermano Emilio una amistad de más de veinte años, no empañada por ninguna circunstancia".
Las nubes parecieron disiparse un tanto, cuando la señorita Navarro Viola, donante del edificio, declaró al cronista:
- El consultorio, que lleva los nombres de los doctores Pablo Torello y Enrique Navarro Viola (ya fallecidos), se construyó con el exclusivo fin de servir gratuitamente a los habitantes de Villa Soldati. Por lo tanto, no se le puede dar otra finalidad.
El hermano Emilio, a quien el cronista visita en compañía del presidente y secretario de la comisión vecinal, es un hombre de baja estatura y aspecto casi insignificante, enfundado en un guardapolvo gris, que habla poco en un castellano mezclado de itálico. Le preguntamos a qué atribuye la pequeña conmoción producida en torno suyo.
- El que necesita, es agradecido -responde-. El que ha estado enfermo, recuerda. Y yo tengo mi vocación, que es ésta de curar a la gente. El fundamento de nuestra religión es la caridad. Pero la caridad no tiene límite, no tiene credo. Yo he curado a todos por igual.
Mientras habla, atiende a sus enfermos: una anciana que tenía el oído infectado, y ya está casi sana, gracias a los modernos antibióticos; dos niños flacuchos que toman rayos ultravioletas; un tercero que se ha lastimado. Se mueve continuamente de una sala a otra, llevando el alivio en sus manos. Al presidente de la comisión, que prefería olvidar su artritis, lo "engancha" con una inyección de yrgapirín.
El fotógrafo de Leoplán comete la imprudencia de toser, y cuando se quiere acordar ya está sentado en una camilla recibiendo una nebulización. El cronista se abstiene cuidadosamente de mencionar cualquier dolencia que haya tenido…
En la sala de espera, las respuestas al interrogatorio periodístico pueden reducirse a una:
- El hermano Emilio es un bienhechor para nosotros. Cuando se nos vaya, nadie sabe lo que puede suceder.
- Si me lo preguntan, yo quiero quedarme con los míos -dice el hermano lego mirando a su alrededor-. Pero si me ordenan volver, entonces obedezco.
En las tres salas del consultorio, brilla el instrumental en las vitrinas; aguardan con su impavidez de metal y de vidrio el aparato de rayos x, el letrero del oculista, el sillón del dentista. Todo lo que allí se hace cuesta menos de dos mil pesos por mes: unos sesenta centavos por persona, que paga la donante del consultorio. Alguien nos dicta los nombres de los médicos que atienden los principales servicios. En garganta, los doctores Bertelli, Casani, Imperiale; niños, el doctor Pistani y la doctora Barcia; ginecología, el doctor Torti; clínica, el doctor Folco; pulmones, el doctor Giutini; odontología, el doctor Giannitrapani; oftalmología, el doctor Rojo. La farmacia Cucci, de Pompeya, provee medicamentos a precios muy reducidos. Y las vecinas y vecinos colaboran en la limpieza y atención del local.
En la calle, en el bar donde vamos a tomar un café, las opiniones son coincidentes: el hermano Emilio no debe irse.
- ¿Después de veintidós años de trabajo lo van a sacar de aquí? -es la pregunta de rigor-. Este hombre se muere si tiene que dejar su trabajo.
En un negocio donde entramos a comprar cigarrillos, una muchacha nos dice:
- Mi padre murió de cáncer. Sufría grandes dolores, y cada dos horas había que aplicarle una inyección calmante. Era el hermano Emilio quien venía a dársela, de día y de noche. Esto duró cuatro meses y medio, y cuando murió, el hermano Emilio estaba a su lado.
Nos dirigimos a la iglesia, donde nos atienden el padre Nardone y el padre Pedro, de la orden Josefina.
- En este asunto se ha creado demasiada publicidad, demasiada agitación -nos dice el primero-. Nadie quiere vender el consultorio, nadie quiere que deje de ser gratuito.
- ¿Pero al hermano Emilio lo mandan a Italia?
- Eso no lo sabemos -responden-. Por el momento, la orden está en suspenso, aunque puede ser actualizada. Es un problema que deben decidirlo los superiores de la congregación. Nosotros no tenemos parte. Nos limitamos a obedecer, y el hermano Emilio, sin duda hará lo mismo, pues la obediencia forma parte de la regla.
- ¿Sería definitivo ese traslado?
- Tampoco podemos decirlo ahora. El hermano Emilio ha recibido una comunicación informal, diciendo que es hora de que se tome unas vacaciones, derecho al que ha renunciado todos estos años. Pero no se ha fijado la fecha de su partida. Es posible que esté allá un par de meses y después vuelva. De todas maneras, es completamente excepcional que un hombre de nuestra congregación permanezca en un sitio determinado más de seis años.
- ¿El alejamiento del hermano traería problemas al barrio?
- Sí, porque ha realizado una obra buenísima, tal vez exagerada en su caridad, y acaso desprovista de método, pero humanitaria y profunda. Eso no lo discute nadie. Nosotros hemos tenido que imponer un horario de atención en el consultorio, porque antes no lo había. El hermano atendía a cualquier hora, inclusive de la noche. Pero nosotros tenemos que velar por él.
Ya sobre el filo de la entrevista, agrega el padre Nardone:
- Si el hermano regresa a Italia, el principal problema será para nosotros, porque no tenemos con quién reemplazarlo. Hubiéramos preferido que el hermano Emilio formara un sucesor para esta eventualidad. Los hombres pasan, pero las instituciones deben quedar.
Y el padre Pedro concluye:
- Nosotros no somos parte de este conflicto. Todo depende de Roma. Y en Roma suelen ver las cosas con más amplitud y más sabiduría.
Nuevamente en la calle, la inquietud popular sigue expresándose en estos términos:
- Lucharemos. No permitiremos que se vaya.
La decisión está en otras manos. Al cronista sólo le queda desear que esta vez la sabiduría de Roma, a que aludió el sacerdote josefino, coincida con el anhelo de Villa Soldati, para que el hombre del guardapolvo gris pueda seguir calladamente curando a los enfermos.

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