Autobiografía de mi madre (fragmento), Jamaica Kincaid

 La escuela a cuyas clases asistía se encontraba en el siguiente poblado, a unos ocho kilómetros de distancia, que recorría en compañía de otros niños, la mayoría chicos. Teníamos que cruzar un río, pero durante la estación seca eso equivalía a andar tranquilamente sobre las piedras del lecho del río. Cuando llovía y el nivel del agua estaba muy alto, nos quitábamos la ropa, hacíamos un atado con ella, nos lo poníamos en la cabeza y cruzábamos el río desnudos. Un día en que el río bajaba muy alto y lo estábamos cruzando desnudos, vimos a una mujer cerca de la desembocadura al mar. Allí había bastante profundidad, y no podíamos asegurar si estaba sentada o de pie, pero sabíamos que estaba desnuda. Era una mujer muy bella, más bella que ninguna otra mujer que hubiera visto antes, de una belleza que tenía sentido para nosotros, no una belleza a la manera europea: tenía la piel de color marrón oscuro, su pelo era negro y brillante, ondulado en apretados rizos que le cubrían la cabeza. Su rostro era como una luna, una luna suave, marrón y reluciente. Abrió la boca y de ella surgió un sonido extraño y dulce. Yo estaba hipnotizada; todos nos paramos a mirarla. Estaba rodeada de mangos —era la estación propia de ese fruto—, todos ellos maduros, y aquellas sombras de rojo, rosa y amarillo resultaban tentadoras y sumamente apetitosas. Nos hizo señas para que nos acercáramos a ella. Alguien dijo que no era en absoluto una mujer auténtica, que no debíamos ir, que teníamos que huir de allí. Pero no podíamos marcharnos. Y entonces aquel chico, cuyo rostro recuerdo porque era como una máscara, como la máxima expresión masculina que yo hubiera conocido de fanfarronería y presunción, empezó a avanzar hacia ella, y cuanto más se acercaba más se reía. Cuando pareció llegar al lugar en que ella se encontraba, esta se alejó, aun sin dejar de estar en el mismo sitio; él nadó hacia ella y la fruta, y cada vez que estaba a punto de llegar, ella volvía a alejarse como por arte de magia. Él siguió nadando hasta que le fallaron las fuerzas y empezó a hundirse; los demás ya solo pudimos ver parte de su cabeza, solo pudimos ver sus manos. Luego desapareció por completo de nuestra vista y ya no vimos nada excepto una serie de círculos concéntricos que se expandían a partir del punto en que él había estado, como si alguien hubiera arrojado allí un guijarro. También la mujer y su fruta se desvanecieron, como si nunca hubieran estado allí, como si nada de todo aquello hubiera sucedido nunca.


El chico desapareció; no volvió a ser visto nunca, ni siquiera muerto, y cuando el río se secó en aquel lugar, fuimos en su busca, pero no estaba allí. Fue como si nunca hubiera sucedido, y entre nosotros hablábamos de aquello como si fuera producto de nuestra imaginación, pues nunca lo mencionábamos en voz alta, nos limitábamos a aceptar que había ocurrido, hasta que llegó a existir únicamente en nuestras mentes, como un acto de fe, como la Inmaculada Concepción para algunas personas u otros milagros similares. Y tenía el mismo poder de despertar la fe y la incredulidad, con la única diferencia respecto a la Inmaculada Concepción de que aquello lo habíamos visto con nuestros propios ojos. Yo vi cómo sucedía. Vi a un chico en cuya compañía solía ir andando hasta la escuela nadar desnudo al encuentro de una mujer también desnuda y rodeada de fruta madura, y desaparecer bajo las turbias aguas del río en la zona de su desembocadura, donde se une al mar. Aquel chico desapareció allí y nadie volvió a verle nunca. Aquella mujer no era en realidad una mujer; era alguna otra cosa que adoptó la forma de una mujer. Fue casi como si la realidad de aquel horror resultara tan sobrecogedora que acabó por convertirse en leyenda, como si hubiera sucedido hacía muchísimo tiempo y a otras personas, no a nosotros. Sé de algunos amigos que fueron testigos de ese suceso junto conmigo y que, olvidando que yo estaba presente, me lo han relatado de una cierta forma muy particular, como desafiándome a creerles; pero es así solo porque ellos mismos no acaban de creer en lo que dicen; han dejado de creer en lo que vieron con sus propios ojos, o en su propia realidad. Para mí todo esto ha dejado de carecer de explicación. Todo lo que nos concierne está en cuestión, y somos nosotros, los derrotados, quienes definimos todo aquello que es irreal, todo lo que no es humano, todo lo que ha sido despojado de amor, todo lo que carece de compasión. Nuestra experiencia no puede ser interpretada por nosotros mismos; nosotros no conocemos la auténtica verdad acerca de ella. El nuestro no era el Dios correcto, la nuestra no era una forma respetable de comprender el significado de paraíso e infierno. Creer en aquella aparición de una mujer desnuda con los brazos extendidos llamando por señas a un niño para que fuera al encuentro de su propia muerte era una creencia propia de los hijos ilegítimos de la tierra, de los pobres, de los que están abajo. Yo creí en aquella aparición entonces y sigo creyendo en ella ahora.

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